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Referencias epistolares a Miguel Hernández en el Archivo del poeta oriolano Manuel Molina, entre 1937 y 1990

Cecilio Alonso

Si la versatilidad de las fuentes biográficas es un índice estimable para establecer los prejuicios y dificultades que lastran el proceso de recepción de una obra literaria tras la desaparición de su autor, el caso de Miguel Hernández ha dado lugar a un fenómeno excepcional de mitografía sociocultural en que los altos valores poéticos se funden con la fidelidad a las convicciones políticas en la trágica historia colectiva en que se vio envuelto. El curso público de este proceso, como es bien sabido, se ha ido ensanchando en extensión y en complejidad a lo largo de setenta años, desde las primeras aportaciones de Guerrero Zamora o de Zardoya, hasta las más recientes de Ferris o de Martín, pasando por las de Puccini, Ramos, M.ª de Gracia Ifach, Sánchez Vidal, Rovira y tantos otros que no es preciso mencionar. A grandes rasgos, este inusitado interés por un escritor español contemporáneo cuyo impacto popular, mediados los años 1970, llegó a superar las previsiones de sus exégetas más optimistas, tuvo dos líneas básicas de motivación que, si bien coincidían en el reconocimiento admirativo de su compromiso artístico y en la consternación ante su calvario personal, discrepaban respecto a la interpretación ideológica, cívica y política de su moral social. Por un lado hubo una línea reivindicativa desde la óptica republicana que trataba de recuperar una herencia legítima; por otro actuaba la línea justificativa de quienes, ligados al régimen nacional-sindicalista o al estamento eclesiástico, con más o menos mala conciencia, intentaban rescatarlo para la misma causa de la que había sido víctima, cultivando su imagen de oveja descarriada en un tortuoso impulso de expiación compasiva. Con escasas excepciones, en la época más oscura de este proceso de recuperación -antes de 1960- ambas tendencias tuvieron contactos, acudieron a las mismas fuentes orales y documentales, contaron con los mismos anfitriones cuando intentaban aproximarse al sancta sanctorum del poeta, custodiado celosamente por su viuda. En el contexto peninsular se fraguaba una especie de pacto poético mediante el cual los vates orgánicos del nuevo Estado concedían tregua a la épica militante para promover puntos de reencuentro con la belleza, bajo un convencional espíritu de concordia lírica en busca de adhesiones jóvenes. Uno de estos focos «neutrales» fue la efímera «Academia poética Musa musae», heredera de la tertulia del Café Lyon que, a impulso de Manuel Machado y de José M.ª de Cossío, se creó en enero de 1940 y se extinguió antes de acabar el mismo año (Mainer 47-48; Utrera 229-241). Pocas semanas después de su fundación, uno de los asistentes a la sesión inaugural, el veterano ultraísta Adriano del Valle -entre denuestos contra Neruda y su Caballo verde...- respondía a la carta de un insignificante «aprendiz de ruiseñor» que, al parecer, contenía una alusión al poeta encarcelado: «Me enterneció y estremeció ese recuerdo de Miguel Hernández, cuya situación tanto me preocupa, sin que esté en mis manos poder hacer nada en su beneficio. Dime cuál es la verdadera situación de Miguel y su dirección». Al destinatario de estas palabras justificativas, Manuel Molina Rodríguez (Orihuela 1917-Alicante 1990) -ex combatiente republicano que buscaba en la poesía una tabla de salvación moral- bien pudo extrañarle que el remitente -autodefinido generosamente como su «hermano en las musas»- se apresurara a declarar su incapacidad para mediar en favor del antiguo amigo, ya convertido en irredento adversario y, aún más, que dijera desconocer su «verdadera situación» de condenado. ¿Ignoraba Adriano del Valle que su camarada Dionisio Ridruejo, apoyado por Cossío, en febrero de aquel año, había escrito al Ministro de Educación Nacional, solicitando el indulto de la pena capital impuesta a Hernández unos días antes, con el argumento de no empeorar la imagen represiva del Régimen? (Martín 598). Entre el remordimiento y la autojustificación, fluctuaban las alteradas conciencias de poetas «victoriosos» que años atrás cultivaban la amistad con «los otros» en reuniones y homenajes, sin prever los abismos insalvables que nuevos campos de intereses habían de abrir entre ellos por mucho tiempo. En 1940, ante el vacío producido por la muerte o el exilio de tantos intelectuales de referencia, no era menor la inestabilidad de jóvenes hipersensibles que optaron por forjarse patria aparte y -aferrados a ideales poéticos- no dudaron en tender puentes posibles con el pasado inmediato -llámese Adriano del Valle o Vicente Aleixandre- guiados todavía por una admiración añeja, tratando de sortear presiones puntuales e interiorizando sus más íntimas convicciones republicanas. Uno de ellos fue Manuel Molina para quien instalarse en el campo poético fue un ejercicio de supervivencia -en absoluto evasivo- frente a la fatalidad política que se cernía sobre el conjunto de la sociedad española con trazas de perpetuidad. Molina transigió en convivir con «los otros» sosteniendo la quijotesca coartada de imbuirles el reconocimiento de la excelencia artística de Miguel Hernández, rara decisión no siempre bien comprendida. Con este condicionante transcurrieron los años más fértiles de quien, sorteando contradicciones, fue infatigable animador de cuanto significara convivencia intelectual en el Alicante de la posguerra.

La relación directa de Manuel Molina con Miguel Hernández (Ifach 90-92; Alonso, Introducción... 13-17 y Una dimensión... 496-497) se inicia en la fascinación que el deslumbrante autor de Perito en lunas ejerció en un adolescente, vecino de su misma calle y asiduo a la tahona de los Fenoll, donde desempeñó el rol de figurante mudo junto a Efraín, el pequeño de la saga panadera. «Yo lo que más recuerdo de ti -le escribía Carlos Fenoll (29-9-1953)- son tus ojos muy abiertos, asombrados de admiración y brillantes [...] oyéndome recitar poesías junto al fuego sacramental del horno». Molina abandonó sus estudios de bachillerato en Orihuela y trasladó su residencia a la capital de la provincia en 1935 para trabajar con su padre, contratista de obras, varón autoritario, dueño de su prole y conspicuo republicano. Pero la distancia y el vértigo destructivo que asoló la vida española en los años siguientes, no hicieron sino incrementar su admiración por la obra de Miguel y su fidelidad a la memoria de aquel grupo de amigos oriolanos deshecho prematuramente por muertes y exilios. Había comenzado a publicar versos en 1937 y -ya sintiéndose poeta- mantuvo encuentros esporádicos con su paisano durante la guerra en Madrid, Alicante y Valencia. La última vez que se vieron fue en septiembre de 1939, cuando Manuel acudió a Cox acompañando a Carlos Fenoll (Manresa 112-113) para aconsejarle que se alejara de Orihuela y evitara el riesgo cierto de ser detenido. A la muerte de Miguel, asumió desde Alicante, en la medida de sus reducidas posibilidades, la tarea de rehabilitar y difundir la obra del amigo, recuperando laboriosamente contactos interesados en el mismo fin, como los de Vicente Aleixandre, Leopoldo de Luis o M.ª de Gracia Ifach. Lenta tarea que le iba concediendo una cierta presencia más allá de los límites locales, reforzada con su propia actividad lírica, previa consolidación a escala alicantina del mencionado «pacto poético», no exento de fases tormentosas, con Vicente Ramos1 y José Albi, poetas cuyas fluidas relaciones con estamentos políticos y administrativos ayudaban al grupo a resolver autorizaciones y expedientes de censura. Con ambos, simultánea o alternativamente, promovió diversas revistas y ediciones poéticas entre 1942 y 1960, Verbo y Bernia las más notables (Rubio 442-445). Tras desavenencias con Albi, Molina y Ramos fundaron la Colección Ifach, con el respaldo del empresario Antonio Sanchis, esposo de la prosista Sofía Heyman. Se llegaron a publicar quince libros, cuyo catálogo aspiraba a la universalidad hispánica, entre ellos Seis poemas inéditos y nueve más de Miguel Hernández y títulos de Celaya, Andúgar, Ángela Figuera, Garciasol, López Gorgé, Celia Viñas, Concha Zardoya, etc. En 1952 Molina fue uno de los informantes de la Antología consultada de Francisco Ribes. Por aquellas fechas se produjo su ruptura con Ramos y, como consecuencia, volvió al consejo de dirección de Verbo, junto a Albi y a Joan Fuster. Se reencontró entonces con Celaya en la gestión editorial de Cantos Iberos y trató de organizar su propia colección poética -Silbo- a la que asoció al grupo literario más joven de su ciudad a mitad de siglo: Enrique Cerdán Tato, Carlos Sahagún y Ernesto Contreras. Su ciclo poético maduro se cifra en una secuencia de cinco libros: Hombres a la deriva (1950), Camino adelante (1953), Versos en la calle (1955), El suceso (1960) y Coral de pueblo (1968), a lo largo de la cual se van diluyendo en su poesía algunos inevitables automatismos hernandianos. El inestable trajinar en las carreteras, a cielo abierto, incorporó a su poesía rebeldías proletarias, simbolismos existenciales e imágenes de un mundo rural común que reforzaban la sensación subjetiva de identificación con el modelo ético y poético de Miguel. Hacia 1960 su papel como promotor de libros y revistas poéticas había decaído aunque, a través de seminarios impartidos en la Biblioteca donde acabó trabajando, mantuvo contactos con grupos de jóvenes para los que siempre tuvo sus puertas abiertas.

En el polémico libro Miguel Hernández en Alicante (1976), del que fue coautor a instancia de Ramos, Molina buceó en su archivo epistolar para aportar pruebas de su dedicación a la memoria del poeta ante los reparos públicos de Josefina Manresa (Alonso, Una dimensión... 497-499). Pese a su interés documental, el celo justificativo de su discurso contribuyó a que se les supusiera oportunismo para situarse en la historia de la literatura española a la sombra de Miguel (Martín 86-87). Tocante a Molina, sus relaciones poéticas a lo largo de medio siglo generaron un copioso epistolario, con más de 400 corresponsales y no menos de tres mil ochocientos documentos de desigual interés cuya revisión no solo ofrece argumentos para valorar la sincera constancia de su hernandismo, sino que contribuye profusamente a la recomposición de la tupida trama de relaciones entre poetas a mediados del siglo XX, cuando todavía la carta era un instrumento vital de comunicación, de intrigas y de confidencias. El destinatario no solía guardar copia de sus misivas por lo que, de hecho, las series conservadas son de cartas recibidas. Sin embargo, el depósito de archivos personales en establecimientos públicos permite establecer ya algunas lecturas de su correspondencia a doble vertiente -casos de Concha Lagos en la BNE, o de Vicente Ramos en Guardamar del Segura2.

Ninguna de las numerosas líneas epistolares del archivo de Molina que tienen a Miguel Hernández como asunto recurrente, ha sido editada con metodología crítica. Aparte de la selección que hizo el destinatario para apoyar argumentalmente el citado Miguel Hernández en Alicante, publicó fragmentariamente parte de las 56 cartas de Carlos Fenoll en su edición de Canto encadenado (Alicante, 1978), libro póstumo del poeta panadero. Resúmenes de la correspondencia de Josefina Manresa sirven de base a mi artículo Una dimensión familiar... (Alonso 2012). Y contenidos hernandianos pueden verse -entre otras- en las cartas de Abad Miró, Francisca Aguirre, José Albi, Alda Tesán, Aleixandre, Ricardo Blasco, Buero Vallejo, Ángel Caffarena, José Luis Cano, Cano Ballesta, María Cegarra Salcedo, Camilo J. Cela, Marie Chevallier, Carmen Conde, Ricardo Domenech, Alberto Escudero Ortuño, Miguel Fernández, Ricardo Fuente, Joan Fuster, José Luis Gallego, Ramón de Garciasol, Angelina Gatell, José A. Goytisolo, Félix Grande, Jacinto Luis Guereña, Guerrero Zamora, José Guillén García, M.ª de Gracia Ifach, José Juan Pérez, Simón Latino, M.ª Teresa León, Adolfo Lizón, López Gorgé, Leopoldo de Luis, Josefina Manresa, José Martínez Arenas, Rafael Millán, Rafael Montesinos, Rafael Morales, Santiago Moreno, Blas de Otero, Vicente Ramos, Francisco Ribes, Rodríguez Aguilera, Alfons Roig, Elvio Romero, José Carlos Rovira, José A. Sáez, Francisco Sánchez Bautista, Santos Torroella, Marie-Claire Thiébaud, Francisco Umbral, Adriano del Valle, Celia Viñas y Concha Zardoya.

La más antigua alusión a Miguel Hernández en estas cartas (otoño de 1937) se debe al fundador de la Orquesta de Cámara de Alicante, José Juan Pérez, que consideraba su poesía como ejemplo de «nuevo romanticismo» nutrido «de las esencias más legítimas de humanidad» pero cuyas emociones no debían irrumpir directamente en las cuartillas sin antes haber sido tamizadas por la sensibilidad del artista para que la obra fuera fruto de una acción consciente. Referencias al poeta vivo -desde mayor lejanía temporal- se encuentran en diversas cartas de Leopoldo de Luis (entre 1947 y 1981) quien, evacuado por heridas producidas en el frente de Usera, permaneció en la capital alicantina más de medio año en 1937. Allí hizo amigos y asistió en el Ateneo a la conferencia de Miguel Hernández sobre la poesía de guerra el 21 de agosto. Fue destinado después al Centro de Reclutamiento de Gandía, a donde Miguel le mandó, con una carta, a Justino Marín -el menor de los Sijé- declarado inútil para las armas en el reconocimiento médico. Más distantes todavía en el tiempo son los recuerdos de Alberto Escudero Ortuño, condiscípulo de Molina en la Orihuela de los años 1930 y camarada suyo en el Frente de Teruel, director del Psiquiátrico Provincial de Logroño y autor de Por los caminos de Hipócrates (Barcelona, Noguer, 1981), una miscelánea de experiencias profesionales. En sus últimos años proyectaba un estudio sobre la personalidad del poeta que, en su opinión clínica, era un sensitivo de Kretchsmer3:

«Miguel Hernández [...] era un hombre débil, flojo, enfermizo y, sobre todo, vulnerable por las agresiones físicas y espirituales. Esto no es más que un croquis. Lo vi por última vez en la estación de Orihuela, creo que el año 1937, y aquejaba fuertes cefaleas. Coincidí con él en la rebotica de la farmacia de Alfredo Serna donde acudía alguna vez a hablar con el titular de la farmacia, con D. Rafael G. Sáenz que le hizo un retrato al carbón y con D. Simón Escoda. Al "grupo" me aproximé mediante mi amistad con Justino Marín y con Efrén. [...] El tema está muy tocado pero yo [...] podría decir algo más desde mi punto de vista médico».

(carta enero 1982)



El testimonio de Teodoro de la Fuente, profesor en la Academia Militar de la VI División, en la masía «El Rosari» (Albalat dels Sorells), sitúa la estancia de Miguel en dicho enclave valenciano hacia septiembre de 1938, donde estuvo reponiéndose una semana y donde, según la errónea memoria del testigo, escribió la letra del Himno de la División: «Lo recuerdo perfectamente, con su cabeza rapada, sus grandes ojos algo saltones y de mirar apacible y melancólico, su pantalón caqui y su camisa rosácea» (carta 20-9-1985). Esto pudo ser poco antes de su traslado a Benicasim donde lo conoció Buero Vallejo (carta 4-5-1976), en el Hospital de Guerra, convaleciente de su agotamiento «en aquella deliciosa playa» donde estuvo casi un mes: «Algo hablamos, pero poco; él en sus paseos y yo en mis trabajos. En la cárcel ya fue otra cosa».

M.ª Teresa León no podía reprimir cierta desazón al evocar la despedida de 1939: «Miguel es uno de nuestros últimos recuerdos de Madrid. Lo vemos contestarnos: No quiero ningún asilo en la embajada de Chile. ¡Me voy! Y alejarse en la última noche de Madrid mientras nosotros seguíamos a Ignacio Hidalgo de Cisneros que nos llevaba con él. ¿Cuándo todo aquello no será más que un recuerdo? Hoy, escuece aún demasiado» (carta 1-5-1976). Carmen Conde, que había tenido fugaces recuerdos para «la mujer de Miguel y su hijo» en cartas de 1946, evocaba más tarde emociones y carencias:

«Me duele aún aquel tiempo de penuria extrema [...] en el cual no dispuse de nada propio para dar a nadie más que mi corazón. Miguel preso, Miguel muerto, y mi dolor era lo único que pude darle! Tampoco nos comunicábamos por aquellos días y estuve "ausente" en momentos trascendentales. ¡Qué años, Cristo! Pasaron, sí, pero..., a veces las heridas abren la boca y claman por una juventud aplastada. La mía, la suya, la vuestra, la de todos nosotros...».

(carta 24-4-1976)



Fue el mencionado José Juan quien, el 17 de febrero de 1942, alertaba a Molina del agravamiento del poeta en la cárcel: «Una sola noticia triste la que tengo de Miguel: está enfermo, y mucho. Ya te lo diré todo». El 6 de mayo, tras su muerte, volvía sobre el asunto buscando el apoyo íntimo de la amistad: «Más que nunca quería haberte hablado para que nos hubiéramos dicho cosas del pobre Miguel que ahora pienso que está tan metido en tu alma como en la mía». José Juan Pérez, abogado, profesor mercantil y escritor sensitivo, además de músico, viajaba con frecuencia a Madrid para gestionar asuntos del entonces embajador Eduardo Aunós, pariente suyo que lo había avalado en los primeros momentos de la posguerra. Por ello pudo transmitir a Molina el temprano interés de Juan Guerrero Ruiz en recibir detalles de los últimos días del poeta, y su deseo de ver Momentos, revista de Semana Santa oriolana, donde el italiano Antonio Fantucci dedicaba un poema en clave cristológica «A Miguel que se muere solo» (carta 6-5-1942, y Manresa, XXXIV).

Un año después, a mediados de 1943, Carlos Fenoll, desde Orihuela, expresaba su emoción al leer en la primera entrega poética de Molina, Otoño adolescente, su «Elegía. A un amigo» que tomó por críptico homenaje a Miguel Hernández:

«En la elegía a Miguel -a nuestro querido y desgraciado y glorioso hermano- al realizarla triunfó en ti el sentimiento, un sentimiento tremendo que yo veo en ella y que está por encima de la concepción literaria; y es maravilloso por sí mismo. ¡Cuánto quiere expresar esa elegía que el mismo caudal de sentimiento, sincero y doloroso, ha impedido decir!».

Fenoll ignoraba que el poema ya se había publicado en el diario comunista alicantino Nuestra Bandera (29-IX-1937) bajo el título «A un amigo muerto en el frente» (Alonso, Introducción... 277). Lo confundió la ambivalencia de un texto cuyo enunciado lírico no abonaba la historicidad de la suposición.

Entre los derrotados, la muerte del poeta produjo conmoción y una circunspección cautelosa. El futuro cineasta Ricardo Juan Blasco Laguna, entregado a la tarea de lanzar la revista valenciana Corcel se mostraba muy al corriente al responder a Molina el 29 de abril, apenas un mes después del óbito, que en Madrid un amigo suyo estaba «también, triste y desolado». Con toda probabilidad, este amigo desolado era Aleixandre de quien Molina recibió carta, fechada el 4 de mayo, en la que evocaba su primer encuentro con él4 y le agradecía sus condolencias en tono íntimo (Ramos 75-77).

Las huellas epistolares de aquellos primeros momentos de olvido traumático fueron escasas. Para que la niebla se fuera disipando, Molina insistía ante nuevos amigos, como el sevillano Manuel Gutiérrez de la Fuente que también aspiraba a la hermandad poética de una generación joven ajena a la sangre de las batallas: «¡Miguel Hernández! -respondía al primer envite-. Francamente tengo este nombre grabado en la región de la duda. ¿No era aquel poeta que hizo destacar Ortega y Gasset, que publicó algunos poemas en la Revista de Occidente. Alguien le había hablado de sus maravillosos sonetos, pero no caía... ¿Había publicado algún libro? ¿Se podía adquirir? Sin embargo, semanas después había removido rescoldos y, tras un encuentro con Juan Ruiz Peña en una taberna de Jerez, se declaraba ingresado en la orden del hernandismo sin haber leído un solo poema de Miguel. Otro caso de memoria espoleada por la insistencia de Molina, fue el del periodista utielano Lucio Ballesteros que, en agosto de 1945, había olvidado sus colaboraciones en el n.º 2 de Silbo (1936): «A duras penas me parece recordar algo de unas hojas de color amarillo, editadas en Orihuela, y que me entregó un amigo. Yo ya no recuerdo si mandé o no algún poema lírico...». En la misma carta Ballesteros activaba el recuerdo de su único encuentro con Miguel: «Vestido de cualquier manera, con cierto aire despreocupado de gañán o campesino, me pareció un hombre insignificante. Y era un magnífico poeta, un poeta mayor. Conozco ocho o diez poesías de él. La construcción es sólida, maciza, pero con cierta elegancia de ingeniero fantástico que construye alturas para rozar las nubes».

En 1946 hubo indicios de reactivación de la curiosidad peninsular por el poeta. Se insertaron poemas suyos en Halcón y en Verbo. El propio Molina reivindicaba, en el n.º de diciembre de esta última revista, la plenitud lírica de Miguel contra el concepto de «poeta malogrado», a su entender empobrecedor, que se había sostenido en Espadaña. Alfonso Moreno Redondo incluía una selección de sonetos suyos en su Antología de la poesía actual publicada por la Editora Nacional. Gracias a ella, Joan Fuster, a mediados de 1947, pudo emitir desde Sueca, sus prejuicios «íntimos» contra la métrica en la poesía moderna:

«He tenido ocasión de conocer más a fondo la obra de tu -y mi- admirado Miguel Hernández [...] No voy a hacerte el elogio de tu amigo, porque no necesita de ellos. Algunos de sus sonetos son preciosísimos. ¡Lástima que se ciñese casi siempre al molde elegante, pero duro, complicador, del artilugio retórico del metro y la rima! La gran ventaja del poeta moderno es su libertad de acción técnica. No es que yo sea enemigo de la rima: pero creo -dicho sea aquí, en la intimidad- que toda rima es un "ripio": el esfuerzo del poeta se dirige a que no lo parezca, a disimularlo».

Ante la falta de ediciones, la transmisión fragmentaria de la poesía hernandiana se produjo a viva voz y mediante copias manuscritas. Durante un tiempo, Molina -que memorizaba mejor los poemas de Hernández que los suyos propios- se limitó al envío de poemas sueltos manuscritos en sus cartas porque se resistía a desprenderse de sus ejemplares únicos, ni aún enviándolos certificados, por si acaso eran interceptados por la censura postal. Hasta septiembre de 1946 no se decidió a prestar los menos comprometedores a amigos de confianza, como Lucio Ballesteros. Veinte días tardó este en copiar íntegramente a máquina El rayo que no cesa, pero no pudo con Quién te ha visto y quién te ve... por demasiado extenso. «¿No podrías adquirirme un ejemplar, pagando lo que fuese preciso?». La preocupación por la seguridad del correo era recíproca: «Dime si te lo mando certificado. Sentiría que se perdiera». En 1949, se arriesgó mucho más con Pío Gómez Nisa y Jacinto López Gorgé, en Melilla, al prestarles su ejemplar de Viento del pueblo para que lo copiaran. El retorno no se produjo hasta un año después, aprovechando un viaje de Miguel Fernández a Alicante. La correspondencia está salpicada de detalles mínimos sobre la reproducción mecanográfica y conservación compartida de tan precioso objeto entre los amigos melillenses que lo cuidaban «como oro en paño» y se turnaban en la lectura del ejemplar, doblemente forrado. Miguel Fernández daba cuenta entusiasta de su lectura:

«¡Qué gran poeta! El Viento del pueblo es de época, de una época de sangre odiosa y mal vertida, pero igualmente queda para siempre. Hay que ser severo y firme. Golpear con los huesos y escribir con el esqueleto, de vez en cuando que nos llegue la poesía lírica para serenarnos, pero la época y el tiempo nos obliga a gritar, ya que estamos profundamente destrozados. Sea Miguel Hernández el gran modelo eterno, la gran poesía de siempre...».

(carta 25-1-1949)



A fines de noviembre Gómez Nisa ya había comenzado a copiar el libro y pedía más: «¿Tienes Perito en lunas, El rayo que no cesa, ¿Quién te ha visto y quién te ve? Si es así mándamelas». Pero cuando, por fin, anunciaba su impuntual devolución (31-10-1950) ya sabía que la paciencia del prestamista tenía un límite: «Creo que sería inútil ya rogarte que me facilitases copia de cuanto original tengas de Hernández. Pero no quiero ocultarte el interés tan grande que siento por el poeta».

Por las cartas de Celia Viñas -activista cultural en Almería desde su cátedra de Lengua y Literatura en el Instituto- que se decía «enamorada de Miró y de Hernández» sabemos que proyectó montar con sus alumnos Quién te ha visto y quién te ve, aunque lo impidió su prematura muerte. En agosto de 1951 evocaba emocionadas lecturas de poemas hernandianos por López Gorgé: «Pasó por Almería Jacinto y traía unos poemas a máquina. En el Café Colón del Paseo del Generalísimo, allá, leyó los poemas de Miguel, y saltábamos locos todos». Su apasionado acuse de recibo de los Seis poemas inéditos y nueve más, editado por el grupo Ifach, se omitió en el extenso dossier que Ramos (104-111) y Molina dedicaron a la recepción epistolar de aquella edición: «¡Qué cosa más hermosa habéis hecho con los poemas sueltos de Miguel Hernández, qué cosas más hermosísimas! [...] Ahora todos serán sus amigos ¿sabes? Y a mí me da una rabia tremenda porque lo mataron, nos lo mataron, estúpidamente, porque sí. Su muerte es como un asesinato cualquiera». Celia les ayudó a distribuir boletines de suscripción y a vender ejemplares: «Ya me diréis cómo va la venta del libro de Miguel y si necesitáis más suscriptores. Hay que hacer de Hernández el poeta más popular de España. El demonio va deprisa, pero los ángeles llegan antes. ¿Es tuya la frase? Es estupenda». Su ardor hernandiano le brotó en 1952 al hablar sobre poesía española contemporánea en unos cursos organizados en Palma por la Universidad de Barcelona:

«Comencé con J. R. J. y terminé, sin pelos en la lengua, con Miguel Hernández. Creo que era la primera vez que se hablaba de él a extranjeros y mallorquines. Alguna vez tiene que darse la batalla. No me metieron en la cárcel. Me pagaron 500 pts. -casi escribo 5.000, pero no, fueron quinientas-. Gustó mucho ¿sabes? Y la gente tenía una sensación extraña de peligro en el aula. Me gustó descararme ante la Presidencia. Tú ya sabes qué es esto».

(carta 23-8-1952)



Aquel mismo verano, Álvaro Jiménez Casado, autor del poemario Agua nueva (Madrid, 1949), confesaba a Molina su simpatía hacia Miguel -«defendido y atacado por todos los lados posibles»- pero lamentaba el contraste entre el escaso conocimiento de su obra y el excesivo ruido de las polémicas extraliterarias y de la hostilidad reaccionaria contra la Obra Escogida de Aguilar5: «En mi escaso conocimiento de las obras de Hernández, tengo de él la impresión más favorable, reforzada por parecerme intolerable que se ataque a un artista por los caminos más opuestos a su actividad creadora» (carta 6-8-1952).

El periodo más sustancioso de este epistolario en relación con Miguel Hernández corresponde al largo tiempo en el que Molina fue instrumento a disposición de biógrafos e hispanistas con cuanta información verbal y bibliográfica tenía a mano. El primer beneficiario fue Guerrero Zamora que llegó a Alicante apadrinado por Aleixandre, en abril de 1949 y quedó deslumbrado ante los papeles del poeta, que la viuda le facilitó en Cox, cuando la visitó acompañado por Molina y Ramos. El grueso de la correspondencia del escritor melillense quedó en el archivo de este último, su interlocutor preferente por afinidades académicas e ideológicas. En el de Molina hay un par de cartas muy tardías (enero de 1990) en las que volvía a acordarse de él mientras preparaba su libro Proceso a Miguel Hernández, con intención de «esclarecer de una vez por todas tantos aspectos confusos, incógnitos o falseados sobre quién y qué fue Miguel y quiénes y qué fuimos los que abrimos la senda de su conocimiento, transitada luego por tantos a veces con rigor y a veces con más destemplanza». Sobre el libro de Guerrero (1955) hay reticencias dispersas en el epistolario pero ninguna descalificación de tan florida retórica como la del paraguayo Elvio Romero, desde São Paulo:

«Nos ha causado profunda y cáustica indignación el libro de Guerrero Zamora, por sus omisiones, por sus tendenciosas desvirtuaciones, por su imperdonable falta de probidad intelectual en presentarlo exactamente tal como no debería haberlo hecho. Leí el libro, exactamente días después de una larga charla con Neruda, mi viejo amigo. Y después de hablar con él y recordar a Miguel, cuán desagradable esa lectura!».

(carta 1-8-1957)



Molina había entrado en contacto con Romero a raíz de su edición de Viento del pueblo (Lautaro, 1956) para deshacer algunos errores que el paraguayo justificó por la distancia, y a su vez este le pidió datos para la biografía que preparaba por encargo de Losada6: «¿Por qué no me escribe Ud. extensamente, contándome vuestros encuentros en la adolescencia? [...] Descríbame esas lecturas en la panadería de los Fenolls (sic) y algo más, algo más de Ramón Sijé». Ignoro los términos en que Molina pudo responderle, pero hay indicios de que no quedó contento de aquella relación.

Más simpáticas son las huellas de Concha Zardoya, llegada a Alicante en compañía de M.ª de Gracia Ifach quien anticipaba a Molina su detallado plan de viaje el 11-8-1953:

«El jueves [13 de agosto], a las tres, llegaremos Concha Zardoya y yo en autobús. Creo que te dije que venía a documentarse sobre la vida de Miguel Hernández, por haberle encargado Federico de Onís un libro sobre su vida y su obra. [...] Habíamos pensado en un principio ir directamente a Elche, pero después nos pareció mejor que hable contigo para que le informes de tu amistad con Miguel y por si crees conveniente que en Orihuela vea a alguien más. Su libro va a ser un verdadero estudio psicológico y poético».

A principios de septiembre, M.ª de Gracia rendía puntual cuenta del trabajo realizado:

«Contesto a la tuya incluyendo la copia de la carta de Miguel a Carlos [Fenoll]. ¿Quién la copió? ¿Puedo enviársela a Concha o debo copiarla y devolverte la enviada? ¿Sabes la fecha aproximada? Estuvimos en Elche 5 días, trabajando sobre el epistolario que conserva Josefina, no sólo de M. H. sino de muy importantes amigos suyos. Concha recogió tal cantidad de datos que la biografía de Miguel va a ser exacta a la verdad, ceñida a su vida. Se fue contenta con esto y lo que aquí en casa recogió, además de las fotos de Orihuela, de la casa de M. H. y el colegio donde estudió, todo lo cual estuvimos visitando. Hablamos con familiares y amigos, no con el hermano que estaba en Barcelona. No vimos a M.ª Dolores Sijé, ni tampoco a la hermana de M.[iguel] que está en Madrid. A Efrén sí le vimos y estuvimos mucho rato charlando con él. Concha no fue a Barcelona a ver a Carlos ni al hermano de M. H., pues le faltaba el tiempo para trabajar. Se fue de aquí el 26 y embarcó el 28 en Gibraltar. Ahora debe andar en pleno Atlántico. Creo que escribirá un libro hermoso...».

(carta 2-9-1953)



Zardoya cursó encuestas complementarias a sus informantes que muy pocos respondieron. «¿Por falta de tiempo, por temor a no sé qué (?), por pereza, o por falta de ese sentido de cooperación y responsabilidad?» -se preguntaba la investigadora chilena, que encontraba resistencias no obstante haberse mostrado muy respetuosa con la conveniencia de velar la identidad de sus informantes para no perjudicarlos. Desde New Orleans, en febrero de 1954 escribió a Molina, pidiéndole una foto de Miguel, agradeciendo sus datos y añadiendo nuevas preguntas muy concretas que él, en caso de duda, endosaba a otros dos coleccionistas de documentos oriolanos: a su tío, el maestro Francisco Giménez Mateo (60 cartas) y, en menor medida, al abogado Martínez Arenas (8), informadores ambos de Claude Couffon en su primera visita a Orihuela (1962).

Consultas y novedades de todo tipo salpican las cartas de M.ª Gracia Ifach (seud. de Josefina Escolano) cuyas vicisitudes y excursos, a lo largo de 123 misivas, darían pie a una variadísima gavilla de noticias sobre la vida literaria entre 1949 y 1982. Miguel Hernández es asunto preferente, desde el voluntarismo solidario de la familia Ribes al acoger en su casa valenciana a Manuel Miguel Hernández para preparar el ingreso de Bachiller, hasta la constante asistencia de M.ª de Gracia a Josefina Manresa, actuando a modo de agente literario y crítico de la obra de Miguel, labor que propició el encargo de prologar las Obras Completas de Losada (1960) cuyos originales ella misma preparó con el visto bueno de Aleixandre. Fragmentos de algunas de estas cartas pueden verse en Miguel Hernández en Alicante recortadas al hilo de la instrumentalización autojustificativa que tanto condiciona el alcance testimonial de dicho libro, tendente a omitir situaciones negativas, como ocurre con el decepcionante desenlace de la educación de Manuel Miguel en Valencia o con el espinoso asunto de su empleo en Hispano Argentina, distribuidora asociada a la editorial Taurus en Madrid, de cuyo proceso va dando cuenta M.ª de Gracia a Molina con disgusto:

«Josefina y Miguelito bien de salud. Este no sé qué tal sacará el 2.º curso ahora, casi todo suspendido (carta 2-10-1953) [...] Paco lo colocó a su lado, en un trabajo que podía hacer dada su escasa preparación. Le ha hecho sufrir mucho y no lo despidieron en varias ocasiones por Paco Ribes. Es una pena de chico y una pena de madre que no sabe ya qué hacer...».

(carta 24-12-1960)



«[...] De Miguelito no quiero decir nada. Sigue sin trabajar. [...] Cabe pensar qué sería de este chico si su padre viviese. Todo, menos un vago, de eso estoy segura. Vosotros ya sabéis lo que hemos intentado Paco y yo por hacerle un hombre y proporcionarle un porvenir, lo que hemos luchado. Y el fracaso nos ha premiado...».

(carta 10-8-1961)



Las cartas de M.ª de Gracia Ifach son un indicador preciso de la progresiva atención editorial a la vida y obra del poeta. Cuando, a fines de los años 1950, crecía la demanda ella se multiplicaba preparando Dentro de Luz y otras prosas para la editorial Arión, avisando a Josefina Manresa sobre la reclamación de sus derechos ante editoriales como Seghers7 o Quetzal, y alertando a Molina (16-4-1958) sobre algunos desaprensivos editores americanos, como el muy ahorrativo Simón Latino8, que buscaba su mediación para que la viuda aceptara cincuenta dólares por una antología poética de 40 páginas (Alonso Una dimensión... 500): «Si les interesa de verdad, que lo paguen», conminaba M.ª Gracia (carta 16-4-1958). «Estoy metida hasta la médula en su poesía y sin querer, aun haciendo los menesteres caseros, me asaltan frases suyas, metáforas, palabras estupendas, que por más que quieran no podrán imitar los seguidores» (carta 26-7-1958). Por aquellas fechas, mientras preparaba las Obras Completas para Losada, pidió a Molina copia de los fragmentos de El torero más valiente aparecidos en El Gallo Crisis, escribió artículos divulgativos para Índice (junio de 1958) y animó el Homenaje del Ateneo de Madrid con motivo del cincuentenario (1960). Aunque firmó el llamamiento de «concentración poética» pro-Miguel Hernández9 -encabezado por Pemán, Aleixandre y Dámaso Alonso- (Ínsula, 167, p. 2, octubre 1960), no fue invitada a colaborar en el número siguiente de dicha revista, dedicado al aniversario. Le dolió, sobre todo, que no se indicara la procedencia de los materiales que ella había aportado, entre otros una de las cartas inéditas de Miguel a Carlos Fenoll que le había facilitado Molina, quien aparecía en una fotografía (4) ante el nicho del poeta, junto a Ricardo Domenech, Vicente Ramos y Ernesto Contreras. Los testimonios desbordarían nuestros límites si tratásemos de traer aquí referencias epistolares de la elaboración de su Miguel Hernández, rayo que no cesa (1975) y de su edición el mismo año para la serie de «El escritor y la crítica» (Taurus) donde incluyó un texto de Molina. M.ª Gracia Ifach no sintió reconocida su labor por Josefina (Manresa 166) cuando el desbordante volumen del hernandismo en los años 1970 introdujo nuevos factores de distorsión -desconfianza, amor propio herido, malentendidos...- que la afectaron a ella tanto como a sus amigos del primer momento:

«Ya sé que "se mete" conmigo cuando quiere -escribía la biógrafa (23-1-1975)-. Pues esperemos con calma el efecto que le causará mi libro, sin duda negativo de arriba abajo. ¡Qué le vamos a hacer! No tiene ella toda la culpa. [...] ¡Y que Josefina no reconozca cuánto hacemos por mantener vigente a nuestro poeta! Ya sé que su obra por sí sola permanecerá a través del tiempo, pero si los que la tratamos y aireamos nos quedásemos mudos, otra cosa sería».

Como queda dicho, muchos fueron los corresponsales que buscaron a Molina como mediador para acceder a originales de Miguel o para obtener derechos de publicación. «Yo escribiré a la viuda pero usted apóyeme, o dígaselo antes...» es una fórmula reiterada en los años 1950. Molina no se resistía a estas intervenciones, procurando favorecer los intereses de Josefina Manresa. En 1951 a Rafael Millán impulsor de Ágora, ya se le negaba la gratuidad de los textos hernandianos y, a causa de ello, tuvo que renunciar a la publicación de un poema inédito en su revista: «El precio que fijan a los poemas de M. Hernández me parece bien, y más teniendo en cuenta la situación de su familia, pero [...] vivimos de precario y ahora no disponemos de esa cantidad, cosa que lamentamos» (carta 2-12-1951). Concha Lagos (carta 19-11-1958) recibió de Molina la instantánea de un Miguel joven, de cuerpo entero que, retocada en el estudio fotográfico de Mario Lagos, se convirtió en el retrato aparecido en Cuadernos de Ágora, 15-16, junto al artículo «La Dama de Elche», de Medardo Fraile otro visitante de Josefina introducido por Molina. Elvio Romero lo requería sin resultado en 1957: «Dígame, Molina, podría Ud. enviarme una copia mecanografiada de "El hombre acecha"? Josefina debe tenerla». Un año después Celaya andaba detrás de la misma presa, que por fin cobró gracias a Aleixandre. En el decenio siguiente (1963) Jacinto Luis Guereña le pedía fotos, textos y cartas para su edición en la serie Poétes d'aujourd'hui de Pierre Seghers. Poco después Ricardo Domenech lo consultaba sobre la posibilidad de publicar algunos inéditos de Miguel en la editorial Horizonte, dirigida por López Pacheco; y José Monleón recurría a él para que transmitiera a Josefina su interés en incluir el auto sacramental y El Labrador de más aire en la colección Primer Acto ofreciendo diez mil pesetas por cuatro mil ejemplares (carta 22-1-1965).

En sentido contrario, Molina buscó también salidas personales al exterior. En 1958, por ejemplo, José Agustín Goytisolo y Rafael Santos Torroella hicieron vanas gestiones en Barcelona para facilitarle una conferencia sobre Miguel. Con la Universidad no se podía contar por ser cosa «peligrosa»; Guillermo Díaz Plaja, director del Instituto del Teatro estaba ausente con sus oposiciones a Cátedra; el Instituto de Estudios Hispánicos no programaba lecturas poéticas. Descartados, entre las ironías de Goytisolo, el «Conferencia Club» y el Círculo Medina de la Sección Femenina, solo quedaban dispuestos a interesarse por el asunto los chicos de Filosofía y Letras que organizaban «Lecturas Poéticas» si los dejaban. Y fue que no.

A la mediación de Celaya (1-4-1958) debió Molina su encuentro con Marie Chevallier que llegó a España en dos tiempos: para estudiar Perito en lunas (1958) y para preparar su tesis (1970), plasmada cuatro años después en el libro L'homme, ses oeuvres et son destin dans la poésie de Miguel Hernández. Ella fue quien le facilitó su colaboración en Les Langues Néolatines en 1960, y dejó una serie de 22 cartas en el epistolario. En 1993, lo recordaba póstumamente cómo quien la llevó a Josefina «en su casa pequeña con patio», quien le enseñó Orihuela y quien le «abrió con algunas aclaraciones muy precisas» los misterios de Perito en lunas.

«Esto fue para mí decisivo... Luego pude dedicarme por completo durante más de quince años al estudio de la poesía de Miguel Hernández. Toda una aventura. Lo que me dio pena es que Josefina no siempre comprendió la índole de mi trabajo. Creo que ella se figuró que iba a ganar dinero aprovechándome de la poesía de Miguel cuando sólo podía ser todo lo contrario».

En mayo de 1959 M.ª de Gracia Ifach le envió a la suiza Marie Claire Thiébaud que abandonó pronto la investigación hernandiana después de haber hecho buen acopio de materiales en Elche y Orihuela. Por las mismas fechas, a Celaya le habían encargado un libro biográfico-crítico sobre Hernández con 50 páginas de antología. Pero antes de firmar el contrato quiso saber en cuánto estimaría Josefina unos derechos que los editores no habían contemplado y que vendrían a ser un suplemento de los que a él le corresponderían. Sabedor de que la viuda había sido estafada muchas veces, tenía especial interés en que Molina le recordara que «cuando fue necesario buscar dinero para el nicho de Miguel, respondí con todas mis fuerzas y abrí una suscripción en un periódico de San Sebastián que resultó bastante bien, y que dicho sea entre paréntesis, me costó el que me prohibieran volver a publicar en los periódicos del Movimiento» (carta 31-5-1959). Aunque contaba con recurrir a otros informadores, le urgía toda la bibliografía posible y, en especial, detalles biográficos de Hernández y de su grupo de amigos oriolanos antes de su marcha a Madrid. Celaya pensaba que su libro sería decisivo para la memoria del poeta por la forma en que iba a ser lanzado al público:

«Si yo no hago el trabajo sobre Miguel, se lo encomendarán a algún "aparente" admirador suyo. Te aseguro que me he metido en esto, con sacrificio, por pura devoción a la memoria de nuestro Miguel. Creo que puedo hacer algo bueno y nuevo sobre él. Pero necesito la ayuda de todos mis amigos y de todos los amigos de él. Y tú, que eres de los que más puedes, eres precisamente amigo de los dos».

El destinatario puso interés, incluso le envió un borrador de sus apuntes biográficos, pero el proyecto se frustró cinco meses después por desavenencias con los editores.

Desde que en 1952 Celia Viñas animara a Molina a publicar sus recuerdos de preguerra, hasta 1969 fecha en que apareció Miguel Hernández y sus amigos de Orihuela recibió muchas cartas instándole a escribir una biografía de Miguel. Incluso M.ª de Gracia Ifach (25-5-1958) propuso su edición a Losada, pero este ya había encargado un libro similar a Elvio Romero. Abandonó entonces la idea de una biografía integral y fue dando, sin ninguna prisa, algunas estampas en revistas poéticas y periódicos locales. En realidad la información de primera mano que contenían ya la había facilitado de palabra a Guerrero Zamora y a Zardoya, cristalizada pronto en lugares comunes de sus respectivas biografías. El librito (76 páginas) lo editó Ángel Caffarena en Málaga en tirada de 200 ejemplares. El sesgo lírico, manifiestamente subjetivo, característico de la prosa de su autor, proporcionaba una visión idílica de su mundo adolescente, a modo de contracción hacia el refugio devoto del pasado pueblerino mientras la recuperación editorial del autor de Viento del pueblo tomaba derroteros universales que ya escapaban a su mediación. Pese a los consejos de Fenoll, a las gestiones de Angelina Gatell -otra hernandiana de las primeras horas- cerca de Ruiz Castillo y a las de M.ª de Gracia Ifach con Losada, registradas en estas cartas, el libro de Molina no se llegó a reimprimir en una editora comercial. Con el paso del tiempo el documentalismo biográfico lo ha pospuesto a otras fuentes más objetivas con las que construir la imagen de un Miguel Hernández con claroscuros, más dinámico y complejo, aunque no siempre menos mitificado. En realidad, nadie necesita ser excusado por dar libre forma poética a sus recuerdos, pero conviene decir que Molina se mostró consciente de que no podía hacerlo de otro modo, flotando en su concepto de «humanidad poética» difícilmente mensurable en términos historiográficos. Así lo hizo saber muy pronto a Zardoya (8-3-1954), en carta cuya copia es una rareza en su archivo: «Cuando pienso sobre Miguel Hernández -como ya creo que te dije-, la literatura se me hace recuerdos y los recuerdos literatura, y todo ello se confunde y me confunde».

Muchas referencias quedan en el tintero de esta apresurada noticia de un epistolario a medio explorar donde se entrecruzan líneas convencionales y tramas de intereses, pero que, a su vez, no deja de ser receptáculo de confesiones privadas ajenas al cálculo y de esfuerzos en pos de recuperar la utopía perdida. Un fondo epistolar que puede parecer menor si atendemos a la exigua entidad canónica del destinatario pero que ofrece indudable atractivo por la calidad de buena parte de los remitentes y por los muchos menudeos poéticos que contempla, desde los tiempos de la supervivencia y la represión, en lo más hondo de la autarquía, hasta la ilusión de libertad que supuso el aperturismo ideológico que tomó a Miguel Hernández como enseña popular del «cambio democrático» de los años 1970 con toda su carga de contradicciones.

Obras citadas

  • ALONSO, Cecilio. «Introducción». Versos escogidos por Manuel Molina. Alicante: Instituto de Estudios Juan Gil-Albert, 1992.
  • ——. «Una dimensión amistosa de la viuda de Miguel Hernández en sus cartas al poeta oriolano Manuel Molina entre 1949 y 1971». Aún aprendo. Estudios dedicados al profesor Leonardo Romero Tobar. Ed. Ángeles Ezama y otros. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza, 2012. 503-12.
  • HOYO, Arturo del. «Prólogo». Antología comentada (II. Prosa) por Miguel Hernández. Ed. de Jesucristo Riquelme. Madrid: Ediciones de la Torre, 2002. 9-16.
  • IFACH, M.ª de Gracia. Miguel Hernández, rayo que no cesa. Barcelona: Plaza & Janés, 1975.
  • LÓPEZ DE REGO, Fernando. «Entrevista a Vicente Ramos con motivo de su 90 cumpleaños». Vicente Ramos testigo de Alicante. Alicante: GEA, 2010. 19-49.
  • MACIÁ AMORÓS, Otilia. «La Biblioteca y Archivo de Vicente Ramos». I 58 (Invierno 2011): 177-86.
  • MAINER, José-Carlos. Falange y Literatura. Antología. Barcelona: Labor, 1971.
  • MANRESA, Josefina. Recuerdos de la viuda de Miguel Hernández. 2.ª edición. Madrid: Ediciones de la Torre, 1981.
  • MARTÍN, Eutimio. Oficio de poeta. Miguel Hernández. Madrid: Aguilar, 2010.
  • RAMOS, Vicente y Manuel MOLINA. Miguel Hernández en Alicante. Alicante: Ifach, 1976.
  • RUBIO, Fanny. Las revistas poéticas españolas (1939-1975). Madrid: Turner, 1976.
  • UTRERA, Federico. «La Academia poética Musa Musae». Castilla. Estudios de Literatura 3 (2012): 229-248 (<http-www5.uva.es-castilla-wp-wp-content-uploads-2012-03-10FU2.pdf>, agosto de 2012).