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ArribaAbajoCapítulo XLIII


Abrirse ve bajo su misma planta
la tierra de ambos polos sacudida;
sulfúrea niebla que la vista espanta
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
y en medio de los aires se levanta
sobre un grupo de nubes sostenida,
adusta diosa cuya sombra crece
y allá en los cielos penetrar parece.


MARTÍNEZ DE LA ROSA                


Dos días habían pasado ya desde la entrevista de Nuño con el Velludo, sin que en este tiempo hubiese visto Hernando de Iscar otra cara que la de su carcelero, que con extraordinarias precauciones le traía todos los días la comida, que el desesperado caballero apenas probaba, sin embargo que el cocinero del castillo solía echar en todos los manjares cantidad suficiente de ajos y especias para despertar el apetito.

Era su calabozo el cubo de una torre, sin más vistas que una reja que daba al campo, por donde le entraba la luz del día; un cántaro de agua y una cadena fija en una aldaba de la pared, y que ceñía al prisionero por medio cuerpo, aunque bastante larga para permitirle ponerse en pie y andar algunos pasos, hacían el único adorno de aquella estancia. Cerrábase con una puerta doble, tachonada de clavos, que bien así como la losa de una sepultura encajaba de modo, en el marco, que ni aun daba paso al aire, asegurada asimismo por fuera con dos enormes cerrojos, que al abrir o cerrar el calabozo hacían el único ruido que llegaba a los oídos del castellano de Iscar. Habíanse tomado cuantas providencias son imaginables para que no pudiera escapar, temerosos de su valor; y Saldaña, que miraba su prisión como el áncora de su esperanza, había impuesto pena de la vida por el menor descuido que padeciesen sus guardas.

Era animoso el de Iscar, y los trabajos que sufría no eran capaces de abatir su corazón; pero como al mismo tiempo era su genio impaciente sobremanera y en extremo altivo, su brío le hacía a cada instante exasperarse, y, perdido en sus cavilaciones, a veces parecía loco y se arrancaba mechones de pelo de coraje. Su carcelero, el buen Duarte, brusco y rudo como un puerco espín, apenas le hablaba una palabra, y el de Iscar, demasiado orgulloso para preguntar nada a un villano, no se dignaba siquiera mirarle cuando le traía su comida. No venía tampoco más que dos veces al día, y rara vez volvía a abrir el calabozo hasta el día siguiente. Pero una tarde, a deshora, sintió el de Iscar el triste estruendo de los cerrojos que descorrían, y asombrado de aquel desusado ruido a tal hora, volvió la cabeza a mirar quien era con indiferencia, y vio a Duarte que con su cara de perro de presa y las llaves en la mano entraba en el calabozo. No preguntó nada el de Iscar, y era asaz tardo el honrado escudero para hablar de pronto sin meditar primero lo que iba a decir. Y no que temiese aquello de que palabra suelta no se recoge, sino que se sucedían tan despacio las ideas en su embotado caletre, y era, además, tan falto de explicaderas, que necesitaba de algún tiempo para romper.

En fin, haciendo un esfuerzo, después de haberse mordido la yema del dedo pulgar, rascádose la frente con la mano izquierda y dado dos o tres embestidas con el cuerpo hacia adelante como si fuese a hacer algo y no se atreviese a ello, dijo:

-Pues, voto a mi padre, que aquí no debéis estar muy a gusto.

Estaba sentado en el suelo el de Iscar, tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, y no hizo señal siquiera de haberle oído, por lo que segunda vez se halló Duarte en la misma dificultad, sin acertar por dónde empezaría lo que tenía que decirle.

-Yo, señor -dijo-, no sirvo para esto; yo he conocido mucho a vuestro padre cuando el de mi amo y él eran amigos.

Aquí se detuvo por ser período demasiado largo y no ocurrirsele el cómo podría pasar adelante; pero el de Iscar, que oyó nombrar a su padre, no pudo menos de levantar la vista y responder con su acostumbrada aspereza.

-¿Y qué hay?

Esta pregunta fue un rayo de luz para Duarte, que respondió como si lo trajese estudiado:

-Es el caso que están haciendo en la plaza del pueblo un tablado, y que tengo entendido que, a más tardar pasado mañana, os van a cortar allí la cabeza. No que a mí me importe eso, ni menos me asuste, pero, al fin y al cabo, como os he conocido cuando erais niño, lo siento.

El rostro de Hernando resplandeció con el gozo de la desesperación al oír la noticia que le daba su carcelero. Púsose en pie, levantó al cielo los ojos y dijo:

-¡Yo os doy gracias, Dios mío! Padre mío, voy a abrazaros digno de vos, sin haber manchado en nada la gloria de mis antepasados.

Y volviéndose a Duarte prosiguió:

-Ve y di a tu amo que lo que siento es que no me haga dar muerte ahora mismo.

-Vive Dios que me alegro -repuso Duarte- que no os siente mal la noticia, porque, en fin, así se va un hombre más contento, y...

Aquí le faltaron ya palabras al escudero, que aquel día había hablado, puede asegurarse, casi tanto como en toda su vida, excepto cuando vivía Jimeno, a quien estaba maldiciendo continuamente por el poco respeto que el pícaro paje le manifestaba.

Iba ya a retirarse cuando el señor de Iscar, templada sin duda su altivez con la idea de la muerte próxima o enternecido su corazón con algún recuerdo de lo que dejaba en el mundo, volvió a mirarle y le dijo:

-¿Sabes tú de mi hermana? ¿Está aquí?

-Aquí está. ¿Qué hay con eso?

Un pensamiento cruel despedazó en este momento el corazón de Hernando y una lágrima de furor y de pena a un mismo tiempo se desprendió por su mejilla, al par que el temblor convulsivo de sus miembros probó la agitación de su alma. Figuróse si estaría ya deshonrada, y tal vez en aquel momento en brazos de su enemigo, acariciándole y olvidada de su hermano, cuyo honor, que debía reflejar en ella, iba a cubrirse de nubes para siempre por culpa de una mujer. El temor de deshonrarla delante de aquel villano si no era cierto lo que imaginaba y el más terrible de saber de fijo lo que quisiera eternamente ignorar combatía con el deseo más vivo de saber de ella. Por último, determinado a todo, se atrevió a preguntarle:

-¿Saldaña la trata bien?

-¡Toma! -respondió Duarte-. La mima como a una reina.

-Y ella supongo -continuó el prisionero con amargura- admitirá sin repugnancia sus atenciones.

-Hay de todo -repuso el escudero con sequedad-, aunque dicen que se está tratando la boda.

-Mientes -le dijo el de Iscar con impetuosidad; pero acercándose a él cuanto le permitía su cadena, procuró contenerse y prosiguió-: Dime la verdad, explícate claramente, y yo te prometo... no sé qué -exclamó con impaciencia, acordándose de que nada poseía ya en el mundo y que estaba condenado a muerte-. Este relicario de oro -prosiguió, echando mano al que traía en el pecho- vale cien alfonsís y mi padre lo llevó encima mientras vivió.

-A mí no me seduce nadie -gritó Duarte con un gruñido-. ¡Vive Dios! Bueno es que anduvo el maldito paje, que está en los infiernos, tras de ganarme, y no lo pudo conseguir nunca.

-¡Por Santiago! ¡Villano! -exclamó el caballero, crujiéndole todos los huesos de su cuerpo de cólera y haciendo un esfuerzo para romper la cadena-, que me has de decir cuanto sepas o...

-No, no hay cuidado -repuso Duarte con estúpida calma-. La cadena no se rompe así como se quiera, y os vais a hacer mal si tiráis de ese modo.

-Maldito seas tú y tu amo, y ojalá que se cumpla mi maldición -gritó Hernando, con el rostro amoratado y arrojando espuma por la boca, de ira-, y maldita sea mi hermana, y caiga sobre ella, además, la maldición de mi padre si mi sangre se mezcla alguna vez con la del infame Saldaña.

Imposible fuera pintar la rabia que se apoderó del desdichado caballero, que no dudó ya un punto que su hermana había en fin cedido a las instancias de su robador; baste decir que se arrojó contra el suelo dando bramidos espantosos y golpeándose la cabeza con los eslabones de la cadena con tanta furia que el viejo Duarte, a despecho de su estúpida insensibilidad, se sintió conmovido, y aun le hubiera rogado que no se maltratase de aquella manera si el pobre hombre hubiese hallado palabras con que pedírselo. Calmado ya el primer ímpetu de su cólera, clavó el prisionero los ojos en el techo de su calabozo y dijo con desmayada voz:

-Vos me oís, padre mío; maldición sobre la hija de vuestro cariño, que ha desobedecido vuestros mandatos. Vos la hicisteis noble al engendrarla, y ella se ha prostituido a vuestro enemigo; vos la educasteis en la virtud y ello ha preferido el vicio y ha deshonrado nuestra familia llenándome a mí de infamia. No es ya mi hermana, no es ya vuestra hija. ¡Maldición, execración eterna sobre esa mujer! Oye -continuó, fijando sus ojos en Duarte-, dile a tu amo que el único favor que le pido es que se harte de ella pronto y la odie, la mitad siquiera de lo que le aborrezco yo a él. ¡Hermana mía! ¡Hermana mía, tú eras la perla de nuestro linaje, el ídolo de tu hermano, y tú le has deshonrado por último!

-Juraría que siento pasos -dijo Duarte, acercándose a la puerta-. Alguien viene. Quedad con Dios, que no quiero que me vean hablando con vos ahora.

Y ya iba a cerrar la puerta cuando una mujer, hermosa como el sueño de la inocencia, aunque abatida sobremanera y preñados los ojos de lágrimas, le hizo seña con la mano que dejase abierto, y sin sentar apenas el pie en el suelo, veloz como el pensamiento, se precipitó en la prisión.

-¡Afuera! -gritó Duarte con su rusticidad favorita; pero antes que pusiese en ejecución sus palabras, como tenía medio cuerpo fuera del calabozo, sintió que le asían fuertemente de un brazo, volviéndose con impaciencia a saber quién era, halló un hombre embozado en una ancha capa de pies a cabeza, que, acercándosele cuanto pudo, le dijo en secreto algunas palabras y se alejó en seguida.

Empezaba ya a anochecer, y la poca luz que penetraba en el calabozo servía sólo para dejar ver las tinieblas; Duarte, obediente sin duda a las palabras del incógnito, se había retirado fuera del calabozo, dejando la puerta abierta; Hernando, tendido en el suelo, reclinaba su frente sobre su mano derecha, la cabeza vuelta hacia la pared y la desesperación en su rostro; y Leonor, que era ella la que acababa de entrar, parada en medio del calabozo, las manos cruzadas sobre el pecho y puestos los ojos en su hermano, mirándole con muestras de compasión y ternura.

-Hernando, hermano mío -se atrevió, por último, a pronunciar en voz baja y mirando a un lado y a otro, como si temiese que la escucharan, bajándose al mismo tiempo para abrazarle.

-¡Qué oigo! -exclamó Hernando sorprendido y volviéndose de repente a mirarla-. ¡Es la voz de Leonor! ¡Dios mío, haced que sea falso lo que me imaginaba!

-Hernando -exclamó Leonor, sorprendida de la frialdad de su hermano, que no había hecho sino mirarla-, ¿te has olvidado ya de mí? ¿No me amas ya como antes?

-¡Pluguiese a Dios -respondió Hernando- que te aborreciera! ¡Mujer! ¡Mujer! Tú me has perdido y te has llenado de infamia a ti misma.

-¿Yo te he perdido? ¿Yo me he cubierto de infamia? -exclamó Leonor, sorprendida-. ¿Qué quieres decir, Hernando? ¿Quisieras tú aborrecer a tu hermana?

-O que nunca hubieras nacido -continuó el caballero con muestras de pesadumbre-. Leonor, yo te adoraba; yo había jurado no dar mi mano a ninguna mujer para entregarme únicamente a ti, satisfecho con el amor puro de hermanos que se abrigaba dulcemente en mi alma; tú eres la joya de más valor que al morir me había dejado mi padre, la mejor riqueza de cuantas yo poseía; tu honor era para mí mil veces más querido que el mío; me deleitaba en tu virtud, y cuando te veía hermosa, dulce y pura como un ángel de luz, todos mis pesares se disipaban, el ceño de mi rostro se desvanecía y un sentimiento inexplicable de ternura se derramaba como un bálsamo de delicia en mi corazón. ¡Ojalá que entonces te hubiese yo visto expirar en mis brazos o que el día que entraste en este castillo se hubiese desplomado sobre ti, sepultándote bajo sus ruinas! Yo te hubiera llorado, pero no te habría maldecido.

Al decir esto apoyó su frente en la mano izquierda, inclinó la cabeza, y su respiración anhelosa daba a conocer el tormento que le abrumaba.

Púsose Leonor junto a él de rodillas, arrasados los ojos de lágrimas, y echándole ambos brazos al cuello.

-¡Hernando! -exclamó-. ¡Ojalá, como tú dices, que hubiese sido el último de mi vida el día que pisé este castillo por mi desgracia! Pero, ¡ah!, ¿qué te he hecho yo para que me maldigas? ¿En qué te he ofendido, ¡infeliz de mí!, yo, que tantas penas he sufrido sola, débil, mujer en fin, sin ánimo, como tú, para vengarme de mi perseguidor, y forzada a oponer únicamente una resistencia pasiva a sus ruegos y a sus amenazas? ¿Qué más podías exigir de mí? Yo he sabido que estabas también prisionero de tu enemigo; mil veces ese hombre cruel, digno de odio y de lástima al mismo tiempo, me ha amenazado con darte muerte si no cedía a sus deseos. Mil veces se ha detenido en pintarme el momento de tu muerte con los colores más negros que pueden imaginarse, subiendo al patíbulo como traidor, envilecido tu nombre, borrados nuestros blasones por el verdugo y arrasado el castillo de nuestros padres. Y yo podía darte la honra y la vida si le entregaba mi mano, y sólo en una palabra mía consistía salvarte de muerte tan espantosa. Tres días me dio para decidirme. Pasaron éstos, y yo no había hecho más que llorar día y noche, sin determinarme a nada, y si tal vez pensaba en sacrificarme por ti, ponía a Dios por testigo de mi inocencia, y rogaba a mi padre que mirase con piedad la debilidad de su hija. Pero aun tuve fuerza para resistir y para rogar a nuestro tirano que me concediese algunos días más y dilatase tu última hora, esperanzada no sé en qué, y todavía sin saber a qué resolverme.

-A verme morir -respondió con firmeza el caballero-. A verme morir con el valor propio de la hija de cien héroes, y a morir tú misma primero que llamar tu esposo al verdugo de tu familia.

-¡Ah, sí, morir! Ese es mi único deseo -respondió Leonor-, pero la muerte no oye la voz del infeliz que la llama, y antes he de ver rodar tu cabeza y teñida el hacha del verdugo en tu sangre, y he de oír deshonrado tu nombre, y aun quizá viviré largos años, y una voz secreta repetirá a cada instante en mi corazón: Tu hermano murió en un patíbulo por tu culpa; en ti pudo más tu orgullo que el amor que le debías, y que te mandaba sacrificarte por él.

-¡Quita allá, mujer! -gritó Hernando, apartándola de su lado con aspereza-. Huye de aquí y deja que olvide que he tenido una hermana que prefiere mi deshonra a mi muerte; huye de aquí y déjame morir en paz.

-¡Ah! -suspiró la infeliz Leonor, poniéndose en pie, sorprendida de aquel tratamiento tan áspero-. Yo he suplicado a Saldaña que me permitiese venir a verte pensando servirte de consuelo, y he venido sólo a aumentar tu martirio. ¡Dios mío! ¡Qué maldición ha caído sobre mí para merecer el odio de mi mismo hermano! ¡Quién hay más desdichada que yo! ¿Qué quieres que haga por ti?

-Dejarme morir, y si de veras me amas, clavar un puñal en el pecho de mi asesino y vengarme.

-Hernando, tú no sabes lo que me pides -respondió Leonor, aterrada-; yo sólo quisiera salvarte.

-Si tal hicieras, mujer, yo te juro que sería inútil tu sacrificio -repuso Hernando-, porque antes de verte esposa de ese traidor, yo mismo, yo, me atravesaría con mil puñaladas el corazón, y a falta de cuchillo, con mis propias manos me despedazara. Oye, la noticia del próximo fin que me aguarda, y que he recibido hoy, había regocijado mi pecho, y hasta de esta última alegría me has privado con tu ruin proceder; vete, vete de aquí, primero que me hagas cometer un crimen, ahogándote para evitarte que cometas tú una vileza, y sabe que te he maldecido, que en ti no veo ya sino una prostituta que va a entregarse a un malvado, que antepone la vida a la honra y que ha venido en fin, a amargar mi última hora con su presencia. Sí, yo te maldigo, y hasta que muera te maldeciré.

-No, no, hermano mío -exclamó Leonor, arrojándose a sus pies y abrazándole las rodillas, toda desolada y llorando-. Yo no merezco tu maldición; tú eres injusto conmigo, y, en fin, yo soy inocente y nada le he prometido. No me maldigas; ten compasión de mí y mátame si quieres, pero no me aflijas con tus insultos.

Miróla Hernando, y sintió al oír su voz dolorida, y al verla a sus pies tan acongojada, que su furor se había calmado de repente, y hasta se arrepintió de lo que había dicho. Porque en medio de su frenesí había dejado escapar palabras harto injuriosas contra su hermana; era, en fin, generoso y la amaba demasiado para que no le pesase su arrebato y tratase de enmendarlo y pedirle perdón de sus injusticias.

-Levántate, Leonor -repuso con voz más dulce-; yo te perdono; sin duda no eres culpable, pero tú no sabes adónde llega el dolor que despedaza mi alma. El peso de mis cadenas, la estrechez y el silencio lúgubre de este calabozo, los días que en él he estado esperando hora tras hora la muerte, todo ha sido un cielo si lo comparo con el infierno que abrasa ahora mi corazón. No has prometido nada me dices. ¿Y cómo has podido siquiera dudar un instante del partido que debías abrazar? ¿Cómo has podido creer que yo te agradeciera nunca una vida comprada con tu deshonra, ni cómo puedes tú ser jamás la esposa del hombre que te ultrajó y te ha ofendido, y exige tu mano por fuerza, del hombre, en fin, a quien detesto con todos mis sentidos y toda mi alma?

-¿Y crees tú -respondió Leonor- que le aborrezco yo menos? ¿No concibes el sacrificio que estaba dispuesta a hacer por salvarte? Dios sabe si mis intenciones son puras. Pero tú eres el último de mi linaje, y en ti, si mueres, se extinguirá para siempre. Yo no soy más que una mujer, y aunque viva, aunque te sacrifique a mi orgullo y a mi inclinación, no puedo por mí sola sostener el esplendor de mis ascendientes. Y viviendo tú renovarás nuestros antiguos timbres con tu valor y podrás cumplir tu venganza. Olvidarás que soy tu hermana, y mirándome como la esposa de Sancho Saldaña, yo misma presentaré a tu puñal mi pecho, dichosa si con mi muerte he salvado tu honra, después de haber salvado tu vida con mi vergüenza.

-Calla, calla, Leonor, y júrame, si me amas, odiar como yo a mi enemigo y no ser nunca su esposa.

-¿Y te he de dejar morir?

-Sí, Leonor -replicó su hermano-, y mi última hora será la más feliz de mi vida si me aseguras de mantenerte en tan noble determinación. ¿Me lo juras?

-¡Hernando!

-No hay remedio si no quieres que te aborrezca -replicó el de Iscar-; mi muerte será un bien, será una felicidad, y yo al expirar te bendeciré.

-Separémonos como hermanos, Hernando, y no me hagas jurar lo que quizá no tenga fuerza para cumplir.

-Júralo u olvídame para siempre, y mi desprecio y mi maldición será el premio de tu sacrificio. Pero si, al contrario, juras dejarme morir y odiar eternamente a Saldaña, yo te amaré con todo mi corazón, te amaré como a mi hermana querida, y moriré contento.

-¡Hernando! ¡Hernando mío! -exclamó Leonor, derramando un torrente de lágrimas.

-Estás resuelta, ¿no es verdad? Ven y déjame que te estreche por última vez a mi corazón: encuentre yo en ti todavía la hermana de mi cariño. Acuérdate que el verdugo de tu hermano ha sido Sancho Saldaña, que sus manos se han teñido en tu sangre...

-Sí, Hernando mío -replicó Leonor, arrojándose en sus brazos-, yo te lo juro.

-¡Padre mío! -exclamó Hernando, con su mano izquierda abrazando a Leonor, y alzando los ojos y la derecha al cielo-, tú has oído su juramento. Caiga tu maldición sobre el perjurio, y vela tú desde el cielo sobre esta infeliz huérfana que va a quedar a tantos peligros abandonada si cumple lealmente lo que ha jurado. Dios mío, ten lástima de su orfandad.

-¡Hernando! ¡Hernando! ¡Nunca más te he de volver a ver! -exclamó Leonor abrazándole toda trémula e interrumpida su voz con sus gemidos.

-En el cielo, Leonor -repuso su hermano con tono solemne.

La puerta del calabozo se abrió de par en par en este momento, y el embozado que había hecho retirar a Duarte se precipitó furiosamente en la estancia, y arrancando a Leonor de su hermano con increíble fuerza, tomóla en brazos, y a pesar de los gritos y de las amenazas de Hernando, cerró la puerta de golpe, corrió con gran estrépito los cerrojos, y con su preciosa carga en los brazos atravesó a pasos precipitados los corredores, subió y bajó sin detenerse las escaleras, y Leonor, aterrada y sorprendida, no creyó menos sino que volaba en los aires arrebatada de un huracán.

Era Saldaña, que había estado oyendo la conversación de los dos hermanos; Saldaña, que había sufrido en media hora todos los martirios del infierno en la eternidad, despedazando su corazón la rabia, y roído de envidia, juzgando muy más feliz a su enemigo el de Iscar, preso y sentenciado a muerte, que a él mismo en medio de los honores y las riquezas y dueño de su libertad. Porque él cifraba su dicha en el amor de Leonor, y la había oído decir que le aborrecía, y aunque ya hacía tiempo que lo imaginaba, nunca se lo había oído a ella misma. Había visto, además, la alegría de Hernando que, resuelto a morir, miraba la muerte como el camino del cielo, tranquila su conciencia y sosegado su espíritu, y sin temor del juicio de Dios, confiado en su inagotable misericordia, mientras él, supersticioso, pecador endurecido y lleno al mismo tiempo de remordimientos, no gozaba un instante de paz, pensando en los eternos castigos que le aguardaban. Despechado, por último, frenético, celoso del amor de los dos hermanos, no pudo contenerse más tiempo, y en uno de aquellos frenesíes que solían apoderarse de él, penetró, como hemos dicho, en el calabozo y la arrebató de los brazos de Hernando.

Atravesaba el corredor a donde daba la puerta de la habitación que en otro tiempo había ocupado la desventurada Zoraida, cuando creyó que oía pasos de alguno que se acercaba. Pero no eran los pasos que oía como los de un ser mortal, y había algo en el lento, melancólico y pausado ruido que hacían, que parecía cosa del otro mundo. La imaginación acalorada de Saldaña le hizo acordarse entonces de aquella infeliz que había asesinado él mismo, heló un sudor frío sus huesos, erizáronsele los cabellos y sintió que le faltaban las fuerzas. Los pasos que había oído parecían acercarse, sintió además un rumor semejante al que forma una ropa talar, que arrastra, al movimiento del que la lleva; cerró los ojos, apoyó la espalda contra la pared, estrechó a la desmayada Leonor contra su amedrentado pecho, y no acertó a seguir adelante ni a retirarse.

La noche había cerrado ya enteramente y la oscuridad más profunda reinaba en aquellas temerosas galerías. Los pasos resonaron más cerca, y Saldaña apenas osaba moverse, cuando abrió los ojos de pronto y vio, o imaginó, que veía, una luz pálida y moribunda a corta distancia, semejante a los fuegos fatuos que suelen encenderse en los cementerios. Figurósele que temblaba asimismo el suelo bajo sus pies, como si se abrieran las losas del pavimento, y que una figura cadavérica, una mujer, en su imaginación colosal, la imagen, en fin, de Zoraida, sólo que desfigurada ya con la muerte y de extraordinaria estatura, con el mismo puñal en la mano con que le amenazaba el día que la asesinó, se alzaba fantásticamente a su vista, y se encaminaba hacia él. Sintió Saldaña, al verla, oprimirse su corazón, crisparse sus nervios, y a no tener apoyada la espalda contra la pared hubiera dado consigo y con Leonor en tierra. Pero el mismo terror que aquella aparición sobrenatural le infundía le prestó fuerzas otra vez en el mismo instante, y sin separarse del muro, puestos los ojos inmóviles en ella, a cada paso que la fantasma adelantaba retrocedía él otro, andando de lado, trémulo y falto de aliento.

Cuando llegó al ángulo del corredor, ya la visión había desaparecido, y en su lugar vio al viejo Duarte, que con una linterna en la mano venía hacia él desde el otro extremo. No pudo entonces menos de dudar si habría sido un delirio suyo la vista de aquella fantasma, y si habría tomado a Duarte por ella en su desvarío. Sin embargo, Duarte acababa entonces de llegar al corredor, y la figura de Zoraida había aparecido enfrente de él, y casi en el mismo sitio donde se había presentado la había visto desvanecerse. No dudó ya un punto de la verdad de aquella visión, pero habiendo recobrado en parte su espíritu, aunque todavía temeroso de volverla a ver, corrió con ímpetu a la habitación de Leonor, y en dejándola al cuidado de sus doncellas, se dirigió a su estancia y se arrojó en su silla, donde quedó pensativo por largo rato.




ArribaAbajoCapítulo XLIV


   Fallida ya mi esperanza
quedo triste y sin ventura,
y en tamaña desventura
no he más bien que mi venganza.


ANÓNIMO                


Entró luego a despertarle de sus cavilaciones un caballero de parte del rey, que le dijo que su alteza deseaba verle, y que le esperaba solo en su cuarto. Túvole que repetir el recado dos veces, a pesar de venir del rey, pues además de estar distraído no se picaba nuestro héroe de cortesano, y las penas que le consumían le traían tan fuera de sí que apenas ponía cuidado en lo que le hablaban. Levantóse de su asiento a la segunda vez sin replicar palabra, y habiendo hecho seña al caballero de que le había entendido, se dirigió a la habitación de don Sancho, donde le halló solo, ocupado en revolver algunos libros de astronomía.

Hízole un saludo respetuoso, al que contestó el rey, quien cerró el libro que estaba leyendo, y habiéndose vuelto a él le indicó que tomase asiento y se acercase, diciéndole al mismo tiempo:

-Parece, buen caballero, que os es fatal vuestra estrella.

-Vuestra alteza, señor -respondió Saldaña con tono de voz melancólico-, creo que se engaña en llamar estrella a la luz infernal que guía mis pasos en este mundo. Pero lo cierto es que no hay en él un hombre más desdichado que yo.

Eso quiere decir -repuso el rey- que la hermana del rebelde está más obstinada que nunca, y no nos permite con su tenacidad usar de nuestra clemencia.

-Así es -repuso Saldaña-: esa mujer se ha empeñado en que su hermano muera, y en que yo me desespere y maldiga al Dios que me hizo y la hora en que vi la luz.

-Pues entonces, ya veis -contestó don Sancho- que es inevitable que se cumpla la ley. Mi deseo hubiera sido perdonarle y reconciliar vuestras dos familias por medio de vuestro enlace con Leonor de Iscar, porque, por Santiago de Compostela, os juro que querría salvar y tener por mi servidor a un tan valiente caballero como su hermano, aunque no fuera sino por lo leal que para con mi padre fue el suyo.

-Hernando de Iscar, señor -respondió el de Cuéllar-, es testarudo como un toro, y yo no sé qué hacer ya con su hermana para persuadirla. Con todo, es cruel el partido que va a tomar vuestra alteza, y si pudiera ser retardar aún algunos días...

-No, Saldaña, os engañáis -interrumpió el rey-; lo que sería bondad únicamente de nuestra parte, sería mirado como una prueba de debilidad por nuestros enemigos. El delito de Hernando, mientras que a Nos no preste el homenaje debido y ceda su hermana a vuestras instancias, no debe quedar impune. Considerad que es el jefe de una facción que todavía cuenta muchos partidarios en todo el reino, y que mientras él viva y no le tachen los suyos de traidor a sus juramentos, viéndole premiado a nuestro servicio, mantendrán esperanzas que debemos a toda costa desvanecer, y atribuirán a miedo la tardanza de su castigo. Os he hecho llamar, porque no he querido proceder de ligero; pero ya que vos mismo no conserváis esperanza alguna de reducir a su hermana, Hernando de Iscar es preciso que muera.

-Y entonces yo -respondió Saldaña- perderé también lo único que me quedaba en el mundo, porque también Leonor morirá sin duda, y vos seréis el que, por premio de los servicios que os he hecho, me la arrebatéis para siempre y hagáis que me maldiga en su lecho de muerte como al demonio de su desgracia.

-Saldaña -repuso el rey con afabilidad-, estáis loco, y no se puede hacer caso de lo que en este momento decís. Esa mujer os ha trastornado el juicio.

No se engañaba el rey en lo que decía y cualquiera que hubiese visto a Saldaña girar a un lado y a otro, los ojos desatentados, la cabeza baja y contraído a veces el rostro, hubiera participado de su opinión. Luchaba entonces el corazón de nuestro héroe con cien encontradas pasiones. Deseaba, por una parte, vengarse de una vez de Leonor, aunque fuese a costa de sí propio; faltábale, por otra, fuerza bastante para ejecutar su venganza, temía echarse sobre sí un nuevo crimen, hacíase ilusión todavía de vencer la tenacidad de Leonor, pesaba además las razones del rey, y en medio de tan contrarias voluntades no sabía por qué decidirse. Y quedó algún tiempo en silencio y hablando a veces consigo mismo en confuso murmullo, olvidado de quien estaba con él, como si se hallara solo en su cuarto. Mirábale el rey, y de cuando en cuando se sonreía. También él hubiera querido salvar a Hernando, aunque por diferentes razones, que puesto que hasta entonces había aparentado ceder a las súplicas de Saldaña, no se le ocultaba al rey lo importante que podía serle un hombre del valimiento de Hernando si lograba desconceptuarlo entre los revoltosos y atraerlo a su servicio.

Pero el convencimiento en que estaba ya de que no podía alcanzar lo que quería, le había hecho mudar de intento, determinado por último a hacer, ya que más no podía, un castigo ejemplar en el jefe de los contrarios. Por otra parte, Saldaña no veía tampoco para él ventaja alguna en cometer el delito de sacrificar a Hernando, puesto que si hubiera querido sólo satisfacer sus sentidos, tiempo hacía ya que estaba Leonor a su voluntad, y en vano hubiera sido su resistencia; pero no buscaba en ella un placer pasajero, no era un instinto animal el que le hacía desearla, sino que un sentimiento profundo, una esperanza de felicidad le obligaba a todo para poseerla.

Imaginábase (porque siempre nos imaginamos en nuestros sueños de felicidad lo que queremos) que aunque ella le aborreciera entonces, su empeño en agradarla, si llegaba a ser su esposo, los miramientos que con ella tendría, volverían en cariño el odio que un resentimiento pasajero había engendrado contra él en su corazón. Por lo que la vida de Hernando le era tan precisa como la suya propia para el cumplimiento de sus esperanzas, y sin embargo que la entrevista de los dos hermanos había disipado muchas de sus ilusiones y encendido en su alma vehementes deseos de venganza, decidido a acabar de una vez, aún no acertaba a determinarse, temeroso de perder para siempre lo que tal vez pudiera ganar todavía. Serenóse, pues, un poco, y exhaló un profundo suspiro.

-Vuestra alteza -dijo- no debe precipitarse en quitar la vida al de Iscar. Quizá logremos todavía que Leonor ceda, y en ese caso...

-Desengañaos, Saldaña -repuso el rey-; la pasión que tenéis a esa dama os hace ver lo que no hay y esperar lo que no llegará jamás, mientras usemos de la blandura con que los hemos tratado hasta ahora. Si ven que no se cumplen nuestras amenazas, sus oídos se acostumbrarán a ellas, y no harán más caso que de las nubes de antaño. Las que se les han hecho son las más terribles, y nada nos queda ya sino ejecutarlas. Veremos si resiste hasta el último trance el valor de esa mujer inconquistable; probemos su ánimo con el último terror que nos queda, y creedme que si aún tiene firmeza para ver llevar a su hermano al cadalso, ni vivo ni muerto debéis esperar nada de ella, porque es claro entonces que es una de aquellas mujeres que sólo se hallan en los libros de caballería.

-Así es -replicó Saldaña-, y por mi desgracia veréis que no cede. Pero tenéis razón, y no queda otro medio de hacer titubear su firmeza. Es preciso que su hermano muera mañana mismo, y que ella misma presencie su muerte, o que un enlace dichoso ponga fin a las enemistades que nos desunen.

-Me alegro -dijo el rey, sonriéndose- de que penséis con más juicio, y si la mala suerte hiciera...

-Perdonad si os interrumpo, señor -replicó Saldaña frunciendo el entrecejo, que le ennegrecía como una nube el semblante-; si tal hiciera la mala suerte, los demonios del infierno podrán contar con un alma más en su reino.

-¿Y por qué no las damas -repuso el rey- con un galán más que las obsequiase?

Saldaña no respondió; echó una mirada de indignación y desprecio al rey, y rechinó los dientes como un condenado.

Don Sancho, que le tenía por loco, no pudo menos de sonreírse.

-¿Conque está resuelto que mañana o morirá el caballero o Leonor será vuestra?

-Y que ella -repuso el de Cuéllar- ha de estar presente a su muerte.

-Pardiez que estáis decidido -replicó el rey.

-A todo -respondió Saldaña.

Y habiendo quedado un rato en silencio se levantó de su asiento, y sin pedir permiso ni mirar siquiera dónde se hallaba, salió de la estancia embebecido en sus pensamientos, sin oír siquiera la risa con que don Sancho celebraba su distracción.




ArribaAbajoCapítulo XLV


   En esto los de la guarda
hicieron andar la yegua,
y al pregonero avisaban
gritase: esta es la justicia
que nuestro rey hacer manda
al moro Azarque, traidor
contra su corona sacra.


Romance de Azarque                


El sol, y no Febo, en todo su esplendor teñía ya de color de fuego las almenas del castillo de Cuéllar, cuando el bullicio y algazara que resonaba en las calles de la ciudad, habrían hecho creer a cualquier forastero que alguna agradable fiesta se disponía. Y no le hubiera quedado duda de qué clase de función era la que iba a representarse, si seguía los pasos de la multitud que se encaminaba a la explanada de la fortaleza, donde un magnífico cadalso cubierto todo de bayeta negra se levantaba, obra sin duda de extraño artificio y particular gusto, a juzgar por el inmenso gentío que la contemplaba.

-Hola, eh, tío Galafre -gritaba uno que, aunque cojo y con dos muletas, corría al sitio destinado para la diversión del respetable público-. ¿Sabéis a quién van a ajusticiar?

-¿A mí qué me importa? -respondió Galafre-: lo que yo quiero es que le corten la cabeza a alguno por divertirme, y tanto monta que sea a Juan como a Pedro.

-Bárbaro -gritó otro con tono magistral y muy pagado de sí mismo-, no creas que vas a ver ningún echacuervos, que no es nada menos que al señor de Iscar, majadero.

-Cata ahí, Marujilla -decía una mujer a otra amiga suya, que con un niño en brazos (a pesar de ser la compasión el dote peculiar del bello sexo), se afanaba entre el gentío por ponerse delante de todos-; cata ahí el señor saludador, el señor Soguilla, que está allí con el hacha, más tieso que otro tanto, y con más colores que la procesión del Corpus.

-Bien decía él que había sido verdugo en su mocedad, y ahí se ve lo que decía mi marido: que el señor Soguilla lo mismo era para un fregado que para un barrido.

-Ahí lo tienes, que parece un caballero, mal comparado.

En efecto, era Soguilla que desempeñaba aquel día el papel de primer galán, y que a fuerza de representaciones al rey, había merecido la plaza de verdugo, debido a sus méritos según él decía, aunque era fama entre sus enemigos que más la había alcanzado por intriga que por servicios que hubiese prestado, siendo, además, incontestable que ya no servía para el caso, aunque en otro tiempo pudiera haber puesto escuela.

Paseábase él entre tanto al pie del patíbulo en el espacio que dejaban los hombres de armas que formaban alrededor, donde no permitían penetrar a nadie, pavoneándose y muy lleno de importancia, persuadido de que habían vuelto para él aquellos días felices en que tanto había lucido en Valladolid, y olvidado, en la embriaguez de su júbilo, de las muchas coces que había recibido de los mulos, sus pacientes, en los diversos lances en que con ellos se había hallado ejercitando el noble oficio de saludador. ¡Tanto nos deslumbra y engríe un momento de gloria, que nos hace olvidar de nuestros trabajos!

Mientras pasaba esta escena en la explanada del castillo, y aguardaban todos con ansia el momento en que había de presentarse el desventurado caballero, sin el cual no podía verificarse la fiesta, representábase otra parte del drama muy diferente y mucho más lastimosa en el interior de la fortaleza. Había recibido ya Leonor la orden de presenciar la cruel sentencia de su hermano, y su abatido espíritu había desfallecido al oírla. Un frío intenso como el de la muerte había paralizado sus miembros, sus ojos desencajados quedaron inmóviles con una expresión de horror que estremecía y una mirada tan fija y tan penetrante que fascinara al que se detuviera a mirarla. Su memoria la había abandonado del todo, sus labios cárdenos temblaban continuamente, no respondía a lo que le hablaban, y el color de sus mejillas se había trocado en la palidez de la muerte. Estaban a su alrededor las doncellas que la servían, algunas llorosas y acongojadas, y otras el asombro en el rostro y horrorizadas de verla.

No resonaba en aquella lúgubre estancia una palabra, no se sentía el menor ruido, y sólo de cuando en cuando venía a turbar el profundo silencio que allí reinaba el eco oscuro e informe de las voces que alzaba fuera, a lo lejos, la multitud impaciente. Hubiérase dicho al verlas que algún prodigioso mágico había encantado a aquellas mujeres, o que eran las estatuas de un sepulcro, teniendo en medio de ellas la verdadera imagen del dolor y la desesperación.

Largo rato permanecieron de esta manera, hasta que abriéndose la puerta de la habitación entró el jefe de los aventureros acompañado de algunos soldados, que traían una silla de manos, y un grito involuntario de horror que lanzaron todas a un tiempo fue la primera señal que dieron de que no habían perdido todavía su sensibilidad. Pero Leonor no dio por eso muestras de recobrarse de su letargo, y cuando el capitán aventurero con su tabernaria insolencia se acercó a la desventurada doncella, no hizo más movimiento que entreabrir los labios y clavar los ojos en él con estúpida admiración.

-No hay por qué asustarse de verme -le dijo Martín Gutiérrez-, y en verdad que no es para tanto, que también he visto yo cortar la cabeza a mi hermano, y no estuve yo muy lejos entonces de perder la mía, lo que hubiera sido peor. Animo, juro a Dios.

Los labios de la infeliz Leonor se contrajeron oyéndole, dejando ver sus dientes enclavijados con la expresión amarga de los que padecen la enfermedad llamada risa sardana, sin por eso quitar de él sus ojos estupefactos.

-Vaya, levantaos, señorita -prosiguió el jaque aragonés-, y entrad en esa silla de manos, y despachaos, porque si no, juro a Dios, que no vais a llegar a tiempo.

No respondió Leonor, ni dio señal de haber oído lo que le decía aquel salvaje, por lo que viendo que había de esperar en balde si aguardaba a que se moviese, la tomó en brazos y la colocó en la silla, sin que ella opusiese resistencia alguna, indiferente a todo y fuera de sí.

-Ahora bien, señoras, vamos andando, que para todos hay.

Y haciendo seña a los soldados de que anduviesen, salieron de la habitación y se encaminaron a la galería que daba vista a la explanada, diciendo al mismo tiempo entre dientes:

-¡Por Santiago, vive Dios, y así el diablo me lleve, que me da lástima de esta mujer, y que mejor la abriría en canal con la espada que verla como la he visto! ¡Maldiciones y rayos me caigan!, la pobre no está acostumbrada; ¡cuerpo de Cristo!, pero éste es el modo de que se vaya haciendo a las armas.

En medio de la galería un asiento cubierto de luto había atraído ya varias veces las miradas de los espectadores, y muchos de ellos envidiaban de buena fe la suerte de la persona que lo ocupase, y que con tanta comodidad vería desde allí al reo y al verdugo en el interesante momento de atarle los brazos a la espalda y descargar sobre él la cuchilla.

Pensaban algunos que sería aquel asiento para alguna persona muy principal, o quizá para el mismo rey, que lo habría hecho construir allí para disfrutar cómodamente de tan agradable espectáculo, no pudiendo persuadirse de que hubiera en el mundo nadie que no tuviese el mismo gusto que ellos. Alzaban de tiempo en tiempo los ojos a mirar quien era el que con tanto tino había elegido aquel puesto para recrearse, creídos, además, en que aquel personaje, quienquiera que fuese, había de ser quien hiciese seña de que comenzase la fiesta. Pero no quedaron poco sorprendidos cuando en lugar del rey, o del señor del castillo, como aguardaban, vieron colocar allí a una mujer que con semblante de loca los miraba sin pestañear, mientras que una guardia de soldados la rodeaba, armados de punta en blanco y con sus partesanas al hombro. Los que antes habían alabado el pensamiento del rey, dieron por cosa segura que era la reina, y no elogiaron menos su buena determinación y corazón bondadoso; pero bien pronto se extendió la voz por la multitud de que era la hermana del señor de Iscar, sentenciada a presenciar la muerte de su hermano.

El ruido, las voces, las vista de aquel inmenso gentío apenas hicieron impresión en el ánimo de Leonor, que oía y veía todo aquello confusamente como los fantasmas del delirio de un moribundo; pero una vez sus ojos quedaron fijos en el enlutado cadalso, y un grito histérico, que resonó sobre las voces y el estrépito del gentío fue lo primero que indicó que empezaba a recobrar sus sentidos. Volvió empero a poco rato a mirarlo y sólo se estremeció, y luego quedó de nuevo como alelada sin apartar la vista del patíbulo donde debía perecer su hermano, y no dio ya más muestras de sentimiento, sino que de cuando en cuando la contracción de los músculos de su rostro presentaba en su boca una sonrisa de hiel. Seguramente formaba un raro contraste con la alegría y el ruido de los que abajo contemplaban el cadalso a falta de otro mejor espectáculo, el silencio y la tristeza profunda que reinaba en la galería.

Los hombres de armas, inmóviles en sus puestos, la vista fija y sin desplegar sus labios; las damas de la infeliz Leonor cubiertas de luto y acongojadas, y ella, más que todas apesadumbrada en el alma, estática mirando al cadalso con el ahínco que distingue a los locos y la fisonomía del que padece accidentes nerviosos. Estaba junto a ella un heraldo con su cetro en la mano con orden de arrojarlo en tierra para que se suspendiese la ejecución si la infeliz, conmovida con tan horrible espectáculo, cedía en fin a los deseos del castellano de Cuéllar.

Más de una hora había ya pasado en tan terrible agonía, admirados los espectadores de que tardase tanto en llegar la víctima, ignorantes todos ellos del terrible plan de Saldaña, que había mandado procediesen en todo muy despacio, a fin de dar tiempo de pensar a Leonor sobre la facilidad con que podía salvar a su hermano del suplicio, y aumentar por grados, con la reflexión, el horror que aquella lúgubre escena debía inspirarle. Pero el tiempo que, sin compasión, curtido ya en crímenes, parece que tiene un placer en adelantar la hora funesta en que ha de acaecer alguna desventura, o traer la muerte y el desconsuelo a los hombres, no quiso entonces detener tampoco su tan veloz como silencioso vuelo, sino que señaló el momento en que el de Iscar había de terminar su carrera, y no tardó en oírse una trompeta que impuso silencio en la multitud, y juego una voz que con acento ronco y sonoro gritó diciendo en aquel instante:

-Esta es la justicia que manda hacer su alteza el muy poderoso rey nuestro don Sancho IV, en la persona de Hernando de Iscar, a quien manda conducir con una soga al cuello y cortarle la cabeza públicamente por traidor y desleal a su rey, debiendo aquélla fijarse en la puerta principal del castillo de Iscar que perteneció a este rebelde, después de haber borrado sus armas por mano del verdugo, para escarmiento de traidores y oprobio de su descendencia.

La voz resonó como el redoble sordo de un tambor enlutado, y ni pie ni mano movió todo aquel numeroso concurso, atento a las palabras del pregonero.

Otra vez se repitió el mismo pregón al cabo de un rato, sonando ya la voz más cerca, y luego entre las dos filas de los soldados que cubrían el camino que llevaba al patíbulo, se dejó ver el que aquellas voces daba, la cabeza descubierta, andando muy despacio, con una trompeta en la mano y detrás de él a Soguilla, gordo y cubierto de sudor, tirando de una larga soga de esparto atada al pescuezo del reo que, como si estuviera con algún parasismo, iba casi en el aire sostenido por debajo de los brazos, que apoyaba en los hombros de dos soldados. Faltaba entonces caridad con los que ajusticiaban, y no había como ahora hermanos por consiguiente, que con la mayor caridad del mundo acompañan a un hombre a morir por fuerza, haciendo desaparecer de este modo lo único que semejante lance puede tener de cruel. Por lo que, como hemos dicho, los hombres de armas hacían el papel de caritativos con el desmayado caballero, lo que no poco sorprendió a todos, que aguardaban verle venir con serenidad y firmeza, despreciando la muerte y conservando hasta su última hora la fama de valiente que había merecido en su vida.

Pero quizá había llegado su alma, a fuerza de tanto sufrir, a perder por último su vigor, o tal vez las pasiones que la habían agitado tanto en los días anteriores habían dejado su corazón fatigado en aquel vacío lóbrego, en aquella fría insensibilidad que es el resultado seguro de haber sentido con demasía. También la falta de alimento (pues como ya hemos dicho en otro capítulo gustaba apenas de la comida que le traían), podía ser causa de su desaliento; mas cualquiera que fuese, lo cierto es que venía tan abatido y desmayado que se dejaba llevar como un muerto, y muchos de sus partidarios que entre la turba se hallaban, se avergonzaron de haber obedecido a un hombre de corazón tan pusilánime, y que se cubría el rostro con el pico de su capa, sin duda por no atreverse a mirar frente a frente el patíbulo.

Entonó el pregonero por tercera vez la sentencia enfrente de la galería donde estaba Leonor, que en el delirio de su fantasía no había hecho alto en aquella voz, que como uno de tantos gritos había llegado a sus oídos hasta aquel momento.

Pero entonces se notó que penetraba sin duda hasta sus entrañas, porque apartando de pronto los ojos del cadalso, de donde no los había quitado hasta entonces, estremecióse toda, púsose en pie, su rostro desencajado volvió a entrar en su centro, y miró a su hermano dando un profundo suspiro y señalándole con el dedo. Brotaron sus ojos dos lágrimas que lentamente enlutaron sus encendidas mejillas, que parecían ascuas con la sangre que se le había arrebatado al rostro; pero bien pronto tomaron el color de la cera, las fuerzas le faltaron, y se arrojó en su asiento como si hubiera perdido el conocimiento. Era el momento crítico en que debía Hernando salvarse o morir, y realizar Saldaña sus esperanzas o verlas desaparecer para siempre. Acudieron sus doncellas, al punto, a socorrer a Leonor, que con los ojos cerrados no hacía sino suspirar, pero que al ruido que sintió junto a ella volvió a abrirlos, y viéndolas les hizo señas de que la dejasen.

-¡Dios mío! -exclamó-: dadme fuerzas para resistir. ¡Él es! ¡Él es! ¡Ah!, ¡y yo le voy a perder para siempre!

Volvió entonces la cabeza a otro lado, pero a cualquiera que dirigiese la vista no hallaba nada que la consolase.

A su derecha, delante de ella, se alzaba el cadalso; enfrente estaba su hermano tan débil y exánime (sin duda por lo mucho que había sufrido), que no podía caminar por su pie; y detrás de ella se extendía una fila de hombres de armas insensibles a su dolor, y que con semblante tan impasible como de piedra contemplaban la ejecución, mientras que la trompeta y la voz del pregonero herían su oído con la terrible sentencia que publicaba.

Los espectadores, lejos de mostrar piedad, unos se mofaban de los pocos hígados del caballero, otros disputaban muy acalorados sobre si era o no el caso para perder el ánimo, y muchos, con estúpida gravedad, miraban aquello como hubieran mirado cualquier otra cosa, es decir, sin saber ellos mismos por qué miraban, si no es porque había otros que estaban mirando también. Pero imposible es pintar lo que Leonor padecía. Hasta entonces la insensibilidad en que había estado la había hecho mirar todo con indiferencia, pasando por su enajenada imaginación cuanto veía como las visiones de un sueño, harto feliz si la muerte la hubiera sorprendido en aquel estado.

Pero el nombre de su hermano, que acaba de oír, trajo a su mente, aletargada hasta aquel momento, el triste recuerdo de cuanto había sucedido, y recobró, puede decirse, el juicio para conocer con él por sí misma todo el rigor de su desventura. Entonces vio la muerte y la deshonra, por una parte, la vida, la muerte y la deshonra por otra, pero con la diferencia de que la vida sería para su hermano, y la muerte y el deshonor para ella.

Pero el juramento que le había hecho de nunca ceder a las instancias de Sancho Saldaña, las maldiciones que caerían sobre su cabeza si faltaba a un juramento en que había tomado por testigo a su propio padre, invocándole y alterando su paz en el otro mundo, para que viese a su hija cometer al fin un perjurio, hacían titubear todavía su generosidad.

Entre tanto el pregonero tocó por última vez la trompeta al pie del cadalso, y por última vez repitió su pregón con mucho placer del gentío, que esperaba ya con ansia el desenlace de aquella tragedia tan larga. Quitó Soguilla la cuerda del cuello del caballero, que no enderezó ni movió la cabeza, que llevaba caída sobre el pecho, enteramente cubierta la cara, y la comitiva hizo alto, mientras el experimentado verdugo subió al tablado y arregló el banquillo en que había el reo de sentarse y las sogas con que debía atarle las manos. Y sin duda se detuvieron en aquel tremendo sitio, con intención, más tiempo del que debieran, porque ya Soguilla había concluido sus quehaceres en el tablado, lleno de satisfacción, y hecho señas de que le subieran su víctima, y todavía estuvieron parados algunos minutos como si esperaran alguna orden.

Entonces treparon al cadalso los dos hombres que sostenían al reo, el cual en aquel momento dejó caer los brazos lánguidamente, que había llevado hasta entonces apoyados en las espaldas de los soldados, torció la cabeza a un lado sobre el hombro izquierdo, y, sin duda acometido de algún mortal parasismo, se dejó llevar como un cadáver al asiento que le tenían destinado, donde lo aseguró el verdugo con las cuerdas que ya con esta intención tenía preparadas. En este momento uno de los reyes de armas se acercó a Leonor y le dijo:

-Mirad, señora, que va vuestro hermano a morir.

No pudo menos la afligida dama de volver a mirar el cadalso a tiempo que el verdugo tiraba atrás el pie izquierdo y, levantada el hacha en la mano, balanceaba el cuerpo para tomar brío y descargarla con fuerza sobre el desnudo cuello del caballero, que no movía pie ni mano, ni hacía ningún movimiento, inclinada la barba sobre el pecho, inmóvil en aquella postura sin duda por estar atado, y sin dar señales de vida. Este espectáculo produjo en Leonor la sensación que debía aguardarse: lanzó un grito de los que en ninguna lengua tienen ortografía, y levantándose de su asiento exclamó con voz en extremo penetrante y sobresaltada:

-No, no, deteneos; yo puedo salvarle: ¿dónde está el rey? Yo quiero ver al rey, yo quiero salvar a mi hermano.

A la primera parte de sus interrumpidas voces, que llamaron la atención de todo el mundo y promovieron un sordo murmullo en el concurso, parecido al rumor lejano del mar, ya el heraldo había arrojado su cetro, que cayó a los pies del de Iscar. El verdugo detuvo el golpe en el camino, muy a su pesar, y echando un juramento entre dientes retiró el pie que tenía delante y bajó al suelo la terrible hacha.

El pueblo comenzó poco a poco a alborotarse, se oyeron voces de ¡muera! ¡muera el traidor!, las mujeres y algunos prudentes varones chillaron, o se precipitaron huyendo, ondeó aquella grave masa del pueblo como las copas de un bosque de palmas azotadas por el huracán, presentaron las puntas de sus picas y partesanas los soldados que formaban alrededor del cadalso; las voces de ¡muera! crecían a cada momento, confundíanse unos, atropellábanse aquéllos, gritaban todos, y ya empezaba la ira a prestar armas al populacho, que, enemigo acérrimo de los traidores, o más bien indignado de que así se le aguase la fiesta cuando ya estaba a punto de terminarse a gusto de todos, se desató en amenazas e improperios, y se dirigió con nunca vista furia contra el pobre castellano, que no había levantado todavía la cabeza, ni dado señas siquiera de oír lo que pasaba, dispuestos todos a relevar a Soguilla en su importante cargo y desobedecer al rey mismo, arrebatados, sin duda, del ardiente amor a la justicia que los animaba.

Pero nada de esto veía ya Leonor, que en el momento en que acabó de hablar fue llevada de allí sin conocimiento en brazos de sus doncellas y conducida al salón donde estaba el rey acompañado de algunos de su corte y de Sancho Saldaña, que a cada instante no hacía sino salir y entrar con muestras de impaciencia y desesperación, como poco.

Cuando entraron allí a Leonor, Saldaña se sonrió, pero no por eso desarrugó su entrecejo, ni puede decirse que se alegrara su alma, y un condenado que viera desde su infierno el resplandor de la gloria, quizá sentiría lo mismo que él a la vista de aquella infeliz.

Leonor volvió en sí, en un delirio, sin saber lo que se decía.

-No, yo no puedo ya más; perdóname, hermano mío; era un juramento horrible.... yo no debía cumplirlo.

Y arrojándose a los pies del rey prosiguió:

-¡Ah!, señor, perdonad la vida a mi hermano... vos sois generoso... él era vuestro enemigo, pero es el último de su linaje. Tomad mi vida, haced lo que queráis de mí. ¿Veis? ¡Yo también era vuestra enemiga y estoy ahora llorando a vuestros pies...!, yo os pido por él; ¡ah!, no seáis inexorable a mis ruegos.

El tono de la voz de Leonor era tan dulce, había en sus palabras una magia inexplicable, su mismo delirio, la palidez de su rostro, sus ojos cubiertos de lágrimas que fijaba en el semblante del rey con cierta expresión de dulzura y de enajenamiento, la hacían parecer tan hermosa, en medio de su dolor, como la imaginación no alcanza a figurarse, ni bastaría a retratar el mismo pincel de Murillo. Compadecióse el rey, que al cabo era generoso y muy galán con las damas, no pudo menos Saldaña de apartar la vista a otro lado para enjugarse una lágrima (quizá la primera que había derramado en su vida), y cuantos estaban presentes tuvieron que hacer un esfuerzo para contener las suyas.

-Hermosa dama -dijo en fin el rey con mucha afabilidad-, levantaos, calmad vuestra agitación, y no desperdiciéis así esas lágrimas en conmover corazones que tenéis ya avasallados con vuestra hermosura. Preciso fuera que yo tuviera un corazón de mármol para que fuese insensible a vuestras súplicas: sí, yo estoy pronto a perdonar a vuestro hermano, a olvidar todo, a devolverle cuanto ha perdido, y a honrarle además con mi confianza. Pero yo también tengo que pedir a vos otra gracia, y no creo que me la neguéis. Un odio de muerte ha separado dos familias que en otro tiempo siempre estuvieron unidas y en la mayor amistad. Tiempo es ya de que olvidemos todos nuestros remordimientos, y sacrifiquemos nuestras rencillas particulares en obsequio del bien de la patria. Ya veis que no soy el último que las olvido. Un enlace pondrá fin a las disensiones de estas dos familias: ofrecedme ser esposa de Sancho Saldaña, y yo os cumpliré mi promesa. Dichosa vos, de quien se dirá que por un rasgo de generosidad habéis trocado en amor el odio de dos casas tan enemigas.

Calló en diciendo esto, y Leonor no hizo sino suspirar. Saldaña no quitaba de ella los ojos, aguardando con ansia que respondiera.

-¡Ah! no hay remedio -exclamó Leonor-: padre mío, ten compasión de tu hija: sí -prosiguió encarándose al rey-, dad la vida a mi hermano, y yo... yo seré... sí, estoy resuelta, yo seré la esposa del castellano de Cuéllar.

En este mismo instante un grito de horror resonó en la estancia, y una maldición espantosa; y el ruido que hace un hombre que cae de pronto, hizo volver los ojos de todos hacia Saldaña (que estaba a un lado, detrás, a cierta distancia del rey), a quien hallaron tendido en el suelo, el cabello erizado, sobrecogido y temblando.

-¿No la habéis visto?, allí estaba... Zoraida... con un puñal. Sí, Zoraida, la mujer que yo asesiné -exclamaba señalando a un ángulo de la habitación-. No, no es ilusión; yo la he visto.

-Dejad, Saldaña, vuestras locuras para otra ocasión -dijo el rey con tono severo-, que no parece sino que tenéis gusto en asustar a vuestra esposa.

-Será locura, como vuestra alteza dice -repuso Saldaña avergonzado de lo que había hecho, aunque no todavía muy recobrado de su temor-, pero yo juraría que la había visto, y...

-Señor -interrumpió Leonor-, doy gracias a vuestra alteza por no haber quitado la vida a mi hermano, aunque sea bajo una condición que hará, sin duda, la desgracia de los pocos años que creo me queden ya en este mundo. Con vuestra licencia me retiro.

-Mi corazón, hermosa dama -respondió el rey desentendiéndose-, os desea mil años de vida y de inalterable felicidad.

El tono melancólico de Leonor, y las lágrimas que centelleaban en sus ojos de cuando en cuando, manifestaban bien claramente la profunda tristeza que iba a echar hondas raíces para siempre en su corazón. Saldaña se acercó a ella con timidez y se ofreció a acompañarla, pero Leonor rehusó su compañía, suplicándole le permitiese llorar sola primero su suerte, para esforzarse después a sufrirla con resignación. Dicho esto se retiró a su cuarto, donde la dejaremos, porque fuera empresa imposible querer pintar los tormentos de su alma, que tanto había padecido y los delirios de su imaginación, afligida con la amarga ilusión del porvenir tan negro que la aguardaba.




ArribaAbajoCapítulo XLVI


   Cruzan las calles gentes a manadas
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
derriba, rompe, tiende, parte y mata,
trastorna, arroja, oprime, estrella, asuela,
envuelve, desparece y arrebata.


VICENTE ESPINEL                


Entre tanto, el populacho, siempre feroz, y mucho más en aquellos siglos incultos, había venido ya a las manoscon los soldados, y como si fueran enemigos mortales, unos y otros acometíanse con tanta rabia, y dábanse tan tremendos golpes y tan sin lástima, que bien pronto, por matar al traidor, como ellos decían, quedaron gran número de leales tendidos por tierra y anegados en su propia sangre. Venció en un principio el ímpetu popular, que arrolló a los primeros que presumieron oponerse a su furia, atropellando a los hombres de armas que guardaban al reo, y arrojándose como un torrente sobre el cadalso recio turbión de salvajes dando grandes gritos en derredor del de Iscar, que, inmóvil como una piedra, había conservado su posición puesto que tampoco el verdugo se había apresurado a desatarle las ligaduras.

-¡Arrastrarle! ¡Matarle a este ladrón! ¡Muera el traidor!

Tales eran las voces de aquella desenfrenada muchedumbre, que no hay juramento que no arrojase, mala palabra que no dijese ni insulto que no le hiciera. Viéndose vencedores, parecióles lo mejor divertirse en arrastrarle por las calles, aprobándolo todos unánimes como el mejor y más gracioso pensamiento del mundo. Y no se detuvieron mucho tiempo en arrojarse sobre el caballero y poner en obra su idea, sino que preparadas las cuerdas con que habían de arrastrarle, le desataron en tumulto y se lanzaron sobre su presa. Pero quedaron todos atónitos cuando vieron que en vez de ponerse en pie el caballero con intención de defenderse, como aguardaban, o lleno de espanto para suplicarles que le perdonaran la vida, apenas le soltaron los cordeles que le sostenían se desplomó en tierra sin sentido, y le hallaron frío y yerto como una estatua de hielo. Atribuyeron en un principio al miedo aquel parasismo que le hacía parecer como muerto, pero bien pronto se desengañaron, y habiéndole mirado con más despacio, hallaron que era efectivamente un cadáver. Arrancáronle con furor una especie de máscara que le cubría el rostro, y en que nadie había reparado hasta entonces, y ya como pájaros de rapiña, irritados cada vez más con lo que ellos llamaban una burla, iban a hacerle pedazos (porque el furor popular ni aun a los muertos perdona) cuando gritó uno de los circunstantes:

-¡Engaño! ¡Traición! Que no es el señor de Iscar, o el diablo ha tomado ahora la cara de Duarte para engañarnos.

-¡Es verdad! -gritaron todos, mirando con asombro el cadáver del pobre escudero.

-El de Iscar se ha escapado, sin duda, y ha dejado en su lugar al demonio.

-No hay duda en eso -respondió el albéitar de los hombres y las bestias del pueblo con mucha prosopopeya, y enarcando con mucho misterio las cejas-. El de Iscar salió la otra noche volando por una tronera, y no hay que replicar, porque lo que digo lo sé de muy buena tinta.

En este momento gran fuerza de soldados cayó sobre los alborotadores con aquel encarnizamiento con que los satélites que usan librea del despotismo, acometen siempre, con razón o sin ella, a sus indefensos hermanos, y habiéndose vuelto a enredar la sarracina de palos y cuchilladas, la victoria se decidió en favor de la tropa, que no satisfecha con arrojar de allí al pueblo corrió por las calles, escaló las casas y atropelló a todo el mundo, sembrando la muerte por todas partes, hiriendo y asesinando a placer y cebándose en la matanza, hasta que restablecieron el orden, es decir, la paz de las tumbas, en aquella desolada ciudad. La explanada del castillo quedó desierta, las calles cubiertas de muertos, y el cadáver del viejo Duarte por el diablo, hasta en la imaginación de los que más se jactaban de estar exentos de vulgares preocupaciones.




ArribaAbajoCapítulo XLVII


   Venganza pido, y por venganza anhelo,
si de vos por ventura alguno tiembla
que en semejante infamia sumergida
su hija, su hermana, o su consorte sea;
el que en sí oyere del honor el grito
como en mi pecho destrozado truena,
ese me siga a castigar mi injuria,
y así la suya con valor prevenga.


QUINTANA, Pelayo                


Dos días después de estos sucesos descansaban una mañana al amanecer tres hombres sentados en las riberas del río Adaja, hacia la parte de Olmedo, arropados dos de ellos en sus anchas capas, mientras el otro en cuerpo gentil parecía desafiar el aire frío y penetrante que rizaba las aguas del río. Estaba uno de ellos, que asimismo tenía trazas de ser el más principal, triste y pensativo en extremo, dormía el segundo embozado profundamente, y el tercero, que era sin duda el Velludo, se entretenía en acomodar el hierro de una flecha en un grueso bastón, cuya punta afilaba con su cuchillo. Más de una hora hacía que estaban así ocupados sin hablar palabra, cuando el Velludo, envainando el cuchillo y poniéndoselo en el cinto se levantó, y después de haber mirado a una y otra parte, como si esperase a alguno, se dirigió al primer embozado y dijo:

-En verdad, señor don Hernando, que Usdróbal tarda mucho en volver, y me temo que le hayan echado el guante, y por la Virgen de Covadonga que lo sentiría.

-En efecto -respondió el de Iscar, que él era el que parecía tan imaginativo.

-Y que no siempre -añadió el Velludo- tiene un hombre la suerte que vos, que habéis escapado en un tris.

-Por Santiago -replicó el caballero-, que no sé si deba o no agradecéroslo.

-La muerte, señor caballero, es como cualquier otra cosa; pero si está de Dios que uno no ha de morir, no hay más remedio que conformarse. Pero me tiene inquieto ese demonio de chico, no sea que haya cometido alguna imprudencia.

-¿Estáis seguro de su eficacia? -preguntó el de Iscar.

-Creo que baste deciros que más que a otro ninguno le debéis a él estar ahora disfrutando del vientecillo que sopla.

-Yo no dudo de su lealtad -respondió Hernando.

-Pues en cuanto a lo demás, yo os lo fío.

Era el de Iscar demasiado valiente para que sospechase bajamente de nadie, y mucho más de hombres que sin esperanza de ningún premio habían arriesgado su vida por salvarle la suya; pero su natural impaciencia y el ansia que le fatigaba de saber noticias de su hermana, a quien había dejado en situación tan embarazosa, le hacía tachar de negligente al que le servía con más celo.

-¡Qué feliz es este hombre! -dijo mirando a Nuño, que roncaba como un bendito-. ¡Qué bien duerme!

-Como que hace dos noches -replicó el Velludo- que apenas hemos cerrado los ojos.

-Y yo -repuso el de Iscar- creo que no he de dormir ya más en mi vida que no parece sino que he hecho voto de no tener nunca sueño.

-Sin embargo -respondió el Velludo-, ¡vive Dios! que no creo que lo hayáis hecho de no comer, y así no será malo que nos lleguemos a mi cuartel general, donde me da el corazón que nos han de tener ya dispuesto un cabrito y algunas botas de vino. Ánimo, señor caballero, que los duelos con pan son menos; y despertemos a este buen hombre, que lleva trazas, a lo que veo, de no dar cuenta de su persona hasta el día del juicio si no le llamamos nosotros antes.

-Así es -respondió el caballero; y empujándole con el pie en las espaldas le llamó por su nombre dos veces, y a la segunda se enderezó Nuño, refregándose los ojos y bostezando, con muestras de estar muy falto de sueño.

-Apostaría -dijo abriendo al mismo tiempo más de un palmo de boca- a que no me habéis apenas nombrado cuando yo ya estaba despierto. Era la tema de vuestro padre, que decía que no había un sueño más ligero que el mío. Me acuerdo que en el año 1243...

-Levantaos, Nuño, levantaos, y dejaos ahora de cuentos viejos, cuando tenemos tanto que hablar de lo que nos sucede.

-Ya sé yo -repuso Nuño- que no gustáis vos de que yo me alabe; pero aquí está mi amigo el Velludo, que puede decir si miento.

-No hay duda, buen Nuño -repuso el Velludo- tenéis el sueño de un pájaro; vamos.

Y habiéndose puesto en pie el veterano, se encaminaron los tres hacia la parte del pinar más espesa, dando mil vueltas y tropezando a cada instante con las centinelas que tenía el Velludo apostadas, hasta que llegaron a un sitio donde estaba reunida parte de su tropa y ardía en medio un montón de leña donde se asaban carneros enteros; estaban ocupados unos en hacer el rancho y otros en calentarse alrededor de la hoguera.

Cuando llegó el Velludo se apartaron todos para hacerle lugar, y asimismo a los que le acompañaban, pero el capitán, en quien el frío y el calor no hacían mella, curtido como tenía ya el pellejo, les dijo que no se moviesen, que no quería acercarse a la lumbre, y Hernando, demasiado embebecido en sus penas para pensar en el frío, se recostó contra un tronco sin desembozarse. Sólo Nuño se acercó a la hoguera restregándose las manos y dijo:

-Vive Dios que no hay cosa como un calentón en estas mañanas frías, y que vale más que un pedazo de pan. ¡Ea!, amigos, hacedme lado, que yo ya soy viejo, y creo que se me ha helado la sangre.

Pero no tardó mucho en llamarle el Velludo, como también a su amo, convidándoles a almorzar, para lo que no se hicieron de rogar mucho, especialmente el honrado veterano, a quien el aromático vaho del cabrito asado había dado ya en las narices.

Sentáronse, pues, a la redonda, servidos por uno de los bandidos que tenía el encargo de no dejar nunca el zaque vacío; y puesto que no podía menos de repugnar a la vanidad del caballero la compañía en que se hallaba como de igual a igual, y le abrumaran sus pesadumbres del corazón, tomó también su puesto, y empezó a comer con bastante buena gana, aunque distraído y volviendo a cada instante la cara hacia el camino que Usdróbal debía traer. El primero que rompió el silencio fue Nuño, que puesto que como vasallo respetuoso hubiera él querido que su señor empezase, la gana de hablar pudo en él tanto que no acertó a callar por más tiempo.

-Pardiez que siento -dijo en voz baja al Velludo- que nos viéramos la otra noche en la dura necesidad de matar al pobre Duarte. Era un buen hombre, y desde el año de 1238 que nos conocíamos no habíamos tenido nunca un quítame allá esas pajas.

-Él se tuvo la culpa -repuso el Velludo en el mismo tono-. Se empeñó en que no había de dejarnos entrar a sacar a vuestro amo, y no hubo más remedio que dejarle muerto en el sitio. Pero lo que me admira, y el diablo me lleve si lo comprendo, es cómo Usdróbal nos introdujo hasta allí sin que nadie nos viese.

-Fue una emboscada muy bien dispuesta -respondió Nuño-; ya se ve; Duarte, como que no aguardaba el ataque, abrió el calabozo y nos colamos nosotros dentro. Me acuerdo que en Sevilla hicimos lo mismo un día al abrirse las puertas, pero...

-Buen chasco se habrá llevado Saldaña -interrumpió el Velludo- cuando encontrase en lugar de su enemigo tendido en tierra al pobre escudero como un cuero de vino horadado. Por la Virgen de Covadonga que me alegro más de que se la hayamos jugado así que si hubiese ganado una batalla.

Apenas acababa de decir esto cuando oyeron que el señor de Iscar exclamó, levantándose al mismo tiempo:

-Gracias a Dios; allí viene.

Volvieron la vista a ver quién era, y vieron a Usdróbal que se acercaba.

Pero la lentitud con que caminaba y cierta expresión de tristeza en su rostro, ajena por lo regular de la fisonomía de aquel joven, daban bien claramente a entender que las nuevas que traía debían ser poco satisfactorias. Hernando, impaciente, se interpuso en su camino de un salto.

-¿Qué traes -le dijo-, bueno o malo?

-Malo -repuso Usdróbal, sin levantar los ojos del suelo-; lo peor que podíais esperar.

-Hablad pronto -respondió el caballero todo azorado-; decid.

-¿Ha asesinado quizá Saldaña a doña Leonor? -preguntó Nuño, a quien no se le pegaba la camisa al cuerpo, temeroso de la seguridad de su ama.

-Es peor -replicó Usdróbal con despecho-; dejadme, os lo contaré. Saldaña supo vuestra fuga, señor don Hernando, y no teniendo medio de rendir la constancia de vuestra hermana, determinó que sacasen al patíbulo en vuestro lugar a Duarte, a quien había hallado muerto.

-Basta -gritó el de Iscar con voz de trueno-. Mi hermana ha faltado a su juramento.

-Leonor... Leonor -dijo Usdróbal, interrumpiéndole-, ha prometido su mano a ese asesino y pasado mañana ha de celebrarse la boda.

-¡Maldición! -exclamó el de Iscar rechinando los dientes-. Tú lo oyes, padre mío; tu hija ha renegado de ti y ha deshonrado tu nombre. Pero yo renegaría de mi religión, dejaría de llamarme como me llamo si no impidiese esta boda, si no arrancase con esta daga el corazón de la infame que para tu baldón engendraste. Amigos míos, ayudadme a lavar mi afrenta, ayudadme a lavar con la sangre de esa perjura el borrón que ha echado sobre su hermano. Maldita, maldita sea, y ojalá que el día de su boda sea el último de su vida.

-Podéis contar conmigo -dijo Usdróbal con poco menos calor que el puntilloso Hernando-. Sí, yo juro que no seré el último en clavar mi puñal en el corazón de Saldaña. Partamos si queréis ahora mismo; yo solo penetraré en la estancia de ese malvado, y allí, allí, delante de la que va a ser su esposa, le coseré a puñaladas. ¡Infiel! ¡Infiel!

No menos irritaba el amor a Usdróbal que al caballero la honra, y no parecía sino que un mismo sentimiento los animaba. Había reventado en el corazón del primero el volcán de los celos, hasta entonces sofocado por el respeto que su mismo amor y la noble condición de Leonor le inspiraban, y aunque había dado siempre por mentidas ilusiones sus esperanzas, y nada le había ella prometido en su vida, tachábala de ingrata y maldecía su inconstancia, no pensando sino en que iba a poseerla otro hombre, mientras él, por premio de su cariño, no había merecido siquiera una mirada de compasión.

Había quedado Nuño atónito de lo que oía, y por sus enjutas mejillas, surcadas ya por la edad, corrían algunas lágrimas que le hacía derramar el borrón que a su entender ya había caído sobre la noble familia de Iscar por culpa de su señora. El Velludo era el único que había conservado su acostumbrada presencia de espíritu.

-¿Y cómo no has podido -dijo a Usdróbal- avisarla de que no era don Hernando el que iban a ajusticiar?

-¿Creéis -repuso el celoso mancebo- que si hubiera podido hablarle no lo hubiese yo hecho? De día y de noche hace ya mucho tiempo que vive rodeada de guardias y mujeres que observan continuamente sus pasos. Poco me hubiera dado morir, pero... ¡ah!, ¡ojalá!, ¡ojalá que hubiese yo muerto por ella y que ella me hubiese visto morir!

-Pero vos, señor caballero -repuso el Velludo, dirigiéndose al de Iscar-, debéis perdonarla; al cabo lo ha hecho únicamente por libertaros la vida.

-¡La vida! -exclamó Hernando-; y para salvarme la vida me ha asesinado la honra.

-Pero, en fin -continuó el Velludo-, ¿qué se pierde ahí más que una mujer?

-Una mujer, sí, una mujer que era mi hermana, que era mi propia sangre, que era la mitad de mi vida. ¿Y quién sois vosotros, ¡vive Dios!, para comprender siquiera lo que yo siento? ¿Quién sois vosotros para hablarme a mí de mi hermana? Si queréis ayudarme para que mi venganza sea tan pública como mi afrenta, seguidme; si no, yo solo basto, yo moriré o triunfaré y quedaré de las dos maneras vengado.

-No hay duda -respondió Usdróbal-, el agravio exige venganza; yo os acompañaré... ahora mismo... ¿Por qué detenernos?

-¿Y es pasado mañana el día de la boda? -preguntó el Velludo, que había quedado pensativo mientras ellos hablaban.

-Sí, pasado mañana -repuso Usdróbal.

-La fiesta será brillante; las puertas del castillo estarán abiertas; los soldados de la guarnición sin armas y emborrachándose muy descuidados -continuó el Velludo, como si estuviera hablando entre sí-; pasado mañana se puede dar un buen golpe; el rey y Sancho Saldaña... si los cogiese yo en mi poder...

-¿Qué pensáis, capitán? -interrumpió Usdróbal.

-Una friolera, nada más que volver la tortilla, y, por último, lo peor será volvernos como hemos ido.

-Pasado mañana -dijo el de Iscar-, Nuño, tú y yo iremos disfrazados al castillo de Cuéllar. Sí, padre mío -exclamó, levantando los ojos al cielo-; pasado mañana tu maldición se cumplirá en tu hija; no, no la verás esposa de Sancho Saldaña, o iré yo a juntarme contigo en el otro mundo para maldecirla y gozarme en su degradación.

-Y yo también os acompañaré -prosiguió el Velludo-; pasado mañana habrá sin duda un soberbio banquete, a donde acudirán cuantos quieran. No faltarán tampoco estos pobres muchachos -continuó, señalando a su gente, y por la Virgen de Covadonga que, aunque el caso sea peliagudo, tal vez pasado mañana a la noche nos sirva el castillo de Cuéllar de alojamiento, y de prisión a los que ahora lo habitan.

-¿Qué decís? -exclamó Hernando, sorprendido del atrevido plan que acababa de bosquejar el Velludo-. Marchemos cuanto antes. ¡Oh, hermana mía, yo te doy gracias, sí, mil y mil gracias, si tu infame comportamiento nos proporciona completo triunfo!




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    ¡Dulce, voluptuosa remembranza!
¡Completa, satisfecha, y más hermosa
que del cielo el azul, es mi venganza!


DON LUIS USOZ Y RÍO                


Brilló en fin el día tan deseado de Saldaña, tan triste para Leonor y tan aborrecido para el de Iscar. El sol, en todo su esplendor, iluminaba el terso azul de la esfera, y la apacible brisa de otoño, bañada en luz, derramaba nueva vida a los campos, y la tierra parecía estar acorde aquel día con el cielo, y al par que el horizonte amanecía sereno y sin una nube, mil señales de júbilo y regocijo, cantos de alegría, son de campanas, músicas, danzas, alegraban la ciudad de Cuéllar, su tétrico castillo y sus ateridos contornos, porque era el día feliz en que Sancho Saldaña iba a tomar a Leonor por esposa, en que la paz debía renacer en su alma, hasta entonces tan agitada de tantos remordimientos y agobiada de tantas penas, y el rey y el vasallo más infeliz debían tomar igual parte en las fiestas y en los banquetes, y engalanarse y regocijarse aquel día. Todo era júbilo, todo paz, todo felicidad, y el mundo de las ilusiones habla en fin convertido sus sueños en realidades, y la imaginación más ardiente, el alma más pura podía gozarse, satisfecha completamente en los brillantes objetos y en el contento general que respiraban el cielo y la tierra, embalsamados en los perfumes del deleite y de la alegría.

Ondeaba la bandera del señor del pueblo sobre las altas torres de la fortaleza, en cuyas almenas brillaba asimismo el pendón de Castilla rodeado de otros mil estandartes de los caballeros que acompañaban al rey, cada uno de ellos honrado por una lucida guardia de soldados escogidos y armados de punta en blanco, de cuyas corazas, heridas del sol naciente, brotaban ríos de luz que así pasmaban el ánimo como deslumbraban la vista. Oíanse acordes músicas en los salones del alcázar, en la explanada, en los patios, en todas partes, y los soldados vestidos de gala, los mozos y las jóvenes del pueblo ataviadas con sus trajes del día de fiesta, iban, venían, bailaban, cantaban y se mezclaban unos con otros en buena paz, ya olvidados de las pasadas rencillas. Todas las puertas del castillo estaban abiertas, echados los puentes levadizos y adornadas las puertas, las almenas y las ventanas con orlas de flores entretejidas con tal arte que en cada una de ellas se hallaban juntas las cifras de los nombres de los dos esposos, y era de ver coronadas las ventanas todas de hermosas damas ricamente prendidas y con sus chapadas ropas, y de cortesanos caballeros que en dulces requiebros y amorosas risas hacían alarde de sus ingenios y agradable galantería, y todo era movimiento dentro de la fortaleza, desde las cocinas hasta las torres, y desde las cuadras de los soldados hasta los magníficos salones de la grandeza.

Aquí era ver un marmitón todo tiznado de hollín que perseguía a algún muchacho a quien había hallado (¡terrible delito!), probando los guisos con el dedo o escamoteando algún par de perdices, allí tres o cuatro robustos cocineros salaban puercos y toros para el banquete que en la explanada y los patios debía servirse a todo el mundo, y que hacían relamerse los labios a más de un pobrete de los que esperaban el gaudeamus; otros repartían vino generosamente a infinidad de mosquitos sin alas que acudían al olor, como si los llamaran; algunos arrojaban dinero al montón y hombres y muchachos a la rebatiña se empujaban, se pegaban y se rompían las narices por atrapar un maravedí, con más codicia que si fueran a ganar un reino, dando ocasión de risa a los que miraban; atravesaban las salas multitud de pajes galanamente vestidos, resonaban las espuelas de los caballeros, sentíase crujir la seda al andar las damas, que atraían con su hermosura, y aun más con su refinada retrechería, las miradas de todo el mundo; reían unos, cuchicheaban aquéllos, éstos disputaban, y las voces, los cumplimientos, las burlas, las carcajadas presentaban un cuadro lleno de vida, de ruido y de movimiento.

Mezclábase a este confuso rumor, que resonaba en los salones y galerías, el alegre son de las músicas, el estruendo de las campanas, la algazara, los vivas, los bailes, el confuso alboroto de la multitud, y no menos divertía la variedad de trajes y de colores, que, como el campo cubierto de flores en la primavera, así en desacorde ondulación desvanecían a par que recreaban la vista.

Pero nada era comparable al lujo y la magnificencia con que estaba adornado el salón donde había de celebrarse la fiesta, y en donde se hallaba reunido cuanto el ingenio humano había creado hasta entonces para satisfacer el orgullo y la comodidad de los hombres. Ricas alcatifas, sillones de marfil elaborados de oro, dos espejos, uno de metal y otro de cristal de Venecia, joya entonces rarísima y de extraordinario valor; tal era la pompa que el señor de Cuéllar había desplegado en aquella estancia, y sólo algún petimetre de nuestros días hubiese motejado de mal gusto un tablado de pino como de una vara de alto que se extendía en el último término de la habitación, como unos cinco pies de largo, cubierto de una alfombra vieja, donde debían representar algunos pasos de su invención los juglares que habían venido al olor de la fiesta.

Pero como no es dado a todos los hombres tener talento, es signo de éste que aquéllos traten de humillar siempre al que es por su ingenio superior a ellos, y entonces, lo mismo que ahora, ser poeta era poco menos que estar en pecado mortal.

Defendían la entrada de esta soberbia cuadra cuatro maceros del rey, que con mucha gravedad hacían centinela, dos a la puerta y otros dos bajo un dosel que cubría dos asientos destinados, sin duda, para los reyes, y puestos junto al tablado para que gozasen de la representación, como también otros dos escaños más bajos para los novios, a quienes servía el rey de padrino y de madrina la reina. Hormigueaban a la puerta los pajes, unos asomándose a ver la estancia, otros hablando entre sí, impacientes todos por lo que el rey tardaba en venir y porque no empezaba la fiesta.

-Pues hoy Saldaña debe de estar muy contento -decía un paje barbilucio a otro compañero suyo.

-Qué sé yo qué te diga -respondió el otro-; lo que sé es que esta mañana le vi cuando amanecía, y no pienso haber visto en toda mi vida cara más triste.

-Como que en toda la noche ha dormido, según me ha dicho García, que se ha quedado con él en su cuarto -repuso otro, tomando parte en la conversación-, empeñado a cada instante en que veía una mora con un puñal... vamos... loco perdido.

-Anda -replicó el primero-, ya le curará la locura Leonor de Iscar, que voto va que, aunque está algo ajada, es más linda que ninguna de cuantas andan por aquí haciendo dengues muy peripuestas.

-Lo que yo siento es que tardan tanto en salir -repuso el segundo-, y vivo Dios que me temo que no se han de casar todavía.

-Todo puede ser -respondió una voz para ellos desconocida. Y volviéndose a ver quien era, hallaron un peregrino con su esclavina cubierta de conchas y un bordón en la mano, que entre la confusión y el bullicio había logrado introducirse hasta allí.

-¡Hola!, también estás tú por acá -dijo un paje-. ¿Y qué sabes tú de lo que estamos hablando?

-Yo, nada -respondió Usdróbal, que era sin duda el disfrazado con aquel traje-, sino que sucederá lo que Dios quiera, y por eso he dicho que todo puede ser todavía.

-Pardiez que nos has sacado de una duda con lo que has dicho, y lo que has de hacer es irte de aquí cuanto antes.

-No, no -gritaron todos, rodeándole-; lo mejor será que nos cante alguna canción y le daremos limosna.

-Dádmela -respondió el peregrino fingido, que quería gastar tiempo-, y os cantaré aunque sean dos.

-¿Estáis locos? -repuso el paje descontentadizo-. ¿Queréis que se ponga aquí a cantar este hombre y que venga el rey entretanto?

-Tiempo hay -replicó otro de los que le querían oír cantar.

-Sí, sí -respondió Usdróbal-, yo cantaré mientras viene el rey.

Y habiendo tosido para limpiarse la garganta, escupió a un lado, y ya iba a entonar la voz cuando se oyó abrir una puerta, y el grito de ¡El rey, el rey! corrió de boca en boca al momento. Este aviso hizo olvidarse a los pajes del peregrino, a quien dejaron solo, acudiendo a formarse, en dos filas dejando un claro en medio para la corte, mientras Usdróbal se escondió y agazapó como pudo para no llamar la atención.

Abrían primeramente la marcha hasta veinticuatro maceros con sus mazas al hombro; vestidos ricamente de gala, seguían después los monteros de Espinosa, y detrás de ellos venían el rey y la reina, trayendo cada uno a su lado a sus dos ahijados, Saldaña y Leonor, que, aunque lujosamente adornados, más parecía que caminaban al suplicio que no al altar de himeneo. Notábase en los semblantes de los augustos padrinos tanta alegría y afabilidad, que seguramente formaban un contraste particular con los de los novios. Cualquiera habría, creído que aquel día el rostro de Saldaña se hubiera, en fin, despejado de la negra nube que le había hecho sombra hasta entonces, y, sin embargo, veíase pintado en él el terror, y sus ojos, que apenas se atrevía a fijarlos en su futura esposa, giraban acá y allá, como receloso de alguna traición o cual si buscara alguno entre los que allí estaban a quien temiera encontrar, no obstante que le buscaba.

Leonor, por su parte, triste, los ojos bajos, pálida, indiferente a todo, parecía una víctima engalanada para el sacrificio, y con inciertos pasos y negligente abandono obedecía a un vago sentimiento de instinto, siguiendo los pasos de su madrina, que en vano con la mayor dulzura a veces en voz baja hablaba. Su alma había llegado a quedar insensible a fuerza de padecer, y sólo algunas lágrimas que se esforzaba a contener, pero que observaron muchos de los que estaban presentes, manifestaban que aún conservaba en ella cierto sentimiento tan poderoso que se las hacía derramar. También Usdróbal había echado de ver que lloraba, y tuvo que apartar de ella la vista para no perder el sentido.

Detrás de ellos, en fin, seguía una numerosa comitiva de damas de la reina y de caballeros, y cuando entraron todos en el salón ocuparon cada cual su asiento según su categoría, y a una señal del rey se abrió una puertecilla secreta que caía al tablado, y cuatro hombres, vestido uno de médico, otro de alfaquí o sacerdote moro, y los otros dos uno también de árabe y otro de caballero cristiano, aparecieron en el escenario. En gran risa prorrumpió dando palmadas todo el concurso al verlos, puesto que los dos moros se habían adornado tan ridículamente, y salieron haciendo tales gestos que no hubo alma cristiana que no se regocijase de verlos.

-Mirad, Saldaña -dijo el rey a su ahijado-, y dejad, por Santiago, vuestro mal humor.

-Sí, ya miro -replicó el de Cuéllar-, y me alegro que sea la fiesta del gusto de vuestra alteza.

La reina dijo también algo a Leonor, que le respondió maquinalmente.

Entre tanto los cuatro juglares recitaron una especie de loa en versos alejandrinos, muy larga y bastante mal hilada, en alabanza del rey y la reina: y de los dos esposos, sin olvidar tampoco al ilustrado público, del que más de la mitad se había dormido y la otra mitad o hablaban unos con otros o bostezaban. No obstante, la loa pareció bien a todo el mundo, y todos aplaudieron unánimes, persuadidos de que era lo mejor que habían dejado de oír en su vida. Sonó en seguida algunas fanfarrias la música, que despertaron a los más tenaces, y los cuatro histriones empezaron después a representar, no una tragedia grecofrancesa clásica a lo Racine, no alguna hermosa creación romántica a lo Shakespeare o a lo Calderón, no siquiera una farsa, un sainete, un entremés, sino un tejido de disparates e insultos que unos a otros se dirigían en versos compuestos allí de repente que hacían morir de risa a los espectadores, para quienes no había cosa mejor en el mundo.

Nosotros procuraremos dar una idea de esta función, puesto que nunca puede ser exacta por faltarle la parte mímica, que era lo que con más expresión y gracia desempeñaban. Reducíase el poema a suponer que el médico y el alfaquí disputaban sobre religión y se injuriaban de palabra y de obra, hasta que, llegando el otro moro, los trataba de separar en nombre del Zancarrón, a lo que el alfaquí se detuvo, pero el médico seguía, más furioso, y los insultos cruzaban de una parte a otra como flechas envenenadas. Llegaba entonces el caballero cristiano, y diciendo y haciendo tiraba de la espada y arremetía a todos juntos; en esto, sonaba una trompeta, salían más moros, y el caballero los ponía en fuga con su valor sobrenatural, teniendo el público el placer de quedar sorprendido al saber que aquel caballero era Santiago en persona, que venía a ofrecer su espada y a hacerse armar caballero por el rey don Sancho el Bravo y la reina su esposa, que le había de calzar las espuelas, gracia que esperaba alcanzar en tan fausto día, concluyendo su relación con pedir perdón no a Dios, sino al público, de las faltas que pudiera haber cometido. El saludo de los cristianos a los moros era el siguiente:


Hola, adiós, Alcuzcuz; el cielo quiera
abreviar de tus días la carrera.

Con no menos cortesanía y buen deseo contestaba el moro, puesto que, como eran cristianos los cómicos y los espectadores, los pobres muslimas siempre solían llevar la peor parte.

Tal era el acertado plan de este drama, que si carecía de ingenio, rebosaba al menos de majadería, y no pertenecía de ningún modo al género soporífero, como la loa y algunas obras clásicas de nuestros días, sino al disparatado risible en que campea la locura. Y ya estaban terminando la representación cuando un grito histérico resonó al otro extremo de la sala, detrás de los espectadores, que hizo estremecerse a muchos y volver a todos la cara hacia el sitio de donde había salido. Pero no vieron a nadie y todo quedó en silencio al momento, y sólo oyeron la voz de Saldaña, que se había puesto en pie, desencajado el semblante, y que dijo:

-¡Ella es, ella es, que viene a anunciarme mi muerte?

Suspendióse la representación, pusiéronse en movimiento, y hasta el mismo rey pareció algo turbado con aquel alarido fúnebre que como por encanto de algún ser sobrenatural parecía, que habitaba invisible en aquella estancia. Leonor, aterrada, se abrazó estrechamente a la reina que, con no menos sobresalto, temblaba de pies a cabeza: sin saber a quién atribuir aquel grito que había helado hasta el tuétano de sus huesos, y todos agoraron mal de la boda que bajo auspicios tan tristes iba ya a celebrarse. Hasta los más despreocupados no supieron a qué atribuir aquel alarido, semejante al que podría lanzar un hombre en el tormento, que todos habían oído, pero que nadie podía imaginar siquiera la boca de donde había salido.

No tardó el rey, sin embargo, en recobrar su serenidad, y dando por supuesto que aquel grito procedía de alguno que se hallaba en el próximo corredor, dio orden a los maceros para que despejasen la gente que se había agolpado, y mandó que prosiguiese la fiesta.

-Serenaos -dijo a Saldaña en voz baja-, y mostrad el ánimo que a un caballero conviene; sobre todo no estéis así, y hablad algo a Leonor, que parece que sois de piedra.

-¿Y qué he de decirle yo, que he hecho su infelicidad?

-Amigo mío -repuso el rey-, eso hubiera sido bueno considerarlo antes. Ahora ya es tarde, y es preciso hacer de tripas corazón. Señora -prosiguió, dirigiéndose a Leonor-, esforzaos y no tengáis miedo, que entre amigos estáis que os defenderán si fuese preciso.

Leonor en aquel momento pensaba en la maldición de su hermano, y, envilecida a su parecer, no hacía sino rogar a su padre que desde la mansión celestial mirase su flaqueza con ojos de misericordia.

Los dos novios eran sin duda los más tristes y los más desdichados de cuantos habían concurrido a la fiesta y que, tal vez, envidiaban su suerte en aquel instante. ¡Con qué placer la hubieran ellos trocado por la del mendigo más despreciable!

Entre tanto el bullicio en los patios de la fortaleza y en la espaciosa explanada crecía a cada instante con la llegada de nuevos huéspedes, que de los pueblos de las cercanías desembocaban en aquel mar de hartura y de borrachera. Peregrinos, soldados, labriegos, mendigos, en fin, cuantos vagabundos ha criado la divina providencia, cuantos hombres y mujeres de buena y de mala vida habitaban aquellos contornos, otros tantos eran los que acudían, habiendo llegado a entrar tantos en el castillo, que por buena providencia hubo de no permitirse la entrada a nadie cuando ya era imposible que cupiesen más, y se sacaron toneles de vino y comida en abundancia a las calles de la ciudad y al campo, donde ya podía contarse que cada hombre cabía a borracho por barba sin errar la cuenta en un ápice.

Notábase, empero, entre tantos alegres alguno u otro pensativo y meditabundo, puesto que distraído observaba las cuadras de los soldados, reparaba en la fuerza de gente que estaba sobre las armas, y se introducía en todas partes sin volver nunca atrás sino cuando algún centinela le impedía pasar adelante. Llevaba uno de ellos, pues eran tres los que se observaba que andaban juntos, un traje de peregrino y un sombrero tan ancho de alas que le cubrían todo el rostro, mientras, envueltos los otros dos en sus anchas capas, a la antigua usanza castellana7, le seguían uno detrás de otro, y al andar hubiérase dicho que llevaban armas, a juzgar por cierto ruido, casi imperceptible en medio de aquel estrépito, pero que poniendo cuidado solía sentirse de cuando en cuando. Hablábanse al oído a veces, mirando antes si alguno los observaba, separábanse, perdíanse en la confusión, hablaban con algunos de los que andaban por allí en secreto, juntábanse al cabo de un rato y volvían a hablarse con mucho misterio, y recatándose de todo el mundo.

-No es tan fiero el león como lo pintan -decía el que iba vestido de peregrino-; dígolo porque hasta ahora nuestra empresa no me parece descabellada.

-En el año 1200... -repuso uno de los de las capas.

-Dejadnos ahora de fechas -interrumpió el otro-. ¿Usdróbal, sabéis dónde está?

-No tengáis cuidado -respondió el de la esclavina-, que ya sabe lo que se hace, y nos avisará cuando sea tiempo. Separémonos, separémonos, que allí está Martín Gutiérrez, y no hace sino mirarme.

Separáronse en efecto, porque, como decía, no quitaba ojo de él hacía rato el jefe de los aventureros, empeñado en encontrar cierta semejanza entre el Velludo y aquel peregrino, en lo que no andaba quizá muy equivocado, como ya habrá adivinado el lector, que no necesitará tampoco que le digamos que los otros embozados eran Nuño y su amo el señor de Iscar. Confundióse, pues, el Velludo entre la muchedumbre, donde la mayor parte eran de su gente, que, esparcidos entre las turbas de vagabundos, llevaban ocultas sus armas bajo sus ropas y prontos a reunirse en ciertos puntos, ya marcados, a una señal de su capitán. Habían acompañado varios de ellos a Usdróbal, que, como ya hemos visto, conocía bastante bien algunos secretos de la fortaleza, siendo la intención del Velludo tener repartida su gente de tal manera que fuesen sorprendidas las guardias y tomadas todas las avenidas en el momento mismo que aquél diera la señal de alarma. El amor había hecho a Usdróbal desobedecer en parte la orden que le habían dado, no habiéndose dirigido inmediatamente a donde debía, por ver pasar a Leonor; pero cuando volvió de su turbación no tardó en colocar su gente en los sitios más convenientes, disponiéndose al mismo tiempo a subir a la torre principal y desarmar a los que guardaban el pendón de Castilla y la bandera del señor de Cuéllar. Acometerlos y levantar en lugar suyo la enseña de los rebeldes todo había de ser en un punto, siendo éste el momento en que el de Iscar, Nuño y el Velludo había de apoderarse, cada uno al frente de su pelotón, de las armas de sus enemigos, de las salidas del castillo y de los puentes levadizos, mientras otros promoverían el desorden por todas partes y darían muerte a cuantos se resistieran.

Tal era el volcán sobre el que paseaban sin temor el rey y sus cortesanos, confundido entonces el ronco hervidero de sus entrañas entre el rumor de la multitud festiva; tales los planes que la ambición y la venganza maquinaban. Y el sol, en todo su esplendor, derramaba sus rayos desde el cenit alegrando como antes la tierra, que pronto iba a inundarse en torrentes de sangre y a cubrirse de luto y desolación.

La fiesta seguía, la multitud no cesaba y el regocijo era general. Arriba mismo, en los salones, se habían olvidado ya del tremendo grito, y fueron tales los chistes y tan ridículos los mohínes de los juglares, que hasta Saldaña se sonrió. Leonor misma parecía ya más resignada a su suerte, y oía con gusto los consejos que le daba la reina con la mayor dulzura, dirigidos todos a confortarla y darle ánimo para sufrir su destino con paciencia y resistir con valor a la adversidad.

Acabaron de bailar los histriones, y después de haberse retirado colmados de aplausos y de regalos de la grandeza, pasó el rey su comitiva a otra sala, no menos ricamente adornada, donde un espléndido banquete les aguardaba. Había allí varias mesas, además, para los caballeros que, aunque no eran de la comitiva del rey, estaban convidados por el señor del castillo o se habían ellos convidado a sí mismos. Y las mesas, servidas con profusión, como podían dar cabida a mucha más gente, no se resentían de esta carga de pajaritos que quizá habrían hecho temblar el convite más opíparo de nuestros días, ni se trajo ni se aumentó nada más, puesto que nadie, como ahora se estila, anduvo con melindres con la comida. En esto estaban, y ya el Velludo, impaciente, no hacía sino mirar a la torre de donde debía Usdróbal dar la señal. Hernando tenía ya apercibida su gente para embestir, y Nuño no acertaba cuál podía ser la razón por qué Usdróbal no cumplió la orden, cuando uno de los pajes se acercó al rey, y habiendo hincado la rodilla en tierra, con gran sorpresa de todo el mundo le pidió un instante de audiencia, porque en lo que tenía que decirle le iba a él la vida y a cuantos allí estaban. Pasmáronse todos, sobresaltóse Saldaña, y el rey se levantó de su asiento, y habiendo salido con el de Cuéllar a otra estancia:

-Pardiez -dijo al paje-. ¿Qué tienes que decirme? Y mira bien que no mientas, porque juro a Dios que te hago ahorcar si por divertirte has puesto en tanto susto mi corte.

-Podéis hacer de mí lo que mejor os parezca -repuso el paje con serenidad-. Mi deseo es salvar a vuestra alteza y a todos sus servidores de un peligro que una casualidad acaba de descubrir. En la explanada, ahora poco, armaron dos hombres una pendencia, echaron mano a las dagas y, a pesar del gentío que trató de impedir la quimera, se acometieron. Rajó el uno al otro el pecho del primer golpe, acudieron todos a socorrerle, y Gutiérrez, el jefe de los aventureros, llevó a los dos presos. En este momento el herido empezó a pedir confesión y a decir que quería revelar un secreto del cual dependía la vida de vuestra alteza. Llegó allí un fraile, y cuando el herido iba a hablar, un hombre arrojado, vestido de peregrino, rompió de un salto por medio de los soldados, llegó a las angarillas donde le conducían y le clavó tales dos puñaladas que le dejó muerto en el acto. Hizo todo esto en un abrir y cerrar de ojos, de suerte que no lo habían visto hecho cuando ya el agresor había desaparecido entre la multitud. No obstante, Martín Gutiérrez dice que apostaría a que es el Velludo, y por sí o por no ha hecho a sus aventureros tomar las armas.

-¡Por el Velludo! -dijo el rey con desprecio-. ¡Y había de tener un caballero miedo de un miserable bandido!

-Vuestra alteza se engaña mucho si desprecia a ese hombre, puesto que a él solo y como bandido también le tengo yo en poco -replicó el de Cuéllar-, pero...

-¿Y no hay más que eso? -interrumpió el rey, dirigiéndose al paje.

-Sí, señor; más hay -replicó-, porque aunque el Velludo mató a uno para que callara, el tormento ha hecho hablar al otro, y ya se sabe que están aquí dispuestos a dar un golpe Hernando de Iscar, el Velludo y otro, que, según se suena, se hubo de desertar de los aventureros hace ya mucho tiempo.

-¡Hernando de Iscar! -exclamó Saldaña.

-Sí, un caballero que está en una gavilla de ladrones -replicó el rey-, sin crédito ni opinión, y despreciado hasta de su misma hermana. ¿Y no los han puesto presos?

-Señor -repuso el paje-, se sabe que están, pero no quienes son.

-Está bien, retírate. ¡Ja! ¡Ja! Una cáfila de villanos -dijo el rey cuando el paje volvió la espalda, riéndose a carcajadas mientras oyó sus pasos que se alejaban. Pero luego que conoció que nadie podía escucharle, acercándose a Saldaña, continuó:

-El plan es diabólico, pero es menester que nadie conozca nuestro temor, porque se acabaría la fiesta al momento. Id, dad la orden a los capitanes de más confianza para que al lado de cada hombre que se presuma siquiera que lleva armas coloque dos de los nuestros que no le pierdan nunca de vista, y que le prendan si pueden sin alborotar; que nuestros arqueros con el arco tendido escuchen ocultos desde las torres y las ventanas; que los puentes levadizos queden en falso y que toda la tropa esté sobre aviso en sus cuadras. Cuidado, Saldaña, que es preciso disimular, y sobre todo con Leonor. ¿Me entendéis?

-Yo haré un esfuerzo, y callaré por lo menos -contestó Saldaña.

Y saliendo de allí en seguida, no tardó en arreglar la gente como capitán veterano y tomar, además de las del rey, las disposiciones que le parecieron más convenientes.

El rey volvió al festín burlándose del miedo del paje, que tanto había sobresaltado a todos, lo que sirvió de pasatiempo a los cortesanos, que hicieron con este motivo su chiste, y aunque a Saldaña no se le vio venir tan alegre, nadie hizo alto no obstante, acostumbrados a verle siempre de mala cara.

La desdichada Leonor apenas había hablado tres palabras durante todo aquel día, y no osaba siquiera preguntar por su hermano, a quien ella creía todavía en el castillo en rehenes hasta que se celebrase su casamiento. Pero en donde todo había ya cambiado de aspecto era en los patios. El Velludo había mudado de traje, Usdróbal no había podido dar el golpe por falta de gente, Hernando veía que sus planes iban a malograrse, y no tardaron los tres mucho tiempo en conocer que los vigilaban y que, prevenida como ya estaba la guarnición del castillo, era imposible llevar adelante la empresa.

-Debemos -dijo Hernando- desistir de lo que ya fuera una temeridad, y vos, Velludo, debéis retiraros con vuestra gente.

-¿Y vos? -preguntó el Velludo.

-Yo me quedo a completar mi venganza y a morir.

-Y yo con él -repuso Usdróbal, y Nuño afirmó lo mismo, aunque movido de muy diversas causas que aquél.

Dudó el Velludo un momento, sin decidirse a nada; pero habiendo pensado cuán imprudente sería quedarse él allí únicamente a morir, determinó retirarse, aunque muy a su despecho y enojado de haber errado aquel golpe que debía haberle colmado de gloria.

-¿Es posible penetrar en donde está ahora Leonor? -preguntó su hermano, luego que el Velludo se retiró.

-Ahora -respondió Usdróbal- no dejan entrar a nadie en la fortaleza.

-¿Y entonces, ¡vive Dios!, qué hacemos?

-Al anochecer, en la capilla -repuso Usdróbal-, yo os llevaré, y nos mezclaremos con los de la comitiva del rey. Es el momento de la venganza.

-Está bien -replicó el caballero, y se separaron.

Entre tanto el atildado deán de Valladolid, vestida la estola sobre sus clericales ropas, aguardaba la hora en la sacristía, y ya estaba toda la iglesia iluminada soberbiamente con infinidad de hachas de cera, cuyo esplendor formaba cierto contraste con su arquitectura gótica, sombría y temerosa, y el color oscuro que los años habían prestado a sus muros. Veíanse a un lado y otro varios sepulcros de los antiguos dueños de aquel castillo, y sobre ellos algunas estatuas de piedra toscamente trabajadas, unas de rodillas sobre la losa y otras de pie en actitudes guerreras. Presentaba aquel sagrado recinto una mezcla de majestad y tristeza, una confusión de luz y de sombra, más fácil de imaginar que de describir.

Sonó en fin la hora, y las espuelas de los caballeros y el rumor de los pasos que sonaban sordamente el eco, anunció la llegada del rey con su comitiva. Ocuparon los que componían ésta, divididos en dos hileras, los dos frentes de la capilla con el mayor silencio, y colocados algunos entre columnas o arrimados a los sepulcros, hubiérase creído que eran sus habitadores que dejaban las tumbas para asistir a las bodas de su nieto con la desventurada de Iscar. Ocupó el deán con sus dos acólitos la parte de la baranda de hierro que caía al altar, y los novios, teniendo cada uno su padrino y su madrina a su lado, se arrodillaron, sobre dos cojines árabes, de la otra parte. Todo estaba en silencio, y ni una tos ni un murmullo interrumpía la majestad de la ceremonia.

Una voz resonó como un trueno en aquel instante: ¡Muera!, y tres hombres con sus espadas desnudas se arrojaron del fondo de la capilla hacia el altar. Pero más de veinte se lanzaron al mismo tiempo delante de ellos y los detuvieron peleando, mientras otros gritaban: ¡Profanación! ¡Anatema!

Los tres hombres se resistían, y aun adelantaban terreno; la desesperación parecía que les prestaba fuerzas, y a cada golpe caía en tierra uno de sus enemigos. En vano era el número, en vano el arrojo de sus contrarios, en vano estaban ya cubiertos de heridas, que ya se abrían paso entre la multitud, y dos de ellos, dos sobre todo, hubiérase dicho que eran inmortales y que su espada era la del ángel del exterminio. Ya habían logrado llegar hasta la mitad de la capilla; su camino era un reguero de sangre; sus espadas, al reflejo de las luces, parecían de fuego; sus ojos, ascuas al través de las barras de la visera, y ya empezaban todos a creer que eran demonios que venían por Saldaña, como presa que les estaba destinada hacía ya mucho tiempo.

No fue él tampoco el último que lo pensó; pero como era hombre de valor púsose en pie, y ya iba a echar mano a su espada cuando una sombra, un espectro que se levantó de una tumba y se deslizó junto a la baranda en dirección a él, se puso entre él y Leonor, dejándole helado y sin movimiento.

Un grito de horror retumbó entonces sobre el estrépito de las armas y las voces de los combatientes; retiráronse amedrentados los dos padrinos, y el genio del mal (que tal parecía aquella fantasma), soltó una carcajada infernal, a tiempo que Leonor cayó en tierra anegada en su propia sangre. Este terrible suceso suspendió el combate y dejó a todos petrificados.

El espectro cogió de una mano a Saldaña.

-Mírala -le dijo-, mírala... muerta. ¡Tiemblas! ¿Me conoces?

-¡Cielos! ¡Zoraida! -gritó Saldaña, y cayó sin sentido.

-Sí, yo soy el demonio que te persigue. Yo soy Zoraida; ya me he vengado de ti.

Y diciendo así tomó el camino que había traído y volvió a hundirse en la tumba. Acudieron todos entonces, unos a socorrer a Saldaña, que respiraba apenas, y otros a Leonor, entre los cuales no fueron Usdróbal y Hernando los últimos, anteponiendo el amor que le tenían a su deseo de venganza. Pero ya era en balde quererla socorrer; la infeliz tenía un puñal clavado hasta el puño en el corazón.






ArribaConclusión


   -¿Qué se hizo el rey don Juan?
¿Los infantes de Aragón
       qué se hicieron?
¿Qué fue de tanto galán,
qué fue de tanta invención
       como trujeron?
Las justas y los torneos,
       paramentos, bordaduras
       y cimeras,
fueron sino devaneos,
¿qué fueron, sino verduras
       de las eras?


JORGE MANRIQUE                


Hasta aquí la crónica de que hemos extractado esta historia, que, si bien la creemos agradable, no la juzgamos exenta de defectos, y, sobre todo, no nos satisface la manera que el cronista tiene de resolver ciertas dudas. También hemos notado algunos olvidos, y quizá haya algunas contradicciones; pero como nuestro deber era compilar y no corregir, nos hemos conformado en un todo con el original.

Con todo, como si se concluyese aquí la historia quedaría tal vez disgustado el lector por no saber qué se hicieron algunos personajes de ella, nosotros, a fuerza de escrutinios e investigaciones, hemos hallado algunas que vamos a comunicarle.

Zoraida, que parece ser no murió de la puñalada que le clavó su desconocido amante, cuando pudo volvió al castillo, donde, como hemos visto, se valió para su venganza del conocimiento que de sus secretos tenía. Saldaña hizo donación de todas sus riquezas a un monasterio y acabó sus días en la Trapa, vestido de estameña y llorando sus pasadas culpas. Hernando de Iscar logró fugarse a Aragón acompañado de su fiel Nuño, donde fue bien recibido y tratado del rey con la consideración que su carácter se merecía; y en cuando a don Sancho, rey de Castilla, es harto conocida su historia para que tengamos que dar cuenta de sus sucesos. Restan sólo Usdróbal y el Velludo; pero lo único que de aquél sabemos es que sus hazañas llegaron a alcanzarle la honra, andando el tiempo, de que el mismo Sancho el Bravo le concediese la orden de caballería, puesto que se dice que no recobró jamás desde la muerte de Leonor su natural alegría. Y el segundo es fama que murió muy viejo, sin haber abandonado su mala vida.

De allí a algunos años, habiendo hecho algunas excavaciones en el castillo, hallaron un esqueleto de mujer, que algunos creen que fuese el de la vengativa Zoraida, aunque la verdad es que no se volvió a saber de ella. Tal vez se reuniría con su padre y se iría con él a Aragón. Quién sabe. Y de todas aquellas grandezas, de aquellas hermosuras tan alabadas, de aquellos tan bizarros y entendidos caballeros, no queda ya sino el polvo, que ha carcomido hasta los pergaminos en que presumió eternizar sus glorias la vanidad. Sus castillos son en el día de hoy ruinas, y quizá dentro de algunos años preguntará el caminante dónde estuvieron y los aldeanos, mirándose unos a otros, reirán de su pregunta sin entenderla.



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