Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Sobre la novela picaresca contemporánea

Gonzalo Sobejano





Cuando en el primer año de este siglo publicó Baroja sus Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox, el anciano don Juan Valera decía: «... Baroja, sin querer acaso, pensando en muchos libros extranjeros que sin duda ha leído, se ha puesto a escribir y ha escrito las aventuras de Silvestre Paradox, y ha renovado, como puede ser renovada en nuestros días, con diversos trajes, usos, costumbres y aficiones, nuestra antigua novela picaresca»1.

Recuérdase aquí esta opinión de Valera porque suele creerse que la resurrección de la novela picaresca dentro de nuestro siglo principia con la trilogía La lucha por la vida (1904-1905). Pero tres años antes, a Valera ya le parecía picaresca la historia de Silvestre Paradox por razones de contenido (aventuras de un sujeto en lucha por el vivir, visión satírica de ciertas gentes) y de forma (larga serie de cuadros realistas), Y el género picaresco, en eso consiste esencialmente: en el relato procesional de las aventuras de un vividor, entretejido de expansiones críticas sobre la realidad circundante. Los vividores de la citada novela de Baroja no son mozos de muchos amos ni embaucadores o ladrones: son bohemios, gente perezosa que detesta la vida regular y se abandona con gusto al azar de la hora presente. Pero las aventuras de esos inventores extravagantes, coleccionistas, bibliófilos o literatos, referidas por su orden sucesivo, en forma suelta, abierta y sin conclusión, revelan un mundo menesteroso con los rasgos de franqueza y los matices de sátira usuales entre los antiguos autores.

Cerca andaba Valera de la verdad suponiendo que Baroja había renovado el género «sin querer acaso». Todo lector de Baroja puede fácilmente comprobar que la novela Silvestre Paradox está urdida a base de un poco de invención alrededor de tipos y anécdotas reales que el propio Baroja describió y narró más tarde en sus Memorias. No parece, pues, que se propusiera Baroja con tal novela imitar el viejo relato picaresco, sino dar forma novelada a un mundo de bohemia literaria que por su personal experiencia conocía. Sin embargo, ya en esa narración aparecen, aunque tímidamente, los mendigos, los vagabundos, las busconas, el hampa de Madrid. Y en relación con estos bajos círculos es muy probable que Baroja, además de a la realidad directamente contemplada por él en los suburbios, atendiese a lo sugestivo de ciertas comparaciones que venían estableciéndose entre los pícaros de antaño y los hampones de entonces. En 1898 salía a luz en Madrid un libro de Rafael Salillas: El delincuente español, Hampa (Antropología picaresca), dedicado a la memoria de Mateo Alemán y en el cual se estudiaba la psicología de los pícaros, gitanos y ladrones como parcela de la psicología del nomadismo, estado social producido por la movilidad de la base de sustentación o diseminación de los elementos nutritivos sustentadores; por la pobreza, hablando con sencillez. A vueltas de innúmeras pedanterías más o menos derivadas de Lombroso y Nordau, insistía Salillas en que la cualidad picaresca no era patrimonio exclusivo del pícaro, sino común a otras muchas personas de diferente clase o profesión. Y he aquí que Baroja, antes de componer su trilogía La lucha por la vida, dedica dos breves ensayos a defender, en otros términos, la misma idea. En el titulado «Mala hierba»2 expone su convicción de que el hampa o golfería miserable se halla repartida por todas las clases sociales a modo de vegetación sofocante. Con mayor amplitud trata Baroja idéntico tema en el ensayo «Patología del golfo»3. Golfo es palabra de introducción reciente y que, según él, responde a una realidad nueva: la de un tipo de hombre que, separado de su clase por cualquier motivo, ha perdido las ideas y las preocupaciones de aquélla, sustituyéndolas por una filosofía propia que viene a ser la negación de toda moral. El golfo es un detrito de las distintas clases sociales. Golfo es el buscón o ratero de los arrabales, el empleado corrompido, el político mendaz, el aristócrata que vive del dinero de su consorte. Unos golfos se sostienen sobre la cuerda floja de cierta aparente honradez. Otros caen por la pendiente del delito. La democracia española, fijando la atención del hombre en el progreso social y no en el moral perfeccionamiento, es, según Baroja, la causa primaria de la golfería. De estos estudios de carácter sociológico podría decirse que forman el sistema valorativo en el que se articulan las deshilvanadas escenas de La lucha por la vida. Y se impone preguntar si, en efecto, picardía y golfería son lo mismo.

Parece fuera de duda que aun el ejemplar más amable de la picaresca antigua, Lazarillo, ofrece ya, en el final nada terminante de su vivaz historia, cuando alcanza el oficio real de pregonero y comparte a su esposa con su bienhechor, un grado de deshonor que vulnera el principio moral menos atenido a normas. Y si en el infantil y cordial Lazarillo no habita el honor, el decoro respecto a su condición humana y social, ¿para qué hablar de sus descendientes? El pícaro de 1554 es, pues, muy semejante a ese golfo aristócrata de que habla Baroja en 1904, el cual vive de las rentas de su esposa o de las ventas de su querida. Picardía, en este sentido moral, equivale a golfería. En distintas circunstancias históricas, desde luego, pero con equiparables consecuencias.

En 1550 o en 1600 ningún escritor se hubiese atrevido a narrar la vida de un pícaro distinguiendo entre él y el pícaro. Una muralla de prejuicios separaba a los hijosdalgo y a los hijos de nada. La historia de éstos corría a su propio cargo y adoptaba un tono de grotesca nadería, cuya trascendencia sólo podía estar en la crítica moral y social adyacente. Por eso Lazarillo, en su original y en sus dos continuaciones, se cuenta a sí mismo burla burlando; y esto es lo que hacen Guzmán, Justina, Berganza, Rinconete y Cortadillo entre sí, Marcos de Obregón, Pablos de Segovia, el donado hablador, Teresa de Manzanares, Gregorio Guadaña, Estebanillo González. Ahora bien: al surgir poderosa la burguesía en el siglo XIX español, estableciendo entre la clase alta y la baja el ancho y movedizo vado del dinero, la separación antigua fue borrándose. Siguió habiendo pícaros, pero no sólo entre los que aspiraban a subir, sino entre los que se vieron descendidos y entre los que procuraban mantenerse a flote. De otro lado, recuérdese que ya el pícaro antiguo acusaba con frecuencia como peores que él a miembros más felices o elevados de la sociedad de su tiempo. El pícaro de anteayer es, por consiguiente, equiparable al golfo de ayer y de hoy. Por este camino resultaría difícil acotar la extensión que haya cobrado en nuestro siglo el relato picaresco. Más que a los personajes debemos recurrir, para encontrar los límites, a la acción, la estructura y la trascendencia de la novela.

El escritor moderno ha aprendido a ocultarse tan por entero detrás de lo que narra, que sabe ciarnos en tercera persona la sensación de relieve absorbente que pueda tener la autobiografía. No es la forma autobiográfica lo decisivo en la novela picaresca, sino el despliegue de la vida en muestras que se van sucediendo como sumandos, sin otro corolario que esa mostración acumulativa. También es decisivo que uno o varios protagonistas condensen la conciencia que critica y juzga. Y es, sobre todo, esencial que la actitud de ese o esos personajes nunca sea o aparezca más moral que la de los otros, sino tan inmoral o más que ésta, pero siempre más lúcida, más reflexiva. Sólo con esta condición puede el pícaro -el autor a través de él- criticar, hacer ver la realidad del mal; función noble y purificadora como pocas.

«Andrenio» llamaba a La lucha por la vida «trilogía picaresca» y veía en la resurrección llevada a cabo por Baroja no un ensayo arqueológico de imitación, sino un producto de la observación de la realidad. Refiriéndose a La busca, primera pieza del tríptico, señalaba que su protagonista era un golfo, «el pícaro de los días actuales en una de las manifestaciones más genuinas»4, notando también la semejanza estructural entre la novela picaresca y esta obra de Baroja, desprovista de exposición, nudo y desenlace, construida como narración serial de aventuras, «que es al cabo la forma natural de la vida»5. Las diferencias hallábalas principalmente en la variación del medio histórico y en el cambio del concepto general de la vida: mayor degradación en el hampa moderna y un tono más pesimista y sombrío.

A nuestro juicio, la diferencia fundamental consiste en que Baroja presenta la mala vida de los golfos no como un extravío moral paliado por las gracias del ingenio, sino como lucha por la vida en sentido biológico y sociológico. Manuel Alcázar, el protagonista, viene a Madrid y pasa por todos los grados de la servidumbre y del peligro: mozo en una pensión donde su madre trabaja de criada, aprendiz de un zapatero, recadero en una tahona, ayudante de un trapero, ladrón y vagabundo cuando no halla otro empleo, pasa luego a escribiente en una agencia de enredos, sirve de cebo en una fracasada estafa, entra de cajista en la imprenta de un periódico adquiriendo así la categoría de obrero y termina completamente aburguesado, casándose y dirigiendo una imprenta de la que es propietario. A través de este ascenso, el primitivo golfo recibe lecciones de energía de un aventurero inglés, que encama la voluntad de poder más o menos nietzscheana. Y aunque Manuel acabe probando y aprobando la tibieza del bienestar burgués, el autor nos hace ver, junto a las llagas del vicio y la pobreza, lo que esas miserias de la clase baja tienen de estimulante para forjar la voluntad de superación.

Baroja decía de los golfos que eran nietzscheanos sin saberlo y explicaba el éxito de Nietzsche o de Gorki por la amoralidad egoísta preconizada por ambos, «que halaga el instinto anárquico que todos llevamos en el fondo»6. Sobre el individuo humilde y errante que quiso ser Baroja ejercía intensa seducción el pícaro, el golfo, el vagabundo, el aventurero. Reacción romántica y esteticista de un intelectual asqueado de la prosperidad de la masa burguesa, conservadora y sedentaria.

En La busca hay momentos que recuerdan de modo inmediato la antigua novela picaresca: así cuando se describe la grasienta sopa de huesos y garbanzos en la pensión, escena que por el asunto y por cierta exageración caricatural trae a la memoria las escenas del pupilaje en Guzmán de Alfarache y en el Buscón; así también aquella sensación de holgura y libertad que Manuel experimenta al encontrarse sin empleo en el arroyo, comparable a los elogios de la vida picaresca en boca de los ejecutores de ella; o también, la sopa boba que Manuel, como Pablos, busca y encuentra, no en un convento, pero en un cuartel. Con todo, la obra debe mucho más a la observación de la realidad y al gusto de Baroja por la gente libre y errabunda, gusto avivado por la lectura de autores como Gorki, Verlaine o Nietzsche, que al propósito deliberado de restaurar la novela picaresca del Siglo de Oro. Más tarde saldría Baroja a la defensa de esta novela; pero no creemos que en 1904 tuviese conciencia de hasta qué punto estaba dando continuación a dicho género.

Y aquí no será inoportuno recordar que la antigua picaresca, cuya influencia sobre la novelística moderna preparan en el siglo XVIII Lesage, Fielding o Smollet, no había tenido en la España del siglo XIX resonancias notables. El hampa aparece, sí, en El diablo mundo: el Tío Lucas, la Salada, la cárcel, la banda de ladrones. Y algún costumbrista, como Vicente de la Fuente, según ha mostrado Montesinos7, lleva a sus artículos y cuadros de costumbres tipos, rasgos y maneras estilísticas de la narración picaresca, pero como mero esfuerzo de arqueología literaria, sin porvenir. Más tarde, la atención de los grandes novelistas del realismo y del naturalismo se vierte casi exclusivamente sobre los ambientes burgueses. Pero, verificado ya hasta la saciedad el reflejo de tales ambientes medios, el momento crítico de 1898 -momento de estancamiento burgués y efervescencia proletaria, de guerra colonial catastrófica, y de difusión del anarquismo y el radicalismo aristocrático- traspone el interés de los novelistas de lo típico a lo excepcional, de la zona media a los extremos. Agrietadas ya las clases sociales, la mala hierba de la golfería cunde a través de ellas. Y aunque Galdós se anticipara en no poco, el primero que acudió a novelar el orbe de aquella picardía fue Baroja. «La gente pobre de la calle -dijo mucho más adelante- me parecía de más interés y más pintoresca que los burócratas y los tenderos. Quizá esta idea me hizo aficionado a recorrer los suburbios»8. Entre los artistas de su generación se penduleó entre el anarquismo de los hombres humildes y errantes y la aristocracia nueva de los superhombres. En cualquiera de ambas posturas, que en Baroja conviven, se da el mismo rechazo de la anodina y paralítica burguesía como una inconformidad del individuo con la clase a que, por nacimiento y medios, pertenece.

Bajo un prisma de gruesa propaganda ideológica reflejó la vida del hampa madrileña y sus aledaños burgueses, siguiendo la iniciativa de Baroja, Vicente Blasco Ibáñez en La horda (1905). Blasco traza un alegato socialista a través de la historia del joven hospiciano que va dando tumbos de empleo en empleo hasta sumirse en la miseria y que al final reacciona vengativamente: prometiendo envilecerse con tal de asegurar a su hijo una vida sin hambre. Lo que hay en esta obra de nueva historia picaresca es sólo el ambiente, el personaje cuya vida se cuenta desde el principio hasta el momento en que, siquiera en la intención, se inicia el giro de la fortuna; pero la composición no es serial, como en Baroja, sino construida con avances y retrocesos y encaminada a crear un clímax.

En la generación de 1898 no puede registrarse ningún otro caso de moderna novela picaresca, aunque materia haya abundante en Luces de bohemia y Divinas palabras de Valle-Inclán o en Los intereses creados de Benavente, por sólo citar ejemplos muy conocidos. Unamuno, tan apasionado del Quijote y de la mística, odiaba la picaresca; a los cuarenta años de edad trató de leer el Guzmán de Alfarache, pero lo dejó por hallar en esta obra el arquetipo de la ramplonería española, de la filosofía casera y vulgar9. Este desdén era en Unamuno una forma de su enfermizo horror a la mediocridad, semejante al de Flaubert. Desde un ángulo esteticista, de sensibilidad sin trascendencia, las glosas de Azorín a los clásicos españoles pretendieron atraer al lector a la verdad emocional de la tradición. Sus comentarios a la picaresca se extienden por su numerosa y uniforme escritura desde El alma castellana (1900) hasta los últimos artículos de prensa, en los días nuestros. Pero ningún comentario suyo tan difundido como aquella semblanza del hidalgo del Lazarillo que forma un capítulo de Los pueblos (1905). Semblanza de una gran delicadeza en el pergeño, pero sumamente falaz. Ese hidalgo hambriento que toma por criado a Lazarillo y a quien éste se ve obligado a mantener, tiene, todos lo recuerdan, un amor, un orgullo: su espada. «Esa espada -dice Azorín- es toda España; esta espada es toda el alma de la raza; esta espada nos enseña la entereza, el valor, la dignidad, el desdén por lo pequeño, la audacia, el sufrimiento silencioso, altanero», que sería «una de las raíces de la patria»10. A pesar de la belleza de lo cual, guardar una espada inútil, aunque reluciente, no es indicio de fortaleza; ni dejarse mantener por un niño, prueba de sufrido temple; ni la sobriedad, dado que sea un carácter del español, rasgo del que convenga sentirse orgulloso, cuando sólo consiste en un hábito de pobreza ociosa y no en la exclusión consciente de lo que, por innecesario, no se quiere obtener o guardar.

La generación filial del 98, la de Ortega y Gasset, Gómez de la Serna o Pérez de Ayala, segregó de su ideario toda afición popular, anárquica o bárbara, escogiendo y reforzando el afán selectivo y minoritario que su predecesora en parte había iniciado. Ortega, en un escrito de 1910, publicado en 1915, arremetió contra la novela picaresca española. Glosa y réplica a ese ensayo, que principalmente se ocupaba de Baroja, son ciertas páginas de éste en La caverna del humorismo (1919). Distinguía Ortega entre la literatura de los nobles y la de los plebeyos: aquélla irrealista, mítica, elevada, estilizada, ya linda y conceptuosa, ya rada tal vez y bárbara, pero siempre creadora; la otra, a ras del suelo, burlona, igualadora, democrática, maligna. Literatura de trovas y gestas, la primera; de danzas de la muerte y romanzas de la zorra, la segunda. Creativa y noble la una. Villana e imitativa la otra. «En los siglos XV, XVI, XVII, estas dos literaturas, la amante y la rencorosa -decía Ortega- dan proporciones clásicas a la interpretación de la novela, parcial en ambas. El tema de amor e imaginación se enciende como un espléndido fuego de artificio en el libro de caballerías. El tema del rencor y la crítica madurece en la novela picaresca. La primera novela integral que se escribe [...] es el Quijote, y en ella se dan un abrazo momentáneo [...] amor y rencor, el mundo imaginario e ingrávido de las formas y el gravitante, áspero, de la materia». Y a continuación perfila el filósofo un diseño de la novela picaresca que va provocando las réplicas más enfurruñadas de Baroja. Diseño según el cual el pícaro es «un gusarapo humano fermentado en el cieno» que mira a la sociedad de abajo arriba con pupila ridiculizadora, corrosiva y pesimista, con arte de copia y no de creación, nutriéndose de la realidad como la carcoma de la madera. Las muchas oposiciones de Baroja desembocan en esta objeción: todas las cosas, lo mismo las elevadas que las plebeyas, son necesarias a la naturaleza y al arte, y el realismo no siempre es una copia servil11.

Esta polémica, de carácter casi social (nobleza, plebeyez), tendría continuación en el plano estético más tarde, al defender Ortega la novela hermética y morosa, y Baroja, en el prólogo a La nave de los locos (1925), la novela permeable, itinerante y democrática. Ortega influyó en la literatura creativa de su tiempo mucho más de lo que suele concederse, pero además los congéneres e inmediatos descendientes de Ortega participaron en una atmósfera cultural propicia al arte de selección, a un arte abstracto o abstraído, embelesado en el juego libérrimo del intelecto. Y ello por repugnancia de la medianía burguesa, olvido del pueblo y beatería aristocratizante. La época de entreguerras es un tiempo de obstinación maniática en no contaminarse. Pero si el arte debe pretender la mayor difusión posible dentro de los límites de la dignidad, para ello ha de aspirar a ser entendido por la mayor parte de los hombres, no rebajándose al menor nivel que éstos pudieren marcarle, pero ayudando a los menos alzados a escalar grados superiores. Ni la generación de Ortega ni la siguiente a ella se esforzaron por contribuir a tal elevación, durante largos años. Reinaba un clima de minoritarismo que iba dando primacía a clásicos menos plebeyos y sépticos que los novelistas picarescos: a Góngora, a Garcilaso, siempre a Cervantes y luego, más por su lírica pasión que por su potencia satírica, a Quevedo. Muchos estudios eruditos se hicieron sobre la picaresca en los primeros treinta años del siglo, pero ninguno sirvió para inclinar a los artistas a aprovechar mejor su lección. Sólo pueden indicarse recuerdos de ella en algunos escritores secundarios. Ciro Bayo aireó la costumbre picaresca del vagabundo, si bien bajo cierto color de rosa turístico, en obras como El peregrino entretenido (1910) y el Lazarillo español (1911). Ricardo León, el hidalgo de golilla de la novela de este siglo, ensayó ambientes picariles en Casta de hidalgos (1908) y en Los centauros (1912), esta última una «novela picaresca... cándida», al decir de «Andrenio»12. Y más tarde, W. Fernández Flórez, en Aventuras del caballero Rogelio de Amaral (1933), puso en evidencia sarcástica la innobleza de un hombre que, guiándose sólo por la estrella del honor, comete toda clase de infamias y fraudes, y ello en una forma narrativa desarrollada más por adición de historias parciales que por crecimiento interno y orgánico de una sola biografía.

Pero bien poco es esto. Y si quisiéramos saber lo que la picaresca pudo significar en esos largos años de aristocratismo literario, habríamos de recurrir a novelas escritas mucho después, como El Chiplichandle (1940), de J. A. Zunzunegui, que, subtitulada «acción picaresca», versa sobre la época de 1914 hasta la República, o como la obra del mismo autor desaforadamente titulada La vida como es (1954). Intenta reproducir esta novela la vida de los bajos fondos madrileños durante los años anteriores a la República y viene anunciada como una «novela picaresca en muy paladina lengua española». El personaje central es un espadista o ladrón de casas muy engreído, que hace del robo un arte y se relaciona con toda la golfería de un barrio madrileño. En el autor se nota el afán anacrónico de destacar al ladrón como un malabarista del delito, propósito tan superfluo como superfluo es ese calificativo de «paladina» que figura en el subtítulo. Al mismo resultado de inautenticidad y artificio españolesco contribuyen otros personajes de la ficción: la bravía manola, el novillero enamorado, el tabernero de sainete, el viejo rijoso o el carterista infalible. De nada sirven los lemas tomados a Mateo Alemán. Zunzunegui no se acredita de buen heredero suyo.

Tras la guerra civil resurge el interés por la novela picaresca, directamente o a través del ejemplo de Baroja. Abundantes estudios críticos y eruditos van tratando de aclarar lo que fue y quiso ser la novela picaresca: estudios de Américo Castro, Herrero García, Maldonado, Moreno Báez, Pedro Salinas, Valbuena Prat, etc. Pero aquí vamos a limitarnos a comentar con brevedad el eco que esa forma de la novela realista española encontró en el nuevo realismo que entonces se inicia.

Abre camino a la novela en la generación de la guerra C. J. Cela con La familia de Pascual Duarte (1942), y es curioso ver cómo en esta obra, cuyo protagonista no es un pícaro, sino un rústico asesino, se manifiesta un intenso influjo de la novela picaresca desde la primera línea. «Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo», comienza Pascual su confesión. «Yo, señor, soy de Segovia...», comenzaba Pablos en el relato de Quevedo. Tanto Pablos como Pascual tienen un hermanito menor, que muere. Ambos hablan con impasible objetividad del mal carácter de su madre y de la aspereza del ambiente familiar en que se criaron. De ahí en adelante las semejanzas, hasta en el modo entre cínico y compungido de expresarse, son demasiado obvias para que hayan de puntualizarse. Recordemos sólo que Pascual, cuando se aleja del pueblo, practica diversos oficios: mozo de estación, cargador en un muelle, sereno y rufián, tras los cuales se adivina el antiguo esportillero, paje o marido tolerante. La crítica social no se ejerce explícitamente, pero sí de un modo reticente y a través de la exposición de la propia conducta, como en la obra de Quevedo. La acción se cuenta por rigurosa sucesión de aventuras o casos, y no termina: se interrumpe.

La acumulación de lances violentos y el regodeo en la descripción de aspectos físicos y morales repelentes dio lugar a esa corriente de verismo bronco y escandaloso que se llamó «tremendismo». Creyó verse ahí un retorno a las fealdades y bajezas del naturalismo, pero, al menos en Pascual Duarte, no parece que hubiera tal intención. Su entronque en la tradición se halla más atrás y más adelante. Más atrás: en la picaresca de Quevedo, tan contraria a cualquier remilgo. Y más adelante: en la corriente superrealista, de la que Cela procede. Pero aun con toda su excentricidad patológica, que le inhabilita para, conservando su individual concreción, resumir un valor típico, Pascual Duarte es el hombre humilde y errante, maleado y desvalido, que el pícaro -más leve en todo- también era.

Dos años después aparece Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes, obra escrita por Cela con el propósito de ensayar el relato picaresco acoplado a la actualidad. El prologuista, J. M. de Cossío, señalaba todo lo adoptado por Cela del Lazarillo primitivo, pero a continuación, tratando de definir la esencia del género picaresco antiguo, hallaba en éste un idealismo de signo contrario al de la novela morisca o pastoril, ya que el pícaro tenía una visión rastrera o baja, unilateral por tanto, del mundo. Esto nos parece un error muy difundido que acaso se remonte a Ortega. Desde su perspectiva el pícaro escoge, sí, aspectos de la realidad criticables (aunque no siempre), pero esos aspectos están ahí, son susceptibles de documentación, existen; mientras que el autor pastoril, caballeresco o de aventuras moriscas o bizantinas sustituye lo presente por lo pasado y lo que sucede en el mundo por aquello que sólo se suscita evasivamente en su fantasía. En cambio, tenía razón Cossío al indicar que el tema fundamental de la picaresca, el hambre, ya no podía ser tratado por el escritor moderno sin gravedad. Evidente. Pero ocurre preguntar si en una época en cierto modo todavía feudal podía denunciarse la presencia del hambre, en el plano literario, de otra manera que aderezándola con las flores del ingenio y la burla. Pues lo indudable es que en la novela picaresca del siglo XVII se contiene una crítica moral y social cuya trascendencia consiste en señalar el mal para aviso de todos, creyentes y descamados, príncipes y truhanes. Por eso, cuando Cossío agrega que Cela evitó convertir su novela en obra de preocupación política poniendo al nuevo pícaro en contacto con gentes singulares que no representan clases sociales, sino individuos de excepción aptos para la complacencia literaria, en primer lugar se contradice, pues admite implícitamente que las viejas historias picarescas encerraban además de regocijo artístico una acusación contra ciertos estratos sociales de la vida española, y en segundo lugar pone el dedo en la llaga de la obrita de Cela. Su defecto no es otro que ser un relato solamente divertido, desprovisto de vínculos con la necesidad del mundo actual, situado en un tiempo que puede valer por cualquier tiempo, o sea, por ninguno. Hasta en los momentos más graves de esa historia, cuando Lázaro se siente acosado por el hambre, el frío, la soledad, estas situaciones se refieren a una como condición humana general: no aparecen causadas por la cita necesaria de todos los hechos concretos. Y en cuanto a los amos del nuevo pícaro (un pícaro también bastante candido), ninguno representa un tipo real y necesario: los pastores, los músicos ambulantes, el penitente, los artistas de circo, el poeta filántropo, el boticario tacaño o la nigromántica son individuos superfluos, extravagantes, que no representan nada. Esta misma gratuidad de acción y personajes recae sobre el estilo. Cela ha reconocí do más tarde que para él esta obra suya fue como un ejercicio de penetración en los clásicos. Ejercicio de recreación de una lengua sencilla, pero que con frecuencia incurre en un artificioso remedo de giros y órdenes sintácticos anacrónicos.

Ahora bien, el nuevo Lazarillo atesoraba también sus virtudes. Suponía un experimento más en ese tipo de novela de composición sumativa, novela itinerante y abierta que Baroja había postulado como la más semejante al ritmo de la vida. De otro lado, llamó la atención sobre un personaje que, exceptuada la obra de Galdós, había intervenido muy poco en nuestra novela: el niño. Y creemos que este Lazarillo de Cela fue ejemplo valioso para que otros novelistas dirigieran su reflexión y su amor a ese muchacho huérfano de padres y de guías, doloroso fruto de todas las guerras. En fin, este Lazarillo que camina por media España al azar de sus no trágicas accidencias habituó también el ojo del lector y el pie del escritor a explorar la España campesina y aldeana. Y el mismo Cela corroboró el ejemplo con sus numerosos libros de viajes. La forma esencial de la picaresca eso era: visión viandante, camino sin meta y espejo paseado a lo largo de él; si bien la tradición picaresca no hubiese influido tanto, de no haberse dado en la España de este tiempo circunstancias parecidas a las que fomentaron el nacimiento del género en el siglo XVI. Tales circunstancias venían puestas por el tras torno social y el malestar económico derivados de la guerra civil. Desigualdad acentuada, empobrecimiento, ocio forzoso de los sin empleo, corrupción. En semejantes condiciones proliferan el nomadismo y la delincuencia. Una sinfonía estridente de hambrientos de pan, de dinero y de sexo es el tema de La colmena (1951), que inaugura en España la etapa ele la novela objetivista y testimonial, con raíces temáticas y estructurales en la novelística norteamericana, pero también en Baroja (La lucha por la vida) y en la picaresca antigua, tan exenta ele análisis psicológico como esta narrativa que sólo aspira a dejar constancia del externo comportamiento humano.

Dentro de la generación de 1939, representada por C. J. Cela, sólo se dan esporádicas muestras de adaptación de la novela picaresca en Lola, espejo oscuro (1951), de Darío Fernández Flórez, autobiográfico relato convencional de una prostituta cuyo destino precipita en trapacerías, homicidios y ambiguos conatos de sentimentalismo moral13; en Las últimas horas (1950), de José Suárez Carreño, enfrentamiento de la burguesía decadente y el hampa; en algunas obras que rescatan elementos o formas de la picaresca sin renovación alguna, como Los colegiales de San Marcos (1944), de Pedro Álvarez, o las Nuevas y viejas andanzas de Martín de Caretas (1959), de Sebastián J. Arbó. En las novelas de Miguel Delibes, que tienen protagonista infantil, sobre todo en El camino (1950) y Las ratas (1962), la simpatía, el humor y la ternura con que están referidas las experiencias de los niños que habitan regiones de olvido o de miseria recuerdan vivamente al Lazarillo primitivo.

Y llegamos a la última generación de narradores. Uno de sus mejores representantes, Rafael Sánchez Ferlosio, publica en 1951 una obrita cuyo título parece anunciar otra vida de pícaro: Industrias y andanzas de Alfanhuí. Pero en lugar de la vida de un pícaro encontramos aquí la narración de los años de aprendizaje de un muchacho curioso y soñador. Concebida la obra como un cuento maravilloso, abstraído del tiempo, en ella se refieren industrias y andanzas. Pero si las andanzas se asemejan un poco a las del pícaro, las industrias no. En casa de un maestro disecador, su primer amo, Alfanhuí aprende a transfigurar la realidad en el sentido en que lo sugiere el título del libro del Abate Spallanzani («Expériences pour servir à l'histoire de la génération des animaux et des plantes», Genève, 1786): dar a los árboles coloraciones múltiples, generar hojas de pluma y aves vegetales, dialogar con los animales, conocer las virtudes secretas de la naturaleza. El pueblo entiende este entusiasmo científico y mágico como mera brujería, e incendia la casa del maestro. Muerto éste, Alfanhuí vive en la capital simbólicas aventuras, hostigado por Don Zana, figura de palo, títere odioso que representa la sequedad, la desconfianza y la falsía que habita en las ciudades. De allí escapa a visitar, en el campo, a la abuela, mítica encarnación de la tierra que siempre engendra y se renueva. Sirve a unos boyeros y, más tarde, en Palencia, entra de mancebo en una herboristería donde sigue indagando en las secretas fuerzas de las plantas, hasta que, dejado este oficio, ejecuta Alfanhuí su última andanza hacia una tierra lejana, hacia una isla bajo el vuelo de los alcaravanes y frente al arco iris.

A pesar de la fantasía, el personaje tiene algo de común con el remoto Lazarillo: su condición andarina, su mendicidad eventual, su servicio a varios amos, y recuerda en algunos momentos al nuevo Lazarillo, de Cela; por ejemplo, en la escena de la muerte del maestro en el campo de Guadalajara, semejante, aunque más emotiva, a la escena de la muerte del penitente en el Lazarillo moderno. La estructura es, además, esa estructura linear de que venimos hablando. Y los capítulos ostentan la forma arcaica del Lazarillo o del Buscón: «De cómo Alfanhuí se despidió de la abuela y volvió a Castilla», «De cómo llegó Alfanhuí a ser oficial disecador y el maravilloso experimento que a continuación se narra». Estas concomitancias hacen sospechar que Sánchez Ferlosio concibiera su obra como una novela picaresca sin picaresca, como una novela poemática de la vida infantil en que al niño, en vez de la necesidad de sortear los escollos de la vida mediante el ingenio, se le otorga la facultad de transformar omnímodamente el mundo por gracia de la imaginación.

Pero Alfanhuí constituye una excepción, sin derivaciones hasta el momento. Los novelistas jóvenes, y más que ninguno el autor de El Jarama, recogieron pronto la enseña del realismo objetivista. A ellos no les importa tanto hacer sentir la condición humana (el ser para la muerte, evidenciado en la angustia del hambre, el deseo, la enfermedad, el crimen, la cautividad o la locura) cuanto revelar las condiciones económico-sociales que determinan la conducta de un hombre. Por esta vía social la picaresca interesa tanto o más que desde el ángulo vitalista y estético de Baroja o desde el ángulo más bien existencialista de Cela o de Suárez Carreño.

Ya J. M. Castellet indicaba a raíz de la publicación de La colmena cómo en esta obra reaparecían componentes de la picaresca, conservados en Baroja: escepticismo vital, crudeza en la presentación de las situaciones, pesimismo, carácter antiheroico de los protagonistas, multiplicidad de personajes y ambientes14. Pocos años después, Domingo Pérez Minick, en su volumen sobre Novelistas españoles de los siglos XIX y XX (Madrid, 1957) encabeza sus ensayos con sendos estudios sobre Lazarillo, Guzmán y Buscón, precedidos de un capítulo acerca del «Sentido vigente de la novela picaresca». Su concepto de ésta como fruto de un realismo existencial que percibe la vida absurda y carente de sentido y como arte amoral y deshumanizado le lleva a presentarla en calidad de precursora de la novelística de entreguerras, lúdica, gratuita y falta de compromiso. Según él, la picaresca se relaciona con la novela postexpresionista y existencialista (Kafka, Caldwell, Céline, Cela) y sólo en cierto naturalismo, desesperanza y suciedad con la última novela occidental comprometida. Tomemos estas observaciones comprendiéndolas dentro de la fase de irradiación del existencialismo francés en que parecen haber surgido, y también, en parte, como consecuencia de una sobre valoración de las peculiaridades de la situación del judío, converso o perseguido. De todos modos, lleva razón el crítico al ponderar la vigencia actual de la picaresca y hace muy bien en tratar de actualizar a Mateo Alemán, el novelista de ese género menos leído hasta ahí, hasta aquí.

No es extraño que la novela picaresca haya tenido también por estos años sus detractores, harto menos inteligentes que Ortega y Gasset, y aún más acerbos. Un señor Naveros propaló, en 1957, desde la revista Destino, la calumnia de la picaresca como mal ejemplo nacional, por su carencia de idealismo y por destruir la imagen quijotesca y mística del español. A esta calumnia replicó Juan Goytisolo en su artículo «La picaresca, ejemplo nacional», que, junto con el titulado «La herencia de la picaresca», figura en su libro Problemas de la novela (Barcelona, 1959). Goytisolo pensaba así: La novela picaresca, al reflejar la sociedad tal cual es y no tal cual quiere ser, da una lección de valentía, pues en vez de abandonarse a sueños gloriosos o místicos -sustitutivos de esa realidad- se ocupa de exponer las existencias vulgares o mediocres de las víctimas de una crisis; si es literatura de copia, ello no constituye defecto, ya que para copiar se precisa tener los ojos bien abiertos; la copia de la realidad del mal encierra un valor catártico a través de la crítica de ese mal concreto y presente; en fin, los autores picarescos poseen inteligencia y habilidad para hacer llegar esa su voz crítica al público. «Mostrar que el destino del hombre es el hombre: transformar el destino en conciencia: tal es la misión del artista. Mucho tiempo antes de que los filósofos de la praxis la formularan, la máxima sirvió de espejo y guía a los artífices de la Picaresca. Escritores del siglo XX -concluye Goytisolo-, humildemente debemos esforzamos en imitarlos» (op. cit., p. 106)

Fácil es distinguir que para el joven novelista catalán la gran lección de la picaresca radica en su contenido crítico-social. Y en su propia obra, especialmente en una novela como La resaca (1961), la presentación del malvivir de las gentes menesterosas (el chico pobre que ingresa en una cuadrilla de rateros, la adolescente prostituida, el obrero perpetuamente borracho, las familias guarecidas en barracas inmundas, los exprisioneros, la turba de rapaces mugrientos y analfabetos que asisten a la catequesis, etc.) está realizada con esa valentía, esa sinceridad y esa habilidad inteligente que Goytisolo admira en Mateo Alemán o en el autor de Estebanillo González, obra ésta muy ponderada por él en lo que tiene de lúcido desvelamiento de la verdad grotesca que tantas veces se encubre bajo apariencias heroicas y gallardas.

Juan Goytisolo y su hermano Luis en Las afueras (1958) han insistido en revelar ese mundo bajo, depauperado, azotado por las plagas de la guerra y la postguerra, que sufre en las orillas de las grandes ciudades, y han creado una galería de tipos infantiles memorables: niños soñadores y fantasiosos, crueles y ávidos de amor y amistad, niños de tristeza precoz, pequeños diablos del arroyo, víctimas inconscientes del general decaimiento. En estas criaturas se trasluce a menudo un resplandor, más coincidente que reminiscente, de Lazarillo, de Guzmán, de Pablos.

Los novelistas jóvenes, víctimas ellos mismos de una niñez sombría y sujetos luego a un ambiente de centralización y estancamiento («Aquí no ocurre nunca nada... Todos los días es lo mismo», repite el protagonista de La resaca) han atendido hasta ahora preferentemente a la denuncia de la soledad y la pobreza de los campesinos, pescadores, empleados modestos y toda clase de trabajadores que roban apremiados por la necesidad o enferman de agotamiento. Ésta es la masa proletaria, engolfada o apicarada muchas veces, cuando no en patético trance de sucumbir, que pintan no pocos narradores actuales. La lección de la novela picaresca tenía que coadyuvar a una sincera, valiente y hábil actitud de crítica social contra injusticias muy determinadas.

En estos momentos parece que la novela española tiende a describir, siguiendo las mismas pautas de objetividad, el estado de corrupción de ciertos ámbitos burgueses. Las novelas de García Hortelano y las últimas de Juan y de Luis Goytisolo, entre otras, se aplican a la pintura de esa dulce vida, tras haber dejado testimonio de la amarga vida de los humildes. En todo caso, la antigua novela picaresca aún sigue ejerciendo un magisterio áspero y saludable, aunque el cambio de los tiempos impida que se filtre hasta el día de hoy algo de aquella característica que tanto ayudó a su difusión: la alegría de convertir en juego sorprendente la dura necesidad.

Compendiemos. En la generación de 1898 la expansión del anarquismo conduce a Pío Baroja a una estimación vitalista y a una crítica sociológica del golfo, avatar histórico del pícaro. La participación de esa generación y de las dos siguientes en una actitud aristocrática y minoritaria respecto al sentido y la forma de la obra de arte, produce un desvío y una depreciación de la novela picaresca como literatura plebeya y negativa. Los novelistas de la penúltima generación, actores de la guerra civil, reanudan el ejemplo de Baroja, invistiendo al pícaro o al golfo de un carácter simbólico de portador ele la incertidumbre de su destino, que es la incertidumbre del destino humano. Y, en fin, la generación última prosigue y corrobora la devoción hacia la novela picaresca porque encuentra en ella el mayor modelo tradicional de la novela que descubre y acusa estados sociales surgidos de muy concretas realidades históricas. Este siglo ha venido mostrando, hasta la fecha, con el largo paréntesis aludido, que la novela picaresca no valía sólo como género pintoresco y entretenido ni menos como florón o gala de un hipotético realismo castizo, sino que era ya el primer dechado europeo de la novela como conciencia crítica del mundo a través del relato de acciones que reflejan la vida de los hombres en su momento histórico preciso. No hay que olvidar, sobre todo, la importancia de la antigua novela picaresca como método de exposición narrativa: en su contextura, expresividad y estilo. Hablar sólo del pícaro en la novela moderna no basta15. No es el pícaro, es la novela picaresca lo parcialmente reconquistado y vivificado por la literatura española contemporánea en vista del presente y cara al futuro. Y aquí tal vez merezca memoria estimulante una cualidad formal en la que no parecen haber detenido su atención los narradores modernos: esa armoniosa integración de modos expresivos que tan poderosamente llevó a cabo Mateo Alemán en su novela: el relato objetivo de los hechos junto a la meditación subjetiva de los propósitos, estados, situaciones, consecuencias; el diálogo con el lector; el monólogo del autor-protagonista; el sabio entrelace de anécdotas y digresiones a lo largo de la relación; la yuxtaposición de estilos: grave y sublime, mediocre, humilde; la vivaz carrera entablada, en fecundante emulación, entre la fantasía y la reflexión, el entusiasmo y el desvanecimiento, la práctica y la crítica. La mostración objetiva de la realidad sin comentarios ha tenido y quizá siga teniendo por algún tiempo su grave razón de ser. Pero si se quiere pasar más allá, el estilo de nuestra mejor novela picaresca puede aún proporcionar temprano y olvidado ejemplo de otro realismo que, a diferencia de las especies conocidas, podríamos llamar realismo confesional o confidencial. Concertar el testimonio y la confesión, la comprobación y la confidencia, la atestación y la protestación puede significar un paso hacia delante sobre el mismo territorio de la debida verdad.

1964.





 
Indice