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Representación de «La conjuración de Venecia», año 1310

Drama histórico en cinco actos y en prosa, de don Francisco Martínez de la Rosa

Mariano José de Larra

[Nota preliminar: Reproducimos la edición digital del artículo ofreciendo la posibilidad de consultar la edición facsímil de La Revista Española, Periódico Dedicado a la Reina Ntra. Sra., n.º 198, 25 de abril de 1834, Madrid.]

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No necesitamos remontarnos al origen del teatro para combatir la vana preocupación de los preceptistas que han querido reducir a la tragedia, propiamente llamada así, y a la comedia de costumbres o de carácter, el arte dramático. La razón natural puede guiarnos mejor. Con respecto a la comedia, sea en buen hora el espejo de la vida, la fiel representación de los extravíos, de los vicios ridículos del hombre. Pero con respecto a todo lo que no es comedia, examinemos un momento cuál puede ser el objeto del teatro. En todos los pueblos conocidos debe éste su origen al orgullo nacional, que podríamos llamar el amor propio de los pueblos. La vida de sus antiguos héroes, y el recuerdo de sus hazañas, fue en Grecia el primer objeto del teatro. En un pueblo constituido como el griego, que se suponía hijo de dioses y semidioses, los primeros dramas debieron participar de esta grandeza y sublimidad a que debían su origen. No eran los hombres, ni sus pasiones, ni los sucesos hijos de ellas, los representados: eran acciones sobrenaturales las que formaban el argumento, y el cielo y la fatalidad eran su máquina principal. ¿Qué muchos, pues, que los preceptistas, que de aquellos modelos deducían las reglas, fijasen para este género, no pudiendo concebir otro, la precisa condición de que no hablasen en la tragedia sino héroes y príncipes casi divinos, y de que hablasen en aquel lenguaje que sólo a ellos podía convenir? Entiéndese esto fácilmente. Pero, cuando destruidas las antiguas creencias, no se pudo ver en los reyes sino hombres entronizados, y no dioses caídos, no se comprende cómo pudo subsistir la tragedia heroica aristotélica. Para los pueblos modernos no concebimos esta tragedia, verdadera adulación literaria del poder. Por otra parte, ¿son por ventura los reyes y los príncipes los únicos capaces de pasiones? No sólo es este un error, sino que, limitando a tan corto círculo el dominio de la representación teatral, frústrase su objeto principal. Los hombres no se afectan generalmente sino por simpatías: mal puede, pues, aprovechar el ejemplo y el escarmiento de la representación el espectador que no puede suponerse nunca en las mismas circunstancias que el héroe de una tragedia. Estas verdades, generalmente sentidas, si no confesadas, debieron dar lugar a un género nuevo para los preceptistas rutineros; pero que es en realidad el único género que está en la naturaleza. La historia debió ser la mina beneficiable para los poetas, y debió nacer forzosamente el drama histórico. Nuestros poetas, que no sufrieron más inspiraciones que las de su genio independiente, no hicieron más que dos clases de dramas: o comedias de costumbres y carácter, como el Embustero de Alarcón, y el Desdén de Lope y Moreto, o dramas históricos, como el Ricohombre y el García. A este género, fiel representación de la vida, en que se hallan mezclados como en el mundo reyes y vasallos, grandes y pequeños, intereses públicos y privados, pertenece La conjuración de Venecia. Todo lo más a que está obligado el poeta es a hacer hablar a cada uno, según su esfera, el lenguaje que le es propio, y resultará indudablemente doble efecto de esta natural variedad; tanto más, cuanto que el lenguaje del corazón es el mismo en las clases todas, y que las pasiones igualan a los hombres que su posición aparta y diversifica.

Venecia, ese fenómeno en política, esa excepción rarísima entre los gobiernos, esa ciudad prodigiosa hasta en su existencia y construcción, que esclavizó por tantos años los mares, y que fue la primera esclava de sí misma, presenta un campo de larga y fecunda recolección para el historiador y el poeta. El imperio del terrorismo, por tantos años triunfante contra todas las leyes de la naturaleza, ofrece argumentos repetidos de singular efecto teatral, y el autor, al escoger la célebre conjuración de 1310, no hace sino dar una prueba del tino que le distingue. El Gobierno aristocrático de Venecia, reducido a un corto número de familias patricias, debía dar lugar a conjuraciones continuas: el pueblo oprimido no podía menos de aspirar a reconquistar sus derechos usurpados; y el recelo y la desconfianza, inseparables compañeros de la injusticia y la tiranía, debían hacer cruel al poder. De aquí el atroz sistema inquisitorial, que ahogaba en el patíbulo, según la expresión del señor Martínez, las mismas quejas. Razones de alta política impelieron al embajador de Génova a proteger aquella famosa conspiración. Ábrese la escena en su casa, donde se reúnen los principales conjurados a convenir en los medios de derribar la tiranía oligárquica de Venecia, durante su famoso carnaval: la libertad y confusión de esta temporada de alegría y festividad parecen prestarse a las ocultas maquinaciones de los conjurados. El primer acto, pues, no es más que la exposición del drama, y en él se deja traslucir ya que ha de ser el protagonista el joven Rugiero, huérfano, de padres y patria desconocidos, pero veneciano por posición y afecto. En el segundo acto aparece el panteón de la familia de Morosini, a cuya cabeza se hallan dos hermanos: Pedro, primer presidente del Tribunal de los Diez, y Juan, senador. Pedro conversa con sus espías acerca de una conjuración que sabe tramarse contra la república, y Rugiero es uno de los conjurados acechados. Un rumor extraño interrumpe su conversación; ocúltase, y sobreviene la joven Laura, hija del senador Morosini. Casada en secreto con Rugiero, viene a esperarle al panteón, donde le ve sigilosamente por tercera vez; en esta escena, Rugiero confía parte de la conjuración a su amada; uno de los espías apaga la lámpara que los ilumina, y en medio de la oscuridad se apoderan los satélites del tribunal del joven conjurado, cayendo privada de sentido la infeliz esposa. Laura se halla trasladada a su habitación a principios del tercer acto sin saber por qué medio. Dudosa de la suerte de su esposo, determina confiar el fatal secreto de su boda a Morosini en una escena llena de sentimiento y de interés; el cariñoso padre, después de perdonar su extravío, le promete emplear su favor en salvar a Rugiero, proyecto que pone por obra con su implacable hermano, del cual sólo consigue esta atroz respuesta:

-Dime sólo una cosa -pregunta Juan Morosini-, ¿vive Rugiero?

-Vive.

-¡Gracias a Dios!

-¡Pero no lo digas a tu hija!

-¿Por qué?

-Porque tendría que llorarle dos veces.


La plaza de San Marcos, centro de la pública diversión del carnaval, es el lugar de la escena del cuarto acto. Vense varios conjurados disfrazados y repartidos entre la multitud, que esperan el momento de las doce. Nada más ingenioso, ni más dramático, que un acto entero transcurrido en la descripción de la algazara del carnaval, cuando espera el espectador entre angustias mortales ver estallar de un momento a otro la revolución y la muerte entre la misma alegría indolente y confiada de un pueblo enloquecido. Suenan las doce, y al grito de «Venecia y libertad», grito que encontró grandes simpatías en nuestro público, estalla la conjuración, lucen los aceros, y suceden gritos de muerte a los cantos de regocijo. La República ha tomado sin embargo medidas preventivas: Rugiero, preso, no ha podido acudir con sus tropas, y triunfa el Gobierno. «¡Al tribunal, al tribunal los que escapen con vida!», clama ferozmente el presidente Morosini, triunfante en la plaza de San Marcos y tendidos ya a sus pies, muertos o heridos, varios conjurados.

El Tribunal de los Diez, juzgando a los reos, se presenta en el quinto acto. Tómanse declaraciones; Laura es interrogada, pero su razón está perturbada, y sólo pregunta por su esposo; Rugiero es juzgado; y en su interrogatorio reconoce en él el presidente Morosini, que ha de condenarle, a su hijo. Privado de sentido a tan atroz reconocimiento, retírase del Tribunal: es condenado Rugiero; en el momento de ir al patíbulo, Laura se arroja a su encuentro. «¡Ya estás aquí!», exclama; frenética alegría se pinta en su semblante; sepáranla sin embargo de su esposo, y la infeliz: «¿Dónde te llevan?», exclama. De allí a un momento ve la desdichada el patíbulo: entonces sabe qué es de su esposo. «¡Jesús mil veces!», grita despavorida, cae exánime, y baja el telón a ocultar tan espantoso desenlace.

El plan está superiormente concebido, el interés no decae un solo punto, y se sostiene en todos los actos por medios sencillos, verosímiles, indispensables: insistimos en llamarlos indispensables, porque ésta es la perfección del arte. No basta que los sucesos hayan podido suceder de tal modo; es forzoso, para que el espectador no se distraiga un momento del peligro, que no hayan podido suceder de otro modo, sentadas las primeras condiciones del argumento. La exposición hecha por medio del embajador de Génova, que dicta una nota a su Gobierno, es nueva e ingeniosa, de puro natural. Una conjuración contra la tiranía creará siempre en el teatro el mayor interés, por lo mismo que es difícil prever su éxito, y que éste se desea feliz. Supone el mayor conocimiento dramático el hacer declarar a Rugiero su conjuración cuando es oído de sus enemigos y en los brazos de su amada: quisiera uno hacerle callar; es terrible arrojar una escena de amor entre sepulcros, un diálogo de vida en un sitio de muerte, y complicar la más tierna pasión con los riesgos de una conjuración; es sublime lanzar la prisión entre dos amantes felices que se ven solos por tercera vez. ¿Por qué ha prolongado tanto el señor Martínez la escena de Laura y Rugiero? ¿Por qué pueden hablar una hora sintiendo tanto? El poeta que hace decir a una mujer: «¡Cómo queman tus lágrimas, Rugiero! Deja, déjame: yo las enjugaré con mi mano», debiera conocer todo el valor de una escena corta, cuando reina en ella la pasión. Bella es la escena de Laura y su padre, y más bella sería a nuestros ojos si no adoleciera del mismo empeño de desleír demasiado las ideas tiernas. El sentimiento es una flor delicada: manosearla es marchitarla. También nos parece que podría suprimirse el monólogo del padre al fin del tercer acto, o al menos cortarse; ni le creemos necesario ni del mayor efecto.

Donde reconocemos el mayor mérito de la composición es en la disposición y contraste singulares del acto cuarto y del final del drama; acaso por esa misma razón no ha sido lo más aplaudido: el terror hace enmudecer; las manos no pueden reunirse y golpear cuando han de acudir a los ojos. Por otra parte, ¿quién se acuerda en aquellos momentos de que es una comedia, de que todo es un artificio del poeta y los actores? Las escenas del interrogatorio son de aquellas que por tener bulto parecen satisfacer más al público y llevarse la palma. Sin embargo, el crítico no puede mirarlas bajo este punto de vista. Siempre que un poeta represente en la escena al opresor y al oprimido, éste interesará fácilmente: el mayor número del público le forman desgraciados, porque, ¿quién puede jactarse de no serlo? Simpatizan con el infeliz, y cualquier respuesta enérgica de un reo inocente a un juez duro será aplaudida en el teatro. No es ésta la principal habilidad del señor Martínez; el elogiarle lo que cualquiera puede hacer sería elogiarle torpemente. Su mérito está en ese conocimiento del corazón humano con que prepara los efectos, con que se introduce furtivamente en el pecho del espectador, con que le lleva de sentimiento delicado en sentimiento delicado a enmudecer y llorar. Hay sin embargo pasajes que no se esperan y sorprenden en el interrogatorio de Maffei y Rugiero. Nada más sublime que esas respuestas:

-¿Y por qué nombraste a ésos, y no a otros?

-Porque en aquel instante no me ocurrieron vuestros nombres.

-De lo que he dicho en el tormento responderá el verdugo.


Y aquél: «Concededme esa gracia y os perdono», de Rugiero.

En la respuesta de Juan Morosini: «Estoy pensando que no tienes hijos... y que no vas a comprenderme»; y en la de Rugiero: «De cierto es mi padre, cuando no logro ni al morir el consuelo de verle», se reconoce al punto al poeta sensible que ha bebido en el cáliz de la desgracia, y que concluía una elegía:

Yo aquí no tengo para ornar tu tumba

ni una flor que enviarte, que las flores

no nacen entre el hielo, y si naciesen

sólo al tocarlas yo se marchitaran.



No acabaremos este juicio sin hacer una reflexión ventajosísima para el autor: ésta es la primera vez que vemos en España a un ministro honrándose con el cultivo de las letras, con la inspiración de las musas. ¿Y en qué circunstancias? Un Estatuto Real, la primera piedra que ha de servir al edificio de la regeneración de España, y un drama lleno de mérito; y esto lo hemos visto todo en una semana; no sabemos si aun fuera de España se ha repetido esta circunstancia particular.

Revista Española, n.º 198, 25 de abril de 1834

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[Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 204-212; Artículos de costumbres, ed. Luis F. Díaz Larios, Madrid, Austral, 1998, pp. 253-262; Artículos de crítica literaria y artística, ed. José R. Lomba y Pedraja, Madrid, Espasa-Calpe, 1975, pp. 142-152; Artículos, ed. Carlos Seco Serrano, Barcelona, Planeta, 1981, pp. 398-405; Obras completas de D. Mariano José de Larra (Fígaro), ed. Montaner y Simon, Barcelona, 1886, pp. 337-340.]