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Reconsideración del Romanticismo en la Tercera serie de los «Episodios Nacionales» de Galdós

Ermitas Penas Varela





La costumbre académica dicta homenajear al profesor que se jubila, en este caso colega y amigo, con un trabajo relativo a las líneas investigadoras que han sido o son centro de su interés. Por eso, mi modesta aportación, como indica su título, versará sobre dos campos que Salvador García Castañeda ha cultivado1.

Rodolfo Cardona, maestro de galdosistas, sostiene que La campana del Maestrazgo, quinto episodio de la tercera serie, es un «palimpsesto romántico», empleando el sustantivo en sentido metafórico. Lo que justifica afirmando que en él «se dan cita temas, motivos, personajes, ambientes y argumentos relacionados con el Romanticismo» (1998, 129). María del Pilar Palomo, por su parte, acepta el antedicho marbete para la novela pero parece asignar a la palabra palimpsesto un sentido recto, no figurado, como: «manuscrito antiguo que conserva huellas de una escritura anterior borrada anteriormente». Lo cual le lleva a decir:

«No sé si el término palimpsesto sería el oportuno para todos los volúmenes de la Tercera serie [...] porque la crónica del Romanticismo que en ellos se desarrolla tiene poco de escritura oculta o de mensaje escondido».


(2008, 5)                


De otro lado, M.ª del Prado Escobar Bonilla (2004) considera, desde una línea genettista, que el Romanticismo funciona como hipotexto de todo el conjunto.

Conviene aclarar, para evitar confusiones como las anteriores, que cuando en Narratología se habla de palimpsesto, aun teniendo en cuenta parcialmente el significado literal, se piensa en la reformulación hecha por Gerard Genette en 1982: texto que refleja otro subyacente. Es decir, se trata de la relación entre dos textos. Lo que vale también para la noción de hipertextualidad, el vínculo que «une un texto B», el hipertexto o «texto en segundo grado [...] derivado de otro texto preexistente», a «un texto anterior A», el hipotexto (1989, 14).

Por tanto, el Romanticismo en general no debe ser calificado de hipotexto, ni un episodio o los diez de la tercera serie de palimpsesto o hipertexto de aquel movimiento. Lo cual no quiere decir que determinados pasajes galdosianos no puedan identificarse con la modalidad transtextual de la hipotextualidad al ser hipertextos de otros hipotextos románticos o no. Así, por poner algunos ejemplos, el final del Don Álvaro de Rivas lo es del de La campaña del Maestrazgo, la novelita intercalada del Quijote, «Historia de Marcela y Crisóstomo» de las relaciones de Nelet y la hija de Luco, de igual nombre que la protagonista cervantina; algunos escritos, por su estilo, de Miguel de los Santos Álvarez de la epístola de Pilar de Loaysa en La estafeta romántica (Hinterhäuser: 1963, 355); las cartas del Werther goetheano de las cruzadas entre Aura y Fernando en Mendizábal, sus apasionados diálogos de los de Anthony (Hinterhäuser: 1963, 353) o el coloquio de ambos, de calle a balcón, de la escena homónima de Romeo y Julieta, de Shakespeare, en la misma novela2.

Hechas estas salvedades, no es ocioso recordar que la crítica ha reconocido unánimemente la trascendencia que cobra el Romanticismo en esta tercera serie de los episodios galdosianos, advertida ya por Clarín desde su recepción inmediata. Montesinos, reparando en su complejidad, consigna respecto de aquel movimiento decimonónico: «Elemento perturbador hasta cuando es simplemente materia de estudio, de tal modo se nos escabullen de entre las manos sus esencias» (1973, 38). Por eso habla de sus varios modos, aparte del literario, como «clima moral y mental [...] un estilo vital» (1973, 38), a mi entender traducibles en diferentes funciones, estrechamente unidas, que el Romanticismo realiza en la tercera serie.

Sin duda, este no solo crea el marco cronológico o, si se quiere, el tiempo de la historia de las diez novelas, sino que lo va pautando según su devenir en España, vinculado, además, a la historia: el esplendor del Romanticismo durante la primera guerra carlista y regencia de M.ª Cristina, la decadencia tras la paz propiciada por el Convenio de Vergara y la regencia de Espartero, y la próxima extinción en las fechas de las bodas reales. Así, el narrador en referencia a los momentos de apogeo durante la época mendizabalista (1835-1836), comenta en tono burlón:

«Era moda entonces morirse en la flor de la edad, tomando posturas de fúnebre elegancia, Habíamos convenido en que seríamos los más bellos cuanto más demacrados y entre las distintas vanidades de aquel tiempo no era la más floja la de un fallecimiento poético, seguido de la inhumación al pie de un ciprés de verdinegro y puntiagudo ramaje»3.


(203)                


Situación diferente a la que la misma voz narradora pinta en 1844:

«Remitía ya la fiebre romántica; iba pasando ya la violencia en las pasiones, comúnmente fingida [...] pasaba también la humorada suicida, y la monomanía de poblar de cipreses y sauces el campo de nuestra existencia».


(1291)                


Desde lo más externo, parece obvia una función informativa sobre la vida española de aquellos años, tanto en las zonas rurales y ciudades provincianas como, sobre todo, en Madrid. Precisamente porque las nuevas tendencias, desde las ideológicas hasta las modas, se desarrollan en la Capital. En este sentido, se ofrece al lector una completa visión del ambiente romántico protagonizado por los escritores, de los que se hace amigo el protagonista, Fernando Calpena. Larra, Mesonero, Espronceda, Ventura de la Vega, Escosura, Bretón de los Herreros, García Gutiérrez, Hartzenbusch, etc. pueblan las páginas de esta tercera serie, pero también se da noticia de sus textos literarios, de los estrenos de los dramas tanto españoles -El trovador, Las amantes de Teruel-, bien conocidos por Galdós4, como extranjeros -Anthony, de Dumas-, de sus centros de reunión -la tertulia del Parnasillo-, de la prensa en la que muchos escribían y de sus actividades políticas.

Todos estos muchachos de la segunda generación romántica, artífices del romanticismo literario, son contemplados por Galdós como agentes de «una renovación de la vida española» (Regalado García: 1966, 333). Por ello son saludados con complacencia por el narrador, aunque tratados con ironía en sus usos y costumbres:

«Aquella juventud en medio de la generación turbulenta, camorrista y sanguinaria a que pertenecía, era como un rosal cuajado de flotes en medio de un campo de cardos borriqueros, la esperanza en medio de la desesperación, la belleza y los aromas haciendo tolerable la fealdad maloliente de la España de 1836».


(273)                


Por otro lado, la cosmovisión y el espíritu románticos funcionan también como alentadores de los acontecimientos históricos y de una determinada forma de hacer política. En este sentido, la guerra carlista es considerada con frecuencia una contienda romántica, así reconocida, incluso, por la simple de doña María Tirgo5. Y Montesinos apostilla que el confrontamiento civil adquiere primacía en la creación de la atmósfera romántica (1973, 40), en lo que también colabora la extrema lucha política entre los partidos. Dos aspectos de la historia decimonónica que R. Gullón cree factor determinante en la «intensidad» (1974, 52) de aquel ambiente.

Pero también, teniendo en cuenta la identificación liberalismo-romanticismo, Galdós presenta durante la Regencia de la Gobernadora la red de intrigas y conspiraciones fraguadas, como en la época de Fernando VII, en las sociedades secretas masónicas que frecuentaban los liberales progresistas. Y no es baladí por cierto, que manteniendo el binomio antes aludido, un personaje histórico como Mendizábal encarne el Romanticismo, tal como lo considera el narrador. Sus comentarios en relación con el lamentable, aunque incruento, duelo que enfrentó al primer ministro con Istúriz, el 13 de abril de 1836, es asimilado por él a la nueva mentalidad encarnada por donjuán Álvarez:

«Para que el romanticismo, ya bien manifiesto en la guerra civil, se extendiese a todos los órdenes, como un contagio epidémico, hasta los ministros presidentes iban al terreno, pistola en mano, con ánimo caballeresco, para castigar los desmanes de la oposición».


(342)                


Lo mismo piensa Pedro Hillo, quien llega a hacer un paralelismo entre la vida del protagonista Fernando Calpena y la política del mandatario, no sin antes mostrar su aversión al tal movimiento y afirmar que el patriotismo de Mendizábal «es un patriotismo... romántico» (175) y que si en «literatura me apesta [...] en política tengo por más funesto aún el romanticismo» (175).

Como advierte R. Gullón, en la tercera serie se «sugiere, por implicación, que el "romanticismo", por cuanto puede tener de apasionado e imprevisor, es causa de que el personaje inventado y el histórico fracasen» (1974, 35), el uno en sus amores con Aura, el otro en la empresa desamortizadora que había acometido6. De acuerdo con ello, algunas criaturas literarias juzgan negativamente esa asimilación romanticismo-liberalismo. Si Pedro Hillo la reprueba en Mendizábal, doña Juana Teresa, marquesa de Sariñán, en Fernando a quien considera de «la cáscara amarga, es decir, romántico» (809).

Además, el Romanticismo adquiere una función intensa y persistentemente individualizadora al encarnarse como pensamiento y conducta de algunos personajes. Montesinos considera que los hay, como José Fago y Nelet Santapau, en los cuales «su romanticismo es más bien innato que adquirido» (1973, 58). Y a ellos habría que añadir, en mi opinión, a Montes de Oca.

M.ª de Prado Escobar Bonilla (2004) los distingue con acierto de aquellos cuya personalidad no está definida por un conjunto de rasgos románticos de carácter permanente, sino accidental. Así, Aura Negretti, Santiago Ibero y, sobre todo, el protagonista, convertido por Galdós en «héroe romántico» (Gullón: 1974, 35) hasta que, como los mencionados, tras una crisis, se desprende de aquella personalidad falsa7.

En este sentido, tiene una importancia fundamental el que Calpena -culto, sensible, inteligente e imaginativo- contravenga su actitud anterior y se convierta en un alocado joven, melancólico y suicida, que vive un apasionado romance con la hermosa Aura, tan insensata como él, quien ha intentado quitarse la vida. En nombre de la libertad individual y de la exaltación egocéntrica del yo, Fernando decide actuar por su cuenta poniéndose al margen de la incógnita dama que le protege y su mentor Hallo.

Pero el héroe no es un romántico en esencia sino que don Benito le crea «una segunda naturaleza» (Benítez: 1990, 106) en contacto con el ambiente que respira, con sus amigos escritores y con la literatura romántica. Una mirada superficial descubre en la tercera serie un auténtico aluvión de referencias a novelas y dramas históricos románticos, por los que se sienten interesados distintos entes ficticios.

Pilar de Loaysa, en contra de la opinión de su marido Felipe, disfruta de varias obras, las niñas de Maltrana y Valvanera se saben de memoria El trovador, Gracia de Castro-Amézaga ha leído a escondidas El doncel de don Enrique el Doliente y algo Nuestra Señora de París, y Demetria lo ha hecho con ambas novelas y otras de Scott, La nueva Eloísa de Rousseau, el Werther de Goethe y varios textos de V. Hugo. Femando, por su parte, es un gran consumidor de literatura romántica, de cualquier género literario, quien, cuando está fuera de Madrid pide a don Pedro o a su madre. Sus apetencias se dirigen a las Noches de Young, a las lúgubres de Cadalso, a las novelas de Scott como La novia de Lamermour y La hermosa joven de Perth, Las desventuras del joven Werther, Gabrielle de Belle Isle de Dumas, Los bandidos de Schiller, los poemarios de Hugo, Hojas de otoño y Las voces interiores, y su drama Angelo, tirano de Padua, Pero, sobre todo, el Anthony de Dumas que ve representar. Además, Pilar de Loaysa le enviará una caja de libros de esta estirpe bellamente encuadernados.

No obstante, la relación que el lector, sea Demetria o Calpena, establece con la literatura romántica no resulta pareja. La mayorazga de Castro-Amézaga sabe distanciarse de su contenido por eso Navarridas escribe a Fernando que con ella, «teniendo en cuenta su elevada inteligencia y criterio superior, uso de gran tolerancia, permitiéndole que apechugue» (769-770) con La nueva Eloísa, el Wherter y algunos textos de V. Hugo. Lo cual parece correcta decisión a Fernando porque -dice en su respuesta al sacerdote- la joven «no necesita andadores para correr con paso firme por los altibajos de toda literatura habida y por haber» (785), pues está capacitada para «discernir claramente lo bueno de lo malo y lo sano de lo enfermo» (785), y esos libros no «turbarán su ánimo reposado» (785).

Sin embargo, el protagonista carece de las cualidades de Demetria: se involucra, dejándose, como don Quijote, dominar por los libros. Evidentemente, no son estos de caballerías, pero sí románticos. De tal manera que la ficción contamina la realidad individual de Fernando. Y así le sucede también a Castro-Amézaga con folletos y obras liberales.

No obstante, no todo los personajes comulgan con la literatura romántica. Pedro Hillo, como antes se apuntó, Valvanera, Juana Teresa, Navarridas y su hermana. Incluso Pilar coincide con todos ellos al repudiar aquella por el nefasto influjo que puede ejercer en sus lectores al atentar contra el equilibrio personal, familiar y social. Todo lo contrario al El sí de las niñas, opuesto en tantas cosas a Anthony, de repercusiones fatales en Calpena, al decir de la voz narradora, quien asegura que el protagonista salió de los ensayos «con un grave aumento de la locura» (272)8.

Pero esa desaprobación de las letras románticas se extiende también a sus creadores. De modo particular, don Pedro y la incógnita no los aceptan, pero sobre todo a Larra y Espronceda, de vidas amorosas nada ejemplares, considerados por ambos como amistades peligrosas para Fernando. Precisamente, a su madre le preocupa de modo especial su influjo, ya que sabe, por haberlo experimentado, que «las pasiones desenfrenadas condicionan la propia existencia» (Rubio Cremades: 2010, 24).

El que el protagonista evolucione, siempre desde un asumido liberalismo, de actitudes y comportamientos románticos a su madurez como ser humano, basada en valores antitéticos de carácter clásico -prudencia, equilibrio, sensatez, respeto y pragmatismo- ha llevado a varios críticos a interpretar la tercera serie como una novela de aprendizaje o bildungsroman. Para Regalado García (1966) es clara la influencia de Las aventuras del joven Telémaco, de Fenelón, y para Cardona (1988), la de Grandes esperanzas, de Dickens.

En el fondo de la confrontación formativa, clásica versus romántica, late el debate literario que se produjo en la España de la época. Pero, además, tal enfrentamiento es extensible a la oposición: realismo versus idealismo. Con lo cual el elemento ensoñador romántico funciona como conexión con otro aspecto constante en esta tercera serie: el quijotismo.

A personajes como Fago, Castro-Amézaga, Nelet, Urdaneta, Montes de Oca, Fernando Calpena, incluso Hillo en algún momento se les proporciona la posibilidad de ser otros «en un mundo imaginativo, que supera y suplanta la realidad de sus vidas», en palabras de R. Benítez (1990, 106)9. Hasta a Sabino Arratia le parecen aventuras quijotescas las heroicidades de su hijo Zoilo en el bando cristino, y se llama a sí mismo quijote por buscarlo meses y meses cuando permanecía en la cárcel.

Pero, también, en la tercera serie, el lector puede observar el reverso de la medalla en la conducta de otros personajes: la sanchopancesca doña Leandra, manchega y refranera10, y otras criaturas femeninas como Demetria, Juana Teresa, Valvanera y Pilar que se aprestan, sean cuales sean, a combatir quimeras sin sentido.

Además, el Romanticismo funciona como una nueva conexión, ahora con la caballería y el espíritu caballeresco, auténtico leitmotiv de la tercera serie.

Fernando no solo será, como don Quijote, el paladín de su dama, Aura Negretti, tras la que corre al País Vasco, teatro de la guerra, sino servicial protector de las hijas de Castro-Amézaga en su dificultosa huida de Oñate y no menos complicado camino a La Guardia. Hasta Hillo, tan poco proclive a la nueva moda, se siente caballero defensor de la incógnita. Y, sobre todo, Montes de Oca, capaz de sacrificar su vida por la regente M.ª Cristina, su ídolo

Si la polémica clásico/romántico es una constante, lo es también la función identificativa del Romanticismo con lo que no es normal o inverosímil. Montesinos lo expresa en términos de «asimilación [...] a la locura o por lo menos al absurdo, a anomalías patentes» (1973, 40), y lo caracteriza de «explosión de irracionalismo» (39). Así lo hace el protagonista quien cuando, aclaradas las cosas y contra todo pronóstico, Zoilo, el esposo de Aura, y él se hacen amigos. Ante la demanda, por parte de su antiguo rival, de una explicación de este hecho insólito, dice: «Romanticismo [...] la lógica de las cosas absurdas, la risa del dolor, la tristeza del placer» (908). Expresa, así, Fernando el concepto de lo grotesco, basado en contrarios, de Víctor Hugo. E igual hará Urdaneta al decir: «El Romanticismo es la juventud y también la vejez. El mundo antiguo y el presente en él se enlazan. Por un lado llora, por otro ríe. Risa y llanto constituyen la vida» (852).

Todavía recién llegado a Madrid, Calpena monologa de este modo ante tantas cosas inesperadas, semejantes a la literatura romántica:

«Se empeña uno en ser clásico, y he aquí que el romanticismo le persigue, le acosa. Desea uno mantenerse en la regularidad, dentro del círculo de las cosas previstas y ordenadas, y todo se le vuelve sorpresas, accidentes de la vida o novelón a la moda, enredo, arcano, qué será, y manos ocultas de deidades incógnitas, que yo no creí existiesen en ciertos libros de gusto dudoso».


(163-164)                


Pasado el tiempo y ya infectado de romanticismo, Fernando recibe carta de su amigo Pedro Pascual de Uhagón, quien le relata lo sucedido a Aura: su matrimonio con Zoilo, con aparente coacción y engaño, su enloquecimiento, y su huida de Lupardo a La Guardia en busca de su amado. El joven bilbaíno también equipara estos raros acontecimientos a los libros románticos:

«Tenemos aquí, pues, un caso sumamente grave, y yo desafío a los inventores de dramas románticos a que saquen de su cabeza uno como este [...] Yo, que no creía en el romanticismo práctico, ya me rindo, caro amigo, y declaro que todo lo que imaginan los poetas, de Víctor Hugo para abajo, se queda tamañito junto a lo que la propia vida nos muestra».


(787-788)                


Es decir, a partir de estos testimonios y de otros muchos que pudieran aducirse, la vida parece estar literaturizada, identificándose o confundiéndose en ella la realidad con la ficción, lo cual es también un aspecto persistente, al menos en la primera parte de la tercera serie, por el que, de nuevo, se cuela Cervantes11. Precisamente, la madurez del protagonista viene, entre otras cosas -crisis interna y contacto con la guerra (Hinterhäuser: 1963, 300)-, de su reacción ante la literatura cuando comprende que los libros -dice- «imitan la vida, pero no son la vida; son obra de un artista, no de Dios» (825)12. Es decir, destruye, la confusión entre lo fingido y lo verdadero, de que antes se alimentaba.

No obstante, Galdós da otro golpe de tuerca a este asunto porque presenta la existencia de personajes, prescindiendo de toda mediación literaria, como próvida en lances y situaciones extrañas, auténtica síntesis de la tópica romántica patente en novelas, dramas y folletines.

El héroe, como dictan los cánones, es bello -de «facciones finas y aristocráticas, ojos garzos, bigotillo nuevo, melena rizosa y negra» (159)- y adornado de cualidades. Además: huérfano, de padres desconocidos, le suceden cosas inesperadas y una mano oculta lo protege. Después el lector sabrá que es hijo de una condesa y de un príncipe polaco, muerto en trágicas circunstancias. Es decir, Calpena protagoniza su propio y «espantable folletín» (Montesinos: 1973, 45). Aurea, por su parte, ha perdido a sus progenitores, vive con la manipuladora Jacoba Zahón, quien se opone a su amor por Fernando, intenta matar a esta y protagoniza la aventura antes señalada, en la que también hay muerto vivo, pues su amado no había perecido en la batalla de Luchana como le habían dicho.

No menos romántica es la vida de Pilar de Loaysa, la oculta y soltera madre de Fernando, fruto de unos amores prohibidos, que pondrá todos los medios a su alcance para vigilarlo y protegerlo en la distancia, sin que su esposo, Felipe, sepa de la existencia del espurio. La víspera de comunicárselo, es dominada por miedos y angustias románticas, y tiene una pesadilla propia de un drama, con bebedizo incluido.

En otro orden de cosas, desde el discurso narrativo, esta tercera serie, generalmente considerada por la crítica como muy trabada mediante la reiteración de personajes históricos y ficticios, sucesos que se adelantan o anuncian y suceden después, simultaneísmos temporales entre episodios, aspectos concretos perfectamente enlazados..., adjudica al Romanticismo una auténtica «labor integradora» (Benítez: 1990, 105) al funcionar como medio de coherencia interna.

Por último, las modas, las actitudes y la literatura romántica también funcionan como objeto de ironía y parodia13. De buena parte de la tercera serie podrían obtenerse numerosos ejemplos. El aspecto físico, el ánimo y la expresión verbal de Fernando presentan las características que, con idéntica finalidad, reunía Mesoneros Romanos en «El romanticismo y los románticos»:

«Había enflaquecido; sus ojos, que antes eran hermosos y alegres, brillaban después de la crisis con mayor hermosura, y su alegría era extraña combinación de zozobra y delirio. Hablaba con más viveza, amontonando ideas sobre ideas, empleando con frecuencia imágenes felices. Vestía con elegante descuido [...] Dejaba crecer la negra melena y la mantenía crespa, indómita, dando a los rizos y mechones libertad para estirarse o encogerse como quisieran».


(273)                


Regalado García afirma, desde una perspectiva más general, que la consideración que don Benito tiene del movimiento romántico «está templada por la visión de sus defectos, exageraciones y extravagancias» (1966, 336). Y, añade, que los presenta bajo un aspecto ridículo como «parodia inspirada» (336) en la que el Curioso Parlante hacía en el artículo antedicho.

Si de un modo amplio, Galdós se apresta a parodiar la literatura romántica, también de forma más concreta lo hace de algunos textos, mencionados al principio, en ciertos pasajes de esta tercera serie. Así, las cartas de los amantes, ocultas en el sombrero de Milagro, lo son de las del Werther, y su amoroso diálogo, mientras Aurea conversa desde el balcón de la casa de doña Jacoba con Fernando, apostado en la madrileña calle de Milaneses, de la famosa escena de Romeo y Julieta, como señalara Clarín14. Además lo es el idilio de Nelet con la monja, del de Marcela y Crisóstomo en el Quijote (Regalado: 1966, 287; Cardona: 1998, 132-133). Asimismo, en relación con la inmortal novela cervantina, todo el fragmento que se refiere a la reacción de Hillo cuando Ibrahim dice que la dama incógnita es una prostituta y le persigue con un palo hasta que, yacente, pierde el sentido. Ya recobrado, unas tarascas le ayudan a levantarse del muladar en que estaba tendido, lo limpian, lo sientan en una piedra para que descanse y le dan agua. Luego reconocerá el bueno de don Pedro que su razón se había extraviado al volverse caballero.

Y no es menos paródico (Escobar Bonilla: 2004, 225) el pasaje en que Demetria encuentra a Calpena y le pide ayuda, con respecto a otro semejante del Quijote entre la princesa Micomicona y el Caballero de la Triste Figura, parodia a su vez del de Briolanja y Amadís.

Los comentarios irónicos sobre los variados aspectos del Romanticismo, realizados por determinados personajes y el narrador, son continuos en el conjunto novelístico15. Valga el ejemplo de lo que la incógnita escribe con tono burlón al protagonista, mientras este permanece encerrado en la cárcel madrileña del Saladero:

«Lo que siento es que no haya en esa Bastilla mazmorras muy oscuritas y muy románticas donde no veas la luz del día, y sayones que te atormenten, y un fiero alcalde que te ponga a pan y agua hasta que te quedes diáfano, transparente, con la melena larga como esclavina, bien enjutito y en los puros huesos, conforme al ritual de escuela... Para que tus ensueños sean reales, quiera Dios que te visiten espectros, que te rodeen telarañas, que tengas por ropita un sudario y un capuz, que oigas responsos y Dies irae, que a las rejas de tu cárcel asomen los simpáticos murciélagos, y por las grietas del suelo penetren los diligentes ratones para cantarte la pitita y el trafaga, únicas trovas que cuadran a la insulsa canturria de tu romanticismo».


(315)                


Parece, pues, evidente que este impregna, al menos, tres episodios: Mendizábal, De Oñate a La Granja y La estafeta romántica, aunque también se perciba en otros menos intensamente16. Por eso no es raro que don Pedro Hillo lo reconozca: «¡El romanticismo, el gran monstruo es la tromba que a todos nos arrastra!» (353). Y es que, como ha señalado Montesinos y recoge R. Gullón (1974), la guerra carlista, la exacerbación de las contiendas políticas y la literatura se combinaron en aquel tiempo «para hacer de España un manicomio endiablado» (1973, 52).

Para finalizar, soy de la opinión de considerar un acierto por parte de Galdós presentar el Romanticismo tal como lo hace, sometiéndolo a un complicado tratamiento de funciones superpuestas y relacionadas entre sí que contribuyen, sin duda, al rico espesor literario de la tercera serie.






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