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Por qué empecé a mentir

(Notas sobre poética)

Luis Bagué Quílez





Redactar poéticas tiene una indiscutible ventaja sobre otros ejercicios literarios de cariz semejante, ya que al poeta se le disculpa habitualmente la falta de congruencia entre sus designios teóricos y la plasmación de sus versos. No es tan fácil que un ideario doctrinal más o menos difuso encuentre su correspondencia en unas cuantas estrofas. A menudo los poemas siguen unos vericuetos que se alejan con mucho de la senda que les habíamos preestablecido; no diré que los versos «cobran vida», porque por suerte nunca he visto a ningún endecasílabo en la cola del cine ni me he topado en el ascensor con un alejandrino, ese ritmo que viste de chaqué y habla de cisnes. Tampoco creo que proceder a la inversa sea una buen solución: sujetar la fluencia del discurso a un paradigma crítico es tan laborioso y finalmente vacuo como encorsetar a una de esas opulentas damas dieciochescas que aparecen en los grabados de época.

Hay una insatisfacción inherente al juego de hacer versos: Lope quería ser Góngora, y Gil de Biedma, Auden. A Fernando Pessoa le bastaba con ser alguien distinto a Fernando Pessoa, y Jorge Luis Borges se hubiera conformado con nacer en el imperio británico. Harold Bloom le llama a este proceso, de modo algo grandilocuente, «la angustia de las influencias», que sería una especie de struggle for life darwiniana a la medida de literatos compulsivos. Para quienes estamos más cerca de la sombra de Ed Wood que de la luminosidad de Orson Welles, para quienes entendemos más a Salieri que a Mozart, «la angustia de las influencias» supone un gran consuelo, pues nos permite demorarnos en nuestras imperfecciones con cierta impunidad y falta de escrúpulos.

La poesía que me interesa suele contar algo. Se me podría reprochar que en el fondo todos los poemas esconden alguna anécdota, al igual que las manzanas de los dibujos animados albergan siempre a algún gusano perplejo y cejijunto. Tal vez sea así. Como lector he disfrutado por igual con los poetas que les escribían versos a sus novias delante de un gin tonic, con aquellos otros que se extasiaban ante el débil espejeo de las aguas de un río y con quienes agregaban la cultura de los museos a la enciclopedia de la vida. Sin embargo, me parece que la poesía no puede limitarse al anecdotario sentimental, si bien, como en esas relaciones de amor-odio que cantan los tangos, tampoco puede prescindir por completo de la experiencia de sus autores. Que esa experiencia haya de ser cierta o no es ya harina de otro costal. En lo que a mí respecta, puedo afirmar sin rubor que mis primeras composiciones fueron estrictamente falsas: el personaje que habitaba en mis versos adolescentes era a veces un Bogart miope y un punto sensiblero; otras veces un Bond de incógnito al servicio de su majestad la literatura, e incluso en ocasiones se me coló por los resquicios de algún verso cojo un Darth Vader replicante que había leído demasiado a Cortázar y sabía que al final todos nos acabamos persiguiendo a nosotros mismos.

Me gusta pensar que con el tiempo he perfeccionado mis mentiras, aunque ya no aspiro a doctorarme en ventriloquia. Ahora sé que la vida es el punto de partida, pero que los versos están en otro sitio: quizá en las pantallas de un cine, en las sinuosas calles de esta ciudad o en el celuloide rancio de la memoria, una fotografía que tiene los bordes perennemente amarillos, como el pulso de los convalecientes. Por eso no le temo a la elegía, pero sí al confesionalismo. Por eso nunca he escrito versos llorando, sino, imagino, con una cautelosa sonrisa entre nostálgica y resignada.





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