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ArribaAbajoMe gustaba cantar

No sé por qué, pero le juro por lo más sagrado que no puedo cantar ya, qué va, ya ve, yo, que se me escurría la vida cantando, una cosa para cada situación, bien oportuna, que si una zarzuela, que si una canción vieja o un cuplé que yo mismo improvisada... Me levantaba cantando, disfrazando aposta la voz, gritando a lo burro para despertar a todos los rezagados y poner de mal humor a mi madre, por oírla, «Cállate, pelmazo, ¿No ves que tienen que descansar, que ayer se han acostado tarde?», y yo: Pues por eso mismo, entre risas y bufidos, y reclamos zalameros del desayuno, y ella me perseguía por el pasillo, yo chillaba en la puerta de todas las habitaciones, le tapaba la boca con besos, la despeinaba a manotazos mimosos, fingíamos pelea... Y, al poquito, todos, todos cantábamos juntos, una alocada alegría contagiosa, golpeábamos con la cuchara en la mesa, en los platos, chundachundatachunda, nos contestábamos unos a otros, torpe aleluya ocasional repentizada, tango va flamenco viene, cada cual a lo suyo, esa alegría sin bordes ni frontera, la de la tarea bien hecha, crecientes los frutos en la palma de la mano, Morucha, morucha divina, o Era Simón en el pueblo el único enterrador...

No, no se lo puede usted figurar, se lo aseguro. Por mucho que le hayan contado, le digo que no se lo puede usted figurar ni por asomo. Íbamos de cara a la vida, al porvenir entrevisto, al que soñábamos   —52→   a solas cada día, y en las sobremesas, y en las charlas con los amigos. Estaba ahí, al alcance de la mano. Y ya ve usted en qué vino a parar todo... Unos murieron, bueno, murieron, es un decir, ya me entiende, nunca en casa, en su cama, ni siquiera en el zaguán, sino vaya usted a saber dónde, en qué curva de qué camino, al amanecer, o a otra luz cualquiera, qué más tiene, ni en qué patio de qué cárcel improvisada... Y solos, que es lo que más duele, solos, de pronto todo el mundo de acuerdo en la licitud de esas muertes estúpidas... Porque uno debe morirse de su muerte, igual que uno ha hecho su vida, y no tienen por qué imponértela en nombre de cualquier arrebatada palabrería... Otros desaparecieron, estarán también muertos, a ver, no hay mal que cien años dure, y, si no se murieron, así, con certificado del forense y todo, estarán como muertos, por ahí, seguramente idiotas de puro susto, escondiendo su inacabable agonía... Y yo, pues ya me ve, no soy lo que se dice un cadáver, respiro, como, mal, muy mal, pero voy comiendo, y hasta voy alguna vez al teatro, y encuentro mi nombre en el casillero del correo y, si me aprieta usted, en la lista electoral, no me diga, también es regodeo, ¿no?, y entro en un cine de continua de esos baratitos, Maciste, Capitán apache, para qué más, y hasta me asomo al mar alguna vez que otra, pienso que allá lejos, en la otra ribera, quizá quede todavía alguna isla no dibujada, rincón de dicha y de sosiego, rodeada de viento y soledades... Pero, créame, estoy muerto, muerto y remuerto, es una pena que no me haga caso esa gran repajolera que todo el mundo teme tanto, pero le digo que la llamo, la llamo y nada... Estará escondida, agazapada, dispuesta a saltar sobre mí cuando yo tenga un instante de gozo, porque, agárrese, lo malo es que aún tengo una sutil, una invisible esperanza de unas horas buenas, dos, tres, cuatro todo lo más, dese cuenta si pido poco... Sí, sí, estoy muerto. Me la encontraré cualquier día,   —53→   sin aviso, me tiene bien amarrado y por eso no se apresura, ya me apuntó en sus listas hace más de treinta años, lo hizo al quitarme la risa, las ganas del canto, ya ve, me las arrancaron tan fuerte tan fuerte, que aún me está doliendo el tirón...

No, no, en eso se cuela usted de todas todas. Los años de encierro no me pesan. ¿Por qué me van a pesar? ¿Que no me escribía nadie? Bueno, después, al verlos, he comprendido que fue mucho mejor así. Hombre, quite usted allá. Supóngase. Me habrían mandado unas cartitas preciosas, animadoras... «Paciencia, hay muchas amnistías...». «Trabaja, que así lo acortarás...». Quizá me hubieran puesto una tarjeta por Navidades, con un motivo de la vida de Cristo, a ver, son días de fraternidad, de entendimiento, y en ella me habrían deseado Feliz Año Nuevo en varios idiomas... ¿Qué le parece? En el chiquero sobra tiempo para aprender algo con las novelas bilingües y cosas así... También habría estado dentro de lo posible que me hubiesen llevado alguna vez, especialmente al principio y los valientes, algo de tabaco, o cuatro pedazucos de embutido, o la inevitable libra de chocolate... Y ¿qué? Ahora habría tenido que estar dando las gracias, imprescriptibles gracias, y, quizá, para no sentar plaza de descastado o incivil, tener que seguir dándolas a horas fijas:Lunes, miércoles y viernes: de cinco a siete, gratitudes. Tendría que ir de cuando en cuando a sus tertulias, a recordar los malos ratos, repetirlos, desenterrarlos al crepitar de una acogedora lumbre, la radio alta, la radio que machaconea las cotizaciones de Bolsa, la cultura muy a distancia, felicidades que nos rodean y que, no tendré que declamárselo, a mí maldito lo que me dicen... Habrían tenido ellos que descuidar la película de la tele para escucharme durante mi visita, o desentenderse del partido redentor, el gran sostén de nuestro prestigio en el mundo, y escuchar, halagados, una vez más, cuán hondo es mi reconocimiento... «Te estoy en deuda   —54→   por aquellos pantalones que me mandaste al campo la primavera del cincuenta y tantos, me estaban un poco cantinflas, pero no tenía importancia, me daba mucho postín diciendo dónde los habías gastado tú»... ¿Sabe?, allí dentro eso daba cartel a más no poder, si viera qué chistecitos a su costa... «Me sentaba tan rebién que me llamaban don burgués...». En fin, qué cosas, ¿no verdad, usted? Y seguro seguro que el tal amigo ni se enteraría de mi fervor gratulatorio, porque la selección nacional, el alirón o la quiniela le tendrían en ese momento sorbida la mollera... No, puede usted estar convencido de que no me pesan esos años, créame, a ver, gritan tanto por aquí al lado, que los echo de menos casi. Me han quedado algunos resabios, hombre, a quién no... Por ejemplo, muchas mañanas, el melón ese fachendoso del quinto, al irse, golpea la puerta del ascensor como un terremoto, talmente un cataclismo, y yo me creo que es otra cosa. Y me siguen molestando, ¡y cómo!, los petardos infantiles, ésos que estallan al atardecer, pim, pam, pim, por puro placer de asustar, de que no se nos olvide, esos niñatos son unos mandados. Sí, sí, ya lo sé, todo lo que usted quiera, pero aún se me pone carne de gallina, ¡y me entra un sudor!...

Lo que sí siento de veras es lo que han hecho esos años por arrinconarme. No hay manera de entenderse con nadie, a ver, usted me contará, la de vueltas que ha dado todo esto... El corazón me golpeaba, me dolía, eso es, le juro que me dolía, cuando salí, papeleo, buenos consejos, me metí en el tren, y cuando comencé a reconocer los nombres de las estaciones... Eran otra música aquella mañana, los nombres. Reinosa, Aguilar, Frómista, Palencia... Cuatro horas todavía... Valladolid... Empecé a sentir miedo de la gente que subía y bajaba. Me miraban de una manera esquinadilla, y todos clavaban los ojos en el macuto. Yo le echaba la culpa a mi cabeza monda y lironda, a mis botazas malolientes   —55→   y un sí es no es cuarteleras. Recuerdo que en Medina del Campo subió una chiquilla morenucha, de unos dos o tres años, bueno, yo qué sé, tantos años sin fijarme en un niño así, tan de cerca... Me curioseaba mucho aquella cosa menuda que iba y venía entre los asientos, media lengua, risas... Ya estaba yo a punto de volver a reír otra vez, y hasta de cantar, al verla brezar a su muñeca, una pelechona de trapos que traía... Se acercó a enseñármela, toda ufana, y su madre, entonces, de un empujón, la alejó de mí, a la vez que me miraba amenazadora. Le aseguro que ya he tenido muy buen cuidado de no reír, no cantar, no de todo en lo sucesivo, tanto me penetró el hielo de aquella mirada. Me pregunté si no se me notaría en la cara todo, los años duros, el proceso, las acusaciones en serie y sin documentar, la atroz falsía entusiasta, las imaginarias de castigo, quizá se me percibían los ratos de desesperación y de afrenta, sí, eso, un sarpullido en la frente, ha acertado usted. Era una chiquilla bonita, la primera cosa pequeña, vivaracha y alegre que yo veía a mi lado en muchos años, fue entre Medina del Campo y Ávila, qué se me va a olvidar, si se me saltaron unos lagrimones como los tachos del rancho... Perdóneme, sólo quiero decir que eran muy grandes, los lagrimones, muy grandes y muy salados, muy salados, ¿sabe?... Ni siquiera me atrevía a recordar, tantas veces como lo había hecho antes, regaladamente, que en Ávila, yo, una vez, cosas de rapaces... Enamorado, jovencillo, ¡cómo se atropella por todo!... En fin, ya se lo imagina, eso, cosas de jóvenes, un hotelito modesto, una noche muy fría, unos brazos calientes, ¡bah!, ya le digo que bobadas de mozuelo, entonces tan importantes... Pues ni me acordé al pasar por allí, lo que son las cosas, después me dio vergüenza, ya ve, si aún la tengo presente, muy presente, esa noche, no hay madrugada arriba que, solo en la cama, no oiga su clamor, me lanzaría a lo oscuro sin vacilar, oigo   —56→   que me llama, que me hiere aún, por encima del tiempo y de la pena, esa aguda nostalgia clandestina... Que no me acordé, no, qué le parece...

Pues llegué, sí, tenga usted un poco de paciencia, no me corte el resuello. Iba a mi casa, la casa donde había nacido, ya sabe, en mi tiempo nacían los chicos en casa, jaleo de vecinas, comadronas, los hombres arrinconados y bebiendo en alguna habitación, en la portería, o en la taberna de la esquina, apostando los tintos a chico o chica... Iba a mi casa, eso es, donde había muerto mi madre cuando fui movilizado, enero del 37, cómo nevaba... La casa donde un pepinazo se llevó a mi padre, junio del 38, y, de paso, a Linda, la perra, y a Currito, el canario que trinaba enloquecido al sol mañanero y admiraba a todos los vecinos con su gorjeo delirante, los vecinos que, ya ve, nos tenían por buena gente, teníamos fama de saber echar una mano sin griterío cuantas veces Dios quería... La portera era nueva, muy redicha ella y con cara de viernes, y se empeñó en decirme una y otra vez, menudo disco, que ella sabía muy bien de dónde venía yo, que a ella no se la daba ningún piernas, por mucho pico que se gastara, y que, la verdad, la casa, aquella casa, era casa de gente muy bien, sin tacha... Allí no se podía decir nada de nadie, estaría bueno. Y mi casa, pues que ya no era mi casa, qué iba a ser, cómo podía pensarse semejante insensatez, mi casa era de otras personas muy dignas, unas gentes estupendas, que, eso sí, habían cuidado muy bien de todo, por algo lo habían pagado cuando echaron a todos los que quedaron por aquello de las responsabilidades y tal, y, a ver, usted me entiende, ¿no?... Total, que las reclamaciones al maestro armero, y a agachar las orejas y a la calle, que ahora es tarde. En fin, que yo estaba de sobra. Estas gentecillas de tres al cuarto, ¿eh?... ¿No le llama a usted la atención que sean peores que el endiosadote que se saca la ley de la manga? Con poner al tonto un taburete, que se   —57→   suba... Y a mandar más que el Rey. Claro que me marché. ¿Qué iba a hacer, me quiere explicar? No lo sentí mucho, la verdad, todo era diferente, y no me había hecho yo muchas ilusiones. Las tiendas eran otras, no quedaba ni rastro de unos días que ya no sé poner en claro si fueron o no, si son memoria o presentimiento. Todo debió andar manga por hombro, y a río revuelto... Al salir del portal me crucé con la vieja, viejísima Inés, una cocinera de no me acordaba yo qué gente, una viuda de un general o cosa así, que tenía la casa llena de santos, desde luego gente ricachona... Al reconocerme, por poco se muere del soponcio, de los sollozos que se le atragantaban, de tanto como me quería contar, a borbotones, una infinita zozobra que debía tener amordazada y entonces reventó. Mucho hipo, mucho Hijo, cómo has cambiado, y nervios. Si no lo veo no lo creo... Más vale que fuese así y me ahorrase los detalles la porterona, que intervino para echarme y decir que era un abuso excitar así a una pobre anciana... Dijo «anciana», ya ve qué finolis. Le temblaba el bigote cuando me amenazaba con llamar al ceronoventayuno si no me largaba con viento fresco y aprisita. «Sinvergüenza, no haber escarmentado. Deberían volverles a poner en chirona. Tengo yo un paisano en la Comi que como me lo eche a la cara me va a oír. A quién se le ocurre soltar estas fieras...». Bueno, bueno, que ella me tenía tañado en cuanto me echó los ojos encima, menudo pesquis se gastaba ella... Dígame, ¿qué habría hecho usted? ¿Es que se puede contestar a eso? ¿Cómo puede pervivir tan desmesurada burricie? Al llegar a la esquina, noté que lloviznaba, me senté en un portal, enfrente... Casi me quedé dormido, mirando y mirando a mis viejos balcones. ¿Sabe usted? Desde aquellos balcones yo veía la verbena del barrio, cuando chavalillo, que no nos dejaban dormir, desde aquellos balcones me vigilaban cuando me subía al tranvía, solito, al empezar   —58→   a ir al Instituto, me tendían allí a tomar el sol en la pierna, que la tuve hecha una lástima con no sé qué porquería sanguinolenta... Ya ve, desde allí, yo he tirado claveles y pétalos de rosa al paso de la Custodia, los días de Corpus. Quizá por eso he estado tantos años a la sombra, usted me contará.

Yo no sé nada de nada, no valgo para nada, no se me ocurre nada. Me cortaron al ras todo intento de arrogancia o de empuje, vaya si supieron hacerlo. Yo era joyero, ¿sabe?, y trabajaba mucho. Pero las clientas han desaparecido, era una parroquia más bien de medio pasar, viudas pensionistas, señoronas de la monarquía, quizá las nuevas damas importantes de la República. Total: viento, viento, mucho viento. Peor que las galernas que oíamos desde el hotel, cuando los centinelas, calados y ateridos, blasfemaban que era un gusto, y las olas se oían casi debajo del catre. Bueno, le estaba diciendo que yo era joyero. No se puede usted figurar lo que vestía aquello, yo tenía 28, 29 años, y se me daba como las propias rosas el engarzar las perlas en el oro limpito, batir el metal para hacer un aderezo, arreglar las piezas de familia. Casi casi me medio sonrío, percátese, yo tenía renombre en el barrio por eso. Yo creo que muchas chicas pensaban que yo debía ganar en oro, en oro de verdad, en diamantes, y se extrañaban de que no tuviera auto, trajes, querida, perros lujosos, y no la pobre Linda, una podenquejuela cruzada, o un chalé en Cercedilla, les pasmaba que no me fuera a París a disfrutar la Noche Vieja... Tuve fama de honrado, claro, manipular y manipular con el oro y ser así... Honrado, entre nosotros, quiere decir imbécil, imbécil del todo. Ser honrado está mal visto. En eso no hemos cambiado apenas en estos largos años, ea, genio y figura... Ande, para que vea, ahí tiene usted otro refrán, tan rotundo que no está mal decirlo en posición de ¡firmes! Quizá ahora yo lo   —59→   note más, debe ser que, con tantos años de encierro, y de encierro por malo, acabé por hacerme a la idea de que, afuera, todo era bueno, bueno. Sí, sí, cómo no, morena... Sí, le digo y le repito que está pero que muy mal visto ser honrado. Hay que pasar por vivo, poner la familia en escaparate, venga pieles, trapos, joyas, pirotecnia, aunque luego rebuzne, y saber darse importancia, mucha importancia. Y engañar al amigo y al enemigo. Cómo voy a hablar yo de nada, si al toparme con algún viejo camarada, de los que andan por ahí muy empinadillos ellos, alguno que, por ejercer la caridad, me lleva en su coche un ratito, hasta Las Rozas o hasta Aranjuez, o a donde no me conozca nadie, y se cree el muy hijo de su madre que no me doy cuenta, me dice de buenas a primeras: «Cuando yo estuve la última vez en Roma...». «Una vez en Soho, yo...». «Ah, yo, la sensación increíble de Venecia...». Oiga, habla con mayúsculas. Y yo, como no he estado en esos sitios... Estos años, ellos se han aprovechado bien, vamos que si se han aprovechado, y yo, en fin, ya se lo vengo contando, no me haga repetírselo... A veces, ¿sabe?, a veces me rezuma una tristeza, una pesadumbre, un asco... Un infierno de amargores. Roma, Londres, Venecia... Ni siquiera en... Bueno, si no había malas noticias de la calle, y si se tenía algún enchufillo con los vampiros, que hay algunos buenos, créame, no todos son tan fieros como los pintan, nos dejaban ir, en escrupuloso turno, con la camioneta que salía a buscar el suministro, o a llevar a algún casi fiambre al hospital, que ya se sabía que no volvería más... Que espichaba, hombre, que espichaba, también con usted. Pues en esos casos... Era un ratito de nada, por la mañana, una ilusoria brisa, suave, palabra de consuelo apenas pronunciada, de ésas que acarician la memoria desde antes de decirse. Ya adivina usted dónde se largaba la gente, si es que tenían algunas perras, a ver, a pesar del encierro   —60→   y la quietud y la avitaminosis y todas esas garambainas, el cuerpo sigue pidiendo lo que es del cuerpo, si estaremos mal hechos, dígame... También comprábamos periódicos y revistas, al final ya nos las regalaba el hombre del quiosco, y postales. Postales para mirarlas a escondidas, y soñar, que cuesta poco. No, no tengo nada de qué hablar, ya se lo vengo repitiendo. Así que chitón y a esperar.

¿Que si no he encontrado nadie de antes? No, de mi familia, nadie. Está tan dispersa la que queda, tan rota... No nos reconoceríamos y, además, quizá al encontrarnos nos vencerían los prejuicios, somos así de bestias, que sí, hombre, que sí, y no sabríamos disculpar lo que haya podido acaecer, que, desde luego, habrá sido mucho y poco bueno, figúrese. Y para qué insistir en contarle a usted mi pésima estrella. Hombre, ¿sabe que a ver si se remediaba algo me compré un librejo de astrología? Me parecía que estaría... que estaría... vamos, vamos, protegido. Mire, lo llevo aquí, déjeme, está muy sobado y no va a encontrar usted nada. A ver, yo soy Acuario y aquí dice... dice... ¿Qué es hoy? ¿Uno de febrero? A ver, no me quite la luz. Dice: Ojito con la gente de Leo y con la de Escorpión. ¡Qué casualidad! Hoy será para mí un día feliz con todo el mundo. No volverá a producirse esa coyuntura hasta dentro de 150 años. Hay una página con ciertas advertencias de cautela, pero después de esto será mejor que no la leamos siquiera. Es un buen día. Aunque... Un día que me predijo también algo pasable o aún mejor, me atreví a buscar a doña Julia, la hermana del párroco de nuestro barrio, que nos quería mucho, yo me había enterado que vivía con una sobrina en la Dehesa de la Villa... Anda, que no tuve que andar ni nada para llegar hasta allí, todo trabucado, todo atestado de casas enormes, de autobuses, de humo, de barullo... Todo ese pitote me marea, me produce un zumbido de oídos atroz, me he hecho a las largas horas calladas, ¿me comprende?   —61→   Allí dentro, sucio redil y todo, se trasoía el quejido de la tarde rayada de vencejos, el tumultuoso vocerío de un suspiro entrecortado, ¿se percata?... Le decía que yo iba contentísimo en busca de la vieja doña Julia, no habría allí porteras con paisanos de uniforme y pistola, yo sabía que me reconocería, que podríamos charlar, estaba seguro de que recordaría enseguidita mi manía de cantar a todas horas, ella me escuchaba muchas veces detrás de la ventana entreabierta, y me decía bobadas, me gastaba bromas con las letras, tenía que traducirle aquello de Decime, percanta, por qué te amuraste... y sospechaba que eran contraseñas para las chicas de la vecindad... Y, ya ve usted, cuando llegué a aquella casa, un barrio popular, de los míos, ropas al sol, música en alta voz, niños tirando tierra al alto, doña Julia estaba sentada en la puerta, junto a un farol, en una sillita baja, al sol de la tarde inverniza, tan quieta, dorada, rebosante... Doña Julia está ciega, sorda, babosa, sí, eso, una cosa cerebral, no, no le ponga nombre, para qué, caramba con el librito, ¡si llega a equivocarse! Me volví andando despacito, me dolía la tarde desangrándose, y canturreé para mis adentros algo de entonces, Las pruebas de la infamia las traigo en la maleta, canturreé, sí, por si, Dios por medio, se le acerca mi voz por algún atajo que yo no conozco. Tiene que existir, dígame que sí, que existe, el atajo. Ahora déjeme, por favor, ahueque, me escuecen mucho los ojos, ¿sabe?, es el humo, la polución esa de mierda, quizá ahora me doy cuenta de que no sé qué voy a hacer mañana...



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ArribaAbajoLa ramitas

Sí, ya ve usted, me llaman de muchas maneras, sobre todo la Ramitas, Niña Ramitas arriba, Niña Ramitas abajo, es lo que tiene esta gente de mi tierra, siempre pendiente de los demás, y nunca atinando en lo que dicen, purititos disparates. Cuidado que se han atizado hambres, y fríos, y enfermedades de órdago, y revoluciones, y, nada, siempre van a caer sobre el vecino, afilándose las uñas, dispuestos a no disculpar, a no entender. Buenos, buenos son ellos. Bestias, le digo que lo son un rato largo. Cuando se dan, como se dan, esos tipejos incapaces de rumiar el olvido, la ausencia... Le aseguro que nada marcha en esos casos, qué va a marchar. Aquí me tiene usted, para qué ir por ahí fuera a buscar otro ejemplo, no voy a caer en lo que estoy censurando, no. Yo, yo misma le puedo servir: sola, completamente sola, ya sin una lágrima siquiera, consumida, agobiada, aburrida de continuo, y, sin embargo, reincidiendo cada lunes y cada martes, bueno, esto es un decir, la verdad es que no se me va de la cabeza, qué se me va a ir, constantemente ahogándome en la misma manía, allí, donde una acacia vulgarota se obstina, feliz ella, en florecer todos los mayos...

Pues, sí, ya ve usted, ahora que estoy hecha más bien un vejestorio que otra cosa, y ahora que parece que por fas o por nefas se ponen otra vez las cosas de mal cariz, se lo voy a contar. Lo voy   —63→   a contar por vez primera. No, no lo he comentado nunca, y ha sido, créame, por no malgastar el recuerdo, el asombro, fue tan repentino todo... Además, ¿qué le importaba a nadie? Usted no me conoce de nada, no trabaja donde yo, no me va a ver nunca medio lela, súbitamente lejana, caída la cabeza sobre la máquina de escribir, allí, en la oficina... ¡Me pasa tantas veces...! Por eso, porque estamos muy apartados, le puedo hablar de lo más escondido y doloroso que tengo. En mi oficina... El jefe, un bonachón que hace quinielas, es del Atlético y es feliz dejando a la mujer que se largue con quien quiera los fines de semana, mientras él va al cementerio, a poner unas florecillas en la tumba de una cuñada, que no le quiero contar las juerguecitas que se zampan en el negociado con las florecitas... La cuñada, sí, la planchó un autobús de esos grandotes, un oruga, en el cruce de... Bueno, qué más da. Por lo menos, vino en los periódicos, percátese, es muy duro eso de no volver a casa... Y si encima le tenía ley... Sé que regresa del cementerio andando, arrastrando los pies, dejando que anochezca gota a gota, oyendo su transistor bajito, tararea a trompicones las tonadas de Camilo Sesto, de Serrat, de Massiel, lo que salga, todo lo sigue silbandillo, luego se mete en el cine de su barrio, un local pequeño, suciote, de continua, le gustan las películas de Alfredo Landa, y las del Oeste, se va a la cama sin cenar, sin preguntar siquiera si ha vuelto la mujer... Si yo le contara esas triquiñuelas de mi jefe, pobrecillo... Es la única persona que no se pasma de que yo me quede, de pronto, embebida, sonriente, con sol o con lluvia, qué más tiene... Y él me sonríe también, silenciosamente. Y no me ha preguntado nunca nada. Por eso, al contárselo a usted, mi único temor es que él se entere, que usted se vaya de la lengua y... Porque ahora todo es perfecto. Pero si lo supiera... No quiero lástimas concretas, pésames, gestos amables y caritativos. Sería echarlo todo a   —64→   perder, vestir de luto esa complicidad cariñosa, que se convertiría, no lo dude, en una punzada amarga, bien dirigida al más seguro daño... No pierda de vista que es el único humano con quien hablo, siquiera sea unos formularios saludos. Es más valiosa su comprensión difusa, estoy segura. Y yo ya no podría agradecerle tan de veras su mudez, su simulada despreocupación...

Se lo voy a contar, sí, hombre, sí, veo que está usted intrigadillo. Y no es para tanto. Lo más seguro es que haya muchas historias como la mía, o parecidas. Usted supóngase, tan rápido todo, tan anodino. Un matrimonio joven, quizá empezábamos a impacientarnos un poquillo, a ver, los hijos no llegaban... Y hacía cuatro años que nos habíamos casado, le juro que me daba reparo estar en un círculo de amigas, todas tenían niños chicos y discutían, con una seriedad que tenía sus ribetes de ridícula, sobre el peso, las marcas de la leche, los chupetes, los bragueros, los jerseys, los primeros dientes... Una lluvia de felicidades. Y yo allí, seca, como manantial agostado en el verano, pisoteado polvo, una desazón que escocía en los ojos y en el corazón, torcedor de una nostalgia no cumplida, la de padrear, aviejar y ennietecerse... Sufrí mucho por eso, ya ve usted, y luego fue mi mayor consuelo, no haber tenido el hijo anhelado, que, no vea, médicos, santos milagreros, curanderos, bebidas portentosas, echadoras de cartas... Y nada. No hubo chico, y menos mal, ya lo creo... Todo vino aquella tarde de abril, abril del treinta y ocho. Habíamos comido lo poco que había, ¿sabe?, aquellas judías náufragas en aguachirle, complicadas además con otras cosas, que le habían echado de su trabajo por aquello de la política... No me diga, eso de las razones políticas, ¿no le parece bastante divertido, y eso que todavía hoy se chillotea por tres cuartos de lo mismo, y, ande, que no ha llovido ni nada que digamos, ni...? Es que no tenemos remedio, cómo   —65→   se lo contaré. Malos, malos, que somos malos y ya está. Sí, sí, ya vuelvo a mi camino. Hacía una tarde tranquila, desparramada, andábamos Recoletos adelante, hacia Colón, ya se da usted cuenta. Íbamos despacito, charlando, pasaba muy poca gente, y ésa aprisita y preocupada, entristecida, algún coche con soldados, un hálito de primavera en el aire, un aliento que hacía estornudar, sonreír bobamente, alzar la cabeza y buscar por el cielo impasible algo, algo, no sé, algo... ¡Anda, pues sí que es raro! ¿Usted no ha buscado nunca nada en el cielo? Pues yo, ahí tiene usted lo que son las cosas, lo he hecho hasta en la pared, en cualquier punto donde pueda apoyarse la mirada... Yo creo que es solamente la necesidad de ese algo, de no sentirnos tan solos lo que... Bueno, déjeme usted hablar. Ya que me he decidido... No, no se preocupe, ya no me entran llantinas, para qué. Pues sí que les he sacado mucho de provecho. Le decía que íbamos ya por donde está el monumento a Pepita Jiménez, bueno, eso, a Valera, también usted, qué más dará. Quizá Quique se puso, como siempre, algo pelmazo, insistía, insistía una y otra vez, venga y dale, en lo que se sabía él, todos se lo echaban en cara, yo misma se lo advertí varias veces: «Quique, siempre sales con lo mismo. Parece que no supieras otra cosa. Que si ya no se puede rehacer el bosque boreal, de lo estropeado que está el suelo. Que si los gobiernos no dan una en el clavo, éste hace los puentes muy pequeños, el otro no cesa de fabricar planes de estudios...». Pues con Juan Valera le pasaba igual: «Esa bobalicona de Pepita Jiménez, que tras muchos jipíos y muchos lagrimeos, se echa polvos de arroz y tan campante, tan rebonita... Venga, hombre, venga ya. Eso es una guarrería, y no se lo cree ni ella. Eso de los polvos sobre el lloriqueo es una guarrería, hombre que si lo es, a ver, Valera, diplomático él, finolis él, muy hombre de mundo él... Ese buen señor no sabía lo que se pescaba.   —66→   Pepita Jiménez es un ladrillo». Tantas veces me lo dijo que... En fin, eran las cuatro de la tarde, y ese pálpito tibio... Quién lo iba a pensar. Tan súbitas las explosiones, tiraron a barullo, celebraban así el enemigo catorce de abril, empápese, la patria tiene sus exigencias. También es chocante, hombre, que las conmemoraciones patrias tengan que ir siempre escoltadas de cadáveres, ¿no verdad, usted? Cuanto más históricas, más muertos, está visto. En fin, esta vez, ni siquiera oímos el silbido, allí, en medio de la acera, a unos metros de nosotros. Debió ser un casco de metralla, en la cabeza. Un charco rojo y sucio, una rama quebrantada a los pies, un par de milicianos tapando el cuerpo con una manta y apartándome de allí, blandamente, amorosamente, sin decir una palabra, también asustados ellos, lo hacían con el aire curtido de recoger frutos maduros y caídos, una costumbre familiar, inaplazable y reiterada...

Ahora, ya puede usted ir rellenando el calendario desde entonces como le dé la realísima gana. Todo me sale por una friolera. Yo no sé más que una sola cosa: allí, en el muñón de la rama rota, a los pocos días, había unas hojitas nuevas. Tímidas, debiluchas, de un verde aprendiz. Parecían estremecerse boquiabiertas al llegar yo, por vez primera, mediado mayo, que hasta ese día no me atreví a cruzar la calle. Me quedaba en la esquina de Génova, o en la de Jorge Juan, seguía por la acera de las casas de Recoletos, pero no me entregaba a aquel remolino de viento negro que me sorbía, me sorbía, arrastrándome hacia el sitio concreto... Ya ve usted, y luego he pisado ese sitio, justito donde estuvo su espalda apoyada en el postrer reposo, su sangre calurosa tan vertida, su voz enmudecida, pisoteada. Me he parado, fingiendo un súbito descanso, sobre la silueta de su cuerpo, que nadie veía, y, allí, tiesa, he contado, por ocupar en algo el pensamiento y la congoja, los coches que pasaban, primero todos,   —67→   hasta perderme en la cuenta; luego, los de determinado color, y me volvía a perder en la cuenta, y después los de una marca, y los que llevaban gente, y los que pasaban medio vacíos... Esperaba que algo o alguien se levantara del suelo, llevándome consigo, terminar, comentario inocente, un paseo comenzado, unos pasos que se quedaron en flecha desmochada. Era como estar con él en la cama, créame, sentir su calor, su peso, su respirar entrecortado, la zozobra de las caricias sorprendidas cuando novios... Allí, dese cuenta, con tanta gente... Es para reírse, ¿no le parece? Yo creo que nadie nadie ha barruntado ni pío de esta chochera, nadie, excepto la ramita nueva, cómo la he vigilado hora tras hora, ya está muy grandota, la han podado varias veces, pero sigue, cuando quiera vamos juntos y yo se la enseño, ya verá cómo la menea el aire cuando llego y la noche comienza a levantarse...

¿Sabía usted que me llaman en la oficina la Ramitas? Ah, sí, ya se lo he dicho hace una pizca. Si serán tontos. Claro, sí, ha acertado usted, es por eso. Yo estoy pendiente de esa rama... Bueno, de ésa, no, que ya no la alcanzo... Ella ha crecido, se ha hecho fortachona, y yo, en cambio, voy para abajo, mi espalda se inclina, pronto, si Dios no lo para, estaré petudona a base de bien... No me importa un pito. En absoluto, hombre, a ver, usted me dirá. En el fondo, el ir inclinándonos no es más que la llamada de la tierra, de la última postura. Eso todo el mundo lo repite, y cuando el río suena... Sí, le decía que he cuidado de esa rama a diario, con el mimo derramado sobre el hijo que no tuve. He dado enormes rodeos para pasar por allí, me he acercado al árbol de día y de noche, en cuanto se oían de manera diferente los gritos de los niños, febrero arriba, o en cuanto aparecían los primeros grupos de excursionistas domingueros en la calle, Asturias, patria querida a todo chillar; me he dejado caer por allí, como quien no quiere la cosa,   —68→   las mañanas de escarcha o de niebla... He escuchado miles de días el parte meteorológico temblando por un hielo tardío. Y he devorado las informaciones y las quejas de todo el mundo, en Ya, en ABC, en las revistas esas de los grandes y los tontilanes, las quejas, digo, por las talas estúpidas que el Ayuntamiento ha perpetrado. He coleccionado los folletos de la República sobre la Fiesta del Árbol, con poemas, fotos, explicaciones sobre la erosión y las plagas, la humedad, los injertos. He comprado en la Cuesta de Moyano muchos, muchísimos librejos sobre plantas, jardines, clasificaciones vegetales... Año tras año, la acacia verdecía, cavaba su hueco entre el ruido y el humo, parecía aguardar mi visita... He apretado a correr, Génova adentro, más de una vez, cuando he visto que la yema estaba allí, crecía, se iba abriendo, boba de mí, figúrese, quién iba a creer que una tarde como aquella pudiera repetirse...

Ahora se explica usted lo de la Ramitas, la Niña Ramitas, venga y dale con la Ramitas. Yo iba llevando, poco a poco y mientras podía, ramitas nuevas a la oficina, nadie podía sospechar por qué. Las grandes secretarias tienen flores caras, lujosonas, de ésas que vienen engañosas con alambre y papel celofán, y lazos vistosos, descomunales mentiras... Yo llevaba algo muy diferente. Sobre mi mesa yo colocaba algo muy modesto, pobretón, sin brillo ni apellidos, incluso alguna vez no estaba sola la hoja, sino que llevaba unas diminutas lanzas, que herían, vaya si herían... Nadie adivinaba detrás de las dichosas hojuelas el ansia de vivir, de perpetuar aquella tarde lenta, de rosa y de perfume, una esperanza desenvuelta por la brisa. La sigo teniendo, esa esperanza. No, no puedo odiar a nadie. Qué iba a adelantar con eso. Tiraron allí a ciegas, allí y sobre toda la ciudad, pasaría algo peor en otra esquina, en otro patio, vaya usted a saber dónde... No podían entrever que yo andaba por allí... ¿Por qué   —69→   les voy a odiar? ¿Ellos sí...? Sí, es verdad, algo se nota cuando se leen los periódicos, pero no me lo acabo de creer. Son palabras repetidas, desvaríos... Para ellos, esas palabras son como las hojitas nuevas para mí, un emblema, ilusión polvorienta, algo que, sí, es, pero que no es. Y si no les pasa eso, si no han logrado olvidar hasta el olvido mismo, es que son un atajo de... Bueno, de eso, déjelos. Con su pan se lo coman. Yo también he demostrado mi tontera más de una vez. Vaya, de muestra sobra con un botón. No se ría, pero yo le escribí al alcalde una larga carta, que no contestó. Ha habido gentes que han pedido retiros, sueldos, rehabilitaciones, jubilación, vivienda... Yo le escribí al alcalde cuando estaban haciendo la estación de Recoletos. El tren del Tubo de la Risa, ¿se acuerda? ¿Que por qué le escribí? Para pedirle por mi árbol. Habían puesto una tapia allí, para hacer la boca de una entrada nueva al subterráneo. Y encarcelaron el arbolito mío, que es mío y muy mío, dentro de la cerca. Pasé dos años largos temiendo por su vida, emocionándome al pasar, respirando con él la tufarrina del alquitrán de la hoguera... Aún recuerdo la cara de bobo que puso el tío de la obra cuando le pedí, un día, una ramita de aquellas, tan cobardes, y, al dármela, la besé... Se atornilló la frente con el dedo, lo sé, lo vi sin volverme, pero...

Ahora, ya salvado el árbol, sigue creciendo. A veces, subo despacito la escalera de la entrada nueva, la que lleva a la estación, entran y salen gentes de domingo, me rezago a la espera de que no quede nadie en la subida y, entonces, el árbol se me recorta allí fuera, bien colocado, enhiesto, pomposo y escuchándome, ha pasado el tiempo, sí, pero, mire, estoy segura, ya se está acabando febrero, ya hay tardes íntimas, acogedoras, el viento se pone pejiguera con las sienes, con la garganta, y, pronto, muy pronto, volverán a estallar los botones. Solamente la silueta, la sombra del suelo ya no está allí. Al   —70→   hacer el acceso nuevo se la llevaron, ya ve, ni siquiera eso me han dejado, tan poquito que yo les molestaba, ¿no verdad? Pues, sí, se la han llevado, seguramente en un camión con escombros, y, ahora, usted me dirá, qué voy a hacer yo, dónde iré a buscarla, cómo, cuándo, con quién... Ande, deme usted fuego, por favor, el humo ayuda, tapa, disimula... Quique siempre decía eso, o algo parecido. Gracias, muchas gracias. Es usted muy amable. Sí, es duro, ya se lo dije antes, eso de no volver a casa...



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ArribaAbajoUn solo deseo

Sólo deseo jubilarme. Es cosa que la gente no atina a entender, no sé si por amor al trabajo o por figurar, porque la vean entrar todos los días lo más terne posible en el mismo sitio, una oficina, un comercio, en fin, ya sabe usted, el lugar donde va para no aburrirse del todo y plantificarse un carguito en la tarjeta de visita. La gente piensa, es un decir, que gano un buen sueldazo sin dar golpe, a ver, es lo que se lleva ahora, y, bueno, para qué le voy a decir más. Río de cuando en cuando o, si usted quiere, siempre que puedo, y cultivo la broma, dicen que tengo buen humor, en cuanto entro en un sitio están esperando mis salidas, y, en fin, que así va todo. Me llevan el apunte a base de bien, ya lo creo, no pierden ripio. Que si hago tal o cual viaje, que si me compro tal o cual cosa, que si hago esto o lo otro o si voy o dejo de ir a tal y tal y tal... Puñeterías y armas al hombro. Sin embargo, nadie quiere ver el cansancio, la desgana, la incapacidad para fundar una vida diferente. Me he anegado en una ilusión vana que he alimentado durante muchos años, creyéndome, si será uno bobaina, que al día siguiente, al mes próximo, ¿eh?... Usted me entiende. Y llegaba el mes próximo, y le sucedía otro, y luego otro, y pasaban los años, y los años, y fue llegando la artrosis, y la vista caduca, y se fueron perdiendo las voces compañeras, y ya no podía aceptar bien lo que a mi alrededor iba cambiando:   —72→   Trenes nuevos, casas de muchos pisos, visitantes ilustres con calles enguirnaldadas, inauguraciones, centenarios... La vida, me decían, la vida, que se pasa sin sentir... Tanto lo dicen, y con tan mema cara de circunstancias, que he llegado a creérmelo. Me miraba las manos, y veía escurrírseme entre los dedos el grito, la esperanza, la fe en el quehacer cotidiano. Sí, que me dejen jubilarme, no quiero ya otra cosa a mis años, ni condecoraciones, ni citas aquí o allá, sino tenderme, tenderme al sol o al aire, qué más tiene, y esperar ese día, ya se supone usted cuál. A ver si usted, que parece hombre importante, bien relacionado, seguramente conoce a los ministros, logra que ablanden las rigideces administrativas, para que yo pueda largarme a un pueblecito y ensayar la postura para aguardar a... Bueno, usted conocerá el texto: La que no faltará a la cita. ¡Necesitaré tan poco!... Un pueblecito, eso sí, callado, sin turistas, sin motos, sin transistores, sin gobernador civil, sin obispo, pero calentito, con calles blancas, olorosas a distancias y a sal, un pueblecito junto al mar, por el que pasarán las aves migratorias, puntuales, hacia el sur, en escuadrón, a mediados de setiembre, cuando quizá huela a mosto en las plazuelas... Bueno, lleva usted razón, perdóneme, les dejaremos que tiren algún cohete en las ferias del verano, de alguna manera se tendrá que notar que aún estaremos en España... Perdóneme, es que ese pueblo, ya lo tengo pensado cuál, me he acostumbrado a curiosear las fotos, y, claro, así, el ruido... ¿Se da cuenta?

Lo malo es si también luego, ya en ese pueblo, se me plantean las mismas peguitas que hasta ahora me han venido acosando. Figúrese, acostumbrado a verme en un eterno reparto, tanto para éstos, tanto para aquéllos, tanto para los de más allá. Yo era un profesorcillo de nada, de ésos que no valen un pimiento por más que protesten, acababa de salir de la Universidad, me encontré de buenas a primeras   —73→   con aquello que dieron en llamar cursillos: se trataba de emplearnos, ya ve, brotaban por todas partes las escuelas, los institutos... Los saqué, los cursillos, porque aquellas gentes no pedían otra cosa que lectura, mucha lectura, venga lecturas. Es discutible, sí, hay tipos para todo, pero, digo yo, siempre será mejor saberse el Quijote a base de bien que pontificar sobre los días que ayunaba Cervantes, o le dolían las muelas, o si fue o dejó de ir a comprar amuletos a la romería de San Antolín de Teixido, ¿no cree? ¿Sí...? Pues, amigo mío, no lo diga muy alto por ahí, que puede resultar subversivo, si lo sabré yo. Total, que después de la que se armó, y eso que ya entonces yo fui inútil para las armas, a ver, cegato siempre, desde mi niñez he paseado unos ojos tiernos que para qué... Que me pusieron de patitas en la calle. Me limpiaron el pesebre dando razones tan serias que me las tuve que tragar, uno ha sido siempre así de bobaina, ya se lo he dicho... Me tocó esperar, esperar, largamente esperar y acarrear papeles, desde el certificado de bautismo hasta el de no barbotar malas palabras... Quite usted, hombre, quite usted, qué papeleo ridículo, una hinchazón de sellos, de pólizas, de avales, de gestos compasivos, y, en el fondo, un tremendo rencor... Una lástima, señor mío, y todo, todo, se lo puedo jurar por mis muertos, lo hice cantando, sonriendo, convencido de que, al final, estaría la vida, abierta, encendida, generosa, un terco estreno por costumbre, inacabable sorpresa de alegría, a ver, dígame de qué otra manera podría ser la vida, usted me contará...

Hubo que buscarse los garbanzos como fuera. Todo lo que había sido mi trabajo se quedó encerrado en un ancho paréntesis amargo, figúrese, había sido fruto de una idea republicana, necesitaba, a ver dónde estaba el guapo que lo discutía, un riguroso lazareto. Me puse a trabajar. Me da risa cuando me acuerdo: me coloqué de listero en una   —74→   obra. Madrugaba mucho, que estaba lejos, y tenía que llegar el primero allí, por los altos de Fuencarral. ¿Se acuerda usted de cómo eran aquellos tranvías cojitrancos de la paz? Pues, ¿y las camionetas?... Allí me tiene usted. Me había colocado, claro, por una recomendación que me dio el señor Vicente, un carnicero que tenía su despacho en mi casa, un buen vivales que no dejó nunca vacía su tienda, vaya usted a saber qué vendería. El Sr. Vicente estaba casado, casado o lo que fuera, con una chica de Valdeperales, amiga de una señora prima de la viuda de un general, antiguo compañero de tertulia en el Círculo de un funcionario del Ayuntamiento, que, a su vez, era pariente de... Sí, claro, por ahí venía la recomendación, pero déjeme acabar... ¿Que no lo entiende? Caramba, pues hágame el favor de aclararse: por ese sistema se explica todo aquí, desde los puestos en la cola del autobús hasta los entierros... Bueno, oiga, usted me está resultando algo así, algo... Un poco fuguillas, qué bárbaro, qué genio... Continúo: Sí, yo trabajaba y llenaba mi cometido como Dios me daba a entender, no era tan difícil, no se recele que me vaya ahora a dar importancia, no. Entonces comencé a darme cuenta de que no hay en este mundo otra cosa que odio desenvuelto, unos a otros se odiaban o nos odiábamos, altos a bajos y al contrario, los empleados se pasaban las horas muertas jurando, blasfemando, deseándose el reventón a sí mismos y a los jefes, aludiendo a cada dos por tres a la vuelta de la tortilla y frotándose las manos ante la sola idea de aniquilarse cuidadosamente... Una bendición de Dios, vamos. Eso sí, de vez en cuando, los jefazos, rumbosos ellos, arreaban un tabaquillo extraordinario, mataquintos apolillados, seguido de unos cuantos discursos solemnísimos, repletos de batallas victoriosas, insultos y buenas intenciones, y, como fin de fiesta, un concierto de la orquesta nacional. La gente escuchaba toda aquella fanfarria pensando   —75→   seguramente en el inmenso acíbar que llevaban dentro, sin acabarlo de tragar, dentro y a cuestas y de la mano, de todas las maneras imaginables, pena, mucha pena y mucha hambre y más afrenta, y diciendo, por lo bajines, algo que no puedo repetir... Usted se lo imagina. Si se lo digo, lo más seguro es que usted lo escriba igualito, achuchado por la juerga y la frescura, y, luego, al imprimirlo... Se lo tachan, hombre, se lo tachan, si lo sabré yo. Entre nosotros sólo se pone en letras de molde la lengua más almidonada posible...

Sí, claro, ascendí. Figúrese, un universitario, de los de antes, ¿eh?, de antes, tengamos la fiesta en paz... Yo no sabía ni torta de aquello, pero escribía sin mayores faltas de ortografía y hablaba pasablemente, así que, frente a toda aquella recua de palurdos que ocupó la ciudad, aureolados de propina con heroísmos, que si el Ebro, que si Talavera, que si Bilbao... Recórcholis, qué Napoleones. Bueno, también con usted, a ver si se imagina su señoría que yo no sé que recórcholis es una cursilería que enciende el pelo, hombre, hasta ahí podíamos llegar, pero, la verdad, recórcholis lo puede usted escribir sin miedo a la censura, ¿no?... Pues entonces... Venga, venga, póngalo... Le estaba diciendo que tuve que destacarme a la fuerza, a ver, mis condiciones. Además no le he dicho que yo era un rapaz muy simpático, cosa que también vale. Mi error estuvo en emperrarme en volver a mi carrera de profesorcillo modoso, que allí, donde estaba, yo habría hecho monises, se lo aseguro, y no estaría ahora piando por el pueblecito ese de que le hablé. Comenzaban entonces las inmobiliarias, a ver, había que ir remendando lo que sus heroísmos habían tumbado, y había que hacer estraperlo a todo trapo para ir tirando. Y se hacía, vamos que si se hacía. Y se iba cebando la faltriquera. Aún hay muchos que no han dejado de hacerlo, a la vista está. Es lo que tiene de malo el dejarse llevar de la costumbre, luego   —76→   no sabe uno cómo escabullirse de la rutina, ¿no verdad, usted?

Decidí volver a lo mío, una metedura de pata, ya le digo, ay, si mi alma lo sabe. La primera vez que me fue posible intentarlo, me tropecé con que no pude acarrear los papeluchos suficientes, los avales, los certificados de limpieza de sangre y de lo otro, los de mil enfermedades del cuerpo y del bolsillo, y blablablabla... Una letanía de humillaciones y papel timbrado y de colas interminables. Comencé a sentirme por dentro cohibido, desconfiaba de cualquier iniciativa que se me ocurriese, podía ser perjudicial para todos, a ver, un pobre hombre, yo, tan en entredicho, estigmatizado por una casual jugarreta del azar geográfico... Que me tocó, vamos, que me tocó... Llegaba uno a considerar normal que en la cola del cine, un cine de barrio, pidieran un salvoconducto para entrar, un certificado de depuración favorable con todos los carismas. Cuando a la segunda intentona pude competir, tampoco fue libremente, había que respetar unos turnos establecidos escrupulosamente. Yo estaba en el último apartado, el de los chinchorreros huérfanos de gloria o de martirio. Éramos el rebús, el revesino del gato, el postrer bichejo en la fila de la procesionaria, ¿se percata? Nada, nada, ni honor terreno ni aureola celestial. Encadenados a la miseria, qué me va usted a contar, allí estábamos, alicaídos, sentaditos en el borde de la silla o de la escalera, esperando a ver si sobraba algo de la universal rebatiña. Talmente gozquecillos al olor de un hueso. No habría tenido importancia mayor, lo malo es que el hueso era la convivencia, el derecho a reír, a cantar, a proclamar el gozo implacable de despertar por las mañanas, de acostarse sin frustraciones, en fin, perdóneme, a veces, ¿sabe?, a veces me irrito y... ¿Ha notado usted cuántas veces le he pedido ya perdón en este ratito de charla? Natural, si es lo único que se nos permitía... Perdón por respirar, perdón por   —77→   mirar al cielo, por cruzar una calle, no me diga, hay que jo... eso. Pasan cosas que no sé... Bueno, ya después de tanto tiempo, qué más dará. Aprobé, recité de memorieta no sé cuántas vulgaridades, y salí entre los últimos, toma, a ver, y a darse con un canto en los dientes y a procurar pasar disimuladito en el obligado rincón. Y fui a parar a uno de esos poblachones de nuestra tierra, desmantelados por la inquina y las trampas, todo el pueblo con un infinito pasmo a cuestas, rodeado de luto, receloso de cuanto llegaba de fuera... ¿Sí, eh? Póngase usted ahí, así, en esas circunstancias a hablar de poemitas, ande, ande, a ver qué tal se le da. Le digo que hace uno cada disparate... Constantemente andábamos de fiesta. Todo se volvía un perenne aniversario, leche, cuánta historia morrocotuda, que si la redención de esto y de lo otro, que si el recuerdo de los muertos de la feligresía tal o cual, o en la conquista de América, o la fundación de una Universidad en un suburbio de Cempoanga... Todas eran parecidas, las conmemoraciones quiero decir. Mucho desfile, venga charangas y gigantones bien tempranito, campanas al vuelo, gran comilona en el Parador local para unos cuantos... Y gran zambra pagada según y conforme. Y un día de haber para las víctimas de algún pitote. Todo ese jaleo se llamaba confraternizar. Ande, a ver si usted que es de la Academia esa que hace el Diccionario pone ese valor nuevo, que yo creo que es un matiz que no está, y seguro seguro que es muy fácil de perseguir en la literatura. Confraternizar: fue muy transitivo. Oiga, y a propósito, esa Academia, vaya meneos que le atiza todo cristo en los periódicos. Pero, dígame, ¿qué han hecho ustedes para que todos los insensatos graznen desaforadamente con ustedes? Vaya por Dios, una de las pocas cosas claras es que aquí nadie tiene normas claras, ni siquiera en gramática, qué vamos a tener. Y, así, cómo las vamos a exigir para el hecho de pensar   —78→   juntos en mañana, que venga Dios y lo vea... Bueno, le estaba contando... Sí, eso de la Academia no tiene importancia mayor, por lo menos no es original, siempre que el perro ladra a la luna, ya se sabe. Le decía que estábamos siempre en fiesta, y las aprovechábamos para estirarnos hasta la raya, mi pueblo estaba cerca de la frontera, a comprar de ocultis un pan grandote, mal cocido, requetecaro, que servía para engañar el hambre universal, también silenciosa, también encogida. Hombre, que si era fraudulenta, a ver quién es el valiente que le da un aval al hambre, también con usted, hasta ahí podíamos llegar... ¿Sabe que bautizábamos varias veces a niñitos huérfanos, abandonados, gitanillos, morazos, cosas así, tan sólo para aprovecharnos de las piadosas meriendas que con tal motivo organizaban las distinguidas madrinas...? ¿No lo sabía? Ah, pues va siendo hora de que se vaya sabiendo, que, no me lo discutirá usted, tiene su gracia. Confiteor unum baptisma... ¿no se dice así?

¡Qué días, mi madre, qué días! Pero el tiempo pasa, sí, señor, pasa. El almanaque va cambiando, sucesivo, impasible, y va cerrando los labios de la herida. Y lo que es mejor, va encalleciendo la memoria. Uno de los grandes aciertos en la fabricación de los repajoleros bípedos es que estamos dotados de una inabarcable capacidad de olvido. Por eso pienso que el que se empeña en recordar, recordar así, usted sabe cómo, es un desdichado pardillo... Más le valiera cortarse el pasapán muy finamente y sin ensuciar la alfombra. Sí, pasaron los años, se fueron muriendo los amigos, unos por sus propios medios, otros ayudados por ajenos, y los más se largaron donde les vino bien. Solamente unos pocos nos fuimos acurrucando en una esperanza cada día más frágil y tensa... Vinieron los traslados a otras ciudades... En todas, la misma tristeza indefinible, machaconamente repetida, sin visos de genio, una tristeza ordenancista y gregaria, racionada como la   —79→   parca cosecha de las cartillas de abastos. Se era feliz si se tenía el salvoconducto en el bolsillo, o un carné que tolerase esconderse tras los cristales de un tren. Para qué más. Tan amenazador todo, siempre las antenas vigilantes ante las posibles acusaciones, ese no poder contar triunfos ni glorias, no poder hacer otra cosa que agradecer veinticuatro horas al día la destrucción de aterradores peligros. Oiga, mire que tiene bemoles el asunto, no me venga ahora con cuentos. También usted, qué ocurrencia, sí, se salía, claro, era cuestión de ahorrar un poco o de saber pilotarse por el mundo adelante. París, Roma, Amsterdam... Pero también convenía ir un poco calladitos, no se fuera a notar dónde habíamos tomado el tren, que entonces... Andá, se ve que usted es muy joven y no sabe ni siquiera lo del piojo... ¿A que no?... Pues mire, que se lo cuenten en su casa, que también deben de saberlo, no voy a ser yo solito el que mosconee siempre con la historia del español piojoso, ¿no? Acabarán por tomarme tirria, o, menos mal si es así, por loco. Sí, sí señor, ahora yo también me río, pero, por aquellos días, que si los racionamientos, que si el presentarse en tal o cual sitio, que si los muertos de tifus... ¿cómo quería que nos considerasen por ahí afuera...? Como unas fieras greñudas, grifadas de virtudes mentirosas, a ver qué vida. Eso sí, muy autárquicas, que era la consigna. Menos mal, algo se afirmaba. En fin, ya lo sabe usted, que lo que falta para redondear mi cuento se lo puede usted suponer, aunque sea usted muy amigo de no querer enterarse de nada, que es lo que aquí priva, hombre. Dígame, por lo menos, que comprende mis deseos de jubilarme... A veces, pienso, solito por las aceras atestadas, que no podré nunca, porque nunca reuniré las condiciones exigidas por la ley. Veo con claridad que, durante muchos, muchos y muy largos años, yo no he vivido, he estado ausente, flotando dentro de un monumental hiato, desprovista mi lengua   —80→   de verbos auxiliares, le aseguro que no me quedan ayeres, sino otra cosa, memoria de lo por venir, por llamarle de alguna manera, a ver, compréndame, he vivido siempre soñando con un amanecer distinto, más alegre y más digno, empinado en hombros despreocupados y ágiles... Ya, ya, que te has creído tú eso. Ya he llegado donde iba, no salí de pobre, no tengo condecoraciones ni aparezco en los periódicos... Como no sea la esquela cuando... Incluso los que han aguantado mis rollazos, como dicen ahora, me desprecian por inservible, por qué sé yo... No sé si le he dicho antes que algún amigo me recomienda hacer otra vida, alquilar un bungaló, medio monte medio playa, salir por las mañanas temprano a pisotear la arena y chapotear, ir a discotear por las noches, vestirme de revista ilustrada, vamos, huir de una vida tonta, sin aquel alguno, repetida, repetida y repetida... Es una forma cordial de hacerme ver que no carburo, que no sirvo ya, que quizá estorbo. Hay uno, medio colega, que me recomienda procedimientos ortopédicos, y hasta quirúrgicos, para quitarme la chepa, la manía de leer, los modales de hombre mayor... ¿No te fastidia...? Si uno pudiese huir de uno mismo... No, no me quejo, sé que llevan razón, sí, pero reconozca usted, cuando menos... Póngase como ellos, del lado de todos ellos, no me importa un comino. A mí me enseñaron a respetar a todos, así que... Pero reconózcalo, por Dios, reconózcalo, qué largo y duro destierro, aquí dentro...



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ArribaAbajoSi viera como cansa...

Hay vidas ricachonas, no digo que no, donde la gente se encuentra a gusto, le da aire al dinero, va aquí y allá, siempre trajinan contentos, fiestas, archiperres de cine, de retratar, cachivaches de música, venga a cambiar de coche, abonos a la ópera, a los toros, en fin, de todo, y de ropitas... Bueno, de ropitas... Que si el abrigo tal y el traje cual, especialmente ellas, las mujeres, que parece que les ha hecho la boca un fraile, visones, joyas, venga, venga lilailos y cascabeles... Y charloteo sobre imaginarios alifafes, y gimnasia a compás en el lugar elegante de las afueras, y el acomodo de los hijos, y salir en los periódicos... Sí, sí, hay gente que está contenta, ésa que no da abasto para llenar su tiempo, siempre la agenda en la mano y la secretaria en la boca, gente acosada de urgencias, de una desorientada prisa, atosigada por las reuniones, las citas, los compromisos... No, no, qué va, qué voy a ser yo de ésos. ¿Yo? Pues sí que. Pero, oiga, qué mal anda usted de pesquis. Yo no he sido nunca nada, bien lo sabe Dios, nada de nada, y, créame, se lo ruego, no me quejo. No quiero decir que no me habría gustado, no. A nadie le desagrada un bombón. Pensar así sería una majadería enciclopédica, pero, la verdad, me he sentido bien conmigo mismo, y con los míos mientras me han hecho compañía, ¿sabe?, algo así como una lluvia buena, charlando, mirando escaparates, contentándonos con una radio   —82→   a plazos y una casita en el arrabal, una casita que, después de muchos ahorros y veranos, broma va broma viene, logramos ponerle un cuartito de aseo, ya lo verá, ya, mire, la queríamos tanto, aquí llevo la fotografía. Le aseguro que ni Hernán Cortés, ni Amundsen, ni ningún tipo de esos de libro se han sentido tan huecos con sus cosas como nosotros con nuestro cuartito de baño... Ande, vea... Ya sólo faltaba el agua cuando tuvimos que vender la casita, mejor dicho, el solar, que las expropiaciones... Ya me comprende.

Ya ve usted lo que se tiene ganado al nacer en una familia así, pobretona, un poco achuchadilla. Esto me hace ser tímido, alicorto, respetuoso con todo el mundo, por si las moscas... Llevamos siempre el brazo derecho en alto... No, hombre, no, no sea usted de su tierra, quiero decir que... que lo llevamos en alto para defendernos del golpetazo a que estamos habituados, así, ¿se da cuenta? ¡Mira que salir ahora con esas ocurrencias, también con usted! En nuestra familia, ciertas cosas... Sí, le decía que todo era muy vulgarito, haciendo siempre cábalas para estirar el sueldo paterno, yendo de un lado a otro para que la beca que me permitía estudiar no se finiquitase, a ver, éramos tantos a pedir... ¡Y que no hacían falta papeles ni nada...! El contrato de arrendamiento, para demostrar que el piso donde se vivía era una birria, una pocilgona, y el certificado de buena conducta, que, a ver, lo daba quien no te conocía ni por el forro, y venga informes de los profesores que, por lo general, no miraban a la cara al estudiante más que cuando se les largaban cuatro frescas... En fin, menos mal que no hacían politiquilla, con eso, digo, solamente se contaban escrupulosamente los agujeros del bolsillo. Luego, ya con todo el requilorio en la mano, venía la entrevista con el señor que la otorgaba... ¡La beca, hombre, la beca, le estoy hablando de la beca, qué...! Nos miraba de arriba a abajo, quizá   —83→   temiese que nos fuésemos a caer muertos allí mismo, extenuados de gazuza almacenada, mientras nos preguntaba la vida y milagros de papá... Solía parecerle mentira todo lo que allí se decía, no podía creer que en nuestras familias tuviésemos arrestos para mantenernos de pie, se echaba de ver en seguidita que habrían preferido encontrarse con un cadáver, a ver, pretender estudiar, traspellados de nosotros, y ser como ellos, que tenían no sé cuántos abuelos y que, nadie sabía bien cuándo, habían comido con el Rey... Hasta ahí podíamos llegar. Sí, claro, había otros tipos, naturalmente, pero ésos estaban postergados por razones que no son del caso ahora, figúrese, tanto tiempo ya, preguntaban mucho menos, a lo mejor les bastaba con mirarnos...

Pues, sí, señor, terminé mis estudios tan campante, nada de a trancas y barrancas, sino con brillo y todo, entre carreras ante los guardias, tiras y aflojas con la secretaría y trabajando en lo que caía, pero terminé. Y muy bien, ya le digo. ¿Que cómo recuerdo los años de estudiante? La verdad es que ni fu ni fa. ¡Pasó tanto, tanto y tan gordo después...! Además que, me parece a mí, esos años son muy parejos siempre, nos figuramos que nos estallan en las manos cosas muy importantes y luego... ¡Bah!... Fue mayor el zafarrancho que se enredó el treintayseis, bueno, usted me comprende, quiero decir que se recuerda más, a ver si no. Me liaron a base de bien con el dichoso servicio militar, que me duró una porrada de años, primero la guerra entera y, luego, como era de los vencidos, pues otra vez a cargar con el chopo cuatro añitos más... Le digo... Me timaron esos años inútiles, en los que se fueron colocando todos los que, aunque hubieran estudiado mal y peor que yo, se habían avivado y traían en la frente, azar ganancioso, la etiqueta de héroes. Total, para qué insistir en eso: que, cuando me vi con el canuto de la licencia en la mano, no tenía delante   —84→   de mí otra cosa que la calle para correr y una desesperación sorda y anchísima, un vacío enorme... Pero yo estaba hecho a pobre, a no tener un real, ya se lo he dicho, y me fue muy fácil volver a vivir, echar a andar, y hacerlo, de propi, casi cantando aquello de ¡Ay, vida, dónde me llevas, / cuesta arriba y todo arena...! La vuelta... Pues la vuelta fue como la de todo el mundo. Los que no pudimos contar situaciones de esas que suenan a fanfarria, nos limitamos a desenterrar alguna anécdota. Todo quisque tenía alguna picardía que contar. Al principio, eso caía bien: trampantojos de la cárcel, pequeñas aventuras para lograr comida, sucedidos que nos parecían extraordinarios y ahora resultan chorraditas... Es lo que tiene el tiempo, ¿no verdad, usted? Quizá sobresale el pasmo por la tozudez en la maldad, dígame, sin ir más lejos, esas gentes que se escondían en la chimenea para que no las encontraran sus perseguidores, iban a cazarlos, y les hacían bajar del cañón quemando paja abajo, en el hogar, y, cuando salían, apenas un pie en el suelo, tosiendo a más y mejor, ¡zas!, a tiro limpio... Y, vea, cuentan que ya era igual en las guerras carlistas, qué falta de imaginación hasta para eso. Porque todo lo demás era también igualito: la venganza a posteriori y en frío de los otros, si no con el mismo procedimiento, sí con parejos resultados, parecidas condecoraciones, repetido dar y quitar nombres a callejones y plazuelas, idéntico deje entre lírico y borrachín en los discursos... Una pena, señor mío, le digo que una pena, que no tenemos remedio...

Ya se va usted percatando de que mi vida no tiene así, digamos, mayor interés. Poquito a poquito y sin darme cuenta, aquí me tiene usted al borde de la jubilación. He hecho lo que cualquier prójimo o, por lo menos, lo que hacen todos los que no han nacido para personajes. Pasé por los campos de concentración, en Francia, y luego, aquí, me juzgaron por no sé cuántas cosas, bandidaje, prevaricaciones,   —85→   rebeldías, conjuras, desacatos... Una escalofriante letanía. Le juro que ni me enteré de tan tremendas acciones, ni pude siquiera escucharlas: tan grande era el arrebato del acusador que no me daba tiempo ni a cerrar la boca, tan asombrosas eran. Me consolaba pensando que si el desenlace hubiera sido el contrario, habría pasado algo del mismo percal. Nada me extrañaba. Siempre he visto alrededor de mí una inexplicable saña vengativa, un ansia de machacar, duro y seguido, al de enfrente. Es que debe ser así, me digo para no pensar y no entristecerme más, que, vaya por Dios, no ha sido poco.

Sí, volví. A enfrentarme con lo que había. Anda, ¿por qué me pregunta eso...? ¿Acaso no seguía amaneciendo, y anocheciendo, y todo lo demás? No sea niño, esos parones no existen, y si te paras tú o te alejas, al ratito, si te he visto no me acuerdo. ¡Cómo no había de volver! ¿Dónde está nuestro hueco, dónde tenemos otra tierra, sino aquí? Ande, dígamelo, explíquese. Fue penoso el recuento, el notar los huecos de amigos y colegas, de personas que quizá había tenido presente muchas veces y de otras de las que quizá no me había vuelto a acordar nunca. Daba lo mismo, todas lejos, todas muertas, todas sin luz ni silueta precisas, ni siquiera presencia eficaz en las largas tardes solitarias, vacías, dedicadas al recuerdo. Se ve que la memoria no carbura... Ni colegas, ni familia... Nada. Parecía que todos querían estrenar nueva vida, con gustos nuevos, costumbres nuevas. No había sitio para lo anterior, qué iba a haber. Pero el recuento... Nombres y nombres con su cara y su voz, la otra lista, la media lista doliente que no salía en la que se incrustaba en las fachadas de las iglesias o las facultades... Una vez y otra esa bobadita de que siempre faltan los mejores. ¿Por qué ese lugar común, me lo quiere usted explicar? ¿No será una manera de disimular la alegría de que no nos haya   —86→   tocado la china a nosotros? Lo cierto es que no tuve sitio en mi trabajo, y eso que lo había ganado a pulso, en oposiciones, como está mandado aquí, turno libre y toda la pesca, pues de bien poco me sirvió. A la calle, de oficio y con mala cara, ya ve, si casi no había tenido tiempo de tomarle el gusto al destino... Mi plaza estaba ocupada, tendría usted que haberle visto a mi sustituto flamante, gran rezador, elegantísimo, usaba entonces floid y zapatos italianos y se disfrutaba no sé cuántas amistades en Zaragoza, y en Burgos, y en Vitoria, y en no sé qué cientos de universos más... Pobrete, en Madrid y en el gremio no lo conocía ni su sombra, pero ya fue entrando, ya. Cuestión de paciencia y acicalarse. Yo malgasté meses y meses yendo y viniendo, había que esperar una depuración que nunca llegaba. Tampoco me interesé más por ello y no sé qué demonios habrá pasado con aquel laberinto. Las pocas veces que fui a la conminatoria cita, me las tuve que ver con un fantasmón muy inflado, tartaja él, era de Navafáfila de no sé qué rey godo, y me preguntaba disparates y disparates en medio de digestiones laboriosísimas. Se notaba de prisita que el pobre se sobrealimentaba, a ver, tantos criminales como pasábamos por sus manos... «Y usted, el acusado, ¿era contertulio del Alcalde de Madrid...? ¿Por qué no dio su beneplácito a las santas disposiciones?»... y jeringazos así. Su mamaíta. A mí, fíjese, a mí, un desgraciado que apenas conocía por los periódicos los nombres de los grandes del momento... Vivir para ver, qué verdad más grande. No volví, para qué. Ah, se me olvidaba, al par de años o cosa así de desentenderme... No, qué van a depurarme, pues sí que. Lo que le iba a decir, que me ha cortado usted, es que me topé con la esquela del tal en un periódico. Todo sea por Dios. Sí, parece que se cayó un ascensor con él dentro, en un ministerio. Acto de servicio. O un fallo, usted me contará.

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Pues, sí, claro, acierta usted. Es la fetén entre nosotros: los amigos de papá, la semideuda de aquella vez, cuando entonces, etcétera, etcétera, etcétera. La recomendación, vamos, la mangancia, el saltar por encima de lo normal. No sabemos hacer otra cosa. Y como muchas veces la cosa va y pita... Pues que vamos tirando. Mi pobre padre fue, sólo Dios sabe cuántas veces, con sus piernas a rastras, su tos de viejo bronquítico, los pantalones con las rodillas marcadas y las culeras brillantes, fue, le digo, a casa de un viejales famosillo, de esos que usan cuello duro y alma encallecida... A pedirle por mí, por este desventurado, esta oveja negra que tenía ideas equivocadas, ¿me comprende? No, mi padre no pensaba así de suyo, pero, oiga, resulta muy difícil no participar de lo que nos cuentan a todas horas, ¿no le parece? No tiene usted más que ver lo que sigue pasando, nos dan todo tan planchadito y, luego, vaya sustazos. En cuanto pasa algo... Bueno, los sustos se los arrean que lo que es yo... En cuanto pasa algo, y algo de cajón, ¡toma!, y tan de cajón. El vejestorio de marras se sintió magnánimo, alteró un poquillo su orden, su inflexible justicia (le debía a mi padre mucho) y me colocó. En una oficina. ¡Qué amargor en la garganta el primer día, llena de sol la ventana y todo el desencanto en carne viva, todas las penas en presente! Cuánta humedad repentina en la mirada, deshaciéndose en triste renuncia las ilusiones, los proyectos, la desnuda esperanza. Supe que ya, siempre, sería todo así, los mismos papeles en la mesa, el mismo aliento en la habitación, un olor trascordado a sudor, a polvo, a balduque viejo y bocadillo mordisqueado a escondidas. Vi, nada, un relámpago, verdecer y otoñar los árboles de la calle acumuladamente, todo un lento futuro reducido a un solo tic en el presente... Pero estaba allí, yo, dónde iba a ir, mi sitio estaba ocupado, no podía ni asomarme por allí... Aquella oficina, fórmulas comerciales, sumas inacabables, reverencias interesadas...   —88→   Yo era el primero empezando por abajo. Pero el calendario se fue deshojando, otros se murieron o los despacharon, y yo, que no soy tonto del todo y que nunca dije esta boca es mía, ascendí... A los cuatro o cinco años o antes, vete a saber, se me había olvidado mi antiguo quehacer, no leía jota, me parecía casi imposible que yo hubiese asistido a unos cursos, que tuviese un titulillo... Me casé y todo, sin gran ilusión, eso es verdad, los dos estábamos como deslumbrados de ver lo que pasaba, no acabábamos de darnos cuenta de tanta y tanta desdicha almacenada, exhibida... Abría usted la radio, y lo mismo; agarrabas un periódico, ídem de lienzo; te asomabas al cine del barrio y, en el noticiero, para qué le voy a contar. Nos daba vergüenza casi haber convivido tres años de aquella manera. Aprendimos a andar mirando al suelo, a no abrir los labios, a pasear lejos de charangas y vítores. Cada vez más arrinconados, más secos. Talmente una rama a la que se ata fuerte por el arranque y acaba por irse chuchurriendo, por atabacarse y, al final, se cae, desprendida por un viento pasajero, equivocado, perdidizo... Así se me murió la mujer una mañana de fines de marzo, quince años por medio de la boda, los preparativos de un aniversario alegre por el aire. No, no me pida detalles, sólo sé que, al volver a pie del cementerio, por Las Ventas, llovía, sí, eso es, estaba lloviendo...

Desde entonces, todo se me ha reducido a la rutina más apretada. Y soy feliz. Probablemente, a usted le dé pena oírme, es natural, usted está fuera del juego, es más joven y todo esto le suena a conversaciones de Puerta de Tierra, qué le vamos a hacer. Me he identificado hasta donde me ha sido posible con el pandero que tocan. Me he comprado un departamento de juguete en la costa. Lo habito en mis vacaciones, que he traspasado al invierno, cuando nadie las quiere, y el resto del año lo alquilo. Vivoalquilovivoalquilo... Contribuyo de este modo   —89→   al mejoramiento socioeconómicoculturalartístico del país. Ande, para que vea. Al mediodía, como en el figón del jurdano, un buen rapaz que se las sabe todas, aquí, en la esquina de casa, donde, entre alubias, sopas de ajo, carnes de vaya usted a saber qué fiera y unas naranjas medio pochas, voy tirando, y veo la televisión, me acostumbro a las caras famosas, a sus voces, a su ininterrumpido desvivirse por nuestro bienestar. Me siento protegido, de veras. Casi he llegado a temer una huelga de cualquier clase. Y nadie de entre los que van a comer allí, viejas pensionistas, camioneros, albañiles de las obras cercanas, algunos novios con los zapatos gastados, deberán estar buscando piso, nadie, le digo, se mete conmigo, nadie se pasma de mi soledad, ni de que no me importe la alineación de los equipos de fútbol. En confianza, le diré que me he aprendido uno, el Madrid, para justificar el bulto que esa sociedad me exige. ¡Si viera cómo lo luzco al declamarlo...! Pero allí todos somos ajenos aunque nos sentemos en la misma mesa, todos nos toleramos con una sonrisa, con una inclinación de la mirada, y pare usted de contar. Todos somos maestros en disimular el propio, escandaloso duelo. Algunas tardes me meto en el cine del barrio, ahora algo menos, ha subido mucho, y aguanto lo que me echen. Ni pasarme por la cabeza que hay un cine mejor, que yo sabía o dejaba de saber algo de directores, de artistas, para qué. Ya todo para qué. En cuanto se apaga la luz, allí están Gracita Morales, y Rafaela Aparicio, tan sala ellas. También Sofía Loren, despampanante, y Raquel Welhs tirando tiros a más no poder. No me hace gracia que larguen alguna película buena, algo de Bergman, o de Polansky, quite usted allá: entra poca gente y, entonces, hace frío. En cuanto se apaga la luz, le decía, yo me quedo a solas conmigo, repaso los ayeres, las caras ausentes, estoy en una inmensa isla acorralada, me siento bullir la vida por las muñecas, por las canillas, a veces por los ojos. Es un   —90→   ratito delicioso. Y me voy comiendo poco a poco algo, unos caramelos, unas patatas fritas, unas rositas de maíz. Me sirve de cena. Me he librado de herencias, de los problemas de la declaración de la renta, de la amenaza de muerte que parece acosar al mundo. Allí, a oscuras, me atrevo a mirar, cabeza levantada, a los vecinos, sin llamar la atención, claro, y los veo mejor con los reflejos de la pantalla, mejor, quiero decir: mejor que son, y veo que tienen miedo, mucho miedo a lo que suelta el documental, tantos y tantos exterminios como acarrean las centrales nucleares, que si los peces, que si las aves o las tortugas con los instintos anulados, y que los ríos se han podrido, y que el aire va faltando, y que si patatín que si patatán. Y yo pienso entonces, créame, que eso no vale la pena, que todo ese horror organizado y cacareado no es nada si se le compara con esta tensa, duradera opresión continua, año tras año, una quemadura sin llaga ni remedio visibles, esta prolongada humillación. Y todo por no haberse despertado un día preciso en un lugar concreto, sino en otro, enfrente... ¿No cree que ya basta? Bueno, tengo que dejarle, voy a casa, mañana atizan un banquete a un antiguo compañero de carrera, me ha escrito para que vaya, se ha acordado de mí ahora, al cabo del tiempo... Se lo he agradecido mucho, él está muy arriba y yo, ya lo está usted viendo, he sido siempre un pobretón. Me hace un gran favor al convidarme... Lo que son las cosas. ¿Será que ante lo que vaya a pasar...? Voy a cepillarme bien la ropa. ¿Por qué supone usted que no estaré a gusto?... Sí, sí lo estaré: Era un mendrugo el pobrecillo, me alegro de que le haya ido bien, ya lo creo, algo como lo mío no se lo deseo a nadie, de verdad. Si viera cómo cansa...



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ArribaAbajoHemos ido creciendo

Mire, esto a mí me está resultando un petardo. Es que no se oye hablar de otra cosa en mi casa. ¿Te levantas un poco tarde? Pues ya se sabe: Esta juventud, esto es una vergüenza, qué va a ser de este país... Macho, que no se ponen trascendentes ni nada. Mi padre sale en seguidita con que él, en su tiempo, entonces... Se ve que no dormían, o que, con la electrificación a base de lamparillas y velones, se acostaban al atardecer. Dígame usted qué culpa tengo yo de esas alegrías. Bastante tendré que ver yo con su tiempo y sus madrugones. Pues, ¿y si, por esas cosas que pasan, no se acaba el curso? Arman un cacao... Levantan los ojos al cielo, y ponen un brazo como Cristóbal Colón, y citan a su abuela, que no vea qué plasta, y no se les ocurre pensar que ha habido huelgas, carreras, algún asesinato, represión, plataformas, pintadas, sentadas, torturas y tal y tal, en fin, lo que es inevitable que haya, a ver, el mundo se mueve, ¿no? Jobar, qué precisiones. «Cuando yo hice el Natural...». «Y no digamos el Civil segundo, que no lo pasábamos más que cuatro o seis sobre trescientos, menudo era don Felipe...». Ese don Felipe a mí me la trae no le digo cómo. En estos casos, además, suele estar reunida toda la familia («Vamos, tú, arrea, el señor va a hablar...») y, sentados en círculo, observan las idas y venidas del fáter, boquiabiertos, asintiendo a todo, no les falta más que aplaudir, y añaden, si   —92→   serán carotas, unas notas de pie de página muy oportunas: «Eso es. Llevas razón. Mal hijo. Vas a ser la perdición de tu padre. En nuestra familia...». Menos mal que la cosa se acaba en seguidita, suele desperezarse el teléfono, o le busca una comisión de fuerzas vivas, o a mamá le entra una jaqueca intolerable, o tiene urgencia de ir a probarse un vestido, y las niñas repiten lo que oyen hurgándose en las narices, quitándose las motas del uniforme monjil, y las chachas se ríen detrás de la puerta y le dicen algo a mi padre, las muy pelotas: «¡Ha estado usted fenómeno!». «¡Le ha regañado a base de bien al señorito!». «¡El pobre señorito es joven todavía!». El pobre señorito soy yo, ¿se empapa? Mucho me temo que esas funcionarias quieran decir algo especial con eso de joven tan, tan... Hay mucho recochineo, ¿no cree? Aquí hay que tener quinqué, si no... Si la llamada es para darle una gran cruz, o su nombre a una escuelita, o un homenaje manducatorio, cualquier parida así, la cosa se complica, porque la esposa lloriquea y echa de menos, o eso dice, una vida familiar más estrecha, como, naturalmente, a ver, era la de su casa, tan ordenada y mimosa, tan armónica, que el abuelo Luis los formaba a todos para tomar la sopa, un-dos, un-dos, y los casó a todos por el mismo procedimiento, sí, el abuelo Luis fue oficial bizarro y tal en lo de Cavite... ¿Que no sabe usted lo de Cavite? Pues viene en el Espasa, léalo, no hace falta llevar armas, tampoco es subversivo. El Espasa es el novamás de la biblioteca de mi padre, debe ser muy útil porque lo enseña muy ancho a las visitas que recibe, que son unas pocas, monjas gordas, frailes flacos, administradores, gentes de los pueblos a los que saca los cuartos y pierde los pleitos... Mi padre es un caso, se lo digo yo. Menudo prohombre. Todo en su vida, lo mejor de lo mejor. Así, como suena: los profesores de entonces... ¡Ah, los profesores de entonces! Los bailes de entonces... ¡Ah, los bailes de entonces! Las gachís de entonces...   —93→   Diga, eso de las gachís debía traérselas, ¿eh, macho? Fíjese que aún le hacen chirivitas los ojillos cuando cuenta si se dejaban ayudar o no para bajar del tranvía... Mi padre está reviejo, no me cabe la menor duda. Y las gachís esas debían ser algo memas, usted me disculpe si las trató. Mi madre, tiene gracia, cuando el fáter se pone en ese trance nostálgico, siempre tiene algo que hacer en «sus habitaciones», y se larga con jaqueca súbita, la peor, haldeando, algo coloradilla, y susurra al pasar: «¡Alfredo, por Dios, no hables así al niño!»... Y se enjuga las sienes con un pañuelo de no sé qué antepasado ilustre. El niño, ¿sabe?, el niño soy yo. Estamos buenos. Puras macanas, amigo mío, que hay que ver las cosas que mi mamaíta parlotea con sus amigas, las señoras de tal y de tal... Debe ser por eso de la represión de que se habla tanto ahora, lo cierto es que a todo le encuentran punta. En esas reuniones con invitación y grupos folclóricos, comentan los últimos acontecimientos bibliográficos, andan ahora a vueltas con Eros en la Amazonía, debe ser un libro así, en fin, pues así, ya sabe, están horrorizadas, recortan las fotos y se las subastan entre ellas, para que no caigan en manos desprevenidas, y, desde que han entrado en tan eruditas tareas, parece que sienten cierto menosprecio por sus maridos... Yo adivino las ganas que se pasan de preguntarme así, corto y por derecho: «Tú y ésa, ¿eh?, ¿estamos?». Pues se van a jo... eso, que yo no suelto prenda. Qué voy a soltar. No es por nada, sino por no alterar el estatus. Son así y deben seguir siendo así, y a mí que me dejen en paz. ¿No está de acuerdo conmigo? Don Alfredo, que en el fondo es un buen hombre, algo burgués, rutinario, poco inteligente, al que la historia -es frase suya, que conste, lo dice con mayúsculas- ha hecho un héroe, una gloria nacional, vamos, y sueña con la inmovilidad más pétrea en política y en moral y en hermenéutica (también es suyo, esto debe ponerse con hache, ¿no?)...   —94→   Mire, no fastidie y no me interrumpa: en religión, déjele el inmovilismo a mi madre. ¿Sabe...? Mi madre fue madrina de guerra de no sé cuántos grullos de por ahí, de la Lampreana, o de algo que suena parecido, a mí eso me la trae floja. Cuando hay huelgas, que no se puede salir a nada, se siente la mar de desgracia, y: Dios mío, qué caos, con la de cosas que yo tenía preparadas para hoy, que es el día pintiparado, y con estos líos... Y cuando hay sarampiones, o bronquitis, o muelas, o simplemente ganas de no ir al cole, mi madre saca las fotos de sus aguerridos ahijados y nos enrolla a base de bien: Curro Enlahiguera, le atinaron en el Garabitas; Sergio Beato del Golpe, cayó como un héroe, lo que era, un verdadero caballero cruzado, en el asalto del Naranco... Y venga, y venga, y venga y dale. Y se seca una lagrimita ilusoria al ir citándolos. A mí me da en la nariz que no tiene la menor idea de quiénes eran estos desventurados que, si no fuese por lo que fue, estarían ahora batiendo de veras el cobre por la patria, en una oficina, en un taller, en el campo con un tractor, etcéteraetcétera. La repanocha. Menos mal que duran poco esos días de huelga o de fiebre, qué más da. También, para variar, esos días baña frenéticamente a sus dos o tres chuchos, y los peina y pone lazos, y vigila, ceño muy fruncido, el fregoteo de las jaulas... Se me había olvidado decirle que mami colecciona pajarracos. Ha habido que hacerles un pabelloncito especial en el jardín, algo apartado, no sabe la que arman cuando les da por cantar, a la vez, el himno nacional de su país de origen. Bueno, escúcheme. Si sigue cortándome, me sumerjo por el foro, su estudio sociopolíticogeneracional se va al garete, y usted a hacer puños para hoces, y aquí paz y después gloria. ¿Hace? Coño, no piensa usted más que en atosigarme con preguntitas, y esos saltos mentales me fatigan más que los heroísmos de mi padre. El compañero papá tiene los arrebatos patrióticos intermitentes y   —95→   conmemorativos, oiga, no vea. Se reúne una vez al año, el aniversario de la toma de no sé qué ciudad, medalla colectiva, así cualquiera... Hombre, usted también, en su tiempo no hicieron otra cosa que tomar ciudades, pues que se distraigan, qué más dará una que otra. La verdad es que no hacen daño a nadie y, por otra parte, con el banquete, la sociedad de consumo, pues que va y consume. A ver, la dinámica, usted me contará, la dinámica, a ver si no. Sí, se juntan y cenan, evocan y evocan, beben y beben, discursos, gritos, jipíos de patriotismo efusivo y al día, y suelen acabar a mamporros. Digo mamporros por aquello del bien decir, además, veo que usted lo está escribiendo y... Pues eso. Pero ya adivina usted que dicen otras cositas en lugar de mamporros, lo que para unos preconciliares está pero que muy requetemal. Machitos que son ellos. Si se me ocurriera a mí... Ya saldrían los abuelos, ya. ¿Se ha dado usted cuenta de lo mal hablados que resultan los señores mayores, o sea, vamos, los de cierta edad? Como sus chistes, igualito, no me diga, ¿por qué voy a reírme yo con ésas... ésas... bueno, con sus gracias? No entran ni con calzador. Pues le decía que en esas cenas, comienzan a despiezar el mapa de España, simulan las cotas y los pueblos con los mendrugos y los vasos, nosotros aquí, ellos allá, el río aquí, oye, tú, se te ha olvidado el remanso, ¿y dónde dejas la batería del Bizco? Pues, y... y... Blablablabla... Al rato, regañan todos, y, Dios, de qué manera. La tienen tomada con un fulano, jefe de no sé cuántas cosas, un cegato que huele a cadaverina y agua brava al dos por mil, al que llaman Brihuega, porque estuvo allá, bueno, eso es fácil suponérselo, y se empeña en que fue él solito quien hizo huir a no sé cuántos millones de siracusanos... El último año, se ve que el país ha cambiado mucho, le pusieron el mapa del revés, o sea, vamos, patas arriba, y el pobre agarró un cabreo de órdago, bromas nacionalistas del champán francés...   —96→   No hay derecho. Todos choteándose, carcajada va, carcajada viene, que hasta los camareros la gozaban, y el pobre cegatillo acojonado, jurando y perjurando que era la primera vez en su vida que le derrotaban. Ya ve usted, geniales que son. Cuando le dije al fáter que aquello me parecía una indecencia boba, casi un abuso de poder, me quiso deshijar, destripar, desheredar, deslomar, des... ¿Quiere que le demos un hurra nazi al prefijo des-? Tuve que aguantar un chaparrón de profecías sobre mis futuras desdichas. ¿Ve? Desdichas, otro des- la mar de prefijante. El desmadre, vamos. Callar es bueno en estos casos de tumulto histórico, no es prudente llevar las cosas al extremo de una guerra civil, ya está bien con la de ellos. Me tuve que ir a cenar a la cafetería de al lado, donde, también es potra, Rufino, el encargado, no se lo va usted a creer, me contó la misma batalla desde el otro bando. No, con champán, no. Con un martini y la voz de Massiel al fondo. Tampoco estaba mal. Me he jurado a mí mismo dar un rodeíto por Cartagena siempre que me estire a Barcelona, en el mini, para no pasar por Guadalajara, no vaya a ser que, en fin, usted me entiende.

Ya adivina usted que en mi casa cada cual hace su rancho aparte. Por libre, vamos. Y, claro, no es cuestión de monises, qué va. Don Alfredo, o sea, mi papaíto, gana, gana y regana. Que si en esto, que si en aquello, que si en lo de más allá. Es lo que se dice un prohombre, ya se lo he participado a usted. En cuestión de mangancias, dividendos y afirmaciones antimarxistas está pero que muy al día. Supongo que no querrá que se lo comunique por oficio, como las multas, ¿no? Mi padre resuelve los problemas con el talonario de cheques en la mano, y, cuando firma, evoca con suspiros de sangre las estrecheces que pasó en su tiempo: «¡En mis tiempos!» Pero firma y sonríe, y se frota las manos, y piensa en algún asuntillo más para recuperar lo firmado. Y para conseguir una condecoración más   —97→   que aportar a esa reunión anual de que le he hablado, donde, por lo visto, hacen arqueo de méritos y distinciones. Mi papá don Alfredo, de ascendencia muy goda, se emociona fácilmente con los pasodobles marciales, los discursos de las primeras piedras, las mascotas semovientes de las agrupaciones montañeras... Me consta que querría ser un samurai de esos que se abren la barriga en un jardín precioso de las afueras, pensando en flores de loto, el Fujiyama nevado como fondo, y protestando reciamente por la pésima calidad del té en saquitos. Mi padre, en los ratos de huelga, sarampiones, etcétera... bien, ya está usted al cabo de la calle, recita, reuniendo al servicio, las cacicadas del Benavente ese que incendió su palacio para limpiarlo de tufos traidores... La chachería también se emociona, y él acaba, redondo: «¡Ése era un tío de tamaño natural!». «¡Qué bien puestos los tenía!». Lo que no me gusta es que, a los loores domésticos, venda los ripios como propios. Me parece excesivo imperialismo. Yo sé quién era Rivas, ¿eh?, también tengo mis lecturitas. ¡Ah, esta memoria...! A cada cual lo suyo: Mi padre colecciona curiosidades importantes. Por ejemplo, vitolas. Tiene una que ya ha superado toda cotización, firmada por no sé qué Jefe de Estado en paro forzoso. ¿Eh, qué me dice usted? Frente a esto, la señora de don Alfredo, o sea, mi señora mamá, que sigue pensando que los maestros de la Universidad son maestros de ésos, vamos, maestros..., mamá, digo, discute de cuestaciones, de partys con brazo gitano, chinchón dulce y canasta, se deja fotografiar para las revistas ilustradas cada vez que estrena un trajecito, que, oiga, cuándo no es pascua, o paga retratos del siglo XIX con personajes muy propios, tablós que le coloca el marido de una amiga, que buen pájaro debe estar hecho, pero, claro, hace mono comprar cuadros, invertir. Y sale constantemente de tiendas y de visitas, amenaza de muerte a las criadas y lee furiosamente los prospectos de innumerables   —98→   medicinas, adelgazantes, analgésicos, antibióticos, estimulantes... Le digo que... Prefiero no oírla reclamar a gritos por la casa sus cremas de fondo, sus desodorantes, los pendientes aquellos... Mamá también firma cheques: a ver, la liberación de la mujer, ¿comprende? Hay una diferencia: mi padre llena siempre la matriz, y sabe cómo va el percal; mi madre, nunca. Y eso lleva de cuando en cuando a grescas que ponen en tela de juicio la solidez del vínculo matrimonial. Él se lamenta de ver su generosidad poco correspondida, malbaratada, y ella se acuerda, inevitablemente y jimplando, de un novio que tuvo, escritor didáctico, que le pasearon en la otra zona. Eso de la otra zona no queda nunca claro, mi madre está pez en geografía, nacional y de la otra, lo que se dice limpia. Es una buena mujer, a pesar de su inquina contra las chachas. Como no sean riojanas... A ver, ya acierta usted, la patria chica, los líos de apellido... Cuando la tormenta conyugal es muy gorda, mamá se encierra a meditar. Desentierra una frustrada vocación religiosa y se adormece con imprecisas imágenes de santidad, cipreses y olivos de Gethsemaní, alguna saeta, músicas de órgano. Acaba siempre cantando Noche de paz. Es una pena, una dolorosa pena, que una radio fenómeno, regalo por suscripción entre todos los cachorros... ¡Nosotros, los hermanos, hombre, también usted, quiénes van a ser sus cachorros...! Hay que dárselo a usted mascadito, ¿eh, macho? Se la regalamos para celebrar los veinte años de no me acuerdo qué, la boda, el primer viaje al extranjero, una inundación que le valió salir en el Boletín Oficial, qué sé yo qué. Pues esa radio funesta le transforma la vida, ya ve, porque la obliga a ensayar ante el espejo, a solas, lo que ve bailar a los jóvenes en el cine o en la tele, lo que barrunta que hacemos en los guateques en mi cuarto, con los amiguetes de la facultad. Pobre mamá, con lo que tiene y cómo se aburre a lo largo y a lo ancho. Y de propi, se   —99→   mama una buena artritis, ande, para que vea. Una artritis de campeonato, se lo digo yo.

Hay días que, realmente, no sé... Yo comprendo que don paternóster se enorgullezca de mi historial brillante, mis matrículas de honor en quince o veinte cosas que no me importan un chino y de las que no sé ni torta. Pero que se emperre en casarme... También es manía, oiga, no me diga. A lo de Glorita, que va lo que se dice pipa de todas todas, mi padre se sonríe, se las da de picarón, me llama pirante y me propone algo que yo supongo sea cosa de su tiempo, entre adulterio y concubinato, o cualquier monserga de esas más o menos civilistas... Nada, es que no entiende que Glorita y yo vayamos juntos a... a... a donde sea, vamos, donde sea, y no traga que nos dé por hacer excursioncillas artísticas o de las otras, y que nos resulte agradable una tarde de sábado sin un duro, tumbados en la moqueta y oyendo a Bob Dylan o a Tom Jones. No le voy a contar lo que me pregunta, porque, se lo aseguro, no es condecorable, qué va a ser. Dese cuenta: mujer legítima la que él me proporcione, y Glorita, pues eso, con discreción y tacto, ¿eh?, y me guiña el ojo. No se pueden decir más gilipolleces en menos contexto, ni demostrar mayor ignorancia de la coyuntura socioeconómica, ¿no verdad, usted? «¡La madre de tus hijos...!». Oiga, eso, ¿se decía en sus tiempos? Pues estaban ustedes aviados, sí, ustedes los viejales, vamos, hombre. Habrase visto. Pues deje al papi y tome a la mami. Tururú y qué soponcios. Le entra el telele cuando le digo que, como los padres de Glorita están fuera, de viaje, la voy a traer a casa, fíjese, a ver si no es más cómodo así que no andar llevando de un lado para otro los elepés, los güisquis, los pitillos... Desde hace unos meses, mamá, a consecuencia de lo que ella apoda mi libertinaje, pobrecilla, cómo le gustan las chorradas de ojos en blanco, ha subido unos grados en su dolor de cabeza y, inspirándose, creo yo, en el Espasa inevitable, ha   —100→   trasbordado de las jaquecas a la cefalalgia. Se echa de ver que sus compañeras de trajines se han debido quedar laminadas ante la palabreja, ella la repite mucho, se nota que le gusta. Pero, nada de eso, la cefalalgia de las narices se llama Glorita, si lo sabré yo. Y lo de Glorita va estupendamente, sin problemas, nos entendemos, vivimos, ya está. Punto. Ahora bien, yo reconozco que cefalalgia está más acorde con cigoñal, pistones, batería, todas esas triquiñuelas que mi madre, entre juego y juego, dice, y es verdad, que ha fundido en su último viajecito, casi siempre a inaugurar algo benéfico que no está acabado aún... Jaqueca, lo confieso, iba mejor con un triciclo.

A mí me parece que esta generación de triunfadores, ensordecidos por su trompetería, no nos ha visto crecer. No se han enterado de que estábamos ahí, haciendo ya algo más que bulto. Pagaban facturas, aflojaban monises de cuando en cuando y se daban por satisfechos. A mi padre no se le pueden suprimir sus conmemoraciones, se quedaría, no sé, así, como sin manos. Lelo. Y a ella... Bueno, si ella está convencida de que del Año Internacional ese de la Mujer saldrá un modelito nuevo, que será excepcionalmente barato, lo que, como es de cajón, hará que ella no lo compre, hasta ahí podíamos llegar... No da para más. En su pueblito, antes de la guerra, sus papaítos, ya sabe, héroes de Filipinas, la enseñaron a taparse las piernas, rezar deprisa y un poquitillo de piano... Ahora fuma cuando juega a la canasta y hasta pide, displicente y todo, un coantró con yelo, pero, al volver a casa, pone lamparillas de desagravio y hace limosnas equivalentes, sobre todo si ha perdido. Háblela usted de autoestó, o de las canciones protesta: cefalalgia segura, toma. No, no nos han visto crecer. Han tenido tanto y tanto que hacer, a todas horas tan ocupados, tan atosigados por el futuro, tan obsesionados por llevar a buen puerto la revolución... Quizá por eso mismo   —101→   no se han enterado de nada, han seguido contando siempre lo mismo, con variantes, claro, ya ve, mi padre y sus amigos de cena anual han llegado a confundir los éxitos y las derrotas de su guerra, de la suya, que lo que es ese temita a mí... Rayado, señor mío, muy rayado ya ese lompléi.