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ArribaAbajoCapítulo VII


   Digo que es tentar a Dios
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
si mi amo es un menguado
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
un impío que no cree
que hay familiares, espectros,
lamias, brujas de copete,
vampiros, mágica blanca,
y mágica negra y verde;
yo confieso que hay de todo,
y confieso finalmente
que por presencia y potencia
existís [...]


COSME, en La Dama duende.                


Mostraba apenas el sol sus rayos derramando vida en la Naturaleza y desvaneciendo las últimas nubes de la tempestad cuando un caballero armado de punta en blanco, montado en un soberbio caballo negro, salía del castillo de Cuéllar, camino de Olmedo, seguido de alguna gente de armas. Llevaba la visera alzada y la cabeza inclinada sobre el pecho, pensativo y triste, y en sus apagados ojos, rostro enjuto y sombrío ceño daba a entender que, aunque en toda la fuerza de la juventud, el furor de las pasiones había amortiguado el brillo de su fisonomía. Caminaba al trote, y parecía tan ajeno de lo que le rodeaba como si fuese un ser privado de todo sentido o llevase embebecida la mente en la contemplación de otros mundos.

La escena que le ofrecía la Naturaleza era en aquel momento bellísima. Al frente y a lo lejos se descubrían las almenas de Torre-Gutiérrez, doradas del sol naciente; a un lado y otro brillaba el rocío en las rubias espigas, que ondeaban mansamente al soplo del céfiro de la mañana, mientras en los oteros que ciñen aquel camino se veían colorear abundantes racimos entre los verdes pámpanos de la viña aún destilando el agua de la pasada lluvia, en cuyas argentadas gotas, que temblaban al viento quebrando el sol sus rayos, reflejaban mil iris de luz de vario y trasparente color. Más allá se divisaba a lo lejos el verde oscuro de los elevados pinos aún confusos entre la niebla, que, levantándose poco a poco entre visos y reverberos, parecía envolver misteriosamente el bosque como para ocultar en él a los humanos ojos la mansión de las sílfides y los aéreos alcázares de las hadas.

Pero nada de esto llamaba la atención de nuestro caballero, que solo y delante, como hemos dicho, de su comitiva, no levantaba siquiera los ojos ni se distraía un momento de sus áridas imaginaciones. Seguíale su gente guardando el mismo silencio, y en su ademán triste y sombrío aspecto podría haberlos comparado el poeta de Iscar a una banda de agoreros búhos, confusos y deslumbrados, huyendo de la luz del día. No obstante, a pesar de su apariencia lóbrega y disgustada, el señor de Cuéllar sentía entonces latir con más fuerza que de costumbre su corazón a impulso de la esperanza que disipaba algún tanto el hastío que le dominaba. Sus tormentos habían calmado un momento, su conciencia reposaba de su continua inquietud y la imagen de Leonor, suya ya, a lo que él presumía, vagaba ante sus ojos despertando de su largo sueño sus sentidos aletargados.

Era para él el primer día que podía decir que le lucía sereno después de seis años de padecimientos, y si no se veía más alegría en su rostro que la que ordinariamente manifestaba, no era que no sintiese ensancharse su corazón, sino el hábito del fastidio que había contraído los músculos, de su semblante. Imaginábase presentarse a Leonor bajo el agradable aspecto de su protector en el triste estado en que ella debía encontrarse; complacíase en figurarse que en su humildad y arrepentimiento reconocería ella aquel Saldaña a quien, si no había amado con todo el delirio del primer amor, había mirado al menos con afición; deleitábase, además, con la dulce idea de verse correspondido, y volviendo entonces a su pensamiento la memoria de los primeros días de su juventud recordaba con placer aquella edad en que su alma veía todo con los ojos del entusiasmo brillante, hermoso, y representábase un porvenir de encanto y felicidad. Pero su alma, en medio de estos castillos que fabricaba su fantasía, estaba llena de zozobra, y un negro presentimiento venía aún a turbar los sueños de su imaginación. Había estado tantas veces tan cerca de poseer, y aun poseyendo, lo que en otros semejantes delirios había mirado como el colmo de su dicha, y había hallado tanto hastío, tanto disgusto después del goce, que aun en estos instantes sombreaban su esperanza las tinieblas de la desesperación.

Todos estos pensamientos y otros mil que sería imposible pintar agitaban en aquel momento su corazón, ya cercándole de imágenes agradables, ya llenándolo de inquietud y desasosiego, porque Saldaña, aunque endurecido en el delito, era menos malvado que criminal. Ya habían andado buena parte de su camino cuando vadearon el Cega y entraron en los pinares que están entre este río y el Pirón.

Llegado que hubo al sitio que le pareció más oculto, mandó hacer alto, y llamando a un joven paje suyo, y en quien tenía su mayor confianza, le comunicó su designio mandándole que le siguiese, así como al trompeta que le acompañaba. Dio órdenes a su tropa de colocar vigías e ir acercándose poco a poco al Adaja, manteniéndose prontos al primer toque que oyesen para acudir al punto donde él se hallara y la trompeta les indicare. Hecho esto, metió espuelas a su trotón, y seguido de sus dos satélites tomó a escape el camino donde él presumía que había de hallar a Leonor.

Entre tanto, los bandidos, que le aguardaban a la otra orilla, no para entregarle la dama como él creía, sino para avisarle del extraordinario acontecimiento que les había privado de poder cumplir su promesa, ofrecían un cuadro particular. A un lado se paseaba el Velludo, cruzados los brazos a guisa de pensativo y meneando la cabeza de tiempo en tiempo entre colérico y avergonzado; sus ojos lanzaban chispas, y echándose tal vez manos a las barbas se las mesaba y arrancaba, distraído de lo que hacía.

-¿Qué pensará de mí Saldaña -se decía a sí mismo cuando hoy sepa que una fantasma, un ente aéreo, una mujer en fin (porque ¿qué es la maga sino una mujer?), ha bastado para arrancarme mi presa sólo con presentarse, estando yo armado y en medio de toda mi tropa? ¿Qué pensará de mí, sino que no soy otra cosa que un baladrón y que todo mi valor se enfría y que toda mi resolución se pierde con sólo que me hagan el bu como si fuere un niño de pechos? ¿Y qué hubiera hecho menos que yo una mujer? Por la Virgen de Covadonga, que con esta aventura voy a perder la fama que tantos años me ha costado ganar.

Mientras el Velludo se paseaba acometido de estos pensamientos, Usdróbal, mucho más triste aunque menos encolerizado, se había sentado al pie de un pino pensando en la hermosura de la dama, reconviniéndose también su poco valor por haberla dejado ir, y ansioso de hallarla otra vez para ofrecerle sus servicios, protegerla y defenderla de cuanto pudiera, hasta borrar así la mala idea que ella hubiese concebido de su robador.

La imagen de Leonor, sus palabras, sus movimientos, todo estaba presente a sus ojos; creía sentir aún el tacto de sus vestidos, oír aquella voz de ángel que había encantado su alma, ver su noble resignación en la desgracia y aquella mirada capaz de ablandar una piedra, todo esto y la incertidumbre en que estaba de su destino le tenían tan pesaroso y sobresaltado como si la hubiese conocido desde la infancia, ella le hubiese tomado por su protector y él estuviese obligado a favorecerla.

A otra parte, el hipócrita Zacarías se paseaba con su rosario en la mano, y entregado, como de costumbre, a sus meditaciones, sin acordarse de la dama más que para sentir no haberse apoderado de las alhajas que tenía encima y haber perdido aquella ocasión, ya que al fin y al cabo nada hacía a su conciencia haberse hecho dueño legítimamente de lo que sin duda ya a aquellas horas habría hecho desaparecer la maga con sus encantos.

Más allá, sentados sobre la arena, estaba el resto de los bandidos jugando al dado, con tan poca aprensión y memoria de lo acaecido la noche antes, como si no hubiera sucedido nada, siendo toda gente soez y desalmada, que no pensaban jamás sino en lo que tenían delante, abandonando el porvenir a la suerte y olvidándose siempre de lo pasado. Reían, bebían, juraban y armaban a cada momento pendencia con tales voces e insultos, que cualquiera hubiera creído al oír sus amenazas e imprecaciones que iban a venir a las manos unos con otros, según lo sofocados y alborotados que se ponían. Algunos estaban en pie mirando jugar, celebrando las suertes o criticándolas, alegrándose y rabiando lo mismo que si tuviesen parte en las ganancias o pérdidas. Otro les escanciaba el vino, más cuidadoso de la bota que un enamorado paladín de la dama de sus pensamientos, y todos hablaban y todos se divertían. Pero entre todas las voces sobresalía como un trueno la voz de un catalán que se alborotaba y juraba más que todos los bandidos juntos.

-Voto a Deu -gritaba a tiempo que acababa de ganar una suerte, y el mismo grito resonaba con acento duro y áspero eco en los oídos de todos cuando perdía.

No se podía juzgar por sus hechos y sus palabras cuándo le iba bien o mal en el juego, levantándose y dándose de puñadas en la cara y jurando cuando perdía, y apuñeteándose, jurando y levantándose cuando ganaba, desesperado de no haber puesto más dinero entonces que la suerte le favorecía.

Entre tanto, Zacarías, de cuando en cuando, se acercaba al corro, jugaba, ganaba y se retiraba.

-Hijos míos -decía-, más vale pasar el rato entretenidos en buenas obras que no echar el día a perros como otros hacen. Itaque homo, como dice no me acuerdo en qué salmo, encargando de no estar ocioso. Fremuerunt gentium, está de Dios que habéis de perder; si no hacéis más que maldecir, ¿cómo queréis que os proteja la Providencia?

Y con este y otros discursos se acercaba y se llevaba el dinero de los demás con mucha sutileza y aspecto muy melancólico.

-Voto a Deu -exclamó el catalán-, que este ira de homo se mama el dinero rezando, y cata que se lo lleve.

-Pues yo, voto a Mahoma -gritó el morisco-, que como vuelva a entrar la mano, jugando yo... que ya me lleva ganado casi todo lo que tengo, y...

-Paciencia, hijo mío -replicó muy dulcemente Zacarías-, no te enojes ni aíres por haber perdido este vil metal, que tú eres de los que dijo el profeta dabo alienibus, daré todo cuanto tenga al que sea cristiano.

-No entiendo yo latines, maestro Zacarías -repuso el morisco, encolerizado-, pero sé manejar la daga como el mejor de los que aquí están, y ya os lo he dicho más de una vez.

Hízose Zacarías el desentendido y se retiró a un lado a pasar cuentas a su rosario, haciendo como que rezaba y fijos los ojos al mismo tiempo en el juego sin perder suerte alguna de las que pasaban.

-Vamos, no haya disputa -dijo a este tiempo el ladrón viejo que había contado la noche antes el cuento del caballero-; ¡juego! -y echando la taba que era de diversos colores y estaba pintada de cada lado, la tiró al aire, teniendo todos los ojos clavados en ella cuando cayó para ver el color que había quedado hacia arriba, y que era señal de la ganancia o pérdida de cada uno.

Aquí fue donde perdió enteramente los estribos el catalán, que había pasado tres suertes con ésta sin ganar en ninguna de ellas. Echóse mano a las barbas y se las arrancó de cuajo, levantándose de repente como si le hubiera picado la víbora gritando y renegando y tirando el dado, que no parecía sino que se había vuelto loco y tenía en su cuerpo un enjambre de diablos.

-Voto a Deu, mala ira me trinque el coll -gritaba-, que non ha pas suerte que la mía.

En esto volvió a llegarse Zacarías al corro a tiempo que el morisco tomaba la taba para tirarla, y cuando estaba en el aire echó en el suelo algunas monedas diciendo:

-Al blanco, que es el color del alma de los justos.

A pesar de que no había jugado a tiempo, todos callaron, y el morisco no avisó ni dijo palabra pensando que saldría otro color y le ganaría; pero la suerte protegió esta vez a Zacarías como las demás, y él pasó detrás de su antagonista para recoger su ganancia.

El morisco, que sintió que apoyaba su mano izquierda sobre su espalda a tiempo de inclinarse adelante para ejecutar su intento, como estaba ya irritado viendo que siempre perdía, y no quedándole, además, dinero con que jugar, y siendo la cólera que provoca el juego al perdidoso la más violenta y arrebatada de todas, echó hacia atrás ambos codos, empujando a Zacarías con tal fuerza, que lo arrojó de sí gran trecho dando traspiés y dejando caer el dinero que había cogido. Riéronse todos de ver al viejo hipócrita andar de espaldas con tal viveza y poca seguridad, y el morisco dijo con aire de desahogo, volviendo la cabeza a mirarle:

-Vaya, señor Zacarías, idos a rezar, y no vengáis a ganar aquí con trampas el dinero a quien, aunque no reza tanto, es tan bueno como vos y como pudo ser vuestro padre.

-Tin firme -gritó el catalán riendo-, que el vino os fa mal, y andáis con él a patadas.

No respondió Zacarías a ninguno de estos insultos ni mostró en su fisonomía señal ninguna de descontento, antes acercándose otra vez recogió su dinero con mucha calma diciendo en el tono melancólico que acostumbraba:

-Hijos míos, el cielo protege a los buenos, y este moabita hace mal en enojarse con el justo, porque su alegría será pasajera, aunque a decir verdad..., pero todo esto es una chanza, y me alegro que no haya perdido el buen humor, ya que ha perdido el dinero.

-No lo doy yo por perdido, señor justo -repuso el morisco- mientras que esté en vuestro bolsillo y vos sigáis en mi compañía, que todavía me quedan manos para ganarlo.

-Tienes razón, hijo mío -contestó Zacarías-, y para que veas que quiero darte el desquite, dame esa taba, que voy a darte la suerte.

Diciendo esto la tomó, y llegándose cerca del morisco se sentó a su lado diciendo:

-¡Atención! Vamos, que Dios nos dé a todos buena ventura.

Y echó el dado al aire con tal presteza, que no parecía sino que había sido aquella la ocupación de toda su vida. Ganó él, y el morisco perdió de nuevo algunas monedas que le habían prestado. Echóla otras dos veces al aire y volvió a ganar, pero la última creyó el morisco que le había visto volver la taba al tiempo de echarla, y gritó que estaba haciendo trampas, lo que no es creíble en la santidad, buena fe y natural desprendimiento de Zacarías; pero, a pesar de estas conocidas virtudes, otros afirmaron lo mismo, y el morisco, alzando el grito, juró o que le volvería el dinero o que se lo había de quitar por fuerza, a lo que Zacarías respondió que no debían creer la voz del impío y que había jugado lealmente; pero el morisco, que ya no aguardaba a razones, montando en cólera se arrojó a coger el dinero que tenía Zacarías en la mano izquierda, jurando y perjurando que se lo había de arrancar o poco había de poder.

-Déjame y no precipites al justo -le gritaba Zacarías, mientras los demás azuzaban al morisco para que se lo arrebatase.

-¿Qué quieres de mí, hijo mío?

-Quiero que me des, perro, lo que me has robado -repuso el morisco sin soltarle la mano y forcejeando por abrírsela y cobrarse lo que había perdido, y algo más si podía; pero se las había con quien hubiera soltado el alma mil veces antes que un solo cornado.

Con todo, sin perder nada de su dulzura, y como si no comprendiese la causa de la embestida de su compañero, repitió:

-No te dejes llevar de la ira de Satanás. ¿Qué quieres de mí, hijo mío?

-Mi dinero o tu corazón -replicó el morisco, furioso de la cachaza de Zacarías.

-Vaya -repuso éste sin mudar de tono-, ¿te has empeñado? Pues toma.

Un grito del morisco, que cayó en tierra nadando en sangre, fue el primer aviso que tuvieron los bandidos que estaban viendo la escaramuza de la especie de regalo que le había hecho el justo, viendo después en la derecha de éste relucir el cuchillo, de que había echado mano sin que ninguno lo apercibiese. El morisco quedó tendido sin decir palabra, y los que se acercaron a reconocerle vieron que estaba muerto.

Este acontecimiento despertó a Usdróbal de su letargo y al Velludo le distrajo de sus imaginaciones; pero como para este último era todo aquello cosa de poco momento y estaba muy acostumbrado a ver diariamente escenas de esta naturaleza, se contentó con restablecer el orden y hacer que por entonces el juego se suspendiese.

-Este pobre mentecato -dijo, mirando con frialdad el cadáver- no sabía que el cuchillo de Zacarías es como las uñas del gato, que arañan antes de que se vean. Llevadle de ahí y echadle ahí más abajo en el río.

-Para qué nos hemos de cansar tanto; que se quede en un lado, que se lo minchen los grajos -respondió el catalán.

-Bien puede mi maestro -dijo Usdróbal- enseñar a dar puñaladas cara a cara sin que le vean, que no parece sino que las da por la espalda. Vaya, y qué bien que sabe aplacar la cólera de cualquiera. ¿Pero dónde está? ¿Se ha ido?

En esto, al volver la cabeza, le vio que se paseaba allí a un lado con el mismo aire compungido y devoto que de costumbre con su rosario en la mano y rezando con mucha tranquilidad, como si acabase de oír misa.

-Me alegro -dijo Usdróbal, que no pudo menos de horrorizarse al verle rezar o aparentar que rezaba con las manos ensangrentadas-, me alegro que os quedéis tan fresco después de haber enviado al infierno el alma de ese pobre morisco.

-Me quedo así, querido Usdróbal -repuso el maestro-, porque mi conciencia está limpia, y has de saber que la muerte de un sarraceno, de un moabita, no es pecado, y si no ya ves que el santo rey don Fernando mató muchos...

-Con la espada en la mano -respondió con indignación Usdróbal-, cara a cara y por la verdadera causa de Dios, y no villana y traidoramente como vos hicisteis.

-Pauci vero electi -respondió Zacarías-; pocos son los escogidos, pero si alguno lo estaba para la horca, era ese enemigo de Dios, y así no me remuerde la conciencia; antes bien, me alabo de haber ahorrado a otras buenas gentes la incomodidad de colgarle y el gasto de la cuerda.

-También me parece a mí -replicó Usdróbal- que sois vos de los escogidos para morir sin poner los pies en el suelo, porque a fe mía que os huele el pescuezo a cáñamo de una legua, a no ser que alguno haga con vos lo mismo que vos habéis hecho con el moabita en pago de vuestras buenas obras.

El tono de estas últimas palabras fue tan siniestro que Zacarías no pudo menos de echarle una mirada de arriba abajo temeroso de algún asalto, y seguramente no habría tenido buen fin esta conversación a juzgar por el ceño de Usdróbal y el desprecio con que miraba la hipocresía de aquel miserable, si el Velludo, que vio venir de lejos al señor de Cuéllar, no le hubiese interrumpido en este momento para que viniese a recibirle con él.

-Vamos -le dijo según iban andando- a confesar nuestra vergüenza, a decir a ese señor que vino el coco y asustó a doce hombres. Por la Virgen de Covadonga, que en la vida me ha sucedido otra igual.

-Fue la sorpresa, capitán -repuso Usdróbal-, que nos dejó sin saber qué hacer.

-¿Y cuándo ha habido nada en el mundo que haya sorprendido al Velludo? ¿Y había de ser una bruja, ¡vive Dios!, la que me había de quitar mi fama?

En esto llegó a ellos Sancho Saldaña, que, habiendo visto que se acercaban, no pudo menos de sobresaltarse, pensando si habría sucedido algo a Leonor o habría hallado medio de evadirse de los ladrones.

Su rostro demostraba el desasosiego y sus ojos giraban acá y allá como desatentados; traía el caballo fatigado del largo escape que había corrido y venía cubierto de lodo hasta la cincha.

-¿Dónde está? ¿Está ahí? -preguntó con voz ahogada y fijando los ojos en el Velludo.

-Ahí estuvo -respondió éste-, pero ya se la han llevado.

-¿Quién? -repuso al momento el señor de Cuéllar-. ¿Quién, vive Dios? ¿Y vosotros os la habéis dejado quitar, cobardes?

-No creo -replicó el Velludo, mordiéndose los labios de rabia- que haya yo merecido nunca ese título, pero ahora tenéis razón; no soy más que un gallina.

-Responde, canalla -replicó el de Cuéllar-. ¿Dónde está Leonor? ¿Quién se la ha llevado? Por todos los santos, juro que estoy tentado de hacer un estrago en todos vosotros -añadió, frunciendo las cejas y contrayendo todos los músculos de su rostro con tan sombrío ceño, que Usdróbal creyó que estaba delante del príncipe de las tinieblas.

El Velludo entre tanto no respondió ni hizo movimiento alguno, clavados los ojos en tierra, una mano en la boca y batiendo el suelo muy de prisa con la punta del pie derecho. Miróle Saldaña un instante, y echándole encima el caballo le cogió del brazo izquierdo, zamarreándole.

-Di, pillo, di, ¿dónde está? ¿Quién te asustó?

Alzó la vista el Velludo, y mirándole con ojos que parecían centellas...

-Conde -le dijo-, no me cojáis así... Por la Virgen... Soltadme, conde, soltadme -añadió, arrancándose con fuerza de su mano-. Yo sé lo que he hecho, sé que voy a perder mi reputación...

-Tú me has vendido, malsín -exclamó el conde.

-Usdróbal -respondió el capitán-, dile lo que pasó; yo no puedo; dile el ejército que tuvo que venir a llevársela.

-Un demonio, señor -repuso Usdróbal-, una bruja, un fantasma que entró a deshora en la cueva nos confundió a todos y delante de todos se la llevó en medio de la tempestad.

-¡Dios! ¡Dios! -exclamó el conde mirando al cielo y retorciéndose las manos de ira-. ¿Es posible que todo el infierno junto me persiga? Tú mientes, canalla -añadió, dirigiéndose a Usdróbal-. ¿Y quién es ese fantasma?

-Yo no miento, conde -repuso Usdróbal-; lo que os he dicho es verdad, y en cuanto a saber quién es la bruja no será muy difícil, porque creo que ha de vivir ahí en las cercanías.

-¿Dónde? Llévame al punto, que juro a fe de caballero entrar y sacarla, aunque sea de las garras de Satanás. Tantas fatigas por alcanzarla y siempre huyendo de mí, y ahora, cuando ya era mía... ¡Por Santiago! ¿He de ser yo siempre infeliz? ¡Infeliz!

Acompañó el conde estas últimas palabras con un rugido como el de un león que siente en su pecho el venablo del cazador y se ve arrancar su presa en el momento de devorarla.

-Señor -respondió el Velludo-, no sé fijamente el camino que va a la habitación de esa maga (que Dios maldiga), pero aquí habrá quien lo sepa. ¡Ojalá nunca hubiera sabido ella el de la mía!

-¿Pensáis ir, señor conde? -preguntó Usdróbal.

-Sí -replicó Saldaña, que, habiendo perdido ya la energía del primer movimiento, había quedado pensativo oyendo la respuesta del capitán-. ¿Y quién ha de venir conmigo? -continuó.

-Yo -repuso Usdróbal con resolución-, en habiendo quien me enseñe el camino.

-¿Tú te atreves? -preguntó el Velludo.

-¿Y por qué no? -respondió Usdróbal-; es preciso lavar el borrón que nos cayó anoche.

-Sí, sí, es preciso -dijo entre sí el capitán-; iremos, voy a ver si hay alguno que se atreva a enseñar siquiera el camino -y diciendo esto echó a andar hacia su compañía.

A pesar de ser todos hombres tenidos por animosos, no hubo ninguno que se resolviera a acompañar en esta empresa a su capitán.

-El señor de Cuéllar -dijo uno- puede ir solo, que ya debe conocer el camino de los infiernos, si es verdad lo que dicen que anda en negocios propios con Lucifer.

-No le acompañaré yo ni me acercaré por allí en cien leguas -respondió el viejo de la cara cortada.

En fin, por más que les rogó, mandó, amenazó y ofreció el Velludo, no pudo lograr otra cosa sino la promesa de uno de ellos, que ofreció proporcionar un paisano de Olmedo, hombre muy temido de las brujas por ser de oficio saludador, que los llevaría adonde quisieran, si la paga era correspondiente al peligro a que se exponía.

En este tiempo Sancho Saldaña había vuelto a su estado de insensibilidad, y Usdróbal estaba contemplándole detenidamente. Admirábale el ver su frente cargada de arrugas; sus ojos grandes y hermosos, pero mustios; sus cejas, ya naturalmente juntas a fuerza de contraerlas; sus mejillas secas y hundidas, al mismo tiempo que en su apostura y gallardía a caballo se descubría en él el porte, el continente y la arrogancia propios de un caballero tan poderoso.

-¿No ha vuelto aún tu amo? -preguntó a Usdróbal, como volviendo lentamente de un sueño.

-Ahí viene mi capitán -respondió Usdróbal, recargando en esta palabra.

-¿Hay guía? -preguntó Saldaña.

-Habrá uno, con vuestro permiso, que vendrá esta noche -respondió el Velludo.

-¿Y ahora no? Ya yo me lo imaginaba -dijo el conde con alguna muestra de despecho-; tú me avisarás.

El Velludo iba a excusarse de no poder ofrecer un guía en aquel momento, pero Sancho Saldaña, sin oír más, volvió a su caballo maquinalmente y se alejó a escape por donde había venido, seguido a cierta distancia de su paje y de su trompeta.

-Parece hombre extraordinario -dijo Usdróbal, siguiéndole con los ojos-, y no tiene trazas de tener nunca muy buen humor.

-El de un condenado -contestó el capitán-, aunque yo creo que es el mismo diablo en persona.

Dicho esto volvieron adonde estaba la banda, muy contento Usdróbal en parte de que la maga, robando a Leonor, hubiese así estorbado que se cumplieran los deseos del señor de Cuéllar.




ArribaAbajoCapítulo VIII


   ¿Mas qué será consuelo a un desdichado?
Todo le cansa, aflige y le acongoja,
fuego es el agua, el céfiro pesado,
aunque vaya saltando de hoja en hoja:
sierpes las flores, áspides el prado,
del claro arroyo el murmurar le enoja,
que cuanto por el campo alegre suena
sospecha que murmura de su pena.


LOPE DE VEGA                



    Más perlas pendían de su hermosísimo
cuello, orejas y cabellos, que cabellos tenía
en su cabeza.


CERVANTES                


Sancho Saldaña volvió a su gente melancólico y silencioso, y mandándoles que le siguiesen llegó a su castillo harto desesperado y de mal talante. Arrojóse a tierra de su caballo, que entregó a un escudero, y llamando a su paje favorito subió a una sala del primer piso, donde sin hablar palabra le hizo señas que le desarmara.

Quitóle la cota de armas y el casco, y tirando Saldaña la espada sobre una mesa salió del cuarto, pasó a otro y corrió varias salas distraído y cabizbajo, echando a un lado y otro miradas torvas, puesta la barba sobre el pecho, los brazos caídos, y, por último, se arrojó sobre un sillón de respaldo que estaba junto a una gran mesa de mármol. Puesta la mano izquierda en la mejilla y apretando el puño derecho casi sin advertirlo, ya parecía colérico, ya reposado, ya, a veces, amargamente se sonreía. Hablaba solo, ya entre dientes, ya a voces, palabras interrumpidas: «¡Leonor! Sí... -decía-; el infierno... ¿Y qué importa?... ¿No somos ya todos unos?... ¡El infierno! ¿Que la robe el infierno o yo?... ¿No soy yo un infierno?... Aquí (señalándose el corazón), ¡demonios! -gritaba-, yo... sí... tentaré las almas por vosotros. Soy peor que vosotros. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! -y soltaba una carcajada histérica y espantosa, capaz de poner grima a los mismos que él invocaba-. ¡Ah! -continuaba precipitadamente-, si en el infierno pudiese yo vivir con ella... ¿Vivir con ella? Allí, allí -añadía, clavando los ojos en tierra-, sería mi cielo, sí, mi cielo. Ella... es un ángel. ¿Qué haré? ¿Dónde huiré de mí?... ¿Dónde descansaré? No, mientras viva, jamás... ¿Y después? ¿Después? ¡Qué horror! Un abismo inmenso de penas; en fin, la mayor de todas, la vida misma que detesto eterna, eterna en la agonía de los condenados. Yo no moriré nunca... Tal vez... para volver a vivir. Yo soy réprobo de Dios, sentenciado a vivir toda una eternidad, a respirar fuego, a ser execración de los hombres, mofa de los demonios... Ya rechinan sus dientes de alegría; helos, helos allí... ¡Oh!, no, no, ¡piedad! ¡Maldición! ¿Qué oigo? Sí, la maldición de mi padre.»

A esta última parte de su discurso se levantó con los ojos desencajados, fuera de sí, frenético, preguntándose y respondiéndose a sí mismo, como si oyera otras voces, rechinando los dientes, sus cabellos erizados y corriendo acá y allá como si alguien le persiguiera, con muestras de espanto y gestos a veces suplicantes y a veces desesperados. Duró un momento el delirio, y como si se hubiesen poco a poco desvanecido a sus ojos las sombras que le creaba su imaginación y le asombraban a su entender, arrancó un suspiro de su fatigado pecho, y arrojándose en la silla segunda vez, quedó algún tiempo con apagado aspecto y sombrío ademán en la misma actitud de antes: enajenado.

Largo rato permaneció así, sin dar otra señal de vida en sus movimientos que su agitada respiración, manteniéndose inmóvil como una estatua, sin mover pie ni mano ni mudar la vista. Por último, dando un suspiro, exclamó:

-¿Qué haré? ¡Tengo que vivir por fuerza! Veamos si hay algo que me distraiga. ¡Qué! No habrá. El mal está en mí mismo, no en lo que me rodea. He oído decir que la lectura divierte; seis años ha que no leo. ¿Y qué he hecho en todo este tiempo? Nada. En fin, probemos. Leeré.

Y alargando la mano a algunos libros, bastante voluminosos, que estaban sobre la mesa, forrados en vaqueta encarnada con molduras de oro en los extremos y cerrados con broches de lo mismo, miró los títulos que sobre pergamino blanco estaban, abriéndolos uno tras otro y deteniéndose un rato para leerlos.

Era el primero que tomó un tratado de astrología de Don Alfonso el Sabio, soberbiamente manuscrito con letras de tinta encarnada sobre pergamino vitela; miró su título, y arrojándolo con desabrimiento tomó otro escrito, encuadernado con la misma riqueza, y dijo:

-Veamos qué es éste, y si engaña menos y sirve para más que la astrología. «Cantigas et trobas sagradas en alabanza de Dios, et vidas et fechos de caballeros, compuestos por el famoso Nicolás de los Romances, trovador del muy noble, muy grande rey D. Fernando III, conqueridor de Córdoba et de Sevilla, etc., etc.» Libro es éste que me entretuvo mucho en mi juventud. ¡Ah, entonces yo trovaba también, yo canté mis amores a Leonor, y ella me oía! Pero no soy ya el mismo; entonces yo era un hombre, yo amaba, yo vivía; ahora lo aborrezco todo, a mí mismo, a Leonor... Sí, la aborrezco, pues trato de sacrificarla haciéndola partícipe de mi fastidio. No, este libro no lo leeré; su lectura me atormentaría; aquí se celebra la gloria y el amor; aquí se alaba a Dios, y yo no soy digno de darle alabanzas, ni me atrevo a rezarle ni a suplicarle, y la gloria y el amor son ya plantas estériles en mi alma. Veamos otro -continuó, echando el Romancero a un lado y tomando otro más voluminoso, forrado en blanco, encuadernado con riqueza y escrito asimismo en caracteres latinos y con tinta encarnada como los otros.

-¡Ah! La Sagrada Escritura -dijo, después de haber leído el título-, éste es el libro de Dios. ¿Será un aviso del cielo que, compadecido de mis miserias, querrá mi arrepentimiento? Ya es tarde; no hay arrepentimiento tan grande que baste a lavar mis culpas. Ya es tarde, y yo he sido sentenciado hace tiempo. Pero, en fin, leamos -añadió, como resolviéndose a poner término a los encontrados sentimientos que le agitaban; y tomando el libro y abriéndolo sobre la mesa se sentó en una silla, y después de haber hojeado un momento, parándose de tiempo en tiempo como para repasar el principio de las materias y, al parecer, buscando algo determinado, halló el libro de Job, empezó a leer muy despacio, aunque sin torpeza y con bastante claridad para aquel tiempo, el versículo de Isaías, que dice de esta manera: «Debajo de ti se tenderá la polilla y te cubrirán los gusanos.» ¿Y es este el premio de mi arrepentimiento? -exclamó, cerrando el libro con ira y dándole con fuerza para arrojarlo a un lado sobre la mesa-. Otra maldición. ¡Oh! Es demasiado, es demasiado; mi alma está llena de remordimientos, mi corazón de hastío, y en mi oído sólo resuena el eco de las maldiciones que me persiguen. Es demasiado. ¡Oh! Salgamos fuera de aquí -continuó, levantándose con precipitación-. El aire de esta sala está infecto, me ahoga; yo necesito más aire, y aquí no puedo respirar siquiera. A más, ¿qué tiene de extraño que me fastidie? -prosiguió como deteniéndose y queriendo él mismo inspirarse la esperanza que no tenía-. Estoy solo, y la soledad fatiga y no ofrece ningún pasatiempo ni diversión. ¿No soy el señor de este pueblo? Pues que vengan mis vasallos a divertirme. ¡Hola! ¡Jimeno! ¡Duarte! ¡García!

Jimeno, su favorito, fue el primero que respondió a sus voces y entró en la sala a ver lo que deseaba.

Llegó a su amo con un aire de alegría y familiaridad que, a la verdad, no parecía propio del privado de un hombre tan tétrico como Saldaña; pero esto mismo era precisamente lo que le había valido su confianza.

Era este favorito de mediana estatura, y su rostro sin barba, su color blanco, sus facciones delicadas, ojos azules vivos y sus cabellos rubios y rizados hacían de él lo que se llama una miniatura. Su boca, cuyos labios coloreaba el más vivo carmín, tenía un corte malicioso, que, aunque podía decirse que le agraciaba, habría hecho, no obstante, a un buen observador desconfiar de su honradez, y tanto armado como en farseto su traza era fina y afeminada, sus movimientos sueltos y acompañados de un descaro y una desfachatez extraordinarios. Traía el manto galanamente colgado del hombro izquierdo, calzón de seda roja, medias de seda y zapato blanco con un madroño de hilo de oro en cada uno y un puñal guarnecido de piedras preciosas en la cintura. En fin, era el dechado de la moda, el mimo de las damas y la envidia de los galanes.

Había logrado la privanza del conde por su indiscreción que rayaba a veces en desvergüenza, y habiéndole conocido el humor, cuando le veía de mal temple lo dejaba entregado a sus reflexiones, y siempre sabía coger la ocasión para presentársele. Había oído sus últimas palabras, y haciendo como que le adivinaba el deseo:

-Paréceme -dijo- que vuestra señoría podría mandar se le presentasen las jóvenes del pueblo (que no deja de haberlas bastante agraciadas) y divertirse en verlas bailar. Yo sé la historia de todas ellas, y podría, mientras danzaban -prosiguió maliciosamente-, entreteneros contándoos sus pasatiempos.

-Está bien -respondió Saldaña con sequedad-; ordéname tú una fiesta, y cuenta con mil alfonsís de oro si logras distraerme de mis pensamientos.

-Yo daría mi buen humor -repuso el paje- con tal de separaros para siempre de ellos, pero no tomaré premio ninguno nunca por cumplir con el deber que me impone vuestro servicio y el afecto que os tengo.

-Ve, pues -dijo el conde-, y...; pero no, no vayas, no me dejes solo; llama algún otro y dale tú las órdenes que gustares.

-¡Duarte! ¡García! -llamó Jimeno entonces, con el permiso de su señor, y dos escuderos, viejo el primero y el otro de mediana edad, se presentaron al momento a su voz, murmurando, sin duda, entre sí de verse obligados a obedecer a la Niña, que así llamaban a Jimeno los del castillo. A pesar de esto callaron y recibieron sus órdenes con respeto, aunque al salir no pudo contenerse el más viejo y dejar de decir en voz baja a su compañero:

-Vaya el tono que usa ese títere con nosotros, que, por San Cosme, que si le cojo que le hago dar más vueltas en mi dedo meñique que las aspas de un molino de viento.

-Tienes razón, amigo Duarte, que nacimos antes que él y debería tener con nosotros más miramientos; pero en cuanto a eso de cogerle, que dices, trabajo te había de costar, porque es suelto como un gamo y valiente como un mastín.

Apenas dijeron esto se fue cada uno por su lado, refunfuñando entre dientes y maldiciéndole, a dar cumplimiento a lo que había mandado.

La sala en que quedaron Saldaña y el paje era de forma cuadrilonga, muy espaciosa y adornada con toda la elegancia y lujo que podía dar de sí la época en que pasaba esta nuestra historia; su techo acanalado, con vigas dadas de blanco, tenía el fondo azul celeste labrado de mil molduras doradas de mucho gusto, las paredes pintadas a la morisca, varios sillones de respaldo, la mesa de mármol blanco que ocupaba el testero de la sala, el suelo escaqueado de azulejos y a trechos vestido de alfombras y algunos cojines de damasco acá y allá a usanza árabe, de varios colores y con pasamanos de oro. Encima de estas almohadas se había reclinado Saldaña mientras su paje instruía a sus escuderos de su voluntad, distraído ya de lo mismo que deseaba, olvidado de su paje y cargado de pesadumbre. Miróle Jimeno un momento, y viendo que su amo no le veía ni hacía más caso de él que si estuviera a cien leguas, no atreviéndose a despertarle de su letargo, quedó a un lado entretenido en arreglarse y estirarse elegantemente la gola mientras le duraba su distracción.

Volvió en sí Saldaña de allí a un instante y pasándose la mano por la frente, como si quisiera ahuyentar de aquel modo algún pensamiento fatigoso, mandó a Jimeno que se acercase.

-Ven -le dijo- y háblame algo que me divierta.

-Estaba pensando -respondió Jimeno- que debíais ir a la corte. El rey os quiere, y no faltará allí una dama que se apiade de vuestros pesares y tratara de aliviarlos con sus caricias.

-¿Adónde dices? ¿A la corte -replicó el de Cuéllar-, a oír chismes, a fastidiarme con las intrigas de Haro, con las quejas de los Laras, a hastiarme de aquellas mujeres frívolas, que vistas una vez cansan al otro día? Quita allá, Jimeno, háblame de otra cosa.

-Pero, ¿qué puede atraeros tanto a este desierto -repuso el paje, donde no se oye la voz del heraldo que anuncia las fiestas, ni se sabe de una moda hasta que han pasado dos o tres en Toledo y ya es tan antigua como los usos del tiempo de don Pelayo?

-¿Y qué me importa a mí la moda ni los torneos, frivolidades que atraen la atención del hombre feliz en su mocedad? Hubo un tiempo en que yo deseaba parecer bien, Jimeno, en que me gustaba agradar porque me agradaba todo, pero ahora que todo me cansa, ¿qué me importa a mí desagradar a todos? ¡Ah! Yo ya, aunque quiera, no podré nunca parecer agradable.

-Vos decís eso -contestó Jimeno- porque os apegáis demasiado a un amor solo. Si fueseis como yo, que soy una mariposa... La mujer que más se resiste tarda un mes en rendirse, y entonces otra al puesto. A mí me gusta vencer, y no me contento jamás con una victoria. Ellas, generalmente dóciles, se dejan llevar por donde se las dirige, y ninguna se mata por verse abandonada del que la amó. A más, que no se me haría cargo de conciencia que se matase una mujer por mí. Al contrario, mejor, sería yo entonces el Cupido de las damas, y todas me señalarían con el dedo. Si vos hicierais así, veríais las intrigas de una para descubrir vuestros pasos, os divertirían, os entretendrían las caricias de la otra con quien fingís, y reiríais de aquella cuyas tramas conocéis y que está persuadida de que os engaña. No estaríais entonces consumido de ese fastidio que os devora, de esa inquietud, de ese no saber qué haceros. Aquí me tenéis a mí, que no tengo una hora de descanso... ¿Pero qué, no me oís?

-Sí, te oigo y te envidio -repuso el conde-; no me hables más de amores; tú eres feliz y yo ni lo soy ni lo podré ser nunca en mi vida.

-Y bien -repuso el paje, si desdeñáis el amor, ¿por qué no buscáis los laureles y los honores con que debe halagar la gloria a un hombre de vuestro linaje? ¿Acaso don Lope de Haro, con su carácter falso y su genio de víbora, tiene más mérito que vos a los ojos de nuestro rey? Lara, inconstante y rebelde a cada paso, ¿acaso os aventaja en nobleza y valentía? ¿Y por qué vos no habíais de ser su igual, y aun superior a todos ellos, y al lado del trono, punto menos que el rey, recibir los tributos de Granada, disponer de la paz o de la guerra a vuestra voluntad, humillar el orgullo y las pretensiones de vuestros enemigos, engrandecer a vuestros fieles servidores y, por último, ser el ídolo de toda la monarquía? ¿Por qué?...

-Tú tienes ambición, Jimeno -respondió Saldaña-, y por eso te expresas con tanto ardor y deseas tanto tu engrandecimiento. No es extraño, eres un niño..., y quizá tienes razón -continuó después de un momento de reflexión, yo debería ir a la corte. Tal vez la confusión, las tormentas de aquel mar de discordias y la continua zozobra que a todas horas agita el ánimo del cortesano... quizá... ¿quién sabe?... acaso me distraerían. Pero no, no, yo ya he estado en la corte; he tenido, esta segunda vez cuando estuve a prestar homenaje a Don Sancho, los títulos a mi voluntad, y todo me fastidiaba y nada bastó a llenar nunca el vacío de mi alma; ni siquiera un momento me distrajo el bullicio de la corte ni un instante disipó mi melancolía. Conozco tu mérito y tu disposición para cortesano, Jimeno, y puedes estar cierto que, aunque yo no esté en la corte, tú harás en ella tus adelantos.

-No me ha movido a lo que os he dicho -replicó el paje, disimulando su deseo bajo la máscara de la lealtad- mi propio bienestar ni lo que mi ambición me aconsejaría; sólo, en lo que os he dicho, he querido poner remedio a vuestra tristeza, porque en verdad que es lástima que un caballero como vos viva como los padres del Yermo. De mí sé decir que, si fuera señor de Cuéllar, conde de Saldaña y capitán por el rey, no pasaría mi vida encerrado en este castillo.

-No envidies mi poder, Jimeno -replicó el de Cuéllar-; cuando yo envidio tu alegría, cuando yo me tendría por feliz, no con ser quien tú eres, sino el último de mis vasallos con tal de poder estar como tú y poder mostrar una frente tan tersa como la tuya. Tú no puedes comprender mi congoja, la angustia con que late mi corazón, la tristeza, el luto que me rodea... ¡Ah!, tú eres feliz, Jimeno; tu alma es nueva, y la mía, la mía... yo la cambiaría por el alma de un condenado.

Pronunció estas palabras Sancho Saldaña con tan íntimo sentimiento, que su paje, a pesar de su indiferencia natural por las penas de los demás, quedó sin saber qué decirle, bajó los ojos y se puso a contar los pliegues de su jubón y a alisarlos con su mano derecha a guisa de pensativo. Saldaña frunció las cejas, miró a Jimeno con aire torvo, envidioso de su alegría, y estremeciendo sus miembros súbitamente, como deseoso de apartar de sí su último pensamiento, continuó, volviéndose a su paje:

-¿No sabes tú alguna trova alegre que cantarme? Allí hay un laúd -añadió, señalando a un ángulo de la sala-; tómalo y ve si te acuerdas de algo que me divierta.

-Con vuestro permiso -respondió el paje-, mientras esos gansos de Duarte y García arreglan la fiesta, os cantaré la última cantiga que compuse a una dama, a quien dejamos el otro día tres galanes a un tiempo cuando ella creía que todos la idolatrábamos.

Y tomando el laúd se sentó gentilmente en los almohadones, enfrente de su señor, y después de haber recorrido suavemente sus cuerdas preludió un acompañamiento y entonó en agradable voz de esta manera:



   Dueña de rubios cabellos,
tan altiva,
que creéis que basta el vellos
para que un amante viva
preso en ellos
el tiempo que vos queréis;
si tanto ingenio tenéis
que entretenéis tres galanes,
¿cómo salieron mal hora,
mi señora,
tus afanes?

    Pusiste gesto amoroso
al primero;
al segundo el rostro hermoso
le volviste placentero,
y con doloso
sortilegio en tu prisión
entró un tercer corazón.
Viste a tus pies tres galanes,
y diste, al verlos rendidos,
por cumplidos
tus afanes.

    ¡De cuántas mañas usabas
diligente!
Ya tu voz al viento dabas,
ya mirabas dulcemente,
o ya hablabas
de amor, o dabas enojos;
y en tus engañosos ojos
a un tiempo los tres galanes,
sin saberlo tú, leían
que mentían
tus afanes.

    Ellos de ti se burlaban;
tú reías;
ellos a ti te engañaban,
y tú, mintiendo, creías
que te amaban.
¿Decid, quién aquí engañó?
¿Quién aquí ganó o perdió?
sus deseos tus galanes,
al fin miraron cumplidos,
tú, fallidos
tus afanes.

La expresión irónica y maliciosa que tomaron todas las facciones de Jimeno mientras entonó esta trova y la bulliciosa música con que había acompañado su canto habrían puesto de buen humor a cualquiera otro que no hubiera sido Saldaña. Pero éste, en lugar de divertirse del gracejo de la canción, había estado entre tanto comparando la dicha del buen paje con la amargura de su corazón; así que al acabar el canto, y cuando Jimeno aguardaba por aplauso al menos alguna leve sonrisa, su amo tenía los ojos fijos en él con muestras de envidia, y dando un suspiro le dijo:

-Jimeno, vete, vete; yo soy ahora más desdichado que nunca; vete, porque no puedo ver a mi lado un hombre tan feliz como tú.

-Señor -repuso el paje, cambiando al punto de fisonomía y aparentando el mayor dolor-, si mi alegría os ofende, yo vestiré un cilicio, comeré tierra y me ofreceré a vuestros ojos como el hombre más miserable para daros un punto de comparación en vuestro favor.

-No, ni aun así -exclamó el conde- serías tú tan infeliz como yo. En fin, basta. ¿Qué ruido es ése?

-Son las jóvenes de la fiesta que vienen a entreteneros -respondió Jimeno.

-¡Oh! ¡Oh! ¡Qué fastidio! ¿Y para qué se ha ordenado esa fiesta? Vendrán a ensordecerme con su estrépito, veré en sus ojos la alegría y la inocencia, y la envidia me devorará. No; que se vayan, que se vayan; no quiero verlas siquiera, ya me han cansado.

-Pero, señor -repuso Jimeno-, vos mismo me lo habéis mandado...

-¿Yo? ¿Yo?... Puede ser, sí; pero no importa, que se vayan.

-Pero, señor, ya llegan -respondió el paje.

-Y bien, yo me iré, y luego da tú orden de que se retiren.

Dicho esto se levantó precipitadamente, y como si alguien le persiguiera salió del cuarto.

Quedó Jimeno mirándole atónito de su repentina determinación y dudando si le seguiría o no, temeroso de incomodarle.

-Daría -dijo- la mitad de mi vida por ser dueño de sus secretos; sólo he podido saber que está enamorado de la de Iscar. Si no es más que eso, no comprendo cómo un hombre, estando las mujeres tan de sobra en el mundo, se da por una sola tan mala vida. Yo... también yo estoy enamorado; esta Zoraida parece al castillo de Albarracín, que no se sabe cómo tomarlo; pero... y qué importa; divirtámonos, y ya que aquí no ha de haber baile, lo habrá fuera de la plaza del castillo; vámonos.

Y arreglándose la gola, después de haber echado una mirada de arriba a abajo, enderezó su cuerpo con elegancia y salió de la sala gallardeando.

Entre tanto, Sancho Saldaña siguió rápidamente atravesando salas y corredores hasta que dejó de oír el ruido del tamboril, los cantos y la bulla de los bailarines, que muy a pesar suyo se retiraban, tachando a su señor de hombre de poco gusto y alabando a su gentil paje, que calmó su enojo proporcionándoles la explanada de la fortaleza para que allí saltasen y cantasen a su voluntad. Pero su señor no era extraño que los arrojara y despidiera sin hacer caso de su habilidad, siendo su mayor tormento, en el estado en que se hallaba, la dicha y el júbilo de los demás.

Paseaba entonces silenciosamente por un oscuro corredor, que separaba los cuartos y el tocador de Zoraida de las otras habitaciones. La soledad y la oscuridad de aquel sitio parecía agradarle sobremanera, y sin duda convenía con sus sentimientos. Su cielo angular de arquitectura gótica, su longitud, su estrechez, la tibia luz de la tarde que débilmente entraba por algunas claraboyas abiertas acá y allá en el techo, más apagada aún por los vidrios de colores que la quebraban, amortiguándola, y el eco que resonaba sordamente sus pasos, todo hacía aquel sitio a propósito para que allí Saldaña se embebiera a su placer en sus siniestras meditaciones. Llegaba a un extremo del corredor, y volvía siguiendo su taciturno paseo hasta el otro, midiendo sus pasos con los ojos y seguido de su sombra, que ya alargándose y creciendo desmesuradamente, ya disminuyéndose y achicándose en el delirio de su imaginación, le hacía a veces pararse y estremecerse, como si viese en ella el mal genio que le perseguía De repente, el eco melancólico de un laúd suave y lánguidamente vibrado hirió su oído con tan armoniosa música y melodía, que suspendiendo a deshora sus pensamientos, creyó que un ángel, apiadado de él, le divertía y regalaba trasladándole a la morada del Paraíso. De repente se abrió una puerta que daba a una sala de tocador adornada de espejos de Venecia, ricas alfombras y cojines a la morisca, con rejas a un delicioso jardín, donde brillaba el último rayo de sol poniente, y mil olorosos perfumes y voluptuosos aromas se esparcieron, como de una encantada mansión, alrededor de Saldaña.

Una mujer se apareció entonces a sus ojos, reclinada en los almohadones, llena de hermosura y resplandeciente en galas y pedrería. Llevaba en la cabeza un turbante de riquísimas telas, blanco y carmesí, con pasamanos de oro y perlas, y su cabello, negro y luciente como el azabache, le caía en rizos sombreando a trechos la nieve de la más airosa espalda que puede pensar la imaginación. Traía en su cuello, blanco como el alabastro, un collar de finísimos rubíes, y así las pulseras que coronaban sus manos como los carcajes que engalanaban la garganta del pie eran de oro con mil piedras preciosas allí embutidas.

Todo su traje era a la usanza mora, blanco y carmesí, como su turbante, lo que la hacía sobremanera bellísima, aunque en sus ojos negros y penetrantes se veía el ánimo y el orgullo, en vez de la dulzura propia de los ojos de las hermosas. Con todo, en este momento se dejaba ver en los suyos la expresión del dolor al través de la que le era natural, y en su enérgica y hermosísima fisonomía se mostraban claramente las señales de su tristeza.

Estaba de perfil a la puerta que había abierto para respirar el aire de la tarde, y sentada junto a la reja, a la que se enlazaban algunas ramas de árboles, con el laúd se entretenía en vibrar dulces sonidos acordes con su melancolía. Puestos los ojos al cielo, y acaso alguna lágrima solitaria bañando lentamente el lirio de sus mejillas, parecía la imagen de la hermosa Druida llorando al son de su lira en su sagrado bosque su funesto amor por el prisionero que va a perecer en las llamas, víctima de la superstición.

Saldaña la contempló un momento, mirándola con ojos en que se traslucía aún parte del amor que le había tenido y de las furiosas pasiones que le inspiraba, acercándose a la puerta sin ruido, entre deseoso de irse y de oír los acentos de su laúd. La había amado, como hemos dicho, con frenesí; pero ahora, quedándole aún algunos restos de su pasión, la aborrecía cuando recordaba que su amor por aquella mujer era causa de sus pesadumbres.

-He aquí -se dijo a sí mismo- la mujer que he adorado con todo mi corazón, aquella en cuyos ojos veía yo amanecer mi sol y el encanto de mis sentidos, el principio de mis desaciertos, el motivo de mis crímenes. Hela allí. ¿Por qué ahora no la amaré? ¿Por qué ella no podrá hacer mi felicidad?

Estaba en estas imaginaciones embebecido cuando una voz dulce como el primer amor y melancólica como su recuerdo vino a disiparlas de nuevo con un dulcísimo sonido, que hubiera dado sentimiento a un mármol, y Zoraida cantó blandamente, acompañándose de su laúd:




Canción de la cautiva


   Ya el Sol esconde sus rayos,
el mundo en sombras se vela,
el ave a su nido vuela,
busca asilo el trovador.
Todo calla: en pobre cama
duerme el pastor venturoso,
en su lecho suntüoso
se agita insomne el señor.

    Se agita, mas ¡ay! reposa
al fin en su patrio suelo,
no llora en mísero duelo
la libertad que perdió;
los campos ve que a su infancia
horas dieron de contento,
su oído halaga el acento
del país donde nació.

    No gime ilustre cautivo
entre doradas cadenas,
que si bien de encanto llenas
al cabo cadenas son.
Si acaso triste lamenta,
en torno ve a sus amigos,
que, de su pena testigos,
consuelan su corazón.

    La arrogante erguida palma
que en el desierto florece,
al viajero sombra ofrece,
descanso y grato manjar:

    y, aunque sola, allí es querida
del árabe errante y fiero,
que siempre va placentero
a su sombra a reposar.

    Mas ¡ay triste! yo cautiva,
huérfana y sola suspiro,
en clima extraño respiro
y amo a un extraño también;
no hallan mis ojos mi patria;
humo han sido mis amores;
nadie calma mis dolores,
y en celos me siento arder.

    ¡Ah! ¿Llorar? ¿Llorar?... No puedo,
ni ceder a mi tristura,
ni consuelo en mi amargura
podré jamás encontrar.
Supe amar como ninguna,
supe amar correspondida;
despreciada, aborrecida,
¿no sabré también odiar?

    ¡Adiós, patria!, ¡adiós, amores!,
la infeliz Zoraida ahora
sólo venganzas implora
ya condenada a morir.
No soy ya del castellano
la sumisa enamorada
soy la cautiva cansada
ya de dejarse oprimir.

Aquí dio fin a su canto la hermosa mora, y exhalando un suspiro dejó el laúd tristemente sobre una almohada, se levantó y acercó a la reja, comparando el silencio, la calma y la serenidad de la noche con la tormenta y la inquietud de su corazón. La hora, la soledad, la magia de su voz y, sobre todo, la melancolía de su canto penetraron de tal modo el ánimo de Saldaña, que arrimado a la puerta había estado oyendo, que largo rato quedó suspenso en el mismo sitio y acongojado, comparando la memoria de los días pasados con la amargura y fastidio de los presentes.

Entretenido en esto hizo ruido sin saberlo ni volver de su distracción, y la mora, volviendo la vista, halló a su amante, fijo a la entrada de su cuarto, inmoble como una estatua. Sorprendida de verle, cuando ya no esperaba nunca que la visitase, impelida del amor que ardió repentinamente en su alma a la vista del que se lo hacía sentir y combatida de su altivez, quedó parada un instante, dudosa de si le hablaría primero o si debería retirarse. Por último, fijando en él sus ojos llenos de fuego y mirándole con orgullo, sin dar un paso a recibirle, le dijo:

-Raro se me hace que el señor de Cuéllar venga a visitar a su cautiva.

Detúvose aquí un momento para aguardar su respuesta, pero viendo que Saldaña la miraba sin hablar palabra, continuó:

-Digo que se me hace raro, porque aunque en otro tiempo no le fuera desagradable mi compañía, hace ya mucho, muchísimo, que me ha dejado abandonada y entregada a mí misma, sin cuidarse de mi persona.

-No me hagas reconvención ninguna -respondió Saldaña- de lo que yo no tengo la culpa. Zoraida, te he amado como nunca se amó, tú lo sabes, pero ahora...

-¿Ahora qué? Dilo, acaba -prosiguió Zoraida con impaciencia.

-No, déjame -replicó el de Cuéllar-; mi vista para ti es un mal, la tuya para mí... ¡Ah!, me trae a la memoria mis vicios, mis desórdenes, mis crímenes, y, sobre todo, me hace conocer que soy infeliz y que lo seré eternamente. Tú me has dejado sin alma, has agotado en mí el sentimiento, y si alguno ha quedado ahora en mí, es sólo el del egoísmo. ¡Ah! ¿Por qué, si fue un sueño mi felicidad contigo, no expiré yo antes de despertar?

El acento de la desesperación vibra y se corresponde en el corazón de los desesperados, y las palabras de Saldaña resonaron en el de Zoraida hiriendo su sensibilidad.

Veía delante de sí triste y abatido al que, a pesar de todo, ella idolatraba con frenesí, le oía que echaba de menos los placeres que había disfrutado amándola, y esto le trajo a su memoria los que ella había gozado a su lado y le hizo olvidar de su ingratitud.

-Saldaña -le dijo, acercándose a él y mirándole con ternura-, yo te amo, yo te adoro más que nunca; ámame como antes, ten esperanza; sí, tú serás feliz todavía, yo, con mis caricias, distraeré tus pesares; créeme, serás feliz.

-¡Feliz! -repitió Saldaña como un eco de sus palabras-. ¡Jamás! ¡Jamás! Tú te engañas, Zoraida; ni en vida ni en muerte podré ser ya nunca feliz. Tú, sí; olvídame, huye de aquí; tu eres libre, huye y olvida al que ya no conoce otras sensaciones que las de la envidia, al que aborrece a cuantos le rodean sólo porque los cree felices; huye de mí te digo.

-No, jamás -le contestó Zoraida-. Nunca me separaré de ti; aquí viviré dichosa si me amas y cariñosa contigo; desdichada si me aborreces, y no te lo oculto, no, meditando planes para vengarme. Yo no he amado más hombre en el mundo que tú, yo he vivido sólo por ti, he respirado por ti, sólo te he visto a ti en el universo; si me dejas, si me echas de ti, tiembla, Saldaña; soy una mujer, no puedo medir mis fuerzas contigo, no tengo campeón ninguno que me defienda; tú eres un señor poderoso, tienes mil lanzas a tu servicio, un brazo que temen los más valientes guerreros de mi país; yo soy sola, sola, mi brazo es débil, pero mi furia es la del huracán, la de cien tormentas, y mi venganza se cumplirá, porque yo querré que se cumpla. Pero si tú me vuelves tu amor -continuó, cambiando el tono enérgico con que hablaba y modulándolo dulcemente-, entonces yo te idolatraré, yo seré tu esclava. Mírame, Saldaña, a tus pies, vuélveme tu cariño.

Bajó Saldaña los ojos y la vio arrodillada, encontrando en los suyos todo lo que el amor puede expresar con más fuego, pero su corazón helado no sintió al verlos movimiento alguno, insensible ya a todo excepto para fatigarse con dolorosas memorias y atormentarse con remordimientos.

-Mujer, levántate; levántate y olvídame para siempre; te he hecho tan desgraciada ¿y aún puedes amarme? Levántate, y sea ésta la última vez que nos encontremos.

Zoraida se levantó con dignidad, y echándole una mirada de indignación:

-¡Ingrato! -exclamó-, tú quieres que te olvide, no por generosidad, sino porque tú me has olvidado a mí ya. Lo sé, sé todo lo que meditas; pero Leonor de Iscar no será tu esposa mientras yo viva.

-¿Qué dices? ¡Leonor! -repuso prontamente Saldaña-. ¿Sabes tú de ella? ¿Dónde está? ¿Acaso tú?... Habla... Di, ¿dónde está?

-¡Desgraciado! -gritó Zoraida con una sonrisa sardónica-. ¡Ah! ¿No la posees todavía? ¿Se malogró tu intento? ¡Qué placer! ¡Qué placer!

-Mujer infernal, ¿la has robado tú? Di, ¿dónde está? Sí, tú has sido, sola tú eres capaz de entenderte con un espíritu del infierno.

-¡Ah! ¡No la posees, no la posees! -continuó entre tanto la mora en un acceso frenético de alegría, gritando fuera de sí como enajenada- ¡Oh! ¡Bendita, bendita la mano que lo estorbó! ¿Y un señor como tú no ha podido robar una mujer?

-Calla -gritó Saldaña, asiéndola fuertemente de un brazo y tirando de su puñal-; di dónde está o te asesino.

-No lo sé -replicó Zoraida sin turbarse-; pero, aunque lo supiera -continuó con sarcasmo-, ¿crees tú que te lo diría? Todo tu poder, todas tus amenazas, mil tormentos no bastarían a arrancarme el secreto que yo quisiera guardar.

-¡Mujer! -exclamó Saldaña, tirándola fuertemente hacía sí y acercando el puñal a su pecho-, di dónde está, dónde, y si lo sabes no me precipites; di dónde está: te amaré... dilo o, por Santiago -continuó, rechinando los dientes- ¡te hago pedazos el corazón!

-Sí, asesíname -gritó Zoraida-, y mi maldición te perseguirá como la del sacerdote que hiciste perecer en las cárceles de este castillo, como la de tu padre al que abandonaste en su lecho de muerte.

-¡Mi padre! ¡Oh Dios! -interrumpió Saldaña.

Una voz resonó en aquel momento en el corredor que lo nombró al mismo tiempo, y Saldaña, dejando de pronto el brazo que tenía asido a Zoraida, salió del cuarto cerrando violentamente la puerta y atravesó a largos pasos el corredor. La voz que le llamaba seguía siempre tras él, y pasado el primer terror volvió la cabeza y reconoció a su paje, que le buscaba para entregarle una carta.

-¿Qué me quieres? -le preguntó con aspereza, avergonzado de su sorpresa- ¿A qué diablos vienes ahora?

-Señor -repuso el paje-, un escudero ha entregado a la puerta del castillo esta carta diciendo que era un asunto importante y que se os remitiera al punto, y yo...

-Está bien -interrumpió el de Cuéllar-; vamos a ver qué es.

Y entrando en la sala, donde ardían sobre la mesa dos lámparas de plata, se acercó a la luz, abrió la carta y leyó:

«Si el señor de Cuéllar es digno del nombre de caballero, mañana, a las cinco de la mañana, se presentará solo y armado de todas armas a la orilla del Cega, donde encontrará un caballero que desea medirse con él sin ventaja. Si teme alguna emboscada, puede hacerse acompañar de alguna gente de armas.»

-No trae firma -dijo Saldaña, sorprendido del mensaje- ¿Conoces tú al escudero?

-No, señor -respondió el paje-, no le he visto nunca en mi vida.

-¿Está aún ahí? ¿Dijo si aguardaba respuesta?

-Lo mismo fue entregar la carta -replicó el paje- que desapareció a todo el galope de su caballo.

-¿Quién será? ¡Pobre caballero! Mucha gana tiene de morir cuando desea medirse con un hombre desesperado. En fin, mañana se le cumplirá el gusto. Oye Jimeno -continuó-, di a Duarte que para mañana a las cuatro y media esté a punto mi caballo de batalla, el Morillo, ¿entiendes? Y tú me prevendrás mis armas. Veremos quién es ese que aborrece tanto su vida.

El paje salió a cumplir sus órdenes al momento, y él continuó hablando consigo mismo.

-Ojalá hallase yo en su lanza el término de mi vida. ¡Leonor! ¡Leonor! ¡Oh! El infierno entero está junto en esa mora, que trajo mi mala suerte a este castillo. Poco me costaría librarme de ella... pero ¿sabría yo entonces en dónde tiene a Leonor? Jimeno es astuto, quizá podría averiguarlo. Veremos, vamos a ver si puedo descansar esta noche. Esta hora es cruel. ¿Y cuál hay para mí que no lo sea? ¿Hago yo diferencia del día a la noche?

Dicho esto, y habiendo vuelto a entrar Jimeno en la sala, después de haberle dado parte del cumplimiento de sus encargos, se retiraron, y el señor de Cuéllar pasó la noche tristemente, agitado de pesados sueños y con la misma zozobra y pena que le quitaba el descanso y ahuyentaba a todas horas la paz de su corazón. Tan cierto es que una conciencia turbada es el mayor castigo del criminal.



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