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ArribaAbajoLa siniestra corneja...


    Bien claro con su voz me lo decía
La siniestra corneja repitiendo
La desventura mía.
¡Salid sin duelo, lágrimas, corriendo!


GARCILASO.                


-¡El señor le ha llamado a usted morral!... Dicen en Los sobrinos del capitán Grant.

-¡El Sr. Castelar le ha llamado a usted corneja! le digo yo al Sr. Balaguer.

El Sr. Castelar ha estado como siempre, sublime en su discurso, pero no ha estado fino. ¡Mire usted que ir a mentar las aves en casa de Balaguer! Delante de Balaguer no debe hablarse de cosa que tenga plumas. Cuando en el teatro oye D. Víctor aquello de


apenas es flor de pluma...

se pone colorado como una barretina colorada. No   -292-   sólo le llamó corneja el Sr. Castelar, sino que para mayor inri le dio a escoger entre corneja y cigüeña. ¡Y por último, le llamó calandria en buenas palabras! Yo que creo conocer la especie de admiración que siente Castelar ante el Noy de las Academias, y me atrevo a decir que todo eso de compararle con tantos animales de pluma fue una sátira, un epigrama finísimo.

«Selgas es el poeta de la primavera... y Balaguer...».

Sí, Balaguer es un poeta de invierno, como Barrantes, el de Los días sin sol de cesantía.

* * *

¿Merecía Balaguer entrar en la Academia? No, padre.

¿Han entrado antes otros que lo merecían menos? Sí, padre.

Catalinas y Barrantes tiene la Academia que os podrán responder.

¿Creéis que en vez de Balaguer debieron haber entrado Martos, o Galdós, o Balart, o Camús, o Bardón, o Pereda, o Emilia Pardo Bazán (qué más quisieran los vejetes), en fin, alguien que represente la literatura viva, fuerte y nacional? Sí, creo.

  -293-  

¿Por qué lo creéis? -Porque la única razón que se da para justificar la entrada de Balaguer, esa salida de tono, es que representa en la Academia la literatura catalana.

¡Pues vaya una salida! ¿Qué significa la literatura catalana y su idioma -como ellos dicen- en la literatura castellana? Según eso, podría entrar el folletinista de La Correspondencia representando los galicismos y a Francia entera.

Y si yo publicara mis artículos con caricaturas, aquí pondría una que figuraría un gallego con la cuba al hombro, echada atrás la montera, y rascándose la cabeza, puesto el pie en la escalera de la Academia.

-El portero: -¿A dónde va usted, buen hombre?

-El aguador (en gallego de teatro): -¡Pus me gusta; vengu a representar en el Diciunariu la lengua de miña terra!...

* * *

Viniendo a lo primero, decid: ¿qué dijo Balaguer?

Pues... lo que dice Fernanflor con mucha gracia, se apresuró a demostrar que venía a convertir el español en catalán, lo cual es tan punible como sería querer convertir el catalán en español. Yo   -294-   respeto las literaturas regionales, y aunque no opino, como Menéndez Pelayo, que la catalana tenga, en los siglos modernos, el valor que tiene la literatura portuguesa, concedo que es gloriosa la historia de las letras que, sin ir más lejos, tienen un Verdaguer, un Pitarra, un Oller, etc.

Pero esto no tiene nada que ver. Para entrar en la Academia de la Lengua Española, o castellana, como dicen otros (aunque no porque se empezara hablar en Castilla) para venir a conservar el idioma nacional, no conviene comenzar echándole a perder.

D. Víctor nunca ha sabido castellano. Porque no crean ustedes que no tiene más gazapos que aquellos de pluma. ¡Tiene él plumas de esa clase para hacer dos colchones bien mullidos!

En una novela que publicó La Mañana escribía: «Matilde (Clotilde o Adela) no dijo nada, al contrario, exclamó...» etc., etc.

Pero ¿a qué ir tan lejos? Cojamos su discurso, ¿a que hay algo malo en el primer renglón? Vean ustedes:

«Señores académicos: (eso está bien) a vuestra bondad, que no ciertamente a mis merecimientos (vaya por emes, si tiene una espiga de trigo en la boca se la traga), por demás escasos». Alto ahí ¿qué quiere decir por demás escasos?, ¿qué convendría, que fuesen algo escasos pero no tanto? Fíjese, fíjese   -295-   y dé esplendor y limpie. «Y a otro móvil, etc. etc., es solamente a lo que debo...» pues si es a la bondad y a otro móvil además, ya no es solamente señor Balaguer. ¡Vaya una manera de tener por el lenguaje castellano!

Pero lo bueno es que V. dice que los académicos se habían elegido para «que tuvieran legítima representación las literaturas regionales». Y eso es poca modestia Sr. Balaguer.

«Por lo que a mi gratitud atañe... Por lo que toca a mi antecesor...». Parece V. la casa de Tócame Roque.

«¿Qué puedo deciros de él que antes vosotros no hayáis sentido, y que consignado no hayan (bonito hipérbaton y bonito percal) antes con crítico elogio...?». Alto ahí, otra vez. ¿Qué quiere decir crítico elogio? «Con panegírico recuerdo». ¡Vuelta a parar! ¿Qué quiere decir recuerdo panegírico?

«Fue escritor correcto, prosista superior (como el vino de la Nava), el que en poesía contendió con los primeros», esto es un recuerdo panegírico de los juegos florales, que por aquí no se usan. No parece sino que la poesía es una riña de gallos. «Era de aquella singular progenie de literatos a quienes el voto público otorga derecho de ser alzado sobre el pavés».

Por Dios, D. Víctor bájese V. y no sea ramplón. Ese es el pecado capital de Balaguer; la cursilería.   -296-   Cada vez que leo algo suyo, o le oigo leer, me figuro a Jove y Hevia, cuando representaba charadas románticas en las tertulias de Oviedo, allá por los años de cuarenta y tantos; cuando no era todavía caballero de ninguna orden cochinchina.

Balaguer es todavía el trovador que vaga errante, colocando géneros catalanes.

Es el commis trovador.

Es un poeta para recitar al piano.

«Aquellos yerran que al escribir la historia» ¡castizo hipérbaton!

Después habló Balaguer de cinco literaturas regionales, a las que quiere dar gran importancia. Entre ellas cita la literatura asturiana.

Amigo Balaguer, cepos quedos. De eso, sé yo más que V., y en Dios, en mi ánima, como dicen los clásicos al minuto, que en Asturias no hay tal literatura regional, ni se acuerda de ella nadie; hay algunos romances en bable muy hermosos, pero obra de pura erudición; los cantares del pueblo ni son todos indígenas, ni representan una literatura con caracteres especiales. Lo que ha habido en Asturias, y sigue habiendo, a Dios gracias, muy buenos literatos españoles.

Fuera de esto, yo no niego que el Sr. Balaguer, sepa muchas cosas, más o menos fundadas, de la literatura de su tierra. Algo había de saber.

El discurso del Sr. Balaguer demuestra abundante   -297-   lectura de los documentos literarios que ensalza, pero su sistema de crítica, sus críticos elogios que él diría, son de la más endiablada escuela. Eso no es crítica, eso es proteccionismo.

Todo lo que ve análogo en Castilla y Cataluña, lo atribuye bonitamente a su país, y llega a pensar y decir que hasta las tristezas de Padrón, y los arrebatos amorosos (a lo menos en verso) de Macías... están traídos del catalán, ¡señor Balaguer!, tropa de celos, como tradujo un folletinista.

Dice Balaguer: «El carácter subjetivo30 de la poesía provenzal, lo tiene marcado en sus comienzos la poesía castellana».

Prescindiendo de que eso del carácter subjetivo quiera decir algo o no, si por ello se da a entender el carácter de intimidad, la expresión de los propios afectos, ese carácter es de toda poesía lírica, y los castellanos lo tendrían por naturaleza.

Eso de proceder por comparaciones de redondillas y coplitas, separados a veces por varios siglos, es poco serio. ¡Hasta El desdén con el desdén lo hace lemosín el Sr. Balaguer!

Es claro que influyó en nuestra literatura la provenzal, y nadie lo niega, pero por otras razones mucho más serias y que tienen pruebas mejores.

El Sr. Balaguer olvida en su discurso, por ejemplo, toda una gran corriente de influencias: la que vino con el estudio que aragoneses y catalanes hicieron   -298-   de las letras clásicas. Debe mucho nuestra literatura, propiamente nacional, al Renacimiento, y el Renacimiento español debe mucho a lo que trabajaron catalanes, mallorquines y aragoneses en el estudio de los clásicos y su asimilación a nuestra cultura.

Pero en fin, el discurso de Balaguer, bueno es, qué diablo.

Bueno para leído en Villanueva y Geltrú, al inaugurar la Biblioteca museo de D. Víctor Balaguer.

Porque eso es lo que debiera ser D. Víctor... Académico... correspondiente.

Eso es lo que le corresponde.



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ArribaAbajoGuillermo d'Acevedo

Hagamos esta confesión triste: en España apenas se conoce la literatura portuguesa; no de otro modo que en Portugal se conoce poco la literatura de España. Ellos y nosotros sabemos de memoria muchos versos de Víctor Hugo, de Musset, de Gautier, de Coppé... leemos en los folletines, devorados por la impaciencia, las novelas que van publicando Zola, Daudet... hablamos casi en francés, portugueses y españoles; y unos y otros ignoramos, en tanto, lo que vale la poesía y lo que vale el idioma del reino vecino.

Hace unos pocos años yo no sabía quién era Guillermo d'Acevedo, y el autor de las Cartas de un Birman, de los Cris Cris, y de los Zigs-Zags, era ya famoso en su tierra.

Hoy mismo, muchos de mis lectores, acaso los   -300-   más, ignoran quién es el autor de que trato y no saben siquiera que ha muerto.

¿Quién era Guillermo d'Acevedo? Es muy fácil decirlo: acaso el mejor escritor humorista de la península Ibérica, después del inmortal Fígaro.

Hoy no hay en España quien cultive ese género de las risas amargas con la fuerza, naturalidad y elegancia, con la originalidad, trascendencia y facilidad que se notan en los escritos humorísticos de Guillermo d'Acevedo. D. Juan Valera, nuestro plenipotenciario en Portugal, es el único escritor, entre los vivos, que merecen el nombre de humorista español; pero, si como consumado literato y estilista, es absurdo elevar a su altura al joven humorista portugués, tampoco dudo en afirmar que en el género de que trato, Acevedo es más profundo, más original, más humano que Valera.

Del escritor que Portugal llora yo supe por mis propias fuerzas, fue un hallazgo de que estuve largo tiempo muy satisfecho.

Por casualidad comencé a leer las revistas de la semana de la ilustración de Lisboa Occidente. La primera vez que leí una revista de Guillermo d'Acevedo, pensé, sin más, sin pedir informes a nadie: este es un gran escritor, un espíritu original, finísimo, de gran alcance en sus pensamientos, de envidiables dotes para la expresión de las ideas más recónditas y de los más íntimos sentimientos. Seguí   -301-   leyendo las revistas de las semanas de Acevedo, y vi que con el mismo asunto que en Madrid sirve a varios revisteros -muy apreciables por lo demás- para escribir frasecillas y sandeces, Acevedo producía joyas literarias, dignas a menudo de la pluma de Larra. El entierro de un ministro, la voz de una cantante, la aventura de una lavandera, el gas del alumbrado, cualquier cosa, sirve al revistero portugués para encantar al lector que ve, bajo el asunto baladí, el interesante espectáculo de un alma grande batiéndose en descomunal batalla con las pequeñeces prosaicas y sin sentido de la vida.

Acaso hacía más picante el sabor de estas revistas el notable contraste de la pequeñez del asunto y del gran espíritu que lo trataba.

Los artículos de Acevedo, así en Occidente como los que escribió en A Lanterna Magica, en los Zig-Zags de la Gazeta do Dia, en los Cris Cris y las Cartas de un Birman del Diario da Manha, dejan siempre en el alma una tristeza, que no pueden aventar del corazón las carcajadas que el humor del poeta provoca. Parece que es el hastío la musa de Acevedo; su pesimismo no es bravucón ni sistemático; quizá no es más que un pesimismo nacional: Acevedo ama a su patria ¡pero es tan pequeña!, ¡es tan pobre, tan triste la vida de Portugal!

Acordaos de aquel artículo en que Larra describe, entre bostezos, la vida de Madrid, las eternas   -302-   visitas a las tiendas de la calle de la Montera, el teatro que es una hoguera que se apaga, las mil y mil tristezas y miserias de la villa y corte: a los artículos de este género de Larra, se parecen las más de las crónicas de Acevedo. El campo de observación es mezquino, insignificante, no sucede nada digno de mención... y el cronista se ve precisado a agrandar los hechos desfigurándolos, a cambiar las líneas monótonas de la realidad baladí por las extrañas formas que el sarcasmo, la sátira, el subjetivismo humorístico, sugieren a la fantasía del escritor. Muchos artículos de Acevedo acerca de hechos sin valor alguno, de que ya nadie se acuerda, merecen ser conservados como obras literarias de composición primorosa.

Se queja Pinheiro Chagas, compañero del humorista portugués, de la triste suerte del periodismo. ¡Cuántos tesoros, dice perdidos en los trece tomos del Diario da Manha! Es verdad, el periodismo, que suele ser el pan de la juventud, roba casi siempre la más rica savia de la inteligencia; no se puede decir que el trabajo del periódico se pierde por completo; la semilla es semilla, pero los que después recogen el fruto, ¡qué pocas veces piensan en el que hizo la siembra!

Mas cuando el periodista llega a ser un Larra, un Acevedo, debe buscarse, como se buscan las perlas en el mar, el producto de su ingenio perdido   -303-   en el mar de tinta de la prensa. Yo daría la colección de discursos de la Academia de Ciencias morales y políticas por un solo artículo de Larra, y si los portugueses tienen también su Academia moral y política, deben hacer lo mismo con todos sus trabajos, comparados con una revista de Acevedo.

El verdadero anónimo está en lo anodino, incoloro, insignificante del escrito: hay escritores que pasan la vida firmando hasta31 la sección de espectáculos, y no pasan jamás de anónimos; es el estilo el anónimo. Estos escritores conservan siempre su sello del hospicio, como los pobres niños incluseros.

Los versos de muchos escritores nuestros, publicados en papel de media marquilla, a dos tintas, en caracteres elzevirianos ¿qué son?, ¡anónimos!

En cambio, hay escritores que no necesitan firmar para ser conocidos: estos, aunque hayan dejado correr el jugo sinovial sobre la infecunda tierra del periodismo, aunque hayan tenido que consagrar su trabajo a asuntos de pasajero interés, merecen el honor de que sus escritos sean coleccionados. De esta manera lo insignificante adquiere importancia, y D. Clemente Díez se hace inmortal de mero Intendente de Zamora, o lo que fuese.

Con este criterio, que me parece el más justo   -304-   bien puede llamarse a Guillermo d'Acevedo escritor de primer orden.

¿Quién podría medir su influencia en el espíritu culto de Portugal? Pero además deja libros notables, sus tomos de poesías: Appariçoes (1867) escrito a los 27 años. Radiaçoes da Noite (1871) y Alma Nova.

¿Era poeta Guillermo d'Acevedo? ¿Quién lo duda? Era uno de tantos poetas a quien la tendencia natural del siglo y de su genio lleva a escribir en prosa más a menudo que en verso, primero, y después en prosa siempre.

Había en su alma esa gran sinceridad literaria que obliga casi siempre al humorista a romper la cárcel del metro y de la rima.

Guillermo d'Acevedo llegaba ahora a la madurez de sus facultades. Acababa de realizar su sueño dorado: vivir en París. ¡Triste vida la de los pueblos donde existe esa emigración de los espíritus escogidos!

También hay emigraciones en busca del pan del alma y estas son acaso más tristes, de peores resultados que las que motiva la miseria.

Cuando hay gran distancia entre los hombres que han recibido la luz de la nueva vida y el pueblo en que nacieron, ese prurito de emigración es una consecuencia necesaria. Preguntad en España a muchos jóvenes ilustrados, de elevados sentimientos   -305-   de nobles y delicados gustos y aspiraciones; preguntadles cuál es su ambición: ¡París! ¡Alemania! ¡Italia!, según las vocaciones. Y no se trata de los que quieren ser hombres de moda y recorrer el extranjero para maldecir de la patria; no; se trata de los que, sin dejar de amar entrañablemente la patria, no se resignan, porque su espíritu se revela, a ser comparsas de este carnaval grotesco de la necedad, que es aquí lo más notorio, lo que priva. España adelanta: bien; pero, ¡qué poco a poco! Tan despacio, que a veces se diría que se para, y hasta que retrocede. ¡Y el mundo nos lleva tanta delantera!

No; no son desnaturalizados los espíritus a quienes atormenta el deseo de vivir otra vida más conforme a sus ideas y sentimientos, más en armonía con los propios gustos y aptitudes...

Guillermo d'Acevedo dejó por fin a Portugal, vivió en París, escribiendo correspondencias para un periódico portugués... y allí, cuando mejor respiraba, cuando acaso estaba satisfecho de la existencia, le vino a sorprender la muerte en un hospital, donde le dieron por muerto antes de morir.

Un amigo, por casualidad pudo recoger su último aliento. Murió entre dolores terribles. Así había vivido gran parte de su vida.

Como una vergüenza había ocultado siempre una enfermedad que fue consumiéndole. Era cojo;   -306-   nadie sabía cómo ni desde cuándo. Su cojera no era asunto de conversación jamás, ni en la intimidad más grande; era un pudor en él lo que padecía. Acevedo, poco amigo de lecturas indigestas, tenía unos pocos libros predilectos, entre ellos una novela de Daudet, autor que admiraba, y al ver al cual en París se sintió conmovido, como un amante en presencia de la que adora.

El biógrafo que nos cita la novela que tanto gustaba a Guillermo, no procura averiguar el misterio de esta predilección. Yo me atrevo a penetrarlo. Es todo un idilio; es el amor de dos almas tristes, gemelas por la desgracia, pero separadas por el insondable abismo que medía entre la realidad y el mundo fantástico del arte. Fromont jeune et Risler ainé era el libro de que Acevedo estaba enamorado.

Pues bien: la figura más hermosa de esta novela es la hija del cómico Dolabella, la pobre Desirée, la imposibilitada, la coja, que tiene horror a la calle por las burlas de los transeúntes, que pasa la vida amarrada a una butaca, lejos de la primavera y de los árboles en que adora, haciendo primaveras de trapo, representadas en flores de papel y pájaros con ojos de cristal. Desirée la coja, está enamorada usque ad mortem de Frank Risler, y tras el último desengaño busca la muerte, y es sacada viva del fango del Sena: no la ahogó el agua negra del   -307-   río, pero la ahogó el dolor. La pobre coja muere enamorada.

Acaso Acevedo, el cojo vergonzante, estaba enamorado de Desirée, la hija del cómico. ¡Oh, si se hubieran encontrado en el mundo!

Pero, no; estas cosas nunca32 suceden. Sólo los poetas saben crear las almas de que se enamoran los poetas.

Sí, sí: ¡pobres poetas!, siempre seréis unos Quijotes.



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ArribaPedro Abelardo

Poema de D. Emilio Ferrari


Si fuéramos a juzgar por simpatías, yo tendría desde ahora por cosa excelente el poema del Sr. Ferrari.

Este poeta joven, gallardo, amable, liberal, no sé si hasta republicano, pero creo que sí; este poeta que a su modo canta el progreso, la libertad de la conciencia, mejor o peor entendida, ¿cómo no había de serme simpático a mí que, menos gallardo, soy todo eso que queda dicho, a saber: liberal, joven y republicano?

Si el Sr. Ferrari se hubiese puesto a escribir un manifiesto electoral o un folleto contra los conservadores, yo no tendría para él más que elogios. ¡Pero un poema, hombre, un poema! Mal negocio. Vaya V. a elogiar un poema malo, no diré como él solo, pero sí como otros muchos... No puede ser.   -310-   Si se levantara el brazo para Ferrari -y de buena gana- habría que levantarlo para Velarde, para Grilo, para Shaw, para Arnao... no puede ser, no puede ser. ¡Dónde íbamos a parar! No puede ser.

Conste, pues, antes de meternos en harina, que siento en el alma darle un disgusto al Sr. Ferrari, si es que le disgusta que a mí no me guste su Perico Abelardo.

* * *

Como suelen decir de mí los que me quieren mal, que no sé criticar porque me paro en los pormenores, en lo que ellos, disparatadamente, llaman el análisis, y prescindo del conjunto, o sea la síntesis, según ellos; para evitar censuras de este género cursi, voy a dividir en dos partes este tratado, ya que en una sola no se puede, aunque bien pudo aquel catedrático de Valencia que decía:


Para mayor comodidad del arte
dividiré el tratado en una parte.

Yo le dividiré en dos: la primera se refiere a eso que llaman la síntesis muchos socios del Ateneo, y la segunda al análisis, o sea la análisis, según el Diccionario.

  -311-  

Bueno; pues en la primera parte, o sea la sintética, comienzo por decir, que el asunto escogido por el Sr. Ferrari no sirve para lo que él ha querido hacer.

Lo que principalmente deseaba el autor era imitar al Sr. Núñez de Arce, tal vez sin darse clara cuenta de ello. Había escrito el notable poeta vallisoletano un poema cuya principal figura, mejor diré, la única, era Lutero, un fraile que se puso mal con la Iglesia, y el Sr. Ferrari, que ya se parecía al Sr. Núñez de Arce en lo de ser de Valladolid, se echó a buscar otro clérigo revoltoso, y no encontró otra cosa mejor que Abelardo, el cual por cierto no necesitaba que V. le llamase Pedro para darse a conocer. Pero es el caso que un francés erudito, filósofo, hasta cierto punto, y más poeta en prosa que el Sr. Ferrari en verso, había escrito ya un poema dramático, o sea un drama irrepresentable que se titulaba, y sigue titulándose, Abelardo a secas.

Y el Sr. Ferrari, es claro, no queriendo imitar a nadie más que a los de Valladolid, escribió Pedro Abelardo; y gracias que no dijo Pedro Abelardo, natural de Palais, en Bretaña.

Pero anda con Dios, que el poema se llame como quiera; lo malo es que Abelardo no servía para lo que Ferrari se había propuesto, que era escribir 68 páginas de verso, y de ellas 31 consagrarlas   -312-   a la descripción de unas montañas que son los Alpes pero que pudieran ser los Pirineos, el Himalaya, el Cáucaso, cualquiera cosa empingorotada. Dos personajes principales hay en Abelardo, los dos podrían servir para algo muy diferente de lo que ha hecho el poeta español: el uno es el amante de Eloísa, el más popular, el más a propósito para el arte; el otro el teólogo reformista, el jefe del conceptualismo. Es claro que este segundo es menos poético que el primero, ante todo porque las disputas escolásticas se prestan poco a la adaptación artística; después porque el conceptualismo es una doctrina ecléctica que en sí misma tiene menos interés y carácter menos acentuado que el realismo y el nominalismo. Pero como además de todo esto es difícil, aun tratando el aspecto más artístico del asunto, el de los amores, decir nada que sea tan interesante como la verdad misma, según quedó escrita por el héroe, por Abelardo, el poeta, para atreverse con tan ardua materia, necesita muchos más alientos que aquellos pocos de que disponía el Sr. Ferrari. Conociendo que el asunto era más tentador que fácil, Remusat sólo se decidió a escribir su poema dramático cuando tuvo reunidos muchos elementos artísticos que añadir a los que la historia directamente le suministraba. Carlos Remusat había estudiado con profunda atención largos años la filosofía, la teología, la política, las   -313-   costumbres del siglo de Abelardo33, se propuso que su drama fuese el reflejo de todo esto. No diré yo que el escritor francés haya conseguido hacer una obra de primer orden, pero sí que tiene interés grandísimo su libro, porque ha sabido presentar en él una síntesis poética (ya que se llama una síntesis a esto) del tiempo y del personaje que escogió por asunto de su cuadro dramático. Divídese el Abelardo de Remusat en cinco partes: la Filosofía, la Teología, el Amor, la Política, la Muerte. En la primera aparece Abelardo luchando con Guillermo de Champeaux, en el claustro de Nuestra Señora, vence al jefe del realismo, hace que le sigan los discípulos del orgulloso Aristóteles de París, y con todo esto y más que yo callo da ocasión a numerosas escenas interesantes, a pesar de que a veces en ellas se trate directamente la célebre cuestión de las universales; es decir, que Remusat toma a Abelardo desde el principio, desde que era un desconocido, y le sigue por todas las aventuras filosóficas, teológicas, eróticas y políticas de su interesante y tormentosa vida. Así es como se puede hacer un poema de Abelardo: así es como puede decir el lector: ese es Abelardo.

Veamos ahora lo que hace el Sr. Ferrari, que es   -314-   lo que nos importa. El Pedro Abelardo consta de tres cuadros: el primero se titula Fugitivo; ocupa 31 páginas, como ya he dicho, de las 68 de que consta el poema, y se reduce a describir un crepúsculo vespertino en los Alpes (unos Alpes de cromo) y las congojas de un monje anónimo. Llegamos a la página 31 sin saber de qué ni de quién se trata (y el poema tiene 68), y sin saberlo nos hubiéramos quedado, a no ocurrírsele al desconocido pernoctar en un convento. Llama a la puerta, y como es natural:


-¿Quién es? -entonces preguntaron dentro,
y adelantando del umbral al centro
el monje respondió: -Pedro Abelardo.

Y a la mitad del poema es cuando sabemos quién es el fugitivo que se ha estado viendo oscurecer durante 30 páginas seguidas, a pesar de que le abruma el cansancio.

Es decir, que el poema empieza cuando en rigor la vida de Abelardo acaba; cuando se acoge al retiro de Cluny, donde muere. De modo que el lector ya sabe lo que le espera: no va a presenciar nada de las aventuras de Abelardo, ni va a verle ganar en París su fama de reformador, ni a verle conquistar el corazón de Eloísa, ni a verle luchar con la Iglesia... Todo esto de prisa y corriendo, y mal y a saltos, va a contárselo el mismo Abelardo   -315-   y en tercetos al abad del monasterio. Grave defecto de composición, Sr. Ferrari, acumular en 16 páginas todo el argumento de un poema que tiene por asunto nada menos que la historia borrascosa de un Abelardo, y abandonar esto a una narración del mismo protagonista. ¡Y qué narración!

Como que no es narración, según veremos en la segunda parte. Todo el papel lo gasta Abelardo en describir altares, cirios, un monjío y en darse bombo a sí mismo.

Tal es, en efecto, el objeto del segundo canto, que se titula... El drama. La escena representa, sobre poco más o menos, lo mismo que en el último acto de La Favorita, y los personajes son el tenor y el bajo, con el mismo traje de la ópera, sobre poco más o menos también.

Llega el segundo canto hasta la página 50, y en las que quedan hasta la 68, ya no hace más el poeta que describir la muerte, que él llama tránsito, del infeliz Abelardo. Eloísa no se presenta ahora ni nunca, pero escribe una carta que Abelardo lee in extremis ¡y qué carta!, ya verán ustedes. Y muere efectivamente el teólogo del siglo XII, soltando por aquella boca una arenga que parece de un doceañista, según veremos más adelante.

De modo que el lector se queda sin conocer a Abelardo -si no sabe de él por otro conducto. Verdad es que el escritor, imitando también en   -316-   esto, y mal, al Sr. Núñez de Arce, le pone al librito unas notas cuasi eruditas, en las que, el que no esté en autos, puede enterarse de cosas muy interesantes que atañen al poema, y de las cuales este no dice cosa de provecho.

Esto se explica: el Sr. Ferrari es de los que dicen en verso no lo que quieren, sino lo que pueden; él bien hubiera querido que su poema hablase de algo más que de la puesta del sol, de los montes que se pierden en las nubes, de los arbolillos de un huerto, de los altarcicos de una iglesia, del velo de una monja, de los himnos de un coro, del pábilo de los cirios y otras quisicosas del siglo doce y de todos los siglos; él hubiera querido pintarnos a Abelardo joven, ambicioso, ardiente, viviendo en la cátedra, viviendo en la plaza pública, viviendo en la misteriosa cita del amor, luchando contra un siglo entero y arrebatando con su elocuencia a un pueblo fanático...; pero él tira de aquí, el verso tira de allá, en el poema salieron los Alpes, el monjío, el sol, el banco del huerto, el sauce del ídem, la piedra del banco, etc., etc.; y lo demás, lo que más importaba... hubo que dejarlo para las notas.

¿Qué clase de disputa es la que tenía Abelardo con la escuela contraria? El autor no lo dice (ni en el poema, ni con claridad en las notas). ¿Cómo se las compuso para vencer a sus adversarios? No se   -317-   sabe nada. Y a Eloísa, ¿dónde, cómo la conoció, cómo la enamoró, qué diablos se dijeron, hombre? Nada; el autor no quiere decir palabra.

¿Qué Abelardo es ese? Es un Abelardo que la mayor parte del tiempo se entretiene en describir de mala manera lo que se le pone por delante. Hasta tal punto le da el naipe para pintarrajear, que el poemita podría convertirse en cosa muy excelente por la propiedad y la verosimilitud con un ligero cambio de letras en el nombre. En vez de Pedro Abelardo titúlese José Velarde, y entonces el personaje estará hablando, clavado. Ya verán ustedes en la parte analítica cómo el Abelardo de Ferrari tiene mucho más de Velarde que de Abelardo.

Otras veces a quien se parece es a D. Patricio Sarmiento, el célebre maestro de escuela, patriota y mártir de la libertad, divinamente pintado por Galdós en los Episodios nacionales.

Pero en ocasiones degenera tanto el Abelardo gárrulo y fanfarrón del Sr. Ferrari, que parece un imitador de Pelletán, y casi, casi llega al estilo cortado del Sr. Henao y Muñoz, autor de un Evangelio del pueblo, que es lo que hay que ver.

Todo esto que yo digo aquí así, como quiera, en tono de broma, se podría probar en estilo campanudo y serio a los que no se convencen más que con palabras gordas y sesquipedales.

En suma, o en resta, el Sr. Ferrari no sabía de   -318-   Abelardo más que lo que cualquiera sabe sin hacer especial estudio de este hombre y su tiempo, y si lo sabía no lo supo decir en verso; y su Abelardo es un quídam, y allí no hay más que rima rimbombante y descripciones, disparatadas las más veces; arengas falsas y anacrónicas, vaguedad prosaica, caquexia de imaginación, composición desproporcionada, digresiones impertinentes, atonía y aun fastidio, que el lector de buen gusto sólo puede combatir recreándose en los adefesios que a cada renglón se encuentran.

Y esto y otras gracias del autor es lo que vamos a ver en la segunda parte, o sea la analítica.

* * *

CANTO PRIMERO

FUGITIVO

(No dice quién).


«¡Oh, viejos Alpes...!».

Espere V. Si V. lo dijera una vez sola, podía pasar; pero como lo repite nueve versos más abajo: «¡Oh, viejos Alpes!» hay que hacer una advertencia. ¿Por qué llama Abelardo viejos a los Alpes? Si es porque son más viejos que él, es una tontería; pero si lo dice con pretensiones de geólogo (absurdas   -319-   en Abelardo) es un error. Claro que todas las cordilleras tienen bastantes años; pero como no a todas las montañas del mundo hemos de andar llamándolas viejas, al decir oh, viejos Alpes parece indicar que los Alpes son más viejos que otros montes, que son unos montes que se distinguen por lo viejos. Pues no hay tal cosa, o por lo menos la Geología de hoy opina que no hay tal cosa. Los Alpes son jóvenes; por regla general las montañas más altas son más jóvenes que las de su clase, más bajas. Consúltelo V. con quien lo entienda, y sin citar s V. libros recónditos, lea lo que dice Quinet en La Creación sobre el particular, tomándolo, por supuesto, de quien lo sabe. Esto va con V., que es el que llama viejos a los Alpes, no con Abelardo, que nunca dijo tal cosa. Siga V., y perdone.


Oh viejos Alpes, solitarias cumbres,
testigos de la infancia de la tierra.

Abelardo no se metía en esas geologías propias del Sr. Vinajeras. ¿Si creerá el Sr. Ferrari que el Sr. Abelardo sabía ya, como el padre Mir, el de las Harmonías, que ion no significa día, sino época, y que la tierra tuvo una infancia de la que fueron testigos los Alpes?


Oh viejos Alpes, rudos esqueletos.

  -320-  

Vamos; y dirá V. que es gana de reñir. ¿A quién se le ocurre llamar rudos a unos esqueletos, aunque sean de cal y canto? Lo rudo es lo tosco, lo que no tiene pulimento, lo basto, lo que no se conforma con las reglas del arte. Luego los esqueletos no son rudos ni dejan de serlo; no es ese adjetivo que pueda venirles bien.


despojo del tremendo cataclismo.

Y dale con la geología. Pero ¿por qué despojo? Medite el Sr. Ferrari lo que es despojo y verá... ¿Además a qué cataclismo alude?


de ese inmutable sol contemporáneos...

Alto ahí, que eso no está bien, ni conforme lo explica la Biblia ni conforme se explica la ciencia. Y no digo más. Consúltelo V. también.


Ruinas de un templo colosal que un día
sin duda, al culto de su Dios alzara
la virgen soledad...

Sin duda que V. le hace decir al Sr. Abelardo (D. Pedro) unas vaguedades colosales, cursis y frías como ellas solas.

La soledad alzando un templo colosal a su Dios, y esto sin duda, no quiere decir nada, ni hace ver nada, ni vale nada.

  -321-  

Pero vamos más de prisa, porque si no, no acabamos nunca.


Ruinas del templo colosal que un día
sin duda (!) al culto de su Dios alzara
la virgen soledad, y todavía
(conste que aquí pierde V. el hilo)
de pie los muros y humeante el ara
que muestras dan del olvidado rito
por cima de las moles de granito
y allá en la altura taladrando el cielo,
vuestras agujas de cálido hielo
lanzáis como buscando el infinito...

Lo que busco yo, y no parece, es el sentido de la cláusula. Entre la hojarasca de los incisos se ha perdido la acción principal; al que la encontrare se le dará un hallazgo.


ocultad, ocultad en lo intrincado

(El intrincado es V.)


de vuestros senos la mortal congoja
la tristeza y rubor

(Rubor ¿por qué?)

  -322-  
de un desdichado
que el mundo hasta vosotros ha arrojado
desde la altura en que la gloria brilla...

Espere V. otro poco. Abelardo se dirigía a Roma; el mismo Sr. Ferrari lo declara en las notas, y sobre todo lo dicen otros escritores más importantes; por consiguiente es falso que se propusiera quedarse por aquellos vericuetos como Don Quijote:


sobre el ribazo de la Peña pobre.

Claro que después se quedó allí, en Cluny, pero fue por casualidad; mas como el Sr. Ferrari ya sabía que se iba a quedar, por eso dice «que el mundo hasta vosotros ha arrojado». Pero Abelardo no podía decir eso; iba por allí de paso. Siempre tenemos lo mismo: que el Sr. Ferrari cree que Abelardo sabía tanto como él y que hablaba como él escribe.

No quiero decirle a V. nada de la agreste falda de los Alpes que me dejo atrás. ¿Qué había de ser la falda de un monte sino agreste? ¿Quería V. unos Alpes de salón?


Así, en mitad de un áspero sendero
desde el cual, no distantes, se alcanzaban
de las alpinas crestas los esbozos

  -323-  

¿Con qué se alcanzaban esos esbozos (¡válgate Dios por esbozos!) de las crestas alpinas? ¿Se alcanzaban con la mano, o era que los esbozos se alcanzaban como algunos caballos que tienen ese pícaro defecto?


Después, exhausto del vigor postrero

No lo diría mejor la que decía


No te aproximes a mí,
que empañarás el candor, etc. etc.

La figura de aquel monje (el monje anónimo)


notar dejaba la reciente huella
de un combate mortal con el Destino.

Notar deja V. poca formalidad. ¿Qué es eso del destino? Ni V. ni el monje creen en el Destino. ¿A qué viene entonces ahí? A lo que vienen siempre estas cosas: a servir de ripio.


Se descubría el interior estrago
de una inmensa catástrofe en su vida;
había allí como en reflejo vago
yo no sé qué de majestad caída.

¡Había allí, había allí! ¿Dónde? Lo pregunto   -324-   con la mejor buena fe ¿dónde?, ¿dónde había ese reflejo?, ¿y dónde se descubría ese estrago?, ¿en su vida?, así dice V., en su vida; pero lo que quiere decir es otra cosa. Pues haberlo dicho... por lo menos en las notas.

¿Pero quién era ese personaje que llamaba viejos a los Alpes? Hasta aquí sólo sabemos que era un humilde monje. Ahora va a decirnos quién era; veo aquí un nombre propio.


¡era Jacob, tras formidable lucha,
en su camino de Canaán vencido!

¡Acabáramos!, era Jacob. Pero ¿qué Jacob? El hijo de Isaac no podía ser.

-¿Cómo había de ser ese, si nunca fue monje?

-Pues por eso digo que no podía ser.

Pero otra cosa más importante:


en su camino de Canaán vencido,

es un verso que tiene doce silabas, o mejor dicho, no es verso; pero son doce sílabas. ¿Ahí estamos, señor Ferrari?

Lea V. como quiera; que si lee bien, y aunque cuente las sílabas por los dedos, doce sílabas le saldrán.


El día estaba al declinar; un día...

  -325-  

Bueno hombre, un día que estaba al caer... corriente.


un día
en que sus galas desplegaba todas

Mire V. ese todas, puesto ahí, me pone nervioso. No puede V. figurarse cómo soy yo para estas cosas


en que sus galas desplegaba todas
el espléndido Mayo, y parecía
levantarse a las fiestas de sus bodas
feliz la creación.

¿Y con quién se iba a casar la creación? Como no fuera con el Creador... y tampoco, porque sería un incesto. ¡Qué afán de calumniar, nada más que por decir una cursilería!


Era una orgía
de rayos, de perfumes, de colores,
una explosión de céspedes y flores.

Una explosión de céspedes... vamos una sublevación del célebre insurgente?... ¿No? Pues entonces ¿qué diablos significa una explosión de hierbecillas... y al oscurecer? Porque no olvide V. que estaba al declinar el día ¿Le parece a V. esa buena   -326-   hora para una explosión de flores... y céspedes? Hombre, se puede exagerar, hasta parece bien; pero con modo y oportune, que diría Pidal.


una embriaguez universal, y en ellas,

¿En ellas? En ella será. Y si no ¿a quién se refiere ese pronombre?


vida la luz, la atmósfera centellas,
risas las auras, himnos los rumores.

Creo que ahí falta un verbo. Pero, lo que es peor, sobra todo.

De manera, que si V. se me convierte en un poeta de capital de provincia de tercer orden, y se me viene con su panteísmo cursi, y supone a la tierra borracha, y todo lo de arriba abajo, no sigo analizando su poema. Publíquelo V. en unos «Ecos de la Esgueva... o Ayes del Pisuerga» y hemos concluido.

Y además, hijo mío, toda esa jarana no parece propia del crepúsculo de la tarde, en que habíamos quedado.


¡Divina hora de amor!

Pero ¿qué hora es? ¿En qué quedamos?

  -327-  
Todo parece
que siente y ama, que acaricia y late

Francamente, yo no estoy aquí para hacer comentarios de esas vaguedades de poeta nihilista. Todo eso estaría bien en un pueblecillo de esos que eligen al alcalde por sus propias fuerzas, pero en Madrid, la residencia habitual de Cánovas, no se debe leer cosas tan absurdas.


Todo parece
que siente y ama, que acaricia y late

¿Cuantas veces habrá dicho eso La violeta, periódico de modas con patrones y versos?

Ahora voy a dar un salto, porque si sigo al monte Jacob en su excursión me va a oscurecer en el camino, como a él. He dicho sigo y he dicho mal, porque el monje no se mueve. Se ha atascado en medio de los Alpes.

Dejando muchas cosas que tenía apuntadas, me fijo en esto:


y el voluptuoso respirar se siente
con que la vida, que circula en calma
el Universo en su pulmón renueva.

Para lo que se necesita pulmón y alientos es   -328-   para atribuirle pulmón al Universo, y todo para decir una andaluzada que no se entiende. ¿Quién renueva a quién? No se sabe.


En cascadas de luz resplandeciente (¡claro!)
desde los cielos se derrama el día

¡Eche V. y no se derrame!, ¿tanto se derrama el día al oscurecer?


bruñendo alegre los lujosos campos

Mucho lujo es ese; la primera vez es esta que oigo decir que el anochecer es alegre. Hombre, no tiene V. formalidad.


o jugando en las hojas de la umbría

o las dos cosas a un tiempo, señor, ¿por qué no?, ¿a qué viene la disyuntiva?


donde se cierne en destejidos lampos

Prescindiendo de lo bizco, o ministerial, que me dejan esos lampos, la luz que juega con las hojas no se cierne...


Y mientras rota la neblina huye
y la nieve en las cimas congelada,
en globos de oro se deshace y fluye.

  -329-  

¿Pero eso sucede al declinar el día? Mire usted que V. se ha comprometido a describir la hora de la puesta del sol, que así lo ha dicho repetidas veces.


El día estaba al declinar,

Dijo V. primero; y después


¡Divina hora de amor!

y no dijo V., después nada en contrario, de modo que estoy en mi derecho al insistir en que es de tarde, y no así como se quiera sino casi anochecido. ¿Quiere usted otra prueba? Pues a renglón seguido dice usted:


El monje en tanto a su pesar rendido

¿Ve V.? No hemos cambiado de hora, ahí tenemos al monje Jacob, testigo de mayor excepción: todo eso que V. dice de la luz, de la niebla, de la nieve sucede en tanto que el monje, etc., etc., lo dice V., yo no invento nada. Pues una de dos; o a V. se le ha derramado el día, quiero decir, se le ha escapado el santo al cielo, y creyendo que había dicho otra cosa se pone a describir la puesta del sol como si fuera el orto, que dice el calendario, o el monje humilde y Jacob se ha pasado, sin conocerlo, la noche entera parado en medio de los Alpes, como una galera acelerada de esas que   -330-   no dan un paso, esperando a que a V. se le acabe la cuerda descriptiva. Y es más, según las señas lo que está V. describiendo, no es un día sólo es toda una primavera...


Y el monje en tanto a su pesar rendido

Ya lo creo que estará rendido. Tres meses plantado allí, en medio de un áspero sendero. ¿Ve usted a lo que obliga el ponerse a describir lo que no se ha visto? Obliga hasta a ser inhumano. ¡Pobre Jacob, que se ha estado a pie firme, sin moverse, mientras la Naturaleza, la madre Naturaleza paría todos esos jugos, fibras, rayos, lampos y demonios coronados que V. dice! No Jacob, Job necesitaba ser para sufrirlo con paciencia.

Pero en fin, vamos andando nosotros. El monje, muerto, no de fatiga, como era de presumir, sino:


rendido a la creciente angustia
dejábase caer desfallecido
del mismo modo que en el triste lecho
tendiéranse a morir.

El símil no es muy atrevido, pero el lecho no sé por qué había de ser triste.

Dice V. más adelante que al monje le perseguían recuerdos vanos, tropel que

  -331-  
inútilmente sofocar quería
cubriendo el rostro en las crispadas manos.

Cubrir en no es castellano, como V. comprenderá. La Academia, con esa inspiración que Dios le dio, dice que el régimen de cubrir o cubrirse es con y de, y pone estos ejemplos fantásticos «cubrir con, de ropa-de grande». (Página 297, última edición).

Tengo ahora que dar otro salto, porque sino voy a escribir una crítica mucho mayor que el poema.

Vuelve a hablar el monje, y aquí empiezan los dislates a ser más reprensibles, porque mientras el poeta se explica por su cuenta ¡ande con Dios!, ninguna obligación tiene el Sr. Ferrari de saber siempre lo que se dice; pero atribuirle al que después ha de resultar Abelardo, dislates que nunca dijo y un estilo de liberal de drama patriótico, es delito muy grave.

Y dice el monje, presunto Abelardo.


Será de veras, (ripio muy gracioso) insensato anhelo
crimen estéril, esperanza loca,
querer el fuego arrebatar al cielo,
y el que a intentarlo remontare el vuelo
siempre tendrá en el Cáucaso su roca?

  -332-  

Esto se lo dice Abelardo a los Alpes, y es muy probable que ni los Alpes ni muchos lectores lo entiendan.

Ante todo, ¿le parece al escritor natural que hable, y menos estando solo y muerto de cansancio, y tirado cuan largo es y en un camino, poco menos que entregando el alma a Dios, que hable, digo, Abelardo, como el difunto D. Pedro Mata en el Circo de Price, donde aludió al símbolo poético y mitológico de la Danaides con gran asombro y placer de muchos progresistas? ¿Le parece todo eso natural al Sr. Ferrari?

Ya sé yo que Abelardo (?) alude a Prometeo, pero aun así, hace mal en asegurar que fue en el Cáucaso donde tuvo su roca, porque no se sabe; lea usted señor Ferrari, lea V. los autores que tratan de eso y verá que no es cierto que a Prometeo le clavaran en el Cáucaso; no se sabe en qué monte le clavaron ni de qué cordillera fuese el monte. Esto lo dicen los comentaristas de Esquilo, entre otros muchos autores.

Pero además (y siempre hay un además en los adefesios de V.) ademas, así como Abelardo lo pregunta:


siempre tendrá en el Cáucaso su roca?

parece que si la roca no estuviese en el Cáucaso menos mal, es decir, que lo malo no es que le claven   -333-   a uno en una roca, sino que la roca esté en el Cáucaso.

¿Ve V. qué cosas dice uno cuando no se fija?

Después habla Abelardo (electo) de


la generosa sed de lo infinito.

¡Ay, amigo mío!, ya veo yo que para cada verso voy a necesitar una cuartilla. La sed generosa no la entiendo; sé de vinos generosos que apagan la sed, pero el vino por la sed me parece un tropo borracho.

Y además (lo de siempre; ya me va V. haciendo tener muletillas), ademas, en tiempo de Abelardo no se había inventado ese vocabulario místico-romántico-liberalesco.

¡La sed de lo infinito! En el siglo XII nadie hablaba así.


Esta ambición que a penetrar me lleva
el gran enigma sobre el orbe escrito.

Digo lo mismo. Pero además ¿el Sr. Ferrari leyó las obras de Abelardo? Lo digo porque su Abelardo parece un Flammarión. No sea que le haya confundido...


La vil superstición, monstruo disforme

Quite V. ¿qué había de decir Abelardo eso?,   -334-   sobre todo, lo de monstruo disforme, que es albarda sobre albarda.

Sigue el monje:


la opresión, el odio,
la injusticia, el error, es quien pasea...

¡Son señor mío, son!, aquí no hay escape (ni antes tampoco) la opresión, el odio, la injusticia y el error son cuatro, es decir, plural, luego el verbo ha de estar en plural. Son, son y siempre son.

¿Pero vamos a ver qué es lo que pasean?


es quien pasea
de cruz en cruz al sempiterno Cristo
de la Verdad.

¡Cristo Padre! ¿Cree V. que Abelardo escribía Verdad con mayúscula, no siendo en principio de dicción34? Con que el Cristo de la Verdad, es decir, un Cristo que no es el otro; un Cristo mejor que el otro, el de la Verdad... Abelardo fue un poco hereje, pero no tanto, señor, no tanto.

Además, eso de pasearle a uno de cruz en cruz, indica que V. no sabe lo que es pasear o ignora lo que son cruces.

Sigue Abelardo (siempre patas arriba en su   -335-   áspero sendero de los Alpes, y a todo esto oscureciendo y sin buscar posada. Peor para él).


Oh fanatismo, desgreñada Furia
cómplice audaz de los que el mundo oprimen,
ciego huracán que anubla la conciencia,
engendro del error y la demencia
insensata virtud, madre del crimen.

Paradojas criminales son esas indignas de Abelardo. Con que el fanatismo que es una Furia mal peinada y engendro del error ¿es una virtud?, ¿y hay virtudes insensatas y madres del crimen?

Por menos que eso, por mucho menos, por nada, lleva a la cárcel a cualquiera el Sr. Villaverde, Gobernador de Madrid.

No quiero decir a ustedes que a un Concilio el señor Abelardo lo llama rígida asamblea. Adelante.

Y ahora el monje -que sigue echado a la larga en el sendero áspero- se pone a describir el lugar en que se celebró el Concilio, y hablando solo y todo empieza a decir:


el muro
desde las cimbras de tisú colgado...
con pompa deslumbrante aunque severa;
de los blandones en el bronce oscuro
la cera ardiendo, el Crucifijo a un lado.

  -336-  

Sí, Sr. Ferrari, parece que se está viendo, ¿pero es natural que un hombre que muerto de cansancio y descripciones se echa en medio de un camino, porque no puede más, se ponga a decir a gritos a los Alpes que los blandones de una iglesia eran de cera y que la cera estaba ardiendo por más señas?

También dice Abelardo que el muro estaba colgado de tisú desde las cimbras. Puede. Yo no estaba allí; pero extraño tanto lujo. El tisú está hecho de plata y oro y se necesita mucho oro y mucha plata... En fin, puede ser, puede ser... Cuando él lo dice.

Doy otro brinco. Llego a donde dice


Calló.

¡Dios le oiga a V.!


Calló. La luz del fatigado disco
sepultaba ya el sol en el ocaso

(¿Ve V. como estaba oscureciendo?)


traspasando la cúspide de un risco
(consúltese la historia de un tal Prisco
acerca de este ripio a que me arrisco).

Terminada la descripción del crepúsculo (no   -337-   sin haber antes parado el sol varias veces) el señor Ferrari la emprende con la descripción de las primeras horas de la noche; aunque no sé si sigue el crepúsculo todavía, porque no se entiende bien todo esto. Ello es que


Comenzaron a oírse esos rumores,
esos múltiples ruidos que un momento
preceden de las noches al reposo;

Usted dirá: ruidos múltiples, rumores los hay de noche también; ahora no sé si son esos que usted dice. A ver:


ladrar de perros, cánticos lejanos,
esquilas de ganado perezoso
volviendo a sus apriscos por los llanos.

Pues sí señor; ladrar de... de perros (claro, de perros, siendo ladrar...) se oye también de noche. ¿Nunca ha oído V. decir que los perros ladran a la luna? Y sobre todo... que ladran de noche. Los he oído yo. Pero según el Sr. Ferrari, el ladrar de perros no dura más que un momento. Eso será en Valladolid. En las demás partes los perros, los de la aldea sobre todo, ladran muchos momentos, casi toda la noche. ¡Hay cada mastín!

  -338-  
cánticos lejanos

También de noche hay quien cante de cerca y de lejos, según donde esté el que canta y el que oye.


esquilas de ganado,

Eso ya no; esos múltiples ruidos que consisten en esquilas de ganado no los conozco yo. Las esquilas que yo he visto no eran rumores, eran... esquilas.

Además esas esquilas que son ruidos han de volver a los apriscos por los llanos, según Ferrari. Por lo visto, si no va el ganado por los llanos ya no suenan las esquilas.

Pues en los Alpes (donde estamos) no siempre irán los ganados por los llanos a su aprisco. ¡A mí que se me figura que el Sr. Ferrari confunde los Alpes con Tierra de Campos!

Más descripción:


las capas de la atmósfera serenas
hendía el humo al ascender ligero.

Eso no tiene perdón de Dios. Un poeta descriptivo que no ha reparado que en una tarde de Mayo tranquila como la de su canto, el humo de la cabaña no asciende ligero, sino lento, perezoso, ese   -339-   poeta no lo es; no ha visto cabañas, ni humo, ni nada.

¿Y eso de hendir las capas de la atmósfera? Prosa, impropiedad de lenguaje... todo lo malo que ustedes quieran. Francamente, ya se me va acabando el buen humor.


al ascender ligero
desde el hogar, donde crujiendo el tuero

Ese tuero es del Sr. Núñez de Arce; es un tuero recalentado.


se calentaban las humildes cenas;

(Anfibología se llama esta figura).


y guiados por él, los campesinos

¿Guiados por quién? ¿Por el hogar?


tornaban de sus útiles faenas

(Ese verso es de la Sociedad de Amigos del País).


por las agrias veredas y caminos

¿Caminos agrias? ¡Otra vez la Gramática! Lea usted la de la Academia y verá que los nombres masculinos nunca pueden ceder la concordancia a   -340-   los femeninos. Será poca cortesía, pero es así. No crea V. por eso que se puede decir


por los agrios veredas y caminos,

Eso estaría peor, si cabe. Pero sí estaría bien (salvo el llamar agrio a un camino)


por los agrios caminos y veredas

Y sigue el describidor:


en el hombro la azada

Al hombro o sobre el hombro estaría mejor.


y los cantares
en el labio jovial, con que divierten
la ardua fatiga.

Buena fatiga me va a costar a mí desenredar todo esto: 1.º, ardua fatiga no está bien; 2.º, ¿con qué divierten la fatiga? Según V., con el labio jovial; V. quiso decir con los cantares, pero no lo dijo; además, con los labios se silba, pero cantar con el labio, aunque sea jovial el tal labio, crea usted que ha de costar trabajo...


con que divierten
la ardua fatiga, o su regreso advierten
las queridas prendas familiares.

  -341-  

¡Dios de Israel, qué manera de hablar! 1.º, parece que el regreso que advierten es el de la fatiga; 2.º, ese o es tan prosaico y tan inútil como el de antes; ¿no podrían advertir eso que V. dice, y al mismo tiempo divertir la fatiga? 3.º


a las queridas prendas familiares,

es la manera más ridícula de hablar de los hijos y de la mujer, por ejemplo de prendas.

¡Prendas familiares! Eso debiera quedar en el vocabulario de la cursilería. ¡Ni Proudhomme!


Poniéndose de pies el religioso

¿Ven ustedes como decía yo bien? Todas aquellas cosazas de progresista y de poeta ridículo las había dicho el pobre hombre echado a la larga en la agria vereda.


¡la noche!, dijo, y revolvió azorado
en torno suyo la mirada

¡Claro!, ahora se irrita porque no tiene posada y va a pasar la noche al raso. Si en vez de pararse a insultar a los viejos Alpes y al Cáucaso y a recordar el pábilo de los cirios, hubiera apretado el paso... no se vería en este trance.

Ahora él mismo describe (siempre describiendo) la noche toledana que le espera.

  -342-  
Helado aquí de soledad, de frío...

Helado de frío es un pleonasmo de muchos grados bajo cero; pero helado de soledad es un disparate que tiene el mérito de la novedad.


Helado aquí de soledad, de frío,
sobre un duro peñasco la cabeza
¡cómo en el alma pesará el vacío!

¡Qué humor gasta el Abelardo del Sr. Ferrari! ¡No tiene dónde dormir, y todavía le lleva el genio a buscar paradojitas cursis y hablar del peso del vacío!

Pero además, ¿qué necesidad tenía de apoyar la cabeza sobre un peñasco? ¿No le gusta esa almohada? Pues deje V. el peñasco. Otro sí, parece que por apoyar la cabeza en un peñasco pesa más el vacío del alma.

Mire V., Sr. Ferrari, se lo digo con toda formalidad, tantos absurdos dan ganas de blasfemar.


Y de este modo el caminante hablando
comenzaba a alejarse a la ventura.

¡Ya era tiempo! Y aunque no hacía más que comenzar a alejarse, menos mal; todo es empezar.

Pero al fin suena la cadenciosa voz de un campesino,   -343-   y el caminante corre a albergarse en el convento que le sale al paso.

Mas ¡oh pícara afición a las artes!


Corrió, llegó; de los sillares rudos
contempló la labor, toscos caprichos
en que alternaban tréboles y nichos,
trofeos, mitras, ángeles y escudos...

¡Pobre Abelardo, puesto en ridículo por el señor Ferrari! Parece un turista de esos que andan por el mundo fingiéndose enamorados de todos los pedruscos célebres. Mire V. que estar en el apuro en que él estaba y pararse a contemplar todas esas mitras y ángeles y tréboles...

¡No está mal trébol el Sr. Pedro Abelardo!


llama, por fin, (¡ah!) a la maciza puerta
que giró rechinando al ser abierta

Esto es un colmo, como se decía años atrás.

¿Qué había de hacer la puerta sino girar al ser abierta, y qué tiene de particular que la puerta de un convento rechine? ¿Era eso para contado?

¿Cree V. que sólo en el siglo XII rechinaron las puertas?

Tiene esa puerta color local ni sabor de época.

  -344-  

Pero, a ver cómo se abría la puertecita dichosa:


Con un premioso movimiento tardo

¡Precioso premioso dato para la historia de las puertas, los portales y los portillos! Cuánto mejor es aquello de


Ábreme la puerta,
puerta del portal...

Y por último.


¿Quién es?, entonces preguntaron dentro:
y adelantando del umbral al centro
el monje respondió: -Pedro Abelardo.

O sea ¡este es gallo!, como el del pintor de marras. Sí, señor Ferrari, es la triste verdad. Ese monje lo mismo podía ser un loco escapado de un hospital que el Sr. D. José Velarde, que no es loco, ya lo creo que no, pero que describe como usted; o bien el obispo de Pentápolis; podría ser cualquiera. Es Pedro Abelardo; corriente, basta que él lo diga; pero crea V. que es... por una casualidad.

Y estamos a la mitad del poema y no sabemos más que lo que consta en el proceso.

¡Tres versos para decir cómo gira una puerta, en un poema de sesenta y ocho páginas en octavo!   -345-   Treinta y tres páginas para llamar a la puerta de un convento; ¡todos los disparates de autos para conseguir que nos abran una puerta! Es demasiado; usted convendrá en ello.

Y, francamente, yo no tengo valor para entrar con Pedro Abelardo.

Estoy cansado. He escrito 31 cuartillas, es decir, tanto como V. y todavía no he llegado al segundo canto...

No hago más que asomar la cabeza al canto segundo susodicho, y encuentro que empieza así:




El drama


Al pie de un sauce que la verde alfombra
del jardín Abacial recorta oscuro
con una mancha de oscilante sombra...
guarnecido del viento por el muro
y alzado sobre el suelo en dos puntales.

(Deliciosos puntales).


hay un banco de piedra mal seguro
que cerca un doble soto de zarzales...

¡Basta, basta! No asamos y ya pringamos. La descripción de ese banco mal seguro, y la de ese que es oscuro, él, el sauce, en vez de serlo   -346-   su oscilante sombra, me han quitado el deseo de pernoctar con Abelardo en la Abadía.

Pero, en fin, otro poco.


es el paraje placido y desierto,
perturban sólo su quietud amiga
los bulliciosos pájaros del huerto,
y entre el ramaje, que su ardor mitiga,

El ardor de los pájaros?, no.


pasa un rayo de luz que el suelo dora,
donde crecen el árgoma y la ortiga.

¿En dónde crece el árgoma, en el suelo o en la luz? Pero aparte de eso, vaya un paraje plácido y un jardín lucido ese donde crecen árgomas y ortigas.

¿Sabe V. lo que es árgoma? Así sabe el Sr. Ferrari lo que es el árgoma y donde nace como el señor Velarde sabía lo que era lentisco.

El lector comprenderá que yo no puedo seguir copiando todos los versos del poema, esto sería despojar al autor, hacer una edición fraudulenta de su libro.

Pero, considerando los dislates que anteceden, no dudo que se me creerá si, bajo palabra de honor, digo que en el resto del poema no abundan menos.

  -347-  

Pasemos rapidísima revista a unos pocos.

Al oscurecer lo llama las exequias de la tarde ¡Puf!

Habla después de recuerdos yertos (pág. 38, verso 3).

Llama al mediodía de la vida


conjunto de la tarde y la alborada (pág. 39)

Dice en la pág. 40.


en esta edad porque la mente explayo
fue cuando el alma a la pasión que abriga
se abrió cual planta que florece el Mayo

¡Florece, verbo intransitivo me lo transitiva el poeta que se explaya la mente y abriga pasiones!

Corramos, no un velo, sino ¡cuatro!


...por el viento
se elevaban los cánticos devotos (pág. 43).

Página 45:


El áspero chirrido que producen
las mechas retorciéndose en las llamas.

¡Qué han de producir chirridos las mechas! ¡Pero qué afición a ver cómo arden las velas!

Y aquí viene una ocurrencia peregrina. Han de   -348-   saber ustedes que Abelardo le está contando C por B al abad del convento todo lo que sucedió en el monjío de Eloísa, y ahora se pone a repetir de memoria el himno que cantaban en el coro. ¿Habrá cosa más ridícula? ¿Cabe mayor falsedad?



EL CORO

¡Oh virgen candorosa
que duermes junto al ara
tu espíritu desvela,
tu lámpara prepara...

Deje V. ahí la lámpara; ya estoy de mechas y de cera y aceite hasta los pelos.

Pero ahora ya recuerdo; ese coro ya lo he oído yo...

¡Ah, sí!, es sobre poco más o menos el epitalamio de Férula en La Casa Blanca...

Más coro, ¡qué diablo!



CORO

Ven, ven a tu himeneo,
mi dulce bien amada,
de lluvias y de nieves
ya la estación pasada
-349-
la tórtola se alegra
cantando en el alcor.

Qué alcor ni qué castañuelas. ¿Qué tiene que ver el monjío de Eloísa con que cante o no cante la tórtola en el alcor?, ¿ni con que haya pasado el invierno o no? ¡Que ni en la iglesia ha de dejar el Sr. Ferrari su afición a la meteorología! Esto de describir a troche y moche ¿no comprende que raya en obsesión?


Este es el bello tiempo
propicio a los amores...

¡El bello tiempo! ¡Señor!, ¡si parece que estamos leyendo el folletín de La Correspondencia!

¡Ay, ay, Sr. Ferrari, esto es mucho bajar!

Paso al canto tercero.

TRÁNSITO

Abelardo se despide del mundo y sus pompas y poemas con un discurso, que parece un manifiesto electoral de Taviel y Andrade.

Después de manifestar que para decir que un monje abra una ventana, el escritor dice «abre la ojiva», paso a copiar los disparates más salientes y más reentrantes del discurso del Sr. Abelardo.

  -350-  
    La humanidad despéñase sin guía.
. . . . . . . . . . . . . . .
       de los hombros
del decrépito Atlante se desvía
. . . . . . . . . . . . . . .
       de una fe nueva
la historia el feto en sus entrañas lleva.

(¡Hasta obstetricia!).

Esto que viene es bueno:


mientras te embriagas en el torpe lecho,
llamando está a tus puertas el Derecho35.

Esto parece de un discurso de Romero Robledo en la Academia de Jurisprudencia, cuando está haciendo de sabio.


aquellos grandes días genesiacos.

(Esto parece de cualquier imitador de Castelar).


en que bajan del cielo los Mesías.

¡Hombre, hombre! Abelardo hablando de Mesías en plural! ¿Qué idea tiene V. de Abelardo? ¡A   -351-   no ser que aluda a la familia de los Mesías que figuran en Gil Blas, por ejemplo!


el vergonzoso polvo de la gleba.

Y todo es así. No faltaba más que terminara la arenga diciendo:


«Caeré del lado de la libertad».

O


«¡Radicales, a defenderse!».

¡Ay, Sr. Ferrari... todo eso es demasiado malo! Pero tate, que ahora recibe Abelardo carta de Eloísa, y


el conocido nema
regó con una lágrima suprema.

¡Menuda lágrima sería, que sirvió para regar un nema!


La carta era ¡ay!, de la mujer sublime.

¡Sí, sí! La carta era ¡ay!, una serie de tonterías, de versos cursis, mucho peores que los de cierta poetisa filantrópica, de cuyo nombre no quiero acordarme.

Para nuestra, basta con un botón.


Sin ti, ¿para qué el canto
del ruiseñor, y el céfiro, y la nube?

  -352-  

Basta, basta. Ya que hemos visto la profanación de Abelardo, no presenciemos la de Eloísa.


No bien hubo Abelardo devorado

¡Vaya un giro poético!

Habla el poeta en seguida de


Un tropel de tórtolas posadas.

¡Tropel de tórtolas! Tropel de dislates.

El poema termina con varias preguntas del autor acerca de la muerte y de la vida. Es decir, el final de Abelardo es una especie de requiem que puede servir para toda clase de difuntos.

No se le ocurren al Sr. Ferrari para concluir su poema, que tiene por asunto tan gran personaje, más que unas cuantas octavas llenas de vulgaridades misteriosas, como las que se le ocurren a cualquier burgués (como el Sr. Ferrari, por ejemplo), delante de un muerto cualquiera. «¡Lo que somos! La vida es un soplo, etc., etc.».

Pero al final, lo que se llama el final, dice:


Cuando la aurora con su luz teñía
los indecisos términos de Oriente, etc. etc.

No podía menos. El Sr. Ferrari no puede olvidar su observatorio meteorológico mucho tiempo.   -353-   Viene a ser el Sr. Ferrari el calendario americano de los poetas.

Así como el Sr. Velarde es el calendario agronómico.

Y ahora vienen las notas. Y después nada.

* * *

Pues bien; a este poema, que no tiene nada bueno y muy poco mediano; que es malo casi todo, pésimo a veces... a este poema han consagrado muchos críticos todo el estrépito de su bombo respectivo; y algunos han roto muchos parches en honor del Pedro Abelardo.

Un escritor, amigo mío y ordinariamente discreto, ha dicho que el autor de semejante maravilla, no es ya un poeta, sino El Poeta.

Sí; el Poeta que describió Horacio cuando dijo:


       ...; et fortasse capressum
scis simulare:

(Ni eso; el Sr. Ferrari no sabe pintar el ciprés siquiera).


       quid hoc, si frectis enatat expes
Navibus, œere dato qui pingitur?

  -354-  

El Sr. Ferrari podría decir a Horacio que ni Abelardo ni nadie le ha dado a él dinero para pintar lo que debiera, lo que había ofrecido.

Pero replicaría Horacio:


       Amphora cœpit
institui: currente rota ¿cur urceus exit?

Eso es; empezó Ferrari a pintar un ánfora, o sea las aventuras de Abelardo; currente rota, corriendo los ripios, ¿cur urceus exit?, ¿por qué salió un botijo?

¡Ay!, porque el Sr. Ferrari, como el Sr. Velarde, como otros varios, quieren imitar las ánforas de Núñez de Arce... ¡y no saben hacer más que pucheros!

* * *

Ya lo sé: ya sé que el articulito me salió, además de largo y pesado, un poco fuerte; pero de nada de eso tengo yo la culpa. Amigo mío, sunt lacrymæ rerum. La culpa de todo la tiene el Sr. Ferrari, es decir, su poema.

Pero ¿por qué ensañarse con una composición tan detestable?

No es por ella; no es por molestar al autor, que suele ser discreto y menos incorrecto; de buen grado   -355-   alabaría yo al Sr. Ferrari, persona muy simpática.

Entonces ¿a qué viene el artículo?

A combatir los excesos de la crítica, que ha dicho que el Pedro Abelardo ponía a su autor a la altura de Campoamor y de Núñez de Arce; a combatir a quien ha dicho que por lo que respecta a la forma, Ferrari no tenía necesidad de maestros, pues ya cincelaba como un Benvenutto Cellini.

¡Rayos y truenos!

(Vea V. como decía yo que daba gana de blasfemar este poema).

¡Oh, Fígaro! ¡Eterno Fígaro! ¡Tus Batuecas están donde siempre; no se han movido de su sitio!





 
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