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Cerca de las nueve de la mañana ya estaban las cinco parejas cuyas edades oscilaban entre los veinte y los cincuenta y de las cuales tres ya tenían hijos mayores que hacían de cortejo sosteniendo en sus manos los platillos con los anillos de boda que sellaría la unión de sus padres. Otra de las mujeres que iba a contraer matrimonio, sostenía a horcajadas sobre la cadera a un niño de unos dos años que moqueaba constantemente y la quinta pareja estaba formada de dos jóvenes que se habían conocido en una de las ferias organizadas por la iglesia y constituían la mayor victoria del cura porque los convenció a que no vivieran bajo un mismo techo antes de concluir la ceremonia.

Cuando comenzó la parte formal, cayó un silencio solemne interrumpido sólo por el coro de voces que acompañaba las oraciones a indicación del sacerdote y el repiqueteo de las campanillas de los monaguillos.

Las autoridades, apretujadas dentro de los trajes desacostumbrados, se pasaban de continuo el dedo índice alrededor del cuello almidonado de las camisas. Pero cuando el sacerdote bendijo a la concurrencia, el anterior silencio se transformó en una alegre explosión de risas y alegría. Los invitados se dirigieron a las mesas que les estaban reservadas junto a los novios y los demás se agolparon frente a los puestos de expendio de bebidas y comidas.

La banda se lanzó a ejecutar las más alegres melodías y sin interrupción por casi por una hora hizo alarde de un entusiasmo contagioso. Sólo suspendieron la música cuando le acercaron unos platos bien cargados de chicharó trenzado, mbejú y mandioca, algunos pedazos de asado y una botella de caña.

El cura, todo sonrisas, ocupaba un extremo de la mesa, flanqueado por los novios y las autoridades del lugar, quienes nivelados por los efectos del vino proveído por el cura, intercambiaban chistes y comentarios con don Orué. Eduardo e Irene.

Concluido el almuerzo de los componentes de la banda, volvieron a reagruparse con sus instrumentos haciendo sonar los acordes del vals Sobre las olas, con el cual se dio inicio oficial al baile. Se levantaron las cinco parejas, ya descalzas, para mayor comodidad y enseguida se llenó la pista con los invitados, que comenzaron a bailar.


¿Para qué tantas flores
Si no son para míííí?
Esta niña de mi almaaaaa
Que me muero por tiiiii...

Eduardo percibió a su alrededor el frío envoltorio de una niebla imprecisa rodeándolo por completo.

Fuera de ella, la fosforescencia discreta de una luminosidad esquiva y pringosa, más bien desagradable en su tonalidad de amarillo desteñido e indefinible propio de ese mundo inmóvil, azotado por imágenes reiterativas, en cambiantes enfoques que lo mueven una y otra vez a evaluar cada visión, cada etapa impersonal como se le presenta ahora el continuo devenir que fue su vida, estática ya en el agua estancada aunque sacudida de permanentes vaivenes. Un espejo implacable donde se ve obligado a mirar, a disgusto, las mezquinas ramificaciones convertidas en larvas, dormidas entre las ramas secas del tronco de sus ensueños.

Se dejó envolver por la inhóspita claridad, convencido que en el transcurso del tiempo, más tarde o más temprano, ese alucinado universo de visiones huecas de lo que alguna vez fue y en las cuales se observa él mismo como un fantasma más conformando el drama sin sentido. Apenas otra figura dentro del obtuso purgatorio de las ilusiones marchitas que giran a su alrededor, molestas e inútiles, sin alcanzar el sosiego que alguna vez esperó hallar tras las interminables horas de su agonía, cuando el cuerpo sentía los cambios ocasionados por la garra implacable de su dolor.

Ni piensa, ni siente, ni se preocupa. Le resulta indiferente el remolino de imágenes que lo acosan y lo abandonan luego, abotagado de luminiscencias indefinidas, de caminos ingrávidos a los que es arrojado para girar en evoluciones que conducen de nuevo al sueño estático, siempre presente en medio de esa profunda oscuridad.

A veces lo reclama el vértigo helado que le produce el caer dentro de un abismo sin paredes. Otras cuando asciende veloz, repitiendo sin cesar esos viajes al final de los cuales acaba por encontrarse en el mismo sitio, en la plácida languidez de los nervios sin reacciones, escarbando entre millones de células que se corrompen a medida que estratifican su realidad.

A Ilaudino le impresionó la profundidad de la mirada que le ofreció la muchacha, cargada del desenfado que suelen exhibir las mujeres cuando desean hablar con los ojos a un hombre que las atrae.

Soledad del Niño Jesús tenía dieciséis años cuando vio a Ilaudino y se enamoró de él, que no había cumplido los veinte.

La plaza del pueblo de San Pedro de Ycuamandiju ubicada frente a la iglesia, estaba engalanada para las actividades profanas de la fiesta de San Juan cuyo casi infalible veranillo terminó a media mañana del 23 de junio a causa del viento frío y cortante del este que como siempre vino acompañado de una llovizna fina que calaba hasta los huesos.

Pero la noche de San Juan es algo especial y por ello tanto los hombres, protegidos en sus ponchos y las mujeres con rebozos en la espalda y mantillas de lana en la cabeza, recorrían los numerosos puestos de juegos y ventas de comida que llenaban el lugar.

Faltaban los más ancianos, que no podían arriesgarse a pescar una pulmonía, en cambio para los niños, no había límite de edad pues muchas mujeres jóvenes que no se resignaban a perder la fiesta anual, iban con sus hijos recién nacidos en brazos, envueltos en frazadas alegres y multicolores que sólo dejaban al descubierto los pequeños rostros ateridos.

Habían hombres y mujeres alrededor de las enormes llamaradas del fuego que se encendió temprano para cumplir, en primer lugar el papel protector contra el frío, y cuyas brasas servirían para el tatapyi ari je hasá.

Soledad del Niño Jesús iba vestida de lana gris, protegiéndose la espalda por medio de un bello mantón rojo que brillaba al pasar cerca de la gran fogata. Usaba sandalias y medias negras de lana.

Se cruzaron varias veces con Ilaudino. La primera frente al puesto de venta de mbejú y chicharó trenzado. Allí le lanzó una mirada profunda que hizo trastrabillar el interior del muchacho.

Cuando él comenzó a lanzar argollas, ella se le acercó sonriente, acomodando las vileras con que adornaba sus largas trenzas de cabellos negros.

-Parece que tenés buena puntería. A ver si acertás para regalarme aquella muñequita de premio.

Ilaudino tragó saliva sin responder palabra. La miró fijo a los ojos y la muchacha sostuvo su mirada, tan sonriente en los ojos como en su figura entera que comenzaba a ondularse por el florecer de la juventud.

La primera y segunda argollas embocaron limpiamente en el cuello de las botellas de vino que constituían el blanco.

-Dale..., dale..., te falta una nomás -lo alentó Soledad, saltando nerviosa en su sitio y palmeando sin cesar con sus pequeñas manos, algo pasmadas por el frío.

-Bueno..., esperá un poco, que tengo que apuntar bien -le dijo el joven-. No sea que el último no acierte y te quedás sin tu muñequita por apurada...

-Listo -respondió Soledad y comenzó a jugar con los extremos de sus trenas, con cierta coquetería traviesa.

Ilaudino retrocedió un paso, entornó el ojo izquierdo, apoyó el codo del brazo derecho sobre la tabla del mostrador, adelantó algo el torso y lanzó la argolla que tras girar dos veces en el borde del cuello de la botella, terminó dando el triunfo al joven, que entusiasmado, agitó los brazos sobre la cabeza, mientras su admiradora saltaba en su sitio repitiendo:

-¡Ganaste!...¡Ganaste!

Ilaudino fue retirándose, medio al descuido, esperando que la muchacha lo detuviera pero ella estaba apañando a la muñeca recién conseguida y no se fijó en él. Se sintió algo decepcionado.

-Pero... ¡dónde te fuiste?... Recién te hablé allá frente al kiosco porque creí que todavía estabas allí y de repente no te veo más y estoy hablando sola... a no ser que te escapes de mí..., pero no ha de ser, porque te voy a decir: yo no muerdo.

-Yo nomás... -balbuceó Ilaudino-. ¿Te gusta la muñeca? -dijo al fin, para no quedar callado.

-Es hermosa -luego se adelantó algo, casi impidiéndole caminar-. Vos sos Ilaudino, ¿verdad?, el hermano de Ernesto.

-¡Juh! -respondió Ilaudino-. Sí, es mi hermano. ¿Le conocés?

-Yo no, pero el otro día me dijeron que era tu hermano. A vos hace rato que te conozco -exclamó, agregando una insistencia desafiante en su mirada-, pero nunca me pude acercar para hablar con vos porque no se te encuentra ni en la iglesia ni en los bailes de la parroquia ni en ningún lado. Según me contaron no estás en tu casa tampoco y te pasás el día con ese Rumboso Aguilar que según dicen se corrió de Asunción cuando comenzaron los tiros, que según cuenta mi tío Raimundo que hace poco vino también a San Pedro a vivir con nosotras, es cosa de todos los días allá en la capital.

-Y... ¿Cómo es que me conocés a mí hace rato? Yo no te visto hasta cuando me miraste allá en el puesto de mbejú -después de pensar un momento, agregó-: me gustó cómo me miraste... -se interrumpió.

-¿Yo te mire? -exclamó ella observándolo con detenimiento-. ¡Ni te vi en el puesto de mbejú...! En las argollas que te pedí por la muñeca...

-Pero si nos miramos y vos te sonreíste -insistió Ilaudino.

-¿Yo me sonreí?... -se detuvo en seco para encarar al muchacho que cada vez se ponía más nervioso.

-¿Vos decís que te miré y me sonreí? ¿Contigo?

-Eh... -Ilaudino tragó saliva sin saber qué contestar.

-Ah, no, mi hijo -exclamó Soledad aparentando enojo-. ¡Eso sí que no! Ya me avisaron que Ernesto, tu hermano anda detrás de todas las polleras del pueblo..., pero no me contaron que vos también te creías el gallito paloma del lugar... Y ha de ser, porque si son hermanos...

-No... -tartamudeó Ilaudino-. Te decía nomás como que vos...

-Yo no te miré. Ni se me antojó mirarte, así que si creés eso, te equivocás.

El diálogo se interrumpió a causa de una gritería que provenía de los grupos de gente que eran atacadas por el toro candil.

Los altoparlantes ofrecían en medio de la música estentórea, dedicatorias de enamorados y la gran variedad de comidas propias de la fecha.

-Mbejú calentito, chicharó trenzado, payaguá mascada, chipá so'ó caliente que te quema por lo diente, mbusiá, butifarra y lambreado lo señore y señora, riquísimo chicharó trenzado, ryguazú cae y chipá so'ó -y anunciando los juegos que formaban parte del festejo-: paila jeheréi, cambuchí jejoká, pelota tatá y el infaltable ybyra syî.

-Y enseguida -continuaba gritando el animador-: la Palomita, la Golondrina y el Chopí que no puede faltar por la fiesta de San Juan.

Se detuvieron junto al Juda kai. Ilaudino cortado y confuso, sin saber cómo salir del embrollo que se hizo en la conversación. Por eso, cuando Soledad lo encaró de nuevo creyó que seguiría la andanada de palabras que la muchacha manejaba tan bien. Se sorprendió cuando ella le tomó las manos, suavizó la mirada y acercándolo, le dijo en un susurro:

-Claro que te estaba mirando, bobo, si desde que vinimos al pueblo estoy buscando la forma de llegar hasta vos y ese vyro chusco de tu hermano que cree que era a él que buscaba -se puso en puntas de pie y le dio un refilón de beso en los labios-. Ahora me voy junto a mamá que ya ha de estar preocupada. Me dijeron luego que te costaba entender las cosas -y salió corriendo hacia el gentío que se movía entre los puestos de comestibles y los juegos.

Antes, cuando el mundo estaba poblado de gigantes y los días se deslizaban entre tiempos siderales, el domingo comenzaba con el tempranero pregón de La Tribuna, que nacía al extinguirse del canto de los gallos que de uno a otro extremo de la ciudad anunciaban el nuevo amanecer.

Los niños, sin escuela ni compromisos urgentes, remoloneaban mientras sus padres leían el diario acompañándose del mate caliente que cebaba la mujer. Cerca de las siete, las madres dejaban sobre la hornalla la segunda o tercera pava con agua e iban a despertar a los niños, urgiéndoles a ir a misa o al catecismo. Durante el día, los hombres de la casa empleaban la mañana en reparar las enredaderas y jazmines que nunca faltaban en las casas o pintando puertas y ventanas.

Las comidas del domingo, siempre preparadas en casa, corría a cargo de las madres que a su vez habían recibido las recetas de sus madres, sin versión escrita que pudiera traducir algo tan sutil como una pizca de sal, algo de orégano y pimienta, unas gotas de aceite y ni poco ni mucho ajo.

Arnaldo echó una bocanada de humo. Estaba sentado en la pieza grande, frente a los pocillos del desayuno que todavía no retiró Petronila. Rolo se había internado en el patio, para jugar con sus hormigas. Eso lo mantiene ocupado, pensó Arnaldo. Pasó bien la vieja este invierno, y eso que tuvimos frío. Lelia está de seis meses. Lo peor ya pasó, porque le da mal el embarazo en los primeros tiempos...

Le hice notar que por las patas de la silla donde está sentada la abuela empiezan a subir ramas de la santarrita que ya le cubren parte de sus piernas. Le tapan los huesos, donde ya le comieron las hormigas... Van más lentas ahora que a Rolo se le dio por perseguirlas. Pero no creo que hayan parado un solo día de llegarse hasta la abuela...

Lelia y Petronila se pusieron a lavar los platos. Arnaldo tomó el diario y se dirigió al baño. Sólo cuando tomó la máquina de afeitar y vio su rostro enjabonado, quedó perplejo al observar los surcos incipientes de la frente que irían profundizándose con el tiempo hasta formar arrugas dolorosas alrededor de las cejas, bajando luego hacia los ojos y las mejillas marcadas por dos líneas que arrojan sombra sobre la comisura de sus labios, cuya expresión, le disgustó. Tenía un quiebre cínico y humillado.

Prendió un cigarrillo y volvió a encontrarse en domingo, un domingo apacible y sin altibajos.

-¡Arnaldo!

-¿Qué hay? -responde sobresaltado.

-¿Te quedaste dormido o que...? Ahora se nos va a hacer tarde para ir al cine.

-¿Dormí? ¿Qué hora o qué es?

-Cerca de las ocho y la película empieza a y media.

-Me visto enseguida.

-Ya vamos a llegar tarde ya otra vez...

Ya en el baño, Arnaldo vuelve a mirarse con desasosiego, pero es el de siempre. Se peina.

-Haceme el favor de limpiar el peine después de usar o si no tengo que ir sacando tu pelo que queda entre los dientes... Me parece que se te cae el cabello...

-Yo suelo limpiar. Además, la que tiene caspa sos vos...

-Hay, pobrecito... -se burla Lelia-. Apurate, ¿querés? Ya son las ocho y veinte.

-¿Y Rolo?

-Se va a quedar con Petronila porque tiene sueño.

Minutos después salen presurosos en dirección al cine de barrio que queda a dos cuadras de su casa. La primera película ya había comenzado.

-Te dije que era tarde -observó Lelia-, permiso..., permiso, por favor...

-Y qué querés que le haga. Me hubieras llamado antes... Andate más allá porque no veo nada de la cabeza ésta.

-Del fondo de la sala llega un silbido. Se sientan. Minutos después, Lelia cambia otra vez de sitio con su marido. Del fondo salen dos silbidos agudos.

-Hace calor -dice Arnaldo.

-Es porque llegamos recién, nomás.

-¡Shhh!

-Bueno, callate -susurra Arnaldo.

-¿Sabés a quién he visto esta tarde?

-¿A quién?

-No vas a adivinar nunca -hace una pausa y cuando se convence que Arnaldo es incapaz de adivinar, agrega-. A Pastora, la chica que vivía enfrente de nuestra casa..., ésa a la que venían a buscar a bocinazos... ¿Te acordás?

-Ah, sí, claro... ¿y qué te dijo?

-Se casó.

-Ah...

-Tienen una nenita de un año... amorosa.

-¿Estaba con ella?

-Sí.

-¡Shhh!

-Bueno, callate. Después me contás todo.

Una pareja se ubica frente a ellos.

-Yo no veo nada -dice Lelia moviendo la cabeza de un lado a otro, con inquietud-. Vení vos aquí, ¿querés?

-A la pucha... -dice Arnaldo, mudándose de lugar.

Del fondo de la sala se escucha una voz fuerte y desagradable que les grita:

-A ver si se sientan de una vez... ¡hijos de vidriero!...

¿Cómo llegamos a esto? O mejor ¿cómo llegué yo, a esto? Me lo repetí tantas veces y obtuve tantas respuestas en el transcurso de mi vida que al final casi se volvió un lugar común el preguntarme ¿cómo llegue a esto?

Es una pregunta capciosa, no es casual, suele surgir en oportunidades ingratas, al descubrir la consecuencia de nuestros propios actos, cuando se nos obliga a reconocer el presente como una puntada más en el delicado tapiz que vamos tejiendo cada día.

A mí se me desbarrancó la pregunta golpeándome con fuerza. Me tome la cabeza entre las manos y exclamé en voz alta, en una especie de grito profundo y desgarrador que se abrió paso en mis entrañas antes de deshacerme en un mar de lágrimas de increíble amargura y desesperación:

-Dios mío... ¡cómo llegamos a esto!

Fue cuando Irene ya no pudo levantarse más. Ella vivía en una ecuación insoluble donde todo fue sumando hasta llegar al momento anegadizo de no hacer otra cosa que permanecer tendida en la cama, con los ojos entornados, yendo cada vez más profundo hacia vaya uno a saber qué abismo de desolación.

Tal vez yo ofrecía un cuadro aún más patético viendo a Irene sumergirse en esa bruma desconocida. No sé. Sólo veía adherirse a su piel el dolor causado por las llagas horrorosas que se iban formando en sus muslos, en las nalgas, en la espalda. Era como un purgatorio de espanto donde ese cuerpo prefería permanecer calcinado en el fuego de su piel carcomida, sarmentosa y hedionda en vez de acabar con todo... Su cuerpo vivía el suplicio de su propia vida deshaciéndose en purulencias que envolvían a la habitación en la emanación fétida de sus necesidades primarias, sólo superada por el olor más espeso y rancio del horror.

No sé cuánto tiempo estuvimos así hasta que esa humillación de carne mancillada adquirió la beatitud que se apoderó de ella.

Una tarde, presa de desesperación al observar impotente su martirio, se me ocurrió quitarla al patio, ubicarla bajo a santarrita que estallaba en vivos colores luego de la lluvia de la tarde anterior. Esperaba que el frescor del patio le proporcionara algún sosiego..., en realidad no esperaba nada, perseguido como estaba desde días atrás de los alaridos desgarradores que escapaban de su garganta, más atroces aún a aquellos que no escuché cuando abría la boca ante mis ojos desorbitados y frente a ella yo con Anita colgando en mis brazos, la cabeza exánime y sus cabellos sucios de sangre y tierra de la calle. Grotesca, como una muñeca destrozada. Esa vez no escuché sus gritos. Ahora sí. Ésa loca y aguda repetición del dolor que no comprendía era más desesperante que la angustia consciente del tormento que no pudo soportar al vernos.

Se mantuvo expectante. Los alaridos cesaron y sus ojos abiertos y desorbitados, contemplaron fijamente una profundidad que vibraba a mis espaldas. Yo también quedé anonadado. Sentí que la tensión de sus tendones endurecidos se aflojaban y le invadía una extraña calma. Una misteriosa paz.

De pronto, viniendo de otros tiempos, de siglos atrás, con su antigua voz, dulce y cantarina, entonó la vieja cancioncilla que le gustaba tararear mientras realizaba los quehaceres de la casa:


para qué tantas flores...
si no son para mí...
esta niña de mi alma
que me muero por ti...

Irene permaneció sentada en la silla, tranquila, repitiendo una y otra vez el estribillo tonto de esa vieja canción y sentí que me iba adormeciendo. Acaso la calma de ese rostro plácido que escrutaba un nuevo horizonte fue la causa por la cual me dejé envolver también en el claroscuro de la tarde que caía y dejé flotar a mi espíritu en las serenas aguas que después de tanto tiempo se acercaron a mis playas y sin darme cuenta, quedé dormido.

Al despertar era noche cerrada. La brisa que me acariciaba movía a su vez las hojas de la santarrita y entre las ramas de los mangos creaba un tenue leit motiv en homenaje al día que había expirado.

Irene mantenía los ojos abiertos entre las profundas ojeras que los enmarcaban, pero ya sin el espanto que anteriormente se reflejaba en ellos. Persistía a mi lado pero estaba lejos, fuera de mi alcance.

Reprimí un bostezo, era todo tan extraño. No comprendí esa metamorfosis que se desarrolló mientras dormía. Me sentí despreciable. Irene ya no estaba, pertenecía a un vacío real y casi tangible que brotaba de su mirada perdida y no sin sobresalto, descubrí que yo también empezaba a avanzar por el árido camino de la soledad.

Asomarme a su abismo me causó vértigo y se adueñó de mí un miedo atroz. Estaba solo, hundido en la profunda caverna llena de muchas cosas, yo era cada una de ellas.

¡Hace tanto tiempo de todo!

Se abrió con violencia el portón y el camión salió disparado dejando atrás los rostros impasibles que observaban el desplazamiento del vehículo a través de los largos corredores penumbrosos que bordeaban el pulcro sendero que conducía al portón.

Esas facciones impávidas resultaban desconcertantes y más semejaban máscaras que rostros humanos. Los cuerpos permanecían inmóviles, cubiertos con túnicas blancas que circundaban sin gracia sus figuras escuálidas. Y nada, en esa atmósfera pesada, cargada de humedad y olor a desperdicios, ofrecía un aspecto halagador para Rolo, que sentado en el camión, se iba dejando poseer de un extraño desasosiego.

Hubiera preferido no estar allí, en medio de esa desolación y ese aroma dulzón, como a olor de muerto, más desagradable que la hediondez de desechos de albañal o cualquier otra fetidez que conociera.

Cuando notó que el vehículo se movía, tuvo que echar a correr. Por un momento sintió, o al menos le pareció, que varias manos se extendían hacia él en un vago intento por detenerlo. Pero Rolo era ágil y mucho más rápido que esos espectros abúlicos clavados en su sitio donde al parecer estaban desde mucho tiempo atrás, a juzgar por los bolados renegridos de sus túnicas, que llegaban al suelo. Las baldosas eran más oscuras que las que se vislumbraba bajo ellas cuando la brisa agitaba la tela y dejaba ver el pequeño círculo que protegían.

Sin embargo, nada cambió y Rolo ya no estuvo seguro que hubieran intentado extender las manos hacia él para capturarlo. Fue sólo la ingrata sensación de no querer pensar en la posibilidad de seguir en ese sitio.

Alcanzó al camión unos metros antes que éste cruzara el portón de hierro que los separaba definitivamente de las figuras inmóviles.

Ni bien salieron, el portón se cerró. Rolo percibió como un suspiro resignado y rabioso detrás suyo. No volvió la vista y casi se sintió feliz.

-...pero si sólo eran figuras -se dijo-. Figuras ridículas con túnicas blancas. No me podían hacer nada -sin embargo, seguía retumbando en sus oídos la voz monocorde y gangosa que mientras estuvo dentro del patio resonaba en todos lados sin poder localizar su origen, repitiendo sus convocatorias a un cierto Fanel al que daba instrucciones.

-Fanel es el ángel -se dijo Rolo-, el que lleva a los muertos hacia el otro lado...

-Fanel..., Fanel -decía la voz sin inflexiones, lenta, implacable...

Ahora le toca a Eduardo: «Fanel..., Fanel...», fue entonces cuando Rolo comenzó a correr tras el camión que rodaba hacia la puerta.

Rolo va en la carrocería y observa el féretro. Negro, cerrado, que vibra con cada barquinazo del camión en los incontables baches del pavimento sobre el cual se desplaza a gran velocidad.

El chofer sigue insistiendo en que esa noche era peligrosa para el objeto que se ve obligado a transportar.

Enciende un cigarrillo y fuma nervioso, sin apartar los ojos del camino que se abre ante los faros del vehículo en una interminable avenida flanqueada de eucaliptos.

La gran velocidad hace que la vegetación, de altos troncos blancuzcos se enciendan y apaguen como en una anhelosa urgencia, en sentido contrario al del avance del camión.

-El cajón está bien tapado -dice Rolo.

-Tenemos que llegar antes de medianoche -exclama el chofer- no es para estar en la calle después de la medianoche.

El niño observa con atención cada movimiento de la caja, que se desgarra a los costados cuando roza las paredes de la carrocería del vehículo. Allí está metido, desde su muerte, el cuerpo de tío Eduardo.

-Es la noche de los difuntos -masculla el chofer-, es la noche de los difuntos -su voz suena quebrada por el miedo-. No teníamos luego que salir...

-Es que yo le prometí sacarle a pasear para que no se sienta tan solo en su nicho -exclamó Rolo-. Él me dijo que no se hallaba cuando estaba solo, entonces yo le prometí que le iba a sacar a pasear de vez en cuando, ¿sabés?

-Pero justo hoy... -se lamentó el chofer-. ¡Justo hoy!

La noche adquirió un tono lila, amoratado, que impresionó a Rolo por el aspecto desapacible de esa incandescencia transparente y fría.

Comentó con el chofer:

-Qué raro que está el color ahora, ¿verdad?

-Es que se acerca la hora de los difuntos -respondió el hombre apretando el acelerador- y falta mucho todavía para llegar al cementerio. Tu tío hace demasiado poco que se murió y ha de estar todavía en el cadáver... Hoy se va a despertar, seguro... Tenemos que llegar antes y meterle en su nicho otra vez... ¡justo hoy!

-No importa si se despierta -exclamó rolo-. No me va a hacer nada porque me quería, ¿sabés? Yo también le quería mucho a tío Eduardo.

-Eso no importa -respondió el hombre-, los muertos no se acuerdan de nada. ¿Vos no sabés que no tienen memoria? Todo es negro y oscuro en su cabeza..., ya no es más tu tío... ¡es un muerto! Hay que tenerle miedo, sobre todo en el día de los difuntos. Entonces sí que es peligroso...

-Me dijo que iba a estar muy triste si uno le enterraba y después nadie no le iba a sacar de vez en cuando... Así me dijo: de vez en cuando, sacame que a pasear...

-Yo siempre suelo trabajar así para hacer pasear a los parientes muertos -observó el chofer-, pero nunca este día...

Como el vehículo arrojaba una humareda espesa, a Rolo le resultaba imposible ver hacia atrás y la calle desaparecía tras el humo, que semejaba una cortina que ocultaba algo o como si nunca hubiera existido lo que quedaba atrás. No tenían otra opción sino la de seguir adelante en esa interminable avenida de eucaliptos pálidos, sin calles transversales, silenciosa y densa, llena de baches y por donde sólo circulaban ellos. Nadie más que ellos, los árboles altos de piel manchada y la avenida prolongada siempre en un nuevo horizonte similar al que se acababa de recorrer.

Un salto de la carrocería aflojó la soldadura de la tapa del ataúd, que comenzó a golpetear rítmico sobre el perímetro de la caja causando un martilleo que, leve al principio, se hacía más intenso con las constantes sacudidas.

-Se va a abrir -pensó Rolo-. ¡Se va a abrir! -gritó para que le escuchara el chofer.

-¡Ay, Dios mío... Dios mío...! -fue todo lo que éste atinó a responder mientras se santiguaba-. Estamos bien jodidos, entonces...

Inesperadamente la tapa cayó a un lado y dejó al descubierto el cuerpo del tío Eduardo envuelto en su mortaja blanca. El color del rostro macilento, amarillo verdoso, se iluminaba en esporádicos destellos cuando caían sobre él los rayos lilas provenientes de algún lado. Conservaba la misma expresión del día del velorio, antes que soldaran los costados de la caja.

La tarde del entierro lo hicieron mirar por última vez al tío Eduardo, ya dentro del cajón, a través del vidrio de la escotilla que le deformaba el rostro y lo empequeñecía a causa de la ilusión creada por el cristal. Se le antojó que el tío Eduardo se iba ahogando en el humo causado por la soldadura que quedó flotando dentro del ataúd. Sintió que ahora aspiraba ese olor mezclado con el de las flores repulsivas y chamuscadas que quedaron dentro de la caja y que fluía hacia él, ahora que el féretro estaba de nuevo, abierto.

-Tiene algo que no tenía antes -pensó Rolo.

Era algo concreto que acongojaba, algo que no podía definir. Observó las facciones del muerto que volvía a estar en contacto con el aire. Le parecieron menos rígidas. El semblante estaba recubierto de una jalea pastosa que lo volvía repulsivo, pese a que al principio no quiso aceptarlo, porque sin duda eran las facciones del tío Eduardo, sólo que más viejas, con arrugas más profundas a las que recordaba el niño. En la comisura de los labios se había grabado un rictus cruel y en medio de la frente observó también un fruncimiento que nacía en los cabellos secos y grises y descendía casi vertical sobre la frente para desviarse luego hacia la ceja izquierda, sumando a la expresión del muerto un gesto duro y adusto que Rolo no recordaba.

Se asustó cuando creyó percibir en el rostro del cadáver un movimiento independiente al causado por el incesante traqueteo del camión.

-No se puede mover porque está muerto -se repitió en voz alta y luego dirigiéndose al chofer, agregó-: ¡Se abrió el cajón!

No escuchó ninguna respuesta. Tal vez ni la hubo. De golpe, el camión dobló velozmente una esquina, la primera que aparecía en el largo trayecto.

De los oídos y la nariz del tío Eduardo escaparon cuatro hilos de humo blanco que olían a jazmín. A jazmines podridos.

Esta vez fue notorio el movimiento de las comisuras de los labios que se torcieron hacia abajo en una mueca dolorosa.

-¡Se mueve! -gritó el niño.

-Te dije luego que era la hora -exclamó el chofer.

Se apoderó del aire una frialdad espesa y nauseabunda. Los labios del muerto se separaron con esfuerzo y abrió los ojos (acuosos y fríos) clavando en Rolo una primera mirada de estupor (¿queriendo ubicarse, recordar dónde estaba?) que enseguida cambió por otra maligna. Se sentó. El camión seguía corriendo. Las facciones de Eduardo conjugaron la misma expresión de odio que transmitían sus ojos (vítreos). Lanzó un grito ronco, de animal (pero más horrendo) y sus dedos huesudos se apoyaron en los bordes del cajón.

Abrió la boca (desmesuradamente abierta) y arrojó el humo que sobraba en sus pulmones. Rolo aulló de espanto.

El muerto introdujo sus dedos en la boca y estiró dos dientes que se desprendieron sin dificultad. La encía sangró un líquido viscoso que se deslizó desde los labios hasta el sudario ensuciándolo con una mancha repelente. Estiró otro diente y de nuevo fluyó de las encías el mismo líquido. Sus ojos, inyectados en sangre, no se apartaban del niño.

-¡Se levanta! -gritó Rolo-. ¡Se levanta!

Aparecieron las verjas del cementerio y los cipreses de su entrada en el mismo momento en que Eduardo tendía hacia Rolo dos manos apergaminadas, llenas de grietas y cuya piel, reseca por el tiempo del encierro, colgaba en pingajos en los nudillos de los dedos, transparentando los huesos. Que la sostenían. Rolo retrocedió diciendo:

-Soy yo, tío Eduardo, soy yo -pero se dio cuenta que era tarde.

La garganta del muerto emitió otro bramido. Rolo quiso empujarlo pero al hacerlo sus dedos se hundieron en el vientre fláccido del cadáver y allí quedaron aprisionadas sus manos, pese a los esfuerzos que hacía para liberarse.

Cientos de gusanos comenzaron a reptar por sus brazos. El muerto abrió la boca para tragarlo.



Nos fuimos creando como dioses
Nos fuimos creando

Dioses enardecidos de sí mismos
Dueños de lo eterno y lo profano
Nos fuimos creando

Arcilla informe
Que aprendió a cruzar el cosmos
De infinitos siderales

Como dioses

Perennes en el sueño y la vigilia
Por la furia del amor unidos

Como dioses

Abismos de soledad
Enigma de dos mundos
Convertimos
El tiempo prestado que tuvimos
En santuario del instante peregrino

Nosotros
Al irnos creando el uno al otro

Como dioses.

-Casola es un autor que me fascina -exclamó Elvira, dirigiéndose a Eduardo luego de leer en voz alta el poema-, dice tantas cosas..., es como si me estuviera hablando a mí. Lo siento...

-Romántico del siglo pasado -manifestó Eduardo con cierto aire petulante que no pasó desapercibido para Elvira.

-De todos modos, lo que dice me llega al corazón -lo miró de soslayo y sonriendo, agregó-: me parece que le tenés celos, ¿eh, mi amor?

-¿Celos? -Eduardo dejó La Tribuna que estaba leyendo y la miró directamente a los ojos-. ¿De un poeta?... ¡Alabado sea el Santísimo!... Por favor, Elvira. La poesía es buena, sin duda, para emocionar a algunas damas enamoradas..., y medio románticas... Pero ¡te aseguro que no tengo celos de ese poeta!...

El otro día encontré el viejo libro de poesías con los que Elvira solía entretenerse leyendo cuando se sentía triste. Algunos poemas son emotivos, sin duda. El autor habrá sido muy joven cuando los escribió, porque los desgarres que se observan en alguno de ellos sólo se padecen en la juventud, por ejemplo, es inimaginable que alguien con más de veinte años escriba:



Amar es comenzar un nuevo día
Con el alba rompiendo sin saber
Qué penas, qué sueños, qué alegría
El tiempo no puede ya prever.

Amar es un poema presentido
El acaso de un sueño al despertar
Es canto mudo aún dormido
Es un amplio horizonte sin trillar.

Amar es presagio de la vida
Destino oculto a develar
Un hito, un punto de partida
Un velero haciéndose a la mar.

Amar es un juego de dos almas
Incompletas, ansiosas por volar
Sin que importen ni el viento ni la calma
Donde todo está por comenzar.

Poco antes de separarnos, Elvira me escribió una dedicatoria en el librito, algo ajado ya por el uso que ella le daba. Para ser sincero, a mí, Casola, siempre me pareció de lo más cursi. Fechó, firmó y me lo regaló.



Tu cuerpo,
Esa extraña dimensión del tiempo
Ese ansia, esa vida,
Esa agreste orografía de anhelo y de dolor,
Límite y santuario,
Mítica galaxia,
Unidad de espacio y tiempo.

Tu cuerpo:
Esa obsesión de cada día.

Pensaba Lelia:

Dormir siempre me pareció obsceno, como si te estuvieran acariciando y de repente se abre la puerta y entra alguien y te ve..., no sé, siempre sentí esa sensación extraña al despertarme, como si hubiera estado haciendo algo impúdico y me pillaran, indefensa y desnuda...

De cualquier manera, me parece una falta de decencia eso de dormir y después despertarse en la cama, pegajosa, sudada, abrir los ojos y ver el techo, casi siempre con el hombre todavía durmiendo a tu lado y unidos en esa promiscuidad que dan las sábanas.

Ya sé que parece medio raro, pero yo siento así. Ha de ser por eso que me choca leer en la calle «Dormitorio» o «Pensión» o bien «Hospedaje», porque está mal eso de exhibir así, tan abiertamente, esa debilidad blanduzca e íntima... Todo el mundo sabe que más tarde o más temprano tenemos que acostarnos a dormir...

Cuando despierto suelo quedarme quieta para escuchar a mi alrededor esos ruidos que nunca faltan en una casa.

Arnaldo duerme su sueño apacible, soñando vaya una a saber con qué, sin conciencia, tendido allí, muchas veces sin que la sábana lo cubra del todo... siento ganas de levantarme pero permanezco tendida a su lado observándolo de manera despiadada. Escucho su respiración y miro su cuerpo semidesnudo, expuesto, inerme ante mi curiosidad.

Me desasosiego y pienso: yo también estuve así hace un rato. Pero ya no puedo conciliar el sueño, sobre todo si es medio cerca del amanecer y la claridad comienza a filtrarse entre los pliegues de la cortina mal cerrada.

Le observo mover los labios en un ronquido silencioso. A veces lo tapo, otras no. Me pongo a pensar acerca de esta hora de la madrugada... ¡cuánta gente estará durmiendo, igual que él...! A pata suelta, como se dice.

A veces se pega por mí... y yo me acerco más a él. Otras veces lo aparto... Es más rutina que deseo de llegar a algo... y, sin embargo, cuando recién nos conocimos, el contacto con su cuerpo significaba algo especial para mí. Necesitaba estar con él..., estar juntos, besarnos y acariciarnos como desesperados para terminar haciendo el amor en cuantas formas imaginables se nos ocurría..., que vamos a probar así..., que nunca todavía no hicimos así, en una constante carrera por alcanzarnos mutuamente, sudados, ansiosos, olvidados de todo lo que no fuera ese momento, esa lucha por alcanzar el placer que al venir revienta agitándonos en los postreros instantes del desahogo final, con la inercia voluptuosa que de a poco se sosiega para convertirse en una ternura plácida, con la respiración todavía agitada, después de dominar el grito que a veces quiere escapar de mis labios. Él lo acallaba siempre con un último beso, goloso, girando luego hacia su lado de la cama, exhaustos antes de comenzar a acariciar su pecho que subía y bajaba, recobrando el ritmo de su respiración.

Conversábamos después. De cualquier cosa: de la experiencia reciente, de nuestras amistades, de lo que hacían, de cualquier cosa hasta que el sueño se apoderaba de nosotros sin dejarse sentir.

Los años transformaron esos primeros meses de pasión en una relación más tranquila. Mi embarazo de Rolito nos volvió maduros... Cuando ya estaba grande, tan grande que apenas podía moverme, él me tomaba con delicadeza, cuidando de no lastimarme y hacía concesiones porque yo no sentía nada, pero me gustaba saberlo satisfecho. Soy una egoísta..., yo le decía que no, que me hacía feliz saber que me deseaba a pesar de mi panza y lo fea que estaba. Él me decía que me veía más linda. A una le gustan esos pequeños piropos de alcoba que empiezan a escasear con el tiempo.

De todos modos, el solo hecho de estar acostada y si es verano sí que sudada, me resulta molesto y se me da por analizar cómo duerme Arnaldo, ni que fuera un espécimen de laboratorio y yo la científica tratando de descubrir en ese cuerpo que duerme a mi lado, la razón y el secreto de lo que se llamar amor...

No tenía que haberme embarazado de nuevo..., al fin de cuentas, nuestra situación económica deja mucho que desear... Rolito en la escuela cada día con más gastos. A veces me da la impresión de que Arnaldo ni se da cuenta de lo mal que andamos y cree que la poca plata de su sueldo puede alcanzar para comer, vestirnos y a veces ir al cine o a comer un asadito.

Para mí que no se da cuenta. Él cree que le van a salir esos negocios medio raros que anda tramando no sé con quién, pero lo cierto es que hasta ahora todos sus negocios fueron pistola..., y si no fuera por el tío Eduardo, estaríamos todavía en ese pagüiche lleno de cucarachas de donde fue a sacarnos el pobre viejo..., el pobre viejo y la pobre vieja, y mis pobres viejos que no sé cuánto hace que no los veo... Han de estar siempre sentados uno frente al otro, conversando, sin preocuparse por nada, porque no les importa nada. Ni una vez vinieron a visitarnos. Ni cuando nació Rolito.

-¿Y a qué hora comen o duermen tus viejos? -preguntó Arnaldo en susurros, caminando detrás de Lelia.

-No sé... -respondió la chica, también en susurros y tomándole de la mano para guiar a Arnaldo a lo largo del pasillo- no hagas ruido ¡carajo! -musitó Lelia cuando Arnaldo tropezó con una baldosa que sobresalía del piso.

-Bueno -dijo Arnaldo-, pero alguna vez tienen que moverse de donde están, supongo...

-Se han de mover, me imagino -respondió Lelia con tono malhumorado-, pero no sé cuándo. Y no sé por qué te ha de importar eso...

-A mí no me importa -respondió Arnaldo conciliador-, es una rareza nomás...

Me molestan los ruidos que hace Arnaldo antes de dormir.

Conozco cada uno de sus movimientos. Es un ritual sin variantes... Se sienta sobre el larguero de su lado, se quita los zapatos y las medias, que deja bajo la cama. A veces encima de las otras que no retiré todavía, y hasta suele tener el tupé de decirme que se están quedando duras y van a caminar solas, como si yo no tuviera otra cosa que hacer sino arreglar su desorden.

Dobla una punta del libro que está leyendo (siempre está leyendo algún libro), lo coloca sobre la mesita de luz, se quita los lentes que coloca bajo la cama. Nunca se me ocurrió preguntarle por qué no los guarda en el cajón de la mesita, pero seguro que ha de tener una explicación (él siempre tiene una explicación para todo) y luego apaga el velador.

Cuando lo veo al tío Eduardo, tumbado sobre el catre donde se acuesta de siesta me dan ganas de irme lejos de su cuarto caliente, lleno de ese olor áspero y asfixiante que tiene la humedad absorbida por sus papeles y diarios viejos y el baúl medio destartalado donde guarda, no sé para qué, unos trapos hediondos que podía haber regalado cuando todavía se podían considerar como ropa y ser útiles a alguien, hace quince años atrás.

Si despierto sobresaltada antes de amanecer, sola en medio de la noche, rodeada de tanta gente durmiendo me pregunto cuál habrá sido la causa de mi sobresalto. Por lo general el susto pasa pronto y si fue una pesadilla, no la recuerdo -nunca recuerdo mis sueños-, y Arnaldo se ríe de mí diciendo que soy demasiado materialista y no dejo un resquicio para la imaginación, a la ilusión, pero no es eso ¡cuántas ilusiones fui dejando por el camino!

Y pensar que hay personas que cuentan los sueños de una semana o un mes atrás. Supongo que modificando algo, pero cuando se encuentran dos soñadores y comienzan a intercambiar opiniones acerca de sus aventuras nocturnas, como si fuesen acontecimientos ocurridos en la realidad, permanezco fascinada escuchándoles abrir paréntesis y conjeturas acerca de sus perplejidades ante la narración de las deshilvanadas historias de sus sueños.

Pero desde mi punto de vista, dormir no constituye una aventura atractiva.

Ya de criatura a veces hasta me daba miedo ir a la cama. Me sentía ansiosa si mamá o papá no se quedaban a mi lado. Antes que cayeran en ese hábito de conversar, claro. Solía abrazar mi almohada y comenzaba a sudar, hasta en invierno. Ese hábito hizo que muy pronto mi almohada y toda la cama despidieran un olor a sudor, acre y punzante que a veces recuerdo con desagrado y hasta con temor.

Dormir es un cuerpo indefenso tendido en una cama, casi siempre semidesnudo y mostrando, sin saber, su frágil estructura. Es un odio aquietado, como un muerto. Sólo permanece la figura conocida.

No sé..., me choca tanto ver a tío Eduardo cuando duerme, porque existe algo impúdico en su actitud y no porque duerma en calzoncillos. De niña y de jovencita tenía otra imagen de él. No era este anciano indiferente a todo, reconcentrado, queriendo hacer creer que desea morir. Falso. Me di cuenta hace tiempo del miedo terrible que siente hacia la muerte. Cuando más destaca el hecho de estar harto de la vida, de su enfermedad, comprendo lo que quiere decir. Está aterrorizado, consciente de estar ya muerto...

Todos lo estamos, en realidad, pero nadie cree demasiado en ello. El caso de tío Eduardo es diferente: su edad, el cáncer, sus dolores tremendos. Vive envuelto en un horror indescriptible..., no ha de ser fácil vivir con la pregunta ¿hoy? ¿mañana?

Hace un mes que no sale más a sentarse con la abuela, bajo la santarrita que ahora cuelga por todos lados. Parece una planta mendiga y harapienta, en vez de ser verde, lozana y floreciente como la recuerdo de mi infancia cuando solíamos venir a visitar a los tíos Irene y Eduardo en aquellos domingos luminosos de sol cuando mamá no tenía ganas de quedarse en casa y con entusiasmo nos preparábamos para la visita a los tíos, donde siempre había cocido con leche, galleta kokito y manteca.

Entonces era diferente.

Caminábamos desde casa hasta la de los tíos y cada vez la calle constituía una aventura nueva, inédita, ya fuese en verano o en invierno. Aun en aquellas tardes nubladas, grises y frías de julio, cargadas de nubes y presagios y desenvolviéndose en una quejumbrosa tristeza que sólo muchos años después, siendo ya mujer, pude identificar con el aspecto más delicado de la melancolía.

Pero entonces, cuando realmente transitaba a través de aquellas tardes, desconocía esta palabra y las sensaciones se deslizaban a mi lado como las casas y las calles.

¿Cómo iba a comprender entonces la fragilidad de esos días?

¡Si cada uno de ellos era una eternidad abierta entre dos noches!

Arnaldo también duerme en calzoncillos, sólo que siendo más joven que tío Eduardo y mi marido, me resulta por eso menos chocante, supongo.

Mirando bien, nada ha cambiado. La casa es la misma, amplia y despintada, alta y con telarañas en los tirantes y en las esquinas del techo donde se ve el maderamen a causa del cielorraso desprendido que, por lo visto, no va a ser reparado.

Y para mí, este barrio es de ésos que nunca se modifican. Desde mi infancia hasta hoy, si se construyeron dos casas nuevas, es mucho. El mismo empedrado, las mismas veredas de piedra loza, la mayor parte de ellas rotas y gastadas, horadadas por la lluvia que las habrá ido carcomiendo de a poco, digo yo.

El vecindario sí, se renovó algo, aunque no demasiado. Doña Raquel sigue yendo al mercado y se queda a conversar conmigo o con cualquier conocida que encuentra en su camino. Siempre tiene alguna historia inocente que contar en su mal castellano. No es maliciosa. Es una judía dicharachera y jovial, de carácter diferente al su marido, parco de palabras y adusto, pero buena gente, también.

Doña Elisa, en cambio, es la que sabe todos los chismes del vecindario. Todas las historias sabrosas del barrio: de las sirvientas y de las señoritas, de las damas y de las verduleras, de los señores y del zapatero y el área de sus conocimientos no se reduce a la manzana. Sabe muchas cosas ocurridas a cinco o diez cuadras a la redonda, aunque raras veces sale de su casa.

La recuerdo desde que era pequeña. Ella apoyada en su muralla y alguna otra mujer en la vereda intercambiando secretos.

Nada cambió demasiado y sin embargo, todo es diferente. Yo soy una mujer casada, con un hijo a punto de terminar la escuela primaria y mi segundo embarazo a cuestas, sin mayores dificultades y hasta menos molesto que el de Rolito, que me hacía vomitar todo el día.

Ahora no. La criatura se mueve un poquito y me despierta a veces durante la noche, pero fuera de eso, estoy bien. A lo mejor esta intolerancia mía hacia el pobre tío Eduardo no es sino consecuencia de mi estado y me va a pasar cuando llegue la cigüeña..., pobre viejo, también. Si gracias a él nos salimos de esa cobacha llena de bichos donde estábamos...

Soy una desagradecida, ¡caramba! Si es su casa, al fin de cuentas, y si quiere dormir en pelotas, ¡por qué no va a hacerlo también, si se le antoja!

Estaban en el barcito habitual, limpio y discreto donde se reunían para conversar cuando deseaban estar juntos y sentirse uno al lado del otro. Sentirse, nada más.

Volvimos a vernos con Elvira en diciembre, tres meses después de decidir separarnos. Por fin de año, le dije...

Hablamos por teléfono, salimos juntos, conversamos y, por último, hicimos el amor, convencidos ambos del error que ello significaba a esta altura de nuestras relaciones, pero sin la fuerza necesaria para resistir la tentación de volver a unir nuestros cuerpos que desde casi dos años atrás venían compartiendo el idioma de la piel.

Y aquellas horas hurtadas una vez más al día sirvieron para confirmar lo que ya sabíamos: que no habíamos dejado de amarnos y que bajo los escombros del derrumbe y la polvareda persistía más fuerte que la voluntad o la convicción del error, ese amor que en sus horas de gran intensidad siempre nos apartó de nosotros y hasta de la conciencia del mundo.

-Para qué vamos a empezar de nuevo, amor -dijo Elvira cuando la llamé invitándola a salir de nuevo días después del encuentro-; ya terminamos..., ya está todo bien. Mejor nos quedamos amigos, nomás...

-Está bien -respondí, comprendiendo que era lo correcto, que tenía razón-. No dejé de pensar en vos un solo día -agregué con voz cortada. Ella no respondió.



Ayer fue primavera
Y me di cuenta
Que el tiempo es apenas suficiente
Para decirte con palabras
Algo que sabes.

Sabes
Que te amo y te presiento
Sabes
De la lluvia que cae y es silencio
En la noche
Sabes

Ayer fue primavera

Y tu aroma
Que es anhelo de flores inspirado
Me embriaga
En los besos que tu boca
Ofrece con su tibio sortilegio
Sabes

Ayer fue primavera

De la liturgia
Sabes
El ritual secreto
Ya cumplido
Ya pasado
Aún presente
En la melancolía tibia de tu cuerpo
Presente en mi alma y en mi cuerpo

Sabes

Ayer fue primavera

Aquella compartida
En la penumbra de calles escondidas
En la loca explosión de los sentidos
Aplacada en el santuario sumergido
En los cuerpos temblando su momento
En la lluvia, en las flores, en la hora
De un día igual a otro
Y diferente

Ayer fue primavera
Y hoy es otro día
Pero ayer, fue primavera.

-¡Hola! ¿cómo te va? Ayer hablé con tía Elena y abuela. Vinieron a visitarme de tardecita. Lástima que hacía tanto calor. Estuvieron aquí, conmigo, debajo de esta santarrita..., no, no hay ni una pizca de viento y sobre todo, me molesta esta cantidad de bichitos que vienen y chocan contra mis ojos y se meten debajo de los párpados para hacer sus nidos...

-¡Claro que allí tienen sus nidos! Y después empiezan a caminar, cuando nacen sus hijitos, te digo, hacia dentro, si... No sé lo que voy a hacer, le dije, porque es difícil que salgan después... Y estos yuyos..., ¡je, je, je, je...!, no sé adónde lo que vamos a ir a parar si es que estos yuyos siguen creciendo. Algunas ramas ya se enredan por mis piernas, mirá un poco nomás... Ya no tengo luego sangre y mis venas son telaraña... ¡je, je, je...!, no te vayas a reír, ¡claro que son telaraña!... toda entreverada, una más grande que la otra: ¿vos nunca viste las telarañas que hay en las casas viejas cuando no se limpia? Y bueno... ¡entonces!...

-¿Y vos cuándo llegaste? Hace tiempo que no venís a visitarme. Qué malo que sos. Muy malo, de veras..., yo siempre te espero, sí, claro, pero eso no importa si querés venir un ratito..., yo pues siempre estoy solita aquí... y bueno, si no podés..., paciencia ¡qué lo que le vamos a hacer! Ya sé que tenés mucho trabajo. No, no te preocupes, lo que pasa es que a veces me siento medio sola, sobre todo de noche, cuando no hay luna sobre todo y el patio está lleno de figuras, como en esos cementerios viejos por donde se pasean los sudarios vacíos... ¿Jhe? ¿Vos nunca viste me decís?... ¡Qué raro!..., ah, sí, antes tenía miedo, siempre tenía miedo de noche..., a lo mejor ya me acostumbré o si no sí que ya no me importa más porque lo único que hacen es caminar, como si fueran sombras pero de color blanco en vez de ser de negro, eso es lo que quiero que sepas bien: blanco, blanco ¡blanco! Acordate, jhe...

-Seguramente a vos te parece medio raro, pero ya no tengo más miedo. Uno pues no sabe cómo va a reaccionar ese día, si se va a asustar o qué..., si va a ser feliz o qué... A lo mejor nomás, sos feliz después de todo... ¿vos no pensaste en eso? y bueno...

-Ahora sí que veo más que antes, como si me hubiesen puesto ojos nuevos para ver este nuevo tiempo. Es fácil comprender las horas y los días si tenés que estar siempre sentada y quieta en un solo lugar, así en esta silla, por ejemplo... y yo hace rato que no me muevo de aquí y parece luego que voy a morirme en este lugar... ¡si me muero alguna vez!... ¡Je, je, je, je...! ¡si me muero alguna vez!

-De balde que te reís..., ahora ya no estoy más segura. A lo mejor me convierto en enredadera también o qué... ¡je, jeee, je, je...! Bueno, te voy a decir nomás una cosa..., pero a vos solita ¿eh?... la gente no se da cuenta de cómo es convertirse en una planta, ¿sabés? Y no es mala idea... tenés flores y tenés hojas también y te ponés toda linda en primavera y cuando llueve, la lluvia te hace cosquilla... cosquillita... ¡je, je, je, je! No te vayas a enojar. Ya sé que sos grande y que no querés jugar más conmigo..., no, no te enojes que... mirá que voy a llorar, ¿eh?... No, ¿eh? No estás enojada, ¿verdad? Bueno, entonces sí, ¡je, je, je!, a veces me vienen unas ganas de llorar, pero un poquito, un ratito nomás. No. Quiero llorar y sentir que mis lágrimas mojan mis pies..., o han de ser mis raíces ya, porque me estoy transformando en planta... no sé si ya te dije. ¡Je, je, je, je! Bueno, te digo nomás, que si la lluvia me hace cosquilla seguro que me voy a pasar riendo como una loca. ¿Vos qué decís?

-Ah, no, no..., ahora ya no tengo apuro. No, no me apuro.

-Antes sí, claro, cuando era joven yo tenía tantas cosas que hacer, pero no se cumplieron. Ninguna de las cosas que quería no se cumplieron. Ni me acuerdo lo que eran, ¡je, je, je!, pero no se cumplieron.

-Ahora veo cosas. ¿Ya te conté? ¿No? En serio..., pero de manera diferente ¿entendés? Cuando viene alguien y se me acerca, yo sé quién es, pero ni siquiera el que se me acerca sabe quién es, pero yo sí le veo. No te voy a decir si es hombre o mujer pero le veo de otra forma, no importa si es hombre o mujer, te digo..., siempre están envueltos en ese humo espeso que no se pueden quitar ni esconder... colorinche dando vueltas y vueltas a su alrededor: un color, después otro y siento si ése que viene es bueno o es malo, o si le quieren o si no le quieren, o si está triste o si se halla... Sé todito, te digo.

-Allá está Rolo sacando y metiendo hormigas en sus botellitas. ¡La cantidad que ya se murió en este patio!... y de balde nomás porque no va a cambiar luego nada..., siempre va a haber hormigas por todos lados y Rolo las mata, y hay más hormigas otra vez... No cambia nada. Es un trabajo tonto, para entretenerse nomás. Más tarde o más temprano se va a aburrir y las hormigas van a venir de nuevo en el patio como antes. Rolo es un sanguinario tonto, pero las hormigas son eternas... ¡je, je, je! Sanguinario tonto y caprichoso pero pronto va a desaparecer..., ¡je, je, je, je...! Las hormigas sique son eternas... ¡je, je, je, je! Eternas.

A través de la ventana, Arnaldo observa el lento declinar del sol pronto a desaparecer. Se sostiene asido al palomar de la casa de enfrente arrojando el resplandor de esa hora indeterminada que dentro de la sala adquiere un tinte rancio.

-¡Arnaldo! -grita Lelia desde la cocina-. ¿No querés un poco merendar café con leche?

Arnaldo fija sus ojos en los muebles que surgen de nuevo en sus sitios, a su alrededor.

-¿Me vas a traé aquí?

-Sí..., si querés...

-Listo. Traeme un poco de galleta también.

-¡Ya otra vez! -rezonga Lelia medio en broma medio en serio-. ¡Con lo gordo que estás!

-Por comer dos o tres galletas no voy a subir nada, querida -dice él usando una voz de falsete-. Además, los únicos días que tengo tiempo para merendar son los sábados y domingos -agregó-, y si no me querés traer... ¿para qué ofrecés, entonces?...

-Ya te llevo... ¡a la pucha!... No te plagueés más. Lo mismo vas a terminar siendo un viejo barrigón y feo -hace una pausa para colocar el pocillo de café sobre la mesita de la sala-, y te aviso nomás que no me gustan los gordos.

-¿Y qué vas a hacer si engordo?

-Te cambio por otro más flaco y listo. Cuando nos casamos estabas elegante -toma entre los dedos una protuberancia sospechosa bajo la camisa del marido-. ¡Mirá un poco! ¡Estás lleno de mondongo! -y tocándolo en diversas partes repite-: mirá..., mirá un poco... mirá...

Arnaldo la atrae hacia sí obligándola a sentarse sobre sus rodillas e intenta acariciarle los senos.

-No me toques.

-¿Por qué?

-No quiero -procura atajar las manos inquietas y ríe-. No pues..., que puede venir Rolito...

-Na..., si está jugando con sus hormigas.

-No... ¡no! -la risa de Lelia se hace más fuerte-. Ahora no, Arnaldo..., esta noche..., dale. No, te digo. Me hacés cosquilla.

-¿Vamos a la cama..., uh? -la voz de Arnaldo se vuelve insinuante-. Ahora... ¿uh? ¿Sí?

-¡Ya estás ya otra vez...!

-¿Humm?

-No -lanza una carcajada y en un descuido de Arnaldo escapa y se pone de pie.

-¡Tsh...! -exclama Arnaldo desairado y mete una galleta en la boca-. ¿Viste cómo te resistís?

-Pero m'hijo ¿cómo vas a querer hacer el amor a esta hora? Puede venir cualquiera.

-Nos llaveamos y listo.

-No. Tengo muchas cosas que hacer. Todavía no preparé la cena.

-Me voy contigo a la cocina.

-Listo, pero sin hinchar, porque o si no, no puedo hacer nada.

-¿Y desde cuándo te hincho, si se puede saber?

-Na...

Arnaldo la sigue, llevando en una mano la taza de café y en la otra el plato con galletas.

-Ojalá sea nena -dice y se acomoda en una silla.

-¿No solés decir que preferís cinco varones en vez de una hija? Vos no sabés ni lo que querés... ¿Desde cuándo querés una nena ahora?

-Y..., para completar la pareja, ¿verdad? Porque después sique cerramos la fábrica.

-Ayer se movió

-¿Ya?

Apoya una mano sobre el vientre de su mujer.

-¿Por qué no me avisaste?

-Estabas durmiendo. Fue a media noche. Me despertó

-¿Y ahora?

-Hoy estuvo quietita todo el día.

-Avisame cuando se mueva otra vez.

-Listo -pone el tallarín en la olla de agua hervida-. Casi no tengo malestómago.

-¡Qué suerte! Con Rolo también estuviste mal vos los cuatro primeros meses. Después te pasó.

-Te acordás que no nos podíamos ir ni al cine...

-¿Y esa vez que llegamos hasta la esquina y después te fuiste corriendo otra vez a casa para vomitar?

-¡Te acordás!...

A medida que Eduardo va penetrando la bruma fría y viscosa, se percata de la presencia de sombras con aspecto humano deslizándose de un lado a otro, a lo lejos, con pasos vacilantes y aire de personas desorientadas, perdidas, sin un lugar fijo al que dirigirse. Le llamó la atención ese constante ir y venir, como si a medida que avanza él las figuras le fueran abriendo paso para que a su vez pudiera convertirse en uno más de ellas, en otro fantasma.

Todos los que se encuentran en este sitio eran causa y consecuencia de ser vistos, se dijo Eduardo sin detenerse, no porque le importara seguir adelante, sino impulsado por una fuerza invisible que lo movía sin cesar, alejándolo de los ensueños de su vida. Se sentía un poco más libre cada vez.

Al final de cuentas, se dijo, todo eso no pasan de ser cosas inútiles cuando ocurrieron e inoportunas ahora en esta especie de conjugación extemporánea que las hace absurdas.

Entrar en la humareda, en medio de esa claridad mortecina, le deparaba a cada paso, la oportunidad de percatarse (en intervalos breves y aislados), de la amplitud del camino que se abría ante él aunque no comprendiera el significado de ese aluvión de recuerdos, pasiones desatadas y yertas, dolores y placeres, risas y llanto, todo mezclado en el universo estanco de la persona que fue una vez.

Hacía frío.

Se detuvo en medio de la plaza Uruguaya que estaba casi desierta. Miró a su alrededor. El ocaso le pareció hermoso. Todavía el sol se reflejaba en el cielo nublado del oeste tiñendo de tenues matices policromos la oscuridad calma de ese atardecer de invierno. Los pocos transeúntes circulaban con pasos rápidos, encogidos y friolentos, con la sola intención de llegar a sus casas.

Eduardo sintió las orejas frías, aunque no tanto que llegaran a causarle dolor, como aquella vez que viajó a Buenos Aires en agosto y le pareció que se le iban a caer a causa de lo duras y casi congeladas que estaban.

Iba bien abrigado. Sobre el traje gris de casimir inglés llevaba su pesado abrigo azul marino. Se había detenido a tomar una tacita de café en el Sorocabana y se entretuvo esperando encontrar a alguien con quien conversar, pero no vio a nadie. Prendió un cigarrillo y se lanzó a caminar por las calles algo sucias y húmedas a causa de la lluvia de días pasados y las hojas secas que se acumulaban sobre las bocas de los albañales y al costado de los cordones de las veredas, sedimentando lo arrastrado por el raudal al correr.

Miró a su alrededor.

Tanto los árboles umbrosos como las estatuas de la plaza parecían ateridos y comenzaba a surgir de entre sus avenidas el susurro de su historia, envolviendo al paseante en el halo de irrealidad que emana de ella a la hora del crepúsculo, cuando la noche aún no se enseñorea de la ciudad y los faneles alumbran sus limitados oasis de luz, dejando en la penumbra a las estatuas que perfilan sus siluetas fantasmas encadenadas como están a los plintos que las sostienen impidiéndoles levantar vuelo hacia las zonas más etéreas de su alrededor, limitadas por esa argamasa, y a su mármol.

Pasó el tranvía chisporroteando su horquilla al contacto con los trozos pelados de los cables eléctricos.

Eduardo, inmóvil en medio de la plaza y el silencio, observó que dentro del tranvía, los pocos pasajeros que veía a través del vidrio de las ventanillas, mantenían la vista fija delante de sí. No miraban la calle. Pudo contar cuatro hombres y una mujer de mediana edad y cabellos grises tomados en rodete sobre la nuca.

El viejo armatoste se detuvo en la esquina de México y de él bajó un hombre pequeño, tocado con un sombrero de fieltro marrón, abrigo también marrón oscuro y llevando en la mano derecha un portafolios negro. Sus zapatos también eran negros. Con pasos urgentes se internó en la plaza, cruzó junto a Eduardo sin fijarse en él, y desapareció en la esquina de Paraguarí, tragado por las sombras.

Todo parecía ir encogiéndose en ese atardecer y a Eduardo le entró una congoja indefinida a causa del ambiente melancólico de su alrededor. O a lo mejor soy yo el que trasmite al crepúsculo mi estado de ánimo. A lo mejor yo le contagio a esta plaza mi desencanto, mi decepción.

De golpe cayó sobre él la certeza de haber fracasado en todas sus gestiones, desde el planteo. Hizo presa de él el pánico de tantos años inútiles e irrecuperables.

-Soy un fracaso absoluto -dijo para sí-, no uno pequeño sino uno completo. Definitivo. Soy el hombre fracasado por excelencia, sin esperanza ni justificativos y todo a causa de espejismos hacia los cuales fui corriendo a lo largo de mi vida.

-Eduardo, usted no tiene alternativas.

Se volvió. La plaza seguía sola y poco alumbrada y el único sonido provenía del agitarse de las ramas con el viento este que empezó a soplar con intensidad.

-Desde luego -convino-. Ya no las tengo.

-Pero sin embargo, usted alimentó muchas quimeras, se desentendió de otras cosas que no fueran su egoísmo, lo disfrazó para no sentirse incómodo. Hasta la huida a la que se condenó, es parte de su egoísmo.

Eduardo caminó unos pasos y acabó por sentarse en uno de los bancos de la plaza.

-Se me hace tarde -dijo en voz alta.

-¿Y quién lo espera? Usted ya no tiene nada. A nadie. Varias veces usted manifestó que eso no le importaba. ¿Qué logró de su vida, en suma?

-Nada...

-Su hija muerta lo hizo sufrir, ¿verdad? Tanto que casi no le importó seguir viviendo, pero después ¿en qué se transformó ese dolor? Decidió vivir. Se adaptó. ¿Queda algo de ese dolor, de ese resquebrajamiento?

-No -respondió Eduardo-, la verdad es que llegó un momento de mi vida en que lo comprendí todo y ya no me importó nada -meditó sus palabras, dudando entre seguir o no-. A veces uno debería atreverse a enfrentar la vida cara a cara, sin importar las consecuencias -murmuró-. Es un error querer ajustarlo todo a una línea de conducta establecida.

-Seguro que errada -insinuó la voz socarrona.

-¿Cómo saberlo?

Se dio cuenta que hablaba en voz alta cuando un transeúnte que pasaba se volvió a mirarlo con curiosidad.

De las alas de su sombrero caían las gotas que se fueron acumulando con la tenue llovizna que caía insistente. Se puso en pie y echó a andar. Las luces del centro quedaron atrás mientras se internaba en las calles poco iluminadas de la vecindad donde vivía. El empedrado, húmedo y resbaladizo, brillaba al reflejo de los faroles de las esquinas cuya luz se iba difuminando en la oscuridad hacia la mitad de la cuadra para surgir de nuevo al ser quebrada por la luz de la siguiente esquina.

En las paredes de las casas se veían grandes manchones de pintura gris hechas a brochazos rápidos y desordenados, con el solo afán de cubrir las palabras y los nombres escritos en ellas y ambas, leyendas y borrones se presentaban desteñidos, mezclados con el color desleído de las fachadas que fueron testigo de las viejas manifestaciones populares, la expresión de esperanzas en algo diferente.

-Pero tuviste también muchas horas felices -escuchó que alguien decía a sus espaldas cuando apoyaba la mano arrugada sobre el picaporte de la gran puerta de madera tallada, que con la aldaba y las artísticas alcayatas constituían la herencia al presente de un antiguo lujo y esplendor pasados.

-Sí -aceptó Eduardo-, tuve momentos felices -dudó un momento para meditar acerca de sus palabras-. Cosas sencillas...

Cuántas veces Gavilán estuvo a sólo tener que estirar la mano para obtener todo... y conste que al decir estirar no estoy usando ese verbo al azar, no señor, el comandante no extendería nunca la mano con la palma hacia arriba para recibir algo... Él tenía eso que se llama dignidad. Algo que ahora ya no existe.

Cuando la cosa se puso fea, fuimos pocos los que acompañamos a Gavilán y no precisamente aquellos bocones que al principio de la aventura se unieron a él en espíritu y desde lejos...

Era un hombre extraño, Gavilán. En su aspecto no se diferenciaba mucho de los campesinos zaparrastrosos que constituían su ejército y que fueron con él hasta el río donde nos esperaba la traición, la emboscada que casi acabó con todos y convirtió la ribera en un extenso campo sembrado de cadáveres.

Gavilán siempre permanecía sereno. Iba al frente, a caballo, con los hombros algo hundidos, envuelto en el poncho del que nunca se separaba y que le servía de abrigo para enfrentar el invierno o el fresco de las noches a la intemperie.

Nosotros lo seguíamos. Algunos montados, otros tirando de sus cabalgaduras. Pareceríamos la creación de un pintor obsesionado mostrando en el lienzo el avance de un grupo de almas adentrándose en el infierno verde y marrón de esa maraña engañosa, llena de mariposas y flores, de aves y sonidos, de vida y de muerte, todo oculto tras la cortina densa de la vegetación hostil.

Seríamos unos doce desarrapados, gente del pueblo y de la ciudad que nos habíamos unido a él, hipnotizados por la fuerza de su convicción, de sus sueños o, tal vez, debería decir, de sus alucinaciones. Íbamos hacia el sur, siempre hacia el sur. Nuestro destino era Asunción.

Nos fuimos armando por el camino con los fusiles vetustos de las tropas, que en algunos casos se sumaron a nosotros sin luchar, cansados de tanto oprobio, de tanto paniaguado, de tanta promesa incumplida.

No podía ser de otra manera porque el régimen no iba a soltar el poder ni quería hacerlo. El beneficio de sus prebendas, la comodidad de la desvergüenza, el dinero fácil, la conveniencia de las negociaciones y los negociados que hundían al pueblo en una miseria cada vez más humillante y cruel.

-Este pueblo parece vacío, mi comandante.

Ilaudino Gavilán recorrió con la mirada el par de hileras del rancherío que corría a ambos lados de una calle arenosa y seca, de no más de cien metros de largo.

-Voy a revisar si tiene pozo por ahí, mi comandante, y si no quedó algo en los sobrados.

Cuando estuvieron frente al primer rancho, un perro se acercó a husmearlos. Tenía el pelo hirsuto y sucio pero no parecía con hambre.

-Vó anda comiento mejor que nosotro -dijo uno de los hombres cuando el animal se acercó a olfatearlo-. A ver si nos lleva junto por una gallina o que -el perro parecía ponerse contento y arreciaba el vaivén de su cola con tanta fuerza que se le agitaba todo el cuerpo.

Comenzó a ladrar y a saltar, dirigiéndose hacia el tercer rancho, cuyas paredes de adobe, tacuara y tierra colorada parecían conservarse bien.

-Por lo visto eta é tu casa -dijo el hombre-, y a lo mejor tiene algo para comer.

En el pueblo había un pozo de agua limpia y en los ranchos encontraron algunas latas con yerba y cuando se dieron cuenta que no había nadie en el pueblo, se alejaron hacia los alrededores de donde volvieron con algunas gallinas extraviadas.

Los preparativos de la mudanza comenzaron tres días antes del fijado por el tío Eduardo para el envío del camión, que transportaría las cosas de su sobrina.

Lelia, previsora como siempre, quería tenerlo todo listo y con tiempo para evitar los apurones de última hora. Empezó a juntar las sillas de la sala en grupos de a dos, una de ellas patas para arriba sobre la otra. Pasó luego a la cocina a acomodar los platos y las cacerolas, las sartenes, la olla sin manijas y la hornalla, los cubiertos, dos vasos buenos y uno rajado, los manteles de nylon y la jarra de aluminio.

Dejó fuera, para su manejo, el calentador a alcohol, una paila, un plato (el rajado), una cuchara, un cuchillo y un tenedor. Almorzaron esos últimos días turnándose en el uso de los cubiertos cada dos bocados. El biberón de Rolito tampoco se guardó, pues se contaba entre las cosas imprescindibles que se guardarían al final o se llevarían en la mano.

Los juguetes del niño, una pelota de goma (desinflada), el camión de madera sin ruedas, las ruedas y el sonajero fueron a parar al canasto de mimbre con las ropas sucias que lavaría después. Las ropas limpias que sacó de la cómoda las envolvió en un atado hecho con dos sábanas para cubrir con la una los agujeros de la otra, de modo a que no fueran esparciendo su contenido.

El día anterior a la mudanza durmieron en el suelo después de desarmar la cama matrimonial. Rolito en su cuna, sobre el colchón sin sábanas que mojó dos veces. Lelia retiró los alambres de tender y juntó las pinzas que puso en uno de los cajones de la cómoda, junto con los libros y revistas de su marido. Las dos gallinas que tenía fueron ubicadas dentro de unas cajas de cartón, obsequio de despedida de una vecina.

La mudanza comenzó a las seis de la tarde y con la ayuda del camionero, en menos de media hora los bártulos de la familia se encontraban sobre la carrocería del vehículo. Se despidieron de la gente de al lado y de los vecinos de enfrente, que salieron a mirar cuando comenzó el movimiento.

El camión arrancó. El atardecer caía a trocitos y las primeras parejas buscaban cobijo en los rincones discretos del anochecer, hasta donde no llegara el sol rojo y desvaído de la hora.

Lelia y el niño se acomodaron junto al chofer. Arnaldo subió atrás, a la carrocería, para atender los muebles y los líos de ropas.

De pronto observó que el bacín de Rolo se había desprendido y dando pequeños saltos se acercaba al borde de la carrocería, que empezaba a subir una cuesta pronunciada.

-¡Alto! -gritó, pero era tarde.

Un barquinazo arrojó el recipiente a la calle, alcanzó la pendiente que el transportista acabada de salvar y rodó cuesta abajo.

Cuando pudo bajar del camión, Arnaldo se lanzó en persecución del bacincito que escapaba calle abajo dando grandes tumbos con un barullento sonido de enlozado deshecho.

Arnaldo, más empujado por la pendiente que por la prisa, corría dando grandes saltos y moviendo los brazos con aspaviento.

El bacín llegó a la esquina, dio contra el cordón de la vereda, subió sobre ella dando tres vueltas sobre sí antes de quedar inmóvil y boca abajo a los pies de una pareja estupefacta.

El muchacho se agachó a recogerlo y lo entregó a Arnaldo que llegaba sofocado.

Con pasos lentos inició el ascenso, consciente que a su espalda estaban clavados los ojos serios y perplejos de la pareja. Lelia y el camionero se retorcían de risa.

Llegó al camión.

-No es pues para tanto -dijo medio picado.

Enseguida cada uno volvió a su sitio y la mudanza continuó sin otros percances hasta la casa del tío Eduardo que los estaba esperando a la puerta.

-Hay momentos felices, eso te concedo, pero en realidad, la vida es una alegría imposible -exclamó Elvira, exhalando una bocanada de humo-. Vos te preocupás demasiado.

-Pero la revisión de hechos sucedidos, el regodearse con los recuerdos, trayéndolos a la superficie, es algo que se parece mucho a la felicidad. Un chiste, alguna originalidad imprevista de Elvira, su forma de ser y de moverse. Su risa áspera y espontánea, todo ello conforma el contenido del baúl de mis emociones.

-Vos perdés mucho tiempo con tus angustias -siguió diciendo-, si no es por cuestiones de dinero es por esto o por lo otro..., perdés mucho tiempo con tus angustias. Hoy es lo que vale. Vos siempre querés programar para un mes o un año y al menor descuido se derrumba el castillo y estás de nuevo con tu angustia...

-Yo soy así, es cierto -respondió Eduardo-. Vos, en cambio, no programas nada -agregó sonriendo algo burlón.

-¡Por supuesto! -contestó Elvira, envolviéndolo en las volutas de humo.

A veces se ponía celoso pensando en que esa mujer que amaba tenía un pasado, una vida desconocida para él. No podía extirpar de su corazón esa ira impotente que a veces se encendía sin motivo.

-No me vas a decir que pensabas encontrarme virgen, ¿verdad? -le dijo una vez Elvira, cuando se le acabó la paciencia-. Ya somos grandes, me parece.

Me preguntas:



Me preguntas:
¿No será sólo soledad, tu miedo?

Y te respondo: son dos miedos.

Son dos miedos
Que cuando te acercas, huyen
Que cuando te alejas, vuelven.

Son dos miedos,
Que como un volcán dormido duermen
Y de pronto explotan
En destrucción y lava.

Sonríes y preguntas:
¿No es sólo soledad?

La soledad no temo, la conozco
Son dos miedos
Y uno me es desconocido.

Te digo:
Contigo no estoy solo
Somos uno
No siento ningún miedo
Pero si no estás...

Entonces son dos miedos
Uno, desconocido.

La soledad, mi vieja amiga, la conozco
Pero el otro
Es terrible, voraz, desconocido
Es el otro al que temo,
El otro miedo...

No, se dijo Eduardo, no esperaba que fuera virgen pero tampoco pensó que iría a enamorarse de ella, así como lo estaba ahora... Desde entonces empezaron a perseguirle esos fantasmas a los que no podía derrotar porque eran parte del pasado.

-¿Qué conseguís con atormentarte todo el día con algo que no se puede remediar? No sé por qué tenés que ponerte celoso. Nadie me importó como vos. Te amo...

Y era suficiente. Cuando clavaba en mí sus ojos inclinando algo la cabeza como para observarme mejor, con un vaso de cerveza en la mano medio escondida tras el humo de su eterno cigarrillo, lograba desintegrar mis prejuicios y hasta me burlaba de mí mismo. La vida nos armó una trampa y caímos en ella. Eso fue todo.

-Te amo desesperadamente -era lindo escucharlo, pues yo fui, para Elvira, tanto como ella para mí, una trampa cruel del destino en la que caímos, sin darnos cuenta.

Elvira es vida y no la puedo imaginar sin ella, aunque haya transcurrido una eternidad, aunque el mensaje en la botella nunca llegue. Son esas emociones, como los pequeños miedos, los que me van consumiendo devorado por estos gusanos presente-ausentes, siempre a mi alrededor, deshaciéndome de modo insensible pero constante, siempre más cerca de las luces discretas que suelo presentir a mi alrededor.



Estar contigo
Es presentir el cielo
Es vivir la gloria
Respirar la vida

Estar contigo
Es crear poesía
Es saber que antes
El amor no existía

Estar contigo
Es nacer en un mundo
Que no conocía

Es sentir que la vida
Puede ser dichosa
Lo he comprendido
Al estar contigo

Estamos solos.

Veía el rostro plácido de mi niña dormida, el cuerpo cubierto con una sábana livianita para protegerla de ese calor engañoso del otoño, que sin previo aviso cambia a veces en la madrugada. Y pensaba. En tantas cosas, divagaciones, en nada, realmente, sólo me complacía en verla dormir, desvalida, confiada, respirando en calma después de un día de juegos y risas, de palabras todavía mal hilvanadas y llantos esporádicos.

Muchas veces quise repetir la experiencia, volví a sentarme en el mismo sitio de la cama, para observarla, pero no volví a obtener esa comunión casi mística.

Somos las únicas criaturas ilusas del planeta. Es la compensación por nuestra soberbia, por la capacidad de razonar que nos coloca por encima de los demás seres. Porque si el raciocinio no se viera compensado por la ilusión, tal vez no existiría la raza humana, incapaz de soportar esa presencia constante de una fuerza tan impúdica en su sencillez que resulta inaceptable para nosotros, los supérstites de aquellos animales filósofos que dejaron a un lado el trozo de carne para tomar conciencia de su alrededor y sacar conclusiones metafísicas. Nosotros somos los herederos del ensueño.

Estoy en la cumbre y no veo a nadie, sólo las nubes que se desplazan veloces, azotándome el rostro y mis formas desnudas. Muevo la cabeza, observo mis brazos, que acaban en gusanos inquietos e inquietantes. Largos e irregulares gusanos que no tienen qué asir.

Mi cuerpo está sostenido por dos ramas que acaban en una pequeña articulación prolongada a su vez en otros diez gusanillos. Estoy solo, convertido en mi individualidad horrorizada, sacudido por un viento tormentoso y asfixiante. Siento que mi cuerpo -esa figura grotesca que me pertenece- va al encuentro de una inagotable tristeza que no acaba por definirse antes de caer de nuevo en mi celda, en la inmovilidad, en los recuerdos porfiados que se centran en la pequeña cuna recubierta con piel de pétalos alrededor de un rostro pequeño que parece sonriente, y en sus facciones busco el dolor que con el tiempo se fue dispersando en tantas cosas sin importancia.

Anita fue apenas un amanecer, la culminación de la felicidad y el anticipo del abismo. Las risas y las lágrimas. Demasiado doloroso para Irene, demasiado fuerte para sus barreras que cayeron para sumergirse en la piedad del olvido, donde decidió ocultarse al repetir incansable los vaivenes del columpio vacío que olvidé guardar al otro día.

Se fue Anita con el suspiro de un ¡ay! que tal vez escapó de su garganta, ese ¡ay! que ni siquiera pudo pronunciar Irene cuando nos miramos y nuestros ojos tropezaron el uno contra el otro, cuando entré a la pieza donde me esperaba.

Estaba aterrorizado. Temblaba. Me sentía como un ladrón que es descubierto en el momento de su delito. Sentí mis ojos chocar contra los de Irene que me miraban fijos mientras su mandíbula descendía lentamente, sin control, para abrir ante mis ojos aterrorizados el hueco de su boca, con sus dientes blancos, con la caverna negra de la muela que le falta a un costado y que exhibió también, desvergonzada y obscena en su desnudez abrumadora mientras la lengua rosada y toda la boca abierta trataba de emitir el grito que no escuché pero que llenó la casa haciendo vibrar las paredes y el techo, el grito que no escuché, obsesionado con su boca abierta y fea, con la mirada horrorosa y acusadora clavada en mi carga, que apenas sentía en mis brazos donde sostenía a Anita, colgando por todos lados, como si no la tuviera bien, como si estuviera desecha en demasiadas partes y yo no la pudiera contener.

Rolando despertó sobresaltado.

La noche reptaba uno de sus intervalos densos y silenciosos, de aquellos cuando por extraño sortilegio los sonidos se agotan y callan por completo para condensarse en la oscuridad pura, de duración breve.

Esa noche Rolando cayó en la profunda desazón de esa calma, no tanto por haber despertado en medio de la noche, sino por sentirse absorto en medio de la tranquilidad absoluta, preso en la cueva misteriosa y prohibida abierta en la boca de las sombras, esa suerte de ventosa que succiona todas las palpitaciones vitales de la hora y deja algo parecido al infinito, vacío y negro, sin tiempo, inanimado (¿insondable?), atroz, fantástico, el santuario de las brujas, el escondrijo de la magia, la frontera de lo irreal, ese margen de cordura sobre el cual transita la espantosa palidez de horrores inconfesables formando bultos indecisos que dejan escapar el gemido de sus penas perennes y sin misericordia.

Los que duermen se agitan hundiéndose más y más en las profundidades de sus sueños. Los que despiertan presienten el hálito frío que lo envuelve todo.

Dos luciérnagas se desplazan en círculos hacia el rincón donde la abuela, cubierta de rocío y con los ojos abiertos, atraviesa una vez más la soledad de su alrededor.

Rolo no sintió miedo. Estar despierto a esa hora insólita le transmitió la emoción de una aventura inesperada. Salió al patio que lo recibió con el aliento fresco de las horas previas al amanecer.

El niño respiró profundo, llenando sus pulmones con el aroma de las flores. Se detuvo tratando de identificar, entre las sombras sosegadas, las formas difusas de las plantas cuyas hojas se restregaban en un susurro causado por la brisa.

No consiguió definir las figuras ocultas entre la oscuridad del patio aunque vagamente adivinó sus perfiles.

Los dos árboles de mango, el dosel vegetal de la santarrita protegiendo a la abuela, las planteras con crotos y el pasto, que en partes formaba un ondular inquieto. Allí también estaban las cárceles llenas de hormigas, muchas de las cuales ya estarían muertas, formando pequeñas pelotitas inmóviles, mientras las demás seguían yendo de un lado para otro sin nada más que hacer, sólo por continuar en movimiento, sin ver, sin sentir, con la persistencia tenaz de querer seguir vivas, de no rendirse a esa fuerza vana que las arrojó a su miserable condición.

-Han de estar ahí -se dijo Rolo-, han de estar ahí y ahí van a quedarse. Hasta que se mueran... -agregó en un susurro.

A veces le corría por el cuerpo una extraña sensación, algo parecido al cosquilleo del miedo, cierta inquietud ubicua. Era cuando colocaba dentro de las botellitas a sus víctimas y las veía correr, retorcerse, luchar entre sí o agonizar en la casi total inmovilidad a que se entregaban después de algún tiempo de permanecer en las mazmorras frías y húmedas, resoplando con las voces mudas de almas sigilosas y frustradas por el horror y la muerte.

Las cárceles de hormigas constituían la culminación del proceso de crueldad que empujó a Rolo a encerrar a sus víctimas, sin razón alguna, en apariencia, movido por los oscuros designios que desembocaban en esa crueldad pueril a la que ninguno de los habitantes de la casa prestaba la menor atención.

Pero ¿de dónde provenía ese deseo irrefrenable de encarcelar a los pequeños insectos, ese afán apasionado de limitarle sus días, de acabar con ellos en un absurdo holocausto de dolor y desesperación, de injusticia, esa enajenación ese placer por encerrarlas en recipientes de vidrio, creyendo alcanzar así un poder total sobre las generaciones que desaparecían del patio?

La noche salió a su encuentro, y después de ofrecerle su silencio y sus sombras, le entregó el encanto fresco de la leve agitación de hojas y ramas en la voluptuosa melodía vegetal que, transcendiendo su accidente, se hacían eco de la melodía de la vida, de la naturaleza circulando por sus venas invisibles.

-¡Qué de hormigas que hay! -pensó Rolo-. Cada vez salen más. Me canso de seguirlas, de aplastarlas, de meterlas presas..., siempre hay más. Le siguen comiendo a la abuela, suben por sus piernas, por sus brazos, recorren el patio. Seguro que cuando voy a la escuela salen de sus agujeros y recogen lo que necesitan para alimentarse. En cualquier descuido salen, cortan hojas, las llevan a esos túneles y cámaras malolientes que tienen ahí abajo. Seguro que ahora mismo están haciendo algo. Siempre hacen algo. Son traicioneras..., y lo que es peor, nadie se preocupa de ellas. Nadie se da cuenta de su constancia, su afán de vivir. Ése es su secreto, quieren vivir. Yo me pregunto: ¿para qué quieren vivir? ¿Qué son? Hormigas. Unos insectos pequeños dedicados a trabajar, siempre están haciendo algo, siempre afanosas en su deseo de vivir. ¿Y qué hacen?

-Van, vienen, cortan un trozo de hoja, la arrastran a sus cavernas. Allí es donde hay que entrar de alguna manera.

-Me las imagino cavando, colgando ordenadamente trozos vegetales, pedazos de cucarachas descuartizadas... Son monstruos. Son animales repulsivos, no sólo por lo que hacen sino por hacerlo. No piensan, no razonan ni maldicen su suerte, ese absurdo destino de hormigas consistente en caminar, cavar, arrastrar cadáveres, migas de pan, hojitas y crear más hormigas para al final saturarlo todo con su presencia idéntica, repetida en cientos de millones tan iguales que una o un millón es lo mismo. Hormigas. Monstruos destructores, inmortales. Apreso mil y surgen diez mil. Las sigo, las busco, las controlo, las quemo. ¿Qué más debo hacer? Quieren vivir. Carecen de conciencia. ¿Cómo superar su persistencia obtusa y abrumadora? Impasibles. Tal vez les posea un instante de miedo o desesperación cuando las destruyo con el fuego y las que vienen detrás encuentran esos ovillos calcinados, esos cadáveres malolientes que formas sus cuerpecitos carbonizados... ¿Gesticulan las hormigas?

-Las encierro, las torturo... no escucho nada, ningún gemido. Junto cien en una botella, dejo que se debiliten, las dejo caer al suelo. Nada. Intentan algunos movimientos, si todavía les queda fuerzas o si no están ahí tumbadas, pataleando... De pronto, se mueren. No es como cuando se hacen las muertas. Ya descubrí la diferencia. Antes me engañaban. Cuando se hacen las muertas las picaneo ¡y cómo vuelven a vivir! Corren como locas. Les cierro el paso, retroceden. Ya no me divierte más perseguir hormigas..., al final, es bastante estúpido eso de encerrarlas en botellitas y tenerlas metidas en el patio. ¿Para qué? Cosas de chiquilín, digo yo, porque en realidad, tantas cosas que me daban gusto el año pasado, ahora ni me interesan...

Volvió a entrar a su habitación. El canto de los gallos se repetía con sus características ondulaciones y el cielo comenzaba a ofrecer ese tiente lila tímido que anuncia la próxima claridad.

Se acostó. Colocó las manos bajo la cabeza y mantuvo los ojos abiertos escuchando los sonidos del amanecer. Los primeros vehículos que despertaban a las calles dormidas, las carretas, los primeros transeúntes, los últimos borrachos.

Aunque la calle de su casa no era ni muy céntrica ni muy transitada, todos esos ruidos anunciaban el alba. Rolo cerró los ojos y se dejó flotar en el tenue terciopelo del ensueño que acabó cubriéndolo con su manto de calma y ausencia.



Hablar contigo es decir:
Te amo

Es hacer poemas
Aún no engendrados

Es el verbo vivo
Resuelto en sonidos

Hablar contigo es promesa y canto
Es estar contento
Sin ningún motivo

Es soñar un sueño donde estás conmigo
Y al despertar encuentro
Que nunca te has ido.

Hablar contigo es rocío trémulo
Es temblar de auroras
Al romper el día.

Es tu voz que hace en mí,
Poesía, al hablar contigo...

A veces se encontraban con poco tiempo, acuciados por los compromisos de cada uno de ellos. Otras, su estado anímico les alcanzaba sólo para obtener la breve, intensa y poco satisfactoria voluptuosidad del deseo aplacado.

Había oportunidades en que decidían hacerse el amor sólo como una excusa para lograr otros objetivos como mantener una conversación ociosa y agradable acariciándose como al descuido, contándose anécdotas o cualquiera de los acontecimientos del día o de la semana, el resumen de esas galaxias efímeras que constituyen los días.

Eran horas de franca camaradería interrumpidas sólo por el paso del tiempo.

Pero otras veces, nacidas al acaso, sin que nada pudiera vaticinar su momento y cuando todo se prestaba, en opinión de Eduardo y Elvira, como lo comentaban después, a ser un encuentro más entre los tantos que tenían, desembocaban en situaciones sublimes.

Algún carisma extraño se apoderaba de ellos en esos minutos difíciles de explicar o comprender, una vibración sólo evidente para ellos, envuelta en los inusitados vericuetos de la pasión que al atravesar las barreras de sus cuerpos, los confundía en un solo temblor que los consumía en la llama devoradora del deseo, esa ansiedad intransigente de sus cuerpos unidos en el furioso abrazo de la entrega.

Entonces, los labios de Eduardo, como un animal mínimo, recorrían sin prisa las ondulaciones y repliegues del cuerpo de Elvira. Iniciaban el camino besando con ternura los párpados entrecerrados de la mujer mientras ella distendía sus labios, entreabriéndolos en la conocida casi sonrisa tibia, concesiva, exigente. Ese dulce reclamo que se iría transformando en gemidos cuando al final, su cuerpo convulsionado sólo espera liberarse en el torrente impetuoso del orgasmo incontenible.

Pero antes, los labios de Elvira obsequiaban al hombre insecto con el brillo blanco de sus dientes pequeños entre los que escapa la aspiración llorosa y sibilante creada por el aire aprisionado, cuando siente que el beso casto se torna húmedo y deriva hacia los peñones abovedados de sus senos cuyos pezones se yerguen sobre la suave superficie de piel blanca.

Al cubrir con su boca las flores despiertas de los senos de Elvira, Eduardo siente en la cabeza la caricia de las manos de la mujer y de nuevo la expiración gemido saliendo entre las rendijas de sus dientes.

Sigue el descenso hacia la concavidad del abdomen, se acomoda de rodillas, separando las piernas de Elvira y acariciando con su sexo la boca de la caverna oscura y húmeda que en un balanceo involuntario invita a accederla, en una tentación voraz pero prematura, pues ambos saben que aún no se ha cumplido con la liturgia del amor.

Lentamente se aleja el animal de su guarida mientras el insecto investiga con suavidad la boca del misterio. Se detiene con premeditada morosidad en el replegado cráter del ombligo. Entonces Eduardo gira, sin abandonar a su presa, acercando a Elvira su ansiedad tensa y exigente de la que se apodera ella con sus manos pequeñas y finas buscando introducir en la boca la pira encendida de su pasión.

De pronto a Eduardo ya no le alcanza el páramo desolado de la piel de Elvira y como respondiendo a una señal, la boa insecto se sumerge en el denso matorral de la caverna, introduciéndose en ella, dejando escapar la lengua que loca y liberada se rebulle en el socavón rojo, húmedo, tibio, entre las profundas laderas que lo bordean mientras Elvira agota su resistencia en un paroxismo de sollozos, temblorosa y loca, sin soltar la presa capturada entre sus dientes.

Tras un paréntesis Eduardo la besa con ternura ascendiendo hasta llegar a la boca de Elvira, tímida y anhelante que concede un beso enamorado, y el animal ansioso accede a la cueva que penetra sin prisa, perezoso, sólo un juego de vaivén al que ella se acopla todavía sin abrir los ojos ni perder la sonrisa, sin exigencias, esperando que su dueño se posesione de ella, feliz por entregarse al extraño ritual donde el placer retarda su última explosión para permitirles sentir que están unidos en la inexplicable resolución del deseo.

Caían después en una especie de calma exhausta y densa, como si entre ellos nunca se hubiera presentado ese alucinante juego, el huracán desatado. Permanecían tendidos, sin decir palabra, se miraban y reían escuchando sus respiraciones agitadas, pero ya en busca de la calma y el latido de sus propios corazones, retumbando aún como tambores, en su interior.

A veces, después de pasar la noche juntos, despertaba Eduardo abrazado al cuerpo de Elvira, que dormía a su lado con la placidez grabada en el rostro, sumergida en la dulce huida que proporciona el sueño. Solía acurrucarse acomodándose a su cuerpo y él la acariciaba con suavidad.

Se preguntaba, al verla con esa expresión inocente de niña dormida, cual era realmente el rostro definitivo de esa mujer.

Y Eduardo la amaba. La amaba con la fuerza de los temperamentos poco apacibles, que podía cambiar de un momento a otro.

-Nunca me gustaron las mujeres niñas. Prefiero las de armas tomas -solía decirle-. Fui así desde jovencito.

-¿Qué encontrás vos en mí? -le preguntó una vez Eduardo.

-¿Y para qué querés saber? -le respondió ella.

-Necesito saber cuál es mi atractivo oculto -le dijo él-, porque la verdad, yo no lo veo.

-No hace falta, mi amor...

-No..., te digo en serio... el problema es que vos me conocés demasiado bien y yo..., ¡no te conozco en absoluto!

-Y ¿para qué querés conocerme?... mejor así..., mejor no conocer a la gente.

-Siempre la misma escurridiza -dijo Eduardo con tono de disgusto.

-Es que no veo la razón por la cual te ponés a buscar tres patas al gato..., sos un cabeza dura, eso sí... Te amo..., estoy contigo porque me siento bien... y eso hay que sentir, no hace falta que te esté repitiendo constantemente. ¡Sentí!

-Quiero saber cómo empieza y termina el amor.

-¿Y para qué? Yo prefiero vivir este momento de estar contigo. Prefiero sentir así, junto a mí tu calor, tu aliento... En verdad que me parece una pérdida de tiempo andar buscando razones para nuestro amor. ¿Por qué no nos amamos simplemente?

-Es lo mejor -aceptó Eduardo con desgana.

-¡Claro!

-Hay veces que no entiendo esta vida. No entiendo por ejemplo cómo se enlazan los acontecimientos, cómo es a veces tan sencillo elegir un camino u otro y nunca puede decirse a qué conducirá ni qué se va a encontrar a lo largo de su recorrido. Sin embargo, creo que todo está preestablecido..., todo está ahí, desde el principio...

-La fuerza del destino... -se burló Elvira poniendo los ojos en blanco-. Eso es determinismo puro, mi amor. La casualidad no existe por sí misma sino como exteriorización de la causalidad -agregó, dando especial énfasis a la entonación doctoral de su discurso.

-¡No sea argel! -dijo Eduardo riendo.

-Pero qué argel, m'hijito..., es lógica pura. Raciocinio..., o ¿vos creés que tengo la cabeza sólo para peinar mis lindos bucles? Es determinismo. Causalidad versus lo casual, y nosotros, pobres humanos, somos juguetes de los poderes misteriosos que se agitan invisibles a nuestro alrededor..., nos marcan los pasos a seguir...

-Está muy bien todo eso... es impresionante -dijo Eduardo sin dejar de reír.

-Siempre existen alternativas y nunca vas a saber cual es la correcta -se interrumpió sentándose en la cama-. Si es que hay una que sea correcta, porque yo nunca encontré una que estuviera libre de obstáculos, dificultades, errores, omisiones, calamidades varias que te van vapuleando de lo lindo a medida que avanzás hasta verte de nuevo ante otra encrucijada y vuelta a tener que elegir y suma y sigue. No hay remedio. A avanzar de nuevo, a tropezar y cometer errores y aguantar las mil plagas de Egipto que te atacan de todos lados. Entonces, cuando tenés setenta años, lo único que querés es irte al otro mundo, aburrido y golpeado a más no poder, con la esperanza de la paz eterna, y eso siempre que no vayas al infierno y te pases la eternidad huyendo como un desesperado entre sus corredores ardientes, saturados de emanaciones sulfurosas y con dos o tres diablos con colas y tridentes que te persiguen para usarte de asado..., y eso día tras días, porque vos sabés bien que en el infierno no hay ni tiempo ni espacio, sólo un reloj que no tiene manecillas, hace tac tac y del cual cada tanto, no recuerdo si cada día o cada siglo, lo que en el infierno viene a ser lo mismo, repite con un tono horroroso y gutural: «nunca jamás..., nunca jamás...».

-A la pucha -exclamó Eduardo encendiendo un cigarrillo-. Me estás metiendo miedo, caramba... ¡Vos si que te aprendiste bien el catecismo!

-Y puedo seguir enseñándote más al respecto..., pero tengo ganas de hacer el amor.

-Vamos a procurar..., el destino me tiene medio vapuleado.

-¡Qué calamidad!

-Determinismo, mi amor...



Deseo es ilusión que se despierta,
Un sueño, que adquiere realidad.
Es fuego indefinido que no acierta
Apartar de la sangre, su ansiedad.

Es sombra de formas indecisas
Lirios -aún sin marchitar-
Es eco burbujeante de las risas,
Una lágrima que no quiere secar.

Origen ignorado de un poema
Con forma de labios al besar,
Dulzura ardiente que le quema
Al alma, haciéndola temblar.

Deseo es soñar aun despierto,
El sueño de la noche y recordar
En medio del clarear incierto,
Los besos, que no pudimos dar.

Es juego de imágenes y tiempo,
Memoria de un instante, que al pasar
Detuvo en las bocas el aliento
Que acaso olvidamos respirar.

Deseo es sentirse ansioso, insatisfecho:
La espera, la urgencia, la ansiedad;
Es murmullo de hojas, que de hecho,
Se aplaca al compartir la soledad.

Deseo es querer estar contigo
Tan luego de contigo estar.
Deseo es sentir como un castigo,
El no poderte ya besar.

Yo me suele ir junto por él, porque cuando te quedaba a decansar le gusta que le cebe tereré, o sea a vece tomaba solo y otra vece sí que con alguno de nuestro compañero y yo y si é que quiere etar solo entonce no sentamo debajo de un árbol, de eso que tiene sombra, o sea ybapobó o si no mango, si hay o si no sique debajo de cualquiera arbolito de guayaba o que, si hay, y lo mimo nomá era porque no sé si lo que quiere é tomar su tereré o mate o si é para pensar nomá lueo, porque si vo te está ecapando, a lo mejor pensá cualquiera cosa meno lo que hace o sea el tereré o el mate si é que hace frío, pero a Ilaudino le guta má su tereré, porque yo me recuerdo que alguna vé hace frío por ahí y él sique sigue en su montura con su poncho sesenta lita medio deteñido de viejo que ya é... yo le suele decir ¿por qué lo que no te cambia ese poncho viejo, mi comandante? y él sí que se ríe por mí y no me conteta y ahí etamo lo dó, muerto de frío y de hambre taén a vece, porque a vece co ni piririta no encuentra para comer. A vece sí que se tiene la yerba, la mompilla y el agua de un ycua para tu alimento, bueno, si le podé decir así a eso andar por lo boque con tu barriga que parece cambuchí todo lleno con agua que se mueve cuando te vá saltando en tu montado que taén come cualquier cosa lo pobre, se reyía poco lueo sobre todo esa ve que no vamo ecapando por lo boque. No éramo mucho porque depué que no ataca lo soldado y que mató un montó de lo hombre, el comandante Gavilán co te daba látima si le mira por su pie decalzo, su cabello largo que ni no se peina y su barba largo taén... lo meno tré semana que pensamo que se perdió su navaja pero é que no quiere nomá afeitarse..., no tiene gana de nada y anda medio ido depué de la embocada me parece y a lo mejor tiene miedo taén que no salga otra vé lo soldado y lo caballo no quiere lueo caminar en lo boque, por la rama que hay, claro y parece lueo que ni un critiano no viene ante por ahí... epeso é chamigo..., y el sol no te llega en el suelo y lo pájaro que anda por arriba y la mariposa por abajo a vece te entra por tu boca o por tu nariz sique, pero dice no le haga nada a la mariposa porque te trae suerte y si te muere mejor que ande encima de vó la mariposa y no la moca, ¿ayepa? Sobre todo ese mbutú verde y grande que estaba sobre un muerto que le encontramo y no sabe si é soldado o nuetro hombre, pero Ilaudino dice que le entierre lo mimo... era feo co verle por su ojo lo mimo color que de botella de caña roto, así medio verde, sabe pa..., y tiena la boca abierto y sucio de arena..., te digo nomá que te da miedo así lo muerto porque te mira con ese su ojo color botella reví y su boca que medio se ríe parece. Cuando no vamo me dice Taní, que a mí me dicen Taní no por Etanilao, é por mi apelido Santiviago, porque yo me llamo Heriberto Arcibiade, por mi apá que dice que se llama taén Heriberto y mi amá sí que le guta Arcibiade, me dice una vé. Bueno, te cuento pué que el comandante Gavilán me dice que cuanto no morimo ya no sabe má para qué se pelea lueo y lo único é lo gusano eso que te come y te deja güeso puro y ahí sí que ya no le importa a nadie. Yo dice mi comandante é cierto lo que vó dice pero lo soldado no persigue igual así mejor no vamo nomá porque ello no ha de saber que cuando te muere é todo iguale, eh... Entonce me dice: como usté ordene Sanche... a vece me dice así y cuando le pregunta una vé por qué si mi llama é Heriberto Arciabiade Santiviado o sea Taní, si por qué lo que me dice Sanche si el apelido de mi amá é Santiviago y no sabe ni por acaso que el apelido de mi apá é Sanche, y cuando me dice Sanche o don Sanche no é que me enoja porque é lindo así con do apelido y no é para que te enoje ni nada, pero te digo nomá, comandante que ese coronel que ganó recién dice que su apelido é Gonzále Martíne y bue..., é lindo, así si vo me quiere que me llame Santiviago Sanche, está bien, jhe..., y él sí que se ríe por mí y eso que etábamo ecapado de lo soldado y a pesar del muerto que recién nomá enterramo. Mirá, Taní, no me río por vó. Lo que pasa é que le parece a un Sancho -había sido y no Sanche que le conocía Gavilán- y era así como vó, compañero fiel de su jefe. Y a mucha honra le digo, y podé preguntar a cualquiera nomá de eso que te va decir igual. Mi comandante chupó otra vé su tereré y se secó lo ojo con la colita de ese su sesenta lita que te dije y me parece nomá que llora, pero no dije nada porque todo sabe que é má valiente que de cualquiera y si llora no ha de ser por vyreza, sino que sale de su ánima. Yo no dice nada y él se calla taén y seguimo tomando lo dó junto el tereré que yo le cebo, como lo mejor amigo del mundo y lo otro dormía porque te cansa co cuando te escapa y no sabé si ha de llegar en un poblado o que... Y siempre tené miedo, eso sí... Asé era esa época...

-Si uno se diera cuenta y se detuviera a pensar en sí mismo, tomara conciencia de su soledad agitada por vanidad y necedades que sobrenadan la superficie de su persona, resultaría casi imposible vivir -dijo Eduardo dirigiéndose al padre Alonzo que lo visitaba de vez en cuando para jugar una partida de ajedrez.

-Usted toma las cosas muy a la tremenda, don Eduardo -respondió el religioso-. Yo puedo asegurarle que la fe es un buen substituto de esa soledad a la que usted se remite.

-Sí, claro..., la fe -asintió Eduardo-, pero entre nosotros, padre..., si uno tomara conciencia de su más pura realidad como organismo..., como entidad material..., si llegara a la más pura realidad de su conciencia, se apoderaría de nosotros un terror tan profundo, un pánico tal que haría reaccionar ante él..., es lo que ocurre con los suicidas... y eso porque aunque el primer horror es la muerte, a veces resulta insoportable persistir en la vida.

-Hum... -dijo el sacerdote concentrado en el juego más que en las palabras de su contrincante-. De cualquier manera... ¡jaque y mate!

-¿Qué se oye por ahí? -quiso saber Irene-. Aunque en realidad estoy bien informada porque vino a visitarme doña Elisa...

-¿Y qué chisme trajo? -Eduardo se despojó del saco del traje oscuro y aflojó el nudo de la corbata para terminar por quitarla, lo mismo que el cuello postizo almidonado.

-Parece que las cosas no le van tan bien para el gobierno como quieren darnos a entender. Parece que Ilaudino Gavilán sigue ganando apoyo popular y los militares están indecisos.

-Es lo que se comentaba esta mañana en toda la ciudad, entre susurros, como todo el mundo habla por ahora porque tiene miedo... Lo cierto es que este asunto resulta bastante confuso y te voy a decir una cosa, Irene: lo mejor que se puede hacer es tener bien cerradas las puertas y ventanas.

-Y vos mejor que salgas lo menos posible. Mirá que te han de tener el ojo puesto y por cualquier cosa nos van a venir a visitar de nuevo. Y cuanto menos comentes, mejor.

-No te preocupes -se sentó en el sofá ubicado a la derecha de donde su mujer manejaba con destreza y rapidez las agujas de crochet-. ¿Qué estás haciendo ahora?

-Una colcha -detuvo un instante el ritmo modulado de sus manos-. Nos hace mucha falta porque la que tenemos está bastante fea.

-Por la calle no se habla de otra cosa -insistió Eduardo después de dedicarle a Irene una sonrisa plácida-. La gente está inquieta. De noche no sale nadie y ¡menos hacia el centro! Tendrías que ver como están las columnas todas agujereadas.

-También, no pasa un día sin tiroteo. Según doña Elisa, la cosa está que arde y los políticos ya andan discutiendo la posibilidad de sustentarlo a Gavilán..., ¿te das cuenta?, una base partidaria para la revolución...

-Una revolución que no parece tan utópica como antes, ¿verdad? Hasta el padre Alonzo anda medio dudando y ya no cree tanto que sea la arrogancia ingenua y audaz de un campesino muerto de hambre manejado por intereses inconfesables, como solía decir -se rió-. Dentro de poco le vas a escuchar haciendo una misa por Gavilán...

-Lo que pasa es que si Gavilán toma el poder, no va a saber qué hacer con él.

-Eso es lo más terrible, es cierto -concordó Eduardo encendiendo un cigarrillo negro que inundó la habitación con su olor áspero a tabaco fuerte-. Tanta lucha y tanto afán para que después se vea obligado a entregar el poder a cualquier advenedizo de político intrigante... Es una estupidez. Las ilusiones y las esperanzas terminan en los cajones mohosos de los ministerios y el pueblo... ¡el pueblo!, que festejó su triunfo... ¡su triunfo! Dios mío... que falacia..., acaba en el mismo lugar donde estaba antes, o peor...

-Y vuelta a lo mismo -suspiró Irene y luego extendió su obra sobre la falda levantando orgullosa la vista hacia Eduardo, para preguntar con ese tono femenino tan propio de la mujer deseosa de agradar al marido o impresionarlo-: ¿Te gusta?

La oscuridad se fue apoderando lentamente de la sala y en la calle dejaron de escucharse las pisadas de los transeúntes. De tanto en tanto cruzaba un vehículo traqueteando sobre el empedrado irregular, pero no eran muchos y se perdían de nuevo en el silencio del atardecer.

-Me gustaría saber qué piensa un hombre como Ilaudino Gavilán -dijo Eduardo-. Realmente me gustaría... ¿Cómo fue para llegar a donde está? ¿Dónde empezó? -miró distraído la oscuridad de la calle-. Creo que es oriundo de San Pedro...

-Hace dos años ni se conocía su nombre -comentó Irene-. De repente nomás que todo es Ilaudino Gavilán aquí, Ilaudino Gavilán allá... Primero una decía: y ¿quién es ese? Después sí que ¡aha!..., ése. Ahora una ya no sabe qué decir.

-Si la cosa sigue así, es capaz que dentro de poco tengas que referirte a él como al señor Presidente -dijo en tono jocoso Eduardo.

-Y capaz..., no te rías -apartó de sobre la falda el trabajo que quedó esparcido sobre el sofá dejando las agujas sobre su labor-. Voy a preparar bife con arroz para cenar... Espero que hoy no venga nadie..., viste que la semana pasada a todo el mundo se le ocurrió venir de visita.

-No creo que a nadie se le ocurra andar por la calle en los próximos quince días... A lo mejor para entonces ya se define todo.

-¿Quince días? -se asombró Irene-. ¿Te parece que va a ser tan pronto?

-Y..., así como están las cosas, señora...

-Y bueno..., acompañame pues a la cocina, si no tenés nada que hacer. Me vas a poner la mesa...

-Vamos -respondió Eduardo apoyando una mano sobre el hombro de Irene-. Te acompaño de mil amores.

Muy pronto el gemido del aceite hirviendo en la sartén y su olor penetrante envolvieron el ambiente.

No había luna en el cielo.

Querida Lelia:

Desde que murió mamá todo es diferente. A papá casi no lo veo. Vuelve tarde de noche. A veces, muy tarde. Creo que tiene una amante.

Vos sabés que esta ciudad es muy grande. Cuando salís a la calle, ves gente por todos lados, pero yo, me siento sola.

Hago horario corrido como dactilógrafa de una gran empresa comercial, de ésas que tienen tantos empleados que ni siquiera podés conocerlos a todos aun después de varios años de pertenecer a la firma.

Las cenas de fin de año son las que reúne al personal y allí conocí a algunas de las personas con las cuales casi diariamente mantengo contacto telefónico o de intercambio de esos inacabables memorándum que recorren las secciones de la empresa en busca de nombres, números de fichas, cuentas, referencias y todas esas cosas que se hace en una jornada laboral, pero de un modo tan anónimo e impersonal, que la más de las veces es como si una estuviera relacionándose con engranajes. Yo no soy si no dos letras debajo a las iniciales de mi jefe de sección, que es un señor de cierta edad y muy agradable, no lo voy a negar, sólo que nuestra relación humana se reduce al buenos días y buenas tardes, hasta luego. El resto es cosa de dictáfono y máquina de escribir.

Cuando vuelvo a casa, preparo la cena y como mi ración de calorías aceptables para no engordar. Si sobra algo, lo guardo en la heladera. Veo un rato la tele y me acuesto, temprano por lo general.

A veces voy al cine con Marcia. Ya te hablé de ella, ¿te acordás? Te conté que es la única amiga que tengo y ahora anda saliendo con un señor que parece muy serio. Como yo no quiero hacer de tomasita, me niego a acompañarlos aunque insistan. Roberto (así se llama el señor), para ver si con pareja me animaba más, me presentó un amigo pero no congeniamos. La verdad es que el tipo lo único que quería era llevarme a la cama -viste vos-, y yo me pregunto ¿vale la pena así? ¿por qué una está sola? No quise porque ya sé cómo es la cosa. Una se ilusiona, se enamora. Se enamora... ¿verdad que suena lindo?

Ahora tengo veintinueve años y lo único que quiero es volver a mi país.

Cuando me escribiste que se mudaron a una casa grande me dio una alegría que no te cuento, porque por fin vas a salir de esos aprietos que te estaban por matar... Y yo me sentí feliz pensando en la santarrita, en la vieja que habla todo el día -vos estás medio acostumbrada a la gente que habla todo el día, ¿verdad?... Bueno, no te enojes, es una broma.

Hasta la enfermedad tan terrible de tu tío Eduardo y después su muerte, le dieron a mi vida esa tibieza de humanidad que no se conoce en esta ciudad tan grande y fría.

Es un espejismo..., una quimera, como un mundo de gelatina, te voy a decir... O peor, es vivir sin estar vivo, en un inmenso cementerio donde cada mole de concreto es un panteón.

No sé si me podés entender. Vos siempre estás diciendo que te agobian tus días uniformes, sin altibajos, que estás hasta la coronilla de hablar con doña Elisa y doña Raquel, la vieja judía que pasa todas las mañanas frente a tu casa para ir al mercado y no desperdicia la oportunidad de charlar un poco con su mal castellano y ese acento que no se va a quitar jamás.

¿Acaso tengo yo algo mejor aquí?

Sin hablar con nadie porque a nadie le sobra tiempo para detenerse a conversar zonceras como el resfrío de Rolito o su diarrea que te tuvo tan preocupada la otra vez y al barrio entero pendiente de su internación a causa de que se deshidrató todo...

¡Te envidio!

Cuando mamá vivía por lo menos tenía con quien charlar, alguien que me quería, que se preocupaba por mí... Si iba al cine o a bailar con algún muchacho, al volver casi siempre la encontraba despierta, esperándome, no importa la hora que fuese.

Ahora no tengo a nadie. Papá a veces me invita a salir a cenar juntos..., pero nada más.

Yo soy independiente, por suerte. Tengo el dinero del alquiler de la casa que era de mamá, trabajo en la oficina donde veo gente y converso con los compañeros..., o si no me hubiera vuelto loca hace rato.

A veces me siento como una cáscara vacía, el mismo cuerpo que era yo pero sin ser yo..., sin identidad, algo sin alma. Carne, piel, huesos, glándulas... Un laboratorio de química con forma de mujer..., nada más.

Quiero vivir como ustedes, necesito de esa rutina que a vos te resulta fastidiosa. Quisiera conocer a doña Raquel y a doña Elisa, hablar de lo caro que están las cosas, de cómo sube el costo de la vida, del dinero que no alcanza para nada...

Quiero marearme con la verborragia de la abuela, verlo a Arnaldo de mal humor cuando vuelve de la cancha, porque perdió el Cerro Porteño de sus amores..., hablar con Rolo, ayudarlo con sus deberes de la escuela, sentir que ustedes son personas vivas, que discutís con tu marido por sandeces, seguro, importantes para ustedes, sin duda...

Lelia: necesito darme cuenta de que todavía hay gente viva, que el mundo no es sólo el cementerio de rostros inexpresivos que conozco desde que llegué a esta ciudad húmeda, con olor a sepultura sin flores..., despiadada.

Si me mudo con ustedes no les voy a acarrear problemas y tal vez hasta pueda ser un apoyo y ayudarle en la casa donde nunca acaban los trabajos... como mensualmente recibo dinero, pagaría una pensión o como quieras llamarlo... ¡no creas que quiero vivir de gorra! ¡Ja, ja, ja! y no es el caso de caer de sopetón y desequilibrar la economía de una familia...

Trato de dibujarte las cosas como son. Me pierdo por las ramas, vuelvo a lo mismo..., perdoname, pero ¡necesito tanto salir de aquí..., respirar algo de inocencia y pureza...! Me son indispensables la ingenuidad de nuestra gente y nuestra vida. Quiero volver a encontrarme...

Ay, Dios mío... ¡te lo estoy rogando, Lelia!

Me despido con un abrazo cariñoso:

Aidée

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