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El panorama de la cartelera de esos años se completaría si añadimos a la lista indicada los siguientes nombres y textos de autores de la generación mayor o de otros que -contemporáneos de los realistas- buscaban la prolongación de un género entre cómico y amable: así López Rubio da a conocer en esa temporada su comedia Diana está comunicando; el prolífico Pemán comedias bien construidas como La coqueta y don Simón o Un hombre nuevo; Calvo Sotelo está presente con Dinero, Cartas credenciales o Micaela; Carlos Llopis lleva su moralina envuelta en desenfadado humor a una comedia como ¿Qué hacemos con los hijos?; Mihura insiste en sus estrambóticos personajes y no menos estrambóticas situaciones, pálidos reflejos de los inolvidables «tres sombreros», en El chalet de Madame Renard; o Buero -tan distinto a todos los nombres y títulos citados- con Las Meninas. Junto a ellos se reiteran los estrenos de Armiñán (Paso a nivel, Academia de baile) y se empieza a conocer una esperanza del teatro de humor que luego ha derivado hacia otros objetivos menos brillantes, como es el caso de J. J. Alonso Millán (La felicidad no lleva impuesto de lujo). Y es en el año 61 cuando Tamayo, para inaugurar el teatro Bellas Artes, nos brinda la importante ocasión de ver un Valle, nada menos que el de Divinas Palabras.

 

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También en la colección «Teatro» de Ed. Alfil.

 

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Años después, el mismo Rodríguez Buded reconocía este apoyo inicial de un teatro de cámara como «Dido» haciendo algo de historia acerca de aquellas independientes formaciones y sobre todo subrayando -a la altura de 1967- que «salvo contadísimas excepciones de autores que se dieron a conocer en ellos y que en seguida se incorporaron al ámbito profesional con unas obras de claro signo comercial, lo cierto es que los grupos independientes no han tenido utilidad como soporte desde donde se dieran a conocer nuevos autores, y, sobre todo, donde éstos pudieran desarrollar una labor de cierta continuidad». Buded achaca a estos grupos de cámara que mostraran excesiva inclinación por programar textos de autores extranjeros y que vivieran en continuo estado de improvisación («nacían y morían en cada representación»), que tuvieran escasa ayuda «a cambio de rígidas exigencias» y cicatera respuesta de la crítica: toda una serie de concausas que trajeron como consecuencia que «en ningún caso, el nombre de un autor nuevo español haya aparecido unido con continuidad a un grupo independiente». Un cúmulo de circunstancias contrarias que para Buded habían significado (no se olvide la fecha del trabajo publicado en Yorick, 1967) la desaparición de la práctica totalidad de los grupos independientes (pocos años después de esta pesimista opinión el fenómeno de los teatros independientes, de la mano de «Tábano», «Goliardos», «TEI», «El Gayo Vallecano», «Els Joglars», etc. volvió a reaparecer con inusitada fuerza en los últimos años del franquismo). Como era esperable, Buded personaliza en el caso concreto de «Dido. Pequeño Teatro» la prometedora actividad de estos grupos en los cincuenta y su apagamiento en la década siguiente, cuando empezaron y terminaron las representaciones de sus obras. En esa misma temporada «Dido. Pequeño teatro» hizo otros montajes: Las tres hermanas, Doña Endrina (una versión de la obra del Arcipreste firmada por Criado de Val) y La viuda valenciana de Lope.

 

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A tenor de su declaración de principios, el GTR podría perfectamente haber acogido textos como éste de Rodríguez Buded, ya que «las líneas generales de nuestro trabajo -se lee en el segundo párrafo del citado manifiesto- serán una investigación práctico-teórica en el realismo y sus formas, sobre la base del repertorio mundial en esta línea, y una tenaz búsqueda de nuevos autores españoles capaces de garantizar la continuidad del teatro español» (cito por la recopilación de Documentos sobre el teatro español contemporáneo realizada por Luciano García Lorenzo, Madrid, SGEL, 1981, p. 94).

 

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El texto se publicó posteriormente en el volumen titulado Tres piezas rotas (Los enanos colgados de la lluvia, El parque se cierra a las ocho -que se había publicado previamente en Acento Cultural- y Receta del soufflé de bacalo). Murcia, Editora Regional, 1987, con introducción de Francisco Torres Monreal, que califica la obra de «parábola poética», y una «metáfora de la España sometida por la dictadura, adormecida por el conformismo, manchada por la sangre» (Vid. la introducción de Mariano de Paco a la Trilogía de los años inciertos, Madrid, Espiral, 1989).

 

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Cfr. «El naturalismo, el costumbrismo...» Complementariamente de Quinto afina sobre esta obra cuando, ante el inmediato estreno de la misma bajo su dirección, dice que en este texto su autor «ha decidido incrustar en su drama, junto con elementos típicamente naturalistas, otros de condición esperpéntica. Así la realidad es a veces expresada por vía natural y otras se desorbita y disloca hasta extremos insospechados» (Primer Acto, núm. 13, p. 22). Y en la misma línea insiste Pérez Minik: «la oposición entre la miserable realidad y la ternura tragicómica desplegada para hacerle válida tiene un gran relieve. Pero nunca el pesimismo llegó a tal altura, ni la resignación ni la conformidad, así mismo» (Teatro europeo contemporáneo, p. 529).

 

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La obra de Manegat (publicada en la colección «Teatro» de Escelicer -núm. 145- en 1956, y estrenada en el Teatro Romea de Barcelona el año antes) está muy próxima a una estética más realista y menos «tragicómica» que las otras mencionadas, amén de presentar un trasfondo católico y conformista indudable («Lo malo es rebelarse contra Dios [dice uno de los personajes]. Lo hacemos porque no tenemos el valor de saber que, en lo que nos rodea, esté su mano y su silencio»; p. 87) (En el mismo volumen se incluye una segunda pieza del mismo autor titulada precisamente El silencio de Dios). Sin embargo es curioso que en uno de los momentos de la obra, en la que se plantea el problema de la emigración como una pequeña renuncia o derrota, se defienda una tesis que adelanta la que después se planteará desde La camisa: «Los hombres de mis años hicimos una guerra, y los hombres que hacen una guerra tiene más obligación que nadie de construirse su propia paz. Si no lo hacen, son como botellas vacías que no se pueden llenar. Nuestro sitio está aquí: en nuestra tierra» (p. 38).

 

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Op. cit., p. 374.

 

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La «desangelada» prostituta que merodea por el café, en el tercer acto, desciende directamente de «la señorita Elvira» de la novela de Cela.

 

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El crítico de Acento Cultural Luis Tomás Melgar opinaba de esta obra, en el suplemento de los núm. 11 y 12 (junio de 1960), que en ella «Rodríguez Buded ha conseguido su peculiar realismo, entrecruzando una línea de voluntad naturalista -la que a la familia de Ramón se refiere- y otra de voluntad esperpéntica -la que de la «caridad organizada» trata. Este entrecruzar la farsa con el naturalismo presentaba serias dificultades, y si Buded supo salvarlas airosamente a todo lo largo del primera acto, lo consiguió medianamente en el segundo y bastante malamente ya en el tercero». Discrepo de Melgar en lo que a lo conseguido en el segundo acto, sobre todo, se refiere. Sobre esta importante revista cultural y literaria, básica para la difusión, recepción y crítica de la estética realista, puede verse el trabajo general sobre la misma de Óscar Barrero «El reducto de la estética social-realista: Acento Cultural (1958-1961), «España Contemporánea, IV, 1, 1991, pp. 7-22).