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Prólogo a Acerca de la imagen poética en «Los animales»

José Manuel González Herrán





He aquí un libro de imágenes. Dos artistas, cada uno con el instrumento que su arte le ofrece, nos dan su visión, su interpretación de once animales. Gallo, tortuga, araña, conejo, caballo, gato, vaca, pez, hormiga, tigre, víbora, se muestran aquí a través de imágenes.

La ocasión puede ser oportuna para exponer algunas reflexiones acerca de la imagen, como recurso específico de la lengua poética; y, en general, de las de este bello libro de José Luis Hidalgo.

Parto de esa concepción psicologista de la poesía que subyace en las teorías de Carlos Bousoño. Y concuerdo con él en aceptar la definición sumaria de Vicente Aleixandre «Poesía es comunicación». En efecto, el lenguaje poético es, ante todo, lenguaje, y como tal consiste básicamente en un sistema de signos de comunicación. Pero un sistema que presenta unas características peculiares, que lo singularizan entre los diversos lenguajes posibles. No voy a explicar aquí cuáles serían esas características, pero sí una que, a mi juicio, está en la base de la comunicación poética. Como en todo mensaje, ésta se establece en el momento en que hay una identificación entre lo dicho por el emisor y lo entendido por el receptor; ello es posible en la medida en que ambos utilicen un código de mensaje común. Pues bien, la palabra poética, en definitiva, no es otra cosa que una especial percepción de la realidad (entendidos bajo este término no solo lo «real» propiamente dicho, sino lo creado por la imaginación poética); realidad que el poeta trata de expresar de un modo tal que el lector sea capaz de reconstruirla, identificarla, en su mente. Si, ante una situación determinada (real o ficticia) el poeta experimenta (o imagina) una sensación de desamparo, habrá comunicación poética en la medida en que, al leer sus versos, el receptor del mensaje poético pueda experimentar la misma sensación. Dicho así, parecería que la poesía, como sistema especial de comunicación, carece de sentido. Pues si el verso dice «me siento solo», es obvio que el lector interpretará cabalmente esa sensación de soledad. Pero es sabido que la palabra por su uso constante y utilitario se ha descargado de alguna parte de su valor expresivo (que no comunicativo), por lo que, aunque el lector de esa hipotética expresión interpretase la sensación de soledad, no es fácil que captase todas las connotaciones que el poeta quisiera expresar con su lamento de solitario. Y, por otra parte, todos sabemos que hay realidades, situaciones, sensaciones que resultan inefables. A pesar de lo cual el poeta, el poeta de verdad, logra mediante la palabra expresar esa inefabilidad y comunicársela al lector. Tanto lo uno (comunicar en su densa complejidad una determinada realidad), como lo otro (expresar lo inefable) lo logra la poesía con el único medio de que dispone la palabra.

Sé que estoy simplificando mucho. No me importa si con ello logro que se siga (aunque no se acepte totalmente) mi razonamiento; el cual, tras algún rodeo, espero que nos conduzca a donde quería a la imagen hidalguiana en Los animales.

El poeta, si lo es, no lo es sólo por su especial dominio de un vocabulario, de una habilidad lingüística, de una técnica en suma. Básicamente requiere, una peculiar sensibilidad, una agudeza de percepción que le hace descubrir facetas insólitas en la realidad; o bien, como antes hemos apuntado, crear una realidad propia (sea a partir de los sensible o puramente fantástica); todo ello expresable mediante la palabra.

Ahora bien, ésta, como tal, aislada, carece de las posibilidades expresivas que el poeta precisa en ella; dulzura, tronco, beso, ayer... son términos de limitada carga expresiva. De ahí que el arte de la poesía, entre otras, exija la habilidad de saber conjuntar las palabras, de situarlas en unas determinadas posiciones en el verso, aprovechando la contigüidad de los términos, los valores del ritmo, la reiteración o el contraste, etc., para conseguir que esa limitada capacidad expresiva se vaya dilatando, de modo que, para el lector, el término se cargue de unas resonancias que son precisamente las que hacen posible la comunicación buscada.

Para ello -y aquí está la concepción psicológica que arriba mencioné- poeta y lector se basan en una de las manifestaciones de lo que la psicología llama «asociación de ideas». Afortunadamente, los significados de las palabras no son cantidades precisas, cuya suma también lo sea. De modo que la expresión lorquiana «un rubor de frenesí manchado» no equivale a rubor más frenesí más manchado, sino a algo que trasciende -a partir de ellos mismos- los significados de los tres términos de la expresión, creando una nueva realidad innombrable en cuanto tal, pero que el lector puede intuir -por asociación de ideas- a partir del significado de aquellas tres palabras.

Por supuesto que en la base de estas simplificaciones teóricas está toda una poética codificada por la ciencia retórica (con su amplia gama de figuras de dicción y de pensamiento: metáforas, metonimias, sinestesias,...) y, de otra parte, una serie de escuelas poéticas (Gongorismo, Simbolismo, Creacionismo, Surrealismo, etc.) cuyas experimentaciones han hecho posibles estos logros expresivos. Mas no creo imprescindible revisar ahora toda esta teoría o historia para captar lo que, en definitiva, no es más que una justificación de la imagen poética. La cual, si no parece demasiado exagerado, me atrevería a proclamar como la base de todo el lenguaje poético.

Entiendo por imagen más o menos lo que Dámaso Alonso, dicho a mi manera, es la imagen la relación poética que se establece entre dos o más términos que aluden a realidades sensibles o inteligibles, que no están ni necesaria ni lógicamente relacionadas. La imagen poética cumple su función comunicativa cuando la asociación de ideas en que se basa (la relación entre los términos que la integran) se reproduce de modo equivalente en el receptor del mensaje poético. Dicho de otro modo la comunicación poética sería la reproducción en el receptor, mediante las imágenes poéticas, de las mismas sensaciones -percepciones o sensaciones- elaboradas por el poeta. Y ello se cumple de modo diáfano en los versos de Los animales, como quisiera mostrar.

Para ello es preciso otro rodeo, este menor y en torno al propio libro. Como ha escrito muy acertadamente Ricardo Blanco, este pequeño bestiario «no está tratado con un criterio meramente descriptivo, a la manera realista, pues con frecuencia se pretende captar la esencia anímica del animal, acertando a menudo a equilibrar la descripción con la interpretación». En efecto, creo que es evidente que lo que el poeta quería captar y mostrar era lo esencial de cada uno de esos animales; no un gallo, una araña o una tortuga, sino El Gallo, La Araña, La Tortuga, cada animal recién creado, en el momento en que recibe su nombre. Ese nombre que, como sucede en el pensamiento mágico, es precisamente el que da la vida.

Y es aquí donde se enlazan los dos caminos que me he trazado en este razonamiento. Porque cuando el poeta quiere captar y expresar lo que a su juicio es esencial en cada animal, acude al procedimiento idóneo que la lengua le ofrece la imagen. Pues si esta es como la chispa que produce el insólito contacto entre los términos que la constituyen, a su resplandor se vislumbra en el poema esa esencia buscada.

Dije antes que la eficacia expresiva de la imagen poética radicaba en su capacidad de comunicación, esto es, en que se lograse la identidad (o, cuando menos, la mayor similitud posible) entre lo imaginado por el poeta y lo captado por el lector. Pues bien, ante el asunto elegido para sus poemas, Hidalgo ha sabido darse cuenta de que hay en el pensamiento común -del que participa la mayoría de los lectores, porque en el fondo tiene sus raíces en el pensamiento mágico primitivo- una serie de sensaciones, ideas, imágenes en definitiva, que suelen o pueden ir asociadas a la que tenemos de este o aquel animal. Por lo tanto, al intentar captar lo esencial de los suyos, lo que hace es basarse precisamente en lo que cada uno de ellos sugiere en el pensamiento común, y, dado que esa sensación es en general inefable, o difícilmente expresable con el lenguaje usual, la imagen resulta así el medio idóneo para la expresividad que se persigue.

Tal vez en pocos poemas esto se vea tan claro como en «Vaca» o «Caballo». Parece generalmente admisible que aquella suele despertar sensaciones de tristeza, ternura, etc. (sensaciones muy vinculadas posiblemente al paisaje en el que la imaginamos; o a su proverbial simbolismo materno...). Es admirable cómo Hidalgo ha sabido concentrar toda esa compleja realidad en los doce versos de su poema, sirviéndose para ello de unas imágenes de indiscutible expresividad. O, por lo que se refiere al caballo, es notorio que cuando el poeta destaca en él fundamentalmente dos rasgos, el torrente de su sangre y el vigor genesíaco, está intentando reflejar esa sensación de potencia vital que nos sugiere el animal.

Como se ve en los ejemplos aludidos, esa asociación mental que, repito, obedece al «pensamiento común», se basa más en impresiones que en conceptos. Por eso he hablado de la impresión de potencia o de la de ternura. En otros poemas, la sensación es de algo más difuso, casi inexplicable, pero que la imagen logra expresar mucho mejor que otro medio. Lo podemos comprobar en «Víbora», animal este que, normalmente (por una serie de connotaciones mágico-supersticiosas motivadas evidentemente por su veneno) produce una desagradable impresión, similar a lo que en el habla usual denominamos «dentera» o «grima»; impresión que traducen imágenes como silbido de sangre laminada, rasga el azogue del espejo, la lumbre de una aguja.

La impresión llega a ser más irracional, pero perfectamente aceptable en los versos dedicados al «Gallo»; tal vez su agresividad combativa sea la que justifica algunos de sus más habituales simbolismos; en cualquier caso, creo que esa acumulación de imágenes (gallo rojo, parto, herida, nube de sangre) de los versos iniciales, es absolutamente acertada para expresar esa impresión, que aunque irracional no nos resulta gratuita.

Esto nos plantea una cuestión cardinal en cuanto a la imagen hidalguiana en Los animales: su racionalidad o irracionalidad. El hecho de que la percepción sea acertada o rigurosa, no impide que en la imagen el componente irracional tenga un peso notable. Más aún; no sería desacertado decir que gran parte de su eficacia expresiva se basa precisamente en el hecho de que en el pensamiento común que la justifica, la muy probable raíz mágica supone un claro componente irracional. Solo voy a fijarme en un ejemplo: leamos los tres versos finales de «Hormiga». Creo arriesgado en todo poema preguntar (y responder) «¿qué quiere decir?». Porque es muy probable que no quiera decir nada concreto; pero sí imaginar y sugerir algo que no es otra cosa que una serie de asociaciones mentales, irracionales pero acertadísimas; el reloj de sol, su gotear de arenillas, el procesional desfile de las hormigas a través de la tierra...

En cambio en otros casos la asociación es completamente racional, casi diríamos científica: no cabe duda de que la tortuga es una especie de fósil viviente; de ahí las asociaciones que las imágenes sugieren: cuevas, caracoles, siglos que pasan poniendo huevos... Y lo mismo cabría decir de la alusión a los antepasados salvajes del gato: vienen de la tristeza oscura de los Látigos / que en una noche negra asolaron la selva. (Imagen que tal vez nos recuerde los antepasados africanos del negro «civilizado» en América).

Pero cualquiera que sea su grado de racionalidad, la mayor parte de las imágenes de los poemas se basa en asociaciones de ideas. No otra cosa es lo que justifica la alusión a las víctimas del tigre, esas gacelas que huyen en sus pupilas (como en los ojos del conejo tiembla una hierba, o en los del gato vislumbramos pájaros muertos, o peces acribillados en sus garras...). Y, asociación basada en el contraste de los opuestos, el poema «Pez» se cierra con ese grito de Arriba, no lo sabes, ¡las águilas!

Si se nos preguntase cuál es el rasgo que predomina en estos poemas, no sabríamos decir si la imaginación o la observación. En realidad, puesto que no son excluyentes, de ambas hace gala el poeta. No en vano era un artista, un pintor habituado a la observación cuidadosa de la realidad que plasmaba en sus dibujos; pero también con una extraordinaria imaginación que le ayudaba a percibir una realidad más honda, por debajo de lo aparente. Fijémonos en «Araña»: la observación gráfica del dibujante es lo que hace percibir ese aspecto de garra abierta que tiene la silueta del bicho, esa similitud con el relámpago que dibuja sus rasgos quebrados; pero hay una imaginación poética que descubre por debajo de la garra su descarnado hueso, cuya esperanza de la carne culmina con una imagen que es perfecta formulación de eso que he definido como la chispa que salta entre términos que no debieron juntarse: Tigre o mano ¡vete!

He hablado en lo anterior del Hidalgo dibujante y pintor que hay al lado del poeta de Los animales. Para mí es indudable que estos poemas revelan mejor que otros de su autor su formación y sensibilidad artística. (Y no soy el único en señalarlo: Blasco, Uceda, Rodríguez Alcalde me han precedido en la observación). Ello se aprecia en determinados rasgos de dibujo, color, silueta, perspectiva, que salpican aquí y allí esos «apuntes zoológicos». Pienso -sin hacer un inventario completo- en la tensión que se insinúa (como en los mejores relieves) en los músculos del tigre; en el contraste cromático de esa flor de sangre deshojándose en la nieve de sus dientes; en la silueta melancólica de la vaca dibujándose entre los pelados árboles; en las manchas de color rojo que salpican los ya aludidos versos iniciales de «Gallo».

Poco a poco, estas reflexiones (como si regresasen a su punto de partida) nos han llevado a ese terreno en el que confluyen imagen poética e imagen gráfica, donde el pintor y el poeta se funden. A partir de aquí no queda más que internarse en ese mundo mágico en el que, gracias a versos y dibujos, viven once animales.





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