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Revista del año 1834

Mariano José de Larra

No sé por qué capricho extraordinario, y en oposición con mis hábitos antiguos, el 31 de este diciembre que expira hubo de asaltarme el sueño mucho más pronto de lo que acostumbra; no diré si fue porque leí ese día más artículos de periódico de los que puede resistir mi débil naturaleza, o si fui a alguna representación nueva, de esas en que el autor y los actores hacen todo lo que pueden, y en que suele uno no poder con lo que hacen. Lo único que puedo asegurar, juzgando por los resultados, es que reclinado en una poltrona moderna me entregué a Morfeo con la misma seguridad y descuido que un juez en la audiencia, o que una autoridad no responsable en días de calamidad. No sé el tiempo que habría transcurrido desde el momento que hice tan completa abnegación de mí mismo, cuando se me antojó ver un anciano venerable, que por su reloj de arena y su luz hube de reconocer por el tiempo; envuelto en una nube, como pudiera un majo en su capa, porque es sabido que esta clase de visiones siempre aparecen entre nubes, parecía indicarme con el dedo dos puertas, una enfrente de otra, en la una de las cuales se leía «pasado» y en la otra «futuro». Pareciome entonces que salía de su seno un ser más joven que él en verdad, pero semejante a aquellos hombres, que todos conocemos, en quienes la decrepitud y la muerte ha seguido muy de cerca a su nacimiento. En su frente se leía en letras gruesas 1834. Seguíanle, y fueron pasando ante mis ojos deslumbrados, doce mancebos, en cada uno de los cuales se veía sobre sus diversos atributos el nombre de un mes. Al pasar cada uno de ellos ante el primer venerable personaje, que iba a acabar con su existencia, hacíanle profundo acatamiento, lo cual me recordó a los hombres que siempre están más comedidos con quien peor los trata. Figuróseme que le daban cuenta exacta de su corta y efímera vida, y el anciano iba reasumiendo los datos en un gran libro lleno de borrones y de enmiendas. «Según las mentiras que en ese libro se aciertan de lejos a divisar -dije para mí-, debe de ser el libro de la historia.» Así era efectivamente.

Pasados en revista los doce mancebos, y oídas sus revelaciones, a tiempo que iba a poner el último el pie en el dintel de una de las dos puertas, fue preciso escuchar la relación que, en descargo sin duda de su conciencia, hizo al tiempo el segundo personaje, y de la cual, si mal no me acuerdo, hube de recoger los siguientes fragmentos.

«–Al nacer –comenzó el buen viejo, que se veía morir después de tan corta vida–, encontré al mundo poco más o menos como mis predecesores: reyes por todas partes mandando pueblos, pueblos por todas partes dejándose mandar por reyes. Engaños y falsedades donde quiera, charlatanismo en todas partes, crédulos e ignorantes siempre erigiendo el edificio de su poder...

»Encontré a España empezando a despertar de un sueño como el de Endimión, aparte la diferencia del número de los años. En política un manifiesto, barrera entre el despotismo y la libertad, existía oponiendo diques a todas las corrientes; yo le desbaraté, y la corriente de la libertad, sin verse expedita aún, halló rendijas y aberturas por donde penetrar e ir poco a poco fertilizando los campos. En mis primeros momentos de vida, en tiempo de máscaras por más señas, llamé al poder a un hombre todo esperanzas, de estos de quienes se dice simplemente que prometen; pero no me estaba reservado ver en mi corta vida realizadas las promesas, y dudo que las vean mis sucesores cumplidas. Durante mi tiempo ha nacido un monstruo, el «miedo a la anarquía»; monstruo, como el terror, pánico; él ha perseguido a mis hijos predilectos, él ha alargado la vida a los hijos de mis diez antepasados...

»Sin embargo, una representación nacional ha venido a sentarse en los escaños públicos de dos Estamentos, que he venerado, y en cuya naturaleza antico-moderna no he hecho alto. Lo he tomado como me lo han dado. La posteridad no dirá que no he sido filósofo; todo lo contrario, he tomado las cosas conforme han venido. He visto abolido el voto de Santiago, pequeño paso, y como éste otros tan menudos que ni los recuerdo. Grande, nada he visto sino la paciencia. He visto celebrarse un gran tratado diplomático: no he visto sus resultados.

»Encontré a mi advenimiento algunos facciosos; al morir me hallo en el apuro del que muere muy rico, en este particular; no sé los que dejo.

»He mirado estrellarse en las provincias reputaciones antiguas, como la espuma del mar en las rocas.

»Una calamidad tan espantosa como ésa ha hecho y hará por mucho tiempo memorable mi existencia: un azote del cielo ha devastado el suelo. El cólera morbo se ha llevado lo que ha perdonado la guerra civil.

»En punto a ciencias no he visto nada; en literatura he visto una o dos producciones nuevas; he visto dos dramas históricos, de que no sé si hablarán tanto como yo mis sucesores.

»En artes tampoco he visto gran cosa. El año 34 será célebre por sus calamidades; nadie empero le verá jamás en el libro de los adelantos humanos para España; es de temer que no sea yo el último a quien se haga ese reproche.

»Al dejar mi corto reinado, déjolo peor que lo encontré, y ojalá que el remedio estuviera tan cerca como mi fin. Debo advertir que he vivido amordazado, y que muero todavía sin voz. Por eso me fuera imposible decir cuanto he visto; pero sólo declararé que me hubiera estado mejor haber nacido ciego.

»Mi fin se acerca por momentos. ¡Ojalá que mis sucesores puedan dar mejor cuenta de sus días, ojalá que no vean tantos como yo perdidos o manchados!»

Al decir estas últimas palabras, abriéronse de repente entrambas puertas con nunca oído estrépito. El Tiempo extendió su hoz destructora sobre las trece cabezas, y se hundieron rápidamente en el interior del «pasado», que volvió a cerrarse en el mismo instante. La puerta de lo «futuro» se abrió entonces... un velo denso me impidió ver su interior distintamente... en aquel punto doce terribles campanadas me indicaron las doce de la noche, desperté y aún vi dos cosas entre sueños: un enorme letrero en la puerta de lo «futuro», que empezaba a desaparecer a mis ojos despiertos, el cual decía: «Año 1835». La cosa segunda que vi fue que al hacer este sueño no había hecho más que un plagio impudente a un escritor de más mérito que yo. Di las gracias a Jouy, me acabé de despertar y me preparé a ver en el próximo y naciente 1835 una segunda edición de los errores de 1834. Ojalá que la experiencia desmienta mi funesto pronóstico.

Escrito en enero de 1835. No publicado en su tiempo.

[Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 287-290; Artículos políticos, ed. Jorge Campos, Madrid, Taurus, 1979, pp. 205-208; Artículos, ed. Carlos Seco Serrano, Barcelona, Planeta, 1981, pp. 303-306; Obras completas de D. Mariano José de Larra (Fígaro), ed. Montaner y Simon, Barcelona, 1886, pp. 380-381.]