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ArribaAbajoLibro cuarto

Grandes son las quejas que los hombres dan ordinariamente de la fortuna, pero no serían tantas ni tan ásperas, si se tuviese cuenta con los bienes que muchas veces nos vienen de sus mudanzas. El que estando en ruin estado huelga que la fortuna se mude, no tiene mucha razón de increparla y afrentarla con el nombre de mudable cuando algún contrario suceso le acontece. Mas pues ella en el bien y en el mal tiene por tan natural la inconstancia, lo que toca al hombre prudente es no vivir confiado en la posesión de los bienes ni desesperado en el sufrimiento de los males, antes vivir con tanta prudencia que se pasen los deleites como cosa que no ha de durar, y los tormentos como cosa que puede ser fenecida.

De semejantes hombres tiene Dios particular cuidado, como del triste y congojado Marcelio, librándolo de su necesidad por medio de la sapientísima Felicia, la cual, como con su espíritu adivinase que Marcelio, Diana y los otros venían a su casa, hizo de manera que aquella hermosa ninfa saliese en aquel llano para que les diese ciertas nuevas y sucediesen cosas que con su extraña sabiduría vio que mucho convenían. Pues como Marcelio y los demás llegasen donde la ninfa estaba, saludáronla con mucha cortesía, y ella les respondió con la misma. Preguntoles para dónde caminaban y dijéronle que para el templo de Diana. Entonces Aretea, que este era el nombre de la ninfa, les dijo:

-Según en vuestra manera mostráis tener mucho valor, no podrá dejar Felicia, cuya ninfa soy, de holgar con vuestra compañía. Y pues ya el sol está cercano del ocaso, volveré con vosotros allá, donde seréis recibidos con la fiesta posible.

Ellos le agradecieron mucho las amorosas ofertas y juntamente con ella caminaron hacia el templo. Grande esperanza recibieron de las palabras de esta ninfa, y aunque Polidoro y Clenarda habían estado en la casa de Felicia, no la conocían ni se acordaban haberla visto. Esto era por la muchedumbre de ninfas que tenía la sabia, las cuales, obedeciendo su mandado, entendían en diversos hechos en diferentes partes. Por eso le preguntaron su nombre y ella dijo que se llamaba Aretea. Diana le preguntó qué había de nuevo en aquellas partes, y ella respondió:

-Lo que más nuevo hay por acá es que habrá dos horas que llegó a la casa de Felicia una dama en hábito de pastora, que vista por un hombre anciano que allí hay fue conocida por su hija, y como había mucho tiempo que andaba perdida por el mundo, fue tanto el gozo que recibió, que ha redundado en cuantos están en aquella casa. El nombre del viejo, si bien me acuerdo, es Eugerio, y el de la hija, Alcida. Marcelio, oyendo esto, quedó tal como un discreto puede presumir, y dijo:

-¡Oh, venturosos trabajos los que alcanzan fin con tan próspera ventura! ¡Ay, ay!

Y queriendo pasar adelante se le anudó el corazón y se le trabó la lengua, cayendo en el suelo desmayado. Diana, Ismenia y Clenarda, sentándose cabe él, lo esforzaron y le dijeron palabras para darle ánimo. Y así tornando luego en sí, se levantó. No se holgaron poco Polidoro y Clenarda con semejante nueva, viendo que sus desventuras con la venida de su hermana Alcida habían de acabarse, y Diana e Ismenia también recibieron grande alegría, así por la que sus compañeros tenían, como por la que ellas esperaban de mano de la que sabía hacer tales maravillas. Diana, por saber algo de Sireno, a la ninfa preguntó así:

-Ninfa hermosa, gran confianza me distes de contento con decirme el que hay en el palacio de Felicia por la venida de Alcida, pero más cumplido lo recibiré si me contáis los pastores más señalados que en ella están.

Respondió entonces Aretea:

-Muchos pastores hallaréis allí de singular merecimiento, pero los que ahora se me acuerdan son Silvano y Selvagia, Arsileo y Belisa, y un pastor, el más principal de todos, llamado Sireno, de cuyas habilidades hace Felicia mucho caso; mas tiene un ánimo tan enemigo de amor, que a cuantos están allí tiene maravillados. De la misma condición es Alcida, tanto que después que ella ha llegado los dos no se han partido, tratando del olvido y platicando cosas de desamor. Y así tengo por muy cierto que Felicia los hizo venir a su casa para casarlos, pues son entrambos de un mismo parecer y están sus ánimos en las condiciones tan avenidos, que aunque él es pastor y ella dama, puede Felicia añadirle a él más valor del que tiene, dándole muchísima riqueza y sabiduría, que es la verdadera nobleza.

Y prosiguiendo su razón, Aretea, vuelta a Marcelio, dijo:

-Por eso tú, pastor, pues ves tu bien en peligro de venir a manos ajenas, no te detengas un punto, que si llegas a tiempo, podrás hurtarle la ventura a Sireno.

Diana, después de haber oído estas palabras, sintió bravísima pena, y la señalara con voces y lágrimas, si la vergüenza y honestidad no se lo impidieran. El mismo dolor y por la misma causa sintió Marcelio, y quedó de él tan atormentado que pensó morirse, haciendo grandísimos extremos. De manera que un mismo cuchillo travesó los corazones de Marcelio y Diana, y un mismo recelo les fatigó las almas. Marcelio temía el casamiento de Alcida con Sireno, y Diana el de Sireno con Alcida. La hermosa ninfa bien conocía a Marcelio y Diana y todos los demás, pero por orden sapientísimo que Felicia le había dado, había disimulado con ellos, y había dicho una verdad para darle a Marcelio una no pensada alegría, y una mentira para más avivar su deseo y el de Diana, y para que con esta amargura después les fuesen más dulces los placeres que allí habían de recibir. Llegados ya a una plaza ancha y hermosísima que está delante la puerta de aquel palacio, vieron salir por ella una venerable dueña con una saya de terciopelo negro, tocada con unos largos y blancos velos, acompañada de tres hermosísimas ninfas, representando una honestísima Sibila. Esta era la sabia Felicia, y las ninfas eran Dórida, Cintia y Polidora. Llegando Aretea delante su señora, avisada primero su compañía como aquella era Felicia, se le arrodilló a sus pies y le besó las manos, y lo mismo hicieron todos. Mostró Felicia tener gran contento de su venida y con gesto muy alegre les dijo:

-Preciados caballeros, dama y pastoras señaladas, aunque es muy grande el placer que tengo de vuestra llegada, no será menor el que recibiréis de mi vista. Mas porque venís algo fatigados, id a tomar descanso y olvidad vuestro tormento, pues lo primero no podrá faltaros en mi casa, y lo segundo con mi poderoso saber será presto remediado.

Mostraron todos allí muchas señales y palabras de agradecimiento, y al fin de ellas se despidieron de Felicia. Hizo la sabia que Polidoro y Clenarda quedasen allí diciendo tener que hablar con ellos; y los demás, guiados por Aretea, se fueron a un aposento del rico palacio donde fueron aquella noche festejados y proveídos de lo que convenía para su descanso. Era esta casa tan suntuosa y magnífica, tenía tanta riqueza, era poblada de tantos jardines, que no hay cosa que de gran parte se le pueda comparar. Mas no quiero detenerme en contar particularmente su hermosura y riqueza, pues largamente fue contada en la primera parte. Solo quiero decir que Marcelio, Diana e Ismenia fueron aposentados en dos piezas del palacio entapizadas con paños de oro y seda ricamente labrados, cosa no acostumbrada para las simples pastoras. Fueron allí proveídos de una abundante y delicada cena, servidos con vasos de oro y de cristal; y al tiempo del dormir se acostaron en tales camas que, aunque los cuerpos de sus penas y cansancios venían fatigados, la blandura y limpieza de ellas y la esperanza que Felicia les había dado, les convidó a dulce y reposado sueño. Por otra parte, Felicia, en compañía de sus tres ninfas y de Polidoro y Clenarda, y avisándoles que no dijesen nada de la venida de Marcelio, Diana e Ismenia, fue a un amenísimo jardín, donde vieron que en un corredor Eugerio con su hija Alcida estaba paseando. Don Félix y Felismena, Sireno, Silvano y Selvagia, Arsileo y Belisa y otro pastor estaban más apartados, sentados en torno de una fuente. Estaba aún Alcida con los mismos vestidos de pastora con que aquel día había llegado, pero luego por sus hermanos fue conocida. La alegría que todos tres hermanos recibieron de verse juntos, y la que el padre tuvo de ver a sí y a ellos con tanto contento, el gozo con que se abrazaron, las lágrimas que vertieron, las razones que pasaron y las preguntas que se hicieron no se pueden con palabras declarar. Grandes fiestas hizo Alcida a los hermanos, pero muchas más a Polidoro que a Clenarda, por la presunción que tenía que con Marcelio se había ido dejándola en la desierta isla, como habéis oído. Pero queriendo Felicia aclarar estos errores y dar fin a tantas desdichas, habló así:

-Hermosa Alcida, por más que la fortuna con desventuras muy grandes se ha mostrado tu enemiga, no negarás que con el contento que ahora tienes, de todas sus injurias no estés cumplidamente vengada. Y porque el engaño que hasta ahora tuviste aborreciendo sin razón a tu Marcelio, si vives más en él, es bastante para alterar tu corazón y darle mucho desabrimiento, será menester que de tu error y sospecha quedes desengañada. Lo que de Marcelio presumes es al revés de lo que piensas, porque dejarte allí en la isla no fue culpa suya, sino de un traidor y de la fortuna. La cual, por satisfacer el daño que te hizo, te ha encaminado a mí, en cuya boca no hallaréis cosa ajena de verdad. Todo lo que acerca de esto pasa, tu hermana Clenarda largamente lo dirá; oye su razón y da crédito a sus palabras, que por mi fe te juro que cuantas cosas sobre ello te contará serán certísimas y verdaderas. Comenzó entonces Clenarda a contar el caso como había pasado, disculpando a Marcelio y a sí, recitando largamente la grande traición y maldad de Bartofano, y todo lo demás que está contado. Oído lo cual, Alcida quedó muy satisfecha, y junto con el engaño salió de su corazón el aborrecimiento. Y tanto por estar fuera del error pasado como por la obra que las poderosas palabras de Felicia hacían en su alma, comenzó a despertarse en ella el adormido amor y a avivarse el sepultado fuego; y como tal le dijo a Felicia:

-Sabia señora, bien conozco el yerro mío y la merced que me hiciste en librarme de él, pero si yo desengañada amo a Marcelio, estando él ausente como está, no tendré el cumplimiento de alegría que de tu mano espero, antes recibiré tan extremada pena que para el remedio de ella será menester que me hagas nuevos favores.

Respondió a esto Felicia:

-Buena señal es de amor tener miedo de la ausencia, pero esta no tardará mucho, pues yo tomé a cargo tu salud. El sol ya sus rayos ha escondido y es hora de recogerse; vete con tu padre y hermanos a reposar, que mañana hablaremos en lo demás.

Dicho esto se salió del jardín, y lo mismo hicieron Eugerio y sus hijas, yendo a los aposentos del palacio que Felicia les tenía señalados, que estaban apartados de los de Marcelio y sus compañeras. Quedaron un rato don Félix y Felismena, los otros pastores y pastoras en torno de la fuente, pero luego se fueron a cenar dejando concertado de volver allí el día siguiente, una hora antes del día, para gozar de la frescura de la mañana. Pues como la esperanza del placer les hiciese pasar la noche con cuidado, todos madrugaron tanto que antes de la hora concertada acudieron con sus instrumentos a la fuente. Eugerio con el hijo e hijas, avisado de la música, madrugó y fue también allá. Comenzaron a tañer, cantar y mover grandes juegos y bullicios a la lumbre de la luna, que con lleno y resplandeciente gesto los alumbraba como si fuera día. Marcelio, Diana e Ismenia dormían en dos aposentos, el uno al lado del otro, cuyas ventanas daban en el jardín. Y aunque por ellas no podían ver la fuente a causa de unos espesos y altos álamos que lo estorbaban, pero podían oír lo que en torno de ella se hablaba. Pues como al bullicio, regocijo y cantares de los pastores Ismenia recordase, despertó a Diana, y luego Diana, dando golpes en la pared que los dos aposentos dividía, despertó a Marcelio, y todos se asomaron a las ventanas, donde estuvieron sin ser vistos ni conocidos. Marcelio se paró a escuchar si por ventura sentiría la voz de Alcida. Diana estaba muy atenta por oír la de Sireno. Sola Ismenia no tenía confianza de oír a Montano, pues no sabía que allí estuviese. Pero ella tuvo más ventura, porque a la sazón un pastor al son de una zampoña cantaba de este modo:




Sextina


ArribaAbajo   La hermosa, rubicunda y fresca aurora
ha de venir tras la importuna noche;
sucede a la tiniebla el claro día.
Las ninfas saldrán32 al verde prado,
y el aire sonará del suave canto  5
y dulce son de cantadoras aves.

   Yo soy menos dichoso que las aves,
que saludando están la alegre aurora,
mostrando allí regocijado canto.
Que al alba triste estoy como a la noche,  10
o esté desierto o muy florido el prado,
o esté nubloso o muy sereno el día.

   En hora desdichada y triste día
tan muerto fui que no podrán las aves
que en la mañana alegran monte y prado,  15
ni el rutilante gesto de la aurora
de mi alma desterrar la oscura noche
ni de mi pecho el lamentable canto.

   Mi voz no mudará su triste canto
ni para mí jamás será de día,  20
antes me perderé en perpetua noche,
aunque más canten las parleras aves
y más madrugue la purpúrea aurora
para alumbrar y hacer fecundo el prado.

   ¡Ay, enfadosa huerta! ¡Ay, triste prado!  25
Pues la que oír no puede este mi canto
y con rara beldad vence la aurora,
no alumbra con su gesto vuestro día,
no me canséis, ¡ay, importunas aves!,
porque sin ella vuestra aurora es noche.  30

   En la quieta y sosegada noche,
cuando en poblado, monte, valle y prado
reposan los mortales y las aves,
esfuerzo más el congojoso canto,
haciendo lloro igual la noche y día,  35
en la tarde, en la siesta y en la aurora.

   Sola una aurora ha de vencer mi noche
y si algún día ilustrara este prado,
darame contento el canto de las aves.

Luego Ismenia, que por la ventana estuvo escuchando, conoció que el que cantaba era su esposo Montano y recibió tanto gozo de oírlo, como dolor en sentir lo que cantaba. Porque presumió que la pena de que en su canción decía estar atormentado era por otra y no por ella. Pero luego quedó desengañada, porque oyó que en acabando de cantar Montano dio un suspiro y dijo:

-¡Ay, fatigado corazón, cuán mal te fue en dar crédito a tu sospecha, y cuán justamente padeces los males que tu misma liviandad te ha procurado! ¡Ay, mi querida Ismenia, cuánto mejor fuera para mí que tu sobrado amor no te forzara a buscarme por el mundo para que, cuando yo, conocido mi error, a la aldea volviera, en ella te hallara! ¡Ay, engañosa Silveria, cuán mala obra hiciste al que de su niñez te las hizo tan buenas! Mas yo te agradeciera el desengaño que después me diste declarándome la verdad, si no llegara tan tarde que no aprovecha sino para mayor pena.

Ismenia, oído esto, se tuvo por bienaventurada y recibió tanto gozo que no se puede imaginar. Las lágrimas le salieron por los ojos de placer, y como aquella que vio cercana la fin de sus fatigas, dijo:

-Ciertamente ha llegado el tiempo de mi ventura, verdaderamente esta casa es hecha para remedio de penados.

Marcelio y Diana se holgaron en extremo de la alegría de Ismenia y tuvieron esperanza de la suya. Quería Ismenia en todo caso salir de su aposento y bajar al jardín; y al tiempo que Marcelio y Diana la detenían pareciéndoles que debía esperar la voluntad de Felicia, oyeron nuevos cantos en la fuente, y conoció Diana que eran de Sireno. Ismenia y todos se sosegaron por no estorbar a Diana el oír la voz de su amado, y sintieron que decía así:



ArribaAbajo   Goce el amador contento
de verse favorecido;
yo, con libre pensamiento
de ver ya puesto en olvido
todo el pasado tormento.  5

   Que, tras mucho padecer,
los favores de mujer
tan tarde solemos verlos33,
que el mayor de todos ellos
es no haberlos menester.  10

   A Diana regraciad,
ojos, todo el bien que os vino;
vida os dio su crueldad,
su desdén abrió el camino
para vuestra libertad.  15

   Que si penando por ella
fuera tres veces más bella
y en todo extremo me amara,
tan contento no quedara
como estoy de no quererla34.  20

   Vea yo, Diana, en ti
un dolor sin esperanza;
hiérate el amor así,
que yo en ti tenga venganza
de la que tomaste en mí.  25

   Porque sería tan fiero
a tu dolor lastimero,
que si allí a mis pies tendida
me demandases la vida,
te diría que no quiero.  30

   Dios ordene que, pastora,
tú me busques, yo me esconda.
Tú digas: «Mírame agora».
Y que yo entonces responda:
«Zagala, vete en buen hora».  35

   Tú digas: «Yo estoy penando
y tú me vas desechando;
¿qué novedad es aquesta?».
Y yo te dé por respuesta
irme y dejarte llorando.  40

   Si lo dudas, yo te ofrezco
que esto y aun peor haré,
que por ti ya no padezco,
porque tanto no te amé
cuanto agora te aborrezco.  45

   Y es bien que te eche en olvido
quien por ti tan loco ha sido,
que de haberte tanto amado
estuvo entonces penado,
y agora queda corrido.  50

   Porque los casos de amores
tienen tan triste ventura
que es mejor a los pastores
gozar libertad segura
que aguardar vanos favores.  55

   ¡Oh, Diana, si me oyeses
para que claro entendieses
lo que siente el alma mía!,
que mejor te lo diría
cuando presente estuvieses.  60

   Pero mejor será estarte
en lugar de mí apartado,
porque perderé gran parte
del placer de estar vengado
con el pesar de mirarte.  65

   No te vea yo en mis días,
porque a las entrañas mías
les será dolor más fiero
verte cuando no te quiero,
que cuando no me querías.  70

Aconteciole a Diana como a los que acechan su mismo mal, pues de oír los reproches y determinaciones de Sireno sintió tanto dolor, que no me hallo bastante para contarlo y tengo por mejor dejarlo a juicio de los discretos. Basta saber que pensó perder la vida, y fue menester que Ismenia y Marcelio la consolasen y esforzasen con las razones que a tan encarecida pena eran suficientes; y una de ellas fue decirle que no era tan poca la sabiduría de Felicia, en cuya casa estaban, que a mayores males no hubiese dado remedio, según en Ismenia desdeñada de Montano poco antes se había mostrado. Con lo cual Diana un tanto se consoló. Estando en estas pláticas, comenzando ya la dorada aurora a descubrirse, entró por aquella cámara la ninfa Aretea y con gesto muy apacible les dijo:

-Preciado caballero y hermosas pastoras, tan buenos y venturosos días tengáis como a vuestro merecimiento son debidos. La sabia Felicia me envía acá para que sepa si os hallasteis esta noche con más contento del acostumbrado, y para que vengáis conmigo al ameno jardín donde tiene que hablaros. Mas conviene que tú, Marcelio, dejes el hábito de pastor y te vistas estas ropas que aquí traigo, a tu estado pertenecientes.

No esperó Ismenia que Marcelio respondiese, de placer de la buena nueva, sino que dijo:

-Los buenos y alegres días, venturosa ninfa, que con tu vista nos diste, Dios por nosotros te los pague, pues nosotros no bastamos a satisfacer por tanta deuda. El contento que de nosotros quieres saber, con solo estar en esta casa sería muy grande, cuanto más que hemos sido esta mañana en ella tan dichosos que yo he cobrado vida, y Marcelio y Diana, esperanza de tenerla. Mas porque a la voluntad de tan sabia señora como Felicia en todo se obedezca, vamos al jardín donde dices y ordene Felicia de nosotros a su contento. Tomó entonces Aretea de las manos de otra ninfa que con ella venía las ropas que Marcelio había de ponerse, y de su mano le ayudó a vestirlas, y eran tan ricas y tan guarnecidas de oro y piedras preciosas, que tenían infinito valor.

Salieron de aquella cuadra y, siguiendo todos a Aretea, por una puerta del palacio entraron al jardín. Estaba este vergel por la una parte cerrado por la corriente de un caudaloso río, tenía a la otra parte los suntuosos edificios de la casa de Felicia, y las otras dos partes unas paredes almenadas, cubiertas de jazmín, madreselva y otras hierbas y flores agradables a la vista. Pero de la amenidad de este lugar se trató abundantemente en el cuarto libro de la primera parte. Pues como entrasen en él, vieron que Silvano y Selvagia, apartados de los otros pastores, estaban en un pradecillo que junto a la puerta estaba. Allí Aretea se despidió de ellos diciéndoles que aguardasen allí a Felicia, porque ella había de volver al palacio para darle razón de lo que por su mandado había hecho. Silvano y Selvagia, que allí estaban, conocieron luego a Diana y se maravillaron de verla. Conoció también Selvagia a Ismenia, que era de su mismo lugar, y así se hicieron grandes fiestas y se dieron muchos abrazos, alegres de verse en tan venturoso lugar después de tan largo tiempo. Selvagia entonces con faz regocijada les dijo:

-Bienvenida sea la bella Diana, cuyo desamor dio ocasión para que Silvano fuese mío, y bien llegada la hermosa Ismenia, que con su engaño me causó tanta pena, que por remedio de ella vine aquí, donde la troqué con un feliz estado. ¿Qué buenaventura aquí nos ha encaminado?

-La que recibimos -dijo Diana- de tu vista y la que esperamos de la mano de Felicia. ¡Oh, dichosa pastora, cuán alegre estoy del contento que ganaste! Hágate Dios de tan próspera fortuna que goces de él por muchísimos años.

Marcelio en estas razones no se atravesó, porque a Silvano y Selvagia no conocía. Pero en tanto que los pastores estaban entendiendo en sus pláticas y cortesías, estuvo mirando un caballero y una dama que, trabados de las manos, con mucho regocijo por un corredor del jardín iban paseando. Contentose de la dama y le dio el espíritu que otras veces la había visto. Pero, por salir de duda, llegándose a Silvano le dijo:

-Aunque sea descomedimiento estorbar vuestra alegre conversación, quería, pastor, que me dijeses quién son el caballero y dama que allí pasean.

-Aquellos son -dijo Silvano- don Félix y Felismena, marido y mujer.

A la hora Marcelio, oído el nombre de Felismena, se alteró y dijo:

-Dime, ¿cúya hija es Felismena?, ¿y dónde nació? Si acaso lo sabes, porque de don Félix no tengo mucho cuidado.

-Muchas veces le oí contar -respondió Silvano- que su tierra era Soldina, ciudad de la provincia Vandalia, su padre Andronio y su madre Delia. Mas hacedme placer de decirme quién sois y por qué causa me hacéis semejante pregunta.

-Mi nombre -respondió Marcelio- y todo lo demás lo sabrás después. Pero por me hacer merced, que, pues tienes conocencia con ese Félix y Felismena, les digas que me den licencia para hablarlos, porque quiero preguntarles una cosa de que puede resultar mucho bien.

-Pláceme -dijo Silvano.

Y luego se fue para don Félix y Felismena, y les dijo que aquel caballero que allí estaba quería, si no les era enojoso, tratar con ellos ciertas cosas. No se detuvieron un punto, sino que vinieron donde Marcelio estaba. Después de hechas las debidas cortesías, dijo Marcelio hablando contra Felismena:

-Hermosa dama, a este pastor pregunté si sabía tu tierra y tus padres, y me dijo lo que acerca de ello por tu relación sabe; y porque conozco un hombre que es natural de la misma ciudad que, si no me engaño, es hijo de un caballero cuyo nombre se parece al de tu padre, te suplico me digas si tienes algún hermano y cómo se nombra, porque quizá es este que yo conozco.

A esto Felismena dio un suspiro y dijo:

-¡Ay, preciado caballero, cómo me tocó en el alma tu pregunta! Has de saber que yo tuve un hermano, que él y yo nacimos de un mismo parto. Siendo de edad de doce años, lo envió mi padre Andronio a la corte del rey de lusitanos, donde estuvo muchos años. Esto es lo que yo sé de él, y lo que una vez conté a Silvano y Selvagia, que son presentes, en la fuente de los alisos, después que libré unas ninfas y maté ciertos salvajes en el prado de los laureles. Después acá no he sabido otra cosa de él, sino que el rey lo envió por capitán en la costa de África, y como yo tanto tiempo ha que ando por el mundo siguiendo mis desventuras, no sé si es muerto ni vivo.

Marcelio entonces no pudo detenerse más, sino que dijo:

-Muerto he sido hasta ahora, hermana Felismena, por haber carecido de tu vista, y vivo de hoy adelante, pues he sido venturoso de verte.

Y diciendo esto, estrecha y amorosamente la abrazó. Felismena, reconociendo el gesto de Marcelio, vio que era aquel mismo que ella desde su niñez tenía pintado en la memoria y cayó luego en la cuenta que era su propio hermano. Fue grande el regocijo que pasó entre los hermanos y cuñado, y grande el placer que sintieron Silvano y las pastoras de verlos tan contentos. Allí se dijeron amorosas palabras, allí se derramaron tristes lágrimas, allí se hicieron muchas preguntas, allí se prometieron esperanzas, allí se hicieron determinaciones, y se hablaron e hicieron cosas de mucho descanso. Gastaron en esto larga una hora, y aun era poco según lo mucho que, después de tan larga ausencia, tenían que tratar. Mas para mejor y con más sosiego entender en ello, se asentaron en aquel pradecillo, bajo de unos sauces cuyos entretejidos ramos hacían estancia sombría y deleitosa, defendiéndolos del radiante sol que ya con algún ardor asomaba por el hemisferio.

En tanto que Marcelio, don Félix, Felismena, Silvano y las pastoras entendían en lo que tengo dicho, al otro cabo del jardín, junto a la fuente estaban, como tengo dicho, Eugerio, Polidoro, Alcida y Clenarda. Alcida aquel día había dejado las ropas de pastora por mandado de Felicia, vistiéndose, aderezándose ricamente, con los vestidos y joyeles que para ello le mandó dar. Pues como allí estuviesen también Sireno, Montano, Arsileo y Belisa cantando y regocijándose, holgaban mucho Eugerio y sus hijos de escucharlos. Y lo que más les contentó fue una canción que Sireno y Arsileo cantaron, el uno contra y el otro en favor de Cupido. Porque cantaron con más voluntad, con esperanza de una copa de cristal que Eugerio al que mejor pareciese había prometido. Y así Sireno, al son de su zampoña, y Arsileo, de un rabel, comenzaron de este modo:


 
SIRENO.
ARSILEO.

SIRENO

ArribaAbajo   Ojos, que estáis ya libres del tormento
con que mi estrella pudo embelesaros,
¡oh, alegre, oh, sosegado pensamiento!,
¡oh, esquivo corazón!, quiero avisaros
que pues le dio a Diana descontento  5
veros, pensar en vos y bien amaros,
vuestro consejo tengo por muy sano
de no mirar, pensar ni amar en vano.

ARSILEO

   Ojos, que mayor lumbre habéis ganado
mirando el sol que alumbra en vuestro día,  10
pensamiento en mil bienes ocupado,
corazón, aposento de alegría,
si no quisiera verme, ni pensado
hubiera en me querer Belisa mía,
tuviera por dichosa y alta suerte  15
mirar, pensar y amar hasta la muerte.

Ya quería Sireno replicar a la respuesta de Arsileo, cuando Eugerio le atajó y dijo:

-Pastores, pues habéis de recibir el premio de mi mano, razón será que el cantar sea de la suerte que a mí más me contenta. Canta tú primero, Sireno, todos los versos que tu Musa te dictare, y luego tú, Arsileo, dirás otros tantos o los que te pareciere.

-Plácenos -dijeron.

Y Sireno comenzó así:



ArribaAbajo   Alégrenos la hermosa primavera,
vístase el campo de olorosas flores
y reverdezca el valle, el bosque y prado.
Las reses enriquezcan los pastores,
el lobo hambriento crudamente muera,  5
y medre y multiplíquese el ganado.
El río apresurado
lleve abundancia siempre de agua clara,
y tú, fortuna avara,
vuelve el rostro de crudo y variable  10
muy firme y favorable,
y tú, que los espíritus engañas,
maligno amor, no aquejes mis entrañas.

   Deja vivir la pastoril llaneza
en la quietud de los desiertos prados,  15
y en el placer de la silvestre vida
descansen los pastores descuidados,
y no pruebes tu furia y fortaleza,
en el alma35 simple, flaca y desvalida.
Tu llama está encendida  20
en las soberbias cortes, y entre gentes
bravosas y valientes;
y para que, gozando un dulce olvido,
descanso muy cumplido
me den los valles, montes y campañas,  25
maligno amor, no aquejes mis entrañas.

   ¿En qué ley hallas tú que esté sujeto
a tu cadena un libre entendimiento,
y a tu crueldad un alma descansada?
En quien más huye tu áspero tormento,  30
haces, inicuo amor, más crudo efecto36.
¡Oh, sinrazón jamás acostumbrada!
¡Oh, crueldad sobrada!
¿No bastaría, amor, ser poderoso
sin ser tan riguroso?  35
¿No basta ser señor, sino tirano?
¡Oh, niño ciego y vano!,
¿por qué bravo te muestras y te ensañas
con quien te da su vida y sus entrañas?

   Recibe engaño y torpemente yerra  40
quien dios te nombra, siendo cruda llama,
ardiente, embravecida y furiosa.
Y tengo por más simple el que te llama
hijo de aquella Venus, que en la tierra
fue blanda, regalada y amorosa.  45
Y a ser probada cosa
que ella pariese un hijo tan maligno37,
yo digo y determino
que en la ocasión y causa de los males
entrambos sois iguales:  50
ella, pues te parió con tales mañas,
y tú, pues tanto aquejas las entrañas.

   Las mansas ovejuelas van huyendo
los carniceros lobos, que pretenden
sus carnes engordar con pasto ajeno.  55
Las benignas palomas se defienden
y se recogen todas en oyendo
el bravo son del espantoso trueno.
El bosque y prado ameno,
si el cielo el agua clara no le envía,  60
la pide a gran porfía,
y a su contrario cada cual resiste;
solo el amante triste
sufre tu furia y ásperas hazañas,
y deja que deshagas sus entrañas.  65

   Una pasión que no puede encubrirse
ni puede con palabras declararse,
y un alma entre temor y amor metida,
un siempre lamentar sin consolarse,
un siempre arder y nunca consumirse,  70
y estar muriendo y no acabar la vida,
una pasión crecida
que pasa el que bien ama estando ausente,
y aquel dolor ardiente
que dan los tristes celos y temores,  75
estos son los favores,
amor, con que las vidas acompañas,
perdiendo y consumiendo las entrañas.

Arsileo, acabada la canción de Sireno, comenzó a tañer su rabel, y después de haber tañido un rato, respondiendo particularmente a cada estanza de su competidor, cantó de esta suerte:



ArribaAbajo   Mil meses dure el tiempo que colora
matiza y pinta el seco y triste mundo,
renazcan yerbas, hojas, frutas, flores,
el suelo estéril hágase fecundo.
Eco, que en las espesas silvas mora,  5
responda a mil cantares de pastores.
Revivan los amores
que el enojoso invierno ha sepultado,
y porque en tal estado
mi alma tenga toda cumplimiento  10
de gozo y de contento,
pues las fatigas ásperas engañas,
benigno amor, no dejes mis entrañas.

   No presumáis, pastores, de gozaros
con cantos, flores, ríos, primaveras,  15
si no está el pecho blando y amoroso.
¿A quién cantáis canciones placenteras?
¿A qué sirve de flores coronaros?
¿Cómo os agrada el río caudaloso
ni el tiempo deleitoso?  20
Yo a mi pastora canto mis amores
y le presento flores,
y asentado par de ella en la ribera
gozo la primavera.
Y pues son tus dulzuras tan extrañas,  25
benigno amor, no dejes mis entrañas.

   La sabia antigüedad dios te ha nombrado
viendo que con supremo poderío
siempre ejecutas hechos milagrosos.
Por ti está un corazón ardiente y frío,  30
por ti se muda el torpe en avisado,
por ti los flacos tornan animosos.
Los dioses poderosos,
en aves y alimañas convertidos,
y reyes sometidos  35
a la fuerza de un gesto y de unos ojos
han sido los despojos
de tus proezas e ínclitas hazañas
con que conquistas todas las entrañas.

   Vivía en otro tiempo en gran torpeza  40
con simple y adormido entendimiento
en codiciosos tratos ocupado.
Del dulce amor no tuve sentimiento,
ni en gracia, habilidad y gentileza
era de las pastoras alabado.  45
Agora coronado
estoy de mil victorias alcanzadas
en luchas esforzadas,
en tiros de la honda muy certeros
y en cantos placenteros,  50
después que tú ennobleces y acompañas,
benigno amor, mi vida y mis entrañas.

   ¿Qué mayor gozo puede recibirse
que estar la voluntad de amor cautiva,
y a él los corazones sometidos?  55
Que aunque algunos ratos se reciba
algún simple disgusto, ha de sufrirse
a vueltas de mil bienes escogidos.
Si viven afligidos
los tristes sin ventura enamorados,  60
de estar atormentados,
echen la culpa al tiempo y la fortuna,
y no den queja alguna
contra ti, amor, que con benignas mañas
tiernas y blandas haces las entrañas.  65

   Mirad un gesto hermoso y lindos ojos
que imitan dos clarísimas estrellas
que al alma envían lumbre esclarecida;
el contemplar la perfección de aquellas
manos, que dan destierro a los enojos,  70
de quien en ellas puso gloria y vida;
y la alegría crecida
que siente el que bien ama y es amado;
y aquel gozo sobrado
de tener mi pastora muy contenta,  75
lo tengo en tanta cuenta,
que, aunque a veces te arrecias y te ensañas,
amor, huelgo que estés en mis entrañas.

A todos generalmente fueron muy agradables las canciones de los pastores. Pero viniendo Eugerio a dar el prez al que mejor había cantado, no supo tan presto determinarse. Apartó a una parte a Montano para tomar su voto, y lo que a Montano le pareció fue que tan bien había cantado el uno como el otro. Vuelto entonces Eugerio a Sireno y Arsileo, les dijo:

-Habilísimos pastores, mi parecer es que fuistes iguales en la destreza y sin igual en todas estas partes, y aunque el antiguo Palemón resucitase, no hallaría mejoría entre vuestras habilidades. Tú, Sireno, eres digno de la copa de cristal, y tú también, Arsileo, la mereces. De manera que sería haceros agravio señalar a nadie vencedor ni vencido. Pues resolviéndome con el parecer de Montano, digo que tú, Sireno, tomes la copa cristalina, y a ti, Arsileo, te doy esta otra de calcedonia, que no vale menos. A entrambos os doy copas de un mismo valor, entrambas de la vajilla de Felicia y a mí por su liberalidad presentadas.

Los pastores quedaron muy satisfechos del prudente juicio y de los ricos premios del liberal Eugerio, y por ello le hicieron muchas gracias. A esta sazón Alcida, acordándose del tiempo pasado, dijo:

-Si el error que tanto tiempo me ha engañado hasta ahora durara, no consintiera yo que Arsileo llevara premio igual con el de Sireno. Mas ahora estoy libre de él y cautiva del amor de Marcelio, mi esposo. Por la pena que me da su ausencia, estoy bien con lo que cantó Sireno, y, por el deleite que espero, alabo la canción de Arsileo. Mas, ¡ay, descuidado Sireno!, guarda no sean las quejas que tienes de Diana semejantes a las que tuve yo de Marcelio, porque no te pese, como a mí, del aborrecimiento.

Sonriose a esto Sireno y dijo:

-¿Qué más justas quejas se pueden tener de una pastora que después de haberme dejado por tomar un desastrado marido?

Respondió entonces Alcida:

-Harto desastrado ha sido él después que a mí me vio, y porque viene a propósito, quiero contarte lo que ayer, estorbada por Felicia, no pude decirte cuando hablábamos en las cosas de Diana. Y esto a fin que deseches el olvido, sabiendo la desventura que mi desamor le causó al malaventurado Delio. Ya te dije cómo estuve hablando y cantando con Diana en la fuente de los alisos, y cómo llegó allí el celoso Delio, y luego tras él, en hábito de pastor, el congojado Marcelio, de cuya vista quedé tan alterada que di a huir por una selva. Lo que después me aconteció fue que, cuando llegué a la otra parte del bosche, sentí de muy lejos una voz que decía muchas veces: «¡Alcida, Alcida, espera, espera!». Pensé yo que era Marcelio, que me seguía, y por no ser alcanzada, con más ligera corrida iba huyendo. Pero por lo que después sucedió, supe que era Delio, marido de Diana, que tras mí corriendo venía. Porque como yo de haber corrido mucho, viniese a cansarme, hube de ir tan a espacio que llegó en vista de mí. Conocile y pareme para ver lo que quería, no pensando la causa de su venida, y él cuando me estuvo delante, fatigado del camino y turbado de su congoja, no pudo hablarme palabra. Al fin, con torpes y desbaratadas razones me dijo que estaba enamorado de mí, y que le quisiese bien, y no sé qué otras cosas me dijo, que mostraron su poco caudal. Yo reíme de él, a decir la verdad, y con las razones que supe decirle, procuré de consolarlo y hacerle olvidar su locura, pero nada aprovechó, porque cuanto más le dije, más loco estaba. Por mi fe te juro, pastor, que no vi hombre tan perdido de amores en toda mi vida. Pues como yo prosiguiese mi camino y él siempre me siguiese, llegamos juntos a una aldea que una legua de la suya estaba, y como allí viese mi aspereza y le desamparase del todo la esperanza, de puro enojo adoleció. Fue hospedado allí por un pastor que lo conocía, el cual luego en la mañana dio aviso a su madre de su enfermedad. Vino la madre de Delio con gran congoja y mucha presteza, y halló su hijo que estaba abrasándose con una ardentísima calentura. Hizo muchos llantos y le importunó le dijese la causa de su dolencia, pero nunca quiso dar otra respuesta, sino llorar y suspirar. La amorosa madre con muchas lágrimas le decía: «¡Oh, hijo mío! ¿Qué desdicha es esta? No me encubras tus secretos, mira que soy tu madre, y aun podrá ser que sepa de ellos algo. Tu esposa me contó anoche que en la fuente de los alisos la dejaste, yendo tras no sé qué pastora; dime si nace de aquí tu mal, no tengas empacho de decirlo; mira que no puede bien curarse la enfermedad, si no se sabe la causa de ella. ¡Oh, triste Diana!, tú partiste hoy para el templo de Felicia por saber nuevas de tu marido, y él estaba más cerca de tu lugar, y aun más enfermo de lo que pensabas!». Cuando Delio oyó las palabras de su madre, no respondió palabra, sino que dio un gran suspiro, y de entonces se dobló su dolor, porque antes solo el amor le aquejaba, y entonces fue de amor y celos atormentado. Porque como él supiese que tú, Sireno, estabas aquí en casa de Felicia, oyendo que Diana era venida acá, temiendo que reviviesen los amores pasados, vino en tanta frenesía y se le arreció el mal de tal manera que, combatido de dos bravísimos tormentos, con un desmayo acabó la vida, con mucho dolor de su triste madre, parientes y amigos. Yo cierto me dolí de él por haber sido causa de su muerte, pero no pude hacer más por lo que a mi contento y honra convenía. Sola una cosa mucho me pesa y es que, ya que no le hice buenas obras, no le di a lo menos buenas palabras, porque por ventura no viniera en tal extremo. En fin, yo me vine acá, dejando muerto al triste y a sus parientes llorando, sin saber la causa de su dolencia. Esto te dije a propósito del daño que hace un bravo olvido, y también para que sepas la viudez de tu Diana, y pienses si te conviene mudar intento, pues ella mudó el estado. Pero espántome, que, según la madre de Delio dijo, Diana partió ayer para acá y no veo que haya llegado.

Atento estuvo Sireno a las palabras de Alcida, y como supo la muerte de Delio, se le alteró el corazón. Allí hizo gran obra el poder de la sabia Felicia, que, aunque allí no estaba, con poderosas yerbas y palabras, y por muchos otros medios, procuró que Sireno comenzase a tener afición a Diana. Y no fue gran maravilla, porque los influjos de las celestes estrellas tanto a ello le inclinaban que pareció no ser nacido Sireno sino para Diana, ni Diana sino para Sireno.

Estaba la sapientísima Felicia en su riquísimo palacio, rodeada de sus castas ninfas, obrando con poderosos versos lo que a la salud y remedio de todos estos amantes convenía. Y como vio desde allí con su sabiduría que ya los engañados Montano y Alcida habían conocido su error, y el esquivo Sireno se había ablandado, conoció ser ya tiempo de rematar los largos errores y trabajos de sus huéspedes con alegres y no pensados regocijos. Saliendo de la suntuosa casa en compañía de Dórida, Cintia, Polidora y otras muchas ninfas, vino al amenísimo jardín, donde los caballeros, damas, pastores y pastoras estaban. Los primeros que allí vio fueron Marcelio, don Félix, Felismena, Silvano, Selvagia, Diana e Ismenia, que a la una parte del vergel en el pradecillo, como dije, junto a la puerta principal estaban asentados. En ver llegar la venerable dueña todos se levantaron y le besaron las manos, donde tenían puesta su esperanza. Hízoles ella benigno recogimiento y señaloles que la siguiesen, y ellos lo hicieron de voluntad. Felicia, seguida de la amorosa compañía, atravesando todo el jardín, que grandísimo era, vino a la otra parte de él, a la fuente donde Eugerio, Polidoro, Alcida, Clenarda, Sireno, Arsileo, Belisa y Montano estaban. Alzáronse todos en pie por honra de la sabia matrona, y cuando Alcida vio a Marcelio, Sireno a Diana, y Montano a Ismenia, se quedaron atónitos, y les pareció sueño o encantamiento, no dando crédito a sus mismos ojos. La sabia, mandando a todos que se asentasen, mostrando querer hablar cosas importantes, sentada en medio de todos ellos en un escaño de marfil, habló de esta manera:

-Señalado y hermoso ayuntamiento, llegada es la hora que determino daros a todos de mi mano el deseado contentamiento, pues a ese fin por diferentes medios y caminos os hice venir a mi casa. Todos estáis aquí juntos, donde mejor podré tratar lo que a vuestra vida satisface. Por eso yo os ruego que os contentéis de mi voluntad y obedezcáis a mis palabras. Tú, Alcida, quedaste de tu sospecha desengañada por relación de tu hermana Clenarda. Conocido tenía que, después que desechaste aquel cruel aborrecimiento, sentías mucho estar ausente de Marcelio. Ofrecite que esta ausencia no sería larga, y ha sido tan corta, que al tiempo que de ella te me quejabas, estaba ya Marcelio en mi casa. Ahora lo tienes delante, tan firme en su primera voluntad que, si a ti placerá, y a tu padre y hermanos les estará bien, se tendrá por dichoso de efectuar contigo el prometido casamiento; el cual, allende que por ser de tan principales personas, ha de dar grande regocijo, lo dará más cumplido a causa de la hermana Felismena, que Marcelio después de tantos años halló en mi casa. Tú, Montano, de la misma Silveria, que te engañó, quedaste avisado de tu error. Llorabas por haber perdido tu mujer Ismenia; ahora viene a vivir en tu compañía y a dar consuelo a tu congoja, después que por toda España con grandes peligros y trabajos te ha buscado. Falta ahora que te dé remedio, hermosa Diana. Mas para ello quiero primero avisarte de lo que Sireno y algunos de estos pastores por relación de Alcida saben, aunque sea cuento que ha de lastimar tu corazón. Tu marido Delio, hermosa pastora, como plugo a las inexorables Parcas, acabó sus días. Bien conozco que tienes alguna razón de lamentar por él, pero en fin todos los hombres están obligados a pagar este tributo; y lo que es tan común no debe a nadie notablemente fatigar. No llores, hermosa Diana, que me rompes las entrañas en verte derramar esas dolorosas lágrimas; enjuga ahora tus ojos y consuela ahora tu dolor. No vistas ropas de luto ni hagas sobrado sentimiento, porque en esta casa no se sufre largo ni demasiado llanto, y también porque mejor ventura de la que tenías te tiene el cielo guardada. Y pues a lo hecho no se puede dar remedio, a tu prudencia toca ahora olvidar lo pasado, y a mi poder conviene dar orden en lo presente. Aquí está tu amador antiguo, Sireno, cuyo corazón, por arte mía y por la razón que a ello le obliga, está tan blando y mudado de la pasada rebeldía, como es menester para que sea contento de casarse contigo. Lo que te ruego es que obedezcas a mi voluntad, en cosa que tanto te conviene, porque aunque parezca hacer agravio al marido muerto casarse tan prestamente, por ser cosa de mi mano y haber intervenido en ella mi decreto y autoridad, no será tenida por mala. Y tú, Sireno, pues comenzaste a dar lugar en tu corazón al loable y honesto amor, acaba ya de entregarle tus entrañas, y efectúese este alegre y bien afortunado casamiento, al cumplimiento del cual son todas las estrellas favorables. Todos los restantes que en este deleitoso jardín tenéis aparejo de contentamiento, alegrad vuestros ánimos, moved regocijados juegos, tañed los concertados instrumentos, entonad apacibles cantares y entended en agradables conversaciones por honra y memoria de estos alegres desengaños y venturosos casamientos.

Acabada la razón de la sabia Felicia, todos fueron muy contentos de hacer su mandado, pareciéndoles bien su voluntad y maravillándose de su sabiduría. Montano tomó por la mano a su mujer Ismenia, juzgándose entrambos dichosos y bienaventurados; y entre Marcelio y Alcida, y Sireno y Diana fue al instante solemnizado el honesto y casto matrimonio con la firmeza y ceremonia debida. Los demás, alegres de los felices acontecimientos, movieron grandes cantos. Entre los cuales Arsileo, por la voluntad que a Sireno tenía y por la amistad que había entre los dos, al son de su rabel cantó en memoria del nuevo casamiento de Sireno lo siguiente:




Versos franceses


ArribaAbajo   De flores matizadas se vista el verde prado,
retumbe el hueco bosque de voces deleitosas,
olor tengan más fino las coloradas rosas,
floridos ramos mueva el viento sosegado,
el río apresurado  5
sus aguas acreciente,
y pues tan libre queda la fatigada gente
del congojoso llanto,
moved, hermosas ninfas, regocijado canto.

   Destierre los nublados el prefulgente día,  10
despida el alma triste los ásperos dolores,
esfuercen más sus voces los dulces ruiseñores,
la fuente pura y clara señale su alegría;
y pues por nueva vía
con firme casamiento  15
de un desamor muy crudo se saca un gran contento,
vosotras, entretanto,
moved, hermosas ninfas, regocijado canto.

   ¿Quién puede hacer mudarnos la voluntad constante
y hacer que el alma trueque su firme presupuesto?  20
¿Quién puede hacer que amemos aborrecido gesto
y el corazón esquivo hacer dichoso amante?
¿Quién puede a su talante
mandar nuestras entrañas,
sino la gran Felicia, que obrado ha más hazañas  25
que la tebana Manto?
Moved, hermosas ninfas, regocijado canto.

   Casados venturosos, el poderoso cielo
derrame en vuestros campos influjo favorable,
y con dobladas crías en número admirable  30
vuestros ganados crezcan cubriendo su ancho suelo.
No os dañe el crudo hielo
los tiernos chivaticos,
y tal cantidad de oro os haga entrambos ricos
que no sepáis el cuánto.  35
Moved, hermosas ninfas, regocijado canto.

   Tengáis de dulce gozo bastante cumplimiento
con la progenie hermosa que os salga parecida.
Más que el antiguo Néstor tengáis larga la vida
y en ella nunca os pueda faltar contentamiento.  40
Moviendo tal concento
por campos y encinales
que ablande duras peñas, y a fieros animales
cause crecido espanto.
Moved, hermosas ninfas, regocijado canto.  45

   Remeden vuestras voces las aves amorosas,
los ventecicos suaves os hagan dulce fiesta,
alégrese con veros el campo y la floresta,
y os vengan a las manos las flores olorosas,
los lirios y las rosas,  50
jazmín y flor de Gnido,
la madreselva hermosa y el arrayán florido,
narciso y amaranto.
Moved, hermosas ninfas, regocijado canto.

   Concorde paz os tenga contentos muchos años  55
sin ser de la rabiosa sospecha atormentados,
y en el estado alegre viváis tan reposados
que no os cause recelo fortuna y sus engaños.
En montes más extraños,
tengáis nombre famoso,  60
mas porque el ronco pecho tan flaco y temeroso
repose agora un cuanto,
dad fin, hermosas ninfas, al deleitoso canto.

Al tiempo que Arsileo acabó su canción, se movió tan general regocijo que los más angustiados corazones alegrara. Comenzaron las deleitosas canciones a resonar por toda la huerta, los concertados instrumentos levantaron suave armonía, y aun parecía que los floridos árboles, el caudaloso río, la amena fuente y las cantadoras aves de aquella fiesta se alegraban. Después que buen rato se hubieron empleado en esto, pareciéndole a Felicia ser hora de comer, mandó que allí a la fuente donde estaban se trajese la comida. Luego las ninfas obedeciéndole proveyeron lo necesario, y puestas las mesas y aparadores a la sombra de aquellos árboles, sentados todos conforme al orden de Felicia, comieron, servidos de sabrosas y delicadas viandas, en vasos de muchísimo valor. Acabada la comida, tornando al comenzado placer, hicieron las fiestas y juegos que en el siguiente libro se dirán.


 
 
FIN DEL LIBRO CUARTO
 
 


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