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[Puentes de Eume]

Francisco de Paula Mellado

Cerca de anochecer llegamos a la orilla del río Eume, el cual atravesamos por el gran puente de su nombre, mirado con razón como una de las maravillas artísticas de Galicia.

Las sombras de la noche que empezaban a envolvernos nos impidieron examinar detenidamente aquella grandiosa fábrica, pero no el tributarle las justas alabanzas que merece, las cuales oídas por el conductor de nuestras monturas, que desde Seixo no había despegado sus labios ni hecho otra cosa que saludarnos y caminar delante sirviendo de guía, se volvió de repente, y parándose delante:

-Me parece -nos dijo-, y Vds. perdonen la libertad, que hacen Vds. muy mal en elogiar tales cosas.

-¿Pues qué peligro hay en ello? -preguntó Mauricio-: ¿está acaso prohibido en el país por algún alcalde de montera1?

-No es eso -continuó el campesino con la mayor gravedad-, sino que Vds. deben saber, porque nadie hay que lo ignore, que este puente es obra del diablo, y elogiar lo que el diablo hace, no está bien en un buen cristiano.

-¡Dios de misericordia! -exclamó Mauricio- ¿Con que este puente es obra de Satanás?... ¡Y yo que lo ignoraba, pecador de mí! Pero, ¿quién se había de figurar que el diablo hiciese una cosa tan buena?... Cuéntenos Vd., buen hombre, esa historia, porque supongo que será una historia, para que sabiéndola no volvamos a incurrir en semejante desliz.

-¿Con qué no saben Vds. por qué se hizo ese puente? -preguntó el guía como dudoso.

-Ni una palabra -dijo Mauricio.

-Pues entonces se lo referiré como a mí me lo han referido, y como se refiere en todo el país.

Hace ya muchísimos años que vivía en estas inmediaciones una señora joven y hermosa, de inmensas riquezas, que poseía todos los terrenos de una y otra orilla del río Eume, que entonces era muy poco caudaloso.

Un día atravesó la dama sus aguas en una ligera góndola para recorrer sus haciendas de la ribera opuesta, con objeto también de oír las súplicas de sus vasallos, y socorrer a los más necesitados, porque era tan —36— caritativa y bondadosa como bella.

Detúvose más tiempo del que pensaba, y al volver a buscar su batel2 para restituirse al castillo, se encontró con la inesperada novedad de que el río había salido de madre, y estaba convertido en un brazo de mar como es hoy día.

La góndola y los dos hombres que con ella quedaron no parecieron; mas, porque sin duda fueron arrastrados por la corriente.

Entonces la castellana3, que tenía el defecto de ser un poco arrebatada de genio, se entregó a la mayor desesperación, e irritada con el obstáculo que le impedía volver al instante a su casa, donde parece que le llamaban asuntos urgentes, prorrumpió en una terrible blasfemia.

Al punto se dejó ver a su lado un joven de gallarda presencia, aunque de mirada torva y maliciosa, quien acercándose respetuosamente, la dijo:

-Veo que estáis desesperada por el contratiempo que acabáis de sufrir, y vengo a ofreceros mis servicios: ¿queréis pasar al momento el río a pie enjuto y sin el menor riesgo?

-Ciertamente que sí, repuso la señora, mas, ¿quién es capaz de hacerme este servicio?... A buen seguro que no serás tú.

-Os equivocáis, noble dama; en este mismo instante puedo complaceros.

-¿Tienes alguna góndola?

-Tengo el medio de trasportaros sin reclamar de vos otra recompensa, que el que os dignéis sellar con vuestro anillo este pergamino.

La señora, o porque creyese que se trataba de cosa más tenue, o porque acalorada no reflexionó lo que hacía, puso el sello, sin detenerse a mas contestaciones, en el pergamino, y al punto apareció formado este puente magnífico, tal y como le ven Vds. ahora, si bien, despidiendo un olor a azufre que apestó toda la comarca, lo cual prueba que se hizo por arte diabólica.

Ya habrán Vds. adivinado que el mancebo no era otro que el mismo Satanás, y que el pergamino contenía una escritura en regla, en virtud de la cual la impaciente y mal aconsejada dama se obligaba a entregarle su alma en el momento que lo exigiese, como recompensa de su trabajo.

Llegó este momento cuando ella menos se lo esperaba, y el diablo llevó a la señora a la parte más elevada del puente para que, arrojándose de allí le pagase la deuda que había contraído.

En tan angustioso momento llamó la desgraciada a María Santísima, que siempre buena y compasiva con los pecadores, acudió en persona desde las más remotas regiones del cielo, y arrancó aquella alma de las garras del común enemigo, que despechado al ver perdida su presa se hundió en el abismo.

Para eterna memoria de este suceso se fabricó en medio del puente, y en el mismo sitio en que aconteció, una capilla dedicada a la Virgen, que es la misma que Vds. han visto cuando pasamos.

-Y desde entonces -añadió Caunedo-, se llamó este puente Ponte-do-Eume, que en lenguaje del país quiere decir Puente del Diablo, y de aquí se dijo luego Ponte-Demo y hoy Ponte o Puente de Eume.

-¿Con que también Vd. sabía la leyenda del puente y se la tenía callada? -dije yo a nuestro amigo. —36—

-También la sabia, pero me pareció mejor que la oyesen Vds. de boca del paisano.

-Apruebo la idea -prosiguió Mauricio-, porque de este modo se divide el trabajo.

-No entiendo lo que quiere Vd. decir.

-Muy sencillo, el paisano ha referido la leyenda y Vd. nos referirá la historia. Después de los tiempos fabulosos vienen los tiempos históricos.

-Es muy justo, y voy a complacer a Vds. La historia de este puente no es muy remota, ni tampoco muy larga: por ella sabemos que Fernán Pérez de Andrade, el Bueno, conde de Lemos y Andrade, lo hizo construir en los años de 1382, hasta 1388, y que se compone de cincuenta y dos arcos, y tiene de largo mil quinientas varas4.

-¿Nada más? -preguntó Mauricio viendo que Caunedo5 guardaba silencio.

-¿Y qué más quiere Vd.? Le he dicho el fundador, la época de su fundación y la magnitud; ¿cabe otra cosa en la historia de un puente?

-Sin duda que no; pero vea Vd. la razón por que yo prefiero las leyendas a las historias. Aquellas, si no son muy verídicas, son por lo menos más amenas.

Estábamos ya en la villa de Puentes de Eume, situada al extremo del puente de su nombre, cuando acabó este diálogo, y como era completamente anochecido, determinamos quedarnos en ella hasta el siguiente día.

FUENTE

Mellado, Francisco, Recuerdos de un viaje por España, 1849, tomo II, n.º 8, págs. 35-36.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.

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