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Segundo período. Dominación de la Casa de Borbón. (Siglos XVIII-XIX)

Manuel de la Revilla






ArribaAbajo- I -

Introducción al estudio de este nuevo período literario. -Decadencia general de España al advenimiento de la casa de Borbón. -Extrema postración de la literatura en el reinado de Carlos II y principios del de Felipe V. -Propósitos de este monarca en favor de la cultura nacional. -La Biblioteca Real y las Academias Española y de la Historia. -Influencia francesa en nuestra literatura: sus causas y origen. -Señales de esta influencia que determina un cambio en el gusto literario: el Diario de los literatos, la Poética de Luzán y la Sátira de Jorge Pitillas. -Reinado de Fernando VI: señales de mejoría y adelanto de la reforma doctrinal. -Academia del Buen gusto. -Progresos en el reinado de Carlos III. -Triunfo de la reforma literaria. -Escuelas poéticas


El día 1º. de Noviembre de 1700 dejó de existir el desdichado monarca que la Historia conoce con el nombre de Carlos II el hechizado, dejando la nación cuyos destinos rigiera, sumida en la situación más deplorable, en la decadencia política más vergonzosa. Durante el período que comprende el reinado de aquel monarca, la sociedad española se fue disolviendo lentamente hasta desmoronarse por completo. La política de Felipe II dio al cabo sus frutos, y la nación que antes era asombro y admiración de las demás potencias, fue luego ludibrio y vergüenza de todos los países civilizados. La política, la administración, el arte, la enseñanza, la ciencia, la moral, todo lo que constituye el organismo y la vitalidad de las nacionalidades, fue decayendo visiblemente desde los promedios de la dominación austríaca, y todo quedó sumergido en la postración más espantosa al terminar dicha dominación con la muerte del rey a quien la Historia apellida imbécil. De estas brevísimas indicaciones bien puede colegirse cuál fue la herencia que recogió al entronizarse en España la casa de Borbón, cuyo primer representante, Felipe V, tuvo que sostener una guerra de trece años, conocida con el nombre de guerra de sucesión, que fue harto desastrosa para los intereses de nuestro pueblo, el cual perdió en ella la mitad de sus dominios europeos, toda su preponderancia y, por ende, el rango elevado que ocupaba en el concierto de las naciones civilizadas.

Concretándonos al objeto de nuestro estudio, diremos desde luego que la postración de la literatura llegó, por los tiempos a que nos referimos, al extremo más grande y lamentable. Una esterilidad y una depravación sin ejemplo en la historia de las letras españolas, fueron las señales más inmediatas y características de semejante postración. El mal gusto literario, que en lecciones anteriores hemos visto entronizarse con los conceptistas y culteranos hasta el punto de avasallar a ingenios de tan gran talla como Lope de Vega, Calderón y Quevedo, que tanto combatieron su influjo, se apoderó por completo del arte literario español, erigiendo en sistema de doctrina todos los desvaríos de aquellos apóstoles del mal gusto, cuyo predominio fue absoluto, y exagerándolos con alteraciones más ridículas y agravantes, si es posible decirlo así tratándose del lenguaje extrañamente ampuloso y metafísico, chocarrero y trivial que, a semejanza de los escritores de la decadencia romana, empleaban nuestros escritores conceptistas y cultos y los por el influjo de ellos contaminados, que eran los más desde el segundo tercio del siglo XVII. La poesía lírica como la dramática, la Didáctica como la elocuencia, en fin, todas las manifestaciones literarias del espíritu español, habían caído, durante el reinado del último austríaco, bajo el imperio, tan absoluto como corruptor y mortífero, del mal gusto, cuyo desarrollo hemos seguido en varias de las lecciones precedentes. Únase a esta depravación literaria la esterilidad que en todas las esferas de actividad de un pueblo, particularmente en las del arte y la ciencia, produce un estado tan grande de atonía y postración como el que hemos dicho que dominaba en la España de Carlos II, y se tendrá una idea bastante aproximada de la altura artística e intelectual a que rayaría nuestra nación en los primeros años del reinado de Felipe V.

Educado este monarca en la corte de su abuelo Luis XIV, la más brillante a la sazón de Europa y en la que las letras alcanzaban un alto grado de esplendor, era natural que tratase de levantar el nivel, tan rebajado por entonces, de la literatura española, a lo cual debió impulsarle también su deseo de identificarse todo lo posible con el pueblo que gobernaba. Mas las atenciones del gobierno y las exigencias y necesidades de la guerra, detuvieron en los primeros años los propósitos que en favor de la cultura de nuestro país abrigaba Felipe V. Manifestáronse principalmente dichos propósitos mediante la creación de la Biblioteca Real y de las Academias Española y de la Historia.

La Biblioteca Real, hoy Nacional, se fundó el año de 1711 y si por de pronto no dio todos los frutos que su creador se propusiera, no puede negarse que el pensamiento que presidió a su creación era altamente provechoso para el progreso intelectual de nuestro país, y fue, andando el tiempo, muy fecundo en beneficios para la literatura y las ciencias patrias.

Por decreto de 3 de Octubre de 1714 se estableció la Academia Española, a imitación de la Francesa, por lo que el y primer pensamiento de sus individuos fue la formación de un Diccionario de la lengua castellana, que publicaron entre los años de 1726 y 1739; constaba esta obra de seis tomos en folio lo cual fue causa de que no ejerciera la influencia apetecida, siendo necesario, por lo tanto, que se publicase en 1780 otra edición en un solo volumen. En forma de discurso preliminar al Diccionario y después separadamente (1742), publicó la misma Academia la Ortografía de nuestra lengua, y en 1740 la Gramática. No puede negarse que todos estos trabajos, aunque incompletos y plagados de defectos y errores, eran de suma transcendencia e influyeron poderosamente en el perfeccionamiento y restauración de la lengua y la literatura castellanas.

En 1738 se fundó la Real Academia de la Historia, cuya importancia para nuestro país es a todas luces evidente.

Mas si la creación de los mencionados institutos y el fomento que con el real sitio de San Ildefonso recibieron las artes de la elegancia y del buen gusto, revelan en Felipe V los mejores pro pósitos en favor de la cultura española, también ponen de manifiesto un hecho que tenía que ser mal recibido de nuestro pueblo, y que fue causa de que las letras no pudieran florecer lo que de otra suerte hubieran florecido durante el reinado de aquel monarca. Nos referimos aquí a la influencia francesa que trajo a la literatura castellana el advenimiento de la Casa de Borbón.

Felipe V era nieto de Luis XIV, en cuya corte se había educado; y ni podía sustraerse a la influencia de su abuelo, que constantemente le advertía que no se olvidase de que era príncipe francés, ni le era fácil olvidarse de aquella cultura artística y literaria que en su mocedad había admirado con razón, como gloria y honra de Francia, su patria. Así es, que por más que de todas veras quiso identificarse con el pueblo español, no pudo desprenderse del espíritu extranjero, del espíritu francés, que llevó a todo aquello en que puso o intentó poner las manos, principalmente cuando trataba de proteger las letras. Y a pesar de que el espíritu nacional resistía en cuanto era posible esta nueva invasión, de lo cual resultó al principio un período de completa degeneración literaria, la verdad es que mediante las causas indicadas, la influencia francesa era un hecho y fue haciéndose cada vez más ostensible en nuestra literatura, como claramente se advierte al comenzar en el mismo reinado de Felipe V, el período de reforma llamado por algunos época doctrinal1.

Esta época, ya iniciada desde que tuvo lugar la creación de la Academia Española, y la publicación en el mismo año del Cinina, de Corneille, traducido por D. Francisco Pizarro, Marqués de San Juan2, se inauguró de una manera determinada en el año de 1737 con la publicación del Diario de los Literatos de España y de la Poética, de Luzán. La primera de estas publicaciones, que forma época en los anales de nuestra literatura, tuvo por objeto protestar contra el error y el mal gusto, como lo hizo de una manera vigorosa y mediante una crítica viva, imparcial, rigurosa e inexorable, según exigía lo arduo de la empresa. Se trataba de desarraigar vicios inveterados en nuestra literatura, de corregir abusos lamentables, de entrar, en fin, por el camino de una verdadera transformación intelectual, tan necesaria en España, y toda la energía posible era necesaria si el Diario había de llenar su cometido. Por las razones apuntadas y tratándose de una época que no era ni podía ser de creación literaria, el trabajo de la publicación que nos ocupa tuvo el carácter de examen doctrinal en el sentido entonces dominante, o sea del clasicismo francés3. Igual sentido, aunque no fue tan exclusivo como algunos han dicho, tuvo la Poética de Luzán, obra de una transcendencia grande para nuestra regeneración literaria, y de mucho valor e importancia sobre todo en aquella época, porque proclama los principios del buen gusto tal como la escuela clásico-francesa los entendía, en lo que el autor se mostró algunas veces superior a Boileau, a quien admiraba, pero no seguía siempre. Si Luzán deprimió demasiado a varios de nuestros grandes poetas del siglo de oro, obedeciendo al criterio estrecho de los clasicistas, mostró en cambio de una manera palmaria su buen deseo, su claro talento y su erudición.

Con un sentido más marcadamente francés fue escrita la Sátira contra los malos escritores, que apareció por vez primera en la segunda edición del tomo VII (1742) del Diario de los Literatos. Su autor, que se encubrió con el seudónimo de Jorge Pitillas4, mostró estar muy familiarizado con las Sátiras y la Poética de Boileau, a quien siguió hasta el punto de tomar de él sus ideas, y aún de copiarlo. Sin embargo de esto, Jorge Pitillas tenía bastante mérito absoluto y relativo como satírico, y mostró ser consumado hablista, distinguiéndose por la sencillez y la facilidad de su versificación.

Las tres manifestaciones literarias que acabamos de mencionar y que, como hemos dicho, determinan un cambio en el gusto literario en el sentido doctrinal, patentizan a la vez la influencia francesa en la literatura castellana.

Durante el reinado de Fernando VI la reforma doctrinal gana terreno y son más visibles y frecuentes las señales de mejoría. En dicho reinado, que fue como la preparación del por tantos títulos glorioso de Carlos III, todo parece que conspira a hacer que el cambio doctrinal que en la esfera de la literatura había empezado a operarse, diera pronto sus naturales frutos. La intolerancia religiosa no era ya tan grande como en los tiempos de Felipe V, y de ello da testimonio la disminución que en número y rigor tuvieron las persecuciones de la Inquisición. Nuestras relaciones con el extranjero eran a la vez más amistosas y frecuentes, lo cual contribuía también al mejoramiento de nuestro estado intelectual y artístico, a que las semillas sembradas, según hemos visto, en el reinado del primer Borbón, empezasen a germinar, mostrando claramente que la influencia francesa ganaba cada día más terreno.

Prueba esto que decimos la creación en Enero de 1749 de la Academia del Buen Gusto, instituida eu Madrid en casa de la Condesa viuda de Lemos5, a imitación de aquellas tertulias literarias de las damas de la aristocracia francesa, que comenzaron en el Hotel de Rambouillet, en tiempos de Luis XIII, y que tanta importancia adquirieron después, sobre todo en la Francia de Luis XIV. La Academia, fundada por la hermosa y discreta Condesa de Lemos, reunía en su seno lo más escogido de la Corte y contribuyó mucho a dar el triunfo a la reforma doctrinal, a acentuar más y más en nuestra literatura la dirección que en los párrafos precedentes hemos señalado.

Mas a pesar de lo dicho, los progresos de nuestra literatura fueron, como no podían menos de ser, harto insignificantes durante el reinado de Fernando VI, que sirvió de preparación, es verdad, al de Carlos III, por muchos conceptos fecundo. En tiempos de este insigne príncipe es cuando realmente comienza para España, juntamente con la regeneración política y administrativa, la época de su restauración literaria. «Intelectualmente ganaron los españoles sumas ventajas bajo el reinado de Carlos III por fruto de las grandes mejoras hechas en la instrucción pública, de los nuevos establecimientos de enseñanza, de los poderosos estímulos para el estudio y de las multiplicadas publicaciones». Así dice con profunda verdad un eminente historiador y literato de nuestros días6, y nosotros debemos añadir que las acertadas disposiciones políticas y administrativas adoptadas por el monarca y sus ilustres y sabios ministros Roda, Floridablanca, Aranda y Campomanes, contribuyeron de la misma eficaz manera a que en breve tiempo se obtuviera en favor de las letras el resultado que acabamos de indicar.

Al cabo, la reforma literaria iniciada desde el reinado de Felipe V llegó a connaturalizarse con el espíritu nacional; que era lo que le faltaba para dar sazonados frutos. Porque esto no había sucedido antes, fue por lo que la literatura adelantó tan poco durante los dos reinados anteriores. Fijos ya y bien determinados los principios que habían abrazado los reformistas, tanto éstos como sus impugnadores pudieron luchar en mejores condiciones y con mayor ventaja para la literatura. La inspiración extraña que, como varias veces hemos tenido ocasión de notar, no era cosa nueva en las letras castellanas, pudo de este modo llegar a producir sus lógicos y naturales resultados. ¿Fueron estos por todos conceptos provechosos? Si el movimiento literario que al cabo llega a producirse en el siglo que nos ocupa, se compara con la decadencia y postración que le precediera, la respuesta a esta pregunta debe ser afirmativa. Pero si se tiene en cuenta la falta de elevación y de espontaneidad que se observa en las producciones literarias de este período, la estrechez del criterio a que en él se subordina la critica, el exagerado espíritu de imitación que en todos los géneros impera, y la escasa valía de la mayor parte de los ingenios de entonces, habrá que confesar que este período de nuestra historia literaria tiene poco de glorioso y nada de envidiable.

La primera señal de movimiento, de verdadera vida, que por virtud de este hecho da la literatura española en la época de Carlos III, se manifiesta mediante la aparición de tres escuelas poéticas, que si bien se diferencian en sus caracteres y aspiraciones, son producto de una misma causa, el movimiento en favor de la restauración literaria, y tienden a un mismo fin, a regenerar las letras castellanas. En frente de la escuela reformista o clásico-francesa, de cuyos principios aparecen como principales mantenedores Moratín (padre), Cadalso, Iriarte y Samaniego, aparecen los partidarios de la antigua escuela nacional capitaneados por Huerta, Sedano, Sarmiento y otros. Y como fórmula conciliatoria entre las opuestas opiniones sustentadas por ambas escuelas, y con el fin de evitar los extravíos de una y otra, y reunir en una como síntesis lo bueno de las dos, surgió la denominada escuela salmantina, que contó entre sus mantenedores a Meléndez Valdés, Forner, Iglesias, Cienfuegos, Jovellanos, Moratín (hijo), Quintana y algunos varones más, muy ilustres también. La influencia de estas escuelas no se circunscribió a la esfera de la poesía lírica, sino que se dejó sentir en todos los géneros poéticos, especialmente en el dramático, y no fue extraña a la Didáctica, aunque de una manera poco ostensible. En este género literario la influencia que más se dejó sentir fue la del Enciclopedismo, que tanta boga alcanzaba allende los Pirineos y que fue importado por los partidarios de la reforma en sentido francés.

Con añadir a lo dicho que por la época de que tratamos se produjo en España la verdadera fábula, y que, consecuencia de la reforma doctrinal exagerada en el sentido de una crítica asaz estrecha y meticulosa, fue el prosaísmo, especie de escuela antagónica de la gongorina, que acarreó a nuestra literatura no menos daños que ésta, aunque en opuesto sentido, queda trazado el cuadro general de las letras españolas en el siglo XVIII, cuyo estudio vamos a continuar por géneros literarios, según hemos hecho respecto de los siglos XVI y XVII, en las lecciones sucesivas7.




ArribaAbajo- II -

La poesía lírica y épica en el segundo período de la segunda época literaria. -Corrupción de la Poesía al comenzar el siglo XVIII y extrema decadencia a que llegó en los comienzos del reinado de Felipe V. -Prodigioso número de cultivadores que tuvo la Poesía en este reinado: mención de algunos de ellos. -Otros poetas más importantes de los tiempos de Felipe V: Álvarez de Toledo (D. Gabriel), Gerardo Lobo, Torres y Villarroel, Luzán, y Porcel. -Reinado de Fernando VI: Torrepalma, Montiano, Nasarre y otros. -Reinado de Carlos III: García de la Huerta, como representante de la escuela poética antigua nacional. -Esfuerzos hechos para combatir la escuela clásico-francesa. -Principales mantenedores de ésta: Moratín (D. Nicolás) y su tertulia, Cadalso, Iriarte y Samaniego. -Escuela salmantina; sentido en que debe tomarse esta denominación. -Poetas agrupados en ella: Meléndez Valdés, González, Forner, Iglesias, Jovellanos, Cienfuegos, Moratín (D. Leandro) y Quintana. -Sumarias indicaciones sobre el cultivo de la poesía épica en el siglo XVIII


En la lección precedente queda indicado el estado de suma decadencia a que al terminar el siglo XVII se hallaba reducida la literatura española. Semejante estado de postración se refleja con los más sombríos colores en la Poesía, cuya corrupción rayaba ya en el último extremo al morir Carlos II, merced al decaimiento tan grande a que había venido a parar la monarquía, y al asombroso vuelo que habían llegado a tomar los delirios de conceptistas y culteranos. El mal tomó mayores proporciones en el reinado de Felipe V, durante el cual el numen poético parecía como agotado y la Poesía descendió al más humilde y miserable estado que jamás se viera en la historia de las letras españolas. No faltaban, es cierto, cultivadores de éstas; pero la verdadera literatura, y sobre todo, la Poesía digna de este bello nombre, había muerto en realidad.

Al manifestar que la Poesía se hallaba como muerta en el reinado a que hacemos referencia, no queremos decir, ciertamente, que faltase quien la cultivara, pues como acontece casi siempre en los períodos de decadencia, por todas partes brotaban versificadores8. Lo que en realidad faltaba era la Poesía.

Mucho espacio sería menester para formar la relación de todos los poetas, poetastros, versificadores y copleros que durante el período de que tratamos había en España: su insignificancia nos escusa de semejante tarea; y si ahora nombramos a alguno de ellos, más que por que lo merezcan, lo hacemos para orientar al lector que pretenda estudiar con algún detenimiento el caos que forma la Poesía en este período literario. En este concepto, haremos mención de Don Juan Enciso y D. Francisco Bernaldo de Quirós, que en medio de los delirios y extravagancias del mal gusto, quieren como recordar la entonación de la antigua poesía castellana; del sacerdote D. Juan José de Salazar y Hontiveros que por ser de los que más allá fueron en el envilecimiento del gusto literario es uno de los más genuinos representantes de la poesía rastrera y familiar; del cordobés D. José de León y Mansilla, que se empeñó en completar las Soledades de su paisano Góngora, a cuyo efecto escribió la Soledad tercera; de D. Ignacio Álvarez de Toledo, D. Enrique Arana, y D. Francisco Benegasi y Luján, quienes, con los autores dramáticos Zamora y Cañizares que ya conocemos, representan la extrema decadencia lírica, y de Sor Gregoria de Santa Teresa y Sor María del Cielo, representantes de la poesía mística en aquel período.

Entre los poetas del reinado de Felipe V, los que más consideración merecen, sin duda, son estos cinco: D. Gabriel Álvarez de Toledo, D. Eugenio Gerardo Lobo, el Doctor D. Diego de Torres y Villarroel, D. Ignacio de Luzán y D. José Antonio Porcel.

Álvarez de Toledo está calificado como uno de los poetas más importantes del primer tercio del siglo que historiamos. Tenía claro talento y supo emplear el numen en asuntos levantados, pues generalmente se remontaba a las más sublimes esferas de la filosofía histórica y de la idealidad poética, dando a sus versos cierto carácter de espiritualidad y de platonismo que revelaba la tendencia mística de su alma: pecó de demasiado conceptuoso, hasta el punto de ser incomprensible. Gerardo Lobo alcanzó más renombre que Álvarez de Toledo, aunque tenía menos saber: de ingenio precoz y fecundo, alcanzó en un principio gran popularidad, siendo después maltratado por los partidarios de la escuela clásico-francesa que lo despreciaron y escarnecieron mucho. La flexibilidad de su talento le permitía cultivar, como lo hizo, todos los géneros poéticos, pero de una manera que revela el estado de perversión y de decadencia a que habían llegado las Musas. Torres y Villarroel fue uno de los reformadores principales de aquella época y uno de los hombres más cultos de la primera mitad del siglo XVIII. Fue ambicioso de ciencia y cultivó varios géneros poéticos, especialmente la sátira, en la que fue imitador de Quevedo, mostrando travesura e ingenio, como al tratar de la sátira veremos. Escribió muchas poesías líricas, que él miró con desdén profundo llamándolas coplas, y prefiriendo a ellas su prosa, en lo cual no le faltaba razón: sus versos merecen consideración, sobre todo tratándose de una época de decadencia como aquélla, por la espontaneidad, donaire y a veces naturalidad e ingenio que revelan. De Luzán ya hemos dicho algo en la lección precedente con motivo de su Poética, con arreglo a cuyos preceptos compuso algunas poesías, que con relación al tiempo en que fueron escritas tienen un mérito sobresaliente, como dice Quintana, quien califica las canciones a la conquista y defensa de Orán, del autor que nos ocupa, de exhalaciones hermosas en medio de una oscuridad muy profunda. Las poesías de Luzán se distinguen por la invención, disposición, armonía y estilo; el artificio, la gravedad y el decoro se revelan en ellas más que el fuego, la imaginación y la abundancia. Porcel fue tenido en mucha estima por sus contemporáneos hasta el punto de que alguno creyera que podía ser contado entre los émulos de Garcilaso, a quien imitó en su poema en Églogas venatorias titulado Adonis: reunía este autor buenas dotes literarias y en sus composiciones se encuentran con frecuencia trozos de excelente versificación9.

En el reinado de Fernando VI, en el que, como en la lección anterior queda dicho, se notaban algunas señales de mejoría y la reforma doctrinal ganó terreno, el primer poeta de algún mérito que se presenta es D. Alfonso Verdugo y Castilla, Conde de Torrepalma, de quien dice Quintana que tenía «talento eminente para versificar y describir». Imitando las Metamorfosis de Ovidio, escribió el Deucalión, poema en el cual es verdad que campea el mal gusto de la época, pero en el que se encuentran no pocas bellezas literarias: además de éste compuso otro poema titulado El Juicio final. D. Agustín de Montiano y Luyando y D. Blas Antonio Nasarre, dos de los más sabios y diligentes miembros de la Academia del Buen Gusto, que dimos a conocer en la lección precedente, escribieron también poesías, si bien se distinguieron más que por este concepto, como críticos y hombres de mucho saber.

Sin detenernos en algunos otros poetas que figuraron en el reinado de Fernando VI10, pasemos a tratar de los que florecieron en el de Carlos III.

Como oportunamente hemos dicho, en los días de este gran monarca recibieron un gran impulso las letras españolas, y la reforma doctrinal triunfó por completo, con lo que el gusto clásico-francés quedó entronizado en nuestra literatura y empezó a dar algunos frutos sazonados.

Esto no obstante, la reforma tuvo contradictores, sobre todo entre aquellos que aspiraban a restablecer la antigua poesía española, los cuales formaron la escuela poética que en la lección precedente denominamos antigua nacional. Su campeón más decidido e inteligente fue D. Vicente García de la Huerta11, que desde un principio se mostró ardiente adversario de las innovaciones francesas. Aunque reunía grandes dotes para el cultivo de las Musas, Huerta no pudo alcanzar la autoridad literaria a que aspiraba, ni como lírico pasó de ser un poeta secundario, pues a su falta de estudio hay que añadir una gran dosis de mal gusto que desluce sus poesías. Publicolas por el año de 1778, y ya sea porque la reforma estaba demasiado adelantada, o ya porque la versificación de Huerta no era tan llena, sonora y elevada como debía esperarse del autor de la Raquel, la verdad es que no lograron hacer prosélitos ni tuvieron mucho crédito: si algo consiguió Huerta con darlas a la estampa, fue patentizar que no era él quien podía tachar de prosaicos a aquellos poetas a quienes, como Iriarte, combatió con violencia y sin guardar ningún linaje de miramientos.

Algunos otros esfuerzos, aunque de distinta índole, se hicieron por entonces con el fin de combatir la reforma, pero sus resultados fueron nulos en cuanto que no bastaron, ni con mucho, a contener los progresos de la influencia francesa en nuestra literatura. Era aquélla cada vez más acentuada y cada día más decididos y más en número sus partidarios, los cuales constituían la escuela que en la lección anterior hemos denominado clásico-francesa.

Partidario de ella, y de los más activos e inteligentes fue el por tantos conceptos celebrado poeta, D. Nicolás Fernández de Moratín, que nació al mismo tiempo de publicarse la Poética de Luzán12, de quien fue el sucesor y hasta cierto punto el heredero en doctrinas. Y decimos hasta cierto punto, porque D. Nicolás de Moratín era demasiado poeta, como dice el Sr. Cueto, para rendirse servilmente al yugo de la imitación, y tenía bastante entusiasmo por las cosas de su patria, para que de vez en cuando, siempre que se encendían su estro y su imaginación, recordase los antiguos acentos nacionales, como acontece en sus romances moriscos, en su inimitable Fiesta de Toros en Madrid y en algunas de sus letrillas que son modelo de facilidad y dulzura. El poeta que nos ocupa, el primero verdaderamente merecedor de este nombre en aquel siglo, cultivó todos los géneros y estaba dotado del don de la armonía, así como de otras facultades que hacían de él un verdadero artista. Tenía estro, imaginación fogosa y mucha elevación lírica: su versificación es rotunda, armoniosa, enérgica, más que apacible, y galana. -D. Nicolás Fernández de Moratín fue el creador de la famosa tertulia de la Fonda de San Sebastián13, a la cual era concurrente otro de los partidarios más inteligentes, y sin duda el más decidido, de la escuela clásico-francesa.

D. José Cadalso es el poeta a que nos referimos14. Su educación francesa le llevaba natural y a veces involuntariamente a la escuela literaria en que lo vemos filiado: por más que él se esforzara en imitar a Villegas, a Quevedo y a Góngora, a quienes realmente imitaba era a los escritores franceses. Dotado de ingenio ameno y flexible, era un poeta en extremo simpático que se distinguió más por la dulzura y naturalidad que por la elevación y brío de su versificación, la cual es siempre galana, como puede verse en las poesías líricas que publicó en 1773 con el título de Ocios de mi juventud. Cadalso se distinguió como satírico, según lo demuestran sus Eruditos a la violeta de que a su tiempo trataremos, resucitó la anacreóntica que estaba olvidada desde Villegas, e imitó en sus Noches lúgubres a Young.

Otros varios poetas siguieron el camino emprendido por los dos de que acabamos de tratar, distinguiéndose entre ellos los fabulistas D. Tomás de Iriarte y D. Félix María Samaniego, de quienes más adelante trataremos con alguna detención. Ahora sólo importa consignar que fueron partidarios de la escuela clásico-francesa.

En el punto en que nos encontramos corresponde tratar de la llamada con alguna impropiedad escuela salmantina, de que ya hicimos mención en la lección precedente. Denominose así, no sólo porque en Salamanca vivían los que lo dieron el nombre, sino porque tratándose en la segunda mitad del siglo XVIII de la restauración de las letras españolas, natural era que se recordase aquella escuela salmantina que tan vivos y fecundos resplandores diera durante el siglo de oro de nuestra literatura. Este y no otro es el sentido que debe darse a semejante denominación; la cual no puede, ciertamente, fundarse en la afinidad de estudios, aficiones, índole y caracteres poéticos de los ingenios agrupados bajo de ella.

Debiose en gran parte la fundación de esta escuela a D. Juan Meléndez Valdés15, que de tan distinta manera ha sido juzgado por los críticos. Mientras que algunos, como Quintana, han ponderado con verdadero apasionamiento su mérito, otros lo han rebajado en demasía con injusticia notoria. Meléndez no era un poeta de primer orden: pero tampoco carecía de talentos y buenas condiciones poéticas. Su mérito relativo era mayor que el absoluto. Sus versos se distinguen principalmente por la dulzura, pero no causan emoción ni entusiasmo. Y es que las dotes de este poeta son la delicadeza, la flexibilidad, la gracia, la fluidez y la propiedad descriptiva, y no el vigor, los grandes vuelos de la fantasía y la energía de las expresiones. En las anacreónticas, los romances y las églogas es un poeta aventajado: las composiciones de estas clases, que se distinguen principalmente por la facilidad y fluidez, están esmaltadas de primores. Batilo, la mejor de sus églogas, es, por más que no sea original en sus pensamientos, un modelo acabado de las de su clase por la pureza y ternura de afectos y por las bellezas de lenguaje que en toda ella se encuentran: esta égloga fue premiada por la Academia española en 18 de Mayo de 1780. En las odas descubre Meléndez no pocos defectos y se manifiesta poco poeta, exceptuando la titulada A las Artes, en la que hay calor, entusiasmo, descripciones valientes y exactitud. Pero a pesar de esto y de que hoy apenas es leído, Meléndez era en su tiempo un excelente poeta que influyó mucho en la restauración literaria llevada a cabo en el reinado de Carlos III.

Al mismo grupo de escritores en que consideramos filiado a Meléndez, pertenecen los siguientes: Fray Diego González, poeta tierno, puro y delicado, que tenía afinidades con Fray Luis de León a quien imitaba, y que cultivó el género festivo, la égloga y la oda16; D. Juan Pablo Forner, muy inclinado al principio a la escuela francesa y después partidario de la salmantina: tenía muchos puntos de semejanza con González, y su mejor composición es un Canto a la paz, imitación épica del Bernardo de Balbuena: cultivó la poesía filosófica, para la cual tenía buenas condiciones, y la sátira que manejó con destreza17; y D. José Iglesias de la Casa, poeta festivo e ingenioso muy celebrado por sus epigramas y letrillas satíricas: además de la oda, del romance y de otros géneros poéticos, cultivó la poesía bucólica18. En este mismo lugar debemos colocar al ilustre D. Gaspar Melchor de Jovellanos de quien nos ocuparemos al tratar de los escritores didácticos: como poeta no tiene un mérito sobresaliente. Más poeta que éste fue don Nicasio Álvarez de Cienfuegos, también comprendido en el grupo de poetas denominados salmantinos. Delicada y afectuosa unas veces, enérgica otras y varonil o independiente siempre, la masa de este vate daba muestras de una fantasía rica y brillante que a veces se desbordaba y producía en medio de las bellezas más delicadas las mayores extravagancias, y a veces sabía hermanar la libertad y la independencia, que eran el carácter distintivo de este poeta, con el buen gusto. Sus producciones Al Otoño, A la Primavera, A un amante al partir su amada, La escuela del sepulcro, A Bonaparte y A un carpintero, así como sus epístolas morales, corroboran esto que decimos acerca del ilustre Cienfuegos, con quien la crítica ha sido después harto severa19. Completan este interesante grupo de poetas, a quienes las musas castellanas deben tanto en la obra de su restauración en el siglo XVIII, D. Leandro Fernández de Moratín (hijo de D. Nicolás), que ya daremos a conocer al tratar de la poesía dramática, y el poeta laureado D. Manuel José Quintana, de quien, por ser el iniciador de una nueva era literaria y pertenecer al siglo presente más que al pasado, no hemos de ocuparnos aquí20.

Tal es, a grandes y ligeros rasgos trazado, el cuadro que nos ofrece la poesía lírica durante el siglo XVIII. Muchos otros nombres hubiéramos podido añadir a los mencionados; pero ni lo consideramos necesario, ni la índole de este trabajo lo consiente. Lo que sí haremos será exponer algunas indicaciones sobre la poesía épica en todos sus géneros, dejando para otra lección el estudio de la poesía didáctica y de los géneros poéticos compuestos.

Ya hemos dicho que nuestra historia literaria es muy pobre en producciones épicas (lección XXX). En el siglo XVIII es mayor esta pobreza que en los anteriores. No hay para qué decir que nada que se parezca a la epopeya produjo esta centuria, y que ni siquiera hay en ella un sólo poema religioso ni histórico de verdadera importancia. Algunos romances (género que cultivaron casi todos los poetas de aquel período); el canto heroico de D. Nicolás Fernández de Moratín, denominado: Las naves de Cortés destruidas; el que al mismo asunto, y en competencia con aquél, consagró Vaca de Guzmán; el que a La toma de Granada dedicó Don Leandro Fernández de Moratín; los poemas del portugués Botello Moraes, titulados: El Alfonso y El nuevo mundo; el denominado Lima fundada, de Peralta Barnuevo; el Pelayo, del Conde de Saladueña; La Hernandia, de Ruiz de León; el poema Méjico conquistada de D. Juan Escoiquiz, y algunas otras composiciones no muy felices, son las muestras, poco abundantes y valiosas, que del género épico-heroico nos dejó el pasado siglo.

Menos feliz aún la poesía épico-religiosa, no produjo un sólo poema de valer, a no ser que en tal género se cuenten el Juicio final, del Conde de Torrepalma antes citado, el canto épico de Meléndez titulado: La caída de Luzbel y la Himnodia o fastos del cristianismo, de Vaca de Guzmán. En cuanto a los poemas religiosos del Marqués de San Felipe, el P. Reinosa, el P. Butrón, Fray Francisco de Lara, Reina Ceballos, el Conde de la Granja, y otros semejantes, por ningún concepto merecen la atención de la crítica. Como poemas descriptivos pueden citarse el Deucalión, de Torrepalma, antes mencionado, y el Endimión, de García de la Huerta, que es a la vez mitológico.

Finalmente, el género épico-burlesco está representado en la época que nos ocupa por La Perromaquia, de D. Francisco Nieto Molina; La Burromaquia, de D. Gabriel Álvarez de Toledo; La Posmodia y El imperio del piojo recuperado, del Marqués de Ureña; la Proserpina, de D. Pedro Silvestre; la Quicaida, del Conde de Noroña; El robo de Proserpina, del Duque de Alburquerque, y algún otro de escasa importancia.




ArribaAbajo- III -

La poesía dramática en el siglo XVIII. -Extrema decadencia a que llegó en los tiempos de Carlos II y Felipe V y causas de ella. -Esfuerzos para mejorar la situación del teatro y sentido en que se hacen: traducciones del teatro clásico-francés. -Teatro nacional: su deplorable estado. -Primeros esfuerzos para aclimatar en nuestra escena el teatro francés: Montiano y otros. -Tentativas originales en favor del mismo: Moratín (padre): sus obras. -Nuevas tentativas: Cadalso, López de Ayala, Cienfuegos, Quintana, Forner, Iriarte, Jovellanos, Trigueros y otros. -Oposición a la escuela francesa: García de la Huerta y sus obras: su Raquel. -La publicación del Teatro español y contiendas literarias a que dio lugar. -Autores que se oponían a la regeneración del teatro: Comella, Valladares, Zavala y Rodríguez Arellano. -Regeneración del teatro: Moratín (hijo): su significación literaria y sus principales obras. -Poesía dramática popular del siglo XVIII: los sainetes. -D. Ramón de la Cruz y D. Juan González del Castillo. -Resumen


Lo dicho en el comienzo de la lección precedente respecto de la poesía lírica, tiene perfecta aplicación a la dramática. Si el abandono a que en los tiempos de Carlos II y de Felipe V llegó aquel género poético era grande, no lo fue menor ni menos lamentable el que alcanzó la escena española durante el mismo período. Aquel soberbio monumento que levantara a Talía la grandiosa inspiración de Calderón y sus antecesores, vino a derrumbarse por completo, según en la lección XLVII dijimos, con los Zamoras y los Cañizares. Desde Calderón hasta llegar a estos dos autores, que florecieron en el reinado del ultimo austríaco y del primer Borbón, el teatro español se presenta en decadencia cada vez más visible; al llegar a ellos bien puede afirmarse que dejó de existir, pues ni el nombre de decadencia es bastante enérgico para determinar el estado de abandono, de perversión y de esterilidad en que se vio sumida la escena que años antes causaba la admiración y la envidia de las naciones más adelantadas en literatura. En los días del desdichado Carlos II y en los primeros años del reinado de Felipe V, se inauguró, pues, para la escena española un período tan lastimoso como brillante fue el comprendido entre el fecundísimo Lope de Vega y el inspirado autor de La vida es sueño. Los estragos causados por el mal gusto en los dominios de la poesía dramática no fueron menos visibles, grandes y lastimosos que los que hizo en la esfera de la poesía lírica.

Esto era natural. Siendo, como eran, unas mismas las causas, los efectos tenían que ser iguales. El dominio absoluto del mal gusto, la postración tan grande y general a que vino a parar la monarquía, o mejor dicho, la sociedad española, y la falta completa de ideal poético, debían por fuerza influir de la misma manera sobre todos los géneros literarios, dando en todos ellos iguales resultados. Por lo tanto, recuérdese lo que acerca de la decadencia literaria de la época que estudiamos queda dicho en las dos lecciones precedentes, y sin necesidad de ninguna otra clase de razonamientos se comprenderá fácilmente cuál era el estado que presentaba nuestra escena en los primeros años del último siglo.

Por virtud de esa como ley que en la lección precedente dejamos indicada (que en las épocas de decadencia literaria más abundan que faltan los escritores), no fue, ciertamente, de escasez de abastecedores de lo que se resintió el teatro español del siglo XVIII. Los tuvo y en número crecido, sólo que son poquísimos los que se han salvado del olvido y pocos también los que no merezcan que sus nombres continúen ignorados, así como sus dramas, que eran tan disparatados como extravagantes los títulos con que aparecían al público21.

Se hicieron para remediar el mal algunas tentativas en favor del teatro clásico francés empezando por algunas traducciones, tales como las que Cañizares había hecho de la Efigenia, de Racine, y la que del Cinna, de Corneille hizo en esta época D. Francisco Pizarro, Marqués de San Juan, según en la lección LV dejamos dicho. Luzán tradujo en 1747, la Clemencia de Tito, de Metastasio, y tres años más tarde el Prejugé á la mode de Lachaussée, con el título de La razón contra la moda. D. Eugenio de Llaguno y Amirola, publicó en 1754 una buena traducción de la Athalia, de Racine.

Mas nada de esto bastaba para levantar la tan postrada escena española, a cuya ruina contribuyó la protección que Felipe V y su segunda esposa, Isabel Farnesio, prestaron a la ópera italiana, muy en boga a la sazón en Francia, por lo que también se puso de moda en España. El teatro nacional estaba en decadencia, y se hallaba abandonado a poetas detestables que contribuían a depravar el gusto del público, ya muy pervertido22.

Semejante estado de cosas no podía prolongarse mucho sin llamar seriamente la atención de los hombres da valer y amantes de las letras y del buen nombre de su patria que había en España, y sin que éstos tratasen de poner remedio al mal de que se sentían aquejadas las musas castellanas, particularmente la en otros tiempos próspera Talía. Y como era de esperar, no faltaron hombres que acometiesen tan ardua como patriótica empresa; mas en vez de resucitar el antiguo teatro español perfeccionándolo con arreglo a las exigencias del buen gusto, rebajose su importancia y su mérito, confundiendo a los grandes maestros con adocenados versificadores, y se siguió, en fin, opuesto camino al que habían enseñado Lope de Vega, Tirso, Rojas, Alarcón, Moreto y Calderón de la Barca, sacrificando la inspiración poética a los estrechos preceptos del clasicismo francés. Esto era natural, dadas las tendencias y el gusto de la época, que decididamente no estaba por lo nacional, sino por lo francés, según en las dos anteriores lecciones queda dicho repetidas veces. Era además una reacción lógica e inevitable, aunque exagerada.

Después de las traducciones a que antes nos hemos referido, el primero que emprendió la tarea de aclimatar en nuestra escena el teatro francés fue D. Agustín Montiano y Luyando. A sus dos tragedias escritas en verso endecasílabo suelto y tituladas Virginia y Ataúlfo, acompañó dos discursos en los cuales probó, contra la opinión que entonces corría como valedera, que no sólo no carecíamos los españoles de talento trágico, sino que desde 1520 se había cultivado entre nosotros este género poético, es decir, antes que en Francia y también que en Italia, con cuyos ensayos trágicos pueden rivalizar los primeros que se hicieron en España23. Si los ensayos hechos por Montiano fueron poco felices, pues ambas tragedias carecen de calor y movimiento, por más que sean regulares y se ajusten bien a los modelos y reglas de la escuela francesa, sirvieron para enseñar el camino, alentar a otros a que lo siguieran y desarraigar injustificadas preocupaciones, a lo cual contribuyeron principalmente los dos discursos mencionados.

El paso dado por Montiano animó a varios escritores a seguir este camino, y se hicieron algunos otros ensayos, consistentes en nuevas traducciones hechas por D. Pablo Olavide, D. José Clavijo y Fajardo y otros. En tiempo de Carlos III y por iniciativa del presidente de su Consejo, el conde de Aranda, se hicieron grandes esfuerzos para mejorar el teatro nacional.

Entre los ensayos originales para introducir en nuestro teatro el gusto de la escuela francesa, deben citarse primeramente los hechos por D. Nicolás Fernández de Moratín24. De dos clases son estos ensayos: trágicos y cómicos, porque es de notar que con los esfuerzos hechos para restaurar el teatro, coinciden los que se hicieron para restablecer la tragedia, casi olvidada desde Calderón. Al primer género pertenecen las tragedias tituladas Lucrecia Hormesinda y Guzmán el Bueno que, por más que tengan trozos de bella versificación y no carezcan de mérito artístico, particularmente la última, son de muy poco efecto teatral y no lograron hacer fortuna. Tampoco la obtuvo la tentativa en el género cómico, pues la Petimetra, que es la comedia que en dicho sentido escribió Moratín, ni siquiera llegó a representarse, a pesar de que en ella trató el autor de contemporizar con el gusto de la escuela nacional, dividiéndola en tres jornadas. Dicha comedia, cuyas bellezas de estilo y de versificación aparecen deslucidas por lo mal dispuesto de la fábula y la frialdad del diálogo, se imprimió en 1762 precedida de un discurso en que el autor hace la crítica del teatro de Lope y Calderón, cuyas buenas cualidades aprecia, aunque imperfectamente, a la vez que pone muy de bulto y aun exagera sus defectos.

No fueron estas las únicas tentativas que así en la tragedia como en la comedia se hicieron para aclimatar en nuestra escena el teatro clásico francés. Muchas otras pueden mencionarse debidas a los escritores de más fama y valer del último siglo. En el género trágico deben citarse: el D. Sancho García, del coronel Cadalso; La Numancia destruida, de D. Ignacio López de Ayala; el Pelayo, de Jovellanos; el Idomeneo, la Zoraida, la Condesa de Castilla, y el Pitaco, de Cienfuegos; y el Duque de Viseo y el Pelayo de Quintana. Entre las comedias merecen nombrarse: el Filósofo casado, de Forner; el Señorito mimado y la Señorita mal criada de Iriarte, quien hizo algunas traducciones de Voltaire y de Destouches, entre ellas la tragedia El huérfano de la China, que vertió primero en prosa y luego en verso; la muy celebrada que con el título de El Delincuente honrado, y por el estilo del Hijo natural de Diderot escribió en prosa (cosa que desde muy antiguo no se usaba), el insigne Jovellanos, y algunas otras. D. Cándido María Trigueros escribió algunas comedias, o mejor, hizo varios arreglos, en las cuales supo acomodar con acierto a las nuevas formas varias piezas del teatro antiguo, como por ejemplo, la Estrella de Sevilla, de Lope; su comedia Los Menestrales carece de mérito. Por su parte, Sebastián y Latre hizo algunas refundiciones de obras de Rojas y Moreto para ajustarlas a los nuevos principios25, y Meléndez escribió, con escaso éxito, su comedia pastoral: Las bodas de Camacho.

A pesar de los progresos que alcanzaba en nuestra escena el teatro francés, no dejó éste detener sus contradictores, lo cual dio lugar a discusiones animadas entre los afiliados a uno y otro bando, y fue causa de que el teatro tomase gran incremento.

Como el más fogoso, a la vez que el más inteligente, de los enemigos del teatro francés, debe citarse a D. Vicente García de la Huerta26, de quien ya dejamos hecha mención. Así como Luzán estaba al frente de los partidarios de la escuela francesa, Huerta capitaneaba a los enemigos de esta escuela, es decir, a los que querían resucitar el teatro de Lope, Moreto, Rojas y Calderón. Publicó por el año de 1785 bajo el epígrafe de Teatro español, una colección de comedias antiguas y otra de entremeses con el intento de vindicar al teatro español del siglo XVII del concepto poco lisonjero en que a la sazón era tenido y colocarle a mayor altura que todos los de Europa. El mal gusto que tuvo en la elección de las comedias que formaron dicha colección, el haber prescindido en ella por completo de Lope de Vega, y la contradicción tan manifiesta entre sus opiniones y lo que practicó, fueron motivos bastante poderosos para que la empresa que había acometido de reanimar la antigua literatura dramática, no diera todos los felices resultados que debían esperarse, dadas las ventajosas condiciones del que la había intentado.

En efecto, tal vez impelido por una fuerza superior, Huerta cedió al contagio y llegó a practicar lo mismo que había combatido, pues no sólo escribió una tragedia acomodada en gran parte al gusto del teatro clásico-francés, sino que hasta tradujo algunas producciones de éste, como por ejemplo, la Zaire, de Voltaire, que es una de sus obras más conocidas y apreciadas. También tradujo la Electra, de Sófocles.

La Raquel es la tragedia a que en el párrafo precedente hacemos referencia. Al escribirla se propuso Huerta, no sólo probar que los españoles no carecen de talento trágico, sino mostrar que era posible, y aun convenía, unir la tradición dramática de nuestra nación con la majestad clásica de la tragedia, el espíritu de la antigua comedia española con el gusto de la escuela clásico-francesa. Aunque no exenta de defectos, la Raquel es una obra de verdadero mérito y digna del entusiasmo con que fue acogida por el público, no sólo por lo bien combinado del plan, por lo interesante de la acción, y por la buena traza de los caracteres, sino también por lo noble y decoroso de su lenguaje, por el mérito indisputable de muchas escenas verdaderamente patéticas, y por la belleza que le dan los magníficos versos en que se halla escrita. Está dividida en tres actos o jornadas, lo cual fue muy bien acogido del público, a pesar de la desaprobación de los críticos, y su argumento se funda en la tradición de los amores de Alfonso VIII con la judía Raquel.

El movimiento y agitación que produjeron los debates entre la escuela de Huerta y sus adversarios dieron lugar, como antes hemos dicho, a que el arte dramático tomara grande incremento, lanzándose a la escena multitud de escritores, hasta el punto de que durante los últimos años del siglo que nos ocupa, salieron a luz diez veces más comedias que en todos los anteriores. Por desgracia, la mayor parte de los que sostuvieron nuestra antigua tradición escénica, sólo supieron exagerar los defectos de los dramáticos del siglo XVII, sin emular sus méritos, y seguir las huellas de los corruptores del teatro.

Entre estos desdichados ingenios, aduladores del mal gusto del público, ocupa lugar preeminente, por su deplorable fecundidad y por la fama y popularidad de que gozó, el célebre D. Luciano Francisco Comella, cuyas, absurdas producciones, en las que ni la historia ni el arte eran respetados, le proporcionaron el favor del público y le valieron un renombre que conserva todavía, no por el mérito de sus desatinados dramas, sino por considerársele como el más genuino representante en el teatro, de aquella época de depravación literaria o, como dice Gil de Zárate, como el prototipo de los poetas menguados y faltos de sentido común, D. Antonio Valladares y Sotomayor, D. Gaspar de Zavala y Zamora y D. Vicente Rodríguez de Arellano, escritores que no carecían de condición y talento, en medio de sus extravíos, y que también dieron pruebas de fecundidad perniciosa y lamentable, pueden figurar dignamente al lado de Comella, con quien competían en extravagancia, en seguir la corriente de la época, y en halagar el mal gusto literario, tan encarnado a la sazón en nuestro pueblo. Debe, sin embargo, advertirse que los cuatro autores mencionados eran de lo mejor de su tiempo, y sin disputa los que mayor favor obtuvieron del público y más ganancias proporcionaron a los teatros, principalmente Comella y Valladares que dieron cada uno más de cien dramas a la escena27.

Pero mientras estos autores medraban por semejantes medios y monopolizaban el favor del público, apareció un ingenio privilegiado que, dedicándose exclusivamente a la comedia y satirizando con inimitable gracejo a los compositores de la escena, logró llevar a feliz término la empresa, en vano acometida por sus predecesores, de regenerar el teatro español, concluyendo de una vez con el mal gusto, y preparando el camino para el triunfo definitivo de los buenos principios.

Tal fue D. Leandro Fernández de Moratín28 cuyo padre había sido uno de los primeros en tratar de aclimatar en nuestra escena el teatro francés, y a quien cupo la gloria de sacar la comedia española del lamentable estado en que la dejaron los Zavalas y Comellas. Moratín es, sin duda, el más insigne de los dramáticos del pasado siglo y uno de nuestros mejores poetas cómicos. Más reflexivo que inspirado, pero observador delicado y escritor discreto y de buen gusto, representa, no sólo la restauración de nuestro teatro, del que se presentó como reformador, sino el triunfo de la escuela clásico-francesa. Sin embargo, Moratín, como Huerta, no se olvidó por completo del antiguo teatro español, del que tomó las formas materiales (la división en tres actos y la versificación en romance). Por más que en este sentido pudiera también decirse del segundo de los Moratines que en su teatro hay algo de armónico, o intento de unir lo español con lo francés, lo antiguo con lo nuevo, es lo cierto que sus obras determinan un paso decisivo en favor de la escuela clásico-francesa, cuyo triunfo era ya evidente, y en aquellos momentos necesario, como reacción provechosa contra los extravíos y exageraciones de los imitadores del teatro antiguo.

He aquí ahora unas ligeras indicaciones sobre las comedias de Moratín. El Viejo y la niña, que fue la primera que compuso, está escrita con entera sujeción a las reglas, acabada con gran esmero, dividida en tres actos y puesta en romance octosílabo: su trama es sencilla, natural su acción y hay en ella dos caracteres (D. Roque y Muñoz) admirablemente pintados; y aunque no obtuvo un éxito brillante valió mucho a Moratín en consideración y aprecio. Sigue a esta La Comedia nueva o El Café, que es la más celebrada de todas. Consta de dos actos escritos en buena prosa, y consiste su argumento en una brillante a la vez que severa sátira contra los malos escritores que a la sazón tan mal parado tenían al teatro. Escrita con suma destreza y con entera sujeción a las reglas clásicas, a la vez que con sencillez y naturalidad, es uno de los mejores modelos que de su género tenernos. Es una galería admirable de tipos pintados con tanta verdad como gracejo, y dotados de tal universalidad, que aun viven, a pesar de haber cesado las circunstancias que los produjeron. El poetastro D. Eleuterio, el pedante don Hermógenes, la marisabidilla doña Agustina, el alabardero D. Serapio y el mozo de café Pipí, son creaciones de primera fuerza, dignas de competir con las más celebradas de Moliére. La Mojigata, escrita en verso, y en la cual trató de imitar el Tartuffe de Moliére, es una excelente muestra de caracteres bien trazados: El sí de las niñas, escrita en prosa, es un dechado perfecto del género que Moratín había escogido, pues en ella todo es notable y acabado: los caracteres (sobre todo los de D. Diego y doña Irene), el plan y traza de la fábula, y el diálogo, que es de primer orden por su gracejo, soltura y naturalidad. Casi tanta fama como las citadas dieron a este autor las traducciones y arreglos que hizo de las comedias de Moliére: La escuela de los maridos y El médico a palos, ambas en prosa, como la traducción (nada feliz por cierto) que hizo del Hamlet, de Shakespeare. Cinco fueron, pues, las comedias originales que escribió Moratín: las cuatro primeramente mencionadas y otra de menos importancia que se titula: El Barón.

En la segunda mitad del siglo XVIII, cuando la confusión de lo antiguo y lo moderno, de lo nacional y lo extranjero, reinaba en el teatro dejando brillar alguna que otra ráfaga luminosa, apareció una poesía dramática verdaderamente popular con D. Ramón de la Cruz29. Casi instintivamente acertó este escritor con un género dramático, que a la vez que no podía tacharse de impropio del teatro, fue muy del agrado de todas las clases de nuestra sociedad, a la que entretuvo grande y donosamente con sus ligeras producciones, de las que escribió unas trescientas en los versos cortos del antiguo drama nacional y con las denominaciones de caprichos dramáticos, tragedias burlescas y sainetes.

Las más celebradas de todas ellas y las que mayor fama dieron a D. Ramón de la Cruz son las que llevan la última denominación, que son a la vez las más numerosas, y en las que revela más su espontaneidad y la sal y gracejo cómico de que estaba dotado. Variadas en extensión y asunto, están generalmente fundadas en las costumbres de las clases media e ínfima del pueblo de Madrid, en lo cual y en la exactitud y viveza de los retratos como en el colorido y gracia de las escenas, estriban principalmente la buena acogida y la gran popularidad que tuvieron y que aún conservan. En esto, más que en las condiciones literarias, de que por lo común carecen, se funda el mérito de los populares sainetes de D. Ramón de la Cruz, quien al iniciar la restauración del antiguo teatro nacional, proporcionó a Moratín elementos que le ayudaron a conquistarse el primer lugar de poeta cómico de aquella época, que le hemos asignado30.

Por el mismo tiempo que D. Ramón de la Cruz, apareció en Cádiz otro poeta cultivador también del sainete. Tal fue D. Juan Ignacio González del Castillo31 que escribió también otro género de composiciones, entro ellas tragedias. Menos espontáneo que Cruz, pero con tanto gracejo y donaire como él, Castillo recorrió en sus sainetes varios asuntos y pintó las costumbres nacionales con fidelidad y exactitud, salpicando sus pequeñas composiciones de epigramas oportunos, rasgos felices y chistosas ocurrencias. Se asemeja además a D. Ramón de la Cruz en que siempre procuró dejar a salvo la moral, corrigiendo los defectos y castigando los vicios, y también en que fue descuidado en el estilo.

De todo lo expuesto durante el curso de esta lección se deduce que el siglo XVIII fue, por lo que respecta a nuestro teatro, por una parte poco fecundo en buenos autores y producciones de algún mérito, y por otra un siglo de verdadera revolución. Se demuestra al propio tiempo que el drama nacional no pudo ser restablecido y que el fundado en las doctrinas de Luzán y en las prácticas de los Moratines no llegó a aclimatarse del todo, no obstante lo que en su favor hizo el segundo de éstos. Fluctuando entre lo antiguo y lo moderno, entre lo nacional y lo extranjero, ha seguido hasta nuestros días, en que si no es enteramente francés, tampoco podemos decir que sea hijo exclusivo del espíritu y la inspiración nacionales, ni que haya encontrado un ideal que le sirva de norte y le dé aquella originalidad que tanto le distinguiera en los tiempos de su mayor apogeo.




Arriba- IV -

La poesía didáctica, los géneros poéticos compuestos (sátira en prosa y verso, novela y bucólica), la Oratoria y la Didáctica en el siglo XVIII. -Indicaciones sobre la poesía didáctica y sus cultivadores en este período. -La fábula: Samaniego, Iriarte y el prosaísmo; plaga de fábulas. -La sátira: su falta de cultivo y de importancia durante este siglo. -Indicaciones acerca de la que durante el mismo se produjo en verso: mención de sus principales cultivadores. -Sátiras en prosa: el P. Isla, Cadalso, Moratín y otros. -Sumarias indicaciones sobre la novela. -Ídem respecto de la poesía bucólica. -Ídem sobre la Oratoria. -Consideraciones generales acerca de la Didáctica. -Historiadores: el Marqués de San Felipe, Flórez, Masdeu y otros. -Indicaciones respecto de otros géneros didácticos y sus principales cultivadores: Mayans y Siscar, Forner, Isla, Jovellanos, Floridablanca y Campomanes. -Feijoo: sus obras más importantes. -Su representación en el movimiento literario del siglo XVIII. -Breves noticias acerca del género epistolar serio escrito en prosa. -Indicaciones generales respecto de la prosa castellana en dicho siglo


Lo que en la lección LVI dijimos de la Épica, puede repetirse aquí, respecto de la poesía didáctica del siglo XVIII, sobre todo por lo que toca a los poemas propiamente dichos. Apenas si en este género produjo aquella centuria nada que en realidad sea digno de mencionarse. Recordaremos, sin embargo, varios poemas que por entonces se escribieron, tales como el de D. Nicolás de Moratín titulado La Caza; el de La Música, del fabulista Iriarte, de quien ya nos ocuparemos; otro sobre La pintura, que en 1786 dio a luz D. Diego Rejón de Silva; el que sobre las Excelencias del pincel y del buril escribió D. Juan Moreno de Tejada; el de La Poesía, de D. Félix Enciso; el poema sin concluir, titulado: Las edades, de Fray Diego González; el de la Filosofía de las costumbres, del Padre Pérez de Celis, y algunos otros de menos importancia que los citados, los cuales la tienen escasa32.

Otra cosa muy diferente hay que decir respecto de las fábulas o apólogos. En este género nos ofrece nuestra literatura del siglo XVIII modelos muy acabados y dignos de la mayor estima, con tanta más razón, cuanto que aparte del apólogo oriental escrito en prosa de la Edad media, en España no se ha cultivado esta clase de poesía.

Uno de los que sobresalieron en ella fue D. Félix María Samaniego33 que publicó una colección de Fábulas morales (primera y segunda parte) que han hecho popular su nombre. La colección completa consta de ciento cincuenta y siete fábulas, de las cuales varias son originales y las restantes están tomadas de Esopo, Fedro, Lafontaine y Gay, a quienes Samaniego imitó, siendo de advertir que las qua hizo originales en nada desdicen de las de aquellos insignes fabulistas, y muchas de ellas quizá aventajan a las de éstos en la concisión, en la claridad narrativa, en la lisura del estilo, en el candor y amable filosofía que revelan y en otras condiciones que las dan un mérito sobresaliente, y las hacen ser muy adecuadas para la lectura de los niños. Samaniego, que en cualquiera otro género hubiera sido un mal poeta, en éste que nos ocupa alcanzó, y con justicia, fama de maestro.

Competidor suyo fue D. Tomás de Iriarte34 que cuatro años después de publicadas las de Samaniego (1782) dio a luz sus Fábulas literarias, escritas con gran esmero, en cuyo concepto no sólo compiten con las de aquél, sino que les llevan ventaja. La colección que en dicho año diera a la estampa reúne, al mérito de ser originales todas las fábulas de que consta, las circunstancias, muy meritorias también, de estar escritas en lenguaje muy puro, estilo lleno de gracia y viveza, versificación buena y muy suelta y con gran variedad de metros: mediante estas cualidades y la fecundidad de invención que las indicadas fábulas revelan, se mostró Iriarte lo que en realidad no era, verdadero poeta. Le sucede, pues, lo mismo que a Samaniego, con la diferencia de que ejerció un funesto influjo en la poesía del siglo XVIII, pues si bien es cierto que de su pluma salieron algunas aunque pocas composiciones líricas que merecen el calificativo de buenas, tales como los sonetos, y que algunas de sus comedias no carecen de mérito, también lo es que con su ejemplo acreditó el prosaísmo en la Poesía, de tal suerte, que se tuvo como dogma literario el que los versos fuesen humildes.

El éxito alcanzado por Samaniego y Iriarte, que deben considerarse como los verdaderos maestros en el cultivo del apólogo en verso, o fábula, introdujo en España una como moda en favor de este género poético y originó una verdadera invasión de fábulas, siendo de todas ellas las más dignas de aprecio, a pesar de carecer de donaire, elevación y originalidad, las que escribieron D. José Agustín Ibáñez de la Rentería y D. Ramón de Pisón35.

Toca ahora tratar de los géneros poéticos compuestos, y empezando por el denominado sátira, diremos primero que en general, no sólo careció de importancia, sino que fue relativamente muy poco cultivado durante el siglo que estudiamos. Y cuenta que la reforma literaria y la revolución política que este siglo representa en la historia de nuestro país eran causas bastante poderosas para alimentar y dar importancia a la sátira, que nunca mejor que en períodos como este a que nos referimos tiene razón de ser y puede desenvolverse.

Lo dicho no debe entenderse en el sentido de que durante el siglo XVIII no se diesen a luz manifestaciones satíricas o de que si se dieron no merecen la pena de recordarse; pues aunque pocas, se produjeron en dicho siglo sátiras de mérito reconocido, así en verso como en prosa.

Concretándonos a las de la primera clase, debemos recordar aquí la que contra los malos escritores compuso, según oportunamente se ha dicho, el autor encubierto con el seudónimo de Jorge Pitillas, sátira que a su felicísima ejecución y al buen sentido que entraña, reúne la circunstancia de venir a ser como un punto brillante en medio de la oscuridad de aquel período poético. Después de dicha composición, que pertenece al reinado de Felipe V, es necesario trasladarse a los tiempos de Carlos III y posteriores para encontrar algunas otras dignas de recordarse. Entre éstas se hallan las que compusieron los distinguidos poetas Fr. Diego González y D. Juan Pablo Forner, a quienes ya conocemos. Ambos manejaron con soltura la sátira, como lo prueban la que con el título de El murciélago alevoso escribió el primero, y la que Contra los vicios introducidos en la poesía castellana compuso el segundo, mereciendo la honra de obtener por ella un premio académico en 1782. No menos que estos escritores se distinguió en el género que nos ocupa el festivo D. José Iglesias de la Casa, tan conocido por sus epigramas y letrillas satíricas. Del insigne Jovellanos hay también una excelente sátira, que es una epístola A Arnesto contra la corrupción de las costumbres de aquella época que debe ser estudiada atentamente. El P. Isla y D. Leandro Fernández de Moratín, de quienes trataremos de nuevo al hablar de la sátira en prosa, las escribieron también en verso con algún éxito, como lo prueban el Cicerón del uno y la Lección poética del otro: la primera de estas composiciones no es, como el autor pretende, una vida del célebre orador romano, sino una sátira contra los vicios y extravagancias de su tiempo, desarrollada en un poema de diez y seis cantos; la segunda es asimismo otra sátira contra los vicios introducidos en la Poesía, y ambas merecen un lugar distinguido en la historia de este género literario. Además de Iglesias, escribieron buenos epigramas los dos Moratines, Iriarte y Forner, lo cual advertimos aquí para completar el bosquejo que de la sátira en verso hemos trazado36.

Mayor importancia tiene en la historia literaria del siglo XVIII la sátira en prosa, aunque fueron menos sus cultivadores.

El principal de éstos es el Padre José Francisco de Isla37 escritor muy popular y acaso el más favorecido del público en la segunda mitad del siglo que nos ocupa. La obra que más fama le dio fue la tan conocida y celebrada Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas, novela satírica que vino a ser respecto de los malos predicadores, muy abundantes a la sazón, lo que el Quijote respecto de los libros de caballerías: es, pues, dicha novela la historia de un D. Quijote del púlpito, como oportunamente ha dicho uno de los comentadores de las obras del P. Isla38. Considerado en este sentido, es decir, como una crítica de la oratoria religiosa, el Fray Gerundio es un libro interesante escrito con gran ingenio, por más que no se halle exento de lunares. Adolece en general de pesadez y monotonía, y en cuanto a la invención, a la unidad del plan, al enredo, a los episodios, a los caracteres y al desenlace, deja mucho que desear: pero no carece de mérito literario, pues el estilo es correcto y claro y tiene pasajes escritos con sumo donaire y gracia; y en cuanto al fin moral de la composición, es excelente. Si no la hubiese dado tanta extensión, la obra del P. Isla, que en un principio obtuvo un éxito prodigioso39 gozaría aún de más importancia de la que tiene: de todos modos a ella debe el autor con justicia la fama de que goza y el quijotismo en el púlpito un golpe semejante al que Cervantes dio al quijotismo caballeresco. También revela el sentido y el espíritu satírico del P. Isla la primera obra que escribió y a la que dio el título de La Juventud triunfante: es una descripción en prosa y verso de las espléndidas fiestas que en 1727 celebró el Colegio de Jesuitas de Salamanca con motivo de la canonización de San Luis Gonzaga y San Estanislao de Kostka. El Día grande de Navarra es también un folleto satírico muy notable del P. Isla, así como sus Cartas de Juan de la Encina.

Los Eruditos a la violeta, curso completo de todas las ciencias, o sea, la sátira de Cadalso contra los que estudian poco y hacen alarde de saber mucho, y la Derrota de los Pedantes, de Moratín hijo, son las mejores sátiras en prosa que se escribieron en el siglo XVIII: ambas son dignas de estudiarse, pues a la excelencia del fondo reúnen formas literarias de mérito poco común. También es digna de mencionarse por lo ingeniosa, la sátira menipea que con el titulo de Exequias de la lengua Castellana escribió Forner y en la que hay algunas sátiras en verso, entre las que sobresale la que va dirigida contra la literatura chapucera. No menos elogio merecen la sátira que en forma epistolar, escribió contra la mojigatería D. Fulgencio Afán de Ribera, titulándola Virtud al uso y mística a la moda y la titulada Las Cuevas de Salamanca de Botello Moraes. Igualmente pueden citarse los satíricos Sueños morales que, imitando a Quevedo, escribió Torres Villarroel.

Harto menos afortunado que en la sátira fue en la novela el siglo que nos ocupa. En todo él no se produjo ficción alguna de este género que deba mencionarse en este lugar, a no ser que recordemos, por la importancia critico-literaria que entonces tuvo, la traducción que el P. Isla hizo del Gil Blas de Santillana, novela del género picaresco escrita por el francés Mr. Le-Sage40. Aparte de esta obra, que en el caso de considerarse original de nuestro país no pertenece al siglo XVIII, y de la del mismo Isla que antes hemos mencionado (el Fray Gerundio) y que algunos consideran como una mera novela, nada contiene la historia literaria de dicho siglo que determine o siquiera indique la existencia de semejante género poético.

En cuanto a la poesía bucólica diremos que en el siglo XVIII tuvo dos buenos cultivadores en Meléndez Valdés y en Iglesias, sobresaliendo el primero, el cual nos ha dejado una excelente muestra de esta clase de composiciones en la que con el título de Batilo dedicó a cantar las excelencias de la vida campestre, con una pureza de afectos comparables sólo a las que revelan en las producciones de Virgilio y de Garcilaso, a quienes Meléndez se propuso imitar: Meléndez tiene también algunos idilios41.

Por las razones que expusimos en la lección LII, con que dimos principio al estudio de la Didáctica en la segunda época literaria, no entramos ahora tampoco en el de la Oratoria del siglo XVIII. Haremos, sin embargo, algunas indicaciones. En cuanto a la oratoria religiosa, debe tenerse en cuenta que desmereció mucho de la de los siglos precedentes hasta el punto de caer en un estado de verdadera depravación, que fue el motivo de la publicación del Fray Gerundio, de Isla. Después de esta obra entró en un período de mejoría. La oratoria que pudiéramos llamar profana en contraposición de la religiosa, fue desenvolviéndose al calor de las nuevas instituciones e impulsada por los adelantos que en todos los ramos del saber se realizaban. El terreno que ganaban las nuevas ideas políticas y el que perdía la Inquisición, abrieron camino a la oratoria forense, en la cual se distinguieron y brillaron mucho Meléndez Valdés y Jovellanos. Como orador académico merece ser citado el sabio Mayans y Siscar.

Según en lecciones anteriores se ha notado, el movimiento literario de la época que recorremos y que hemos denominado doctrinal, se distingue por el espíritu crítico, hijo de las ideas y doctrinas nacidas y propagadas al calor de la revolución que por entonces agitaba a la Europa entera, y que empezaba a producir en nuestra España sus naturales frutos. Como era consiguiente, este espíritu crítico se mostró con más vigor aún en la esfera de la Didáctica hacia el último tercio del siglo XVIII. Las nuevas direcciones que tomaron los estudios científicos, las aplicaciones que se hicieron de la ciencia, la creación de establecimientos de enseñanza bajo planes adecuados a las nuevas exigencias, con otras causas más, dieron motivo a que los estudios didácticos, que al comenzar el siglo que nos ocupa se hallaban sumidos en el más lamentable abandono, adquiriesen en nuestra patria importancia y fuesen cultivados por gran número de escritores, sobre todo en los tiempos bonancibles de Carlos III.

Fijándonos en la Historia observaremos que ya en el reinado de Felipe V se escribieron algunas obras de este género con escaso éxito, siendo la más importante de todas la del Marqués de San Felipe42 titulada Comentarios de la guerra de sucesión e impresa en 1729. Como trabajo literario no carece de mérito y es el mejor de todos los que compuso dicho marqués, el cual escribió también una Historia de la monarquía hebrea, que se publicó en 1727, un año después de su muerte.

Gran número de obras históricas, la mayor parte relativas a historias particulares de provincias, ciudades y monasterios, se dieron a la estampa en los reinados siguientes, descollando entre todas La España Sagrada del célebre agustino Fray Enrique Flórez. Dejando a un lado los defectos que se notan en su estilo, la obra indicada tiene una importancia grande por los documentos, noticias e ilustraciones de que está sembrada, así como por la crítica fina y delicada, la veracidad escrupulosa, y el ingenio y claro entendimiento que revela en quien la compuso. La obra de Flórez fue continuada por otros agustinos qué le aventajaron en gusto literario, emulándole en otras cualidades. El mismo Flórez contribuyó a dar un nuevo aspecto a la historia patria con la publicación de su curiosa Clave historial, con la obra que exornada con dibujos y eruditas explicaciones compuso sobre las Medallas de las colonias, municipios y pueblos antiguos de España y con las Memorias de las reinas católicas, y enriqueciendo muchos de sus tratados con retratos esmeradamente sacados de sepulcros, bajo-relieves, sellos y otros monumentos antiguos que servían mucho para garantizar la autenticidad de los textos, a los que por ende añadían importancia.

Después de la obra de Flórez la más importante que se encuentra en el género que nos ocupa, es la que con el título de Historia crítica de España publicó desde 1783 en veinte tomos D. Juan Francisco Masdeu. La gran copia de tablas e ilustraciones de todas clases que comprende esta obra le dan gran importancia, contrarrestando los defectos capitales de que adolece, tales como los que se originan del excesivo carácter doctrinal que el autor quiso darla, hasta el punto de hacer que parezca, más que una historia de España, una abundante colección de discursos académicos; del afán de decir novedades y de acomodarlo todo a su deseo y propósito; y del furor por censurar, que le acercaba mucho al escepticismo. Sin embargo, la obra de Masdeu reportó a nuestra historia no pocos beneficios, siendo constantemente consultada, y cerró la serie de las historias generales de España, hasta que en el presente siglo se publicó la de Lafuente43.

Las demás ramas de la Didáctica recibieron el mismo o acaso mayor impulso desde el reinado de Felipe V hasta el de Carlos III. La teología, la política, la crítica, la moral, la filosofía y las ciencias físico-naturales y matemáticas, cuentan en dicha época con un número bastante crecido de cultivadores, en los cuales se observa el espíritu crítico que antes hemos notado y la influencia del Enciclopedismo francés que, a pesar de la vigilancia inquisitorial, ejerció notable acción entre nosotros desde los tiempos de Carlos III. Indiquemos algo sobre algunos de los principales escritores a que aquí se hace referencia.

D. Gregorio Mayans y Siscar44 que escribió y publicó muchos libros así latinos como castellanos, dio a luz en 1757 una Retórica, y estudió con sumo acierto los Orígenes de la lengua española; D. Juan Pablo Forner, de quien ya nos hemos ocupado, dio a conocer en multitud de escritos su erudición y talentos, principalmente en la Oración apologética por la España y su mérito literario; el P. Isla, de quien ya hemos tratado en esta lección, escribió con éxito bastante lisonjero sobre diferentes materias; D. Gaspar Melchor de Jovellanos45 insigne estadista de quien ya nos hemos ocupado considerándolo como poeta, dio a luz diferentes y muy interesantes trabajos sobre humanidades, educación e instrucción públicas, historia, literatura, filología, política, legislación, artes, industria, comercio, y sobre todo su admirable Ley Agraria; el Conde de Floridablanca luce también en diferentes escritos las galas de sus talentos; Campomanes ilustra al pueblo y trata de promover las artes industriales; y en fin, otros muchos escritores, cuya enumeración sería larga, dan testimonio del movimiento intelectual que a la sazón se operaba en España y que se extendía desde la poesía a la jurisprudencia y desde la teología y la filosofía a las ciencias exactas y naturales y a la agricultura46.

Debe advertirse que en el movimiento intelectual que aquí indicamos, cupo una parte muy grande y muy honrosa a un hombre que solo, abandonado a sus propias fuerzas, y anticipándose a los que ilustraron el reinado de Carlos III acometió la difícil y noble empresa de la emancipación intelectual de España. Nos referimos aquí al benedictino Fray Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro47, de quien se ha dicho que se le debiera erigir una estatua, y al pie de ella quemar sus escritos. Esto último no es justo, pues si bien es cierto que las obras de Feijoo han perdido en el día gran parte de su mérito merced a los adelantos de las ciencias y de la crítica, y que el estilo en que están escritas es flojo y desaliñado y se halla plagado de galicismos (Feijoo fue el que empezó a contagiar nuestro idioma con este vicio), también es verdad que revelan un alto y elevado propósito, ingenio y agudeza, sano juicio y sabiduría práctica y otras condiciones que les hacen dignas de conservarse.

Las obras principales de Feijoo son: el Teatro crítico universal, las Cartas eruditas y los Discursos varios sobre todo género de materias. En ellas atacó nuestro benedictino los errores y las preocupaciones vulgares, el escolasticismo y las tradiciones falsas, el escepticismo y los falsos sistemas filosóficos, y en fin, las artes adivinatorias, la creencia en duendes y brujas, en hechiceros y zahoríes. Al mismo tiempo que hizo todo esto, proclamolos fueros de la razón, desentrañó las cuestiones de ciencias y artes de más importancia y aplicación más útil e inmediata, despertó la afición al estudio de las ciencias exactas, criticó el atraso y los abusos de la enseñanza, proponiendo a la vez el remedio, y en fin, desterró algunas preocupaciones y predicó contra toda clase de excesos y de vicios. Quien tal hizo, quien tan buenos propósitos abriga y tan universales conocimientos poseía, quien en una época en que las ciencias y las letras se hallaban tan atrasadas y sumidas en lamentable y profunda corrupción, se atrevió a acometer por sí solo la ardua empresa de la regeneración intelectual de su patria, bien merece que ésta, además de levantarle una estatua, conserve y reimprima sus obras, siquiera hoy representen un atraso intelectual y aunque no se distingan por su bondad literaria48.

Según hicimos al terminar el estudio de la segunda época de nuestra literatura, diremos aquí algo acerca del género epistolar serio escrito en prosa durante el siglo XVIII.

Las producciones de esta clase y de dicha centuria más importantes son las Cartas Marruecas del Coronel Cadalso y las del Conde de Cabarrús. En las primeras, que son una imitación de las Cartas Persas de Montesquieu, toca el autor varias materias de política, historia, costumbres, ciencias y artes con escaso lucimiento y menos amenidad, mientras que Cabarrús dilucida en las suyas varias cuestiones económicas. Feijoo con sus Cartas eruditas, y el P. Isla y Jovellanos con sus Cartas varias probaron también que el género epistolar no estaba olvidado por los ingenios españoles del siglo pasado. Pero la verdad es que por lo que respecta a la forma, al mérito literario, ninguna de las producciones indicadas llama la atención; antes bien, merecen ocupar un lugar secundario.

Y es que por punto general la prosa no llegó en el pasado siglo a gozar de la mayor perfección y belleza. Dado el lamentable abandono a que se encontraba reducida en las comienzos, por causa del mal gusto que a la sazón dominaba en la esfera de las letras, no puede negarse que el estado que llegó a alcanzar en los días de Carlos III es un estado de regeneración y progreso. Cierto es asimismo que al fin los prosistas de los dos últimos tercios del siglo XVIII lograron introducir en el lenguaje claridad, sencillez, tersura y cierta natural belleza; pero lo es también que por virtud de la influencia francesa que antes de ahora hemos notado, la frase castellana padeció notables alteraciones, perdiendo, por ello, su primitivo carácter y pureza. El afán de amoldarla a las voces, giros y formas de la francesa y la frecuente lectura de las obras escritas en este idioma, dio lugar a los galicismos que han desnaturalizado mucho la lengua castellana, robándola aquella gracia y pureza nativas que tanto embellecen los escritos de Granada, Mendoza y Cervantes. Defecto es éste de que aún no se ha purgado la prosa castellana, merced a la influencia cada vez mayor de la literatura francesa; y no es el mejor camino para corregir tal vicio la afectada y artificiosa imitación de los clásicos que tanto priva entre los escritores académicos, y que antes es señal de decadencia que anuncio de mejores tiempos.





 
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