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Recepción de la novela gótica y sentimental europea

Enrique Rubio Cremades





En la primera mitad del siglo XIX convergen distintas manifestaciones prosísticas que ya habían obtenido con anterioridad un notable éxito. Tanto la novela gótica como la sentimental europea encuentran perfecto acomodo gracias a las sucesivas traducciones publicadas por los principales editores de la época. A finales del siglo XVIII son frecuentes las traducciones de novelas sentimentales francesas, como las de Florian o Madame de Genlis. Con la influencia de las traducciones se produce un cambio en la forma de concebir la novela. La profusión de autores extranjeros es evidente en los albores del siglo XIX: se lee Corina de Madame Staël, y Matilde o las Cruzadas, Malvina y Amalia de Mansfield de María Risteau, más conocida con el nombre de Madame Cottin. Obras en las que se reafirma el sentimiento, el exotismo, el concepto deísta de la providencia, la moral asustadiza y el tono lacrimoso. El mundo de ficción creado por estos novelistas remite al lector a un universo idealista, alejado de la realidad y absorto o ensimismado en situaciones tremendamente complicadas. Los selváticos paisajes escandinavos o americanos nos trasladan a un mundo lejano, a un contexto geográfico completamente nuevo en el que lo emotivo adquiere nuevas interpretaciones. No menos interesantes al respecto son las traducciones de obras inglesas. Por estas fechas son leídos en España Swift o Richardson, autores que junto a otros de procedencia italiana o alemana (recuérdese el Robinsón de Campe y el Wérther) configuran el panorama literario de la España de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. El éxito de estos autores no alcanzó entre nosotros la misma magnitud que en otros países, pues la rígida censura impuso fuertes trabas a su difusión.

La novela sentimental suele ir con frecuencia destinada a un público femenino, aunque a diferencia de la llamada novela moral y educativa no busca únicamente moralizar. La relación amorosa difiere mucho del amor-pasión propio del Romanticismo. De los autores españoles que con mayor insistencia prodigaron los recursos propios del género cabría citar a Martínez Colomer, autor, según Guillermo Carnero, que utiliza toda la parafernalia sentimental: «Sus personajes padecen abundantes lágrimas y suspiros, les invaden temblores convulsivos y fríos sudores; caen desmayados, se arrancan el cabello, rasgan sus vestidos, gritan, corren enajenados o quedan petrificados y mudos; hablan entrecortadamente, pronunciando frases incompletas y sin sentido y abundantes exclamaciones o angustiosas preguntas» (1985, pág. 34). De no menos importancia al respecto sería la novela La Eumenia de Gaspar Zavala y Zamora, cuyo argumento gira en torno a los sentimientos amorosos de sus protagonistas, al igual que el relato en verso La Luciana de Antonio Farígola y Domínguez, mundo de ficción en el que el amor se erige como el principal protagonista de todos los lances referidos por el autor. Francisco Brotons es, al igual que los anteriores, uno de los autores más representativos de la novela sentimental gracias a la publicación del relato La seducción y la virtud, o Rodrigo y Paulina (1822). La novela, escrita en forma epistolar, establece dos puntos o polos contrapuestos: la virtud, representada por Paulina, y la seducción o el vicio personificado en la figura de Rodrigo. Por estas fechas aparecen novelas redactadas por mujeres, cuya carga emotiva y sentimental configura y da vida al mundo de ficción creado, como en el caso de Segunda Martínez de Robles, autora de la novela Las españolas náufragas, o correspondencia de dos amigas (Madrid, 1831). En idéntica trayectoria podría considerarse la novela Sofía y Enrique de Vicenta Maturana Rodríguez (Madrid, 1829). Ambas autoras fueron también traductoras de obras francesas. José F. Montesinos (1966, págs. 157, 165) señala que Segunda Martínez tradujo en 1834 El pequeño Grandisson de A. Berguin, y Vicenta Maturana realizó la versión al castellano de la obra Ida y Natalia de D'Arlincourt, en 1841. De gran importancia son también las novelas La mujer sensible (1831) y Gerardo y Eufrosina (1831) de Manuel Benito Aguirre y José López Escobar, respectivamente, obras que, al igual que las anteriores, se debaten entre un tipo de relato con fuerte carga moral y no pocas dosis de sensiblería al uso. En líneas generales se trata de relatos que hoy día pueden considerarse como auténticas rarezas bibliográficas, de nula calidad literaria y concebidas para un público con escasa preparación intelectual.

La novela gótica o de terror es otra de las manifestaciones novelísticas de amplia recepción en la Europa de mediados del siglo XVIII y de gran incidencia en la literatura española de comienzos del siglo XIX. La novela gótica se inicia en Inglaterra con la obra Fernando, conde Fathom (1753) de Tobías Smollett. Sin embargo, la consagración del género se deberá a la obra El castillo de Otranto de Horace Walpole. Guillermo Carnero destaca los recursos propios del género: muertes misteriosas, estatuas que cobran vida, esqueletos y fantasmas que recorren el castillo haciendo rechinar oxidadas armaduras... Walpole, a juicio de Carnero, «ha sentado las bases del género: un protagonista impío, orientado fatalmente al mal; el castillo repleto de misterios terroríficos; la acción situada en la Edad Media; y la afirmación de que existen acontecimientos que escapan a las leyes habituales de la Naturaleza, y que tienen idéntico grado de realidad» (1983, pág. 109; véase una catalogación de las características del género en Carnero, 1993, págs. 524-528). La querencia del lector por la fantasía macabra y por lo gótico en los años que preceden al triunfo del Romanticismo español es un hecho que no sólo se puede constatar entre los novelistas españoles, sino también en los extranjeros. En las primeras décadas del siglo XIX la literatura europea experimenta un creciente interés por lo terrorífico, popularidad que llega a formar una especie de sustrato sobre el que se construye toda la literatura romántica (Gies, 1988, pág. 61). Salvo en contadas ocasiones, la novela de terror española sólo es capaz de recoger los elementos o motivos aportados por autores extranjeros. Incidencia tardía y de escasa productividad, tal como se puede constatar a través de los repertorios bibliográficos referidos a la periodicidad de dichas traducciones, y de las catalogaciones realizadas por José F. Montesinos (1966) y Ferreras (1979).

La escasa producción nacional es en lo sentimental y lo gótico un hecho que se puede apreciar igualmente gracias a los ya citados repertorios bibliográficos. A finales del siglo XVIII y comienzos de la siguiente centuria la situación presenta escasas variantes, pues la relación de títulos existentes es harto elocuente: La Leandra de Valladares de Sotomayor, La Serafina de Mor de Fuentes, La filósofa por amor de Francisco de Tójar, La Eumenia de Gaspar Zavala, El viajador sensible de Bernardo María de Calzada, los relatos de Pedro Montengón, El Valdemaro de Vicente Martínez Colomer, Voyleano o la exaltación de las pasiones de Vayo... No existió tampoco en España una auténtica producción de novelas de terror, salvo la Galería fúnebre de historias trágicas, espectros y sombras ensangrentadas, o sea, el historiador trágico de las catástrofes del linaje humano de Agustín Pérez Zaragoza Godínez, obra editada en 1831, algunos de cuyos relatos llevan un título muy ajustado a los propósitos de la obra, como Bristol o el carnicero asesino y Los dos crímenes. La Galería alcanzó un gran éxito pese a los juicios severos emitidos por Larra y Mesonero Romanos. En el artículo ¿Quién es el público y dónde se le encuentra?, publicado en El Pobrecito Hablador, el 17 de agosto de 1832, Larra refiere al respecto lo siguiente: «¿Será el público el que compra la Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas y las poesías de Salas, o el que deja en la librería las Vidas de los españoles célebres y la traducción de la Ilíada? ¿El que se da de cachetes por coger billetes para oír una cantatriz pinturera, o el que los revende? ¿El que en las épocas tumultuosas quema, asesina y arrastra, o el que en tiempos pacíficos sufre y adula?» No menos mordaz se muestra Mesonero Romanos con dicha obra, parodiándola, al igual que otros relatos al uso, en El Romanticismo y los románticos, o calificándola con epítetos harto negativos en Memorias de un setentón (1880, II, pág. 22). La finalidad de esta «interesante, amena e instructiva colección de horrorosos y verídicos sucesos» -tal como se indica al principio de la obra- es producir intensas emociones de terror y así infundir un odio irreconciliable al crimen. Pérez Zaragoza concibe su obra como un proyecto hermoso a lo Young, invocando las sombras ensangrentadas «relativamente honorables de Shakespeare» y «rehusando hacer la exhumación de las pesadillas de "la sepulcral Radcliffe"», pues éstas parecen no infundir «ese terror saludable que produzca la continencia y el arrepentimiento». Según Zaragoza, su obra iba destinada a un público femenino, lectoras sensibles en palabras del autor, capaces de sentir las vivas emociones experimentadas por los personajes de ficción. Los recursos utilizados no difieren de los ya apuntados con anterioridad: mansiones solitarias, gritos de lechuzas y mochuelos en noche cerrada, duendes, apariciones fantásticas, cabezas ensangrentadas, puñales, venenos, ajusticiamientos... Como señala Russell P. Sebold, «lo que era escándalo de los neoclásicos iba a ser la delicia de los románticos, y sin este completo viraje moral ni aún se había llegado a concebir la Galería fúnebre [...] En la primera de estas obras el autor resumiría en la forma más concisa posible la nueva moralidad: El crimen tiene su heroísmo» (1983, pág. 153).

En la novela gótica o de terror el lector se enfrenta a un mundo de ficción en el que las escenas truculentas y macabras están descritas con gran crudeza y precisión. El autor mostrará gran interés por el detalle macabro, por la sangre; sin embargo, nunca logrará sugerir la clásica irracionalidad que caracterizaba a los ingleses. La novela gótica influirá parcialmente en otros modelos narrativos, como en la novela histórica. Una lectura atenta de las novelas históricas más representativas del Romanticismo español nos remitiría a no pocos episodios propios de las novelas de terror: pasadizos ocultos, puertas secretas, palacios o castillos aislados, sepulcros, lóbregas celdas, cadáveres mutilados, apariciones fantásticas. Pero la auténtica novela de terror está basada, precisamente, en la irracionalidad del universo y la sinrazón de los actos del ser humano; de ahí que la novela romántica española -tal como apunta Carnero- adolezca en este sentido de una gravísima limitación: «la poca audacia que demuestra al dar siempre una explicación racional a lo extraordinario, y la tosquedad con que plantea las explicaciones de carácter psicológico. Es sintomático el procedimiento por el cual se destruye el rico entramado de la ficción sobrenatural» (Carnero, 1973, pág. 15). Palabras que encuentran confirmación en numerosos relatos del género. Recuérdese la novela El señor de Bembibre de Enrique Gil y Carrasco: cuando el fiel criado Millán encuentra el cuerpo de su señor, don Álvaro, «inanimado y frío, apartados los vendajes, desgarradas las heridas y toda la cama inundada en sangre» (Gil y Carrasco, 1844, pág. 139), la aparente muerte tendrá su explicación en páginas posteriores, al señalar el autor que todo se debió a la ingestión por parte de don Álvaro de un bebedizo preparado por Ben Simuel. A partir de este preciso momento la muerte de don Álvaro complicará la trama argumentad doña Beatriz, al estar convencida de su muerte y a instancias de su madre, se casará con el conde de Lemos, y don Álvaro, por despecho amoroso, decidirá ingresar en la Orden del Temple. La aparición de un personaje misterioso se realiza en Gil y Carrasco como si de un espectro se tratara: «Si el sepulcro rompiese alguna vez sus cadenas, sin duda creería que la sombra de don Álvaro era lo que así se le aparecía. El caballero se alzó lentamente la celada y dijo con una voz sepulcral: ¡Soy yo, doña Beatriz (Ibíd., págs. 165-166). No menos interesante es el caso de la novela Sancho Saldaña, al describir su autor, Espronceda, duelos que tienen toda la apariencia de un desenlace fatal, pues los contendientes reciben terribles y mortales heridas, como Saldaña, con el yelmo partido en dos y «echando un río de sangre por ojos, orejas y narices»; o Hernando, cubierto de sangre y emitiendo suspiros muy parecidos a los estertores de un moribundo. Ambos curarán de sus heridas, no por causas sobrenaturales sino por la ciencia de un personaje, el judío. Muertes aparentes, cadáveres mutilados, regueros de sangre los encuentra el lector en la novela de Espronceda en la figura de Usdróbal, dado por muerto en un principio y resucitado al final de la novela para defender a Zoraida de las acusaciones formuladas en el Juicio de Dios. La nueva aparición se explica no como un hecho sobrenatural, sino simplemente porque Usdróbal cambió sus ropas con las de un cadáver terriblemente mutilado y ensangrentado.

Recursos no menos insistentes que los anteriores aparecen en las descripciones de ambientes: pasadizos ocultos, subterráneos, puertas secretas. En la citada novela de Espronceda la bella Zoraida, conocedora de los complejos laberintos del castillo, aparece y desaparece ante el estupor de la soldadesca. Tales apariciones harán posible que a Zoraida se la considere como un ser demoníaco o sobrenatural, con poderes mágicos. Algo parecido en lo que atañe a pasadizos ocultos sucede en El doncel de don Enrique el Doliente de Larra, cuando don Enrique de Villena, sonriendo con expresión sardónica, pulsa un resorte oculto que le hace desaparecer de la habitación, como un espectro que se hunde en la pared o que se borra y desvanece al mirarlo detenidamente. No menos interesantes son los recursos utilizados por López Soler en Los bandos de Castilla, novela pródiga en episodios de idéntico matiz. Incluso su autor engarza las descripciones propias de la novela gótica con relatos no menos terribles y espeluznantes, acrecentándose así toda esta atmósfera que, aunque parezca irreal, tendrá una explicación lógica y coherente, como el episodio que dos damas protagonizan en una noche cerrada y con gran aparato eléctrico. Refugiadas en un panteón, Beatriz relata a Blanca una historia acorde con lo que sucede en su entorno, en donde se conjugan todos los elementos característicos de los relatos de terror: crujir de ramas, silbar del viento, panteones, aves nocturnas que irrumpen violentamente, espectros... Recursos narrativos que incidirán de igual forma en otras novelas de la época y en los productos llamados subliterarios o infraliterarios, como las novelas de folletín. Otro tanto ocurrirá en un determinado número de melodramas románticos, impregnados hasta la saciedad de todos estos elementos de fácil adaptación. Examinar los relatos históricos del Romanticismo sin tener en cuenta estos recursos estilísticos sería pecar de parcialidad. Analizarlos desde la exclusiva óptica ideológica o histórica sería, igualmente impreciso. Todos estos rasgos confluyen en la novela y sólo la calidad literaria del autor será capaz de desbrozar lo innecesario y superfluo para poder así dignificar un género literario que, aun con sus defectos, alcanza cotas de máxima popularidad.





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