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Vid. Primer Acto núm. 13, marzo/abril 1960, pp. 22-23. En las páginas 24-48 de ese mismo número se incluye el texto de Un hombre duerme. Además, la pieza fue publicada en la popular colección «Teatro» en 1963 (núm. 388), por donde cito.

 

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«Si repasáramos la lista de autores contemporáneos importantes -escribía José Monleón en un artículo de 1961- los encontraríamos vinculados a la tragedia o a la tragicomedia. Y en líneas generales, orientados hacia el cultivo de una problemática existencial, o a la denuncia de una serie de convenciones sociales, políticas y morales, aún vigentes». Y en el mismo lugar se elabora una lista de «nuevos tragediógrafos», entre los que se cita a Rodríguez Buded, y se comenta que «todos, sin excepción, escriben tragedias. De distinto signo y de muy distinto valor. Pero tragedias, sinceras a veces, miméticas en otros casos, pero siempre con una afanosa pretensión de trascendencia». Concretamente «Rodríguez Buded, Carlos Muñiz, Marrodán... para denunciar las convenciones vigentes buscando un efecto ético sobre los públicos» («El joven autor frente a la realidad teatral española», Acento Cultural, 11 (1961), pp. 74-78).

 

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En el suplemento a los números 13-14 de Acento Cultural (julio de 1960) y en una entrevista con Antonio Núñez, Rodríguez Buded reconocía que «la farsa me parece el medio más eficaz para plasmar los problemas más hondamente humanos, al mismo tiempo que tiende un puente agradable -incluso cómodo- entre los espectadores y el drama».

 

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Al finalizar ese primer cuadro del segundo acto, corroboramos la pobreza no reconocida («no oficial») que acompaña al pobre López, cuando al hilo de las acotaciones imaginamos el ritmo en patético crescendo de quien devora la merienda que los «pobres oficiales» han rechazado: «Se sienta frente a la bandeja y come con mesura [...] Acelera en picar de los platos [...] Se deslizan los aperitivos desde los platos a la boca de López, con velocidad vertiginosa. Moncho y Rosi lo contemplan y sus gestos son una mezcla de perplejidad y de tristeza». Escena de ironía hiriente donde las haya. El hambre vergonzante, patética, objeto de despropósitos, es otro de los temas que afloran en esta comedia, y en algún episodio de la siguiente (una anciana robando una naranja del aparador de la casa de realquilados). Y sobre esa coyuntura del hambre de unos años de hambre, es factible el engarce del sarcasmo en forma de ingenioso chiste irónico: hablando de la conveniencia de practicar un régimen de adelgazamiento, el eficiente Fernández comenta: «Es muy conveniente, y luego, que un régimen para adelgazar, cuanto más severo, más al alcance de los pobres».

 

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Sobre esta obra y otros títulos de Muñiz, puede verse mi trabajo «Construcción y sentido del teatro de Muñiz» (Anuario de estudios filológicos, vol. IX, 1986, Universidad de Extremadura, pp. 295-316).

 

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Esta pieza, que obtuvo el premio de la revista Acento Cultural fue publicada en la popular colección «Teatro» (núm. 308) de Ed. Alfil (1961) y en el volumen recopilado por F. C. Sainz de Robles Teatro español, 1960-1961, Madrid, Aguilar, 1962, pp. 9-69) por donde cito. Y en su reparto destacaron los nombres de Charo Soriano, Pedro del Río, Margarita Calahorra, José María Escuer, Agustín González y Lola Cardona. Su redacción parece que fue anterior a Un hombre duerme.

 

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En este sentido son muy apropiadas las observaciones de Marqueríe (en su crítica de ABC) y de Monleón en la que redactó para Triunfo. El primero señalaba que «cada una de las criaturas escénicas de La madriguera lleva dentro una tragedia minimizada con sus represiones y sus complejos, pero de una hondura psicológica muy superior a lo que antes se llamaba tipos o caracteres...». Y el segundo encontraba que estos personajes que conviven o coexisten en el piso de doña Teresa constituyen «una serie de tipos españoles tragicómicos, que vienen arrastrando su miseria desde muchos sainetes atrás».

 

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Aragonés la calificó de «sainete dramático» (recuérdese la definición que el mismo Buded hacía de su estreno anterior), y destacó, entre sus aciertos, el diálogo, «un diálogo con fluidez y soltura, en el que todo cuanto hay que decir es dicho de la manera más eficaz y directa para que produzca el propuesto impacto de los espectadores». Resumiendo la situación escénica de la que parte el mínimo conflicto («una pensión en la que, debido a la escasez de viviendas, conviven diversas familias, todas ellas de la clase media») Aragonés reconoce que el dramaturgo ha sabido sacar mucho partido de esta situación (una carencia que algo tiene que ver con la que -desde un ángulo social- se denunciaba en la otra comedia), «pero siempre procurando centrar la atención de los espectadores en aquellas (facetas) de más acusada vigencia en nuestros días, zafándose así de una servidumbre a precedentes más o menos gloriosos» (se trata de una reseña aparecida en La Estafeta Literaria y recopilada después en el volumen Veinte años de teatro español (1960-1980), Society of Spanish and Spanish American Studies 1987, p. 25-26).

 

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Ya Monleón, en la misma crítica aludida anteriormente, subrayaba que, para él, el mérito primordial de La madriguera era «que esta tragedia aparezca colectivizada, como evidenciando que o nos salvamos todos o, de verdad, de verdad, no se salva nadie». Y el mismo autor del texto, en su autocrítica aparecida como era costumbre en ABC, reconocía su cuidado en presentar la existencia de un grupo de forma equilibrada, «sin que cualquiera de ellos ocupe en ningún momento un plano de superioridad sobre los demás», sin protagonistas. A ello obedece, dentro del diseño de composición de la obra, que una de las habitaciones de realquilados, la de la derecha del escenario, cambie de ocupantes en cada acto, esbozando así otras tantas historias (en un corto segmento de sus vidas) que discurren paralelas, y contrapunteando, las de los otros inquilinos, que sí permanecen sin cambiar a lo largo de los tres actos en que se divide la comedia.

 

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Ese simultaneísmo lo relaciona Pérez-Stansfield con técnicas cinematográficas (Cfr. Direcciones del teatro español de posguerra, Madrid, Porrúa Turanzas, 1983, p. 133) si bien ya está presente en algún texto clave del teatro americano, ya difundido en España por aquellas fechas, como Muerte de un viajante de Miller, que ya se había estrenado a comienzos de los cincuenta, en versión de López Rubio. Y el mismo recurso se emplea en algunas secuencias de la primeriza pieza de Muñiz El grillo, o mucho más claramente vinculada a recurso cinematográfico en la curiosa pieza -en este sentido- de Francisco Casanova, El sol sale para todos (María Guerrero, septiembre del 57, y con la dirección de Claudio de la Torre; publicada en la colección «Teatro», núm. 194, 1958). En esta pieza, la escena representa el corte vertical de la fachada de una casa de vecinos, dividida en varios compartimentos alineados y superpuestos unos sobre los otros, que representan «habitaciones de las diferentes viviendas», y jugando con todas ellas se produce «una acción constante en la que todo el diálogo queda expresado sin que la multiplicación del escenario obligue a callar a unos personajes mientras los otros se manifiestan».