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...Sermón perdido : (crítica y sátira)
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     ...Sermón perdido : (crítica y sátira)
     Alas, Leopoldo
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Titulo así este artículo porque en estas últimas semanas la nota predominante de la literatura ha sido la oratoria.

Al español le sucede lo que al pez, que muere por la boca. El sistema parlamentario podría llamarse aquí el sistema charlamentario. Hablamos más que catorce. Se quejaba cierto maestro de escuela a un académico, de la multitud de verbos defectivos e irregulares que tenemos: ¿en qué consiste eso? Pues es muy sencillo. Los verbos están gastados de tanto usarlos, como las piedras de los ríos cuando llegan al mar hechas arena. Es verdad: cada español emplea su idioma cinco veces por cada vez que lo usa un inglés, por ejemplo. Solamente en Constituciones se nos ha ido un dineral de palabras.

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Así es que nadie, o casi nadie, escribe libros; pero pronunciar discursos ya es otra cosa. En pocas semanas hemos tenido en Madrid:

Discursos de Pidal y Alarcón en la Academia Española.

Discurso de Campoamor en la sección de literatura del Ateneo.

Discurso de Menéndez Pelayo en la Academia de la Historia.

Discurso de Fray Ceferino en la Academia de Ciencias morales y políticas.

Discurso de González Serrano en la sección de Ciencias morales y políticas del Ateneo.

Discursos de Echegaray y Vicuña en la Academia de Ciencias naturales.

Y no cuento los discursos con que hemos recibido y dado de comer y despedido a los portugueses.

Por fortuna, muchos de los discursos citados fueron algo más que palabras que lleva el viento. Algunos son obras notables que quedarán en nuestra literatura.

No puedo contar en este número los de Pidal y Alarcón en la Academia de la Lengua.

Pidal fue nombrado académico por algunos méritos literarios y muchos méritos ultramontanos. Es de los hombres políticos que tienen lo que llaman los franceses la pose; necesita ser neo hasta   -197-   para comer y andar. Su principal ocupación es cultivar su jardín electoral, su distrito y los de algunos parientes y amigos; pero en los intervalos de tan provechosa faena, parece ser que se dedica a la mística. Es de esos obispos laicos que piensan algunas veces en la Iglesia, pero acaso nunca en Dios. Tiene diez u once hijos, buena renta, coche, palco para los estrenos, y un cura en verano que le lleva la ropa al baño. Así ya se puede ser místico. Por eso él se entusiasma con Fray Luis de Granada y le dedica su discurso; ya que en el conde de no sé cuántos -antecesor de Pidal- no halla materia imponible para el ditirambo. En efecto, Fray Luis de Granada fue una persona excelente, y todo lo que de él diga Pidal es poco: fue un varón eminentísimo por su piedad, por su doctrina, por su elocuencia de escritor cristiano, moral y místico. Pero eso no prueba, como quiere Pidal, que el siglo de ahora esté perdido y que estemos cayendo o hayamos caído ya en un abismo. ¡Pobre Fray Luis de Granada, qué papel le hace representar su pseudo-admirador Pidal!

El entusiasmo del ultramontano-alfonsino no conmueve, porque es falso de los pies a la cabeza. Todos aquellos elogios suenan a hueco. No basta con una colección de lugares comunes, con un estilo declamador y propio de libelo religioso, con una erudición de quinta mano, floja y facilísima,   -198-   para convencer al pío auditorio de la profundidad, fuerza y sinceridad de las opiniones y de los sentimientos. Ser religioso de veras es más difícil de lo que Pidal piensa; para ello se necesita, entre otros cosas, no pasar la vida repartiendo estanquillos a los electores y persiguiendo a los enemigos políticos. ¡Vaya un místico, que se le encuentra en todas las oficinas del Estado!

Duerme en paz, Fray Luis de Granada, y perdona al señor Pidal sus irreverencias, si no por lo bueno de la intención, por la pobreza de los recursos.

El discurso del Sr. Alarcón es un artículo de periódico escrito a vuela pluma, no sin pretensiones, pero sí sin resultados. El Sr. Alarcón, que es muy buen novelista, como sabio vale menos todavía que su apadrinado el señor Pidal. Cuando Alarcón escribe pintando, suele hacer maravillas; cuando escribe para instruir, sólo enseña... la oreja del neo intemperante e indocto. Es triste decirlo, pero sabe muy poco el señor Alarcón, y ni siquiera discurriendo por cuenta propia, se levanta dos dedos del suelo. Hasta sus hermosas novelas se resienten de tales defectos. Cuanto en ellas huele a filosofía, a intención moral, parece obra de un burgués de esos atrevidos, que partiendo del sentido común, llegan al absurdo en su forma de vulgaridad. Alarcón es de los que creen que la ciencia se pasa la   -199-   vida negando a Dios por gusto, y diciendo que el pensamiento es fósforo, o una secreción como la bilis (frase consagrada); sus sabios leen a Büchner y creen que no hay Dios, o que si lo hay, son ellos. Cuando Alarcón entró en la Academia, habló de las relaciones de la moral y el arte, y combatiendo una doctrina que se puede combatir muy bien, la hizo simpática y la rehabilitó: como los cacheteros que yerran el golpe y suelen levantar el toro moribundo.

Para contestar a Pidal, Alarcón ha creído oportuno hablar mal de todos los que no hablan bien de él: dirigir alusiones a los que llaman envidioso a quien lo es, y, por último, insultar al naturalismo, doctrina que no ha comprendido siquiera. Es lástima que un hombre de tanto21 mérito, eminente, sin duda, ponga en tal peligro su fama por vengar agravios que nadie le hizo, y por darse el placer, que para muchos es tan sabroso, de hablar de lo que no entiende. El Sr. Alarcón comenzó a figurar en una época en que hacían gracia los escritores ignorantes que suplían el saber con el ingenio. Entonces se fiaban demasiado de la inspiración, del soplo divino, de las adivinaciones del genio. Todo eso ya pasó. Ahora las novelas que no indican en el autor pensamiento profundo, reflexión grande, instrucción sólida, pueden valer mucho, pero es difícil que no sufran grandes censuras; en   -200-   cuanto a los trabajos de crítica, que sólo revelan desenfado, ligereza y genialidades, méritos que van siendo muy vulgares, ya no llaman la atención de los discretos. El discurso de Alarcón -lo ha dicho todo Madrid- es superficial, inoportuno, baladí. Está escrito con alguna gracia acaso, pero con menos que los artículos que publica a cientos Eduardo Palacio todas las semanas, sin entrar en ninguna academia. Hay en el estilo de Alarcón, cuando no trabaja en sus descripciones de novelista, esa fácil facilidad de que tanto se abusa y con que se lucen nuestros peor pagados gacetilleros.

En resumen; los discursos de Pidal y Alarcón son una derrota más de la literatura trasnochada. Una beata y una cocotte cogidas del brazo... vestidas con miriñaque.

* * *

Campoamor ha sido este año presidente de la sección de Literatura en el Ateneo. Presidía haciendo anotaciones marginales a los discursos de los socios. Hablaba cuando quería, interrogaba al disertante, como si presidiera un juicio oral y público. Y a pesar de esto, el auditorio le agradecía aquella especie de dictadura presidencial. El tema de la discusión era muy vago, se trataba de «los   -201-   ideales humanos según fueron determinados por los grandes genios» o una cosa por el estilo. Era un asunto que a muchos socios les sirvió para decir mil vulgaridades literarias y otras mil filosóficas. Campoamor hizo el resumen leyendo unos capítulos de un libro en prosa que va a publicar dentro de poco. La filosofía, dice él, si no lo resuelve todo, no resuelve nada. Y se propone que su librito en octavo, que costará cinco o seis pesetas, lo resuelva todo. Esto que en otro sería una locura, en Campoamor es una gracia. Libros de esta índole, que tienen soluciones para todos los problemas del Universo, ya sólo pueden publicarlos, sin que el mundo se ría, los grandes humoristas como Campoamor. Campoamor escribiendo un libro de filosofía sistemática que todo lo explica, es el colmo del escepticismo humorístico. Sin embargo, no se crea que todo es broma en las salidas filosóficas del poeta. Burla burlando, dice grandes verdades, sobre todo cuando critica a otros pensadores. Hay dos cosas muy serias en la filosofía de Campoamor: su espiritualismo, que su idiosincrasia de artista le presenta como una cosa evidente, y su desprecio de las vulgaridades del positivismo superficial que anda ya por los cafés y hasta por las tabernas. En los capítulos que leyó en el Ateneo, Campoamor ataca a los católicos que confunden la causa de la teología con la causa de la ontología, y ataca al   -202-   positivismo que niega toda metafísica sin pruebas suficientes. No puede alabarse bastante el ingenio que Campoamor prodiga en aquellas páginas escritas con la serena maestría del gran poeta, sincero y sencillo en las formas literarias. La prosa de Campoamor suele ser de las mejores prosas que aquí se escriben. No tiene fama como prosista, porque la tiene tan grande y tan merecida como poeta; y los españoles, naturalmente envidiosos, como dice muy bien Castelar, podrán elogiar a un hombre por alguno de sus méritos, por uno sólo, cuando la evidencia les obligue a ello, pero dos órdenes de talento no los reconocen en nadie.

* * *

Por esto se ha negado y se sigue negando a Marcelino Menéndez Pelayo sus cualidades de escritor elegante, de artista verdadero. Se le reconoce la erudición, se concede que es pasmosa; pero no se quiere transigir con el escándalo de que en este país, donde hay tantos personajes que ni son eruditos ni tienen imaginación, un solo muchacho, que ni siquiera viste bien, sea un sabio y al mismo tiempo un crítico profundo, que tiene de artista todo lo que el crítico necesita tener para saber lo que dice. Sin embargo de esta inoportuna aplicación   -203-   de la ley de la división del trabajo, ahora los más torcidos de intención han tenido que reconocer que Menéndez Pelayo sabe escribir muy bien, pensar por cuenta propia, sentir y discernir y pintar lo que siente, y expresar con claridad, precisión y fuerza lo que juzga, como cualquier maestro.

Todas estas cualidades, que muchos ya le reconocíamos, saltan a la vista en su reciente discurso de entrada en la Academia de la Historia. Escribe en él de la forma de la historia, trata de la historia como arte bella y demuestra dotes de crítico tan superiores, que para encontrar analogías a su trabajo hay que acordarse de los ensayos literarios de Macaulay o de los numerosos escritos de Taine.

Sostiene Pelayo que no existe entre la historia y la poesía la diferencia que encontraba Aristóteles, fundada en que la historia expresa lo particular y relativo y la poesía lo universal; no lo que es, sino lo que debe ser. Para defender su opinión hace Menéndez observaciones profundas y llega, por un movimiento dialéctico que yo creo absolutamente necesario, a decir ni más ni menos lo que sostiene el naturalismo en lo más fundamental de su dogma; el naturalismo literario, se entiende. Dice Menéndez Pelayo que la poesía tampoco puede consistir en la abstracción, en ese debe ser que nace de la inteligencia sin valor de realidad; las creaciones de este género no tienen valor propio e intrínseco, y   -204-   «estoy por decir- añade -que no son los caracteres así expresados ni estéticos siquiera, sino frías personificaciones morales». Los hijos del arte, según Pelayo, son hombres como los que vemos en el mundo, dotados de una cualidad predominante buena o mala, con la cual se combinan en distintas dosis otras cualidades secundarias, y por esta complejidad de elementos brillan y se identifican con los demás hijos de Adán. Estas afirmaciones colocan al ilustre profesor de la Central en la escuela literaria que se llama naturalista, aunque él no quiera, porque eso mismo es lo que sirve de base a las doctrinas literarias contra que protesta la estética anticuada, escolástica y sin amor real al arte, que no estudia en la experiencia. Esa combinación de las cualidades secundarias con la predominante es lo que da realidad a los caracteres que ha creado el naturalismo, tomándolos de la observación de lo real en la vida.

Aunque el discurso de Menéndez Pelayo no tuviera otro mérito que esa preciosa confesión (y tiene otros muchos) merecería alabanzas y plácemes.

Así como descuella el nuevo académico de la Historia entre los jóvenes católicos y los sabios amigos de lo pasado, en el bando contrario brilla como pocos el Sr. González Serrano, filósofo y crítico, y orador de grandes facultades. Fue González   -205-   Serrano discípulo predilecto de Salmerón y explicó muchas veces en su cátedra de Metafísica. Comenzó siendo krausista de los verdaderos, de los pocos que lo eran por esfuerzo real de la propia reflexión; pero su carácter independiente22, la fuerza y originalidad de sus pensamientos, le fueron dando poco a poco una especie de autonomía intelectual que le llevó a un prudente criticismo, el cual confieso que me enamora. Psicólogo ante todo, González Serrano procura más allegar datos para su ciencia, discernir las afirmaciones útiles de la opuesta doctrina, que encontrar soluciones precipitadas para las cuestiones graves y difíciles de la metafísica. Tenía su discurso resumen del Ateneo, por tema obligado: La Sociología, y con claridad admirable, precisión en la palabra y en los conceptos, expuso en forma improvisada, con estilo llano, su pensamiento acerca de esta ciencia que se presenta con grandes pretensiones y hasta ahora resultados no muy satisfactorios. Sin valerse de los argumentos siempre refutados de algún dogmatismo metafísico, sin manifestar preocupaciones contrarias al positivismo, examinó lo que esta doctrina pretende en punto a la ciencia de la sociedad, y dio pruebas de haber pensado con gran prudencia, novedad y profundidad tan difícil y compleja materia.

Se distinguió su discurso sobre todo por un concepto de los ideales muy original y razonado, y por   -206-   una crítica de la teoría fundamental de Spencer relativa a lo incognoscible, que era ni más ni menos, según González Serrano, no lo que es imposible que conozcamos, como pretende Spencer, sino lo que no es posible que imaginemos.

También es filósofo verdadero, en cuanto puede serlo quien tiene que partir de un dogmatismo autoritario, el muy venerable arzobispo de Sevilla23, Fray Ceferino González, que con motivo de su entrada en la Academia de Ciencias morales y políticas, leyó un discurso acerca de la situación actual de la filosofía. Otras veces ha sido más tolerante con las ideas heterodoxas el reverendo dominico. En este discurso están las ideas estereotipadas de la filosofía católica, pero no están sus naturales asperezas críticas modificadas por la suavidad filosófica que suele emplear Fray Ceferino.

De los discursos de los Sres. Echegaray y Vicuña en la Academia de Ciencias naturales, yo no hablo, porque está demasiado lejos de mi jurisdicción la materia de tales disertaciones, que según dicen los que lo entienden, son excelentes, sobre todo la de Echegaray, nuestro primer matemático, como reconocemos todos, y uno de los sabios naturalistas que más honran a España.

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Por este resumen de los discursos de la temporada, se ve que el tiempo empleado en oraciones no ha sido inútil. ¡Ojalá pudiera decirse esto muchas veces! En cambio, ¡cuánta palabra vacía ha sonado por esos banquetes, círculos, ateneos, congresos y demás sitios retumbantes!

La libertad de decir necedades es una de las que han echado en España grandes raíces.

Múdanse las horas, cambian los gobiernos, unas veces se prohíbe hablar de religión, otras de familias reales, a veces hasta de filosofía, pero nunca se ha cohibido el sagrado derecho de hablar por hablar, que es el que ejercitan sin cesar nuestros ilustres charlatanes, famosos o desconocidos.




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