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322, Alusión al brocado, «tela texida con seda, oro, o plata, o con uno y otro, de que hai varios géneros; y el de mayor precio y estimación es el que se llama de tres altos, porque sobre el fondo se realza el hilo de plata, oro o seda escarchado, o brizcado en flores y dibujos. Llámase también brocato; y toma este nombre de las brocas en que están cogidos los hilos y torzales con que se fabrica» (Dicc. Autoridades). Debía de ser particularmente estimado el paño-oro, o brocado milanés: «Si las damas de la Corte / Quieren por dar una mano / Dos piezas del Toledano / I del Milanés un corte...» (Góngora, Obras, edic. F.-D., I, 71). «Sobre corchos después, más regalados / Sueño le solicitan pieles blandas / Que el Príncipe entre holandas / Púrpura Tyria o Milanés brocado» (Ibídem, II, 58). Citas de brocado, brocado de tres altos, se pueden encontrar en C. Fontecha, Glosario de voces comentadas en ediciones de textos clásicos.



 

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323, adobo: «El afeite o aderezo con que se procura que parezca hermoso el rostro de la mujer que no lo es» (Dicc. Autoridades). Comp.: «Piensa que alabo su cara / cuando digo que la adoro / y estoy loando la tienda / de donde sacó el adobo» (Quevedo, Musa VI, Romance LII).



 

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325, Franceses eran, en efecto, la mayoría de los buhoneros y traficantes de baratijas. La literatura, traspasada íntegramente de una ininterrumpida problemática nacional, acusa nítidamente su existencia. El extranjero se dedicaba a toda suerte de menesteres productivos, que, por lo general, eran desdeñados altivamente por el español. Pedro Fernández de Navarrete dice que «todo lo que los españoles traen de las Indias, adquirido con largas, prolijas y peligrosas navegaciones, y lo que juntaron con sudor y trabajo, lo trasladan los extranjeros a su patria con descanso y regalo» (Conservación de monarquías, discurso XVII). Dentro de estas actividades socaliñadoras -comp. lo dicho sobre los genoveses, pág. 97-, los franceses se dedicaban, como queda indicado, a la menuda quincallería. En El abanillo, de Lope de Vega, el gracioso Fabio hace un papel análogo al de nuestra comedia, oculto también bajo el marchamo de la buhonería francesa. Es muy ilustrador el testimonio -traído y llevado, es cierto- de Quevedo: «Venían tres franceses por las montañas de Vizcaya a España: el uno con un carretoncillo de amolar tijeras y cuchillos por babador; el otro, con dos corcovas de fuelles y ratoneras, y el tercero, con un cajón de peines y alfileres». Con estos útiles de trabajo se logra todo cuanto se persigue. El primero, con el carretoncillo y la muela ha «mascado a Castilla mucho y grande número de pistolas», es decir, de doblones. Con el «edificio de cuatro trancas» y la «piedra de amolar, y con los peines y alfileres derramados por todos los reinos, aguzamos, peinamos y sangramos poco a poco las venas de las Indias» (Sueños, Clás. Cast., XXXIV, pág. 175 y ss.). Gracián insiste sobre tal manera de ver las actividades de los franceses: «¿Qué Indias para Francia como la misma España? Venid acá: [se dirige a los franceses] lo que los españoles executan con los indios, ¿no lo desquitáis vosotros con los españoles? Si ellos los engañan con espejillos, cascabeles y alfileres, sacándoles con cuentas los tesoros sin cuento, vosotros con lo mismo, con peines, con estuchitos y con trompas de París, ¿no les volvéis a chupar a los españoles toda la plata y todo el oro? Y esto sin gastos de flotas, sin disparar una bala, sin derramar una gota de sangre, sin labrar minas, sin penetrar abismos, sin despoblar vuestros reinos, sin atravesar mares». Los franceses, añade, «no pudieron negar esta verdad tan clara» (Gracián, Criticón, Parte II, crisi III; ed. R.-N., tomo II, pág. 87).

Tirso de Molina nos da idéntico dato: «... los próvidos franceses, que vendiendo hilo portugués en nuestra patria y amolando tiseras, sin ser alquimistas convierten el yerro en oro a costa de malas comidas y peores cenas» (Cigarrales de Toledo, edic. S.-A., pág. 90). Los franceses se ocupaban tamén en otros oficios bajos, manuales, etc.



 

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330, red: «Una labor que hazen las mugeres, de hilo, para colgaduras y otras cosas» (Covarrubias). Comp.: «La mano que a mí me ha muerto, / de una vuelta se adornaba / de red» (Tirso de Molina, La celosa de sí misma, Bib. Aut. Esp., V, pág. 134 c).



 

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332, randa: «Adorno que se suele poner en vestidos y ropas, y es una especie de encaxe, labrado con aguja o texido, el qual es más gruesso, y los nudos más apretados que los que se hacen con palillos. Las hai de hilo, lana o seda» (Dicc. Autoridades). Comp.: «Entraron a don Quijote en una sala, desarmóle Sancho, quedó en valones y en jubón de camuza, todo bisunto con la mugre de las armas: el cuello era valona a lo estudiantil, sin almidón y sin randas...» (Cervantes, Don Quijote, II, XVIII; Clás. Cast., V, pág. 325). «Sanchica hace puntas de randas; gana cada día ocho maravedís horros...» (Ibídem, II, LII; Clás. Cast., VII, pág. 305). «Y Porcia despierta, / de la cama sale / naguas de Cambray / con randas flamencas» (Lope de Vega, La boba para los otros y discreta para sí, Bib. Aut. Esp., II, pág. 532 b).



 

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332, valona: «cuello de raso, seda, o análogo, de gran sencillez, que caía blandamente sobre los hombros, y que sustituyó a los complicados [“lechuguillas”] de antes». Con valona encontramos, por ejemplo, el Felipe IV cazador, del Prado, por Velázquez. La valona se armaba, a veces, sobre un cartón, con lo que adquiría una rigidez característica: es la golilla. Golilla lleva, por ejemplo, el busto velazqueño de Felipe IV armado. La valona era considerada como una moda extranjera. Comp.: «Éste venía dando voces con el otro, que traía valona por no tener cuello...» (Quevedo, Buscón, Clás. Cast., V; véanse las eruditas notas de Américo Castro, páginas 62 y 170, en las que se registran las varias leyes refrenadoras del lujo en los cuellos). «Lleva la valona untada, / o la mano, con cebolla, / y haz que te limpias, que basta / para que llores seis días» (Lope de Vega, La esclava de su galán, Bib. Aut. Esp., XXXIV, pág. 489 c). «¿No somos acá personas, / aunque andemos sin valonas, / libres las caras de mudas, [“afeites”], / y sin sayas campanudas, / como aquesas fanfarronas? (Tirso de Molina, Averígüelo Vargas, Clás. Cast., CXXXI, pág. 157). «Toca y valona azulada, / banda que el pecho atraviesa, / vueltas y guantes de achiote...» (Ídem, La celosa de sí misma, Bib. Aut. Esp., V, pág. 130 a).



 

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334, hablar paso equivale a «hablar en voz baja». Comp.: «Él respondió -aunque paso- en voz que lo pude conocer que era mi contrario» (Espinel, Marcos de Obregón, Clás. Cast., LI, pág. 28). «Y en esto, comenzó a llorar tiernamente; viendo lo cual el secretario, se llegó al oído del maestresala, y le dijo muy paso...» (Cervantes, Quijote, II, XLIX; Clás. Cast., XIX, pág. 241). «No lo dijo tan paso el desventurado que dejase de oírlo Roque...» (Ibídem, II, LX; Clás. Cast., XXII, pág. 121). «Don Antonio: ¿Pues no es muy justo mi zelo? / ¿No está muy puesto en razón? / Busco yo a Marcela acaso / sino para ser mi esposa? / ¿Della pretendo otra cosa? / Don Francisco: O vámonos, o habla passo: / que no sabes quien te escucha» (Ídem, La entretenida, S.-B., III, pág. 14).



 

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352, El Beato Simón de Rojas nació en Valladolid, en 1525. Fue fraile trinitario, de virtudes reconocidas, y llegó a confesor de los reyes. Su popularidad fue extraordinaria. He aquí cómo cuenta su entierro un testigo presencial: «... El venerable Padre fray Simón de Rojas, confesor de la Reina Doña Isabel de Borbón nuestra señora, varón insigne en todo género de virtud: murió en veinte y ocho de setiembre de mil y seiscientos y veinte y cuatro; acudió a su entierro toda la Corte con pública aclamación de Santo; hizo el oficio don Diego de Guzmán, Patriarca de las Indias, al presente Arzobispo de Sevilla, asistieron todos los Grandes y la casa de la Reina, siendo necesaria la guarda para detener el ímpetu del pueblo, que, desvalido, con lágrimas en los ojos iba a venerarle... Están hechas a orden a su beatificación las informaciones en virtud de las remisoriales que vinieron de Roma...» (Jerónimo de la Quintana, Historia de la antigüedad, grandeza y nobleza de la villa de Madrid, Madrid, 1629, folio 419 a). Lope de Vega dedicó una comedia al personaje que nos ocupa: La niñez del Padre Rojas (Edic. Acad., V), que ilustra muchos pormenores de la vida del beato, y en la que no es raro encontrar trozos análogos al transcripto anteriormente: «Por ministro y Provincial, / religiosas preeminencias, / no habrá diferencia en él / de lo que sin ellos era; / y aunque ha de ver a sus pies / a Isabel, de España reyna, / en su trato y humildad / no admitirá diferencia; / será su dichosa vida / un ejemplo a cuantas almas / el sacerdocio profesan; / calificará su muerte / su vida, viéndose en ella / el más general concurso / que se haya visto ni pueda / encarecer lengua o pluma» (pág. 309 a). Los rosarios del Padre Rojas de nuestro texto evocarán, sin duda alguna, el clima de popular milagrería que debió rodear al Trinitario.



 

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353, camándula: «El rosario que tiene sólo tres decenarios [o uno], cada uno con su paternoster» (Dicc. Autoridades). Comp.: «Yo tendré cuenta y rosario, / y camándula y diez. Basta» (Moreto, La fuerza de la ley, jornada I; ejemplo del Dicc. Autoridades). «Chapín con vira de plata, / crugiendo ropa de seda, / la camándula en la mano» (Tirso de Molina, La celosa de sí misma, Bib. Aut. Esp., V, 130 a).



 

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464, Los guantes eran de varias clases: de achiote, de polvillo, de ámbar. Los nombres aluden a la preparación y adobo de las pieles. De todos ellos los más preciados, por la valía del perfume, eran los de ámbar, «una pasta de suavíssimo olor, tan estimado como a todos es notorio, pues se vende por onças, y la onça en buenos ducados» (Covarrubias). El ámbar se empleaba en una difusa área de farmacopea: «Fortifica el celebro y el coraçón, con su olor suavíssimo conforta los miembros debilitados, despierta y aviva el sentido... desopila la madre, sana con su perfume el espasmo, la perlesía y la gota coral, corrige el aire pestífero, y, lo que importa mucho al bien público, es proprio para perfumar guantes» (Laguna, Dioscórides, I, XX). Los guantes de ámbar surgen frecuentemente entre el vistoso ropaje de las damas: «Delante venía su sobrina, moza al parecer de dieciocho años, de rostro mesurado y grave... guantes olorosos, y no de polvillo, sino de ámbar» (Cervantes, La tía fingida, Biblioteca Clásica, pág. 24). «El Comendador de Ocaña / servirá dama de estima, / no con sayuelo de grana, / ni con saya de palmilla; / copete traerá rizado... / Olerále a guantes de ámbar, / a perfumes y pastillas, / no a tomillo ni a cantueso, / poleo y zarzas floridas» (Lope de Vega, Peribáñez y el Comendador de Ocaña, Bib. Aut. Esp., XLI, pág. 201 b). «Un mes serví no cumplido, / a un médico muy barbado, / belfo, sin ser alemán, / guantes de ámbar, gorgorán...» (Tirso de Molina, Don Gil de las calzas verdes, Bib. Aut. Esp., V, pág. 403 b).



 

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370, maula: «Engaño y artificio encubierto, con que se pretende engañar y burlar a alguno» (Dicc. Autoridades). Comp.: «Temo, siendo maula, / que en carbón me lo conviertan / los duendes desta posada» (Tirso de Molina, Amar por señas, Bib. Aut. Esp., V, pág. 472 c). «Aquí hay maula; no era el hombre / mercero que a vender vino, / sino un gentil alcahuete» (Tirso de Molina, Quien no cae no se levanta, Nueva Bib. Aut. Esp. IX, pág. 146 a).



 

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Verso con 9 sílabas.



 

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382, hacer la mamola, o mamona. «Vulgarmente se toma por una postura de los cinco dedos de la mano en el rostro de otro, y por menosprecio solemos decir que le hizo la mamona» (Covarrubias). Comp.: «Hiciéronse la mamona el uno al otro» (Quevedo, Buscón, Clás. Cast., V, pág. 142). «... lo que aquí has dicho, quiero que me lo claves en la frente, y, por añadidura, me hagas cuatro mamonas selladas en mi rostro» (Cervantes, Quijote, II, XXVIII; Clás. Cast. XVI, pág. 201). «... y sellad el rostro de Sancho con veinticuatro mamonas y doce pellizcos...» (Ibídem, II, LXIX; Clás. Cast., XXII, pág. 255). (Más ejemplos en C. Fontecha, Glosario de voces comentadas en ediciones de textos clásicos.)



 

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390-391, Imagen extraída del juego, aún en uso. Vale, «en algunos juegos de envite de naipes, es la talla sencilla, que se envida en primeras cartas» (Dicc. Autoridades).



 

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Una situación análoga se encuentra en La toquera vizcaína, de Pérez de Montalbán: «Y a título de toquera, / no hay dama que no visita / ni hay casa donde no entra» (Bib. Aut. Esp., XLIV, pág. 521 a).



 

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400, descanso. «La venda que se pone al cuello para que en ella descanse la mano y el braço del que está sangrado o tiene algún mal en él o en ella» (Covarrubias). El Dicc. Autoridades recoge el valor de «cierto adorno mujeril». Comp.: «¿Traes algún descanso? -No; / porque si yo le trajera, / para mí me le quisiera» (Pérez de Montalbán, La toquera vizcaína, Bib. Aut. Esp., XLIV, pág. 522 c).



 

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422, beatilla: «Cierta tela de lino, delgada y clara, de que suelen hacer tocas las beatas y mugeres recoletas. Tiene varias medidas, porque las hai de vara, de dos tercias, y de media vara de ancho. Covarrubias discurre si se pudo assí llamar de la palabra beata, tomada en este sentido». «La Pragmática de Tasas de 1680 valora: “La vara de beatilla de Mondoñedo a real y quartillo”» (Dicc. Autoridades). Comp.: «Estaban hilando para hacer beatilla...» (Pícara Justina, Bibl. Madrileños, IX, página 125). «Porque traigo linda hacienda / y mucha; porque hallaréis / tocas de reina y beatillas, / gasas, velos, espumillas, / y otras muchas; ¿cuál queréis?» (Pérez de Montalbán, La toquera vizcaína, Bib. Aut. Esp., XLIV, pág. 522 c). «Andaluzas valentías / dieron muerte a mi Medrano, / ocasionando una riña, / que tuvo junto a Triana / su mortaja y mis beatillas» (Tirso de Molina, En Madrid y en una casa, Bib. Aut. Esp., V, pág. 544 a).



 

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434-437, Los montañeses se conceptuaban a sí mismos como poseedores del más añejo y limpio linaje. Ser montañés equivalía a ser «hidalgo, de buena sangre». Esta jactancia nobiliaria aparece con reiterada frecuencia en los textos españoles del siglo XVII, aunada con la frecuente pobreza del oriundo de esa región. En los ejemplos siguientes, fácilmente se comprueba el frecuente maridaje de la sangre noble, ensoberbecida, con la ridícula, angustiosa realidad material. Comp.: «... somos de la montaña y gente pobre...» (Lope de Vega, El acero de Madrid, Bib. Aut. Esp., XXIV, pág. 383 a). «Es imposible -respondió el Cojuelo-, porque descendemos todos de la más noble y más alta Montaña de la tierra y del cielo, y aunque seamos zapatero de viejo, en siendo montañeses, todos somos hidalgos...» (Vélez de Guevara, Diablo Cojuelo, Clás. Cast., XXXVIII, pág. 120). «Veme aquí v.m. un hidalgo hecho y derecho, de casa y solar montañés, que, si como sustento la nobleza, me sustentara, no hubiera más que pedir; pero ya, señor licenciado, sin pan ni carne no se sustenta buena sangre, y por la misericordia de Dios todos la tienen colorada, y no puede ser hijo de algo el que no tiene nada» (Quevedo, Buscón, Clás. Cast., V, pág. 144). «Se enamoró de mí un escudero de casa, hombre ya en días, barbudo y apersonado, y, sobre todo, hidalgo como el Rey, porque era montañés» (Cervantes, Quijote, II, XLVIII; Clás. Cast., XIX, pág. 215).



 

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456, Era proverbial la venalidad de los oficiales de justicia. «Escribano, alguaciles y procuradores, todos son ladrones» (Correas, pág. 206). «Escribano y difunto, todo es uno; porque si el uno no tiene alma, el otro es desalmado.» «¿En qué se parece el escribano al difunto? En que no tiene alma» (Ibídem, pág. 206). Quevedo señala entre las cosas más corrientes en Madrid, y de mayor uso, «escribanos cuyas plumas pintan según moja la bolsa del pretendiente» (Clás. Cast., LVI, pág. 126).



 

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533, Para el uso de estas cartas en la escena clásica, véase el artículo de T. Early Hamilton, «Spoken letters in the comedias of Alarcón, Tirso and Lope», PMLA, 1947, LXII, pág. 62-75.



 

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[«DON FERNANDO» en el original (N. del E.)]



 

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576, La fuente a que alude el narrador es la famosa Mariblanca, graciosa fuente monumental que estaba situada ante la puerta principal del Buen Suceso, en la Puerta del Sol, puerta por la que entran en la iglesia las damas de nuestro teatro, mientras que el galán entra por una puerta que daba a la Carrera de San Jerónimo, frente a la Victoria: «Y sin duda que por eso / pusieron el Buen Suceso / tan cerca de la Victoria» (Ruiz de Alarcón, Todo es ventura, Bib. Aut. Esp., XX, pág. 122 c). En el siglo XVIII, Pedro Ribera sustituyó la fuente por otra, a la que también se llamó Mariblanca.



 

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1841: ... alma...



 

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604, Don Duarte alude aquí a la lentitud del celebrante. Los galanes iban a las iglesias no por devoción, sino por ver de cerca a sus damas. Véase lo que a este respecto dice A. Valbuena Prat, con cita de nuestro texto, en La vida española en la Edad de oro, Barcelona, 1943, págs. 240-241.



 

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624, salvo el guante: «El darse las manos diestras uno a otro es señal de amistad y consideración; y esto ha de ir con ánimo sencillo, abierto y patente, sin fraude ni cobertura, y por esso se tiene por descortesía en tal ocasión dar la mano cubierta con el guante; pero en las cosas ligeras y que claramente consta de la buena intención, quando se dan las manos cubiertas con él, dezimos: Salvo el guante» (Covarrubias). Comp.: «... ratonera del Astrólogo en que había caído huyendo de los gatos que le siguieron (salvo el guante a la metáfora), y asiéndole por la mano el Cojuelo...» (Vélez de Guevara, Diablo Cojuelo, Clás. Cast., XXXVIII, pág. 33). «Quien os estimaba en un pelo de buboso, salvo el guante» (Pícara Justina, Bibl. Madrileños, pág. 235).



 

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630, vizcaína: «corta de palabras, breve». Comp.: «Embajador vizcaíno, / fue poco y díjolo presto» (Lope de Vega, El Brasil restituido, edic. Academia, XIII, pág. 104). «No dirá zapatilla de pocos puntos, ni calzo o tengo pie pequeño; dirá: “Tengo pie lacónico, o calzo vizcaíno”» (Quevedo, Obras satíricas y festivas, Clás. Cast., LVI, pág. 162). «Porque los vizcaínos, aunque son pocos, es gente corta de razones; pero si se pican de una mujer, son largos de bolsa» (Cervantes, La tía fingida, Bib. Aut. Esp., I, pág. 248 a). A pesar del valor que queda señalado, fue el de «habla dificultosa, inexactitud expresiva» el más comentado por los escritores clásicos: «Si quieres saber vizcaíno, trueca las primeras personas en segundas, con los verbos, y cátate vizcaíno: como Juancho, quitas leguas, buenos andas vizcaíno; y de rato en rato su Jaungoicoá» (Quevedo, Obras satíricas y festivas, Clás. Cast., LVI, pág. 143). «Hablava uno y nadie le entendía: passó plaça de vizcayno» (Gracián, Criticón, I, crisi VII, ed. R.-N., tomo I, pág. 225). «... viéndola cada día obrar mayores prodigios: porque la vió convertir un villano zafio en un cortesano galante, cosa que parecía imposible; de un montañés hizo un gentilhombre, que fue también gran primor del arte, y no menor hazer de un vizcayno un elocuente secretario» (Ibídem, I, crisi VIII, tomo I; pág. 251 de la edic. citada). Para otras estimaciones de los vizcaínos en nuestra literatura, véase el libro tantas veces citado de M. Herrero, Ideas de los españoles del siglo XVII, y la nota de Romera Navarro a Gracián, Criticón, I, pág. 251.



 

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1841: ... ocasión...



 

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637, niños de entierro: A los entierros acudían -hace poco tiempo era todavía costumbre en algunas capitales españolas- los niños de los asilos. En Madrid lo hacían los llamados niños de la Doctrina. Lope de Vega los recuerda en La Paloma de Toledo: «Pues excusa la mohina / de capuz, y convidar, / y otro día, de pagar / los niños de la Doctrina» (Acad., X, pág. 242 a). Es muy ilustradora la descripción quevedesca de un entierro: «Fue un entierro en esta forma. Venían envainados en unos sayos grandes de diferentes colores unos pícaros, haciendo una taracea de mullidores. Pasó esta recua incensando con las campanillas. Seguían los muchachos de la doctrina, meninos de la muerte y lacayuelos del ataúd, chirriando la calavera» (Quevedo, Sueños, Clás. Cast., XXXIV, págs. 26-27).



 

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679, Contra estos buhoneros clamó la legislación corriente. La Nueva Recopilación, libro 7, título 20, decía: «Que los buhoneros no anden por las calles, ni entren en las casas a vender sus mercaderías de buhonería». También se ocuparon de ellos las Cortes de Valladolid, de 1548. «Iten es notorio el gran daño que estos reynos resciben por las buxerías, y vidrios, y muñecas y cuchillos, y naypes, y dados y otras muchas cosas semejantes que vienen a estos reynos y se traen de fuera de ellos, como si fuesemos Indios, y por esta vía sacan los que los traen gran negocio de dineros, sin dexar cosa provechosa para la vida humana, y que no sirve sino de niñerías y efectos, que por otra vía se pueden en Castilla suplir porque los vidrios se hacen muy buenos en Cadahalso, Guadahortuna y la Canada, y otras partes de estos reynos, y los naypes bien se pueden hacer en Castilla para quien quisiere gozar del negocio de ellos en los casos permitidos, y lo demás no es de ningún fructo. Suplicamos a V.M. mande prohibir las semejantes mercadurías, y que no anden ni entren en estos reynos de reynos estraños las cosas sobre dichas, ni tiendas de bohoneros, ni otras personas que dizen de milaneses porque causan muchos malos exemplos, y de no haber lo suso dicho estos reynos rescibirán gran bien y merced» (Cortes de Valladolid de 1548. Cortes de los antiguos Reinos de León y de Castilla, V, pág. 426).



 

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692, bujerías: «Desta madera [boj] se hazen flautas y otros instrumentos músicos, peynes, vasillos para olores, que tomando el nombre de la materia se llamaron buxetas, y las demás cosas que se hazen dellas buxerías, y el que las vende buxoneo, y corruptamente buhonero» (Covarrubias). Equivale al actual buhonería, «chuchería, baratija». Comp.: «... es notorio el gran daño que estos reynos resciben por las buxerías, y vidrios, y muñecas...» (Cortes de León y Castilla, V, pág. 426).



 

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753, Tirso remoza aquí un cantarcillo popular que recuerda un canto de molino o molinera. Es lo que se lee en Don Gil de las calzas verdes (Bib. Aut. Esp., V, página 407 a): «Molinero sois, amor, / y sois moledor». También recoge esta expresión Correas (Vocabulario de refranes, pág. 316). (Véase Pedro Henríquez Ureña, La versificación española irregular, Madrid, 1933, pág. 231.)



 

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756, juego de cañas: «Juego o fiesta de acaballo, que introduxeron en España los moros, el qual se suele executar por la Nobleza en ocasiones de alguna celebridad. Fórmase de diferentes quadrillas, que ordinariamente son ocho, y cada una consta de quatro, seis u ocho Caballeros, según la capacidad de la plaza. Los Caballeros van montados en sillas de gineta, y cada quadrilla del color que le ha tocado por suerte. En el brazo izquierdo llevan los Caballeros una adarga con la divisa y mote que elige la quadrilla, y en el derecho una manga costosamente bordada, la qual se llama Sarracena, y la del brazo izquierdo es ajustada, porque con la adarga no se ve. El juego se executa dividiendo las ocho quadrillas, quatro de una parte y quatro de otra, y empiezan corriendo parejas encontradas, y después con las espadas en las manos, divididos la mitad de una parte y la mitad de otra, forman una escaramuza partida, de diferentes lazos y figuras. Fenecida ésta, cada quadrilla se junta aparte, y tomando cañas de la longitud de tres a quatro varas en la mano derecha, unida y cerrada igualmente toda la quadrilla, la que empieza el juego corre la distancia de la plaza, tirando las cañas al aire y tomando la vuelta al galope para donde está otra quadrilla apostada, la qual la carga a carrera tendida y tira las cañas a los que van cargados, los quales se cubren con las adargas, para que el golpe de las cañas no les ofenda, y assí successivamente se van cargando unas quadrillas a otras, haciendo una agradable vista. Antes de empezar la fiesta entran los Padrinos en la plaza con muchos Lacayos y ricas libreas, cada uno por diferente parte y se encuentran en medio de ella, como que allí se han citado para desafiarse los unos a los otros, y saliéndose de la plaza vuelven luego a entrar en ella, siguiéndoles cantidad de azemilas ricamente enjaezadas, cargadas de cañas cubiertas con reposteros, y dando vuelta a la plaza, como que reconocen el campo, ocupan sus puestos, y sacando los pañuelos, como en señal de que está seguro, empieza la fiesta, cuya execución se llama correr o jugar cañas. Algunas veces se hace vestidos la mitad de los Caballeros a la Morisca y la otra mitad a la Castellana, y entonces se llama esta fiesta Moros y Christianos» (Dicc. Autoridades). La entrada era, al parecer, lo más vistoso y brillante del festival. Se recuerda con frecuencia: «Jueves, 22, se corrieron en el mercado toros, y jugaron cañas. Es el mercado una plaza capacísima, cercada toda de ventanaje y cadahalsos, que afirman habría otra tanta gente como en el torneo. Vinieron sus Majestades y Altezas acompañados casi como el primer día, y corridos y alanceados algunos toros, entraron sesenta caballeros valencianos de dos en dos, corriendo como acostumbran con buen orden y ricos vestidos a la morisca, que parece anduvieron en aventajarse a porfía. Fuera de más gusto esta fiesta, si a causa de entrar sus Majestades y Altezas en ella tan tarde, no fuera casi noche el jugar las cañas» (Mateo Luján de Sayavedra, Segunda parte del Guzmán de Alfarache, Bib. Aut. Esp., III, pág. 427). «Veis aquí, al caer de la tarde, cuando entran los del juego de cañas en la forma siguiente: Lo primero de todo trompetas, menestriles y atabales, con libreas de colores, a quien seguían ocho acémilas cargadas con haces de cañas. Eran de ocho cuadrilleros que jugaban. Cada uno su repostero de terciopelo encima, bordadas en él con oro y seda las armas de su dueño. Llevaban sobrecargas de oro y seda con los garrotes de plata. Entraron tras éstos doscientos y cuarenta caballos de cuarenta y ocho caballeros, de cada uno cinco, sin el que servía de entrada, que eran seis. Pero éstos, que entraron delante de diestro, venían en dos hileras de los dos puestos contrarios. Los primeros dos caballos, que iban pareados, a cada cinco por banda, llevaban en los arzones a la parte de afuera colgando las adargas de sus dueños, pintadas en ellos enigmas y motes, puestas bandas y borlas, cada uno como quiso. Los más caballos llevaban solos sus petrales de caxcabeles y todos con jaeces tan ricos y curiosos, con tan soberbios bozales de oro y plata, llenos de riquísima pedrería, cuanto se puede exagerar» (Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache, Clás. Cast., LXXIII, págs. 211-212). «Passados ocho días, le hizieron una fiesta de toros y juegos de cañas, la más solene que antes ni después en aquella ciudad se han hecho, porque las libreas todas fueron de terciopelo de diversas colores, y muchas dellas bordadas. Acuérdome de la de mi padre y sus compañeros, que fue de terciopelo negro, y por toda la marlota y capellar llevavan a trechos dos colunas bordadas de terciopelo amarillo, junta la una de la otra espacio de un palmo, y un lazo que las asía ambas, con un letrero que dezía: “Plus ultra”. Y encima de las colunas iva una corona imperial del mismo terciopelo amarillo, y lo uno y lo otro perfilado con un cordón hecho de oro hilado y seda azul, que parecía muy bien. Otras libreas huvo muy ricas y costosas, que no me acuerdo bien dellas para pintarlas; y désta sí, porque se hizo en casa. La cuadrilla de Juan Julio de Hojeda y Tomás Vázquez y Juan de Pancorvo y Francisco Rodríguez de Villafuerte, todos cuatro conquistadores de los primeros, sacaron la librea de terciopelo negro y las bordaduras de diversos follajes de terciopelo carmesí y de terciopelo blanco. En los turbantes sacaron tanta pedrería de esmeraldas y otras piedras finas que se apreciaron en más de trezientos mil pesos, que son más de trezientos y sesenta mil ducados castellanos; y todas las demás libreas fueron semejança de la que hemos dicho. Don Francisco las vió del corredorcillo de la casa de mi padre, donde yo vi su persona» (Inca Garcilaso de la Vega, Historia General del Perú, III, págs. 54-55). Una descripción burlesca de un juego de cañas puede leerse en la jácara de Quevedo: Las cañas que jugó su majestad cuando vino el príncipe de Gales, Bib. Aut. Esp., LXIX, pág. 112.



 

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763, postas tiene aquí el valor de «término de juego». Posta se llama «en los juegos de envite la porción de dinero que se envida y pone sobre la tabla» (Dicc. Autoridades). En nuestro texto equivale, pues, a «dádiva, regalo». Comp.: «Rey: En este puesto / vengo a ser posta perdida; / que en las amorosas leyes / no se preservan los reyes. / Sirena: A riesgo tendréis la vida, / si perdida posta os hace / el amor» (Tirso de Molina, Palabras y plumas, Bib. Aut. Esp., V, pág. 16 b).



 

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769, Tirso es particularmente aficionado a estos inocentes escarceos de palabrería. Los ejemplos son numerosísimos. Comp.: «¿Qué mármol no ablandarás? / A no doblonarme ansí, / doblar pudieran por mí. / Doblado mereces más / que la princesa doblada / que al rey hizo trato doble, / más larga eres que ella al doble: / y adiós, que hay cena doblada» (Palabras y plumas, Bib. Aut. Esp., V, pág. 12 c). «Gil es mi amo, y es la prima / y el bordón de todo el nombre; / y en Gil se rematan mil; / que hay peregil, torongil, / cenogil, porque se asombre / el mundo de cuán sutil / es, cuando rompe cambray; / y hasta en Valladolid hay / puerta de Teresa Gil» (Don Gil de las calzas verdes, Bib. Aut. Esp., V, pág. 406 c). «Aparta, / Marta, que perlas ensartas, / si se las compra el platero, / martes, martillo o mortero; / pues le ves, cócale, Marta» (Marta la piadosa, Bib. Aut. Esp., pág. 446 a). Véanse además los numerosos señalados en Amor médico, Clás. Cast., CXXXI, pág. 263.



 

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776, El mito de Apolo y Daphne, y la conversión de ésta en laurel, puede leerse en Ovidio, Metamorphoseon I, VII. La frecuencia de su empleo por los escritores me exime de dar ejemplos.



 

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778-782, Los recursos estilísticos de la lírica post-petrarquista llegaron a ser enfadosos por su limitación y su constante y reiterado empleo. Lo que en el esfuerzo inicial garcilasiano fue asombro revolucionario se convirtió, al finalizar el siglo XVI, en tópico manido. Son frecuentes los testimonios que aluden a la pobreza de los poetas como antítesis de la gran riqueza manejada en sus versos. Comp.: «Otra vez le preguntaron qué era la causa de que los poetas, por la mayor parte, eran pobres. Respondió que porque ellos querían, pues estaba en su mano ser ricos, si se sabían aprovechar de la ocasión que por momentos traían entre las manos, que eran las de sus damas, que todas eran riquísimas en extremo, pues tenían los cabellos de oro, la frente de plata bruñida, los ojos de verdes esmeraldas, los dientes de marfil, los labios de coral y la garganta de cristal transparente, y lo que lloraban eran líquidas perlas; y más, que lo que sus plantas pisaban, por dura y estéril tierra que fuese, al momento producía jazmines y rosas; y que su aliento era de puro ámbar, almizcle y algalia; y que todas estas cosas eran señales y muestras de su mucha riqueza» (Cervantes, El licenciado Vidriera, Clás. Cast., XXXVI, págs. 48-49). «¿Es mejor andar gastando auroras en mejillas y perlas en lágrimas, como si se hallasen detrás de la puerta; y estando España sin un real de plata, gastalla en fuentes y en cuellos torneados, valiendo a setenta por ciento, y sin que se vea una onza gastada en lámparas por los poetas, teniendo repartidos millones en orejas y testuces? ¡Pues lo hacen con el oro! A carretadas lo echan en cabellos, como si fuera paja, donde no aprovecha a nadie...» (Quevedo, El entremetido y la dueña y el soplón, Clás. Cast., LVI, pág. 229). Asimismo son muy elocuentes los pasajes que hablan de la real miseria de los poetas. Una copiosa documentación puede verse en Cervantes, Entremeses, IV, págs. 172 y ss., nota de Schevill-Bonilla.



 

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799, El soneto es, en efecto, obra de Camões, figura con el número 28 en la edición de Lírica de Camões, realizada por José María Rodríguez y Alfonso López Vieira, Coimbra, 1932. Las diferencias y errores autorizan a pensar que Tirso cita de memoria el soneto, cuyo texto doy a continuación:



      Quem ve, Senhora, claro e manifesto,
o lindo ser de vossos olhos belos,
se não perder a vida só con vê-los
se não paga o que deve a vosso gesto.

      Este me parecía preço honesto;  5
mas eu, por de vantagem merecê-los,
dei mais a vida e alma por querê-los,
donde já me não fica mais de resto.

      Assim que alma, que vida, que esperança,
e quanto fôr meu, é tudo vosso;  10
mas de tudo o interesse eu só o levo.

      Porque é tamanha bem-aventurança
o darvos quanto tenho e quanto posso,
que quanto mais vos pago, mais vos devo.



 

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815, El derretirse alude a la enamoradiza condición de los portugueses. Para el español del XVI y XVII, el portugués se caracteriza por un amor alocado, rápido, fulminante. Nadie más que un portugués puede morirse de amores, y de repente. Cervantes (Persiles, ed. S.-B., I, pág. 75) narra la atormentada pasión de Manuel de Sousa Coutiño, a quien, al acabar de citar la historia de sus amores, «dando un gran suspiro se le salió el alma, y dió consigo en el suelo»... Quevedo se encontró en el Infierno a la muerte de amores (Sueños, Clás. Cast., XXXI, pág. 221), acompañada de «algunos portugueses derretidos». Los testimonios son abundantes. Portugués fue un adjetivo corriente con valor de «enamoradizo». La delgadez pálida del atormentado y su derretimiento acarrearon la comparación con la vela (sebo). Y el sebo portugués se prodiga casi enfadosamente en nuestra literatura clásica. Comp.: estos ejemplos de Tirso: «Pasito, que te derrites; / de nieve te has vuelto sebo» (Vergonzoso en palacio, Clás. Cast., II, pág. 91). En La gallega Mari-Hernández la heroína llama sebosa a su rival en varias ocasiones (Bib. Aut. Esp., V, págs. 119 a, 119 b dos veces, 120 c), y dice: «... Un portugués mancebo / se hizo en mi casa mandón / y en gozando la ocasión / se deshizo como sebo» (Bib. Aut. Esp., V, pág. 121 a). «En Portugal todo es sebo / hasta quedarse en pabilo»... (Amor médico, Clás. Cast., CXXXI, página 55; véase también págs. 87 y 120). El ejemplario es verdaderamente abrumador. Algunos testimonios de otros escritores pueden encontrarse en Vergonzoso en palacio, pág. 46, nota de A. Castro. Véase también pág. 41 del presente libro y en nuestra comedia, pág. 198.



 

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832, gabacho: «Es voz de desprecio con que se moteja a los naturales de los pueblos que están a las faldas de los Pyrenéos entre el río llamado Gaba, porque en ciertos tiempos del año vienen al Reino de Aragón, y otras partes, donde se ocupan y exercitan en los ministerios más baxos y humildes» (Dicc. Autoridades). «De miedo de la daga, tiraban los gabachos desde lejos» (Quevedo, Sueños, Clás. Cast., XXXIV, pág. 180). «Gabachos, si son malcontentos en su tierra; agradézcanme el no dejar de ser quien soy en la mía» (Ibídem, pág. 181). «Gobernando están el mundo, / cogidos con queso añejo, / en la trampa de la cara, / tres gabachos y un gallego» (Quevedo, Bib. Aut. Esp., LXIX, pág. 165). «Enfadado de sus bríos, / le condenó sin traslados / a ser naguas de busconas / y golillas de gabachos» (Ibídem, pág. 221). «Si es gauacho el que camina / desde Illescas a Toledo / como quien passa en vn credo / de vna casa a otra vecina, / gauacho soy, pero honrado» (Góngora, Obras, ed. F.-D., I, 419).



 

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843, Véase nota a verso 815 del acto II, pág. 151. Para la valoración de seboso, «enamorado», véase A. Zamora Vicente, «Portugal en el teatro de Tirso de Molina», Biblos, XXIV, 1948, págs. 1-41.



 

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855, No, sino el alba. A pesar de figurar la locución en el Dicc. de la Academia creo que no se usa en el habla viva. Figura ya en Correas: No, sino el alba. «Lo que no, sino no; cuando uno dice que hizo o negoció» (pág. 621). El Dicc. Autoridades las define más ampliamente: «Phrase con que se suele responder a quien pregunta como dudando alguna cosa notoria o comúnmente sabida, y que no debía dudarse o preguntarse: como quando vemos passar alguna persona conocida por una calle, o en otra parte, y preguntamos: ¿es aquél Fulano?, y el preguntado responde: no, sino el alba». Comp.: «Yo la aseguro que ha caido la viudica en el mes del obispo». «Tanto monta», dijo la mozuela, y replicó la pupilera: «No, sino el alba» (Quevedo, Cuento de cuentos, Bib. Aut. Esp., XLVIII, pág. 407 a). «Conde: ¿Vos mujer? Tomasa: no, sino el alba» (Tirso de Molina, La huerta de Juan Fernández, Bib. Aut. Esp., V, pág. 650 c).



 

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869, a: «en». Es el apud latino: Comp.: «Que esperaría / a las grutas del jardín / de las Damas» (Tirso de Molina, Amor médico, Clás. Cast., CXXXI, pág. 36). «Sabed que mi casa / es a la Red de San Luis» (Ídem, Don Gil de las calzas verdes, Bib. Aut. Esp., V, 416 b). «... aquel grande amigo de Anselmo el rico, que vivía a San Juan» (Cervantes, Quijote, I, XXXV; Clás. Cast., VIII, pág. 274).



 

192

1841: Cegué en la...



 

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898, estar con el pie en el estribo: «Phrases en que se significa estar uno de camino, y para hacer luego viage» (Dicc. Autoridades). El motivo, glosando su aparición en una copla antigua (Puesto ya el pie en el estribo, / con las ansias de la muerte...), surge repetidamente en nuestra literatura. Véase M. R. Foulché-Delbosc, RHi, 1899, VI, pág. 319 y VIII, pág. 507, y las eruditas notas de Schevill-Bonilla a Cervantes, Persiles, I, págs. 326-327).



 

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903, La comparación del cautiverio argelino con el tormento amoroso es recurso muy utilizado por Tirso de Molina; compárense los siguientes ejemplos, entre otros: «Resistí / a mis padres tantos años / el peso del casamiento, / Argel de penas y engaños...» (El caballero de Gracia, Nueva Bib. Aut. Esp., IX, pág. 358 b). «Quien llamándolos cosarios, / corazones que despojan, / dice que hacen tributarios, / rayos afirma que arrojan, / siendo Argeles voluntarios / de prisión entretenida;...» (El amor y el amistad, Bib. Aut. Esp., V, pág. 332 c). «... de hermosuras generosas, / virgen cárcel, noble Argel...» (En Madrid y en una casa, Bib. Aut. Esp., V, 540 b). «Don Gabriel: ¡Ay, Majuelo, que me ha muerto! / ¿No es bellísima? Majuelo: Y no necia, / Don Gabriel: Es Argel del alma mía» (Ibídem, págs. 547-548 a). «El matrimonio es Argel, / la mujer cautiva en él» (Amor médico, Clás. Cast., CXXXI, pág. 10).



 

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981, cruzados: «Especie de moneda de plata de Portugal, cuyo valor corresponde a diez reales de vellón de los nuestros, con poca diferencia. Diósele este nombre, porque se acuñó de nuevo esta moneda (como dice el P. Mariana en su Historia, libro 22, cap. 13) con el motivo de la Cruzada concedida por el Papa Nicolao Quinto al Rey de Portugal, contra los moros de Berbería» (Dicc. Autoridades). Comp.: «Dejó encerradas y enterradas en una parte de quien yo sola tengo noticia muchas perlas y piedras de gran valor, con algunos dineros en cruzados y doblones de oro» (Cervantes, Quijote, II, LXIII; Clás. Cast., XXII, pág. 174). «Mas los huessos de los Laras / de moros los vea pissados, / si no hiziere cruzados / los doblones de sus caras» (Góngora, Obras, edic. F.-D., II, 175).



 

196

1111, embutir: «Llenar, atestar, meter una cosa dentro de otra y apretarla» (Dicc. Autoridades). Comp.: «... considere vuesa merced, señor mío, que para sopa de arroyo y tente bonete, no hay arma defensiva en el mundo, sino es embutirse y encerrarse en una campana de bronce...» (Cervantes, Quijote, II, XI; Clás. Cast., XIII, pág. 211 y ss.). «Yo ya los tenía, y por las estrellas alcancé esta desventura, y por no ver los tiempos que han pasado embutido de letrado me avecindé en esta redoma» (Quevedo, Sueños, Clás. Cast., XXXI, pág. 241).



 

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1127, ¿mas que...?: «a que...». Comp.: «Melisa: ¿Mas que sé dónde nace / tu desamor? Tarso: ¿Mas que no?» (Tirso de Molina, El vergonzoso en palacio, Clás. Cast., pág. 22). «¿Mas que me han de dar matraca?» (Tirso de Molina, Averígüelo Vargas, Clás. Cast., CXXXI, pág. 174). «¿Mas que te han de marear / la bolsa luego al entrar?...» (Tirso de Molina, La villana de Vallecas, Bib. Aut. Esp., V, pág. 45 c). «¿Mas que habemos de tener, / señor, por esta mujer / otro penseque segundo? (Tirso de Molina, Quien calla otorga, Bib. Aut. Esp., V, pág. 96 a). «¿Haos parecido muy bella / la novia? ¿Mas que os abraza? / ¿Mas que ya habéis olvidado / aquella mano homicida?» (Tirso de Molina, La celosa de sí misma, Bib. Aut. Esp., V, pág. 135 a).



 

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1127, pringar: «Castigar o maltratar a uno, echándole lardo o pringue hirviendo. Es castigo que regularmente se suele hacer con los esclavos» (Dicc. Autoridades). Pringar era, efectivamente, una tortura que se aplicaba a esclavos, negros, moriscos, etc. Abundan los testimonios que refieren el suplicio y lo detallan. Consistía en derretir, con una llama, tocino sobre las llagas de los azotes. Miguel Herrero García ha estudiado numerosos ejemplos clásicos de pringar. («Comentarios a algunos textos de los siglos XVI y XVII», RFE, 1925, XII, págs. 30-42; «Adición sobre pringar», Ibídem, pág. 296.) Comp.: «Galga, agradezca que plugo / a su dicha que un verdugo / tuviese tan noble en mí; / y concluya, que ha de haber / azote y tocino ardiendo» (Lope de Vega, Los melindres de Belisa, Bib. Aut. Esp., XXIV, pág. 335 b). «¡Que muera un hombre pingado, / no más de por ser doctor! / Cuando yo astrólogo fuera, / esa pena mereciera / mas no por curar de amor» (Ídem, El acero de Madrid, Bib. Aut. Esp., XXXIV, pág. 60 b). Tirso de Molina insiste sobre este tormento en La gallega Mari-Hernández, El árbol de mejor fruto y La Reina de los reyes, según registra Herrero García.



 

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1149, y todo: «también». Comp.: «Jerónima: Don Rodrigo, / chegai a ser testemunha / de que é Don Gaspar marido / de Dona Marta. Rodrigo: Serélo / Estefanía: Yo y todo, y si os apadrino...» (Tirso de Molina, Amor médico, Clás. Cast., CXXXI, pág. 138). «Pues si sólo es porque vino / con traje verde, yo y todo / he de andar del mismo modo» (Ídem, Don Gil de las calzas verdes, Bib. Aut. Esp., V, pág. 419 b). «Doña Petronila: Estoy celosa. Conde: Yo y todo; / mas hay dos suertes de celos» (Ídem, La huerta de Juan Fernández, Bib. Aut. Esp., V, 647 b). «¿Han de enterarte a ti y todo?» (Ídem, Escarmientos para el cuerdo, Nueva Bib. Aut. Esp., IX, pág. 68 b). Véase también La serrana de la Vera (Teatro ant. esp., I, vs. 1475 y 2596 y pág. 172).

Para las diversas funciones de y todo puede verse el trabajo de igual título de Américo Castro y Samuel Gili Gaya en RFE, 1917, IV, pág. 285. El empleo de y todo es usual, también, en catalán (vid. L. Spitzer, «Syntaktische Notizen zum Catalanischen», RDR, 1914, VI, págs. 120-122; este estudio se incorpora posteriormente a la obra Aufsätze zur romanischen Syntax und Stilistyk, Halle, 1918, reseñada por F. Krüger en RFE, 1922, IX, págs. 182-194).



 
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