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Seis variaciones sobre el tema de las manos

Mariano Baquero Goyanes






- I -

Cuando el Arcipreste de Hita, casi en el arranque de su Libro de Buen Amor, sitúa, como irónica explicación de la ambigüedad o duplicidad del mismo, el relato de la «disputaçión que los griegos e los romanos en uno ovieron», nos describe un literal juego de manos, al tener que servirse de ellas, como de lenguaje común, el sabio griego y el ribaldo romano. Por señas disputan estos dos personajes, con el cómico resultado conocido por cualquier lector del libro de Juan Ruiz.

En esa disputa me interesa resaltar ahora el noble valor que se concede al lenguaje de las manos como transmisor de los más elevados pensamientos del hombre; aquellos que, en el caso del sabio griego, se refieren al misterio religioso de la Trinidad. El que, desde su peculiar perspectiva, el ribaldo romano interprete todos los signos manejados por el griego como otras tantas amenazas a su integridad física, define bien la burlona actitud de Juan Ruiz en lo que se refiere a las relaciones y a los malentendidos posibles entre el autor y sus lectores. Pero aun así hay algo que parece quedar por encima del grotesco equívoco provocado por la disputa sin palabras: la noble y humana entonación expresiva de que se reviste el uso de las manos por parte del sabio griego, al servirse de ellas como de portadoras de su sabiduría.

Con un juego de manos se abre el Libro de Buen Amor, dado por ese levantar el griego un solo dedo y responder el romano con el extender tres «en manera de arpón», viniendo luego el tender el griego «la palma llana» y el mostrar el romano su «puño cerrado». Después, a lo largo del libro del Arcipreste, se sucederán otros juegos de manos menos literales, pero más maliciosos si cabe, capaces de comunicar a tales páginas ese tan actual aire de creación literaria abierta a la colaboración e interpretación del lector, para que éste juegue a su gusto con el ambiguo equívoco de mezcladas burlas y prédicas morales que el libro ofrece.

En cualquier caso, las manos con que disputan por señas el sabio griego y el pícaro romano van a permitirnos ahora saltar, desde su presencia en nuestra literatura del XIV, a otras obras posteriores, en las que volveremos a encontrar ese tema, el de las manos, situado ya en otras claves, revestido de nuevos tratamientos literarios.




- II -

Si para el sabio griego las manos eran instrumento al que cabía confiar la expresión del más alto saber humano, para Fray Antonio de Guevara, en el siglo XVI, nada parece haber de noble o limpio en ellas. Fruto de un estado de ánimo tal vez «resentido y agresivo», como quiere Américo Castro, es esa reducción a la letra de las fórmulas de cortesía usuales en la época del emperador Carlos V, a las que su cronista y predicador dedica una de sus Epístolas familiares (1539-1541), aquella que abre la segunda parte de la colección y que lleva el siguiente epígrafe: Letra para D. Francisco de Mendoza, obispo de Palencia, en la cual se declara y condena cuan torpe cosa es decir: besóos las manos.

En su rechazo de tal fórmula de cortesía, Fray Antonio de Guevara llega a decir:

«El estilo de la corte es decirse unos a otros: «Beso las manos de vuestra merced»; otros dicen: "Beso los pies a vuestra Señoría"; otros dicen: "Yo soy siervo y esclavo perpetuo de vuestra casa". Lo que en este caso siento es, que debía ser el que esto inventó, algún hombre vano y liviano y aun mal cortesano; porque decir uno que besará las manos a otro, es mucha torpedad, y decir que le besa los pies, es gran suciedad. Yo vergüenza he de oír decir: "Besóos las manos"; y muy gran asco he de oír decir: "Besóos los pies"; porque con las manos limpiamos las narices, con las manos nos alimpiamos la lagaña, con las manos nos rascamos la sarna, y aun nos servimos con ellas de otra cosa que no es para decir en plaza».



Si, por un lado, el texto de Guevara parece definir bien ese mundo puntilloso de las fórmulas y tratamientos de cortesía -mundo, en ocasiones, difícil y conflictivo, según nos lo hace ver Antonio de Torquemada en el Coloquio sobre la honra del mundo, incluido en sus Coloquios satíricos (1553), o según nos lo revela la hiperestésica sensibilidad del escudero que aparece en el tercer tratado del Lazarillo de Tormes (1554)-; por otro, define con no menor claridad el gusto de Guevara por degradar y rebajar hasta lo más miserable y suciamente fisiológico determinadas actitudes humanas.

Así, en su recuento o apretado inventario de cuanto es usual hacer con las manos, Guevara prescinde por completo de aquellas tareas o actividades que pudieran resultar bellas, nobles y dignas -las manos del pintor, del escultor, del músico, del escritor- o sencilla y familiarmente humanas -las manos como expresión de la afectividad- para quedarse con sólo ese repertorio de operaciones fisiológicas que suponen otros tantos motivos de suciedad. El que Guevara emplee los versos siempre en plural, para así involucrarnos a todos, incluidos los lectores, en el limpiar y rascar, define toda una intención, expresa una entre burlesca y negativa estimativa de la condición humana. Las manos, equiparadas casi con los pies, a lo largo de esa Epístola de Guevara, han dejado de ser dúctil expresión de la sabiduría y del ingenio humano, para quedar reducidas a mecánicos instrumentos, puestos al servicio de las más miserables necesidades fisiológicas del hombre.

Si en Juan Ruiz las gesticulantes manos del sabio griego y del ribaldo romano suponían el eje y centro del burlesco apólogo; en la Epístola de Guevara se ha producido un desplazamiento, por virtud del cual las manos han perdido cualquier función protagonística para limitarse a lo más sórdidamente ancilar. Desde el rechazo de unas fórmulas de cortesía, Fray Antonio de Guevara fue capaz también de rechazar otras muchas cosas, entre ellas cualquier desempeño noble que quisiera atribuirse a las manos del hombre.




- III -

He aquí ahora, aislada como una poderosa mano miguelangelesca, la que Cervantes nos describe en el capítulo 42 de su primer Quijote (1605), cuando la hija del ventero y Maritornes juegan una pesada burla al caballero, dejándole colgado por un brazo desde el agujero de un pajar. Las «dos semidoncellas» han pedido al hidalgo que se acerque al «agujero que a él le pareció ventana», solicitando ver una de sus «hermosas manos». Accede a ello D. Quijote y, poniéndose de pie sobre la silla de Rocinante, se estira todo lo posible hasta introducir su mano por el agujero, pronunciando entonces las siguientes palabras:

«-Tomad, señora, esa mano, o, por mejor decir, ese verdugo de los malhechores del mundo; tomad esa mano, digo, a quien no ha tocado otra de mujer alguna, ni aun la de aquella que tiene entera posesión de todo mi cuerpo. No os la doy para que la beséis, sino para que miréis la contextura de sus nervios, la trabazón de sus músculos, la anchura y espaciosidad de sus venas; de donde sacaréis qué tal debe de ser la fuerza del brazo que tal mano tiene».



Las sucias manos que en su Epístola evocara el obispo de Mondoñedo como imposibles de besarse, dados los usuales menesteres a que estaban habituadas, se han trocado aquí en esa solitaria y viril mano de D. Quijote, henchida de humana dignidad, compendio de las virtudes heroicas; esas virtudes que, con la adecuada retórica, enumera ahora el hidalgo, y que cabría contraponer a los torpes oficios del limpiar y el rascar reseñados por Guevara. Por eso D. Quijote admite que su mano pueda ser besada, aceptando literalmente lo que también literalmente rechazaba Guevara, al censurar las fórmulas cortesanas de su tiempo.

Pero advierte el caballero a las imaginadas damas que él no les entrega la mano para que se la besen, y sí sólo para que la miren y admiren. La mano de D. Quijote entonces, descrita por él mismo, es un paradigma de cuánto de noble hay en la profesión caballeresca: el afán por la justicia -la mano como «verdugo de los malhechores del mundo»-, el puro y único amor del caballero andante que no consiente desviaciones ni devaneos, que se configura, en el caso de D. Quijote, como sostenida castidad -la mano no tocada «por mujer alguna»-, el valor y la fortaleza física transparentada en su recia estructura, a la cual dedica el caballero el más elaborado trecho de su retórica presentación.

Con todo ello, las manos del hombre recobran aquella dignidad, aquella grandeza de que Fray Antonio de Guevara las había despojado, burlona o malignamente. No son ya las manos-signos y aun garabatos de los personajes de Juan Ruiz, en las que lo importante era el gesto y no la mano misma. Aquí la mano es contemplada en quietud y como en primer plano, captada toda su noble materialidad: nervios, músculos, venas. Lo fisiológico no está eludido, pero al depender su transcripción de la estimativa de D. Quijote, todo queda tocado de un acento heroico. Y si Fray Antonio de Guevara prescindía en su Epístola de cualquier acción manual que supusiera alguna dignidad, para quedarse sólo con la enumeración de las más sucias faenas, D. Quijote prescinde igualmente de todo aquello no heroico o no caballeresco que las manos pudieran realizar, para quedarse con los solos datos que importan a su estimativa.

D. Quijote va a ser cruelmente burlado, pero esa mano apresada por las mozas y de la que va a quedar pendiente sobre la pared es sencillamente la mano de un hombre, susceptible de ser besada y también escarnecida; apta, pues, para bastantes más cosas de que las que la malignidad de Guevara pudiese reseñar.




- IV -

Posiblemente uno de los textos más importantes que en cualquier época de nuestra literatura quepa encontrar sobre el tema de las manos sea el que puede leerse en la primera parte de El Criticón (1651), de Baltasar Gracián, y en la Crisi IX, Moral Anatomía del Hombre.

Allí Andrenio pide a Critilo le dé alguna explicación sobre la paradoja de cómo las manos, procedentes del verbo latino maneo, «que significa quietud», siempre están en movimiento:

«-Llamáronlas así -respondió Critilo-, no porque hayan de estar quietas, sino porque sus obras han de permanecer quietas o porque de ellas ha de manar todo el bien: ellas manan del corazón como ramas cargadas de frutos de famosos hechos, de hazañas inmortales; de sus palmas nacen los frutos vitoriosos; manantiales son del sudor precioso de los héroes y de la tinta eterna de los sabios. ¿No admiras, no ponderas aquella tan acomodada y artificiosa composición suya? Que, como fueron formadas para ministras y esclavas de los otros miembros, están hechas de suerte que para todo sirvan: ellas ayudan a oír, son sustitutos de la lengua, dan vida con la acción a las palabras, son de la boca, ministrando la comida, y al olfato las flores; hacen toldo a los ojos para que vean, hasta ayudan a discurrir, que hay hombres que tienen los ingenios a las manos. De modo que todo pasa por ellas: defienden, limpian, visten, curan, componen, llaman y tal vez, rascando, lisonjean».



El barroco enciclopedismo de Gracián le lleva a construir aquí una especie de emblema o empresa simbolizadora y resumidora de los oficios y utilidades de las manos humanas. Critilo parte de la propuesta etimológica que le hace Andrenio, para derivar a una falsa y conceptista etimología, la que le permite relacionar manos con manar. La descripción se carga entonces de dinamismo, como si, efectivamente, de un manantial se tratase, cuyas aguas van arrastrando los signos integradores de la total empresa de las manos. De lo más espiritual y noble -hazañas heroicas, tareas intelectuales- se va llegando a más bajas pero no indignas escalas, aquellas en que se sitúan los distintos oficios de las manos, al servicio de los sentidos del hombre, al de sus necesidades fisiológicas. Las manos como «sustitutos de la lengua» traen al recuerdo el evocado episodio del Libro de Buen Amor. Las manos que limpian y rascan se relacionan con las tan sucias de Guevara. Las cargadas de «hazañas inmortales» y de «frutos vitoriosos» parecen conectarse con el empeño heroico que D. Quijote asignaba a sus manos.

En cualquier caso, la de Gracián es, por emblemática, una descripción globalizadora, en la que heroísmo, sabiduría y simple pero no indigno fisiologismo componen una imagen de las manos adecuada, proporcionada a la grandeza que al hombre se atribuye. De ahí que, en el mismo episodio de El Criticón, tras la aún relativamente realista empresa de las manos que Critilo presenta, se nos ofrezca otra de mayor empeño simbólico y espiritual, puesta en boca de Artemia:

«-Y porque todos estos empleos -dijo Artemia- vayan ajustados a la razón, depositó en ellas la sagaz naturaleza la cuenta, el peso y la medida. En sus diez dedos está el principio y fundamento del número; todas las naciones cuentan hasta diez, y de ahí suben multiplicando. Las medidas todas están en sus dedos, palmo, codo y brazada. Hasta el peso está seguro en la fidelidad de su tiento, sopesando y tanteando. Toda esta puntualidad fue menester para avisar al hombre que obre siempre con cuenta y razón, con peso y con medida. Y realzando más la consideración, advierte que en ese número de diez se incluye también el de los preceptos divinos, porque lo lleve el hombre entre las manos. Ellas ponen en ejecución los aciertos del alma, encierran en sí la suerte de cada uno, no escrita en aquellas vulgares rayas, ejecutada sí en sus obras. Enseñan también escribiendo, y emplea en esto la diestra sus tres dedos principales, concurriendo cada uno con una especial calidad; da la fortaleza el primero, y el índice la enseñanza, ajusta el medio, correspondiendo al corazón, para que resplandezcan en los escritos el valor, la sutileza y la verdad. Siendo, pues, las manos las que echan el sello a la virtud, no es de maravillar que, entre todas las demás partes del cuerpo, a ella se les haga cortesía, correspondiendo con estimación, sellando en ella los labios para agradecer y solicitar bien».



Con esta última observación, Gracián se sitúa en el polo opuesto al de Fray Antonio de Guevara. Si el escritor del XVI rechazaba la fórmula y el gesto del besar las manos, atento sólo a las más torpes tareas que éstas podían realizar, la consideración gracianesca de las funciones y símbolos representativos de la grandeza y dignidad de las manos, justifica sobradamente el que «se les haga cortesía» y puedan ser besadas.

Gracián ha espiritualizado las manos, pero sin descarnarlas emblemáticamente. Sus servidumbres fisiológicas han sido recordadas por Critilo, sin rebajarlas o degradarlas a los extremos a que llegó Guevara. Tras las burlonas manos de los disputadores de Juan Ruiz, tras las sucias manipulaciones de Fray Antonio de Guevara, tras la heroica y real mano de D. Quijote, Gracián levanta un ideal emblema, dominado por una pretensión abarcadura, totalizadora; la propia de ese extraño y atractivo género o subgénero literario que se conoce con el nombre de anatomía.




- V -

Años antes de que Gracián presentara en El Criticón su enciclopédica empresa de las manos, en 1640 Diego de Saavedra Fajardo, en la 50 de las cien empresas que componen la Idea de un príncipe político cristiano, dio expresión al motivo de la mano con ojos. Una así dibujada, enfrentada a otra normal, como para saludarla, figura al frente de tal Empresa 50, con el lema Fide et diffide.

Es casi una variante del tema del cetro real lleno de ojos -presente en las empresas 55 y 69- como símbolo de la actividad y celosa vigilancia del monarca. La mano con ojos merece, pues, toda una empresa, en la que, entre otras cosas, señala Saavedra Fajardo:

«Esté el Príncipe muy advertido en los negocios que trata, en las consideraciones que asienta, en las paces que ajusta, y en los demás tratados tocantes al gobierno, y cuando para su confirmación diese la mano, sea mano con ojos (como representa esta empresa), que primero mira bien lo que hace».



El tema del tacto visual, de la mano con casi calidades ópticas, trae al recuerdo aquellos versos de Antonio Hurtado de Mendoza, en su poema sobre la Vida de la Virgen María, cuando alude a la incredulidad del apóstol Tomás: «Y hasta sentido de vista / quiso tener en sus dedos». Y en el XVII también la poetisa mejicana Sor Juana Inés de la Cruz, en un soneto sobre los celos, hace que la amante desee, para disipar sospechas, que su amado pueda ver su corazón, ya que no da crédito a sus palabras. Y al fin lo que éstas no consiguen, lo alcanzan las lágrimas al resbalar entre los dedos del hombre: «Pues ya en líquido humor viste y tocaste / mi corazón deshecho entre tus manos». Ver y tocar: las mismas funciones que, conjuntamente, Saavedra atribuye a su emblemática mano con ojos.

Ésta, quizá porque cuenta con la visualización del grabado encabezador de la empresa, nos parece ya muy alejada, muy distante, de todas esas otras manos que hasta el momento hemos considerado. Justamente su visualización la configuraría como algo monstruoso y casi repugnante, de no contar con la subsiguiente glosa literaria, contrapeso desmaterializador de la inquietante mano con ojos representada en el grabado. Realmente en la empresa de Saavedra, en la parte literaria de la misma, ya no hay manos ni ojos, sino solamente confianza y vigilancia conjuntadas, tal y como las encarna el dibujo que, apretadamente, define esa aconsejable actitud del príncipe.




- VI -

Desde esa inquietante mano óptica de Saavedra Fajardo resulta grato saltar a la descripción que en Pepita Jiménez (1874) nos ofrece Juan Valera de las manos de la mujer que da título a la más famosa de sus novelas.

La descripción se encuentra en la parte primera del libro, Cartas de mi sobrino, en ocasión en que el joven seminarista Luis de Vargas describe a su tío, el Deán, una merienda campestre ofrecida por Pepita Jiménez en su finca. Para una mejor valoración del texto en que las manos de Pepita aparecen descritas, debería leerse todo el cuadro de la merienda, que se abre con la visión de un paisaje en cierto modo acomodado al tópico clásico del locus amoenus, que se continúa con las notas pintorescas de la selecta tertulia pueblerina invitada a la merienda y que se remata con el retrato de la sencilla elegancia de la anfitriona. Valera describe el aspecto de Pepita en términos moderadamente realistas, encareciendo el refinado aire rústico y no cortesano de Pepita; compatible, sin embargo, con su extremado primor y belleza. Lo único cortesano en ella perceptible -en su indumentaria, no demasiado diferenciada de la de las criadas que sirven la merienda- son los guantes, como algo impropio de los «usos aldeanos». Justamente este detalle da pie a Valera -por boca de Vargas- para presentar una muy bella y trabajada descripción de unas manos femeninas:

«En la única cosa que noté por parte de Pepita cierto esmero, en que se apartaba de los usos aldeanos, era en llevar guantes. Se conoce que cuida mucho sus manos y que tal vez pone alguna vanidad en tenerlas muy blancas y bonitas, con unas uñas lustrosas y sonrosadas; pero si tiene esta vanidad, es disculpable en la flaqueza humana, y al fin, si yo no estoy trascordado, creo que Santa Teresa tuvo la misma vanidad cuando era joven, lo cual no le impidió ser una santa tan grande.

En efecto, yo me explico, aunque no disculpo, esta picara vanidad. ¡Es tan distinguido, tan aristocrático, tener una linda mano! Hasta se me figura, a veces, que tiene algo de simbólico. La mano es el instrumento de nuestras obras, el signo de nuestra nobleza, el medio por donde la inteligencia reviste de forma sus pensamientos artísticos, y da ser a las creaciones de la voluntad, y ejerce el imperio que Dios concedió al hombre sobre todas las criaturas. Una mano ruda, nerviosa, fuerte, tal vez callosa, de un trabajador, de un obrero, demuestra noblemente ese imperio; pero en lo que tiene de más violento y mecánico. En cambio, las manos de esta Pepita, que parecen casi diáfanas como el alabastro, si bien con leves tintas rosadas, donde uno cree ver circular la sangre pura y sutil, que da a sus venas un ligero viso azul; estas manos, digo, de dedos afilados y de sin par corrección de dibujo, parecen el símbolo del imperio mágico, del dominio misterioso que tiene y ejerce el espíritu humano, sin fuerza material, sobre todas las cosas visibles que han sido inmediatamente creadas por Dios, y que por medio del hombre, Dios completa y mejora. Imposible parece que el que tiene manos como Pepita tenga pensamiento impuro, ni idea grosera, ni proyecto ruin que esté en discordancia con las limpias manos que deben ejecutarle».



Un texto como éste parece el más adecuado para cerrar, efectista y sonoramente si se quiere, la excursión literaria que por el dominio de las manos se ha venido realizando. Que Valera pensara realmente todo lo que de las manos hace decir a su Vargas, o que se limitase a manejar uno de esos efectos de ironía, tan suyos, por virtud del cual acomodó a la estimativa y lenguaje del seminarista unos determinados tópicos y resortes retóricos sobre el tema de la dignidad y belleza de las manos, no tiene demasiada importancia. Sí la tiene el resultado, es decir, la descripción, comparada con todas las anteriores de que se ha hecho mención en estas páginas.

Se diría incluso que, por paradójico que pueda resultar, un escritor laico como Valera consigue -bien es verdad que a través del decir de un seminarista- una imagen glorificada de las manos como atributo del «imperio que Dios concedió al hombre sobre todas las criaturas», superior a la del jesuita Gracián: el cual a la hora de ponderar las excelencias de esa parte de la humana anatomía, se sirvió de términos tan precisos como fríamente intelectuales.

Frente a las engañadoras manos de Juan Ruiz, o las sucias de Guevara, o las muy mentalizadas de Gracián, o la increíble mano óptica de Saavedra Fajardo, estas manos de Pepita Jiménez se enlazan más bien con la nervuda y fuerte, de bello diseño estatuario, de D. Quijote. Manos simple y bellamente humanas, tras las que se percibe el esfuerzo heroico o el «imperio mágico» del espíritu, de la belleza femenina. Vargas se anega en un puro, ideal y muy literario neoplatonismo a la hora de encarecer todo aquello que él cree percibir tras el delicado diseño de las manos femeninas.

De nuevo éstas han recobrado -como en el caso de D. Quijote- la textura, el tacto, el calor, la palpitación de lo humano; diferenciándose así de las mentales manos evocadas por Gracián o -más aún- por Saavedra Fajardo.

Desde los juegos de manos de Juan Ruiz hemos llegado al mágico recinto de la belleza, significada en las manos de Pepita Jiménez, pasando por otras muy dispares variantes del tema. La conjunta consideración de las mismas vendría tal vez a proporcionar la esperable, inevitable imagen de una expresión del hombre, de lo humano, en la que, como de costumbre, lo bajo y lo noble, lo miserable y lo espiritual se reparten las voces y se intercambian los papeles.





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