Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Sobre Franz Werfel

Ricardo Gullón






1

Que las horas estén hechas de silencios, de miradas, de cerrar las manos como si entre ellas pudiera dominarse al destino, esclavo él y quieto, nosotros soñando que no pasaba nada. Las palabras tienen a veces su broma preparada: una detrás de la otra aparecen inofensivas, modosas; a nadie se le ocurrirá pensar que están dándose con el codo, torciendo la mirada con guiño de connivencias, preparando su chanza que viene en el instante aquel que nos descuidamos. En la novela de Franz Werfel Der Abituriententag -El día del bachillerato- ocurre algo por el estilo: el protagonista, el juez Sebastián, tiene sobre su mesa la ficha de un procesado: Franz Adler, nombre vulgar, sin ángulos que lo incrusten en su atención, y de pronto, en la lectura, aparece así: Adler Franz, como en los colegios, en las Universidades, suele pronunciarse al pasar lista, el apellido antepuesto al patronímico. El juego de las palabras le ha traído el nombre de un viejo compañero de estudios, y con él un alborotado montón de recuerdos. Y así se inicia la novela -procedimiento típico en Werfel que sabe dotar a sus criaturas de un exquisito poder evocador-; el juez Sebastián reconstruye de nuevo su juventud, las horas encendidas del colegio y los innobles episodios de la lucha entre el ser mediocre que él era y el hombre excepcional que se revelaba en Franz Adler. El relato se agudiza por la clarividencia que Sebastián pone en el análisis de las más finas sensaciones de los estudiantes, en la perspicacia que le permite ver cómo se motivan las ideas y los pareceres de aquéllos, como si el fondo de la vida de entonces fuera transparente y le permitiera discernir lo que llamaba Nietzsche «la filigrana de las cosas». Los impulsos que entonces, y aún después, le resultaron en su raíz arcanos aparecen, gracias a un formidable golpe de intuición, esclarecidos desde su primera gestación, cuando no eran aún sino hilos de sombra que apuntaban y que, convertidos más tarde en tensa cuerda de arco, sirvieron para lanzar fuera de sí un deseo, una pasión, lo demoníaco representado por Sebastián, que nos atrae como el fondo de un volcán y que apasiona a Werfel, que une a la de sus personajes su ventura y se deja arrastrar por el ritmo de la narración hasta su medula profunda.

No deben buscarse en Franz Werfel manifestaciones de lo que llama Aldous Uxley musicalización de la novela. Nada de intrigas paralelas, de argumentos de contrapunto, de esas deformaciones temáticas que van insensiblemente adentrándose en el desarrollo de la acción para que a la mayor sorpresa del lector éste se encuentre de súbito alejado del punto de partida, después de haber seguido una ruta en zig-zag que debe rehacer por sí mismo antes de aventurarse en el regreso. El procedimiento es más simple; menos sabio, pero más cautivante y, sin duda, de mayor belleza. El lector se inicia en la aventura, que comienza desmayadamente y que se va tensando cuando uno se encuentra embarcado en ella y dominado por su atracción, y que, como el funámbulo, se siente más seguro cuanto mayor es la rigidez de la anécdota y más alejadas las interferencias que eventualmente pudieran producirse. El misterio nos envuelve por grados, y no cabe sino seguir adelante, con el ansia de la sorpresa que despunta, del encanto que nos conduce hacia el fin; pero ¿hacia qué fin? Lo que así se pierde en diversidad va ganándose en lo intenso del fluir: no múltiples anécdotas, sino una sola, densa, humana, vital. Pues en las novelas así trabajadas, el hombre aparece desnudo, en su total miseria y en su belleza plena: ser humano y nada más; es decir, asentado en la tierra sobre los pies y las pasiones y los instintos. Y la imaginación.

En obras de este tono es donde los niveles se aprecian mejor, donde las curvas se marcan con más suave dibujo, donde la fuerza de una prosa tenaz, insinuante, se advierte que no es simplemente técnica hábil, sino que responde al vigor del pensamiento que la crea íntegro en pos de su fin, sin capacidad de dispersión, sin entender de juegos de inteligencia porque le basta con su propia aventura y maravilla.

André Gide advertía, hace casi veinte años, que los alemanes son malos psicólogos, y de ahí su falta de novelistas y de dramaturgos. Pero he aquí hombres como Werfel, que, por caminos poéticos, supliendo con la intuición del poeta sus deficiencias en otro orden, llega a conseguir aciertos trascendentales en el reflejo de los espíritus de sus personajes. Por eso en él cuaja y se hace viva la gran novela alemana, el novelista alemán que faltaba y que, creando la novela a su imagen y semejanza, la ha dotado de un perfil lírico y pulido que la hace parecer trabajada por la mano paciente y artista de un genio de la miniatura: cada página es bella en sí y contribuye a la belleza de la obra total, que se resuelve en armonías menores hacia una melodía única y potente, como la que suena al final de las viejas óperas italianas. Cada capítulo trae la resonancia del próximo; su final es más bien una pausa para tomar alientos y seguir lo que ha quedado en apunte, como un eco que precediera a la palabra, como si milagrosamente el sonido se produjera antes que la voz que lo da vida.

El misterio es en Werfel lo inmediato: no en su aspecto anecdótico, de complicaciones en el desarrollo de un suceso, sino más en la entraña, en la turbia agitación de las conciencias, en el oleaje que las pasiones encrespan y que en la lejanía oculta y revela a un tiempo el porqué de esta acción, la cifra de lo que parecía inexplicable porque estaba escrito en un idioma que ignorábamos. Su escenario es el alma humana, y allí se mueve desembarazadamente, sin una vacilación nos señala este relieve, aquel desbordarse de un frenesí, hasta transmitirnos el íntegro bosquejo de una actuación. Naturalmente que para esto es preciso referirse a hechos revelados por actos y, por tanto, de relación con otras personas, pues no sería posible novelar en el limbo que sería una hipotética alma humana flotante en el éter, despojada de toda relación exterior.

«Peligros puramente estéticos no deben nunca obligarnos a retroceder. Se trata solamente de probar, escribiendo, que no existen.» Esta es la doctrina que revela al hombre, y desde su primer libro se apresta a la faena, avanzando hacia la dificultad, planteándola en todos los terrenos, comprimiendo más y más su contorno hasta que, de puro oprimida, estalle y revele su secreto. Podrá acertarse o no, pero es imposible negar la bondad del procedimiento, lo correcto de la teoría; otra cosa sería querer nadar sin mojarse, y ya sabemos lo que consigue el que esto pretende. Para nadar, al agua desde lo alto, descuidadamente, pensando no más que en la delicia del agua sobre la carne desnuda, en el choque violento de las extremidades a cada brazada, sin pretender desde allí alcanzar otra cosa, y menos que nada a cuidar la ropa. Y en el agua, serenidad, dejarse flotar, no erguir la cabeza, sino mantenerla tan dentro como sea posible, ver lo justo más que empinarse para en seguida hundirse. Pues hay que llegar a la meta, a puerto, a buen puerto, cuidando de que la fuerza no se acabe en medio de la travesía y tenga uno que dejarse ir a la deriva hacia donde quieran las ondas empujarlo; quizá -genialmente- sobre la ribera deseada; más probablemente encallado en alguna escarpadura de la costa de salida.




2

Hay tiempos que aparecen poseídos de vértigo, vociferantes, exaltados, terribles. Tiempos y almas así. Durante esos tiempos, hombres como D. H. Lawrence caen en sueños que parece han de ser eternos, «odiosos sueños en los cuales lucha uno por despertarse sin poder conseguirlo». En estas almas todo es confusión, y si no lo es, conviene que así parezca, porque aún es más desoladora la nitidez, la pura y limpia verdad, como ocurre en el Karl de No el asesino, sino la víctima, es el culpable, que está más tranquilo cuando se siente oscuramente agitado, sin alcanzar a leer la última explicación del temor que experimenta ante su padre, que cuando cree que el gran sentimiento de esta vida es el odio, el odio fundamental del hijo hacia el padre, revelándonos el secreto de un mecanismo, que Freud supo descubrir, de un odio o de un amor que ni se funda en la bondad ni en la maldad: simplemente en el hecho de ser el padre. Así, cuando el hijo mata a su padre, «no el asesino, sino la víctima, es el culpable». Si preguntáis cómo entonces no hay más hijos que destruyan a sus padres, Werfel os contestará: «¡Sí! Los matan. De mil maneras: con el deseo, en sueños, incluso en el instante en que creen temblar por su vida.» «Cada padre es este Laius que engendró a Edipo; cada padre expone a su hijo en el desierto, por temor a que le arrebate su soberanía, es decir, que sea otra cosa, que siga profesión distinta a la que el mismo ejerce, no comparta sus opiniones, las de él, su padre, sus proyectos, sus deseos sino que, al contrario, los niegue, los destruya, destierre esta realeza y coloque en su lugar a su propio capricho.» ¿Quién dice esto? Un ser que comprende por qué su padre, militar, le ha obligado a pasarse la vida en Academias, en cuarteles, en lucha constante para hacer de él un buen oficial, un oficial modelo, según el tipo de sí mismo; por qué le ha negado la libertad de entregarse a su destino y desde niño se ha colocado sobre él curvando su voluntad hasta aniquilarla.

Tras de la rebeldía llega la lucidez, al final de una novela, de esta primera novela de Franz Werfel, que es toda ella un puro delirio, alucinante, desagradable y fascinadora. Un soñador y un soldado; parece que ha de dominar éste; pero en la instancia suprema es, como siempre, el soñador quien cierra el diálogo después de haber pasado por etapas de temor, amor, odio y comprensión. Una larga lucha: el niño es bueno; los anarquistas lo dicen y Karl lo sabe. «Es preciso hacer la experiencia de la opresión por el orgullo de los adultos, del relajamiento por la testarudez egoísta de los padres para que su alma sufra el daño irreparable que engendra esta fiebre enfermiza: la voluntad de dominio.» El niño, Karl, no desearía más que un poco de ternura, libertad para marchar alegre por su senda, que no es culpa suya sea distinta de la de su padre; no aspira sino a que se reconozca el sentido trascendental de sus juegos, ¡pero! de pronto comienza a gustar el áspero sabor de la batalla y ya en ella la ambición, el deseo de triunfar y el amor de la victoria. Y su vida es una pesadilla. Un parricidio simbólico, el crimen que otro hijo comete en circunstancias semejantes a las suyas, con la distinción de que aquí el padre era bueno, nada regateaba a su hijo, que lo domina, nada, salvo su destino. «En última instancia, resulta casi indiferente saber si el padre era duro o complaciente.»

Almas así, decía, llegan a aclararse: la comprensión acaba con el odio y reaccionan, vuelven a esta vida y a estos deseos nuestros de tierra y de luz. La pesadilla se va al encenderse la mañana en un amanecer presagio de otros muchos que traerán noches apacibles como rubias horas de labor. El deseo de Karl, el protagonista de la novela, es bien simple: «después que he vivido la realidad, aspiro a tener un hijo», reconociendo así que lo anterior a esa realidad que despunta no lo era, y sí mal soñar.

Reconozcamos la vitalidad de la cuestión que Werfel plantea y que ya ha sido presentada con anterioridad. Charles Peguy hizo notar algo parecido al advertir que «Es una de las mayores dificultades, digamos la palabra, es una de las mayores, de las más graves contrariedades internas, si no la más grave (por eso no me sorprende que no se nos hable de ella en ninguna parte) de la pedagogía -yo quiero decir, naturalmente, de la paternidad, de la paternidad espiritual y de la paternidad carnal-, la tendencia invisible que tenemos, la tentación de utilizar, de hacer que nuestra cuenta sirva para nuestros hijos, para las generaciones siguientes.» Y lo que bajo el estilo tenaz de Peguy se refleja es esta misma cuestión del vano esfuerzo que los padres enderezan a labrar un camino a sus hijos por la misma ruta que ellos han recorrido. Se quiere mal a los hijos, deduce Peguy en la coyuntura, «se cree que el amor paternal es querer que su vida sea continuación de la nuestra. Que nuestra instalación valga para ellos». Cuando lo que justamente rechazan los hijos es la instalación hecha a la medida, a la medida paterna; cuando su esperanza y la del mundo está en el fraguarse un destino a la intemperie, comenzando por ellos mismos, en un vivir donde el riesgo tenga su parte y el azar la suya, que todo lo demás se les dará por añadidura.

Acaso sea que en el amor siempre hay un elemento más o menos ponderado de hostilidad ardorosa, que llega en los casos patológicos al sadismo corporal o del espíritu. Incluso en este amor que une al padre con su hijo y que es, a pesar de todo, la forma suprema de la devoción, del sentir que no hace falta unión, puesto que se es uno en dos cuerpos, que hemos salido de aquella vida y de aquella sangre, y que todos los dolores son comunes y todos los sentimientos definitivos, siendo nosotros un eslabón más en el sagrado misterio de la continuidad de la vida. Recordemos la Ursula de Mujeres enamoradas, de Lawrence: su amor por Birkin es definitivo, enterizo, y he aquí que siente que lo odia. «Ni era temporal este odio; ella no le detestaba por una cosa o por otra; no deseaba hacerle nada, tener relación alguna con él. Hubiérase dicho un rayo de hostilidad esencial, un rayo luminoso que no sólo la destruía, sino que la aniquilaba, revocaba todo su universo.» Y esto en un amor de amante, de mujer íntegramente entregada; ¿qué elemento se nos escapa en esta relación que no alcanzamos a percibir? Algo que está fuera de la razón, irracional, quizá un algo divino, acaso un algo humano cien por cien.




3

El problema de las relaciones entre padres e hijos ha vuelto a ser tratado por Werfel en uno de sus libros recientes -Die Geschwister von neapel-, que narra la historia de una familia napolitana en los primeros años de régimen fascista, dándole a la cuestión otras dimensiones y diverso acento. El viejo Domenico Pascarella vive rodeado de sus hijos, sin imaginar que éstos son seres vivos, ardientes, que pueden conocer la inquietud, cerrado a cuantos acontecimientos vienen de fuera, haciendo de la casa un recinto sagrado al que sólo pueden llegar los aires que él mismo acerque, desconociendo que «nuestros propios hijos nos son más extraños que los papúes de los antípodas». Hay trazada una norma que no es posible transgredir, aunque se quiera, porque va impresa en las venas, la lleva la sangre caliente y cada latido en los pulsos nos dice de su existencia; querer violarla sería ir contra el propio ser; la ley es la vida misma, se identifican; ir contra ella es tanto como suicidarse; atacarla es herirse uno mismo. Por eso en este círculo familiar no es preciso restaurar autoridad alguna; «la autoridad es, no se la restaura», dice don Domenico; la ley previene cómo ha de ser la conducta de cada cual en todos los momentos; el padre todopoderoso no deja nada descuidado, siempre previsor por sus hijos, que, en cambio, ha de abdicar en él su voluntad de un modo absoluto. La paternidad es la base y el fundamento de la vida; los hijos vienen a ser como una prolongación del padre, que se reserva la decisión en lo importante como en lo minúsculo, que traza los deberes y señala en el repertorio de los placeres los que han de gozarse y los prohibidos.

Esta novela sirve para que contrastemos el punto de vista del padre con el que en El culpable es la víctima sostienen los hijos. No complejos de Edipo, no reminiscencias freudianas, sino un hombre íntegramente padre, que todo lo exige como tributo natural que se le debe, aficiones, reservas, todo debe inclinársele; padre que se hace querer con un tembloroso amor que no sabe separarse distintamente del pánico, expectante del gesto, adorándole y deseando liberarse de él por cualquier camino: el suicidio, el amor, la religión. Para Domenico Pascarella, toda oposición resulta inconcebible; la ley ante todo, por encima de la felicidad o desdicha de los individuos, que importan menos que ella. Rebelarse contra la ley es el pecado que no tiene remisión; y si la tiene, como en el caso de Gracia, es cuando el padre, deshecho, ve como ruedan aniquiladas todas sus ideas y cómo va destruyéndose velozmente el edificio que con sus hijos ha construido a espaldas del mundo, del enemigo.

Las figuras femeninas de esta obra tienen el perfume de un viejo cuadro italiano. Gracia es el amor, la pasión sin horizontes, que va milagrosamente arraigando en sí misma, nutrida de ese temeroso anhelo esperanzado que es en el fondo el misterio de la vida. Annunziata es la insignificancia. Hay una mística de la insignificancia, mejor dicho, de la vulgaridad, que conduce a la exaltación por el rebajamiento de los seres oscuros y débiles cuya única fuerza reside en agudizar hasta el límite su debilidad al modo que los faquires se salvan del dolor en la cima de la angustia por el exceso de sufrimiento; es también su única posibilidad de singularizarse por un lado y de confundirse por el otro con la masa de los deseos y los azares comunes. El débil que no lo es bastante como para inspirar compasión, se verá arrollado en cada coyuntura por quienes en su paso apresurado no le verán o fingirán no apercibirle, en tanto que si fortalece e incrementa su flaqueza veremos a los transeúntes dar un rodeo para no pasarle por encima, acaso dejar un óbolo en su bolsa. Cuidando de no cruzar la frontera que le separa de los elegidos, sin aparentar que va pausadamente cimentando su propio ser aparte, educándose, ya que, como expresó Montgomery Belgion, la educación, que antes tenía por objeto la formación del carácter, hoy tiene como tal el robustecimiento de la personalidad; el débil forjará día tras día las armas que le harán triunfar.

Annunziata, la dulce virgen werfeliana, no tiene la debilidad suficiente que podría salvarla; la resignación, que es su fuerte, no consigue cristalizar en un misticismo de amplias aspiraciones que, al desarraigarla, la empuje hacia lo alto, como una marea que arrasando todo a su paso llegue a besar con sus lágrimas las cumbres del ensueño, que para ser alcanzadas hay que desearlas con un afán duro e irreprimible.

La novela, como casi todas las de Werfel, se cierra con una interrogación. Los Pascarella tenían su mundo, su ley; uno y otra se ven destruidos. «Otra edad comienza. ¿Cuál?» El novelista avanza sobre el tiempo nuevo, no con la ansiedad de briscar su destino, que él sabe es más belfo envuelto en la niebla de lo incógnito, sino con el oído atento de quien adivina el ruido de pasos que en la lejanía se producen en camino hacia metas que presume. La belleza del misterio se hinca en su carne, y aprieta los labios para no gritar el júbilo de los tiempos nuevos, para no revelar secretos que en un temblor percibió bajo los vagos ruidos de la noche, gozoso de haber abandonado un mundo estrecho, con límites establecidos, y tener ante sí abierto el rumbo de lo ignorado, donde no se sabe el nombre de la rosa, ni el acento de los mares, ni el capricho del viento en el vuelo, donde no se conoce el ayer, porque están los días suspensos en la esperanza y las horas tienen duración de siglos.

Franz Werfel, judío de Dios, mira hacia ocultos laberintos en donde se ha perdido la sorpresa que ayer imaginaba inmediata. La novela le cuaja en su ceñida dimensión adecuada, creador del misterio, lírico de lo trivial, forjando en torno a sus criaturas un ronsel que las caracteriza como seres de un sueño poblado por caras amigas en tensión a través de una teoría de accidentes como puede ofrecerlos la crónica de sucesos de cualquier diario, y que hallan prestigio en aquel nimbo que las limita, en la efusión poética al narrar los hechos y sus consecuencias.




4

La obra más importante de Franz Werfel es Bárbara. Casi un millar de páginas de apretado texto que guardan la simple historia -en parte puede ser autobiografía- de un pequeño burgués austríaco que nace poco antes que el siglo, coincide su juventud con los ásperos días de la guerra y madura en las horas difíciles de la postguerra cuando su país quedó deshecho y su vida desorbitada por el torbellino sangriento.

Fernando R. conserva prodigiosamente la memoria de cuanto ha sido su vida; dóciles a la evocación, le llegan los exactos recuerdos de su prehistoria. Imágenes «que se acompañan de sensaciones de una suavidad casi milagrosa que parecen vestigios de una existencia en el más allá primitivo sobre los cuales brillara todavía el rocío de las esferas angélicas». Un niño que pasear, arrellanado en su cochecito por las avenidas de un parque y que confortablemente balanceado contempla el cielo como un desfile de nubes orillado por las ramas de los árboles como si fuera el lecho de un río; las escaleras de un cuartel vistas desde los brazos del padre; la penetración implacable y tierna de la mirada paterna.

Hijo de un padre casi sexagenario, militar que desde soldado llega hasta el mando de un regimiento, y de una madre joven, salida de la alta burguesía, bella, orgullosa y pobre, Fernando no tarda en tomar partido en la previsible desarmonía que existe entre ellos decidiéndose por la austera figura del padre que tiene para las atenciones y la ternura que su madre, por razón de las circunstancias, guarda para su vida, un tanto aparte.

Bárbara es la niñera y también la diosa, la «animadora del fuego», el ser en que se refugia el niño gradualmente y por completo cuando descubierto el adulterio de la madre ésta falta de la casa que el anciano coronel no acierta a llenar, frustrándose sus propósitos de conseguir la confianza del niño, ya definitivamente anclado en otro puerto. La muerte casi súbita de su padre cuando él contaba seis años apenas si le afecta en otra cosa que en proporcionarle el día del entierro la jornada más vanidosa de su infancia por la pompa militar que le rodeó en la ocasión.

Durante los días que Fernando, convertido en un joven cadete, asiste a la Academia militar, le llega por primera vez el odio de los hombres, de sus compañeros, que presintiendo en él un ser de otra raza, consiguen, a fuerza de excitarle por la humillación, que llegue a rebelarse contra cuanto le rodea, golpeando a un superior y dando así lugar a su expulsión inmediata. El Seminario más tarde; si en la Academia era su delicadeza y su debilidad las que le colocaban en situación de diversidad -que en tales lugares vale como decir de inferioridad, por el invencible rencor de la masa a quienes difieren de su medida-, aquí es su inteligencia y su desinterés por los problemas religiosos. Alfredo Englander, judío que admira a Cristo y que no se convierte por el escrúpulo de no ser tachado de oportunista, inteligencia que se balancea sin cesar, rozándolo todo a su paso sin establecer contactos duraderos, a veces elocuente, otras simplemente charlatán, pero siempre inundándolo todo en un flujo de palabras, le ayuda a fugarse del Seminario y a comenzar la carrera de médico, sosteniéndole mientras puede, amparándole hasta que él mismo se ve desamparado. Son entonces los años de la miseria para Fernando que conoce la noticia de la declaración de guerra como una liberación y se ofrece como soldado voluntario desde los primeros momentos. En las trincheras llega a ser ascendido a teniente, y es un soldado más hasta el día que se le designa como jefe del piquete que ha de ejecutar a tres soldados, y llegado el momento, en vez de dar la orden de fuego les facilita la fuga y asume toda responsabilidad. Enviado en castigo a un puesto especial que sufre el bombardeo de ambos ejércitos beligerantes, salva su vida de milagro y queda herido de gravedad.

En Viena, después de curado, se une a un grupo de intelectuales y artistas en los momentos en que el viejo Imperio se agrieta y la desmoralización va invadiéndolo todo; influenciado por aquéllos, deserta, y se convierte en un habitual de su tertulia, colaborando de un modo pasivo en su actividad revolucionaria, sin verdadero empuje, asistiendo a reuniones bizarras y a controversias donde los más agudos temas se manejan como fáciles juguetes intrascendentes; se ve impelido por la avalancha de mítines, discursos, orgías, que el fin del Estado provoca en los días que anteceden a la crisis que anula Austria-Hungría; unido a los comunistas, cuyo jefe es un periodista, antiguo compañero suyo de cuartel, pasa algún tiempo, y viene a separarse de ello; y de todo el grupo después de la muerte de Gottfried Krasny, un joven poeta que era del grupo el que revelaba una personalidad más potente. Por esta, páginas de la novela cruzan los tipos más originales y reveladores de una época; sus propósitos indecisos, su extravagancia deliberada, sus comentarios y sus actitudes, no pierden validez al ser trasladados a un clima diferente: el nuestro, por ejemplo; la tertulia del Café de las Columnas podemos sin esfuerzo situarla en uno de nuestros actuales cafés literarios. Pasado este tiempo vacilante y turbulento, Fernando R. se hace médico y vuelve al pueblo donde vive Bárbara, donde le espera la piedad y el amor, deseoso de recorrer lo andado en una época desaparecida. Su antiguo país es ahora una nación separada de Austria; los checos han conquistado su independencia, y él es en su tierra un extranjero. Bárbara vive, sin la esperada emoción lo advierte, un gran vacío en él, y no sólo de palabras. «¡La eterna sospecha! No existe presente. Todo cuanto se vive no es sino una forma del recuerdo.» Una «sospecha odiosa» avanzó con cauteloso paso de lobo el amor que siente por Bárbara, «¿carece de órganos y de lenguaje para expresarse?». Una fuga, un desvanecimiento y la respuesta a la pregunta: no, órganos tiene, siquiera no sean los comunes; las almas tienen su explícito lenguaje brillante como el ébano y firme.

El último capítulo de la novela es igual al primero: un médico de Marina se inclina sobre su vida. Bárbara ha muerto. Fernando lo ha sentido así por una comunicación telepática, ha cogido el oro que Bárbara le entregó en su última visita y que para él había guardado en decenas de años de trabajo. Sobre cubierta, súbitamente, se inclina sobre la baranda del barco, y obedeciendo a una inspiración repentina deja caer en el agua el tesoro de Bárbara. Desde entonces, «el oro de Bárbara reposa en la profundidad del mundo. La miel de la santa y diligente abeja está segura para la eternidad y retirada de todo uso que pudiera profanarla.»

Bárbara es, pues, obra cuyos valores se asientan en planos distintos antes que nada es el examen de un hombre y de un temperamento que para ser realizado con justeza requirió profundizar en el análisis del ambiente y de la época en que se hallaba situado y de las vicisitudes azarosas que constituyen su biografía, y que, al constreñir a su ser propio a bloquearse en sí mismo, determinan su carácter, contribuyendo a la perfección y densidad de la obra; que es así un hervor de vida en fusión que se escapa aquí y allá en detalles no rematados, en admirables diseños de gentes y de tendencias, y que resulta tan acabado y tan, incompleto como la vida misma. La pasión que liga a Fernando con Bárbara y que constituye el tejido en que van insertándose los dibujos, el motivo de la melodía que la orquesta ejecuta mientras sobre ella destacan las voces agudas de los solistas: es de una calidad que no necesita sino del silencio para expresarse, porque, como queda apuntado, son las almas quienes directamente aciertan a comunicarse, que es más fuerte y más real en el alejamiento que cuando uno y otro se hallan próximos; les une la distancia, y al alejarse sienten que se acercan más que nunca, como si lo que mutuamente perciben fuese más simple escucharlo cuando una presencia real no se interpone con la violencia de lo inmediato. Las palabras no urgen porque todo parece antes que dicho adivinado, y Bárbara parece que más que sentimientos alcanza aún presentimientos. Fernando, por Bárbara, experimenta una atracción cósmica difícil de explicar lógicamente, porque lo que le empuja hacia ella es algo distinto de la razón; ¿más humano?, quizá no: sobrehumano, vertiginoso y vertical, que se le ha hecho dolor y goce de su sangre, y que es tan suyo como el pulso, que no se percibe en horas normales y que en la exaltación manifiesta su presencia con un golpeteo de vida propia. Bárbara es algo más que la «animadora del fuego», más que el ángel: es la piedad, la que está ahí agazapada, invisible, para no turbar cuando no se la llama y presente tan pronto como angustiadamente deseamos sentir en nuestra frente su pálida mano acariciadora.




5

La terminología española carece de una palabra adecuada con que designar lo que los franceses llaman nouvelle; esta insuficiencia de nuestro léxico es posiblemente la que nos ha llevado a confundir con frecuencia la novela -le roman francés- con la novela corta, pensando que sus características son idénticas y que sólo se diferencian en la extensión. Paul Morand se asombra de que pueda confundirse la nouvelle con el roman court, ya que, si indiscutiblemente aquélla ha de ser breve, cierto es también que se distingue de manera muy particular en su íntima contextura y esencia, caracterizándose aquélla, según él en que «sus proporciones le son impuestas por su mismo asunto, y no dependen del capricho del autor; una novela puede ser abandonada por el autor, reanudada posteriormente, sin que su composición sufra; por el contrario, la técnica de la novela corta semeja a la del fresco, agarra de un golpe, como una capa de pintura, y endurece inmediatamente. Una nouvelle debe ser corta; esto no quiere decir que haya que confundirla con el boceto; es un trabajo cuidado, no un borrador apresurado; todavía más que la novela vale por el acabado. La novela es lo que cada nuevo genio la hace; la novela corta obedece a leyes propias que no han variado desde el Renacimiento. Tiene por objeto aislar un personaje, una acción, despojarlos de lo accesorio, extraerlos de la vida, mientras que la novela tiende a sumergirnos en una atmósfera». « ...no hay ejemplo de una novela corta buena que no esté técnicamente lograda. Un escritor que no sea un artista no producirá nunca una novela corta de calidad. La novela corta es estática; el autor no siente nacer y salir de él en un embarazo oscuro todas las consecuencias de su obra: las abarcó con una sola mirada. La nouvelle es un corte rápido practicado en lo real.»

Aceptada esta excelente teoría sobre la novela corta, no hacen falta mayores esclarecimientos sobre ella. Acudamos a Franz Werfel; que nos suministrará ejemplos adecuados y vivos, pues justamente algunas de sus obras menores son muestras perfectas de la finura en el trazado y de la profundidad en la capción de lo real que son imprescindibles en una buena novela corta. Las únicas obras de Werfel hasta ahora traducidas al castellano son tres novelas cortas que han sido publicadas en el cuerpo de la Revista de Occidente: La muerte del pequeño burgués, El alejamiento y Casa de tristeza. Excelentes como introducción, como excitante que estimule el deseo de avanzar en el conocimiento del escritor austríaco, y que se bastan para acreditar la mano de un artista y de un poeta que nos ofrece la patética expresión de «la muerte de un pequeño burgués» que va lentamente apagándose sostenido por el afán de llegar al día que perfecciona el seguro hecho sobre su triste vida en beneficio de un ser querido, y que al alcanzarlo se deshace, como si al faltarle la tensión sobrehumana que le sostenía quedara su espíritu reducido a polvo, al modo que el cuerpo del Valdemar, de Poe, al cesar de dominarle la fuerza magnética que le tuvo hipnotizado. Con una mano delicada abre la puerta de una «casa de tristeza», y rápidamente nos enseña su interior, sus miserias, revistiéndolas de una ternura que las dignifica y las acerca a nosotros despojadas del carácter banal y de «suceso» que pudieran tener, por un admirable esfuerzo de sencillez, de inspirado lirismo ardiente, que le lleva a auscultar a sus personajes con entusiasmo y con verdad para entrar en el fondo de sus conductas y descartar así el aspecto arbitrario de sus gestos. Conocer a un personaje del tupido mundo werfeliano es tener de él una referencia adecuada a la que pudiéramos exigir llegado el momento de recurrir a sus antecedentes; y en razón de este conocimiento detallado que de él tenemos, nos es más fácil movernos en su órbita, hacer nuestro su problema y, buscar con él, apretadamente, la solución.




6

Las palabras de Rodin no tienen nada de mágicas; su fórmula no es ningún sésamo enigmático: trabajar, nada más que trabajar. Fórmula simple y enderezada contra los soñadores, los perezosos, los imaginativos. Rodin trabajó toda su vida está en su obra, porque ésta era -como siempre- absorbente, tiránica; no admitía competencias. «Rodin -escribió Rainer María Rilke- no vivió fuera de su obra. Por eso ella ha crecido alrededor de él; por eso él no se perdió, ni siquiera cuando la necesidad le imponía trabajos indignos. Porque su vida no se consumía en proyectos: por la noche daba una forma concreta a sus pensamientos del día. Para él, todo se convertía en realidad. Y eso es gran cosa, porque no se debe vivir en el sueño, el proyecto, la intención, sino que hay que esforzarse por transformarlo todo en objetos.» Fácil secreto del genio. Giuseppe Verdi aplicó siempre la misma fórmula, y así salvó la ópera que a él le salva. Verdi se siente atraído sin cesar por el trabajo; hombre inspirado, a cada instante el trinar de las aves o el gemir de los vientos fecundan en su alma fugas y melodías, de las que ha de liberarse, voluntariamente o contra su deseo, porque son más fuertes que él y le obligan a llenar de signos el pentagrama con su escritura fácil de profesional. Toda su vida, su justificación, está en salvar la ópera italiana, el melodrama musical que, desaparecido Rossini, se siente declinar. Avanzados los días, Wagner interpone su drama musical, y Verdi siente la amenaza en sí mismo y en su obra.

Este momento, en que Wagner y Verdi, arquetipos de genios y culturas disímiles, cruzan sus miradas bajo el claro cielo de Venecia, ha seducido a Franz Werfel, que ha creado en torno suyo una de sus obras más bellas. Verdi, novela de la ópera, es el libro de la poesía y de la música. Poesía en la forma y música en el tema. Las dudas del maestro italiano, que no apercibe que su obra es inmortal porque la murmuran los labios del pueblo como una anónima canción más creada por el pueblo mismo. Una novela alrededor de los dos músicos que tiene vigor e interés propio y que no separa a Werfel de su designio principal de esclarecer el oscuro germinar de la creación, de las dudas y de las sombras que rodean su gestación y del impulso invencible que, arrastrándolo todo, hace que emerja la obra que el artista venía fatalmente obligado a dar, sumergiéndonos en un mundo fantástico, espeso, apasionado, que no es sino la conciencia ardorosa del creador que, enervado, desfallece y destruye su obra inédita de diez años, abandonando para siempre el trabajo, pero que después reacciona y, pasada la crisis que parece traer de nuevo el genial ardor, se vuelca en el esfuerzo y florece en el Otelo que es la revancha magnífica de sus años de esterilidad.

Franz Werfel ama la música y el rostro enjuto y arrugado del maestro. Su obra Verdi es un largo poema de entusiasmo que se transmite al lector con su fe y su optimismo. Nada más lejos de una biografía, puesto que cronológicamente se limita a los últimos años de la vida del maestro; tampoco crítica de su obra: ha escogido los momentos en que Verdi trabaja menos, encendido de dudas y de preocupaciones. Apología de Verdi, novela de la ópera, elogio de la música italiana y de su melodía. De la «santa melodía que es ella misma Italia»; de la melodía que un inválido recrea, inventa, desde su sillón de artesano enfermo, sin que haya que descubrírsela, porque la melodía no es una ley arbitraria, una invención técnica, sino «una ley natural revelada y honrada por el genio italiano».




7

Ocurre con frecuencia que un escritor, e incluso un gran escritor, no acierte en sus novelas a dar el tono de diversidad que el manejo de vidas diferentes, con sus distintos climas y la multiplicidad de sus pasiones requiere para que la obra adquiera el sello de apariencia y de realidad que necesita. El autor no debe asomarse directamente a las páginas de su obra si no quiere deformarla violentándola con su presencia; puede vivir, y es suficiente, en uno de sus personajes, jugándoselo todo a esta carta si pretende dar a la obra tono de confesión, de autobiografía; pero ha de evitar que nos llegue su sensación personal en los restantes. Atenerse a esta elemental previsión parece fácil, aun para el caso de animar la obra con las propias opiniones; puede un Stendhal estar siempre en este Julián o en aquel Luciano, y nunca veremos la mano que agita las marionetas, que una vez dado el impulso han de agitarse por cuenta propia. Mas, ¡cuidado!, un tirón brusco de la mano creadora puede rectificar una ruta correctamente iniciada.

Crear un mundo propio y dejar que sus habitantes se muevan en él como seres libres, arbitrarios incluso, tal ha sido el buen sistema del buen novelista que Werfel no tuvo que inventar. El logro lo dará el que este mundo, sin dejar de ser personal, desprenda cálido aliento de cosa humana y próxima, que se envuelva en misterio, y saturado por la música de su creador sea en un tiempo nuevo y tradicional, específicamente sencillo, como el saludo de un anciano desconocido.

La sencillez es siempre un valor auténtico, a condición de que se utilice de un modo artístico, realzada por el arte, de tal manera, que cualquier contacto con la vulgaridad aparezca alejado y que venga a ser expresión real y directa de una situación o de un estado de ánimo propicio para ser expresado así. La facultad creadora suele ir unida a cierta terrible facilidad de ser sencillo; terrible facilidad, porque, siendo como es terreno resbaladizo, el riesgo de terminar desembocando en la simplicidad, en la pobreza de expresión que puede tomarse como indiciaria de una penuria de medios que acaso no exista en la medida supuesta, es considerable. Para el artista no hay problema en tales términos: la comprensión le salva, el absorber previamente aquello que trata de expresar; primeramente avanzará de un modo intuitivo, casi a tientas, que se transformará con lentitud en deliberado y querido. Dominio simultáneo de su obra y de sus medios, acuerdo entre éstos y aquélla, hasta lograr que la materia dócilmente se le entregue y pueda su labor tener aquellos caracteres específicos que sólo el acuerdo expresado podía infundirle.

Ser sencillo es nada menos que ser humano; por tanto, arbitrario, tierno, alegre, apasionado; expresar los sentimientos y los pensamientos tal como viven en el artista. La sencillez es en sí misma sutilidad, acaso también en su forma extrema, y ya de vuelta, ironía, sentido del humor profundo que mana de lo insignificante y de lo vacío que puede estar un gran edificio; es también y sobre todo precisión, y en el caso de Werfel, poesía. Es acento humano, como el traslucido por la mirada dolorida de los Cristos castellanos, que, sin dejar de ser una abstracción, impresiona como una llamada inmediata a nuestro dolor.

En Franz Werfel todo es sencillo como el amanecer; su obra tiene la pureza de línea y la gracia que arranca de la fatalidad de su destino creador, resaltando en un horizonte nublado por las doctrinas -el arte por el arte, el arte al servicio de-, pululante de teorías que no llegan a cuajar en obras, y cuyos hombres se agotan buscándose a sí mismos con el jadeo estéril de hallar una personalidad. Werfel se ausenta de las preocupaciones técnicas consideradas como fin; la técnica está en él y no fuera de él; invisible y constante, igual que el estilo -vieja palinodia que no hay por qué entonar en la coyuntura-, como ha de estar en el que nace artista por contraste con el que se hace artista.

Franz Werfel nació en Praga en 1890. En una Praga muy distinta de esta de ahora, profesoral y democrática: valses se oían en los atardeceres y un anciano reinaba sobre Austria-Hungría.





Indice