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ArribaAbajo- III -

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ArribaAbajoEl día en que el crepúsculo chocó contra el hongo ascendente

«Parece un volcán en erupción», dijo alguien, «aunque la forma rara de tronco alejándose de la tierra, llevando encima una copa de árbol alborotada, lo hace distinto», continuó. Fue todo lo que pudo decir.

Dicen que dos hombres no pudieron ponerse de acuerdo durante un juego de ajedrez, o de cartas, porque hablaban idiomas distintos o, como siguen diciendo, discutían la desigualdad de bolitas, de esas que se insertan en grandes bocas que después las vomitan causando gran revuelo y un desparramo de trozos de las piezas con que juegan, que son muñecos totalmente inofensivos que al explotar derraman un líquido rojo o azul según la procedencia. Dicen que estaban cansados de ese tira y afloja, de teléfonos también rojos y de comunicaciones envueltas en descargas que hacían llegar palabras desmembradas, y mientras uno dice «no», el otro «da», y el teléfono transmite «no», «da» y «nyet» o «yes» se confunden en la boca de los traductores y, además, ¿para qué esperar tanto si no es más que un juego?; y eso de que todo tiene que terminar para que pueda comenzar se vuelve casi bíblico: hay que morir para renacer. Y ambos se creen portadores de estandartes evangelizadores, de la verdad, y al final no es necesario que los dos actúen. A lo mejor   —84→   uno de ellos, inconscientemente inconsciente, baja la mano y el recuerdo de Roma y el circo lo convierte en orden, y el teléfono, fuera de control, suena en forma intermitente y todos creen que se descompuso, pues no hay comunicación en ese momento, así está programado, y por más que se sabe de cierto mecanismo de alarma, las conductas están bloqueadas como el teléfono que tiembla su desesperación casi humana con esas luces que cortan el aire, inhiben la lengua y paralizan los sentidos de los demás. Pero son dos las voluntades que dominan el juego y una de ellas ya enfila hacia donde están las bolitas y las cuenta, y ordena los muñecos alrededor y el éxito depende de la rapidez, de la estrategia, de adelantarse al otro, sólo para poder ser testigo, testigo de nombre, porque no lo podrá contar o transmitir, ni comparar o sacar conclusiones o enseñanzas. Son dos voluntades agotadas, como las pilas, que creen que las demás también están agotadas y es difícil persuadirlos de lo contrario, y no quieren ser persuadidos. Manejan la decisión que no es decisión, sino amenaza, y tanto se habla de la amenaza que ésta empieza a crecer de forma desmesurada, cubriendo comportamientos, cambiando facciones, inclinando ojos y labios, preparando un ser distinto, envejecido, que camina sin dejar sombra porque, de todas maneras, nada sobrará que pueda proyectarse, y si ya todo quedará a oscuras, para qué dejar sombra... Sin embargo, en el fresco de la sombra puede quedar un punto verde que tienda a desarrollarse, porque no todos los colores son iguales, pero ¿quién podrá darse cuenta de la existencia del punto verde si no habrá quien...? Y toda cosa, para que crezca, necesita ser cuidada o querida por alguien y tampoco habrá alguien... Pensándolo bien, quizás esos aterrizajes en lugares desconocidos, esos números tan extensos que rara vez se pronuncian como corresponde porque tienen tantas cifras, son la preparación para lo que va a venir, que probablemente es inevitable y sólo ellos lo saben. A lo mejor esas muestras de gente consumida, con los vientres hinchados y   —85→   la carne perdiéndose entre los huesos, son el preámbulo, la ofrenda para apaciguar a los dioses hasta que llegue el momento...

El juego está por terminar. El día sucede a la noche y siguen turnándose, pero eso también es un juego, y llegará el momento en que uno de ellos se imponga. No habrá día o faltará la noche y la costumbre del cambio hará que no podamos soportarlo

El crepúsculo se empapa de sol. Es un rojo intenso que desciende para abrasar otro rojo que sube, buscando el encuentro programado por la máquina que dirigen dos hombres. Todo se ilumina, hasta llegar a la oscuridad total.



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ArribaAbajoMucha espera para otro domingo

«¿Estás pasando lista?», pregunta ella.

«Pura deformación de profesor», contesta él. «Un ejercicio mental para volver a recorrer las letras en orden, como si fueran un rosario: Aracena, Ávalos, Benítez, Bermúdez..., y de pronto la sorpresa, la emoción, el enfrentamiento con los desechos del tiempo, la belleza que encuentra en la muerte el que sigue viviendo».

«Creo que no deberías leer la página de defunciones. Con tu manera de tomar las cosas a pecho puede parecerte que ya formas parte de ella».

«Imagino, sólo imagino. A veces redacto mi propio anuncio y agrego nombres supuestos que invitan a mi sepelio, agregados que la circunstancia convierte en «familia». ¿Te das cuenta de que cualquiera puede formar parte de la familia? Ya no se trata de derechos de nacimiento; es una barbaridad, un arrebato de árboles temerosos de quedarse sin ramas».

Es la conversación acompasadamente lenta de los domingos, el ensayo íntimo para reabrir el desborde de comienzo de semana.

El guarda recortes de anuncios fúnebres de periódicos de otros países que han caído bajo sus ojos, obligando al acto maquinal de las manos.

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«La muerte carece de elegancia», dice, a veces, cuando el recuadro encierra unas letras rebuscadas de imprenta o un lenguaje afín. La tijera pasea con cuidado por los bordes.

Pero no es la extravagancia el motivo de su lectura, pues ésa está dirigida a aumentar la colección, abultar el álbum de rarezas, sino otras cosas -la evasión geográfica, interna, que acaba con la lectura vertical, doliente, en la búsqueda que quiere ser infructuosa y llegar sin obstáculos al final de la página-, lo que acompaña palpitaciones rápidas, siempre con el mismo temor de que de pronto un nombre le remueva la nostalgia, acerque el tiempo y él se encuentre en el mismo tiempo contando los años, haciendo referencias que lo angustian.

La semana anterior fue Gerardo Mancuello.

Puede recordar casi de memoria, a pesar de la tregua que impone la distancia, sus rasgos, su caminar siempre presuroso como tratando de evitar perderse algo o que el apuro cambiara su fisonomía. «Tengo mucho que hacer», repetía, justificándose.

«Tuvo muchos hijos», comenta con la cabeza metida en el diario.

«¿Quién?», pregunta ella.

«No lo conocías».

«Pero tenía nombre».

Él calla. Cuando el asunto no da para más, calla.

Habla poco. Se pregunta si siempre fue así o si lo hace para evitar el temblor de su voz.

¡Al diablo con el temblor! Siempre habló poco y su voz también fue siempre así.

Se saca las gafas, pasa un pañuelo por los ojos y se las vuelve a poner.

El día amaneció nublado.

Mira hacia arriba. Sí, la luz de la habitación sigue encendida. Son los diarios los que reducen las letras en su empecinamiento por ganar espacio. Lleva las manos a la garganta.   —89→   Es la sofocación de media mañana, el vaticinio de un día de palpitaciones alteradas.

«Insisto en que debes pasar de largo esa página».

«Hay que ser desalmado para no leer los anuncios fúnebres. Es igual que no leer las cartas que, por equivocación, aún son enviadas por barco y se piensa: ¡qué novedad pueden contener que ya no se sepa!».

Las listas son más largas los días domingo, como si los difuntos se aguantaran para coincidir con el fin de semana y facilitar algunas asistencias.

Cuando está de viaje, lo hace por costumbre: observa minuciosamente cada nombre, trata de descubrir orígenes y significados -con la tranquilidad de que no encontrará conocidos- mientras toma calmadamente el desayuno. Es casi un ejercicio para mantenerse en forma, una preparación tal vez.

Empieza a pensar mentalmente qué día murió quién de la familia. Es posible hacer una estadística en pequeña escala para saber cuáles son los días propensos o temibles.

Piensa si en algún momento dejará de recibir el periódico (de pura consideración) para que no vea estrecharse su propio círculo. Tiene siempre a mano una lista de amigos y ex compañeros de universidad. Va marcando a los que ya no pueden decir «presente».

Su nombre no está en la lista no puede estar.

Es el que mejor ha sorteado el tiempo.

Por eso llenó la casa de espejos: en la entrada, el comedor, la sala, el baño, el dormitorio.

Se conoce a sí mismo en todas sus fases.

A veces pretende correr de un espejo a otro para descubrir alguna parte no develada del todo. Luego lo hace lentamente.

De pronto es muy rápido o excesivamente despacioso y su imagen no ha llegado aún, o ya está esperándolo en esa persecución desordenada.

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Ella está en el fondo de sus reflejos, ocupando un cuadrado en perspectiva infinita, siguiendo también el juego, alejándose de la página de avisos fúnebres o acercándose con la mano extendida.

«Los muertos no son más que remedos dormidos de los vivos», piensa, queriendo ajustar el torbellino interior.

«Hay que evitar dormir; por eso los viejos duermen poco». Pero él no es viejo; sólo está cargado de tiempo.

Sigue siendo domingo, pero no el mismo.

Sólo ese día le importa, le aprieta, molesta, persigue, escuece como recordatorio de piel descamada, piel de pez o de serpiente, fría, con tendencia a azularse.

Ella sigue estando a su lado, en su esquina, en su vértice como araña que teje su propio encierro buscando el ángulo apropiado.

No quiere jugar turnos y dejar de verla. Él es un caballero al revés. No dirá «primero tú», no.

Tiene que ser antes de que vengan los fríos, elegir un día que no importe, que ayude, uno nublado quizás o espaciosamente extendido para que den ganas de terminarlo.

Será un acto maquinal más, como lavarse los dientes o afeitarse, o bañarse, o sentarse a esperar visitas escasas mirando de tanto en tanto a través de la ventana para imaginar que vienen y así acortar la espera, ahuecando con el puño el vaho del vidrio.

Que sea hacia fin de semana para que el domingo puedan leerlo. Que sea.



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ArribaAbajoTemblores

Vuelvo a despertar de noche, con temblores que cortan como hachazo lo que pueda estar soñando en la profundidad del precipicio donde se pierden los ojos, pero no puedo juntar los bordes que se siguen abriendo. «Quiero nacer para seguir naciendo», pesco la frase, lo único que queda, lo que puedo recuperar como si alguien la soplara en el oído. Se empecina en penetrar, recorriendo el laberinto -no sé si del oído o del precipicio- como recriminación o aviso, aunque no llego a comprender, por más que extiendo la frase entre los dedos y cambio de lugar las palabras. Quizás es un rechazo al límite determinante de la acción. «Seguir naciendo quiero», susurran varias voces, y todo está bien mientras las luces del día entretienen el miedo, casi hasta hacerlo desaparecer, pero la oscuridad, después vendrá la oscuridad...

Los temblores son nuevos. No recuerdo haber nacido con ellos; más aún, no recuerdo haber nacido. «¡Quiero nacer!», cuelgan las pancartas por todas partes y toman forma de flores, árboles, animales. Quizás he sido una de esas cosas antes, antes de lo que puedo recordar.

Llega el momento en que a uno lo borran de las listas para poder hacer listas nuevas y evitar así la acumulación de papeles y nombres que ya nada quieren decir, aunque ahora reducen todo a microfilmes, como antes reducían cabezas,   —92→   pero de forma más moderna... Siempre insisten en que no es nada personal, sólo cuestión de espacio... De igual manera, el modo horizontal de buscar el gran reposo se ha vuelto cuadrado con un número por identificación, innumerables cuadrados en orden, como los microfilmes.

Ni siquiera piden el consentimiento de uno. Se inserta el paquete en el anaquel desocupado -«propiedad horizontal», podría llamarse- y los dividendos, ¡vaya qué herencia! Duelen, pero activan el recuerdo.

Los temblores se hicieron más frecuentes.

Me doy cuenta de que hay una relación directa entre ese cubículo infecto donde me alojan «para calmar los ánimos» -o las ánimas, será- y las posteriores sacudidas que me embarcan en un sube y baja que lo siento distante mientras van cayendo las manecillas del reloj y se acorta el tiempo, y vienen preguntas para constatar hasta dónde he llegado en el viaje que conduce al desvarío como correntadas y revuelven los residuos que aún subsisten en la mente.

Había una época en que, con traje y corbata y risas y la lengua suelta para decir lo que quisiera, me paseaba contento por esas calles propias, porque sobre ellas había nacido. Había una época... Después de ese antes empecé a caminar mirando a los lados y, a veces, hacia atrás, buscando algo o a alguien, y las pisadas no se pegaban totalmente al piso. Luego me sobrevino una sensación extraña y me sentí ciudadano de segunda; no podía manipular decisiones, mis zapatos no eran tan fuertes como los de los otros, capaces de mover costillas y caderas en un solo impulso. Llevaban las manos listas sobre un aparato de miedo o de defensa, no sé, pero no eran «boy scouts» y, cuando los vi vestidos con el mismo color vendiendo tarjetas «con propósitos benéficos», decían, tuve una tremenda confusión y no las pude comprar.

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El portal va adquiriendo una perspectiva que no calza con el recuerdo. Todo se agranda o se reduce. Madres con enormes pechos amamantan niños empequeñecidos, los harapos caminan solos y una mano larga, pidiendo ayuda, es llevada por la multitud, pero ésta desaparece y el brazo vuelve, como el de los muñecos automáticos. Un grupo de azul, hombres y mujeres iguales, canta. Es un ejército de salvación, dicen, pero lo de ejército, junto con el olor de las papas, fritas innumerables veces en el mismo aceite que se escapa de algún lado, me revuelve el estómago con sensación de que fuera el estómago de otro, y la letanía de los cantos, combinada con el tintineo de las monedas que caen ocasionalmente en un recipiente, se pierde entre sonidos sofocados de un trombón viejo, y yo también me pierdo. «Es consecuencia de los temblores provocados», pienso, pero son caprichosos los temblores y no se conforman con el pensamiento. Caminan a mi lado como signos de advertencia y se manifiestan en el peor momento: un cruce de calle, un encuentro programado, una reunión. Y los que no han pasado por eso quieren evitar que les ocurra, y la excusa se vuelve frecuente y siento que me empujan, que llegarán a acorralarme, que terminaré buscando la comprensión de las paredes, la seguridad del encierro, la puerta cerrada para que nadie pueda entrar y en una de esas accione la palanca y todo comience de nuevo.



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ArribaAbajoEn posición de trapo

El hombre envejeció de un día para otro, casi con un golpe de mirada o un guiñar de ojos.

Pelagio Alonso dijo que lo había sabido desde mucho antes de esa noche, sospechosa hasta en su oscuridad.

Se enfrentó a un extraño en el espejo. Hubiera querido serlo, cortar todo lazo consigo mismo para no estar donde estaba, sufriendo el cuerpo de Aníbal colgado del mirador. ¿Por qué en el mirador? ¿Qué estaba haciendo ahí con la escopeta triste como única compañía? Y nadie lo vio, a pesar de que ya debían estar levantados, y todo se volvió raro, un viento pesante recorriéndolo con mensajes encontrados, chocando con su razón, enloqueciéndolo con preguntas, recriminaciones, angustias; ¿por qué no se levantó temprano como todos los días?, ¿qué lo llevó a ese sueño cargado, propósito de almas pérfidas, cuando él era de madrugadas apenas entreabiertas?

Sintió el balazo en sueños, apretándole las sienes, comprimiendo pedazos sueltos de su corazón antes de acoger el silencio retumbando sin encontrar asilo, de esos silencios que se acomodan como conciencia a mal traer.

Y comenzó el despertar que nunca más terminó en sueño reparador, despertar de tragedia que hace sangrar porque es propia, cercana, sin alivio de paso de tiempo.

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Y el fundo se volvió teatro y todos congregados en el centro, llano como en día de pago, y él, Pelagio Alonso, golpeando la cabeza contra el suelo como queriendo abrirlo para buscar una razón escondida.

Después siguió el teatro, armado en una habitación, oscura, húmeda de frío, y él tiritando con cada apretón de mano, con cada «lo siento».

En eso levantó los ojos que mantuvo acostados por miedo, y al subirlos se le desbarrancó la sospecha: Eustaquio no podía ser, porque era hermano de padre y madre; Conrado tampoco. Quedaban Leonardo y Canuto en el rabillo del ojo.

Se lo enterró en esa tierra que recibía por igual a hijos enteros y a medios hijos, tierra acostumbrada por necesidades de campo, por comportamientos de hombres afincados en lugares ajenos a usanzas de ciudad, a conductas que se van aclimatando por prácticas diferentes bajo reglas distintas.

Pero la imagen del cuerpo joven de Aníbal, colgado como muñeco de trapo resistible a su abrazo desesperado, empezó a rondar a Pelagio. En cada par de ojos veía un culpable, porque sabía que Aníbal no lo hubiera hecho solo, para no dejarle el llanto diario, la duda, la rabia sin salida, los porqués sonando sin eco, metidos en su cuerpo remeciendo arrepentimientos que Pelagio desconocía. ¿Por qué no dejó una carta para entender su muerte, para acallar lo que escucha sin que nadie lo diga, para alejar esos espíritus nocturnos que se ensañan con sus sentidos hasta dejarlo sin sueño, esperando el fulgor que le da permiso para levantarse y no empiecen a decir que la locura lo acompaña hasta para dormir?

¿Por qué dejó los autos lavados como siempre para impresionarlo, como todos los domingos, con ese brillo que lo ponía contento apenas sacaba el pie en el corredor? ¿Por qué lo hizo?

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No, Aníbal no se hubiera atrevido a herirlo de tal forma, a dejarle correr la sangre en tiempo lento hasta su último día.

Pelagio empezó a acechar actitudes, movimientos, a quedarse sin noches con el olfato listo para cualquier cambio de viento, a desconfiar de esos hijos, Canuto y Leonardo -resultado de un resbalón de noche de invierno-, a desgastar las horas cada vez más solitario para sentir a Aníbal para sí mismo, sin penas extrañas que pudieran rebajar la suya.

Ni falta que le hizo su mujer, Clotilde, porque nadie era capaz de sentir como él, de acercarse siquiera a su sentimiento.

Pelagio Alonso estaba en vías de desaparecer, por consumición prolongada por días de abstinencia.

No hizo testamento «para que se pelearan hasta acabarse sin ayuda», para señalarles su sospecha, para que venciera el heredero por derecho de tierra, de nombre, de conciencia sin cargo, para dejar de decidir por cansancio de haberlo repetido desde que recuerda su memoria.

Lo hizo cuando su resistencia tocó a término, cuando esos espíritus nocturnos fueron tantos que ya no pudo controlarlos, al tanto del desarrollo de los turnos, de que no tenía por qué seguir en el aguante de la vida sin que le corresponda, convencido del error del destino.

Eligió el mirador porque no podía haber otra elección para manifestar su rabia, su desacuerdo con quien maneja las cosas de forma invisible, sin derecho a apelación, sin consulta previa, y deja el alma suelta vagando dentro de un cuerpo vagabundo hasta que la voluntad renuncia.

Subió lentamente, sin apuro, con la decisión empujándolo escaleras arriba, sin decir nada a nadie, sin víspera dormida, para presentar su reclamo a las alturas.

Con la misma arma como única salida, quedó en posición de trapo, un hilo de hombre colgando como cuelgan muñecos sin cuerda.



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ArribaAbajoEvasión temporal

No, no lo hubiera podido. Subir esa escalera sin conocer los peldaños, sin traer desde abajo eso que llaman tradición o estirpe, o por lo menos algún tipo de antecedente en medio de sentimientos que se prenden o apagan como luces, por más que no sé si se los puede dirigir con esa facilidad. Siempre quedan rondando hasta que el cansancio los duerme o esperan un mejor momento. Quise detenerlos para recuperar las ideas, porque ideas y sentimientos juntos parecen enredar la mente, dejarla con el fondo hecho un canasto en donde se llegan a confundir, y dentro de ese entrevero hay un nombre, Eulalio, paseando a su antojo por todo ese espacio que estima sólo suyo, y creo que le ayudo con esa incapacidad mía de formar otros nombres, aunque más no sea por hacer comparaciones. Pero estoy en un estado que llaman «evasión temporal» los analistas de ese lugar recóndito donde se guarda lo de uno, lo que no se quiere exponer a algún tipo de incomprensión, sospecha o desconfianza, sí, desconfianza, porque temo que una vez volcado el recipiente de la memoria, nada quedará que certifique que he sido, que fui capaz de recoger formando lo ya formado. Ahora lo quieren estudiar, separarlo uno a uno como si fuera posible cuando la verdad es que se enmarañan de tanto que se   —100→   meten en el mismo molde, y no todos pueden ser contados, en especial esos que sólo pasan por la imaginación, es decir, con el deseo de que hubieran ocurrido; y son los que encienden los ojos y la cara de tan propios, como incontables, pero mantienen las ganas de seguir, y quién va a entenderlos. Quizás hagan una enumeración de evasiones temporales, 1, 2, 3, por ejemplo, para formar fichas de estudio, frías, «puntuales», como dicen; pero yo no soy un número, ni un catálogo o un manojo de referencias. Les hablo de Eulalio porque siempre me gustó ese nombre, a lo mejor por un problema al pronunciarlo -de lo que me daba cuenta-; tantas veces lo repetí hasta que salió limpio, de un solo golpe, casi lubricado. Pero insisten en mi relación con él y, ya que quieren, les cuento el cuento, así como me lo imaginé de chica, pensando en el tiempo en que sería grande viendo esa escalera alta, altísima, que uno debía subirla, deteniéndose en algunos peldaños más que en otros según el deseo o la necesidad; pero para eso también es necesario estar seguro y subirlos del mismo modo, por más que al agotarlos se sabe que también se agota lo otro, la vida, y al llegar al peldaño más alto, al último, un mareo reconocible, especial, único, hace inclinar hacia el otro lado, con una venda en los ojos, quizás para no arrepentirse -pienso- o no contar a los otros, los que están más abajo, no transmitirles el misterio. Todo es así, misterio o misterioso, y siempre alguien que quiere develarlo, como si fuera una manía, porque a lo mejor estaríamos más tranquilos, felices, si las cosas permanecieran como son, sin escarbar hasta el fondo como lo están haciendo conmigo, buscando motivos para encontrar mensajes, recados, papeles añadidos, pensamientos en pedazos que sólo uno entiende y puede formarlos como un rompecabezas. Es como eso de «inmiscuirse en los asuntos internos» que tanto se usa ahora, pero claro, a otro nivel. Siempre está eso de los niveles, medidas, sumas y restas, agregados y desechos, como si tuvieran tanta importancia. Eulalio, ellos no saben que eres como un mono   —101→   de peluche o lámpara de Aladino para mí. Me gusta acariciarte por si ocurre algo. Porque algo ocurrió, ¿verdad?, por más que trato de desorientarlos. Pero hay dos recortes que no puedo unir en el fondo de los desperdicios donde quizás estás tú, no lo puedo recordar... De pronto surge un cabello rizado o un pedazo de cara, o una nariz que no tiene ubicación en medio de un par de orejas que cuelgan, y no es Dumbo, el elefante, que también me gustaba. Hablabas de escaleras y diferencias. Parece que todos tienen la misma fijación, a pesar de que nos vemos iguales. A veces, en la oscuridad de una figura con tu nombre, pero sin forma, cuelga una mochila o cae una frase del techo y no sé en qué boca ponerla, o se forma un par de zapatillas. Deben de ser las tuyas. «Ayudan a correr», decías, y corriste. Corriste, ¿verdad?, porque no te he vuelto a ver en forma de Eulalio completo, porque tener pedazos tirados es como no tener, y no entiendo lo que está pasando con mi evasión temporal que ojalá sea sólo temporal, a pesar de que estoy por creer que siempre fui así, con la duda como pasaje para cualquier evento.

No quiero decirles lo poco que me acuerdo de ti, porque pueden no tener esa evasión temporal que yo tengo y les va a ser difícil formarte.

No, Eulalio, yo podré no tener esa «tradición» de la que solías hablar, pero no, eso no. ¿O será preferible que te encuentren para que yo te vea y de un «zum» se llene ese espacio vacío donde falta la memoria o el recuerdo? ¿O es que la acumulación de recuerdos forma la memoria? Dime, Eulalio, tú que tenías respuesta para todo, pero no para tanto, pues corriste como lince con esas zapatillas cuando vinieron a buscarte y ellos sólo querían preguntar, por lo menos eso dijeron; ¿y qué podía saber yo si sólo nos quedamos en el intento de conocernos? Me golpearon, ¿sabés?, pero no tenía nada que decir, porque nada sabía hasta que me pusieron bajo ese rubro: «evasión temporal». Volverás,   —102→   Eulalio, ¿verdad?, porque quiero borrar esa frase que no tiene relación conmigo y tampoco quedarme «para largo» -como dijeron- en ese cuadrado con una sola ventana por la que el sol y la luna entran a rayas, quizás por efecto de esa escalera o por lo de la evasión temporal, o por todo lo que no puedo entender, porque eres tú el de las respuestas. Volverás, ¿verdad?



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ArribaAbajoPuro ocio

El ocio no buscado, el que imponen por la fuerza y limita con cuatro paredes y una puerta siempre cerrada, va matando de a poco, con calma, sin premura, casi con placer, gritan algunos ociosos antes de aceptar la costumbre.

«Es imposible acallar a esos desalmados que no nos dejan olvidar nuestra calidad de ociosos», recuerdo.

Parada en la vereda, veo cómo la demuelen.

Va cayendo sin ruido, con el cansancio de haber acumulado demasiados.

Pasa gente y observa, con la simplicidad con que se miran muros que caen, polvo que se levanta, pasando de forma rápida para no ser depositarios de ese polvo, sobre todo después del baño.

Es el comienzo de una jornada cualquiera.

Hay varios obreros en distintos niveles, aparentando ser más altos o más bajos.

Tienen grietas de paredes viejas, rostros demoledores, brazos de sube y baja con martillos de cabeza gorda.

Hacen el trabajo al que están acostumbrados por el conocimiento.

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No es un edificio.

Sólo una casa firmemente asentada, gruesa de formas, y las aberturas protegidas con dureza de fierro.

Estoy parada, sin apuro, como si en algún momento o en alguna parte me hubiera desprendido de lo que casi constituía una forma de vida.

«Es por el ocio», pienso.

Alcanzo a ver un juego de interiores entrelazados, un laberinto interno, una entrada para no encontrar la salida con su serie de minotauros entrenados.

Al otro lado de la mirada, en una vuelta de cabeza, hay una plaza. Es verde, hay árboles, bicicletas, pelotas, niñeras y niños, como en todas las plazas que encuentra la primavera.

Me doy cuenta recién de que es primavera, pero aún hace frío, o siento frío.

El barrio es alto, por más que no está edificado en altura.

La casa que demuelen se encuentra en medio de otras dos, donde deben de habitar hombres y mujeres.

Quizás nunca abren las ventanas o entornan las puertas.

Quizás nunca se han enterado de tanto ocio oculto.

Hay gente con más curiosidad que otra, y se detiene a mi lado y mira como yo miro, sonríe y sigue después de comentar a solas: «quién sabe cuántos pisos van a levantar».

Es lo que se dice frente a una demolición.

Yo no puedo pensar en frases que se dicen ni continuar de paso, de largo... Se me ocurre que con el correr de los años volverá a ser demolida y que en los sótanos no totalmente excavados alguien probablemente encuentre marcas rupestres, último recurso para esquivar la locura, y alguien más, en el colmo de la sabiduría, las atribuya a rastros coloniales y los diarios se encarguen del resto.

Siento cierto placer viendo caer muros que tienen la característica de oprimir.

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Es por el material con que están hechos.

Es el forro que llevan por dentro a la manera de Proust.

Es una forma de encerrar el silencio después de que ha vencido el ocio.

Ya no me queda esa cosa interna de querer gritar lo que no se debe. Es como haber pasado por una lobotomía y estar en un equilibrio inconsciente, enfermante, ajeno, distanciado, por más que de pronto se me nublan los recuerdos y caen jirones, y no son de muros.

Miro con rabia a los obreros, o con simpatía, o con alivio, no sé, porque matan lo que ya está muerto.

Sé que en el interior hay un jardín, pero no puedo verlo porque han cercado la casa.

«Es para que las casas de al lado no se llenen de polvo», me explican cuando pregunto.

Sigo preguntando. «No, no sabemos qué había aquí. Sólo nos encargaron el trabajo».

Al comienzo pensé en una modernización para mejorar el rendimiento del servicio.

«Las épocas se repiten, como las modas», digo, sin darme cuenta.

Parece inquietarles mi presencia, mi mirada, mis ojos, mi estar parada extensa sin señales de ponerme en movimiento, sospechosa a todo lo largo.

Me pregunto quién podrá habitar esos espacios cuando de nuevo estén habitables, donde ningún exorcismo podrá acabar con tantos demonios o evitar que sigan escuchándose lamentos sordos, lamentos que tengo aún adentro, se desplazan, viven conmigo.

Me pongo a caminar por esas cosas irreflexivas que abundan, interna o externamente.

Camino porque es parte del quehacer diario.

Un cigarrillo humea, siguiendo el ritmo de mi meditación.

Es un ritmo lento que no termina con la última bocanada.

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Los dedos están amarillos de recuerdo fomentado y saltan igual que un resorte.

Algunos pasajes están dormidos, con esa inconsciencia en la que me hacían caer. Son los puntos suspensivos de la memoria.

Me siento en un banco de la plaza, pero hay demasiado ruido gozoso.

Regreso.

Creo que debo dejar pasar los días antes de volver a pararme frente a esa casa que es imán del recuerdo.

Hubo muchos, mujeres y hombres separados: la moralidad en términos modernos.

La forma de extracción de gritos era diferente, aunque los elementos eran parecidos.

Otro problema de diferenciación de sexos.

Eso del sexo lo tenían como idea incrustada.

No he podido reaccionar al frío o al calor como antes de eso.

Ahora es sólo frío constante, mantenido, y todos se extrañan al verme con el chaleco infaltable de color gris.

No he vuelto a usar colores brillantes. Es como un penar continuo por lo que debe seguir ocurriendo en lugares que no son tan visibles como para demolerlos.

Es parte de un duelo general, pasivo, silencioso, aglutinado en bocas abiertas, sin identificación.

Cuando se cierran, siguen sin poder ser identificadas.

Todo lo hacen confuso, como si ya no se estuviera nadando en la confusión más desalentadora.

Nada se gana con el preguntar de ojos ni con el sobresalto causado por vehículos que frenan chirriando, o arrancan veloces trayendo y llevando gritos muertos y de los otros que pasaron por el aprendizaje de los iniciados.

Es una cuestión de piel.

No puedo pensar cómo se ha ido doblando el tiempo.

Sé que estoy cargada y a veces me dan ganas de aullar para sacarme el exceso.

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Para eso necesito una noche tranquila, bien iluminada para que las cosas se vean como son, y un espacio grande donde no haya más que espacio.

He vuelto a pararme con ese derecho de habitante fantasma que creo tener.

Ya no me miran, «porque hay locos de todo tipo», pensarán.

Creo escuchar algo entre los escombros que caen. Esto sólo ocurre allá lejos, al otro lado de mares tormentosos donde acostumbraban guardar la historia en grandes monumentos de formas geométricas, porque era una historia verdadera, de las que podían ser contadas.

Ya no me miran, porque soy uno de los tantos ociosos que se detienen para observar el trabajo de los otros.

Esta vez la meditación ha sido excesiva y el cigarrillo quema mis dedos, sin que llegue a sentirlo.



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ArribaAbajoEl juicio

Pelagio Pesoa tuvo tiempo para pensar en su nacimiento, aunque aún no podía pensar cuándo ocurrió, ni se dio cuenta de la caída vertical que lo precedió. No hubo espera, ni clínica, ni madre pujando para que saliera, ni médico preocupado. Sólo el pavimento duro, caras de susto y él, a puertas cerradas, mientras la gente gritaba: «¡hagan algo!».

El juicio comenzó mucho después, por más que la autora del delito ya estaba individualizada.

Quizás ésa fue la peor parte.

Sí, Señor, eso mismo digo, que quiero enjuiciar a mi madre, levantar un acta, acusarla de haberme privado de lo que ya no tiene remedio.

Es cierto. No sentí lo que se siente al nacer ni podré ajustar el recuerdo.

Tampoco sabré si hay algo que se siente. No es lo mismo que lo obliguen a uno a un acto que debe ser espontáneo, estirándolo de piernas y brazos en medio de la calle.

Nacer sin madre es como provenir de un laboratorio.

Pero es el hecho brutal, el golpear la vida desde ese primer instante lo que hace cojear alguna parte de mi   —110→   cuerpo, un brazo, una pierna, la mente, porque soy un pedazo de nada.

Es una lástima que no nos hubiéramos podido comunicar antes, cuando aún era posible, y también doloroso que haya tomado la decisión sin consultarme, con el derecho unilateral que pena el mismo derecho.

Tenía un compromiso conmigo: llegar juntos al momento planeado.

Me quedó la tremenda duda, porque nunca llegaré a descubrir si el verdadero deseo suyo fue desaparecer o que yo lo hiciera, librándose de una carga con proyección a largo plazo. Y, si no resultó, entonces es un derecho menos el que tengo, un testigo sin cargo, sin culpa...

Lo hizo cuando pensó que yo estaba muerto al no sentir el movimiento de manos y pies flotando en su interior.

Todo crimen debe ser pagado, Señor.

Me lo enseñaron esos extraños que se quedaron conmigo para que no continuara solo mientras andaba el tiempo esperando el Juicio, porque lo supe desde el primer golpe de conciencia que llegaría este instante, que era un problema de espera...

Me hubiera gustado conocerla antes, antes de estar vestido con su cuerpo, pararme frente a ella para una presentación formal y después no tuviera ese deseo loco, ese acceso de amor que no le dejaría lugar a ella para seguir viviendo de no ser conmigo.

No sé si me entiendes, Señor, porque mi idioma no ha ido trabajado debido a una circunstancia ajena a mi deseo. Sí, creo que puedes entenderme porque para eso eres el Juez Supremo.

A veces camino el lugar y en algún punto del oído, del corazón, de la cabeza, siento el estallido en la vereda de un cuerpo que lleva otro, como esos regalos que obligan a abrir varios papeles para llegar al centro de la curiosidad.

Me lo señalaron: «cuarto piso, el de la ventana entreabierta».

  —111→  

Un día subí, de pura locura heredada, toqué el timbre y pedí permiso para entrar. No recuerdo el pretexto, pero entré y quedé parado en ese lugar seguro, pensando en que se necesita sólo un segundo para levantar una pierna y apoderarse del espacio, y el espacio es un conjunto de espuma rápida que se va deshaciendo, como cómplice de lo que quedará deshecho para siempre.

No sé cómo era ella, y el no saberlo me priva de la idea, de la forma del punto en donde ubicar la rabia, el reproche...

No conocía el golpe como modo de nacer.

Quizás haya que inscribirlo en los libros de cosas raras o en los anales de medicina.

Inicié la vida con miedo, Señor, buscando al culpable, sintiéndome culpable, pero era poca cosa para hacerme sentir. Yo estaba adentro y ella del otro lado, donde el pensamiento ya ha sido lanzado y trabaja como debe ser, pesando y sopesando; una verdadera antesala de la acción.

Me pregunto por qué falló.

Comprendo, Señor, que éste es un juicio más en un lugar de juicios donde se ventilan hasta que dejan de doler.

Eran las nueve de la mañana.

Es probable que el sueño estuviera aún metido en sus sentidos, arrastrando el maniqueo indefinible de monstruos confabulados.

Aun así, mis señales solían ser de amanecida.

¿En qué andabas, madre, para no escucharme?

Crecí en forma desigual, con un achatamiento visible en un costado de la cabeza.

Era más lento que los demás, pero me comprendían esos dos que, con el correr de los días, dejaron de ser extraños sin ser lo que hubiera querido.

Por otra razón, desconocida para mí, tampoco tuve padre. ¿Cómo fue eso, madre?

  —112→  

Me dejó su locura de regalo.

Me fui cansando de buscarla en demasiadas caras para adivinar la suya.

Era como una batería a punto de agotarse.

Entonces tropecé con esa idea, la suya, y me di cuenta de que sería la única forma de llegar a ella.

Volví al cuarto piso y me dejaron entrar, porque ya me conocían.

Ni se dieron cuenta de que ya no estaba de este lado de la ventana.

Colgaron caras de asombro, seguramente, al verme tendido en ese lugar que habíamos compartido algunos años antes.

«Nunca se recuperó al saber la historia», habrán dicho.

Aquí estoy, Señor.

Ya no siento ganas de enjuiciarla, de culparla, de nada.

Ahora también soy culpable.

¿Puedo verla, Señor?



  —113→  

ArribaAbajoVelando velas

«Nada como un buen apagón para apreciar la magnificencia de las velas», pensé, viendo con cierta inquietud la rapidez con que iban consumiéndose y la oscuridad que sobrevendría luego, aplastando cualquier iniciativa inteligente.

Así se escribieron los grandes libros, sin embargo.

«Así también se quemaron pestañas ilustres», apunto.

Veo cómo danzan con el cosquilleo de la llama en el aire, sacando dibujos de las paredes, reflejos de comparsas enteras de seres animados que la imaginación ayuda a animar aún más, al punto de dotarlos de lo que nos falta en ese momento por estar al borde de la petrificación.

Se desprenden pedazos de estuco y bailan, se toman de la menor saliente, siguen un ritmo...

Empiezo a contar en silencio para disminuir la angustia. He desechado cantos o silbidos para no perturbarlos.

Son ellos los que empezaron...

Me animo y sigo con los ojos, moviéndolos dentro de las órbitas endurecidas para ver si el miedo es mutuo, si los ojos pueden titilar como la llama de las velas y por lo menos hacerles buscar la retirada.

Pero todo tiembla, arrastrado por una corriente que se filtra por alguna parte y se asienta a sus anchas, cambiando lugares que siempre parecieron fijos.

  —114→  

De pronto, un ejército entero enfila hacia mi pobre cuerpo, sentado sin posibilidad de salvación. No son «aprendices de brujos», sino brujos ya consagrados por siglos de corretear espíritus sensibles.

No es mi primera experiencia y temo que la costumbre los afiance, les forme el carácter y se empecinen en acorralarme, sin más ni más.

Trato de calmar a una vela alborotada, tan temblorosa como yo misma. Pero el viento es parte de ese ejército y los bandos alineados sólo esperan la voz del ataque, la que será sin contrapunto porque el terror está instalado en las articulaciones y la sangre no es más que un pujar tímido que se estanca sin remedio, como si se tratara de una carrera con obstáculos.

Quiero pensar en algo distinto como escape, pero me doy cuenta de que sigo agregando pistas más tenebrosas, porque ya estoy dentro de ese juego obligado, con la mente siguiendo un solo rumbo y el coraje en la misma dirección.

Ni siquiera un miserable cigarrillo a mano para probar el pulso.

Sé donde puedo encontrarlo, pero ya han cruzado la línea demarcatoria y me clavan al sofá con sus armas de varias puntas.

Trato de resistirme. Quiero gritar para pedir ayuda, evitar que se cometa un crimen en pleno barrio residencial, pero tampoco me queda voz.

Es una especie de envejecimiento de golpe.

Siento cómo se me encoge todo y cada minuto que pasa necesito menos espacio.

Ya estoy viendo la danza desenfrenada de victoria y la pira que prenderán con la misma vela para enviarme a reposar con mis antepasados.

Es casi un complot.

Estoy segura de que la cuenta de consumo eléctrico no mostrará cambio alguno. Es más, agregarán los gastos de reposición e iré a protestar, si sobrevivo, para después apresurarme   —115→   a pagar, evitando la moratoria que parecen tener siempre lista, entrenada por burócratas de oficio.

Caigo en la cuenta de que voy a perder dos kilos de helado que compré en la tarde para aprovechar la oferta.

Aparto nimiedades cotidianas, imposibles de equiparar con el terrible drama.

Los ojos se baten en retirada.

Debe de ser efecto de las pastillas tomadas poco antes.

Pero si me duermo, si llego a ese estado de inconsciencia que están esperando alertas, seré una presa de la que no quedará ni el suspiro.

Ya ni sé cuántas luchas estoy librando ni en cuántos frentes.

Levanto los brazos para rendirme, no queda otra.

Veo mi orgullo descender hasta ser pisoteado por esos invasores aparatosos.

Entonces, sin previo aviso, se prenden las luces de un sopetón, como para desfigurar a un muerto, verdaderamente; pero quizás ya lo estoy, porque el frío se reparte de forma pareja y lo que resta de fuerza no sirve ni para apagar las velas.





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ArribaAbajo- IV -

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ArribaAbajoTrueno abortado

«Así fue», dijo el hombre viejo al no tan viejo para que de después lo contara al más joven y éste, a su vez, siguiera haciéndolo escalera abajo, sin dejar peldaño de por medio para que no se perdiera la historia.

Una riña cualquiera iniciada al borde de un temporal. Apenas el viento se había insinuado por culpa de esos relámpagos que fueron calentando el cuerpo, un reventón de cielo, un aullido de ángeles, porque todo puede ser.

Dicen que la mujer tenía culpa, que no es costumbre prender vela por ambos lados como lo hizo con Avelino y con el otro, un sargento de puro traje y título que paseaba ruido de botas para espantar su propio miedo.

Era joven ella, y Avelino también, pero el sargento no pasaba de «mucho ruido y pocas nueces», como se dice, y con el tiempo lo llamaron «trueno abortado».

Pero era para decirlo sin eco, a boca entreabierta apenas, sobre todo porque, aparte del ruido de botas, estaba la libreta en donde iba anotando nombres conquistados, algunos con lápiz rojo y otros con verde, según el mayor o menor empeño que hubiera puesto en el asunto; y lo más grave venía cuando, con borrador a la vista, algunos nombres corrían riesgo.

  —120→  

Era pura manía, «estertores de gallo de cresta baja», como corría el rumor.

Pero la mujer de Avelino le cosquilleaba desde la planta de los pies hasta arriba, con esa ondulación continua de serpentina de carnaval. Y el sargento padecía en esos momentos de una fuga de los sentidos, un ablandamiento que terminaba en sudores con temperatura variada.

Que la mujer estuviera hechizada, era posible. Que para el sargento fuera su forma de agregar nombres a su lista, sintiendo esa explosión de la sangre nada más que con fuerza mental y la libreta abierta, no podía descartarse.

Pero estaba Avelino de por medio, un ser casi sin haber decidido ser, llevado y traído por la mujer, paseado frente al sargento con intención mientras algunos se aguantaban las ganas de gritar «¡chúmbale!», como en enfrentamiento de perros por cuestión de raza, y definir de una vez por todas el ganador.

Entonces a la mujer se le ocurrió desaparecer, sí, así como le cuento, sin Avelino o el sargento, y eso de la brujería tomó forma.

Dejó a su madre para no levantar tanta sospecha, pero de ella quedó flotando la desesperación en el sargento mientras Avelino seguía con la cara de aguantarlo todo, de no importarle nada.

Nunca le había pasado algo así en su historia escrita de sargento conquistador. Nunca.

Era peor que un cuartelazo o hasta un atentado, un desajuste insalvable en sus anotaciones por estricto abecedario, una merma en su posición reconocida de amante por escrito.

Pero el sargento era de armas puestas y lustradas, de pelotón a la orden. Y se lanzó en la cruzada de la búsqueda, partiendo de la plaza después del toque de trompeta ensayado durante toda la noche por el despertador oficial.

Algunos ojos arrugados se perfilaron detrás de las ventanas, pero eso fue todo.

  —121→  

El pueblo quedó en posición de espera, sin poder tomar otra pues para eso había que romper la costumbre.

Avelino pareció levantar cabeza, perder ese aire amaestrado, y hasta se mandó hacer un par de botas de urgencia por cierta necesidad que se había «encaprichado con los pies», según decía.

Entraba y salía, sin medida de tiempo, de la oficina del sargento, y hasta se le ocurrió probar su cuerpo en el sillón.

Empezó a hacerse oír, al comienzo con una voz sin tono determinado que después se fue afirmando.

Los días cambiaron para Avelino.

Una sucesión de actitudes nuevas lo mostraron en otro ángulo, pero siempre era el del ojo de los demás.

También era costumbre eso del ángulo. La cosa tenía que resultar. Era cuestión de paciencia, de agotar al sargento en su misión de rescate.

Poco después regresó el sargento con cara de expedicionario, muy desmejorado de fondo y forma y sin la libreta, perdida entre galope y galope.

El olor de otras botas levantó de inmediato las aletas de su nariz.

Entró en su oficina sin llamar; el cambio era notorio y Avelino, con pinta de señor, exigió que así lo tratara. De la mujer, ni sospecha de rastro.

El sargento no pudo resistir el atropello a su persona, simbolizado en la toma sin conocimiento de su propiedad. Una palabra llamó a la otra al tiempo que la tormenta jugaba afuera con puertas y ventanas entre remolinos de tierra y corrida de gente y animales para buscar resguardo.

La mujer entró como regalo de temporal, como si nunca se hubiera ido, con todas las luces prendidas, tentando restos encarnados en el sargento, acercándose a Avelino hasta pegarse a él.

  —122→  

Con un ademán de caderas, encendió la chispa.

Los gallos buscaron la plaza.

Se picotearon la cresta hasta dejarlas a media asta.

Algunos curiosos se reunieron, sin pujar por uno u otro. La sangre tampoco tuvo preferencia.

Pero el sargento era baqueteado y rápido cuando había que serlo. Decidió sobre la marcha y ahí quedó Avelino, tendido en la plaza mayor como desperdicio de toro.

La mujer siguió la riña con toda calma. No en balde había corrido el rumor de un arreglo entre ella y el sargento de una farsa, mejor dicho, para llevar a Avelino a disputar un premio que ya había sido ganado, apostando a ganador con la boca, con los dientes, con la agresividad del busto en posición de adelanto. Luego bajó los tres peldaños con toda la desfachatez de su cuerpo y tomó el brazo del sargento, quien taconeó volviendo a levantar la cresta, esgrimiendo el derecho de posesión, sin preguntas a la mujer, haciendo el recorrido cuadrangular con ella del brazo para dejar bien paradas las cosas.

La gente se dispersó y la lluvia se dio su lugar para descargarse al amainar la tormenta.

«Así fue», terminó el hombre no tan viejo.



  —123→  

ArribaAbajoLa magia se llama yo

Esta mañana mi contraparte en el espejo se volvió agresiva: un útero agrandado respondía a mi deseo de verme desdoblada en el fondo del receptáculo fantástico, esa agua acumulada por la magia de algún alucinado. Observé atentamente el órgano. El absurdo pensamiento de que dentro de una ostra podría haber una perla revoloteó en mi interior. Pero no, no podía ser una ostra con esa apariencia cárnea, rojiza, «víscera hueca situada en lo interior de la pelvis de las hembras de los mamíferos y destinada a contener el feto», de acuerdo con el diccionario. Caí en la observación acuciosa. La palabra «víscera» formó en mi mente una imagen de cuadro realista: una manada de animales domésticos peleando su parte, maullidos y ladridos estorbando el silencio mientras un grito de nacimiento era tragado con los últimos pedazos del órgano. Sentí un profundo dolor interno, unas ganas locas de pujar para salvar el derecho del grito a ser reconsiderado. Me pareció que el útero palpitaba y la superficie lisa hacía esfuerzos por mantenerse lisa y no explotar con el movimiento acompasado del elemento invasor.

Debe de ser un espejo de circo, puesto al azar en el ambiente hogareño.

  —124→  

Algunas mañanas, sobre todo después de noches marcadas por el aturdimiento del alcohol, mi rostro tardaba en penetrar el espejo o, por esos acuerdos o desacuerdos con mi otra parte, yo aparecía de espalda hasta que, lentamente, mi otro yo accedía a enfrentarme con claras muestras de arrebatos nocturnos.

Magaly primera (es decir, yo) presionaba a Magaly segunda (la del espejo) en un intento por conservar la soberanía del cuerpo que siempre le había pertenecido.

Pero lo del útero era algo nuevo, un mensaje enviado en clave por la abuela vieja para incentivar obligaciones ancestrales, una confabulación artera, recordatoria de mi condición de mamífero.

La sospecha de alguna carencia no mencionada en mi certificado de nacimiento se desparramó como un corrosivo. Era yo, había nacido mujer, seguridad que siempre tuve cada vez que recordaba la cara de decepción de mi padre. Quizás lo que me estaba ocurriendo era un castigo por haber interrumpido la línea de sucesión. Temí que de pronto un ojo se formara en mi matriz, buscando una comunicación más directa.

El reflejo extraño de un espejo que había perdido su condición de tal, empezaba a alterarme. Tomé un mantón puesto estratégicamente sobre una silla y, envolviéndome en él, quise preguntar: «¿quién es la más bella?», pero una mano empezó a acariciar el útero como si fuera una lámpara de Aladino. El miedo de que aparezca la bruja hizo que me desprendiera del mantón.

Estaba cayendo en el juego del espejo, del útero, de la bruja, de mí misma. Tuve la sensación de que nuevas matrices iban produciéndose o reproduciéndose para formar un verdadero ejército. Son «Las desencantadas», de Loti, se me ocurrió pensar, sorprendiéndome de que todavía pudiera hacerlo. Alguien había puesto una cuna debajo del útero. «Debe de ser hora de dormir», pensé. «Pero si acabo de despertar», seguí dando vueltas al pensamiento.

  —125→  

«¡Matrices del mundo, uníos!», proclamaba la abanderada.

«Son esas noches de recorrido alcohólico que las emborracha, haciéndolas salir de sus casillas», me dije.

Entonces él apareció a mi lado, entrando en el espejo de cuerpo entero, ocupando el espacio interno, de frente y de perfil, obligando al útero a correrse hacia un costado.

«¿Qué es esa mancha?», preguntó con la boca envuelta en el cepillo de dientes.

«Son efectos del tiempo», contesté.

No se preocupó por averiguar el porqué de mi ausencia en el espejo, de mi rebote, repercusión, o de cualquier otro sustantivo que viniera al caso. Con la punta de la toalla trató de borrar la mancha. Pude ver cómo el útero se restregaba el ojo, el que le había aparecido para enviarme sus ondas. La matriz era visible sólo para mí. Reí con toda la amplitud de la boca, sin dar una explicación.

«Los excesos te afectan», dijo en tono de sentencia.

Tenía ganas de pedir a la abuela que corriera hacia la matriz para reubicarla. El temor de que el acaparamiento de él la hiciese salir del espejo hizo que yo retrocediera. Con estupor vi que la matriz hacía lo mismo. Articulé señas para que se detenga, para que lo enfrente. En su apuro, trastabilló. Tuve miedo de que cayera en la desembocadura del espejo, donde todos se juntan para formar caídas de agua que la gente observa sin preguntarse sobre sus orígenes. «El agua es agua y el espejo un entretenimiento de ociosos», se me ocurrió.

«Esa mancha no estaba antes», insistió él.

«¿Cuándo antes?», pregunté, en arrebato ignorante. «Parece que acabas de mudarte a esta casa».

Opté por el silencio.

Un ruido extraño, de roedor o de ofidio reptando su reclamo por el castigo de arrastrarse sobre el vientre, se desprendió del espejo. Tuve miedo de que se trizara, inundando la habitación.

  —126→  

«¿Oíste?», dijo, llevando la mano derecha a la oreja correspondiente para levantarla y precisar la proveniencia de ruido.

«¿Qué?», pregunté, sabiendo que sonaba a falso.

Recibí una mirada de latigazo.

No pude menos que agregar: «son efectos de la vejez, o... A veces los espejos se quejan cuando están muy llenos».

Esperé el «estás completamente loca» que no llegó de palabra. Hice uso de la «evasión temporal», ese estado de ausencia que podía conseguir cerrando mis compuertas de comunicación con el exterior, igual que correr una cortina o esconder la cabeza en el carapacho. «Es como un segundo corazón», medité mientras observaba el útero. «Es recolector de espasmos y orgasmos», reí debajo de mi carapacho. Tuve la sensación de estirar la mano y explorarlo por dentro, saber si estaba lleno o vacío, contento o rumiando incursiones no deseadas con resultados tampoco deseados.

«No me vengas con esas cosas», inicié un monólogo que debía ser escuchado por la matriz. «Las cosas suceden por acuerdos o desacuerdos, por 'síes' o por 'noes'. Te tomas la pastilla y te olvidas de pronunciamientos a destiempo o asumes tu culpabilidad». Un gruñido, sonando a reproche o falta de apoyo, oscureció la mancha. «¿Es ese tu modo de sonrojarte? Te acordaste tarde».

Me obligué a toser para tapar el gruñido.

Las sonoridades propias de la casa estaban invadiendo mi meditación como si, en la imposibilidad de competir, la noche se entregara al mejor postor. Pequeños pasos iniciaron el ascenso de la escalera. No tardarían en anunciar su presencia, empujando violentamente la puerta. El olor de las tostadas se mezclaba con el ruido de electrodomésticos irresponsables, descriteriados, absurdamente necesarios. Él había desaparecido de la escena. Quise correr a buscarlo para que asuma su porcentaje de participación en la sociedad, pero la suya era de responsabilidad limitada. El reloj   —127→   marcaba la medida impostergable de horarios mientras yo, Magaly primera (sin ninguna semejanza con reinas reinantes o de las otras), pugnaba por el acoplamiento con Magaly segunda, nada de adelantada, más bien atrasada de civilizaciones anteriores.

Sentí la vacuidad del enfrentamiento junto con la holgura interna, un espacio vacante, deshabitado, cóncavo, que empezaba a hacer intentos de succión. «Succionar y expulsar, expulsar y succionar», pensé, sintiéndome un electrodoméstico cualquiera. Pero había nacido mujer y «eso no tiene vueltas», escuché nítidamente a la abuela. Entonces sumergí los brazos en la tibieza del espejo, cálido y esponjoso líquido donde nada la civilización, buscando y encontrando orillas que sólo las Magalys pueden ofrecer y, recuperando mi útero, me lo puse. En el suelo, el charco se hacía cada vez más grande. «¡La bolsa! ¡Se me rompió la bolsa!», atiné a gritar.



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ArribaAbajoLuz roja para una calle

Parecían floreros de ventanas.

Sólo que, como tallo, tenían tronco y una cara pintada como flor.

Eran muchas, en hileras las ventanas y ellas cayendo sobre el alféizar según la mayor o menor envergadura de la opulencia, y la opulencia tomaba colores blancos o muy rubios, o una combinación de blanco y no tan blanco o, por último, tostado tirando a café.

Afuera, en la calle donde el rojo del semáforo es permanente, los compradores en turno continuo, las apuestas, las exigencias «abra la boca», certificado de salud, vacunas, porque no es cuestión de agarrar esas cosas que se enquistan desquitándose, y cuando uno paga, exige.

Los hombres pasean la vereda, adelantándose para ver mejor, haciendo puntas con los pies para alcanzar esas guirnaldas sin estación.

No se admiten manoseos adelantados.

«Pague primero, lleve después» y, como en cualquier feria de frutas y verduras, «no meta los dedos».

Hay bondades que cruzan fronteras y el tren es rápido, y basta adelantar un pie porque es cerca de la estación donde ocurre todo, y todo se facilita con el intercambio,   —130→   exportación no tradicional, primera atracción turística. El M. C. E. no corresponde a la sigla de un partido político, nadie se atribuye atentados en su nombre, todo lo contrario: una participación respetable y respetada, una distribución de excesos locales, un mercado común por donde se lo mire, exclusivo también.

Hay noches de poco tráfico, de más miradas que acción y, como cualquier flor, ellas caen mustias, en actitudes poco decorativas y con el «rimmel» corrido por bostezos de agua.

Se agrandan carnes en esa posición de espera sentada.

De tanto en tanto, cambian las flores y traen nuevas para seguir cabalgando la espera.

Debe de haber algún lugar, al fondo, en donde tiran las flores mustias o bien las retiran de esas vitrinas, escaparates o celdas de muñecas, resbalándolas por una pendiente hasta quedar hacinadas igual que chatarra.

Con suerte, caminan calles vacías y recogen andrajos de noche, mendigos de la luna sin derecho a elección o reclamo.

«¿Por qué lo hizo?», le preguntaron.

«Por sentimiento», contestó.

El hombre se apostó en la vereda de enfrente, apuntó el arma. «Debe de haber un premio, como en cualquier parque de diversiones», quizás pensó.

Cayeron sobre las ventanas, blandas, abrazando la desesperación en un pedazo de aire.

El hombre quedó quieto, a disposición de cualquier cosa.

«¡Que lo cuelguen!», gritaron los otros, los desprovistos de derechos pagados.

La luz se apagó durante seis noches. A la séptima volvieron a llenar los floreros y la luz roja iluminó de nuevo la calle.

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Eran flores frescas. Pestañeaban el acostumbramiento.

En la vereda, un ejército ansioso se alineó en espera inquieta. Faltaba la escudilla en la mano para reclamar el alimento.

No hubo preocupación por elegir.

Todas eran frescas.

«Quince minutos y el siguiente».

La de la ventanilla nº 3 tuvo un acceso de vómitos inexpertos. «Quince minutos de descanso».

La vuelta del reloj no perdona. Volvió a su puesto y se puso la sonrisa mientras un cálculo mental llenaba años por delante. Más tarde vendría la salida por la escalera de costado, la de descenso, sin iluminación alguna, con titubeos de pasos y noches sin titubeos.

Han puesto un centinela para cuidar la libertad de decisión de uno y otro lado de las vitrinas.

Conoce a cada flor por su nombre y controla su seguridad por lista.

Es para evitar la aparición de locos y el desequilibrio del ingreso neto del turismo bruto que deja un residuo líquido, escurridizo como el mismo tiempo, que cae por partes cada noche cuando la luz roja, curiosamente, da el pase.



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ArribaAbajoQué más cuento quieren

Voy a sentarme a escribir un cuento, por más que no sé por qué debo sentarme. Quizás las ideas salgan más rápidamente si estoy parado como tubo conductor con escape directo, espontáneo; puede ser también que el cuento quiera sentarse para indicarme cómo quiere que lo cuente, en qué posición poner mis manos, inclinar la cabeza, desabrocharme el cinturón y la corbata. En fin, son cosas que se me ocurren, aunque está fuera de toda ocurrencia escribir un cuento con corbata, en actitud de salida, de apuro, termino y me voy, o termino y que el cuento se vaya, o terminamos juntos para desaparecer, cada cual por su lado, y olvidar este encuentro casual por necesidad mutua de un momento.

El apuro es ya parte de lo cotidiano. El que no se apura no vale, no aprovecha el tiempo en toda su inacabable longitud, no se martiriza, y si en la cosa no hay martirio, dedicación, esfuerzo, carece de interés.

Hay que ganar el sustento con sudor.

Lo habrá dicho algún adicto a la traspiración.

El pobre murió antes de enterarse de que las mayores fortunas se hacen sentado cómodamente, ordenando a los demás que traspiren.

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No es nuevo.

Es un cuento histórico, el que le cuentan a uno para evitar comodidades precipitadas como si fuera más fácil llegar a lo que se desea por el camino más difícil.

Son los grandes inventores de los traumas, esas enfermedades invisibles que se pasean por el cerebro preparando la revolución; antes de que ésta se produzca, aparece el psicólogo sentado en su penumbra.

Pero, ¡qué fijación con eso de estar sentado!

«No te pongas delante que estoy escribiendo un cuento».

«¿Qué clase de cuento?».

«No sé».

«¿Y cómo lo estás escribiendo?».

«Si escribiera lo que sé no tendría sentido».

«Me parece que te desconectaron los cables; pero, ¿por qué estás parado?».

«Una nueva técnica: se tiran al aire las ideas y luego se las recoge, pero hay que hacerlo de un solo golpe y con un manotazo, igual que las chiquichuelas. ¿Te acuerdas del juego de chiquichuelas? Te quedaste con mis mejores bolitas, esas tornasoladas que parecían ojos fuera de su órbita. Siempre me dieron un poco de miedo».

¿Quién está ahí? ¿Quién me habla? ¡Así no puedo escribir! ¿Es usted, Manuela? Deje la limpieza para después. Un cuento es un cuento. No puedo hacerme el desentendido. Ya di mi palabra. Debo escribirlo. Listo.

«Manuela llegó esa mañana, muy cansada. Tenía puesto el mismo delantal del día anterior, el de lunares blancos y azules, no azules y blancos. Los lunares tenían la circunferencia corrida y era difícil precisar dónde comenzaba un color. Tal vez era un problema de visión. Cuanto más se fija la vista en algo, como por encanto se distorsiona. Me preguntó si la señora había amanecido bien. «Manuela, acá no hay ninguna señora». «Qué lástima», respondió. Siguió en lo suyo, sacudiendo, husmeando para arriba y para abajo, pasándome por alto como si no existiera».

  —135→  

Locuras mías. ¿Cómo puedo existir para ella si acabo de crearla?

«Tiene un aire de no querer meterse conmigo».

Acá estoy, Manuela. ¿Qué cara quiere que le ponga? Los ojos, ¿los prefiere negros o glaucos? Qué idiota. ¿Dónde se ha visto una mujer de la limpieza con ojos glaucos?

«Negros y de pestañas almidonadas, recién llegada de la toldería donde el jefe indio la abandonó porque le pareció que sus ojos miraban lo que no debían. Pechos de madona, sonrisa sibilina, toda ella una provocación. Se paseaba manejando el plumero como si fueran plumas de avestruz».

Es mejor que tome la cosa en serio para que los demás lo lean del mismo modo, llenarla de hijos, dejarla con el vientre colgando, ubicarla en Australia y que por uno de los pliegues del vientre asome un niño en constante nacimiento. Toda una creación.

«Manuela nos crió a todos, es decir, a los que alcanzamos a llegar. Era una época en que muchos quedaban a medio hacer, un control natural de una natalidad desnaturalizada».

No recuerdo haber visto a mi madre de otra manera que embarazada. Creo que de niño pensaba que ella ya había nacido así. Después de todos los descuentos, quedamos siete.

«Manuela nunca se casó; tampoco tuvo hijos por obra del Espíritu Santo, como afirmaban las que no habían conocido el matrimonio. Le fue suficiente con nosotros».

Esta posición parada me está cansando.

Siento que junto con las palabras se me están cayendo algunos órganos.

¡Eh, tú, sal de esa esquina!

Por donde miro hay fantasmas, de día o de noche. Sí, ya sé que es un juego de los que ya no están, pero es un juego que duele. Me veo en cada uno de ellos como en constante desdoblamiento, siento que la casa habla, que los muebles ríen, que las cortinas se corren solas, que me   —136→   llaman, que me acerco, pero sigo parado, escribiendo en el aire este maldito cuento. Soy un Verlaine en ciernes; género: cuento. La máquina, ¿dónde está la máquina? ¡Qué máquina, si nunca la tuve! Tampoco soy escritor. Acumulo datos para meterlos alguna vez en un procesador de palabras y que salga la obra maestra que no tendré más que firmar, sin seudónimo, el nombre completo: Atilio Espósito Costa. Sólo agregaré «de», entre Espósito y Costa. Le da un aire de noble.

Se preguntarán por qué quiero ser noble.

Tal vez por lo de Espósito, un premio con mayúscula. El resto lo agregué de grande, y también lo de los siete hermanos y la mamá siempre embarazada y lo de Manuela, la nana perfecta, y los recuerdos y todo el enlace para juntarlos.

Lo hubiera en verdad querido.

Aquí estoy, parado en esta esquina, ofreciendo la noticia con distintos títulos, profesor de profesión, corriendo a la ventanilla de cuanto auto se detiene en espera del cambio de semáforo, gritando a voz en cuello hasta que encuentro la noche ronca, chupando frío o calor, comiendo a saltos lo que venga para comenzar de nuevo al día siguiente...

¿Qué más cuento quieren?



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ArribaAbajoConfusión de prioridades

No sé qué es más grave, si perder el avión, un vestido, el anillo (recuerdo de la abuela), el broche único (lleno de brillos falsos) o, por último, la virginidad.

Sí, sé que una debe tener prioridades, pero ése es un problema que tengo últimamente: la confusión de prioridades. Es todo un lío de cosas que presionan para ocupar su sitio, con derechos adquiridos quién sabe en qué feria artesanal o en esos remates donde cada gesto tiene un precio, donde las moscas están prohibidas, pero que de todos modos se filtran para posarse en la nariz de uno y la mano se alza cuando el precio está en la cumbre y se vuelve imperativo enfrentar el hecho, sonriendo al de al lado, a todos los que tuvieron la suerte de no ser elegidos por la mosca mientras el pretexto queda desplazado por improcedente, infantil, fuera de lugar, casi obsceno, y los números sugieren un fin próximo, el desenlace fatal, el desmoronamiento de creencias y aberraciones. Entonces la mujer del hombre de la mosca saca a relucir todo el perfume que lleva a cuestas, habla tres palabras en francés, dos de las cuales no salen de mon chérie, menea la popa buscando vientos que la hagan navegar a toda vela, queriendo, genuinamente, entregar su virginidad como parte de pago, atributo tan perdido como el avión. Pero ella tiene una confusión virginal,   —138→   un enredo de fechas, de nombres -no, perdón, de hombres-, y repliega fuerzas para que su hombre no saque cuentas. Después de todo, parece una mujer cara y los gustos hay que pagarlos -pienso-, sin precisar si esa mujer soy yo o puedo ser yo, por esa confabulación que nos hermana hasta el punto de sentirnos parte, pedazo, complemento de congéneres desvalidas y, de ahí al pensamiento del otro sexo de que algo raro o ajeno a la envidia o celos ancestrales se perfila entre dos Evas, no hay más que un paso.

Pero es ese asunto de la virginidad el que me ocupa, o preocupa más bien. A veces quisiera compartirla con alguien, dar una clase magistral sobre su conveniencia o fastidio. Pero el temor de predicar -con el temor de ganar adeptas- me reprime y me muestra trozos armados de imaginación blanca, una fila interminable de túnicas sin mácula, sin concepción, sin nada, y yo a la cabeza, ofrendando el racimo puro a Baco o Dionisio, o Neptuno tal vez, para olvidarme de esa parte y ser sirena de por vida, atracción sin fines de lucro o aprovechamiento, porque eso de pasearse por el mundo y que le señalen (con pena) el tesoro escondido y que de tan escondido se vuelva inencontrable o desaparecido para después, con el tiempo, perder valor por exceso de celo hasta escuchar -saliendo de túneles, rojos de goce- «solterona», se convierte en enfermedad de cura posible sólo a través de la buena disposición de algún voluntario con pérdida total de elección, o bien de lo otro, que suena casi igual cuando es pronunciado por un japonés.

Pero, volviendo al comienzo del asunto, no veo qué hay de malo en la conservación de los bienes naturales, que son patrimonio personal; un verdadero aporte a la ecología tan mentada. Debe de haber algo que no cuadra, alguna diferencia, pues, cuando parada sobre un banco de la plaza empecé a hacer la apología de la virtud llaveada, los «¡buuus!» hicieron que me sentase, escondiendo la cara   —139→   en el regazo, cerca de ese monte que invita al hombre a cortar maleza para convertirse en explorador.

Debe de ser parte de una confabulación masculina eso de hacer blanco en el blanco con flechas que están siempre preparadas, y una tiene sus principios después de todo. No me vengan con que soy heredera de Capodacia -una amazona de arco y flecha también-, abandonando varones y tirando a diestra y siniestra para terminar con los restantes y convertirme en reina de reinos fabulados; nada de eso.

Y el que piense así se equivoca, porque ya ha pasado un tiempo desde el inicio de mi peregrinar con la virginidad a cuestas -a decir verdad, bastante tiempo-, una acumulación que me ha ido reduciendo de tamaño, pero lo otro está tan virgen como antes, olvidado de luchas de valor o de importancia, y de nuevo estoy acá, en la plaza, no un día cualquiera, sólo los domingos, cuando los anticuarios se instalan y los entendidos pasan y sopesan épocas y precios y yo ofrezco mi virginidad antigua, vencida, inexperta, horrorosamente marchita, y lo peor es que nadie, pero nadie, cree en esa clase de antigüedad.



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ArribaAbajoEn sepia y en opaco

De pronto fue como mirarse en un espejo, de esos que dan miedo y ganas al mismo tiempo, de dar vuelta para ver del otro lado, buscando, buscándose.

Pero es una simple fotografía que vive lo que la tinta. A veces es joven y no calza en el recuerdo, porque el recuerdo tiene otro color.

Y la memoria se recuesta buscando el hecho, y el hecho vive escurriéndose, bajando por esa pendiente atolondrada de mentes que fueron llenándose más de lo necesario por efecto de los hechos o por hechos efectivos. Quién puede saber.

Sonríen desde el papel opaco. Pero éste no es ni puede ser mi padre, porque su sonrisa no figura en mi memoria.

Tampoco tengo memoria, es decir, no está completa.

Se remonta hasta una línea y llevo un tiempo desconocido tratando de cruzarla.

Quisiera estar del otro lado porque esta parte ya me la ha contado el recuerdo.

Barajo las fotos como naipes, o son naipes que parecen fotos.

Las tiro sobre la mesa, pero el solitario no resulta.

Son esas actitudes hieráticas, de sonrisa «no va más», las que una y otra vez recalan el barco en el mismo puerto.

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«Más atrás, más atrás», insisto, mar adentro debe de ser, donde el cielo es agua, o al revés, donde las cosas empiezan o terminan, donde un crisol funde o confunde y la duda se revuelve en la pregunta.

Y eso de seguir sonriendo cuando ya no se está, a veces en colores como haciéndolo con saña, gitana debiera de ser para formar un telón de nubes o de vapor de lluvia escondida y leer mensajes que sólo ella comprende.

Y también las fotos se enferman, enferman de vejez con esas manchas oscuras que dan ganas de frotar para alejarlas.

Nunca se sabe si las fotos ríen para el presente o para formar el recuerdo, y éste va acumulando memoria hasta que la memoria también se enferma de puro llena. Es como un empacho.

Estábamos todos juntos compartiendo el resplandor que fija la tinta y entrecierra los ojos, pero los ojos aparecen abiertos en el papel opaco. Cosas inentendibles de técnicas pasadas de moda.

Me presionaban el hombro para evitar el movimiento natural de la niñez, pero la imagen siempre salía quieta. Entonces...

Se burlan de uno cuando no se tiene edad que provoque respeto, y el respeto se acomoda al tiempo y a la circunstancia y va perdiendo fuerza, igual que las fotografías, para terminar en una condescendencia frente a la chochera, no de las fotos, claro, una condescendencia que tiene que ver también con la edad y la costumbre, creo, y a lo mejor otras cosas más.

Y todo envejece, no importa si está vivo o fijo en el tiempo.

Entonces la risa cambia de lugar. Es el joven que mira la foto el que ríe, pero es una risa de lágrimas combinada de anticipo de otra risa joven que algún día estará en lo mismo, pienso, y doy vuelta la palabra porque ya estoy   —143→   muy metida en el pensamiento, y resulta «asir», pero ¿cómo asir lo que no se puede?

Es un juego que se inicia con desventaja.

Pero la foto sigue enfrentándome, directa, con el tiempo inerte que no tengo mientras retrocedo y retrocedo con esa necesidad de «búsqueda del tiempo perdido», y revuelvo tanto lo que encuentro en el camino, no lentamente, sino con la desesperación de «última oportunidad», y tropiezo con lo que no quiero, con lo que guardo bien guardado en algún recoveco invisible en esa cita sin diván con el psicólogo, hasta que estallo, sí, estallo y me rompo en pedazos en esa vuelta estéril, vuelta sin vueltas, laberinto de sentimientos que chocan sin encontrar la salida.



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ArribaAbajoDesencuentro

No había necesidad de que me esperase en la esquina, con aire de espera, desgastando el mismo cuadrado de vereda con la impaciencia de sus pies.

No era necesario ceñirse tan estrictamente a las manecillas que marcan horas y además se deterioran con la espera.

Pude verlo a lo lejos, consultando mi atraso, sorteando caras entre las muchas en circulación errante para detectar la mía, formarla con una sonrisa de reconocimiento, sonrisa comprometida con el enojo, un certificado no escrito ni hablado de haber sido víctima del abuso.

Pero uno tiene sus motivos para llegar atrasado, destacarse, sobresalir en ese conglomerado anónimo que sigue reglas, incapaz de sobrepasar el vuelo -apenas a ras de viento- de aves corrientes sin ambición de altura.

También está lo del tiempo, un paquete pesante que deja a algunos más accidentados que otros, con heridas que resisten el ocultamiento.

Pienso, desde donde estoy parado, con qué facilidad puede derrumbarse una distancia.

Pienso y nada hago, quizás por falta de profundidad o penetración sustancial del pensamiento.

Después de todo, estuvimos juntos a la vuelta de esquinas peligrosas, detrás de muros acusatorios goteando   —146→   consignas de efervescencias juveniles en plena acción, en las peleas a corazón sangrante por Camila -quien siempre llevaba el delantal más corto en la escuela-, en las corridas de timbres pulsados en sucesión de escapes de cuadras enteras, en fin, en tantos líos enfermizos, Roberto-Alejo formando el dúo indisoluble, siempre encabezado por Roberto, el de las ideas más audaces, el del plan hecho a punta de huevos. Sí, eso mismo, porque la verdad es que le sobraban, y yo corriendo mi indecisión, amparado por lo que Roberto decía, afirmaba, reafirmaba. «Así nunca llegarás a nada; el coraje hay que fomentarlo como cualquier otra cualidad», insistió después de tener a la directora y a todas las maestras en el patio, con los alumnos admirados, cara arriba, y Roberto casi en la copa del árbol amenazando con tirarse si lo dejaban castigado.

Por supuesto que ganó.

La directora se deshizo en lágrimas aliviadas y Roberto fue comprensivamente abrazado.

Está impecable.

Todo en perfecto acuerdo y en su lugar.

Ni necesito acercarme para verificarlo.

Hasta me parece sentir el perfume varonil, exacto, justo en la cantidad para dejar un respingo de nariz con ganas de seguir olfateando.

Son los cabos sueltos que deja Roberto para hacerlo más atractivo.

Me miro.

Uno lo hace cuando la confrontación es inminente y la medición de fuerzas irremediable.

Pienso en ese abismo de veinte años que vuelca el pasado con cargo al momento.

Roberto se ve igual, con el signo inconfundible de haber alcanzado otras copas de árboles sin necesidad de tirarse,   —147→   con su calidad de alumno mediocre, consciente de situaciones que se resuelven a puro muñequeo.

Adelanto un pie y aparece la botamanga deshilachada. Lo retiro para seguir en esa orilla resbaladiza, llamando a los dioses del coraje para que me den el empujón y reduzcan el mamotreto de veinte años a un abrazo embarazoso.

Roberto sigue desafiando el encuentro, una amenaza para futuras generaciones, una incomodidad, un choque de corrientes, una mirada de apreciación inmediata, real; y para qué, pienso, cuando el teléfono está al alcance de cualquier pretexto y encubre, con un mínimo de esfuerzo, eso, que el primer golpe de vista hará visible.

Doy vuelta para regresar, anónimo, y seguir en lo mismo por obra y gracia de horóscopos que sigo leyendo, esperando la bola de cristal entera con cambios a distancia de brazos y yo sólo los extienda sin guerra, sin lucha, detrás de esa puerta insinuantemente entreabierta que el temor me impide empujar.



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ArribaPor tiempo acumulado

Las uvas iban cayendo de tan maduras.

A veces, algún brazo se extiende para detener el trayecto, pero las uvas rara vez equivocan el camino.

Petronila busca la escoba, que no tiene memoria o es medio duende, porque cambia de lugar sin previo aviso, así no más.

Ella cree que la escoba lo hace con intención porque le gusta que revuelque su contorno pesado en el espacio de la tremenda casa, lamentándose, poniéndole nombre, llamándola de una forma y otra entre amenazas que pasan entre los dientes separados por faltas que ella afirma haberlas traído de nacimiento.

Por fin la encuentra, escondida, claro, no puede ser de otro modo, y la zarandea para que sepa que los duendes nunca toman apariencia de escoba. «No pueden ser tan tontos», piensa, y barre con rabia el conjunto pegajoso que mancha en redondo el suelo.

Es como si barriera constantemente, sin tregua, sin diferencia.

A veces mira el parral para inspeccionar las hojas, si siguen siendo verdes o por último hojas, porque hasta le parece que el duende no es uno solo y piensa que quizás los hay para cada caso y cada cosa.

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Y de pronto cae un racimo entero, color violeta, rozándole el vientre como en contubernio con la escoba, y una risa, sí, escucha una risa dentro del oído, bien adentro, porque por fuera, qué va...

Y eso es también de nacimiento, según dice.

«Ahora los duendes se transforman en gatos», espanta a uno que le huele los pies. «¡Qué tanto hueles, animal, si el pescado lo lavé con las manos!».

«Esta casa es un loquero», afirma, ajustando el paño que le envuelve la cabeza que parece jugar un temblor y cosquillea el cráneo, y se rasca el cuello, no por eso de los dientes o la sordera, sino «por la proximidad» y lo del «torrente sanguíneo» que leyó en algún lado antes de que ese oculista loco le pusiera persianas con vidrios delante de sus ojos. Y desde entonces no ve como antes, porque a quién se le ocurre que va a estar con esa cosa extraña montada en la nariz, moviéndose con cada paso que da, incitando aún más a la escoba, a las uvas, a los grillos que gritan su inocencia en medio de la noche, cerca de su cama, otra forma de espíritus nerviosos, sí, ella también lo es, no espíritu, sino nerviosa, y a veces duerme caminando, y los demás dicen que la ven con escoba en mano paseando el sueño, persiguiendo a oscuras «manchas colgadas del aire», pero ella no es fácil de engañar, ¡si hace tantos años que está en lo mismo!

«Son cómplices», como escuchó decir en la radio, que se juntan para molestar a los demás.

Eso son.

Nadie cree que las uvas caminan su redondez, que se escapan con esa terquedad propia del que no quiere rendirse, que se escurren casi como lluvia. Y sus pies ya no son lo que eran cuando los duendes jugueteaban y ella podía desplazarse con ellos, formando una sola pieza.

Petronila no es vieja.

Sólo tiene tiempo acumulado en las coyunturas, y eso nada tiene que ver con el nacimiento.

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Ni siquiera con la voluntad.

A veces ríe para sí misma, pensando que ya no es vaca joven para ser ordeñada, pero sin embargo tuvo su momento, y no fue sueño o reverbero de espíritu mágico, no, ni aparición, porque las apariciones no pueden tocarse, y vaya si ella lo tocaba a escondidas en la oscuridad, inquieta, con culpa, acechando la puerta por si acaso, por el espanto que le tenía a las sombras, sobre todo a las que forman el miedo o deforman la razón.

Claro que para nombres nunca fue muy buena, no por falta de memoria, sino por la conciencia, que era más fácil acallar con el olvido.

Y ese cuarto suyo, todo suyo, con muebles y lo demás, la hacía sentir propietaria, y los otros, esos alojados al paso, o un poco más según la necesidad del instinto, se fueron sin pena ni gloria, sin alterar su alma de santa que quedó en presente y que a nadie se le ocurría poner en duda.

De noche se encoge, se dobla, arruga aún más su carne para engañar al sueño, no sea que decida volverse pesadilla y hormiguee su culpa, igual que el grillo, y tenga que levantarse y tomar la escoba para que no sepan lo que le pasa.

El bostezo es parte de su cara, quizás desgracia misma que sólo enjuaga los ojos.

«Petronila no necesita dormir mucho», dicen cuando la ven, en su eterna vigilia, persiguiendo uvas o racimos o escobas antojadizas.

Pero eso no es todo.

Se le ha desvelado la conciencia, sin que se diera cuenta.

Siente que todo se le va volcando hacia afuera.

Teme dormirse desde aquella vez que los niños de la casa le dijeron que decía cosas raras y mencionaba nombres, muchos nombres, y toda ella se revolcaba en la cama entre risas soñadas.

Y al día siguiente ponía esa cara mala que guardaba para algunas ocasiones, para que no le siguieran estirando la lengua y largara el secreto de esas historias que se contaba   —152→   de noche, con palabras sueltas de sueño, para volver a recordar.

Y vinieron las grandes lluvias, esas que parecen caer para nunca acabar, y los duendes quedaron afuera y la escoba también, y no hubo necesidad de barrer bajo el parral porque la lluvia, cuando quiere, lo lava todo y las manos de Petronila se hicieron débiles para tomar la escoba mojada, repleta de agua, y los duendes, hinchados como sapos, dejaron de correr su fantasía.

«Nos hemos igualado», dijo Petronila, con el cansancio caído en la cara caída sobre los pechos caídos, sobre el vientre desmoldado hasta llegar a los pies que frotaban el piso con cada movimiento.

«Me he vuelto muy pesada para que me lave la lluvia», dice.

Sin embargo, llovía cuando amaneció, y el ruido de sus zapatillas arrastradas no fue sentido en lugar alguno de la casa.







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