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Sobre la técnica del actor barroco1

Juan Manuel Rozas






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Al leer el teatro del Siglo de Oro somos espectadores ciegos y sordos.2 Hacemos una lectura en parte subjetiva y anacrónica, porque no podemos ni imaginarnos convenientemente cómo se movían, accionaban, entonaban sus versos, aquellos representantes. Y esto es tan radical que, ciegos y sordos, nos encerramos en nuestra actual manera de ver el mundo y la aplicamos al texto que leemos. Si esto lo hacemos con cierta lucidez y con cierta humilde ironía, sabremos que estamos actualizando ya, en la propia lectura -lo que es honrado, conveniente y hasta necesario- la obra barroca, mas si creemos que la estamos entendiendo en su profundidad temporal, la soberbia de hombres vivos frente al silencio de los muertos de tres siglos, nos estará jugando una mala pasada.

Podemos entender un soneto culterano o un capítulo conceptista. Es un problema casi exclusivo de sabiduría filológica. Pero ante un texto de la comedia nueva nos faltan dos dimensiones imposibles de reconstruir: el ademán y la entonación. Nos bastarían unas pocas «fotos» -aunque fijas-, un trozo de película -aunque fuese muda-, un fragmento de grabación -aunque sin imagen-, para iluminarnos de forma insospechada. Hemos de pensar lo cerca que estará el teatro del siglo XX para los hombres de siglos futuros ante la posesión de obras y obras grabadas -imagen y sonido- que les dejamos.

Se me dirá que exagero, si atendemos a la -relativamente- abundante documentación reunida desde Pellicer hasta Varey y Shergold. Hagamos un repaso. En cinco grupos pueden dividirse las fuentes del teatro antiguo español, que ordeno desde las más objetivas a las de mayor énfasis creativo: los puros documentos, que los dos citados hispanistas están reuniendo y estudiando con suma inteligencia;3 las páginas de los moralistas, que se pueden leer en los extractos -no olvidemos, extractos- de las Controversias de Cotarelo;4 los textos de preceptiva, bastante completos en la segunda edición del corpus de Sánchez Escribano y Porqueras Mayo;5 las opiniones de los viajeros, que se pueden otear en la colección de García Mercadal;6 y una abundante serie de fragmentos literarios, desde sonetos a capítulos de novelas, que aluden, más o menos extensamente, a la vida teatral, de los que Henri Recoules ha hecho el inventario en lo que toca a la novela, lógicamente el género que más se detiene en nuestra materia.7

Pues bien, con el acopio de documentos hemos llegado a saber mucho de cómo era el lugar teatral, de quiénes formaban las compañías, o de la economía de los actores. Con las páginas de los moralistas -favorables o no al teatro- se puede escribir un hermoso capítulo, el de la lucha por la libertad teatral en la época y, de paso, hacer acopio de muchos datos para la sociología del espectador y de los grupos teatrales. Entre la teoría dramática hay también algunas curiosidades para el habitat de la comedia barroca. Los viajeros nos muestran principalmente al público y al lugar teatral. Y son los creadores, al inventar personajes que son cómicos o conviven con ellos, los que más se acercan al quehacer del actor. De El viaje entretenido a El día de fiesta por la tarde, vemos desfilar las costumbres morales, eróticas, económicas, de los comediantes, pero quedamos decepcionados con respecto a la presencia de indicaciones técnicas del modo de representar.8

Así, tras una larga galopada en tan extensas y variadas fuentes, nos quedamos perplejos ante un solo problema, la técnica del actor, mientras que en el resto de los apartados, de los que llamaríamos teatro y sociedad, logramos aprender mucho. Sobre las cualidades y modos del actor nos tenemos que conformar con expresiones tan generales como ésta:

Sin duda tenía partes grandes para el ejercicio cómico; porque vergüenza había años que no habitaba en mí; era expeditísimo en el hablar, no mal talle ni donaire, memoria prodigiosa.9



A primera vista, parece un texto casi inservible y, sin embargo sopesando y cotejando con otros de su tiempo, vemos que esta caracterización -de la pluma de Mateo Alemán- resulta afortunada y hasta arquetípica, siendo, las cuatro virtudes seleccionadas, las patas de la mesa del tablado teatral, en lo que toca a representación: desenvoltura, dicción, físico y memoria. Lo podemos comprobar en unos versos de El guante de doña Blanca, de Lope de Vega, en los cuales, casi en receta, se dan estas cualidades para el buen actor:


que ha de tener el buen representante
...........................................................
acción, memoria, lengua y osadía.10



Al parecer, estas cuatro virtudes son hijas «del natural», y se desarrollan con «la experiencia», sin que se hable nunca de arte -ni viejo ni nuevo- de representantes, y sin que se mencionen nunca virtudes tan de los actores de nuestro siglo como son la sensibilidad y la inteligencia. «Mira el natural que tengo..., la experiencia de que estoy cargado»,11 dice Rojas Villandrado al frente de su obra, y lo que dice como escritor lo siente, sin duda, como representante también.




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Esta pobreza de testimonios sobre la manera de representar me ha llevado a pensar con cuidado en los que nos han quedado, y a olvidarme de la otra vertiente de la representación, el montaje, más documentado y que rozaba además otra ponencia de estos coloquios. Además, en el montaje había que distinguir géneros (auto, teatro palaciego, corral), y tiempo (Lope de Rueda, Lope de Vega, Calderón), por lo que mi exposición se perdería en distingos históricos y, sobre todo, me he centrado en la técnica del actor porque creo que es un problema vital para el entendimiento del teatro barroco. Por dos razones principales. Primeramente, porque, faltos de documentación gráfica y sonora, discutir sobre los resortes del actor para modular y aun cambiar la semántica del texto, es cuestión primordial. Los censores de la época lo sabían. En las páginas finales del autógrafo de El galán de la Membrilla, por ejemplo, ha escrito el censor: «Esta comedia (...) se podrá representar, reservando a la vista lo que fuera de la lectura se ofreciere en la acción, y lo mismo en los cantares y entremés».12 Reservando a la vista -en la propia comedia, no sólo en los bailes y farsas-, dice. Porque un gesto puede cambiar un texto.

En segundo lugar, porque el teatro barroco reposa, como ningún otro, desde el circo -en el principio era el actor-, en la persona del comediante.

Sin cambio de decorados (en realidad los va diciendo el propio actor, como un director de imaginaciones); normalmente -no me olvido del palenque, etc.- sin mucho movimiento escénico, pues es pequeño el tablado; sin luces y sin megafonía alguna. En estas condiciones, el director, tal como lo concebimos hoy, se debe concentrar, casi exclusivamente, en la dirección de actores. Pero resulta que el director es siempre el primer, o uno de los primeros actores de la troupe. Esto -y el estreno vertiginoso de obra tras obra- hace que la dirección se identifique plenamente con el ensayo del texto, en el cual participa desde dentro, sin poder distanciarse suficientemente, el director, como un actor más. La obra pues, fatalmente se modula desde los actores, partiendo de un actor que ha llegado por su experiencia a ser el autor-director de la compañía. El cuerpo del actor es siempre la primera materia para mostrar la obra, y podemos decir que aquí casi la única, ante la ausencia de montaje y dirección.

Es frecuente la opinión -Tirso insiste en ello-13 de que un actor salva o estropea una obra. Ésta, vendida por el dramaturgo al jefe de la troupe, viaja por todo el país, siendo él su dueño absoluto, y la peina y la despeina a su gusto, según las necesidades y limitaciones: falta de una mujer, falta de tiempo, de vestuario, etc. Es decir, presionado por causas no estéticas, sino circunstanciales. Todo ello se salva, en detrimento del texto y del montaje, gracias a los recursos de los actores.

Por otra parte, sorprendemos -aunque en textos humorísticos- al dramaturgo ensayando, desde una posición de actor, la obra al tiempo que la escribe, gritando y accionando como el personaje. Así lo vemos en el Buscón y en El diablo cojuelo.14

En España, donde gran parte de los grandes dramaturgos son clérigos, no se da genialmente -sí en cómicos de tercera fila- una unión escritor-director-actor, como en Molière y Shakespeare -que se autoescriben las obras-, pero sí se da el caso frecuente de que una obra se escriba para una actriz o un actor determinado, buscando ya su lucimiento, y reposando la obra en ese actor. Es bien conocido el caso de La serrana de la Vera de Vélez, al cual se le escapa esta confesión en la misma acotación: «poniéndole la escopeta a la vista, que lo hará muy bien la señora Jusepa»,15 refiriéndose a Josefa Vaca, y a la que por todo lo que sabemos de su vida, iba estupendamente el papel de serrana.

Sin puntos de vista de verdadera dirección, sin variados decorados, sin medios audiovisuales, los únicos focos de atracción están en la estructura de la propia obra y al servicio del lucimiento del actor. Así, esos romances de los principios de muchas comedias, verdaderas arias; así, los soliloquios; así, los números cómicos de los graciosos. Y como se estrena febrilmente, casi de modo televisivo, la improvisación, en el mejor sentido de la palabra, es vital, apoyada en la aún no lejana commedia dell’arte, y en ese natural y en esa memoria de la que antes nos hablaban los autores de la época. La dureza de los continuos ensayos ante el cambio de obras aumentó el sentido de propiedad que los cuerpos de los actores tenían ya de los textos. Rojas Villandrado y el autor de El donado hablador, y hasta un moralista, Cosme Gómez Tejada de los Reyes, insisten, con otros muchos, en esa fatiga.16 Recordemos que una compañía más bien modesta llevaba, en la Fuente Ovejuna de Cristóbal de Monroy, dieciocho comedias de repertorio.17

Por otra parte, el Renacimiento había ofrecido al actor un enriquecimiento del yo, de la persona, ensayado una y otra vez en la lírica amorosa y religiosa del XVI, que favorecía grandemente su oficio. El problema fue ya estudiado agudamente por Dilthey como «antropología y conducta de la vida en la época del Renacimiento».18 Pero la mesura y el clasicismo renacentista coartaban el trabajo del cómico en algunos aspectos. Mas el Barroco destapó por completo el frasco de los recursos de la representación, sobre todo en dos sentidos: acercó la sala y el escenario, el público y el actor, por un desbordamiento de la expresividad del montaje y del texto. El uso, por ejemplo, del palenque y del soliloquio, estudiados en este sentido por Orozco,19 por un lado; y por otro, la ostentación de las pasiones, en la vida y en el teatro, de forma un tanto monstruosa, son aspectos básicos para entender el quehacer teatral de la época. La vida y el teatro se revisten de teatralidad, los sentimientos se desbordan. De ahí ciertas modas temáticas como la honra, la venganza, la muerte violenta.

De este desbordamiento expresivo en busca de la unión sala-escena, actor-público, nos da Caramuel un precioso ejemplo:

En un entremés Juan Rana (...) hacía el Alcaide de aquel palacio -del Buen Retiro, donde en ese momento representaba- (...) y al entrar al salón se expresó así: «En esta mansión se cantan los versos y se actúan las comedias. El rey y la reina suelen sentarse allí, los grandes aquí, los señores allá, etc.» (...) Y vuelto al balcón en que acaso estaban sentadas dos princesas, dijo: «Considerad, os ruego, aquella pintura. ¡Cuán bien, cuán al vivo están pintadas aquellas dos viejas! Sólo la voz les falta, si hablaran las creyera vivas. En nuestro tiempo el arte de la pintura ha llegado a suma perfección».20






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El desbordamiento de las pasiones, el gusto por experimentarlas -que se observa en los noticieros de la época- nos va a situar en el centro de nuestro problema. La pasión la inventa el dramaturgo, pero debe sentirla -saber sentirla realmente- para poder expresarla; pasa luego al actor y de nuevo éste debe sentirla realmente, para comunicarla al espectador, en quien realmente revive. Esto lo dice literalmente Lope en varios textos. Así, en Lo fingido verdadero, y obsérvese cómo hace equivalente el proceso indicado en el dramaturgo y en el actor:


El imitar es ser representante;
pero como el poeta no es posible
que escriba con afecto y con blandura
sentimientos de amor si no le tiene,
........................................................
así el representante, si no siente
las pasiones de amor, es imposible
que pueda, gran señor, representarlas;
una ausencia, unos celos, un agravio,
un desdén riguroso y otras cosas
que son de amor tiernísimos efectos,
haralos, si los siente, tiernamente;
mas no los sabrá hacer si no los siente.21



En los textos de la época son palabras claves mover (procedente de las retóricas) y mudar (aunque aparezcan con ella otras más en un campo semántico cuyo dios es Proteo, como transformar, metamorfosis, camaleón, etc.). Ambos verbos están en el Arte nuevo en unos versos destacados ya por Orozco y Salomón, entre otros.22 Y nótese cómo se pasa en ellos del dramaturgo al actor y de éste al oyente, con toda facilidad, como por tres seres sometidos a un mismo proceso:


Describan los amantes con afectos
que muevan con extremo a quien escucha;
los soliloquios pinte de manera
que se transforme todo el recitante,
y, con mudarse a sí, mude al oyente.23



La clave, pues, radica en mover y mudar al espectador, desde su propia transformación en la transmisión que viene desde la cadena autor-actor. Crear una ilusión total -la ilusión cómica-, una alienación, un arrebatamiento que mude incluso -por su tiempo- lo profundo de cada ser para hacerse el alter ego del personaje y saborear sus desbordadas pasiones. El uso de mover a es el más corriente de estos dos verbos en los textos sobre teatro de la época. No en vano es un tecnicismo procedente de las retóricas. Lo encontramos desde el anónimo defensor de la comedia de 1649, cuando explica que ver a Antonio de Prado en el personaje de Carlos V, ya viejo, es recomendable, pues no hay quien «no salga edificado y movido»,24 hasta en los más serios preceptistas: «Por movernos los ánimos», dice el Pinciano; 25 «mover a los oyentes a risa», dice Rizo.26 Pasando por los propios dramaturgos: «Cuando a llanto y pasión puede moveros», escribe Rey de Artieda.27

Lope elogia -pasando a otros verbos- cómo Pinedo hacía:


Altos metamorfóseos de su rostro,
color, ojos, sentidos, voz y efectos,
transformando la gente.28



Caramuel -y lo traduce libremente el Padre Alcázar- cuenta como María Riquelme: «mudaba el color del rostro con admiración de todos. Si se contaban en las tablas cosas dichosas y felices, las escuchaba bañada en color de rosa, y si ocurría alguna circunstancia infausta se ponía al punto pálida».29




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Estas citas en torno a mover y mudar (cuya primera acepción, por cierto, de esta voz en el Diccionario de Autoridades es la que estos textos nos dan y no la material de cambiarse una cosa de sitio) nos llevan a una primera conclusión. En el lenguaje teatral de nuestros días, tras los escritos y realizaciones de Brecht, la forma de representar los barrocos podemos decir que es buscada y marcadamente aristotélica. Jacques Desuché, adaptado por Salvat, ha escrito: «El estilo épico interesa, en primer lugar, al actor que debe permanecer “a distancia” de su personaje: lo que explica el papel de la ironía (humour) en la interpretación, ironía que es siempre desdoblamiento, distancia. El actor no debe entrar jamás en éxtasis, debe ser siempre dueño de sí mismo, jamás “encarnar” el personaje, no identificarse con él».30 Estas palabras podemos oponerlas a las del barroquísimo Pellicer. El actor debe ser -dice- «camaleón de efectos contrarios, para tener, en éxtasi dulce, suspensos y arrebatados los ánimos de los oyentes».31 La oposición de estas dos citas -con la coincidencia de la palabra clave, éxtasis- me evita inútiles explicaciones.

En el Barroco, dramaturgo-actor-espectador son una cadena en la que cada uno de los tres eslabones vive el éxtasis y la alienación. Por eso, algún autor, como Cubillo de Aragón,32 aconseja no ir a ver los horrores del teatro después de las preocupaciones de cada día, porque era añadir a la mente nuevos problemas. La opinión de la mayoría, sin embargo, no era ésta, sino que creían que la enajenación, el entretenimiento, era un consuelo, siempre dentro de ese hacer aristotélico. Dice Cosme Gómez:

Aquí se hace mesa de manjares, y se ministran las medicinas para sacar la risa de los más tristes hipocondrios; la música consuela, los bailes deleitan, las trazas suspenden, los versos admiran, los amores enternecen, las traiciones ofenden, los desprecios lastiman, las gracias alegran, y todo entretiene.33



Hasta las canciones, elementos importantes en el distanciamiento brechtiano, tienen aquí signo subyacente, según los versos de Boyl:


Una letra en ocasión
de un paso de gran tristeza,
al vulgo mientras se canta
envuelto en silencio eleva.34



Esta forma de representar va unida a la ley de oro del barroco literario, tomada esta vez del genuino Aristóteles, la verosimilitud. La ficción, la fantasía debe ser verosímil. Y en el teatro representada de forma verista. Vestir de verdades la mentira, que diría Lope. La descripción más larga de cómo actuaban los cómicos, la de Zabaleta, es bien indicadora de ese verismo:

Si hay en la comedia un paso de agonizar, el representante a quien le toca, se revuelca por aquellas tablas, llenas de salivas hechas lodo, de clavos mal embebidos, y de astillas erizadas.35



Y cuenta cómo una comedianta, representando un paso de rabia, rompió un lienzo, y como gustó el lance rompió uno cada día mientras duró la comedia.36

Sin medios audiovisuales, el actor debía, siguiendo la tradición de la commedia dell’arte, exagerar para hacerse pura semiología corporal. Creo ver en algunas opiniones de la época que el verismo podía tomar matices naturalistas por exageración. Dice Zabaleta: «Mire si los que representan ayudan con los ojos lo que dicen».37 Antonio López de Vega denuncia el tono de voz de los comediantes cuando nos cuenta que ante un cartel de certamen poético fijado en la calle observa cómo «leen unos en voz alta, muy a lo representante».38 En El donado hablador se señala, como defecto de cómicos, el recitar como llorando.39




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El verismo nos hace llegar a otro punto importante que está sobre todo documentado por los moralistas. La cita primera que di, la de Mateo Alemán, nos hablaba del buen talle de los actores. Es el sintagma tópico de la época para elogiar la belleza masculina. En una literatura escrita sólo por hombres y claramente machista, ese sintagma es el eufemismo de lo que nuestras progres universitarias denominan «un tío bueno». Tampoco su equivalente femenino se emplea, claro está, en el siglo XVII, pero aquí los moralistas, de forma rotunda, al expresar los peligros de un teatro amoroso y verista, especifican más sobre la belleza femenina.

Permítaseme, para situar el problema, un pequeño rodeo. Como espectáculo organizado y cotidiano el hombre barroco sólo cuenta con el teatro. La comedia nueva es el periódico que da noticias, el libro de teología y geografía que enseña, el sustituto de la novela para analfabetos; nuestras salas de fiestas, pues allí los dos sexos se acercan y contemplan juntos cómo los dos sexos se unen en el escenario; nuestros estadios, porque allí se puede gritar y hasta arrojar objetos; y, por supuesto, nuestro cine, y desde luego, nuestra televisión. Cinedramas llamó Menéndez Pidal a las obras lopistas;40 televisivas las suelo llamar en clase por su voraz consumo y su efímero pasar. El único escape erótico -fuera del sexual del prostíbulo, que no es una fiesta colectiva ni alegre- es el teatro. Ir a ver los cuerpos masculinos y femeninos físicamente privilegiados, fingiendo de forma verista amores, era sin duda uno de los primerísimos alicientes de la comedia. Ver mudarse (en lo sicológico, claro) a los recitantes era una de las pocas ocasiones en que el hombre barroco podía caer en mirón. Ver la mujer vestida de hombre, con las piernas, si tapadas, hechas dos, como la naturaleza pide, era -desde los complejos ropajes de las damas- un triunfo. Recuérdese que ver un pie femenino era censurado por los moralistas. Esto lo sabían perfectamente los actores y actrices, y por ahí vinieron éxitos y problemas. Un censor anónimo de 1683 dice, y no es único, que los confesores saben muy bien lo que piensan los espectadores.41 Una y otra vez se insiste en todo el siglo en señalar el teatro como escuela de amores de las jovencitas. Sobre todo hay un tema repetido por los enemigos del teatro hasta la saciedad: el impacto de la mujer bella en el tablado. Éste es el tono de los moralistas:

Después de un soberano golpe de instrumentos (...) se corren repentinamente las cortinas (...). Ellos bien plantados y ellas mejor puestas. Aquí es la suspensión del auditorio. Aquí el clavar todos los ojos con ansia en aquellas mujeres, las cuales saben bien el arte de añadir a la hermosura que la naturaleza les dio otras gracias postizas para robar la vista y tras ella el alma; mirándolas todos y remirándolas de alto y a bajo, y haciendo anatomía de todas sus facciones de pies a cabeza.42



Mucho más peligrosas son las acciones en las escenas de amor. Dice Fray Jerónimo de la Cruz en 1635: «No perdonando para hacer bien como le pide el paso, dar abrazos, dar las manos, llegarlas a la boca y otras tales cosas».43




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Vayamos recapitulando. El natural y la experiencia. Memoria y osadía como auxiliares importantes. Acción y atractivo corporal como cualidades fundamentales. Acción aristotélica, verista, incluso por razones eróticas. Y, sin embargo...

Sin embargo, sabemos que varios elementos de la comedia son indudablemente distanciadores. En otro lugar he estudiado cómo la mezcla de la primera y la segunda acción pueden dar un sentido distanciador al mensaje.44 Los autos sacramentales se transforman en clases con parlamentos objetivos sobre teología en ciertos momentos de su representación. De forma más radical, el entrecruzamiento de entremeses y bailes con las tres jornadas del drama mayor representado, incitan, no sólo al distanciamiento, sino incluso a una clara reflexión contradictoria del aparente mensaje de la comedia, pues un drama de honra podía ser intercalado con un entremés de cornudo y con un baile incitante que enfrentan y desdramatizan el argumento del texto mayor. Una comedia de santos queda partida por un entremés demasiado profano, como decía ya en 1592 fray Marcos Antonio de Camos: «Que si la letra es a lo divino, los entremeses van demasiadamente a lo humano, y es dar en un grande inconveniente, mezclando las cosas sagradas con las profanas».45 Por último hay que recordar, aunque sea muy conocido el problema, el papel distanciador del gracioso. Y además no olvidar que el propio Brecht calificó nuestra comedia barroca de teatro épico en más de una ocasión.46 ¿Qué ocurre, pues? ¿Hay una contradicción entre lo expuesto por mí a lo largo de mi trabajo y estas últimas reflexiones?

Podemos distinguir tres situaciones muy distintas en el drama barroco. Una, doctrinal, donde se expone, o un dogma teológico, como en los autos sacramentales, o político, como en la segunda acción de la comedia, que en último término es también, a través de la monarquía teocéntrica, teológica. Otra situación, factual y existencial -héroe, santo, enamorados-, donde la acción y la pasión dominan. Y otra tercera, cómica, en diversos grados, y mezclada o no con la anterior. La primera situación la suele llevar el poderoso y el padre; la segunda, el galán y la dama; la tercera, el gracioso y la criada.47 Pues bien, la situación doctrinal tiende a ser distanciadora en el sentido que lo es una clase de filosofía o una catequesis, objetivando conceptos y haciéndolos vivos, para un público de antemano convencido. La situación existencial es la radicalmente aristotélica, en su texto y en su representación, y a ella -que es la que predomina en el drama barroco en extensión- se puede aplicar todo lo que he venido diciendo en este trabajo. La situación cómica es claramente distanciadora, y resta «aristotelismo» a la anterior. El ejemplo más corriente: el paralelo burlesco de los amores de los criados con respecto al de los amos.

Y es que ocurre que la novedad fundamental de este teatro -de ahí que contra ella cierren especialmente los seguidores de Aristóteles- es su estructura y su semántica tragicómica. Y por eso tiene coherencia el que la representación de los actores pase de lo aristotélico, en sentido brechtiano, de los héroes a lo distanciado e irónico de los graciosos. Teniendo, pues, los actores que mezclar dos técnicas de actuación.

En el fondo me parece que el héroe, el santo, el enamorado -es decir, la cara del imperio- no pueden o no quieren ver la realidad, cegados por sus pasiones o su situación social. Los graciosos -en la cruz del imperio- sí que ven esa realidad, porque la sufren. Y la denuncian, recortando el vuelo lírico de sus amos. El Barroco -y sus dramaturgos- están en una encrucijada en la que van viendo desmoronarse muchos valores. Como héroes no pueden sino defenderlos, y defender la clase privilegiada en la que insertan, o de la que viven; como seres sensibles e inteligentes, no pueden dejar, sin embargo, de ver las grietas de la cúpula que ha destacado Maravall.48 Y dejan que los criados, o ciertas situaciones límites, las señalen. Lo que tiene de alienado genial Don Quijote lo tiene Sancho de genial distanciador.





 
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