Prueba de fuego1
José Triana
Las muchas aguas no podrán apagar el amor, ni lo ahogarán los ríos. |
Cantar de los cantares. Capítulo 8, versículo 7. |
Para Flavia y Alain.
-Queridos conciudadanos, o mejor dicho, caballeros, unas cosas marchan detrás o delante o por una orilla casual o por la distante..., bien, no es este el caso de la amistad que se concretiza en partículas errantes, diversas y misteriosas..., que se conforman a paso de buey, y salta a la vista que se manifiesta en un vuelo de mosca o mariposa..., aunque cueste un paquete definirla..., ¿sabemos qué es la amistad? A ver, tú... -señaló a un muchachón de unas veinte primaveras que portaba espejuelos ahumados y se reía del afectado discursillo de nuestro Sócrates improvisado-. Dime, ¿de qué manera ves tú la amistad? ¿Una concurrencia de sensaciones, de intuiciones y de hechos que coinciden en la penumbra? ¿Un enlace accidental, un acuerdo, un juntamiento de precarias intenciones, un...? ¿Qué es, a ciencia cierta, la amistad? ¿Existen los amigos?... ¿O los instantes de amistad? -el hablantín bajó la voz, aciscado de que más allá del grupo lo oyesen- ¿Es amistad lo que une a Lucila y a Araceli? ¿Una señora de «ilustre cuna» (Lucila) puede ser amiga de una antigua sirvienta (Araceli)? ¿De qué razones y sin razones está forjado el metimiento de una en casa de la otra? ¡Dígame!
A este tenor aducía el maestro de escuela, profesor de psicología, René Triunvirato, en el parque, por la madrugada, en la hora propicia a las fabulaciones inopinadas, a sus estudiantes preferidos que galleaban guardándose las espaldas. Él se mantenía impertérrito utilizando artificios o juegos de pirotecnia verbal, de retruécanos, entre bromas y veras, aproximándose al baturrillo de la grosería, conviniendo algunos que una brizna de verdad se detectaba en su enredosa habladuría plagada de digresiones.
El profesor las conocía. Vivían en el mismo barrio, separados por una calle y un solar insalubre. Los unía la discutible tolerancia de ser vecinos, y él se regocijaba con los esporádicos encuentros con Lucila, que, chispeante de agudeza, según él, dejaba caer siempre alguna anécdota sobre los nativos de la ciudad, desbrujando pormenores desagradables, grotescos, frívolos, o floreos sibilinos dosificados de maldad y ternura, acabando en la consabida despedida y en trasmitirle saludos a Araceli.
Continuaba el profesor diciendo que al existir desigualdades y motivaciones abismales en la práctica, por vivir distintos estamentos, esos rituales de la amistad que celebraban juntas servían de paliativos a la soledad, una soledad encasquillada de alguna manera en los huesos, en el alma; que sintiéndose ineptas para analizar las respectivas situaciones en que se encontraban, las condenaba a las dos a un análogo derrotero por vías diferentes.
La paluchería sistemática de Lucila despellejando a la sociedad, que juzgaba insulsa y falta de miras, trabajaba en contra suya, la reducía al entredicho, al menosprecio absoluto. «¿Qué se piensa esa carretillera desaforada? ¿A qué vienen esas pataratas y tonos impropios?» «¿Estamos en cuarentena?» «¡Arriba corazones!» «Que somos insulsos, ¡sí, sí!, que no miramos más allá de nuestras narices, ¡ja, ja!... ¡Bonitas tenemos!», y entre menosprecio y menosprecio se hacía una cuchufleta endiablada de dimes y diretes en sordina que puesta en acción poseía la fuerza de una conmoción, de un temblor de tierra o de un ciclón. Este dispositivo virtual la incitó a que tratara de acercarse al retiro de la Araceli agobiada de tiquismiquis dado su desmedido orgullo racial y la ausencia de amistades. Si antes la recibían con los brazos abiertos las familias pudientes -giraba ella investida de las alas de la gloria, ¡aleluya, aleluya, aleluya!-, al morir Doña Serafina y María Luisa la echaron a un lado con discreción. ¿A quién podía interesarle afianzar el contacto o darle continuidad a los cumplidos establecidos con el objeto de agasajar a las difuntas? No era difícil escuchar en esos ambientes hogareños motes particulares refiriéndose como vagos oleajes a «una virulilla con fama de ganzúa». Es natural que a Araceli estos velados runrunes la herían, la vejaban tan a fondo que se revolvía furiosa entre sus cuatro paredes y enmudecía, considerando esas manifestaciones como una insoportable traición y vejamen, como el nefasto emplasto de la hipocresía humana y, aún más, cuando las empleadas de esas mansiones, mulatas iguales que ella, de la misma triste extracción, antes solidarias, se atrevían a formular sin ningún empacho, en público -¿por quitársela de encima?, ¿por envidia?, ¿mal interpretándola?, ¿o por la simple futilidad de la maldad?- «los aires que ha optado sin ton ni son de gran señorona, idéntica a las occisas, que de ridículas había que zampárselas» o la de la «princesa orillera de un carnaval».
Frente este estado de cosas Araceli creaba una barrera de cristal opaco que la remitía a una reafirmación de su orgullo racial y a embarullarse en los enojosos imprevistos de lo cotidiano; Lucila, a la inversa, prisionera de sí misma, en la medida que desorbitaba su censura, se enmarañaba en su rol de pitonisa o de erinia persiguiendo a los cristianos; y estaban, tanto la una como la otra, predestinadas a ir atando lazos de una extraña fraternidad.
Se deleitaba el profesor René Triunvirato explayando esas arengas y retóricas vulgares, de Pascuas a San Juan, donde entremezclaba el pretendido lenguaje culto con expresiones de patente procedencia popular; y ellos, los estudiantes, se arrobaban con sus elucubraciones traídas y llevadas (que poco esclarecen y sólo son pretextos para farolear sobre los textos seudo psicológicos sin otro lucro que el de cautivar al auditorio abotargado por unos cuantos tragos) y lo acicateaban con preguntas idiotas y pueriles que quedaban revoloteando, sin respuestas, cuya causa mayor se comprobaba a ojo de buen cubero: ahuyentar o matar la grima del aburrimiento.
Esa noche crecía la charlatanería en este chacoteo y se perdía la conciencia del tiempo, y del parque se dieron un brinco a la cervecería Las Cuatro Esquinas, y el corro de los estudiantes se engrosó a la tralla de borrachos baqueteados y algunos que otros maleantes, diversificándose las referencias a las dos féminas (que el abuelo de Lucila o la parentela de Araceli, y de un viraje se desembocaba en el gobierno de Grau San Martín, en la venta de cocaína, en los chivatos, en los asaltos y atracos a mano armada, en los sangrientos atentados en el centro y en los barrios de la capital, en las diatribas de los partidos políticos tradicionales contra la internacional comunista, en la efervescencia popular y demagógica del Partido Ortodoxo del líder Eddy Chibas), con una zarabanda de tergiversaciones y confusiones que lejos de detenerse aumentaron el caudal de la verborrea, de la extravagancia y de los litros de alcohol.
Fastidiado con la bullanga en el bar y que el tema de marras de improviso se le escapaba de las manos y avistando un despiporre incontrolable, el discursante decidió tomar un camino a todas luces hermético abordando la experiencia de Dionisio, la poesía y la vorágine demoníaca que se instala en el creador magnetizado por la fruición de la palabra. Los muchachones, deseosos que continuara su plática inicial, comenzaron a engrifarse:
-¡Caballero, que el relajo sea con orden...! ¡Compostura! ¡La esencia en pomo chiquito!... -dijo circunspecto el René Triunvirato, soplándose la botella de cerveza de un trago-. Les aleccionaba yo que...
Al llegar a este punto se concentró en especular sobre el río, el río Manegua, el río Bayamo y de un río mitológico que ninguno había visto, recreando ese «vaporoso azul, líquido hialino, inasible en su fluencia, en su devenir o murmullo, la vemos azul y no es azul, es un reflejo o espejeo del empíreo... Aproxímese a una tormenta, el gris predominará, gris de metal acerado..., gris o chubasco de negrura...», y habiendo soslayado la cuestión de las dos mujeres, como en un acto de magia, lo retomó con una alusión sorpresiva «aplíquese esto a las criaturas y atestiguamos que somos modificables, en concordancia con los humores, los caracteres, los arcanos de los astros y de las estrellas..., ya Heráclito nos especificaba que no nos bañamos en el mesmo río...», alongando una falsa fraseología filosófica de meterle miedo al susto, repitiendo de carretilla fragmentos del diálogo de Hipias menor.
Encandilados por ese galimatías las carcajadas se redoblaban y el querer empiparse con unas cervezas suplementarias los inclinó a montarse en un coche que los conduciría a la «pocilga de perdición», el bar Las Dos Palmas. El astro celeste y opalescente arrobaba con sus guiños cómplices y el grupo olvidó de plano los tortuosos correveidiles en torno a Lucila y Araceli. El quedar colgado en el aire y a medias el relato en las noches de juerga en el parque Carlos Manuel de Céspedes de Bayamo y en los bares mal afamados, me permite abordar, intentando sondear a paso de cangrejo, como afirmaba René Triunvirato, una relación que por su gratuidad todavía me interesa. Cuento para ello los recuerdos que a veces se evaporan, las confidencias de grandes tiradas de los amigos que frecuentaban el Liceo, y el bar Kukine; las de otros no tan dados a los desbordamientos comunicativos, que se abroquelan en los eufemismos; a varios testigos de escenas diría primordiales de la narración, amigos de Lucila, o los que fueron compañeros de trabajo de Idelfonso y de los familiares de su mujer, agregando mis encuentros fortuitos con la parentela de Araceli, en diferentes sitios de la región oriental y también, pasados muchos años, en La Habana; y, finalmente, sin que haga demasiado esfuerzo, al impulso de la imaginación.
Araceli era una mulata adelantada, avispada y simpática; unos alegaban que fue la criada de María Luisa Flores y Flores; y otros lo desmentían asegurando que sus servicios se concretaban a los de una dama de compañía. Tanto unos como los otros se internaban en enrevesados vericuetos, en una montaña de circunloquios, que nos llevan a un solo punto: Araceli vivía con la familia Flores y Flores desde muy temprana edad. Lo que nos induce a pensar que, en aquella época precisa, en los años 30 de nuestra república, un caso como éste (una niña mestiza de unos seis o siete años, sacada de su medio familiar y de la extrema pobreza e instalada entre gentes que aparentaba una holgura económica), la susodicha criatura estaba destinada a ocupar un sitio no muy católico ni de envergadura.
Tratando de tomar al toro por los cuernos podemos asegurar que servía en los quehaceres de mano en pésimas condiciones en la casa (dispuesta a plegarse, ¡qué otro camino le quedaba!, a los caprichos de la patrona, María Luisa, evidentemente). Más de un testigo puntualiza que cocinaba, hacía las compras, se ocupaba de sus hijos, y de sus impertinencias. Eso de primera y pata, porque quisiera o no, también tenía que soportar los conflictos creados, los desmanes y las excentricidades de Doña Serafina, la casi centenaria madre de María Luisa, que se ufanaba de haber tenido por la riendas y bajo su látigo a cinco esclavos todavía en los años de la República, y veía ahora, plena de alborozo, la llegada de Araceli y de Lucero carne fresca en donde descargar a la buena de Dios, sin ningún prejuicio ni bobería, el concentrado furor secreto y a las claras que tenía contra su hija María Luisa que, como ejército y plaza bien apertrechado, jamás podía rendir. Sobre todo, la pequeña Lucero, de unos cuatro años, era la presa, la esclava del porvenir -no, no debía precipitarse, calma, cautela, Doña Serafina, recuerda los tiempos de los cujazos y latigazos en el barracón, de la fría y clandestina impiedad-, a quien miraba, re-miraba, contemplaba y observaba, dale que dale, viejo, hipnótico caimán, y la niña, desplegando una sutil perspicacia, que sólo los niños poseen, la miraba, la re-miraba, la contemplaba y la observaba con un vigoroso sentimiento de peligro y fastidio. «¿Por qué me cacha la vieja de esa forma? ¿Tengo monos en la cara?», y se deslizaba de una esquina de la mesa a la otra, chupándose el dedo meñique y babeándose el pecho desnudo. Doña Serafina andaba con cien ojos sobre sus gestos y sus muecas de la rabuja. En el instante en que Lucero ocupaba la otra esquina de la mesa, la vieja sabía que eso se repetiría durante años, como si obedeciera a un instinto de conservación, que así sería a lo largo de su existencia, actuaría siempre como subalterna; y ella, Doña Serafina se relamía de gusto, eso le permitiría tirarle el lazo igual que a una bestia en pleno campo soleado, le ofrecía la gozosa posibilidad de constatar que obedecería, aunque refunfuñara de bocona, obedecería, sin querer, atraída, seducida por su imagen pétrea.
Si en broma, Araceli, mascullaba, de cuando en cuando, que vivía «en un invariable zafarrancho de combate», agreguémosle los asuntos inopinados y nada fáciles de digerir del supuesto patrón, cónyuge de María Luisa -primo de doble consanguinidad-, el debilucho José Fernando Flores, pues no faltaban horas en que no tuviera que enfrentarse a las miserias de sus enfermedades, entre ellas, las ciáticas y la artrosis que lo dejaban inmovilizado durante semanas, las perpetuas incontinencias de la orina, las eczemas como una especie rara de padecimiento cutáneo crónico que aparecía y desaparecía extrañamente.
Para los que creían a pie juntillas las parajerías de María Luisa, Araceli era su hija de crianza, su niña mimada, su dama de compañía, y por derecho propio la heredera directa -idéntica a Guillermito, el primogénito de los cinco hijos-, que gozaba, según ella, de todos los créditos habidos y por haber de la familia, enfrentándose a los deseos de su frenética madre y de su inestable padre. Infinidades de discusiones hubieron en torno a este caso genérico y los opositores se dieron de cabeza frente a los tronantes razonamientos y disposiciones de la terca y totalitaria María Luisa. Su marido, en más de una ocasión, se mantenía a buen recaudo y durante meses rara vez insistía, sin saberse exactamente qué pensaba, en el abstracto balbuceo, la incoherencia y el circunloquio.
Todo lo contrario de Doña Serafina que se oponía por principio a los dictámenes de su hija -quién era ella para orquestar el futuro, «una negra, Dios mío, una negra, el colmo, la vesania»- y alzaba la voz al tremor de las injurias, de los portazos, de los desmayos y de los fulminantes ataques de histeria que en un decir Jesús la llevaban en brazos al despacho del plácido Dr. Cárdenas, el médico de cabecera de la familia. «¡Abstrusa, desmedida! ¡No es uno ni otro, son todos! ¡Déjate de favoritismos!», repetía cuando la llevaban en andas. «¡Pelandusca, garduña, pelagatos!». El galeno, sin tener una idea clara de lo sucedido, trataba por todos los medio de calmarla. Imposible. Ni aún enjaretándole las pastillas o las inyecciones sedativas para apaciguar a un caballo lograba su propósito.
Estas disensiones, gratuitas que lindaban en la demencia, en lugar de aminorarse, se mantenían en una tal efervescencia que parecían rituales alucinados. Por un sí o por un no se sacaban los trapos sucios a todo tren, la madre como la hija. «Esa vieja hipócrita y ladina», vituperaba la hija, «asesina y cuatrera de la época de los bijiritas, conmigo que se ponga al buen vivir» La madre, entonces, en revancha, se arrinconaba en el desván y se alargaba en una sarta de salmodias injuriosas, como «de chiquita, puta como una perra ruina, más de una vez su padre, mi bendito marido, tuvo que sacarla de una casa de putas», y seguía en sus improperios como alucinada. Las dos mentían desarboladamente con el objeto de mostrar quién era la más fuerte.
Don José Fernando, frente a eso, vivía en un estado catatónico, ya lo había anotado al principio, no abría la boca, y se acogía al sentimiento de que lo invadía una parálisis de la voluntad y de la movilidad de las piernas y brazos ¡y ay de que hiciera cualquier manifestación!, dos panteras le saltaban al cuello, demoledoras, desgañitadas, y la casa se convertía sistemáticamente en un polvorín.
Como es natural, había momentos de tregua. En ellos las dos contendientes usaban las mayores galas del afectos (¿fingidos o ciertos?). María Luisa hacía chistes en un tono confidencial desusado sobre su infancia y su juventud. Doña Serafina lucía un humor que nadie había previsto durante años y se regocijaba contando anécdotas de su tatarabuela y sus complicidades con el viejo maquinista del tren de Jobabo. A la hora de jugar con los niños se investían por completo, llegando a divertirse, inventando disfraces y muñecos de cartón y papeles pintarrajeados.
A ojo de buen cubero podría afirmarse que semejantes altibajos y arbitrariedades de conducta hizo que los muchachos en la casa se condujeran como golondrina de paso -unas de sus posibles interpretaciones, aunque también podríamos pasarlas por alto-, con una indiferencia dominante y total hacia la vida de su familia. No así en Araceli a quien se veía siguiendo trecho a trecho la continuidad de un legado que consideraba el súmmum del súmmum, en el hogar que compartía y bregaba a brazo partido.
En cuanto a Guillermito, el otro posible heredero, según lo atribuido por María Luisa, de pequeño, apenas sabía el alcance que poseía aquella ferocidad en las pendencias mujeriles; y ya tomando los aire de la pubertad, puso atención a los discursos en sus mínimos detalles y pensó como conclusión que toda esa parafernalia de impugnaciones era un modo de ejercitarse en el poder, de quién es quién, y de perder las energías sobrantes, que acumulaban sin hacer gran cosa estas matronas en el lar, considerándolas «basurilla o estupideces en las que ambas se refocilaban», arreglos de cuenta que nunca se traslucirían en su verdadera esencia, que ambas guardaban celosamente, y que la sangre no llegaría a arroyo. Además detestaba a fondo ese careo permanente por un poder que le parecía ilusorio y al que exiguas ganas tenía de poseer. Su vida trataría por todos los medios de desarrollarla fuera de este contexto viciado de sobreentendidos. Quería a su abuela, adoraba a su madre, pero por semejante sitio (la casa, los menguados bienes, los hermanos, la ciudad) jamás discutiría ni entablaría el menor conato.
Por tanto Guillermito creció, despuntó un joven atractivo, que las pepillas se disputaban como buen partido, pero él mismo aseguraba «que tenía puestas sus miras en lontananza», de estudios, poco le ocuparon la mollera, «ésa no es mi tecla», comentaba entre risotadas, y de jolgorio en jolgorio, entre francachela y saturnales, el tiempo discurría agradable y retozón; sin más, de un día para otro, conoció en el baile del Día de Reyes del Liceo a una ricacha de Miramar, en La Habana, fue tras ella sin despedirse de su parentela (conocía el percal y una noticia de ese calibre podía trastornarle su maniobra con la intromisión directa de la madre y de la abuela en sus averiguaciones fuera de contexto y las infiltraciones de la envidia ambiental pueblerina); por tanto notificó en una epístola estremecedora, digna de Corín Tellado, su decisión de evaporase y un año después de su partida concretizó a la madre y a la abuela la buenaventura de su noviazgo, les envió una invitación sin dar noticias de dónde se había instalado (apartamento o mansión y barrio, ¿Vedado, Miramar o La Coronela?), se casó a bombo y platillo en la Iglesia de la Merced en la Habana Vieja y nunca más se le vio el pelo por el pueblo ni por la casa. Pero María Luisa no se resignaba a ese mutismo y organizó dos viajes a La Habana a hurtadillas del grupo de amistades, arrastrando a José Fernando que ni le iba ni le venía lo que hiciera su primogénito, y una vez en la capital la madre fue a la Iglesia de La Merced y se entrevistó con un sacristán que afirmó ponerla en contacto con el vicario; por desgracia el vicario estaba de visita en la Santa Sede en Roma con varios eclesiásticos de alto vuelo. La posibilidad de la entrevista se la habían puesto en China. «¡Diablos, tanto tiempo!», gimió, «posponerla durante dos meses, es posponerla al infinito». Abatida por esta contrariedad quiso conectarse con algunas viejas amigas bayamesas que vivían en la parte céntrica y residencial del Vedado, que no dieron señales de vida. «La gente que abandonan el patrio lar enseguida se olvidan de las buenas amistades y se vuelven egoístas y miserables». Con gran compunción regresó a su casa y no habló a nadie del fracaso de este viaje. Cuando ya creída perdidas todas las esperanzas recibió una misiva sellada con lacre de la susodicha Iglesia anunciándole la llegada del vicario y concediéndole una nueva entrevista su secretario. Ni corta ni perezosa, María Luisa preparó los matules, y ella, solita, se presentó ante la persona del exclusivo secretario al que ella le expuso con punto y comas los más confusos detalles de sus preocupaciones. El secretario la miró como abstraído, quizás ante esa nebulosa de palabras que le resultaban demasiado manidas y por tanto herméticas.
-Nuestra actividad, señora, tiene escasos contactos ni corresponde al trabajo vulnerable y prosaico del espía. Si su hijo vive en esta ciudad y no se lo ha comunicado no es nuestro deber intervenir en razones que se escapan a nuestra competencia. Nosotros estamos en función de la feligresía, ayudamos a los siervos de nuestro señor con respeto y amor y seríamos incapaces de violar cualquier decisión tomada por cualquiera de ellos. Perdone usted la sequedad de nuestros juicios. Le rogamos que comprenda. Según su explícito informe, su querido hijo no la ha querido verla durante varios años... ¿no le parece significativo? Embrocando el toro, le aseguraría que usted está eliminada en su proyecto, es decir, llevando este folletín al tono criollo, «no quiere verla ni en pintura».
Desgajada en lloriqueos, María Luisa, en un esfuerzo impúdico, se tiró al suelo y se aferró a los tobillos del joven y afectado secretario.
-¡No es posible, señor! ¡No es posible! -decía ella en un arrebato.
Al buen secretario, faltándole un poco la paciencia, rezongó:
-¡Basta, señora! ¡No estamos en una escena de la novela El Collar de Lágrimas! ¡Basta, ya!
María Luisa, en su papel de madre abandonada, se puso en pie poniendo cara de arrepentida y pretendió retenerlo unos segundos más convencida de que su potencial histriónico obraría por arte de magia y ella obtendría su objetivo.
Mesándose primero los cabellos desmelenados y después el vientre, sincopando sus movimientos, de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba, dando vueltas de posesa, dejando escapar estruendosas carcajadas, risitas de niñita malcriada y lágrimas a mil, conjuró a los espíritus, los positivos y los negativos, a la vez que intercalaba palabrotas a granel, estructurando un areíto o un guaguancó de monstruosa armonía:
-¿Usted no puede padre, no puede?, por las entretelas de San Benito, padrecito bueno, y Santa Clotilde de la Asunción..., Ayúdeme, padre, estoy como una gallina desplumada, desnortada, apabullada..., padre, padrecito de las cinco mil vírgenes..., vivo en un permanente trasiego..., de aquí a mi pueblo, y mi hijo desnaturalizado, vengativo... Ay, padre, yo no quiero que el mundo sea parejo, pero al menos que me dé un respiro..., perderé la razón si usted no me echa una manito..., por el favor de Dios, yo sé que usted lo hará... -y reía y se tiró otra vez sobre las losetas refulgentes de la sacristía-. Sí, padrecito, misericordia..., soy toda suya...
El oficiante con una velocidad infrecuente rechazó las manos que apretaban sus tobillos y dio varios pasos acercándose a la puerta y conminatorio murmuraba:
-¡Váyase, engendro de Lucifer! Ahora comprendo por que el hijo espantó la mula... ¡Afuera, enseguida!
En su desasosiego María Luisa apenas oyó la diatriba del amanuense y sólo pudo cerciorarse de la verdad cuando dos flacos sacristanes y otros miembros de la feligresía la pusieron de patitas en la calle.
Tales hechos jamás afloraron a sus labios de regreso al hogar. Alusiones hizo en algún momento sobre la intransigencia y el dogmatismo de la iglesia (dejando más bien entrever que todas las religiones padecían de idéntico defecto, que desgraciadamente los valores éticos iban por un costado y los religiosos se apeñuscaban en desgraciados fanatismos); expresaba asimismo una repulsión, afirmaba ella, visceral desde su más remota infancia por todo aquello que significaba disciplina y contrariedad espiritual. Habló con manierismo y efusión sobre su entrevista con el secretario que la llevó en brazos del Cardenal en la sacristía de la Catedral de La Habana quien estaba dispuesto mil por mil a resolver el asunto de su hijito adorado. Según ella, el representante del Santo Padre de Roma, había descubierto una conspiración espiritista -¡santos Cielos, lo que hacen los hombres!-, yoruba y abacuá en torno a la familia de la mujer de Guillermito, practicantes de supersticiones, gente de baja condición y de poco fiar, que ponía freno a cualquier acercamiento directo de su adorable angelito. Además, como relamiéndose de gusto por el filón de sus elucubraciones y casi como un desafuero de venganza contra su propio hijo, se atacaba a insinuar perversidades y venalidades del suegro, de la suegra, los cuñados en un batiburrillo desconcertante. Ella construía un instante de teatro barato y sobreactuado que ni al más tonto convencía. Pero poco le interesaba convencerlos, actuaba por actuar, poseída por esa fruición en que las palabras se enlazan unas con otras en un juego mágico y exacerbado de mímicas, suspiros, fraudulentas emociones y detalles, como haciendo ver que perseguía el vuelo de una mosca creando riachuelos invisibles o tatuajes en el aire. Era casi su consagración. La varilla de una hada madrina impalpable la tocaba en el hombro y ella en andas bailaba al son de panderos y vihuelas espaciales.
Este engrudo de mentiras, hiladas al buen tun-tun, cayó en los oídos del auditorio (doña Serafina, su marido, la retahíla de hijos y algunos íntimos) como agua que se deja caer. Exasperada por la indiferencia ante las lamentaciones y lloriqueos de la madre..., Araceli se preguntaba «¡vaya desagradecido!, ¿y quién lo mantiene, quién?», y gruñía por lo bajo las veinticuatro horas del día, manteniéndose al pie del cañón en estos malhadados momentos «de qué se preocupa, señora, aquí estoy yo..., yo la cuidaré, y si tengo que ser su esclava, lo seré», la halagaba ella viendo que su ama enflaquecía y se apocaba, y a escondidas lloraba Araceli y luego se emperifollaba y la emperifollaba con traje de domingo, «venga, venga, no se me quede muerta en vida, de ánima en pena...», y la sacaba a dar una vuelta por las calles asoladas del mes de abril.
De los otros vástagos, se refería años más tarde Araceli, en furtivas o en intermitentes ocasiones, como sacando paletadas del polvo rancio del olvido, le parecía inútil tratar de explicárselos. Eran así, o quizás María Luisa los descuidó de pequeños, concentrándose todo su esfuerzo en la formación y educación del primogénito. También es probable que esto no sea cierto. Hubieron otros datos, datos que se obvian, que se escurren y apartan del centro de observación. Porque no sólo existían las perrerías entre madre e hija, sino también las del marido y la mujer que se enfoscaban a hurtadillas como engarzadas en un siniestro ten con ten. De estas disensiones la única testigo lo fue Araceli. Los otros, los hijos, Doña Serafina, y la parentela y amigos que caían como puntos fijos todas las semanas escasamente podían suponer, imaginar o elucubrar vagas pinceladas, nimios remusgos de la intimidad matrimonial. Pero fue eso, precisamente eso, lo que determinó una atmósfera de impalpable misterio, en que se confundían aberración y malestar, lo mismo que si se acercaran a las orillas de un estanque de remansadas aguas perturbadoras o como una especie de fluido malsano que se difundía en disímiles puntos de fuerzas, en epicentros capaces de generar una sacudida espiritual, y probablemente los hijos tuvieron, en el subconsciente, un ambiguo presentimiento o una suspicacia de ello.
José Fernando carecía de fuste, aducían vecinos y camaradas de su juventud, frente a una mujeranga como María Luisa, nerviosa y amazona de arco y flecha. Él mismo confesaba una cierta tendencia a la misantropía, a navegar un poco a la deriva de las cosas y de los hombres. Se acostumbró desde joven a apartarse del comercio interno de la familia; a refugiarse en los juegos de cartas (los solitarios), las lecturas de novelas pornográficas, de las que poseía una buena colección, la escritura de ensayos filosóficos que se derivaban de lecturas bastante mediocres de los pensadores, entre comillas, españoles como Jaime Balmes y compañía; y a los vagabundeos con uno o dos amigos por los montes y sabanas de los riachos del Manegua y del río Bayamo, quizás a veces aventurándose por la zona de Contra-Maestre, de Veguitas y de Jiguaní. Se insinuaba que caminaba dormido por las calles, que se ensartaba en discusiones peregrinas sobre la vida política del pasado en los lugares más abyectos, como en el bar de Las Tres Palmas o el lupanar de Marina, que, en varias ocasiones, en cenas y banquetes, digamos, de carácter oficial del Municipio donde trabajaba como Tenedor de Libros a los que era invitado, en el momento en que se homenajeaba a un Representante o Senador de paso por la ciudad, perdía la noción de qué acontecía en su entorno y hablaba solo o creaba monólogos sin pies ni cabeza, como si estuviera en una dimensión sobrenatural o frecuentara las novelas góticas describiendo pasajes de personajes estrambóticos y muy particulares, moviéndose en paisajes de cavernas y neblinosos. La gente del pueblo lo tomaba por un irremediable chiflado al verlo con su aire de ausencia, y con este sobrenombre, a ese nivel, se le consideraba persona de juicio poco claro. Cuando se referían a él lo menos que se advertía era un vago mohín de tenerlo a menos, un deje de sorna en la entonación al decir «Él es como es». Todos estaban de acuerdo, no obstante, en que eso no le impedía que en los grupitos selectos de la «buena sociedad» gozara de un crédito sin par y se le considerara, por su porte y elegancia, un buen casamentero. Por otra parte, hurgando un poco más sobre su carácter, afirman los que lo siguieron de cerca en su juventud, desde muy temprano sintió una extravagante afición por el juego de bacará y de los dados, internándose en los viejos y sucios laberintos a los de las afueras, en los despoblados suburbios, donde habitaban dudosos personajes, hombres y mujeres que regenteaban casas dedicadas al contrabando, a la venta de la marihuana, y refugio de ladronzuelos. Pero ese período de su vida de recataplán fue pasado por alto al aparecer la figurita, simpática y jaranera, de María Luisa, su prima, o prima de una prima de una prima hermana.
De sus hijos Lalo, Felito y Roberto, «una caterva de bribones, jugadores y borrachines, ni la menor piedad ante las desgracias», criticaba Araceli, y doblar el lomo ni en sueños, y uno tras otro, de prisa y corriendo, arramblaron con mañas las joyas y baratijas de madre y abuela, liaron sus bártulos y desaparecieron; Lalo a Matanzas, Felito a San José de Costa Rica, en negocios, dijeron en cartas de despedida; y el Roberto se enroló en el ejército de Batista y la última noticia que tuvieron de él, dizque residía en Caracas atontolinado de una variada descendencia de colores y edades.
Muerto el cónyuge de la Señora, el tenedor de libros de la Alcaldía, acto seguido pasó al otro mundo Doña Serafina y al cabo de medio año María Luisa, Araceli se contentaba en resumir su existencia:
-Bueno, pues entonces quedamos Idelfonso y su guaricha, Ñica Pedroso, mi hermana Lucero y yo sufriendo el martirio de la pérdida irreparable. ¿Sufrir ellos? ¿Idelfonso, su guaricha y Lucero?... Sería pedir demasiado. Cernícalos y comadrejas. Están con las botas puestas. Mosconeando qué pueden sacarme. Mosconeando qué rodajilla rapiñan. Asín, mondo y lirondo. Y los excluiré, me los quitaré de encima. Sin vacilación, por ingratos, mala fe y volubilidad de caracteres».
A Lucero -de pequeña estatura, bastante más negra y el doble de vejerana que ella, gorda, de un vientre redondo, de una molondra inarmónica, diríase, gigantesca en proporción con su cuerpo; el rostro regordete, fofo y arrugado, sobrepasando el requerajal de cosméticos y de pintura, desde que amanecía, tomaba una apariencia de endriago, sibila o animal de las edades prehistóricas-, afable en su trato, ansiosa por ayudarla y complacerla, Araceli, de expreso, la borró de la tabla de sus cariños. Con cuentagotas le hablaba -si en alguna ocasión la necesitaba, colocaba esquelas o notitas de letras disformes, con una chapucera redacción, agradeciéndole un favor anterior-, y prefería esconderse en un rincón o detrás de la enredadera o engorronarse en su aposento cuando presentía el tacataca de sus cutaras; y ella, Lucero, sin entender, ¡qué remedio!, cargaba con el mantenimiento de la escrupulosa limpieza diaria, y del orden inveterado.
Se runrunea también, y hasta hay quien lo sustenta en el barrio (uno debe adoptar sus precauciones dada la inventiva de los guajiros) que Araceli, recurriendo a un sinnúmero de razones arbitrarias (la gritería esporádica tras los ratones y el padecer de estreñimiento y de neuralgia), exigió que Lucero le pusiera prontico, a las primeras luces, la bandeja del desayuno, en el piso, delante de su aposento cerrado con cerrojos y pestillos macizos. Ella se levantaba, se aseaba, se vestía, y aún despeinada entreabría la puerta despacito sin producir el menor ruido, asomaba el pajonal de arpía, y agarrada la bandeja, volvía a enclaustrarse.
Mayor ferretreque armó con Idelfonso, el hijo menor de la Señora María Luisa, empleado administrativo en un banco de tres al cuarto, hombre de endeble naturaleza o de una naturaleza indefinible, flaco, de mirada taciturna, dotado de un elocuente mutismo, contestaba a una pregunta con monosílabos inaudibles, intuyendo los testigos incidentales o los conocidos que una porción de él estuviese en Babia o navegara en aguas aquietadas, como heredado de su padre José Fernando. En contadas oportunidades vocalizaba en son de salmodia gratificante unos versículos del libro de Ezequiel o de Isaías. «Y presto derramaré mi ira sobre ti, y cumpliré en ti mi furor; y te juzgaré en consonancia con tus sendas; y pondré sobre ti tus abominaciones. Y mi ojo no dispensará, ni tendré misericordia...». O «Y vendrán a ti humillados los hijos de los que te afligieron, y a tus pisadas se encorvarán aquellos que te escarnecían, y llamarte han...».
A su media naranja, Ñica Pedroso, una campesina de la Sierra Maestra, la conoció en el momento en que vino a probar fortuna en la ciudad y se instaló en el bajareque de unos parientes que trabajaban en la limpieza de las calles. Esta unión se celebró en sigilo sin que María Luisa tuviera conocimiento de ella porque inmediatamente la hubiera repudiado o armado una tremolina de padre y muy señor mío. Aquejada de una enfermedad -contraída enantes al matrimonio-, que ningún médico pudo diagnosticar su origen ni sus síntomas (los análisis, las radiografías y las recetas se apilaban en un antiguo arcón de Doña Serafina), vegetaba atiborrada de fuertes dosis de calmantes y mejunjes, en un letargo, inmóvil, parecida a una momia.
Araceli pregonaba que, por sanidad espiritual, mientras se mantuviera en vida jamás se portaría por el linde posterior, a las habitaciones, donde se alojaban esos cónyuges hoscos, sin descendencia; que la aterrorizaba la palidez y la suciedad de la enferma, ignorando si mejoraba o empeoraba; que el mal aliento y las flatulencias progresivas de Idelfonso le provocaban unas vibraciones psíquicas malsanas y un agobio inaguantable, llegando a eliminar el entrecruce de los «buenos días», «¿cómo estás?», «¡hola!» o «adiós». «Él apenas me topa el talón de la chancleta, que es bastante decir», repetía en un sonsonete de cotorra.
En la barriada comentaban el hecho de que Idelfonso hubiera construido una puerta, en el muro trasero del edificio, que comunicaba a una calle paralela a la de la fachada con el objeto de no interferir «la paz de la morada».
Las raras palabras que intercambiaron, se piensa, a raíz del deceso de la madre de la Señora y de la Señora, fue la noche que tronaron a bocajarro los ramalazos de un altercado en materia de dinero. Idelfonso se negaba, rotundo y encerrizado, a pagar gastos insensatos. Araceli, imitando a una emperatriz en decadencia de una novela radiofónica, exigía la entrega de las sumas que los acreedores cobrarían a tal día y a tal hora. Sacó tantos embeleques de leguleya y resortes sentimentales convincentes -lagrimeos, risas histéricas, crueldad, furor y desmadre-, resortes equivalentes a la escala de una partitura musical, resortes que aprendió en su pugilateo con la Señora y, por lo deducido, se salió con las suyas. Bajó la guardia Idelfonso y accedió al pago y convino en abrirle una cuenta en el banco y hacerle depósitos mensuales que Lucero iría a extraer con la severa puntualidad de las agujas de un reloj de justa precisión.
Nunca se la veía en el caserón a Araceli aunque tuvieran las cortinas alzadas y la ventana abierta. Poco se distinguía de la saleta hacia dentro. Ni en los días en que Lucero deshollinaba y baldeaba de un extremo a otro, ágil y presurosa, establos, retretes y zaguanes. Era una sombra entre las sombras que pululaba entre paredes. Araceli sostenía a capa y espada la rienda de la barraca. De sobra se sacrificó en el pasado. Los demás, a resignarse..., y si no les satisface, que tomen el camino de Villadiego, ¡y va que chuta!
La dueña del caserón, Araceli. Sin discusión. «La Señora Doña María Luisa lo decretó en pleno poder de sus facultades. Sí, para mí, en exclusivo para mí, su niña mimada», lo aseveraba Araceli; «frente al féretro de mi madre, allá en pleno matojo, en la sabana, en la ruta del cementerio, dispuso ella, de ángel de Dios, incorporarme con Lucero a los suyos, y nos terminó de criar», y concluía rotunda y orgullosa «yo soy la legataria de este predio».
Los distingos de etnias los obviaba o no cogitaba en ellos; para muchos ya había olvidado que durante un bolón de añitos fue maltratada por la madre de la señora, Doña Serafina López Duarte, que tan sólo la consideraba como una mano de obra ruda en esta casona, que ella se amoscaba y lloraba por los rincones, que vivía en un infierno de contradicciones sin decir ni pío, amedrentada de que fuera castigada o rechazada o le tiraran la puerta en las narices por respondona, destruyéndola; y recordaba a veces como una vieja pesadilla que no le afectaba -cuando refutaba echando mano de quequier malicia, de quequier menudencia o excusa de mosquita muerta-, aquellos rugidos intimidantes, de odio y menoscabo, que taladraban su cerebro: «Araceli, por Dios, ¿dónde colgaste las toallas...” «Araceli, qué alcornoque, qué burra, ¿qué carimba, replicas?» «¿Dónde pusistes los anillos?» «¡Miserable papayuda..., que el bombín se te encienda! ¡Lela y en el guabineo!» «¡Contigo me he embarcado en un barril de mierda!»
Por fin se sentía liberada, y le cobraba la deuda, la fuerte deuda a Lucero y a Idelfonso, sí, su revancha a las humillaciones, las reprensiones satíricas, las frustraciones.
Lucila, blanca, de pura cepa, por su padre, lo venteaba ella, y se lo retrucaba por las narices al pipisigallo, como un título nobiliario o una jerarquía trascendente: la nieta predilecta de un notario español Don Casimiro Medina, de Valladolid, de cuantiosos bienes raíces. Pero eludía ella que ese abuelo se botaba de peligroso y de actuar como un siniestro picapleitos, identificado a diez o cien leguas a la redonda, y su abuela, Doña Asunta, una gallega de conjeturable notoriedad dado que trabajó como partiquina en su juventud en un teatro trashumante, similar a los teatros bufos y vernáculos de nuestra época. Datos que barajados con perspicacia por sus coetáneos plasmaban un círculo rojo en torno a sus nombres, no obstante el miedo a las represalias del notario los encubría.
En su niñez y adolescencia Lucila fue colmada de cuidados y atenciones, siendo «el delirio» de Don Casimiro. La menor chuchería que a la nieta se le antojara, la nieta lo obtenía. Don Casimiro no escatimaba los centenes, que él denominaba cuando se refería al dinero. «Mi huerfanita divina», la llamaba, mesándole los tirabuzones rubios y el cerquillo. Y Lucila, consciente de su ascendencia sobre el abuelo, alargaba sus bracitos hacia su cuello y le besaba las arrugas de los cachetes.
Asistió a las escuelas de religiosas de Bayamo, Santiago y La Habana y se le reputó de alumna díscola y haragana, culpa que recaía en los métodos inadecuados y obsoletos de los programas escolares y del profesorado. «¡Una cuadrilla de burros!», solía explicitar Don Casimiro al tocar este tema. «Naidien con dos dedos de frente se le ocurre repetir las monsergas de esos vejestorios entunicados. Con sensatez mi nieta...», y se regodeaba en comentarios nada halagüeños sobre las monjas y los curas. «¿Cómo me pasó por el magín semejante barbaridad?», remataba con orgulloso desplante, «¡Yo, un anarquista redomado!»
De tan permisivo con Lucila, con su hijo Tiburcio a la marcha y corriendo ejerció una férrea tiranía; a los catorce lo envió a España a una caserna militar donde un tío suyo comandaba una famosa milicia de caballería: «¡Allá se hará un hombre y pondrá orden aquí frente a tanto insurrecto!» Doña Asunta desesperada corría tras él, renegándolo. Don Casimiro se mantuvo inconmovible como un capitán acuadrillando una brigada. «Las blandenguerías no me las permitiré, y ese muchacho entrará por el aro». Doña Asunta, con el horror de enfrentarse a un monstruo, clamaba: «¿Qué diablos chapurrea?», y cayó postrada en el lecho con dolores y enfermedades imaginarios.
Doña Graciela, la abuela de Lydia, en aquella época acompañaba a Rosario que se carteaba con su futuro -el Tiburcio de los sueños, el Tiburcio de la aventura, el Tiburcio destinado al casorio-, y visitaban y conversaban con la sufrida Doña Asunta, y pasado un chorro de lustros nos contaba lo acontecido. Demacrada, puro hueso y pellejo, con los ojos hundidos en las órbitas, Doña Asunta la miraba viendo apariciones y barbullaba vagas ensoñaciones del «hombre malo» que estaba crucificándola, de la necesidad de ver a un espiritista de Monte Oscuro, de la irrupción incorpórea de una bailarina de Moulin Rouge en su recámara. Poco a poco se consumía en la alcoba a oscuras como un pabilo sin aceite, rehusando las visitas de amigos y de vecinos.
Enterado de estos sucesos, Tiburcio se escapó del regimiento y huyó con una pandilla de conspiradores, tránsfugas y delincuentes rumbo a Francia; en la frontera lo detuvieron y escoltaron hasta la Capitanía General donde se le degradó y se le sometió a un tribunal militar como desertor, cumpliendo un quinquenio de cárcel. Don Casimiro, aceptando los hechos, o casi sin ánimo por los reveses sufridos con su esposa, acogió al mozo rebelde chorreando lágrimas y se encerraron los dos en el cubículo de la enferma que incapaz de reconocer a su vástago, en un rapto de extravío, entonó una canción del repertorio de Raquel Meller. Padre e hijo con mansedumbre permanecieron en místico recogimiento.
Los desastres de la contienda bélica del 95 -incluyéndose el incendio en 1869- dejaron a la villa con sus escombros en una miseria deprimente y Don Casimiro, quizás por un sentimiento de culpabilidad, o tal vez con el proyecto de sacar tajadas, mezclado a una espontánea sinceridad contra reloj, se unió a las fuerzas vivas del pueblo y apadrinó los comités cívicos en la lánguida reconstrucción de casas y calles.
Tiburcio, por su parte, subsanadas las desavenencias con el padre, se entregó en cuerpo y alma a los negocios y se labró a trancas y barrancas un espléndido porvenir. No faltaban hermosas pretendientes y presto se había decidido desde años atrás por una, la codiciada Rosario Bermúdez, cuyo árbol genealógico relucía impecable, pues sus progenitores, desde la décima generación, de origen bayamés, descendían de indios y de los frenéticos colonizadores de las tropas de Vasco de Moncayo siendo por añadidura poseedores de una respetable fortuna que habilidosos entapujaban. «No es necesario hacer alardes», subrayaban.
Este matrimonio de por sí fue objeto de censuras. «¿Cómo Rosario es capaz de casarse con el hijo de un nauseabundo cuatrero y expoliador de haciendas? ¿Un oportunista de siete suelas? ¡Dios de Dios, los santos nos protejan! ¿Ha perdido el seso? Con los morrocotudos partidos..., ¿los Fernández de Castro, los Ávila, los Cárdenas, los Artime? ¿Cómo su madre y su padre aprueban tamaña superficialidad?»
A despecho de las censuras, agravios y chinchorrerías descompasados, la boda se efectuó en la Iglesia Mayor de San Salvador. El boato y la elegancia se unieron en ese momento. Don Casimiro echó la casa por la ventana. Nada de mezquinerías. Se casaba su hijo. Se casaba el heredero, y mandó a comprar todos los trajes a varias y reputadas casas de la moda en La Habana.
Como ulteriormente se repetiría la misma escena en el matrimonio de su nieta Lucila con Indalecio Robles -de antepasados arruinados, emparentados con los conspicuos patriarcas de las dos guerras por la independencia-, el simpático Indalecio, el boticario de prestigio, ducho en recetas y elaboración de ungüentos milagrosos. Los desposados tuvieron dos hijos encantadores que, con el paso de Cronos, residían Bebé en Santiago de las Vegas y Renecito en Manzanillo y cuyas relaciones distaban un mar de ser armoniosas, sobre seguro, con la madre.
Dentro de los mecanismos de una comunidad de provincia, llena de prejuicios, privilegiándose los valores patricios, la ascendencia paterna de Lucila contaba con ningún buen miramiento en el seno de la sociedad. Ahora bien aunque sus abuelos maternos pertenecieran a la casta de los patriotas, esos mismos abuelos mostraban los signo del mestizaje, la tosquedad en las facciones y un pelo de discutible ligereza, y, ella, Lucila, prefería justipreciarse blanca de pura cepa y arrostrar el pendón o la desgracia de ser la nieta de un cuatrero y expoliador de haciendas, a tener que confesar, de un modo o de otro, su «impureza de sangre». Por principio los maternos ni por las moscas los mencionaba; y para sorpresa de todos a veces, como un estallido humorístico y desvergonzado, soltaba congraciándose delante del espejo en una recepción llena de invitados: «¿Y tu abuela dónde está?»
El hecho de haberse casado con Indalecio con el aparato y ringorrango que suponía la dejaba fría, indiferente. Ella pudo tener otro matrimonio más adecuado con su carácter, en condiciones que correspondieran a sus profundos deseos femeninos y no afinarse a ese hombre que era capaz de decirle si a sus desquiciadas impertinencias, a sus caprichos de «niña mimada» por el abuelo. «Ay abuelo, ¿para qué? «Casarse por casarse, no. Pero el hombre deseado, el príncipe habanero, no vino; y los del patio le resultaban peores que el elegido. El visto bueno social que obtuvo era una zarandaja. En eso su madre, Doña Rosario, tenía la culpa. «Acepta ese muchacho, es bueno, y su familia respetable». Familia respetable, un cuerno. Muchacho bueno, al diablo. Un niño a papá. Una masa boba, y esa suegra calamitosa, esa Doña Carolina, rezongando detrás de las puertas, metiendo el dedo donde estaba la llaga. ¡Incriminando, juzgando el sabor del pastel! ¡Ya arreglaría cuentas, a fuego lento! Por pesada y entrometida... La injuria rondaba a dos pasos. Pese a ello ni por mientes pensó en sustituir a su marido por un amante. En su cerebro rebullía un turbión de rebeldía que no lograba dominar. De ahí su querella interminable contra la madre y el marido quienes evitaban cualquier choque o esquinazo provocado por ella. «Es una fiera de rompe y raja», callandito bisbiseaba Doña Rosario a su yerno.
Es cierto que las seguridades primaban un ciento por ciento. Podía pasarse el santo día mirándose las uñas de los pies, exigir al montón de criados que pululaban en el caserón pulcritud y exactitud en la realización de los quehaceres domésticos, parlanchinear hasta por los codos por teléfono con su prima Raquelita que vivía en Manzanillo, jugar a las cartas en casa de Teté Mancuso, ir y gastarse en la sucursal de El Encanto cuanta fruslería hubiere, potingues faciales, tinturas para los cabellos y gadgets de última moda, enterarse de los chismes con este y aquel otro del vecindario...
Los hijos mientras crecieron fueron educados por la abuela Doña Rosario y la servidumbre; ya mayorcitos quiso intervenir Lucila y los críos rechazaron de plano sus argumentos y argucias de cómo vestirse, de cómo actuar, qué estudiar, a quiénes debían frecuentar o cuál sería su futuro. «No, mami, eso no es así». Y la ruptura se hizo patente. Acentuándose día tras día las divergencias y el encono. «Cría cuervos y te sacarán los ojos», mascujaba.
Este panorama cotidiano en el seno familiar la exasperaba, la acogotaba, «ni con sus hijos podía contar», y sin reflexionar se desmandaba zanqueando complicidad donde fuera a fin de aligerarse el ánima, sin mentar «su tragedia»; de esta forma lo vivía ella, y se lanzaba como el aguerrido soldado de una cruzada lamentable e injustificada, fanfarroneando a tutiplén de «la gente soporífera», de «sus costumbres anticuadas», resaltando siempre los rasgos que pensaba reprobables de su proceder y a quienes firme y sistemática deseaba dinamitar con fervor y osadía.
Y quizás tuviera razón; mas esa razón engendraba una sinrazón, por consiguiente nuestra querida Lucila -Lucy o Ludy la chiqueaban sus allegados- al examinarla bajo una lupa, padecía de los males que criticaba; en el trasfondo y en la superficie manifestaba tanta vulgaridad como sus contemporáneos. ¿Por qué exigirles a los demás cualidades y calidades que desconocemos o no poseemos?
Doy por descontado que aburra, al paciente lector, si les confieso que he hallado otro punto vulnerable en esta amazona. De malapata, ella, Lucila, en su soberbia e intransigencia, pasaba por alto el añejo cronicón de su niñez, en 1910, ya que admitirlos llevaba anejo un acto de debilidad y una infanda ofensa moral y social.
Doña Rosario, su madre, todavía un pimpollo, enviudó de Tiburcio Medina. Balaceado el vientre y el pecho, el cráneo machacado y el rostro irreconocible lo encontró un viejo tránsfuga borracho, sin oficio ni beneficio, en las orillas del río, en el recodo de la Guariana. Por esta circunstancia, el primero en sufrir los desmanes de los interrogatorios fue el viejo borracho. Los cargos cayeron implacables sobre él. «¿Quién eres?». «¿De dónde vienes?». «¿Qué hacías en ese sitio apartado? ¿A qué fuiste? ¿Por qué?». «¡Suelta prenda, cabrón! ¡No te guilles! ¡Vomita!». Incapacitado para explicarse, para ofrecer un juicio claro, el pobre hombre se hundió en una rara apatía o inercia, impidiendo obtenerse cualquier dato preciso y terminó como Cafunga durante esas infernales audiencias de la policía. «Le dieron linga hasta matarlo», exclamaron los detractores del infame abacoro. «¡Muerto el perro se acabó la rabia!» Pero la pesquisa no se adormiló o guardó en los estantes policíacos y jurídicos; al contrario continuó su largo curso presionada por el padre del occiso que clamaba indignado mañana, tarde y noche»: ¡Quiero justicia!»: y atronaba en los despachos: «¡Iré a ver al presidente!». Lo que daba base a versiones tortuosas y contradictorias que se analizaban, discutían, barajaban y apilaban en montañas de legajos. Aunque Don Casimiro sacó en limpio algunos detalles esenciales, bajo coacción y chantaje, como acostumbraba, que fueron escamoteados y encubiertos, al principio de las investigaciones, por la policía y el juez encargado del afer: el asesinato ocurrió en el prostíbulo de Nanita -amancebada o en «tratos» ocasionales de celestina con el juez y el jefe de la Guardia Rural-, y trasladado el cuerpo en los estertores finales por secuaces a sueldo a medianoche a la puerta del bar de Cundo Ortega -enemigo acérrimo del juez y del capitán de la Guardia Rural por negarse a flojar la mosca de trasmano- donde se suponía que lo remataron a patadas y a manoplazos, como si el odio se ensañara en una criatura más muerta que viva. El dueño del establecimiento al llegar a las cuatro de la madrugada para abrirlo encontró el cadáver de Tiburcio y, lleno de terror -sabiendo qué significaba aquello una vez que el padre se enterara, y de dónde venía semejante «regalito envenenado»-, echó varios cubos de agua a fin de limpiar la costra sanguífera que lo rodeaba, tratando de borrar los rastros, lo agarró, lo metió en su fotingo y a duras penas se encaminó por trillos pedregosos hasta tirarlo en las márgenes del río. Arrepentido y avergonzado, se deduce, o quizás apendejado, se colgó ese mismo día en la trastienda del bar.
El viejo padre, ofuscado, expuso como un trofeo, vociferando, las piezas ocultas que su pesquisa clarificaba, frente a los incompetentes comisarios, inspectores y oficiales subalternos exigiendo de la Jefatura una concienzuda y definitiva ejecutoria. Pero esta versión de los hechos al no existir un acreditado y hábil testigo carecía de efectividad delante de cualquier tribunal. Porque aquellos que dieron tal o cual dato se esfumaban como por encantamiento, mudaban de domicilio, de ciudad o provincia, haciéndose inverosímil una mirada objetiva del crimen. Agregándose además que en el prostíbulo o en la calle del mencionado prostíbulo y del bar nadie vio nada, nadie oyó nada. La misma Nanita, por consejos de sus amigotes, salió tumbando caña o como bola por tronera rumbo a Panamá esperando que se calmaran los ánimos. Don Casimiro, en su barretín permanente, trataba de sobornar de izquierda a derecha a alguno que otro personaje en dificultad sin satisfacer su sed de venganza, vituperándolos después, y concluyendo con un qué clase de amigos tengo, de qué me sirven sino para esquilmarme. El cuatrero y expoliador de haciendas se transformaba en una simple víctima de sus desacatos. El juez y el Capitán, ante él, estando al tanto de cómo obtenía las piezas verídicas del asesinato, con ojos de carnero degollado, se cruzaban de brazos reclamando una coartada que permitiera iniciar los pasos jurídicos convenientes, y los legajos volvían a reexaminarse con exagerada minucia sin aclararse el emburujo. «No habrá desistimiento», desgalillaba don Casimiro. «Reinará la justicia a la cañona».
Si las pesquisas se arracimaban y eran la pescadilla que se muerde la cola, lo dicho por la vox populis o radio bemba apuntaban dentro de la espesa humareda de cantinfleos y circunloquios hacia móviles que ponían en solfa a las autoridades. ¿Crimen político? ¿Luchas intestinas en el bando gubernamental? ¿Venganzas entre bandos enemigos de asesinos a sueldo organizados por el gobierno?
Recuérdese que por aquellos días se desató un movimiento de rebelión, pidiendo igualdad de tratamiento en la distribución de los cargos públicos, entre otras demandas, de los negros y de los mulatos que pululaban en todos los sectores de la sociedad, creando una verdadera escisión que más tarde fue ahogada en sangre por el poder.
Extrañamente don Casimiro y su hijo Tiburcio se mostraron simpatizantes de los rebeldes, armando varias peloteras en las reuniones de la Alcaldía y en las sociedades de recreo. ¿Qué relación guardaban con la muerte de Tiburcio? ¿Podía dársele crédito a ello? ¿O eran problemas de otro pelaje? ¿Tráfico de drogas? ¿Tráfico de mujeres en Medellín y en Venezuela? ¿Grescas por deudas? ¿Grescas por malversaciones? ¿Quiénes eran los autores de ese acto vandálico? ¿Quién o quiénes y por qué? ¿Quién protegía al ejecutor o a los ejecutores? ¿Crimen por el crimen?
En general las investigaciones se enquistaban entre pistas espurias y espurios testigos. Bruma y más bruma. La mayoría peroraba a sotto vocce, con una marejada de morisquetas, que los celos de un rufián originaron la zalagarda fatal al robarle Tiburcio una «prenda» (cuyas señas y nombre se atoraban en el gaznate). Ah, ¿crimen pasional?... ¡No y no! ¡Eso sería tachar la conducta de un ciudadano intachable! Lo aducido por las autoridades de la policía era otra. Expusieron en el acta judicial que una reyerta se produjo en el bar Las Dos Palmas (que fue desalojado por el momento con la aquiescencia del propietario), y se olvidó la historia de Cundo Ortega, los interrogatorios del viejo borracho y de su muerte en las celdas de la comisaría y de los invisibles informantes. Poniendo los puntos sobre las íes el afer bajo la mirada siempre obtusa de la justicia la víctima quedó en la estaca a causa de unas balas desperdigadas y no intencionales. ¿Móviles? ¡Ninguno! ¿Los ejecutores? ¡Desconocidos! Don Casimiro bajó la guardia. Se conjeturaba que sostuvo entrevistas a un alto nivel y las conclusiones lo dejaron patitieso y atristado sin otra solución que el silencio.
Lucila sabía los pormenores de esta tragedia y de sus orígenes e hizo cuanto pudo por abroquelarla tras un escudo de fuego. Significaba una mancha, un estigma, una agresión. En su fuero interno argumentaba que todos la fichaban; que el deshonor y la perfidia la perseguían y la vilipendiaban a la chiticallando, que servía de pasto o fuente de la comidilla pueblerina. La supuesta agresión que la corroía se volvía un bumerán, agrediendo se agredía, y en sus razonamientos y en sus divagaciones malavez conseguía erradicar su aversión acumulada.
En buena lid diría que su camaradería con Araceli aporta un matiz diferente, un índice activo, subterráneo, dentro de la configuración de su personalidad, impugnando de entrada los rezagos del racismo, combatiéndolos a sangre y fuego en público. «¿Qué desiguala a un negro de un blanco? El pellejo. ¡Concho, en este país quien no tiene de negro tiene de carabalí!».
Por lo cual el populacho le adjudicaba un papel irrisorio que se equiparaba al del ámbito de la sociedad «tras esa pantalla se esconde», «le ha dado por eso», «está más loca que una chiva», «le viene de familia» y que soportaba con paciencia y altanería; o el de catalogarla de excéntrica o asociarla al estrambótico personaje de una obra francesa que sólo conocían por referencias cualques individuos de cierto lustre, La loca de Chaillot. Aunque en un tin ton de campanas, en un cóctel, delante de los ceñudos detractores, lanzaba una frase que haría de su capa un sayo: «En Cuba, chachitos míos, somos racistas..., pero Araceli me divierte...».
Y en verdad Lucila se divertía en su compañía; acondicionándose a los eventuales rozamientos o exabruptos «de la mulatica», como la llamaba entre dientes, haciendo de tripas corazón al frecuentarla, «de los peores males, el menor» -y creyéndose la princesa de una dinastía europea en el exilio o a las damas aristocráticas que aparecían en la crónica social del Diario La Marina, de refilón se empolvaba y miraba a su interlocutor, a cualquiera, de igual a igual-, «en este pueblucho una se desangra y hay que ser condescendiente con el vulgo»; y se engalanaba para lucir una pimpante gacela y exhibirse, con el mejor aspecto, con gracia, espigando chismoteos, aspavientos y subentendidos a fin de halarle de la lengua a Araceli; detalles, como vemos, que no eran una disposición al entendimiento y comprensión o comunicación amistosa, sino una prolongación primaria de su angustia existencial.
En esto afirmaríamos que Lucila jamás reconocería el alcance de su estado emocional, ni siquiera lo vislumbraba; y al no reconocerlo ni vislumbrarlo se afianzaba sobre un sendero que en primer lugar le sugería seguridad y luego el placer innominado del poder; actuando como un mecanismo frío, abusiva, impulsada por vibraciones, elucubraciones y deducciones fortuitas. Ya desde muy joven se habituó a entablar una especie de reto con los demás. ¿Quién podía más? Al principio lo hizo como juego. Un pasatiempo que nadie adivinaría. Y se fue adiestrando, perfeccionándose. Lo que implicaba que observaba como un entomólogo a las personas o interlocutores en sus mínimos actos y en su manera de discurrir -laboreo curioso de observación y de introspección que le permitía aguzar su inteligencia en el sentido práctico- tratando de influirlos, persuadirlos o movilizarlos de acuerdo a sus intereses.
Así mismo se sorprendió cuando advirtió que debía investirse con la criatura que tenía delante pues se sentía anudada, cautivada por su sondeo; y en ese segundo de lucidez descubrió que poseía una capacidad de ogresa; el hecho de saberse observadora y de jugar con los hilos de una posible marioneta la encaraban inequívocos al horror del vacío y de la locura.
¿Valía la pena continuar arriesgándose? ¿Qué iba sembrando a su alrededor? ¡De ese modo se condujo con su marido y sus hijos! ¿Con su abuelo y su madre? ¿Qué sacaba en limpio con ello? ¿Acaso no redujo a su marido a un objeto sombrío, ausente y lejano, en una apatía enfermiza de eunuco? ¿Acaso sus hijos se percataron de la hondura de ese problema y la rechazaron drásticos y feroces?... Recordó la disputa definitiva con el mayor que le gritó en pleno rostro: «¡No, mamá, no lograrás dominarme! ¡Eres una tarántula!»; y el sobre herméticamente lacrado que depositó el benjamín en su mesilla de noche y abriéndolo encontró una cuartilla donde se centraba una esvástica con un vocablo lapidario: «Adiós». ¿Era tan manifiesto?
Desde el comienzo Lucila comprendió que Araceli era un hueso duro de roer y no se atrevería a arriesgarse en los mismos diabólicos ardides que utilizaba con la familia, incluso anhelándolos -por más que ¿puede uno renunciar a sus hábitos...?-; había en ella un destello indefinible de ingenio y salvajismo, de astucia y clarividencia que la desconcertaban. Además percibía con relativa claridad que los sufrimientos debían haberla marcado hasta las heces. Deducía que su enclaustramiento en los oscurecidos cuartos respondía a un místico ritual de renunciación, a una despedida del mundo de los vivos. Nada fácil servir de esclava en un casona como aquella teniendo a diestra y siniestra las batutas de Doña Serafina y María Luisa. Por otro lado, a ella, a Lucila, como acto de contrición, tal vez sopesando sus atropellos al marido y a los hijos, diole por ocuparse de los esporádicos zurcidos de una cortina, de regular una tubería, o llamar a que viniera el electricista a cambiar los cables o los hilos eléctricos o traerle un flan, unos casquitos de guayaba o regalarle una chambrita el día de su cumpleaños. Gestos que hacían más llevadero el sube y baja diario. Hablando en plata contante y sonante, buscando una reconciliación con la vida o una secreta libertad interior, Lucila se entregaba por primera vez a un esparcimiento lejos de las vías usuales.
Degustaba por tanto aquellos instantes insuperables cuando Araceli desenfrenaba su fantasía y reconstruía el mundo de los héroes, de los titanes del pretérito a quienes se vinculaba, integrando un clan, dramática y obsedida; o cuando contaba las gestas que había oído de rapaza, gestas de occisos ilotas o ahorcados que cortaban ellos la cabuya de la que pendían, y monte adentro (los muertos), enarbolaban velas y crucifijos y banderolas, y trotaban ajusticiando los tunantes cristianos blancos que salían a su vera y entraban después a las aldeas por los maizales y los cañaverales en lentas y quejumbrosas carretas. Si bien el número espectacular consistía cuando abogaba por el alzamiento de los negros en la zona de Santiago y de Guantánamo, narrándolo en términos de epopeya, de una proteica epopeya, de cómo se extendió aquella revuelta a lo largo de la isla, y cómo se organizaron las guerrillas. Su voz se acaloraba, desplegando ademanes incoherentes, pues columbraba de nuevo a los fantasmas de los caballos desperdigados en la manigua, y la osadía de Evaristo Estenoz, retando a la guardia rural, y el crimen por felonía de Pedro Ivonet bajo el sol restallante en una encrucijada.
Y afirmó que Lucila «degustaba aquellos instantes» cuando Araceli desembaulaba sus narraciones porque le permitía dar rienda suelta, a ella también, sobre algunas «cuestiones» de su propia cosecha (amén de los sempiternos ataques a la sociedad sirviéndole a su vez en lanzar un anzuelo de carnada palpitante sin prever un propósito o insinuación clara) que le sería inapropiado contar a los demás por temor y vergüenza de que les vieran los pespuntes y le espetaran de un zimbombazo y válido recochineo: «¡Mentiritas, cucona!... A otro perro con ese collar». Una de ellas lo constituía el fallecimiento de sus abuelos, Doña Asunta y Don Casimiro, sobre todo «su abuelito querido».
Comedida al inicio, se demoraba en extremados rodeos de cuentera, tenaz y descriptiva: la luz amortiguada de la habitación y el chisporroteo de la palmatoria, las sábanas con pliegues bordados de una blancura irreprochable envolviendo al moribundo, un auténtico patricio de la Roma Imperial, los visillos cerrados, la pestecilla a alcanfor y a emplastos y a cocimientos caseros, la efigie del Cristo con el corazón salido del pecho y aureolado, el entrar y salir de los sirvientes parsimoniosos... En seguida se desmandaba en la lírica descripción del arribo del cura y los dos monaguillos, el aroma de los lirios y las camelias, la unción de la ceremonia de extremaunción y las preces acompañadas de sahumerios... Los monosílabos in extremis y los votos... Cómo ella, de rodillas, ante el cadáver, se angustiaba, el vivo retrato de la Emperatriz Carlota rezando a lo invisible, o cómo Nazimova muriendo tísica en el film Camille. Llegando a una suprema apoteosis, cuando salía el cortejo de coronas y el féretro, y la multitud gimoteando en la calle y ella, apoyada en los brazos de su marido, desconsolada, subía al coche con los caballos ornados de crisantemos y de arneses dorados.
Araceli y Lucila, las dos, con opuestas posturas, la primera de estar oyendo una novela de Caridad Bravo Adams, y la segunda reviviendo una parcela de su histrionismo, aturdidas y patéticas, las dos, jeremiqueaban, próximas al aullido.
Únicamente Lucila, llegando de nochecita, apartaba a Araceli de la matraca de la soledad.
Araceli la recibía como la Señora otrora acogía a las visitas, o la madre de la Señora, la longeva cascarrabias de Doña Serafina (discreta, empolvada de pies a cabeza y perfumada con extractos de esencias de París que camuflaba con celo y astucia, temerosa que alguien acariciara la tentación de usarlo y, peor, de disfrutarlo a sus anchas sin enterarse ella del aleve atentado), acá, en la saleta umbrosa de palmas arecas y la frondosa enredadera de madreselvas cayendo sobre la ventana, o allá, en el traspatio.
La recibía Araceli con la vaga solemnidad de quien advierte en el otro una falla, de quien detenta un híbrido linaje, digo, linaje, no..., ¿por que no?, pero linaje no es la palabra, sería más adecuado utilizar clase, o condición, o habría que inventar el término que dé ese viso peculiar que adivinamos en una cortina de gasa llena de furos, en el brillo de las perlas inauténticas de la finada Señora o en una tiara de carnaval.
La recibía, por consiguiente, con la naturalidad sospechosa de una actriz que monta al palco escénico, y la otra, Lucila, escamada de sus envolvencias hábiles y a veces arteras, la examinaba fascinada concibiendo un figurón interesante sin dilucidar en qué estribaba su interés, quizás la aureola, quizás el deje, quizás por la imponente ceremonia anodina desarrollada, quizás, no por una cosa determinada, sino por el conjunto, por el aparato trivial de la bienvenida, o por esa energía inexpresable que hace que dos seres intercambien sus peripatéticos criterios, reconfortados por un eficaz y fugaz entendimiento y a fondo resisten inalterables y extraños, cada uno insertado en su laberinto.
Regocijándose de un gran acontecimiento, o receptando el anuncio de un mensajero celeste, de antemano preparaba Araceli la champola de chirimoya en dos grandes vasos relucientes puestos sobre una bandejita roja de barniz descascarado -la referida bandejita articulaba dibujos de bambúes, cenefas de anémonas y el diseño exótico de una geisha reverenciando a un samurai vencedor, y denotaba un signo de delicadeza y buen gusto dudosos de la huésped como de la anfitriona-, con las respectivas cucharitas de plata y unas servilletas desgastadas con gruesos zurcidos y deshilados los encajes.
Araceli estimaba que Lucila le brindaba una pausa dentro del litigio permanente del caserón, contra Lucero, contra Idelfonso, su birria y sus fantasmagorías. Por ella estaba al tanto de las «bolas» como pan caliente de la «parroquia» -si Alfredito Ferrer se divorciaba de su mujer, que ésta le pilló en la cama, en su propia cama, haciendo fuiquifuique con la sirvienta, o que el Alfredito, en el bar que regentaba en la Calle General García y Tienda Larga, una madrugada de jolgorio, fumando marihuana y con unos litros de aguardiente del malo en la barriga, lo cerró y se armó la de San Quintín, el mundo encuero, machazos y bandoleras, chirriburris vanagloriándose de decentes y los cachanchanes de la crema y nata, «entollaos hasta el cogollín»; y calibra tú, al retortero y el escándalo, qué horror, qué chusmería; y lo más lindo del caso es que descontentos con sus desmanes, se lanzaron en manadas sobre los coches del matusalénico Fulgencio y de Perico Valladares, con barriletes de cerveza y ron y cuanto Dios crió, y barranca abajo se despetroncaron en el río; y eran tantas las tropelías y el relajo que, denunciados, la policía y un piquete de la Guardia Rural desplegando la fuerza los arrestaron. Imagínate, querida, imagínate adónde iremos a parar con pasteleos tan descabellados y notorios.
O Lucila, con un mayúsculo esfuerzo de teatralidad, intensificaba la innominada crueldad y la trapalería descubierta en el crimen «fresquecito», pasional o político, o de los dos cínicamente ligados; y ella, Araceli, se envolvía en los paños del aguaje y de la moralina al uso, coligiendo que la gravedad de la representación se mantuviera a la altura de lo narrado, y cuajara el resultado que deseaba. Tales relatos eran un sedante para su espíritu acongojado.
Lucila le imponía una energía reparadora, como ya aludí, haciéndole ver cómo el pícaro mundo circula, se reengendra y expande en los vaivenes del azar o de la suerte. Endemás cuando lo contado la vez anterior sufría una variación radical, un giro de trescientos sesenta grados. Con elocuencia desusada. Privativamente sobre las trapacerías de Arturito Ferrer. Conforme a los humores del día la socorrida eminencia gris de su mitología individual, de rampán, refulgía con un candor angelical; Arturito se metamorfoseaba en una víctima de su genio -servicial, generoso por los cuatro costados- que hados inclementes o la maledicencia castigaban con sus dardos afilados y tenebrosos.
-¡Envidia, querida! ¡La pendeja envidia! -apostrofaba Lucila-. Perdona la expresión, pero me indigna -cambiaba el registro, atemperándolo-. Amiga mía..., blasfemaría si yo..., te juro que aborrezco y me aparto de la promiscuidad ajena... -Los dedos semejaban un abanico ondulante sobre el pecho rebuscando miles de piruetas admirables, y su voz preludiaba como un do de pecho entre bambalinas, un regalo de registros atrevidos e inesperados-. Dios me libre y me cuide -continuaba Lucila-, y ahí vigilan los coros divinos de la Guardia Celestial del Señor, y el Arcángel Miguel y el Arcángel Gabriel, que yo...
Dando un saltito, se exaltaba e inconsciente se sobaba los muslos como recurso o apoyo que le permitía alterar la modulación de sus parrafadas. Entornaba el ojo turbio hacia un lado, casi bizqueaba, se encogía y se inclinaba en el sillón, poniéndose sobre el borde de la butaca, cerquita de Araceli.
-No hay derecho, mariposita... La gente se aprovecha en este caserío de malvados, cría fama y acuéstate a dormir... Sí, queridita... -se enseriaba, el acento dramático apuntaba a una dimensión trágica- ¡Un Dios, allá en su trono, Araceli! Lo digo porque tengo «comprobaciones» -y relinchaba ya una potranca desbocada, sin rienda, en una pradera breñosa-. ¡Cientos y una, mi amor! ¡Cientos y una!... -se apaciguaba en un tris-. Arturito, pobrecito, purga la culpa, chelita; la culpa, ¿de quién...? ¡Del totí!... Te lo suelto convencida de lo precavida que te muestras en estos menesteres... Ayer mismitico, oía yo el episodio de Los tres Villalobos, en la cocina..., y me cayó de racataplún, Juana, la entenada de Maricusa, la de la esquina..., y me contó..., Araceli..., me contó..., un bombazo, te lo certifico... ¡Un horror!..., la banca de apuntaciones es una tapadera, que Arturito rumbea con un hombre... Mi puchunguita, la bemba se te caerá al suelo y tendrás que recogerla y ponerla en su sitio... Con un mulatón, forzudo él..., que le apodan Paco Trabuco, que de Santiago de Cuba huía, que cascabeleaba en traquimañas de bandidos, con el Moro Guilarte y el Hilario García..., no pongas esa cara, tú le conoces, tú le has visto millones de veces..., que sí, muchacha..., que sí..., con unos molleros de este tamaño, y unos bigotazos..., guapo mozo, rascabucheador de a tres por quilo, y borracho, a la bartola... -se detenía y cronometraba sus gestos para tomar el resuello y agregar un dejillo particular a la narración-. ¿Tú opinas que ése...? Para mí un cuento chino, una infamia... ¿Tú asegurarías que él..., Arturito? -su voz adquiría la tonalidad de quien no titubea, aspirando a que Araceli intervenga-. ¡A mí me da un repeluzno! ¡Una espina dura de tragar!... Idéntico con Lyda, la nieta de Graciela Tamayo, la pobre chiquilla tuvo que salir pitando de este remolino de los diablos, y Trabaja en La Habana y ya tiene novio y se casará... ¡Aquí, un horror vivir! La infeliz de Teté Mancuso me decía que la gente viene a contarle cada disparate, que la prima de la mujer de Arturito abortó en la mesa de la cocina y que la placenta corría por los cuartos..., que la llevaron al hospital y ella y el bebé, medio muertos...
Advertía Araceli que esos chucuchucos carecían de inocencia, que se desprendía la testarudez del que hurga, «este huevo quiere sal», que busca la complicidad, e insiste con el corcominillo, banal o nefando, de conocer, y supone que el interlocutor desconoce la maraña ejercida o quiere desconocerla, atribuyéndole una gama de ostensible fragilidad y estupidez, y Araceli, replegada en sí misma, refunfuñaba: «No te encalabernes, queridita. ¡La fortaleza no será derribada!
Sí, no se equivocaba; ella, Lucila, dirigía un escuadrón dispuesto a conquistar el invencible reino de Troya, y el caballo trotaba despacio y rebencú, esperanzada en la infalibilidad de los tentáculos que desplayaba su disimulo, en la envolvente habilidad de su alocución; que el asedio persistente a la ciudadela disminuiría las sigilosas resistencias con la sonrisa apropiada, el chiste oportuno, la nota de «espontaneidad» engarzada aquí y acullá, trágica o cómica; en otras palabras, persuadida que el poder de su inteligencia quebrantaría la estabilidad de su adversario.
Y de golpe, Lucila, otra vez a la carga, se refocilaba subrayando las aventuras picarescas en la niñez y la adolescencia de la amazona de Arturito, Cuca Espinosa, la tramoya licenciosa que urdía en el Liceo, y en los otros club de recreación, la negligencia con que educaba a sus hijos, las escenas en el gabinete del dentista Juan Manuel Ortega, hombre casado, que estaba a un pelo de divorciarse, y era casi un imperativo; la amazona sin gazmoñería reiteraba que sufrió durante varios siglos con los cordales, y que el antedicho dentista la trajinaba con una «eficacia» de santo por devolverle la ecuanimidad, al suministrarle un tratamiento digno de los ilustres profesores americanos, que ella, Cuca, se rompía el güiro de cómo recompensar su faena, y pagando con usura «una ñinguita, ni na, una basurilla» los lunes, miércoles y viernes, le agenciaba en un termo el café calientico, y de regalía unos chocolaticos suizos o franceses, y algún obsequio como caído del cielo, unas mancuernas, una corbata de Christian Dior, y un sinfín de bicocas, y algunas veces lo invitaba a cenar a hurtadillas. Aseveraban los malos intencionados, amenizaba Lucila, que la vieron en un bar en la periferia de la ciudad, en Las Dos Palmas, (donde se reunían las prostitutas, los gigolós, los cundangos y los chulillos mondongueros) y en los ranchos y posadas de quita y pon de Contramaestre, Jiguaní, Santa Rita y Veguitas. Informaciones precipitadas y de poco fiar, no obstante informaciones que poseían algún fundamento: «Cuando ruido suena, piedras trae...». Por último Lucila confirmó complacida y tronante que el doctor Ortega no trajinaba los cordales, sino en una hendidura de urgentes escozores...
Al terminar su folletín, Lucila reforzaba una voz de contralto macabra y suspirando mamullaba: «cada palo que aguante su vela». Y ella juraba y perjuraba que en lo referente a Arturito se ensañaban, que remembrara ella las veces que se conjuraba a Satanás, a la vileza, a la sinvergüencería, demonios devastadores, que remembrara, que remembrara...
El énfasis impuesto por Lucila no generaba la reacción anhelada. Araceli evitaba sentirse aludida, empero subrepticiamente algún músculo del rostro la delataba. Y con una rapidez de lince se recomponía. Seca, de granito casi o de madera bruñida, como esas magníficas esculturas de los dioses de las tribus africanas, hierática y sagrada, la cataba en su fijeza o somnolencia:
-Te veo venir, lagartona. Intentas sonsacarme. No creas que chupo bagazo de caña. Sé a qué te refieres, y darte el chance..., ¡ni ante San Pedro! Te mueres de ganas por saber cual ha sido mi vía crucis, de vejiga, allá en el campo, en los barracones, la necesidad, el hambre, cómo me trataba Doña Serafina y la María Luisa..., de Lucero... Sé que quieres que te cuente que di un mal paso, que el marido de Retica la farmacéutica, costeó el aborto y la Señora puso su descarga en el limbo: «en mi familia jamás se han visto el asco y la miseria juntos», y deque los otros, los hijos de perra, enamoriscándome, todía sacaban lascas a la chita callando, debajo del puente, por los marabuzales, por el barrio de Manopla..., que me volvía loca la luna llena, como un vampiro, y sin freno me lanzaba calle abajo, calle arriba, campeando, a lo descarao, sin una gota de prejuicio, mira que te mira la portañuela de quien sea, desarbolada..., temblando de placer y miedo..., una yegua ruina trotando por acoplarse..., con negro, chino o mulato, con tal que a lo bestia me zarandee y me desforfolle...¡de eso nada, mi hijita! Tú quieres la porquería para regodearte y afianzarte que eres mejor que yo... A mí me importa un bledo que tu padre fuera un chulo y que lo mataran como un perro en la Guariana y lo arrastraran a trompicones hasta la orilla del río... ¡Me importa un alpiste, muñeca!, ni la tragedia que escondes de tus hijos... ¿Quién eres tú? ¿Quién soy? ¿Lo sabes?
Y seguía catándola, y avizoraba un canevá aburrido, un mono de calcomanía pegado en la pared, un adefesio al revés que bambanea dende un reloj solar inaccesible; y finalizaba sus deducciones con un furor que creía le escoriaba la piel y a intervalos se revolvía en su abdomen un coágulo que la atragantaba y danzaba en forma de escupitajo repulsivo en el silencio de instantes entre las dos: «Retama de guayacol, ponte en órbita. Caimán no come caimán».
La otra, Lucila, rehacía los pliegues de su túnico de seda floreado, repasándolos o acariciándolos con sus uñas pequeñísimas y pulcras, induciendo en haberse extralimitado, al cometer un flagrante error en un vocablo o en dos que podía ocasionarle un disgusto -o la antipatía irreducible- a su amiguita; y con pomposa altanería decíase: «A lo hecho, pecho, preciosura, y si no te gusta, pá el bibijagüero...».
Con lentitud Lucila volvía a sus andadas. El afán de controlar, de dominar a su compañera tomaba el perfil de contienda. Como sucedió con Carolina, su «suegra linda», y su adorable Indalecio -¡quién lo duda!, ¡aguantarle carretas y carretones!-, y con sus dos hijos Renecito y Bebé. Sí, recurriendo a la «técnica de la garra invisible» o «de la curva indirecta» lograba portentos; técnicas que podríamos llamar de la no intervención clara, proteica y sinuosa, semejante al circunloquio, y usando la alusión que no es alusión, sino un aluvión ilusivo de referencias nebulosas, remotas y sobreentendidas, que el que no esté en el intríngulis sospecha que se habla por hablar o que de un modo gratuito se disparata. O emplear «flores de cantueso», sin orden ni medida con una vertiginosa locuacidad. Pero quien está en el quid sabe que una cancioncita vulgar tarareada (Don José, Don José, Don José/qué pena le tengo a usted) en una situación especial devela un conato destructivo, y más, una imperiosa agresión; o una historia contada, como un suceso remoto, casi inocente, puede trasegar la carga de una bomba de hidrógeno; y estos eran los medios puestos en juego por Lucila con su parentela y ahora con Araceli.
Y Araceli lo sabía y se encastillaba en un silencio espeso que elevaba paredes amenazantes y terribles. Ella no lo permitiría. Conocía de lejos el percal. Había combatido con esa misma técnica a la Señora María Luisa y ahora la aplicaba a Idelfonso, su guarica y a Lucero. Le daba cierta tristeza. Sin embargo modificar no podía la naturaleza de los seres humanos. Entonces, en guardia. Un genuino reto de vida o muerte se implantaba en el mano a mano sostenido, semanas tras semanas, con reconcomio y diabólica terneza. Las dos, conociéndose, se desconocían.
Lo imaginable, ocurrió. Lucila eliminó el visiteo a la morada de sus desahogos intempestivos. Ninguna reaccionó indicando malestar, encono o que entre ellas chapoteara el fanguillo de la insidia. Lucila mantuvo una discreta línea de gran señora que instalaba un sólido puente intransitable, inabordable, para su gente, para los amigos de confianza, y para el vecindario y los conocidos. A unas pocas quincenas las digresiones que hizo a su marido, el boticario, eran caóticas, y él, Indalecio, despistado, se interrogaba qué pasó. Recordó entonces las trifulcas que ella sostuvo con su madre que también era de armas tomar. La guerrilla imperante de una contra la otra. Cómo se atizaban las grescas. Cómo él y su padre trataron de imponer un justo equilibrio y cuando parecía que la paz reinaría una o la otra iniciaban una pendencia que se alargaba (la excusa, la manera de criar a Renecito y a Bebé) igual a una pelea de gallos sangrienta en la que no existe un vencedor o un violento match de boxeo que es declarado nulo. Cómo, después de todo, no se logró establecer una posible reconciliación y se erigió un muro de sarcasmos. Muchas veces preparó las maletas para huir de este Cafarnaúm y su padre lo atajó: «¡No te desazones! ¡Están hechas de la misma madera! El tiempo pondrá las aguas a su nivel. ¡Lucila es una mujer de voluntad!». ¡Voluntad, voluntad!, farfullaba, y los años se apelotonaron y amasacotaron entre el estruendo de las reverteras sin fin, y las arrugas y las canas y la fatiga y la aceptación lo redujeron a un hollejo.
En el caso específico de Araceli ella parloteó de intransigencia, de la irascible y engreída mulatica, de tensiones gratuitas y de su simulacro de sinceridad. Indalecio la miró largo rato sin mascujar ni ji, protegido por un velo de descreimiento. A continuación se explayó ella que oyó gruñidos mientras conversaban, por entre la enredadera de madreselvas, gruñidos que pertenecían a otro mundo, a una coalición del más allá provocando un barullo grandísimo por los cuartos o entre las arecas, que eran indiscutibles ánimas en pena, que aquello duró un qué sé cuánto, que vio cómo se ñangueteaba Araceli, la quijada se le aplastaba y torcía, las pupilas despedían las llamas del averno, sus brazos batían como alas de plumas rígidas, y levitaba, y parecía un monstruoso pajarraco con la mitad del cuerpo de una serpiente; ella lo percibió clarito clarito, los escalofríos le subían y le bajaban lo mismo que una calentura, paludismo o qué diantre, y se desmayaba de puro pavor; que ese cobijo lucía embrujado, ya en vida de Maria Luisa, y que ella, Lucila, con la nefasta experiencia, no soportaría la pejigueta de esa locadia. Confesó que la obnubiló el pánico, pánico digno de crédito, un pánico que la sobrepasaba, que la sacudía como una turbonada, o el furor de una jauría que te acorrala, pánico a lo oculto que podía reaparecer, que nadie estaba exento de caer en un cepo o estado similar, que vivió una pesadilla, y la retendría con una mordaza en la boca hasta la tumba. Indalecio Robles creyó o aparentó apreciar del pe al pa el relato de su pareja y le prometió no hablar con nadie de ese asunto tan enrevesado y ausente de lógica. Lucila se sintió feliz de crear una escena teatral capaz de enorgullecer a un conspicuo dramaturgo. Sin atisbo de escrúpulos mentiría y seguiría mintiendo...
Araceli, deambulando en su soledad, en un lapso que ignoramos, se abstrajo en un cruz y raya escueto. Sola no se quedaría. Lucero, el engendro de su hermana, estaría presente como un fantasmón afanándose en resolver las nimiedades de sus antojos bien que terciara siempre la irremediable y cabrona avaricia. Y diose en calcular las tretas urdidas por su consanguínea, la ratería amañada: ir a la venduta de Aquiles equivalía a que le entregaba un peso, veinticinco centavos iban directico a su bolsillo, regresando de las compras con la desfachatez de «lo cara que está la caucha, sí, señor, la media libra de calabaza esmirriadita a diez quilos y dos plátanos maduros, que son los más baratos, a cinco centavos la pieza, y hace dos meses valía cuatro por ocho, y las galletas zocatas, diez por cinco centavos, y qué te digo, en la carnicería, el asesino de Fulgencio, más ladrón que él hay que ganárselo en la lotería, ahoritica me explicoteaba que subirían los precios del jarrete, y los bistec de palomilla a no sé cuánto la libra, y adobar la carne con papa dentro de unos días será un lujo de ricos, y una porción de jarrete, con los pellejos y la grasa, pura piltrafa..., liso y llano, de treinta centavos en adelante, y el guagüí y las berenjenas engurrumiaditas, tres por veinte, y la sal y los ajos y las cebollas y los tomates apolismados y medio podríos por las nubes, Virgen de la Caridad del Cobre, y tampoco se podrá sazonar una salsa de ley, coge el vuelto, porque pa honrá, agarra ese quilo prieto, y si vieras el encontronazo que tuve con Ignacio, el de la bodega, me quería zampar una libra de azúcar a diez quilos, y le dije, "gallego, de cuándo acá el azúcar vas a procurarlo a las minas del Potosí, déjate de confiancitas, que el abuso es el abuso", y me puso una jeta de Bela Lugosi en la película Drácula, y no sabes qué chismeaba Gisela...- ¿no hacía ella lo mismo con la Señora María Luisa? ¿No oía su voz de antaño en la de Lucero? ¿No era ella su reflejo?-, que corría el runrún que aumentaría la astilla de jabón de lavar, que habíanse enzarzado una riña tumultuaria entre políticos originada por el Capitán de la policía Hilario García, y la policía y la guardia rural intervinieron, que ella se persignaba, ají guaguao, ah, y que Lucila, ay chica, no te chucheo, porque con esos visajes..., ¿viene esta tarde, no?»
Inducía Araceli que entre ellas las reglas del juego debían permanecer a rajatabla en el ten con ten; otorgarle una ínfima delicadeza implicaba meterse en un atolladero. Le daba un dedo y se cogía el brazo. Un ejemplo, de los que recrecían interminables y volaban virutas por doquier, se concentraba en su fijación con Lucila.
Lucero carecía del sentido de la discreción y se embrollaba en un desparpajo execrable, inventando en plan de chirigota o socarronería, mientras baldeaba el zaguán o la cocina, detalles nada agradables que zaherían a la personita en cuestión; entre otros, zumbona, tal vez grosera, se contoneaba en la sala remedándola en el compás de caminar, de esparrancarse en los sillones o de sus latiguillos incesantes, emitiendo estupideces sobre determinadas modalidades de su pronunciación, sui generis sobre el ceceo. Recuerda que viendo que a estas fechas la visitante no enseñaba el continente, acomodada en un taburete a las primeras de cambio se entregó a sus despropósitos desgalillándose:
-Me alegro que esa cabrona haya volado como el globo del difunto Matías Pérez... Quisquillosa y entremetida, coño, de apaga la luz y vámonos, que su lengua de carroña no la pisan de aquí a Pinar del Río... ¡Yo no la resisto ni en pintura! ¡Ansimesmo es de fuñida como de dañosa! ¡Una roña, una úlcera!
Pero, ¿quién me proporciona los ungüentos -corroboraba sin pestañar, oyéndose en su entrecortado monólogo Araceli- para el reuma que me trae al garete..., quién, quién...? La enumeración de los favores abarca hasta las bagatelas, que mis majaderías..., quién pondrá la llave de la bañera, quién destupirá los lavabos o conectará los cables de la electricidá..., cosas que yo, y mi hermana..., y para qué nombrar al inútil de Idelfonso y a la Ñica, que esas cosas no las muñequean...; y no pisan el umbral gentes conocidas, por bonachonas que parezcan y se tenga excelente recomendación..., descartadas, por encima de que le regalen la salvación; agregándose a esto, que si la migraña y la neurastenia, «cierren las ventanas que enloquezco, cierren las cortinas, carijo, apaguen los bombillos», que el plato de boniatillo o el arroz con leche o el plato humeante de los cocidos, del quimbombó o de los potajes, y con esa matungería suya.., ¿quién en este mundo, quién se ocupaba de ella...? ¡Lucila!... «La misericordia me sea dada..., pero doblar el cogote..., jamás de los jamases».
Terca y taciturna, Araceli no se permitía flojera. Encerrada en su rumiadura simulaba que cabeceaba y dormía, balanceándose en el destartalado y usual balancín de mimbre; y cabe solidar en lenguaje lapidario que los motivos de la ruptura prevalecen para ella hasta hoy envueltos en un sudario o desventurado arcano.
El boticario adujo y no lo insinuó que esa crisis entre las dos amigas sería de unos días, de cálculos, de las fases astrales o de artimañas del poder; que una y otra, en un pispás zanjarían el malentendido, manejando elementos indirectos, complicados e infrecuentes, y borrón y cuenta nueva. Lucila, sin embargo, se mantuvo en sus treces, es decir, cortó por lo sano y ordenó taxativamente los días en armonía con su caos. Un timbrazo de teléfono a la prima de Antonieta que vivía puerta con puerta con la vivienda de Arturito; paseos en bicicleta acompañada de la sobrina de Pelao -el mulato de la esquina-, por el Club Deportivo, la Guariana o en el arrabal de Pueblo Nuevo; lanzarle un vistazo a sus amigas de la calle Zenea; el reporte telefónico mañanero a su madre; y, en una cháchara embolicada con el esquelético jardinero y su primo, tramaba, a las primeras horas del día, bromas entre los sauces llorones «fullerías de una caimana, Astirio...». Sin embargo en sus pensamientos continúa viva la imagen de la nochecita en que se despidió de Araceli. En el umbral, ya en la oscuridad, su cara y su silueta le lució apergaminada. Una efigie entrevista en la lejanía y sólo mediaban dos pasos. Reafirmó que alguien que muere se sepulta, que abés volvería a estos lares. Ninguna angustia ni resquemor. Una cálida y casi imperiosa tranquilidad de cuerpo y alma. Sonrió, le dijo: «Chaíto, Celita, que duermas con los ángeles...», le dio la espalda y caminó a marcha martillo por la acerca tarareando Lágrimas negras. Al doblar por la esquina desbordaba una súbita alegría. Las farolas del parquecito Maceo Verdecia se alumbraban. Siguió su trayecto hasta el Parque de la Revolución. Allí, en unos bancos, peroraba René Triunvirato, rodeado de un grupito de pimpollos -divertidos, carcajeándose-, sobre la filosofía griega y el destino. Una pantalla, al segurete. Cotorrea de lo que hago y dejo de hacer... Ese profesorcito de pacotilla pretende arreglar el mundo, el muy sabihondo..., el muy pretencioso... ¡Así va la humanidad! Cuando pasó, cerca de ellos, hubo un silencio y ella se fingió la ensimismada, evitando el saludo.
Transcurrieron días, meses y tal vez dos años de los incidentes narrados. Lucila entre sus entretenimientos acostumbrados advertía voces indirectas que propalaban noticias divertidas, como en toda pequeña comunidad, de los azares de sus viejas amistades: que la hija de doña Felicia y Don Octavio Santa Cruz, Azucena de los Ángeles, se desgañitaba garantizando que se divorciaba de su marido Bienvenido Tamayo; que en el Club Deportivo y en el Liceo, Cuca, la mujer de Arturito se inclinaba o sostenía relaciones ambiguas con algunas damas, entre ellas una manzanillera, y andaba en cumbancha permanente con Bienvenido Tamayo y con el hijastro de Doña Urbana, un Don Juan archiconocido, Aurelio Ortega, agitando el cotarro; que no olvidará jamás el revolú armado contra Lydia -se decía que en el almacén de sacos de azúcar de la Estación de Trenes se había desnudado delante de los obreros, Lyda, la nieta de Graciela Tamayo, Dios nos ampare y conserve, la amiga de su madre, y la había violado y escarnecido en la plazoleta del General Maceo Osorio- y, a fin de apaciguar las malas lenguas, fue enviada por sus padres a casa de unos parientes a La Habana. Cominerías, historias pasadas por cristales opacos de infamia, por ese nefasto deseo de perversión que ella, Lucila, se obstinaba en repetir, como venganza, como ultraje. Estúpida, estúpida, estúpida. ¿Qué hacer?
De la casona donde moraba Araceli ningún índice o eco le llegaba. Chocaba con Lucero en la calle y ésta le reviraba los ojos en señal de desprecio y Lucila se contentaba en decirse: «Infeliz emplasto». En varias ocasiones intentó escribirle a sus hijos, habiendo reflexionado sobre su comportamiento, y la carta quedó como proyecto irrealizable. «La vida es así», se dijo.
Andando de compras, en la sucursal de «El Encanto», supo que Ñica Pedroso estaba en las últimas y que su marido había abandonado su trabajo en el Banco para atenderla. Rumores, vagos rumores, masculló y miles pensamientos y preguntas se devanaron como ovillos ante ella y permaneció impávida. Más tarde, en la soledad de su cuarto, pensó que debía hacer algo; quizás iría a ver a Araceli que, aunque sus relaciones no fueran buenas ni con Ñica ni con Idelfonso, de algún modo al menos debía afectarla. E hiló nuevas y múltiples argucias, ¿cómo la recibiría ella, después de tanta eternidad sin verse? ¿Podía socorrerla? ¿Se lo permitiría ella? ¿Sería la misma de antes o habría cambiado? Y, ¿ella, era la misma? ¿Qué diría su marido? ¿Qué diría su madre? El miedo al qué dirán la confundía, la dominaba, como insertándola en un lugar abigarrado donde lo inexorable de sus actos ejercía un poder abstracto. Asolada en su majomía, se dejó absorber por una fofa pereza o inopia mental, que a nada la conducía, se dijo; y como sacudiéndose el polvo de semejante atascamiento comenzó a desmenuzar, argumentos más y más caprichosos, como dando vueltas en un torniquete y cada vuelta la empujaba al abismo de un imperioso vacío. Porque de eso se trataba, de un imperioso vacío que le agrietaba el alma, la anublaba y paralizaba.
Una mañana en sus paseos en bicicleta, con su adlátere, la hija de Pelao, se acercó al viejo caserón, se esforzó por detenerse en la puerta y no pudo. Siguió de largo yendo hasta la plazoleta de la Estación de Ferrocarril.
Dos semanas pasaron y supo entonces de la muerte de Ñica Pedroso, de las exequias, del súbito comportamiento de Idelfonso ante el féretro, abjurando de la religión y de la entidad de Dios, de la huida de Lucero, desistiendo de ayudar a Araceli y refugiándose en la finquita de unos parientes en Santa Rita. Dijo alguien que Araceli tomó estos hechos con la serenidad de los ídolos, de los dioses de las tribus africanas.
Un oscuro dolor se estampó en el pecho de Lucila y se detuvo frente al espejo. Desnuda en cueros, se vio como era, una máscara sarcástica plegada de arrugas. «¡Mamacallos! ¡Vieja potranca! Tu impotencia te mata. Tu impotencia disfrazada de orgullo. Pasas por el mundo tratando de descurejingarlo. Eres incapaz de entender, de comprender. Eres incapaz de un instante de piedad. Encerrada en ti misma, moviendo los hilos de tus imaginarias marionetas, todo lo que tocas se vuelve sal y agua». Entre imágenes fragmentarias reconstituyó su itinerario de arbitrariedades: los inextricables y presumibles sentimientos de poder que habían dominado su existencia, cómo vivió sin saber aquilatar qué quería o lo que quería era como pedir cotufas en el golfo, el peso de las historias familiares, de sus abuelos, de su padre, de su madre, de sus hijos, de su marido, de su suegra... Fantasmas que había querido omitir e idealizaba de a porque sí, por arte de birlibirloque, fuera el que fuera. En su desquiciado afán de vanagloria se sobrestimaba mucho mejor que el resto de la humanidad, y con esa sed inapagable de narcisismo se retrotraía de inmediato a un proceloso mar de aspiraciones y ensueños baldíos, y el resultado la enmudecía, «ah, este vacío, este vacío...», y lloró con grande desconsuelo.
En esta ocasión refiguró a Araceli hablando de los encajes de Brujas, de Doña Serafina, de sus maneras, chapada a la antigua, de la Señora María Luisa y de sus chiqueos, de las novelas que inventaba Araceli aquellas tardecitas soleadas en el patio o en la saleta sobre los centauros de las guerras de independencia, de los rituales de las religiones negras, que ella, Lucila, desconocía, de aquel fervor en su voz, en sus gestos que, a imagen y semejanza de las actrices del cine o del radio, le entregaban una porción nítida de la verdad de los sueños..., escenas inolvidables, se dijo, y luego las trifulcas insoportables con los zangaletones de María Luisa, sin arrumbar al consentido Guillermito, el peor por desaprensivo, y el tener que enfrentarse en el lavado a las sábanas sucias de poluciones nocturnas y a la terrible peste a sudor en las camisetas, calcetines, calzoncillos y camisas; sus tiquitiquis con Lucero, con Idelfonso, la insólita resistencia que sostenía en el momento que Lucila forcejeaba por trastear en su pasado, engatusándola con la chismografía pueblerina..., ¿acaso no conocía ella los ires y venires de esta criatura indefensa entre espoliadores y viciosas costumbres de caciques y colonos? ¿Por qué quería dominarla? ¿Por qué no la aceptó nunca en su salsa? ¿Había sido su amiga?... ¡No, no! ¿Era su prepotencia? ¿Qué había sucedido...? En cada interrogación encontraba las uñitas sutiles de la cizaña, sus pretensiones de generosidad y de ayuda -Ven acá, mujer, yo lo hago, parece mentira, tan tarajalluda, y te cuesta trabajo clavar un chincheta, ponerte un ungüento, arreglar unas llaves o preparar un plato de arroz a la chorrera, -y en el burla burlando-, mi hermanita negra-, un arma de doble filo, fría ambivalencia, como siempre, y no podía borrar de un plumazo aquellas largas tiradas de historias falsas, de su parte, ¿y de la otra?... ¿Acaso la mentira las unía? No. Sabía de la entereza del carácter de Araceli. Sabía que su inteligencia jamás le permitiría tamaño desliz. Exagerar, sí, por engrandecer o darle mayor lustre a una frase. Ella sabe lo que es el riesgo. Ella se enfrenta a su propio miedo, ella deambula entre muertos y está más viva que yo... que, desafortunadamente, para defenderme, erigí una falacia que se yergue como un baobab tentacular, indestructible. Siembra vientos y recogerás tempestades, musitó y ahora...«Ah, este vacío, este vacío» repitió y luchó por enunciar esa tortura que nunca diría al rey ni a roque:
-Tú puedes más, Araceli. En ello me llevas la palma, tú, al final del final, me has destruido..., no obstante...
-No, me enfadé -ironizó Lucila pasados ya algunos meses a su madre, Doña Rosario (que fisgaba insistente y se paralizaba frente a esa franca rompedura inexplicable de su hija y al dramático desenlace de Araceli), enlutada, regordeta, el cabello entrecano, con los pómulos surcados de finísimas arrugas, de una belleza notable a pesar de su avanzada edad, sentadas las dos en el portal-. Con trabajo me punza una espinita. Intuyo que a la postre ella se lo buscó... Ah Dios, una inope mujer cegada de problemas y de mezquindades. Uno se trabuca, por ce o por be, en sus elecciones..., y discurría que necesitaba expansionarse y puse tanto coraje por sacarla de su encierro que, por los santos, hoy me digo «tonta de mí, cómo te has desperdiciado..., qué recibías, qué..., con sus pretensiones de solterona, un fósil, una reliquia, y sus remilgos, y sus..., renqueos...». Ay, no, mamá. Te confieso que cuando salí no daba pies con bola, atarantada, comido el cerebro, y trastabillaba descuajeringada, y lo peor, lo terrible, que me ponía los pelos de punta..., sus misterios, sus sonrisitas, y sus historias de la guerra de los negros, figúrate, qué componía yo allí hasta las tantas, con un mugriento farol y su lumbre oscilante entre las dos, y ella, en su balance, moviéndolo con la maníaca destreza de María Luisa, ¿te acuerdas?, riquirás, riquirás... -y brevemente hizo una pausa-. Los otros días, qué digo los otros días..., un año y pico o más, ya pierdo la idea del tiempo, y me desgarito..., pues, te decía que oía ese profesorcillo de medio pelo, el René Triunvirato, pontificando con unos mataperros en el parque que..., difícil de recordar..., más o menos..., que unas cosas marchan delante, otras detrás, o por una orilla casual, eso es lo que creí oír..., se me quedó incrustado..., y no entendí…, negaba que la amistad... -casi inconsciente en un rapto de sinceridad dentro de la tiniebla espesa que la rodeaba en estos últimos años, cavando o raspando un punto incierto, en un estupor que ignora, susurró-, ¿sabes tú qué es la amistad, mamá...?
Miró a su madre, y ésta, inexpresiva, le sostuvo la mirada; una mirada que imponía lejanía, pensó Lucila, una mirada que reflejaba su propia angustia no manifiesta, una mirada que la confrontaba con su ausencia, como si no fueran necesarias las palabras; una respuesta sería una traición, abrir una compuerta que estuvo cerrada desde la muerte de su marido.
Era obvio que Doña Rosario se había resignado a todas las inconveniencias de orden moral y social que supuso aquella tragedia, y ella, en el desamparo, no poseía un medio para evitar la muerte de un ser amado ni podía atajar el escándalo; y más adelante mucho menos sabiendo que la intervención de su suegro ante las autoridades se convirtió en el hazmerreír entre los notables y el populacho. Si esto le sucedió a ella, ¿qué decir de las inseguridades, dislates y desajustes que provocó en su retoño? Actos de tal intensidad -trataba de explicarse- dejaron hondas lesiones en la psiquis de Lucila que de un modo larvado y a intervalos operaban en su carácter. Las razones que Doña Rosario utilizaba son bien simples y quizás pertinentes: lo sufrido se mudó en un rescoldo de odio. Odio a la gente, odio, odio... Cuando lo descubrió se dijo «oh, Dios mío, ayúdala...», y respiró hondo. «¡Qué vacío!... ¡Atroz, hija!». Ella, ni lo justificaba ni lo admitía. Lo veía como un hecho exorbitante, inclasificable e indecible. Por eso se acogió al silencio, apenas hablaba; en piadoso mutismo bordaba manteles, cubrecamas, fundas y tapices que hacía, deshacía y rehacía como una legataria de Penélope; pero ella no esperaba que Ulises la salvara de los pretendientes; simple y tácita se forjaba la ilusión de la visita de una sombra impalpable que le cerrara los ojos.
Lucila, todavía mirándola en su inalterable mutismo, quiso balbucir «mamá, mamita» y se contuvo, y se estrangularon los sonidos en su garganta cuando dijo:
-¡Pa su escopeta!...
José Triana
París 1998