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Razón y sentido de la poesía dialectal: el caso de Vicente Medina

Francisco Javier Díez de Revenga





Las sugerencias que figuran en el título de estas páginas tienen mucho que ver con el poeta recordado en este monográfico: José María Gabriel y Galán. Pero nuestras reflexiones sobre el particular se van a centrar en otro poeta que se expresó en un castellano no normalizado: Vicente Medina. ¿Era Vicente Medina un poeta dialectal? ¿Qué entendemos por poeta dialectal? ¿Puede existir realmente un poeta dialectal? ¿Qué objetivos persiguió Medina escribiendo poemas en los que afloraban rasgos lingüísticos de las hablas murcianas? Y circunscribiéndonos a Murcia, podríamos hacernos otras preguntas más ambiciosas: ¿Existe el dialecto murciano? ¿Qué diferencia hay entre un dialecto y un habla? ¿Qué distancia hay entre el habla, es decir la lengua oral, y la literatura, como una de las posibles realidades de la lengua escrita?

Hay poetas españoles, fundamentales en la historia, situados en épocas de crisis, como lo es el paso del siglo XIX al XX, que no han tenido la fortuna de ser editados y divulgados con el rigor, la frecuencia y la atención que han recibido otros grandes poetas de su tiempo. Vicente Medina (Murcia, 1866-Rosario de Santa Fe, 1937) encarna de maravilla al tipo de poeta español de aquellos años que no alcanzó la fortuna de una aceptable difusión. Relegado a los límites de una región española, Murcia, apenas sí es conocido fuera de su tierra tan solo por medio de alguno de sus poemas, como podría ser su difundida «Cansera», inexcusable en las antologías poéticas de aquella etapa. No es difícil diagnosticar las causas de este olvido general: hablamos de un poeta regional que escribió su obra más valorada, Aires murcianos, en lengua dialectal o en castellano con rasgos de las hablas murcianas, dando entrada a una fonética y un léxico, que el poeta intentaba dignificar oponiéndose al por él denostado «panocho», lenguaje populachero propio de las coplas satíricas de las fiestas de Murcia, con el que Vicente Medina nada tiene que ver. Además, el poeta se marchó de España, emigró a Argentina, y allí no supo o no quiso evolucionar hacia una modernización de sus recursos poéticos ni someter sus ideales estéticos a una prudente revisión, al tiempo que su inspiración experimentaba una notable decadencia, mientras prolongaba románticamente su fe en unos supuestos filológicos, costumbristas e incluso sociales que, con los años, quedaron trasnochados.

Y es que, en efecto, Vicente Medina no solo cultivó la poesía con rasgos dialectales sino que además teorizó y con muchos aciertos intuitivos sobre su propia condición de poeta dialectal, a lo que unía su lucha por la conservación de un patrimonio, el patrimonio de la lengua, en cuya defensa, justa y razonable, coincidió con otros espíritus sensatos sin admitir los despropósitos de algunos, los excesos de otros. Muchos fueron los que advirtieron que algo se perdía, debido al descuido de estos y de aquellos. Emilio Díez de Revenga1, en un texto muy poco recordado, expresó ideas que aún tienen validez, a pesar de estar escritas en 1927: «Cuando los de la generación actual hablamos de nuestras cosas murcianas parece que impregnamos las palabras en una ráfaga de melancolía y que experimentamos espasmos silenciosos de adiós, de despedida, y de dolor. Es que nos asalta el temor de que nuestros cantares populares, los trajes típicos y tradicionales del país, el habla de la Huerta, el espíritu palpitante en los sentimientos de nuestro pueblo, desaparezcan y se esfumen en los piélagos grises de la uniformidad. Es que somos presa del doloroso sentimiento causado por la desaparición próxima de los hombres representativos de una restauración de energías latentes en el alma murciana: porque cuando esa restauración parecía iluminarse con resplandores de aurora, tornóse en crepúsculo vespertino y los cantos matinales en elegías de ruiseñores que al atardecer se mecen en una rama de laurel».

Vicente Medina estuvo siempre preocupado por la cuestión lingüística y hay en sus obras juicios suyos muy conocidos por haber sido publicados en diferentes ocasiones, y por el propio Medina el primero. Quien tenga interés en conocer sus preocupaciones en este campo, desde fecha muy temprana, puede leer la polémica que se mantuvo con F. Bautista Montserrat, por cuestiones lingüísticas en 1899, y que está reproducida en su edición de Aires murcianos de Rosario de Santa Fe2. Se explicaba así Medina, en palabras, que también recordó en alguna ocasión Muñoz Garrigós3, dado su interés para la cuestión que nos ocupa: «Esa ternura y delicadeza desaparecerían en cuanto yo emplease "icillo, zagaliquio, ambustia" y otra infinidad de palabras que a mí me parecen de marcado sabor cómico y de mal gusto para la nota general de mis composiciones: prefiero emplear términos delicados y tiernos porque así lo requiere la labor artística porque es misión sagrada la de ennoblecer el lenguaje, poniendo de relieve sus bellezas, y, sobre todo, porque la generalidad del pueblo murciano se expresa así como V. mismo dice en lo que seguidamente copio: "Hay en el lenguaje de sus Aires murcianos, algo del huertano de hoy en día, transformado en su habla como en su indumentaria, hasta casi confundirse con el obrero de la ciudad: algo también del huertano típico, de 'monteriquia' y zaragüelles en todo el apogeo de sus viejas costumbres".

Pues sí, señor: ese es el lenguaje que yo trato de copiar: el habla murciana tal y como es hoy, sacando una nota general de color de toda la región murciana. Yo no trato de imitar siquiera el anticuado "panocho" de bandos y "soflamas", a que V. sin duda se refiere.

Ese "panocho" no es el habla murciana del día y creo además que, aun remontándose a su tiempo, bien analizado por quien entonces le hablara, o le oyese hablar, resultaría plagado de infinidad de exageraciones que se le atribuían buscando el efecto cómico, grotesco, bufo, único en fin de los que tal habla cultivaron».

Vicente Medina mezclaba en sus observaciones teóricas dos conceptos que nos parecen perfectamente compatibles. De un lado la reproducción del lenguaje del pueblo, de la huerta, porque él lo consideraba genuino, original, lleno de fuerza vital y de entereza humana, porque era un lenguaje sin alambiques y por lo tanto era un lenguaje natural. Y en segundo lugar la condición estética de este lenguaje: eso que él denomina dulzura o valor artístico. Naturalmente en su carácter genuino y en su originalidad llevaba aparejada esa calidad artística, en cierto modo presidida por el sentido de la moderación, por el sentido de la medida. Por ello rechaza, con firmeza, las exageraciones y los excesos propios del lenguaje carnavalesco de las «soflamas» y de los «bandos», que, además de no corresponder a la realidad, llevaban aparejada una burla de los modestos hablantes dialectales. Esto es tan absolutamente cierto como que, hoy día, este tipo de poemas sirven para hacer reír a la gente, junto a un buen plato de longanizas y morcillas mientras se escancia un agresivo vino viejo de Jumilla.

Vicente Medina, que quería cantar a la huerta de Murcia en su realidad, con su vida cotidiana, con sus pesares, con sus calamidades, huía de este tipo de lenguaje y lo rechazaba. Él mismo confesaba, muchos años después, cuando grabó para el Archivo de la palabra su voz, que sus Aires murcianos nacieron para esto, aunque restringe el objetivo de sus poemas, que intentaremos más adelante aclarar. Escribía en 19324: «En mi tierra se cultivaba un lenguaje llamado panocho. Lenguaje de soflamas carnavalescas que, imitando el habla regional, la ridiculizaba con acopio de deformaciones y disparates grotescos.

Me indignaba por eso este lenguaje "panocho". Tal indignación engendró mi ansia de reivindicar el lenguaje de mi tierra que no era, ni es, otra cosa que un castellano claro, flexible y musical, matizado con algunos provincialismos de carácter árabe, catalán y aragonés».

Medina no solo empezó a escribir, como ha asegurado él mismo en más de una ocasión, sus Aires murcianos para defender el lenguaje regional de Murcia. Sin duda, sus objetivos iban más allá. De acuerdo con lo que dejé establecido en mi edición de la Antología poética5, Vicente Medina ha sido juzgado como poeta regional, debido a los usos de las hablas murcianas en su poesía, y debido a que canta una zona particular de España, la huerta de Murcia. Se aplica entonces un criterio geográfico o lingüístico para caracterizarlo o para denominarlo y no está mal que así se haga, porque son verdades históricas incontrovertibles: vivió en Murcia, cantó a Murcia desde Murcia y desde la emigración y usó el lenguaje de Murcia. Pero también hay que aplicarle un criterio histórico-literario, como hizo de forma pionera José María de Cossío6, y buscar entonces más allá. Vicente Medina, de acuerdo con las corrientes de la literatura de su tiempo, que se desarrollaron más ampliamente en la novela y en el teatro, quiso, sobre todo, representar la realidad de su tierra, con sus miserias, con sus verdades, y eso era, sin duda ninguna, naturalismo. Medina lo escribió con toda claridad en su libro La canción de la vida, en «De mi vida»7: «Desde entonces quedó definido claramente mi carácter literario. Géneros: la poesía y la dramática. Escuela: la naturalista. Asuntos: la vida actual, sus luchas, sus dolores, sus tristezas. Tendencias, radicales. En mi labor, dos literaturas al parecer: regional y general; a mi entender, una sola: la popular».

Quizá Medina utilizaba grandes palabras sin apreciar muy certeramente su alcance. Mariano de Paco8 y Manuel Alvar9 han comentado esta frase y han dudado de que Medina supiese exactamente lo que era el naturalismo. Y Alvar ha señalado las muchas características del naturalismo que están ausentes de la poesía y del teatro de Medina, sobre todo aquellas más radicales. Pero Medina también quería ser radical, como él mismo dice, porque quería estar muy cerca del pueblo más deprimido, de aquellos que sufrieron directamente todas las calamidades de las diferentes crisis del siglo XIX que culminaron en el Desastre del 98: caciquismo, mala administración, corrupción, atrasados sistemas de producción agrícola, desastres naturales como las inundaciones o la sequía, contra la que no había ni planes hidráulicos ni soluciones socioeconómicas, porque el atraso del país era absoluto.

La huerta de Murcia, que ha sido evocada muchas veces como un espacio idílico y arcádico, aseguran los historiadores más rigurosos que era muy rica, pero que estaba sometida a muchos agentes negativos, incluso de tipo sanitario. Las aguas que servían para el riego no eran muy salubres para el consumo, el clima era agresivo, excesivamente húmedo y propiciaba las enfermedades y la mortalidad infantil, presente muy agudamente en tantos Aires murcianos. Quizá Medina no conocía las teorías sobre el naturalismo de Emilio Zola y no había leído La cuestión palpitante de Emilia Pardo Bazán, pero sí era un consumidor de la literatura de su tiempo y adoraba a escritores como Valera, Pereda, y sobre todo Galdós o Clarín, que le enseñaron que la manifestación de la realidad no era solo realismo. Que había algo más. Y el mundo rural, que tanto juego había dado en la novela naturalista y en el teatro de la misma tendencia, a través del drama rural, ese mismo mundo rural era el que a Medina le había ofrecido un terreno donde practicar el naturalismo, y hablarnos de enfermedades y de muerte, de desánimo, de hastío, de desesperación, de pasión en los amantes, de sensaciones primarias, de sentimientos exacerbados...

Pero volvamos a la cuestión que ahora nos ocupa. Vicente Medina como poeta dialectal. Vicente Medina incluso como dialectólogo. Hay un texto suyo que para mí tiene un valor extraordinario y que no ha sido muy utilizado por la crítica. Es un texto escrito por Medina en 1927, fecha del comienzo de la impresión de su recopilación de Aires murcianos, aparecida en 1929, que comienza con una proclamación y justificación de su estilo: «Todas mis obras regionales, "Aires murcianos", teatro y prosa, son castellanas en su lenguaje: lenguaje popular con aire provinciano -no exclusivo de la región murciana, sino de Albacete, Alicante, Almería en sus límites y contacto con la provincia de Murcia... Además en Aragón se usa mucho el ico: los aragoneses con su castellano llevaron el "ico" a Murcia cuando la conquistó el rey don Jaime.

Soy espontáneo en mi producción literaria sin que me aten y preocupen consideraciones de esta índole; pero hoy, ya en los finales de mi vida y de mi obra, me he puesto a cotejar mis Aires murcianos con el Diccionario de la Academia (1925) y veo que son pocas las palabras que empleo que no están incluidas en él. Y estas pocas yo creo que son castellanas como todas las del Diccionario, únicamente que falta incorporarlas a él como han hecho con otras en 1925 y están haciendo para la edición siguiente.

Aporto mi grano de arena a la gran obra de las lenguas empleando términos que no tienen nada de exóticos ni de anticuados, ni de inventados, desde que son de un buen pedazo de España y desde que están tan vivos que son de uso común y corriente.

La labor de examinarlos y aceptarlos o no para el Diccionario oficial, corresponde a los académicos.

De cada palabra empleada en este libro no incluida todavía en el Diccionario de la Academia (1925), doy, con llamadas, la acepción o la palabra sinónima de dicho Diccionario y, al final del tomo, un prontuario de todas ellas.

Haré, si puedo, esto también con mis demás libros, nuevos o reeditados, y, al final, si las fuerzas me alcanzan, un resumen de estos prontuarios. Un vocabulario. ¿Merece la pena? Creo que sí.

A los sesenta años me he puesto a estudiar un poco de francés, y en algunas lecturas de esa lengua encuentro con ingenua sorpresa (¡yo pobre ignorante de tantas cosas!) bastantes de mis términos pueblerinos (¡siento no haberlos anotado!) y quizá muchos no incorporados al Diccionario oficial teniendo como tienen, posiblemente, una etimología latina o de otras lenguas madres.

Si los años me ayudan, puede que haga de esto algún trabajito de espigueo.

Con los grandes adelantos y facilidades que hay ahora en enseñanza, libros y revistas, es lástima que los jóvenes no se dediquen a labores curiosas de estas y que no se establezcan concursos (en los juegos florales, por ejemplo, ya que son tan aceptados por aquello de lucirse y de lucir trapitos y otras cosas), concursos, digo, encaminados al aporte de estas y otras investigaciones de refinada cultura.

¡Tan necesario que les va siendo a los jóvenes, cada día más, aprender idiomas a fondo y tan útil que es para ello conocer bien el propio lenguaje!

Tan necesario, que por lo menos el francés, creo que debe saberlo toda persona medianamente instruida.

Aparte de la directa y corriente utilidad, ¡cuánta otra más fina de honesto e interesante entretenimiento, encontrando a nuestra vida una finalidad de cultura, de ciencia, de trabajo (no por lucro solamente) finalidad en la cual pongamos ilusión y una satisfacción desinteresada!

A propósito de esto, voy a terminar contando un detalle, inocente si se quiere, de estos entretenimientos.

En mi tierra abunda a la orilla de los ríos la "sisea". Yo empleo esta palabra en una de mis composiciones y, al cotejarla con el Diccionario oficial, me encuentro con que no está en él, pero encuentro la sinónima "jisca" y dice: Del céltico "sesea". ¿No es curioso? ¿No es bonito?

¿No habrá muchos vocablos empleados por el pueblo, sobre todo en los rincones de tierra adentro, en que todavía está viva una lengua legendaria? Más que "jisca" se aproxima "sisea" o "sesea".

Con las tradiciones (costumbres, oficios, fiestas, vestimentas, muebles, alfarería, telares, etc.) se va la lengua... ¡Adiós ilusión de mi vida!

Recojamos los restos posibles de ese tesoro que irá a diluirse en ese mar gris del cosmopolitismo vulgar...

¿Cosmopolitismo? Lo amo y lo deseo en el sentido de humanitarismo, de gran comprensión y amor entre los pueblos; pero es triste ver perderse el carácter de los pueblos, que es su gracia...

El día que todo el mundo sea igual, cada uno se quedará en su casa... ¿a qué viajar? Y entonces nacerán nuevos localismos...».

Tras la lectura de este texto, que se comenta por sí solo, y que nos revela una afición filológica en la madurez de Medina nada despreciable, como ya señalamos en nuestra edición de Aires murcianos10, hay que concluir, como señaló Manuel Alvar hace ya muchos años, que la lengua empleada por Medina11 «no es dialectal en sentido lato sino castellana con dialectalismos en sentido estricto, como lo es el resto de la poesía española dialectal en nuestro siglo».

Consiguió el autor de Aires murcianos conservar unas formas ya perdidas y las recreó artísticamente, contribuyendo a enriquecer, con esta paciente labor de salvaguarda, el patrimonio lingüístico de la región. Además, dio cuenta de un estado de lengua y anotó a pie de página, cuidadosamente aunque de forma rudimentaria en muchos casos, pero siempre con aciertos intuitivos, todas aquellas palabras que merecían su atención. Y, para completar la tarea, teorizó sobre la lengua y su realidad, de manera que sus juicios, por su indudable autoridad, se convirtieron, como ha asegurado José Perona, en «la voz de un clásico»12, Y terminamos con palabras de Muñoz Garrigós13 que valoró, con rigor científico y con justicia, las aportaciones de Vicente Medina: «Esto es lo que hizo nuestro poeta con el dialecto de su tierra y lo que muy pocos han acertado a hacer después, bien sea porque han buscado su vehículo expresivo fuera de su entorno, bien sea porque lo han tergiversado hasta el punto de despersonalizarlo y restarle autenticidad».





 
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