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Sobre las relaciones literarias entre España e Hispanoamérica

Luis Sáinz de Medrano Arce





Nuestro propósito al situarnos bajo este enunciado no puede ser otro que trazar algunas puntualizaciones sobre una cuestión en la que la crítica va incursionando progresivamente con hallazgos muchas veces sorprendentes. En medio de los datos obvios nos espera un cúmulo de nombres de autores, obras, editoriales y sucesos diversos que componen una sugestiva urdimbre, sobre todo para quienes, desde posiciones maximalistas, piensan que la historia de nuestras auténticas conexiones con las repúblicas superpuestas a lo que en otro tiempo fueron Reinos de Indias acaba de comenzar. Unas jornadas sobre Madrid y la Literatura hispanoamericana, celebradas en la Universidad Complutense a comienzos de noviembre pasado (1992), han constituido un atrayente desfile de precisiones en torno al tema, que, sin duda, saldrá muy enriquecido del Congreso murciano que ahora nos congrega.

Es bien sabido que, a partir de la independencia de los territorios continentales, las relaciones literarias y de cualquier otro orden quedaron sumamente deterioradas. Las polémicas de Echeverría con Alcalá Galiano y las violentas posiciones de Sarmiento -que afortunadamente no produjeron los quebrantos que parecían a veces anunciar- no impidieron que se rompiera del todo la recepción en América de las letras españolas. Es paradigmático en este sentido el ejemplo de Larra. Por lo demás, Andrés Bello puso clarividentemente las bases inconmovibles de lo que no podía dejar de dar cohesión en lo cultural al mundo hispánico.

Un valioso libro de María Isabel Hernández Prieto1 ha estudiado el significado de acontecimientos españoles tan decisivos en la restauración de enlaces como el Congreso Internacional de Americanistas y la conmemoración del I Centenario del nacimiento del gran polígrafo venezolano-chileno, ambos en 1881; la creación de la Unión Ibero-americana (1885), la del Museo y Biblioteca de Ultramar (1888) y la intensa actividad de la Real Academia en el nombramiento de miembros correspondientes en Hispanoamérica, teniendo en cuenta que a partir de 1871, empiezan, además, a funcionar las Academias hispanoamericanas de la Lengua. En este recuento no puede faltar, naturalmente, la revisión de las intensas actividades desarrolladas en Madrid y otras ciudades españolas con motivo del IV Centenario del Descubrimiento de América, del que personalmente también nos hemos ocupado, considerando, sobre todo, la presencia en él de Rubén Darío, aun cuando, incluso descontando esta relevante circunstancia -y descontando, de otra parte, la inevitable hojarasca triunfalista que acompañó a muchos actos-, aquellas actividades en sí mismas justifican la importancia de unos fastos que tuvieron mucho de positivo2.

El desastre del 98 hará que se incremente la corriente de simpatía que los actos del Centenario, a pesar de algunas reticencias, como las apuntadas por Ricardo Palma por la incomprensión de la Real Academia ante sus listas de americanismos, habían creado. A cambio, la generación española agrupada en torno a esta fecha, muy en primer lugar Unamuno, acentuará las inquietudes americanistas en este lado del océano. Ya don Juan Valera y Menéndez Pelayo habían dado pasos de gigante en tal aspecto.

Dejando en el camino el significado de la presencia en España de figuras como Alejandro Magariños Cervantes, Eugenio María de Hostos, el Martí desterrado, Héctor F. Varela y otros es justo afirmar que fue el Modernismo hispanoamericano, surgido en principio como un movimiento cosmopolita y desdeñoso -con justicia- de las letras españolas coetáneas, la corriente que impulsará un amplio restablecimiento de relaciones, que no harán sino crecer en las décadas siguientes hasta nuestra guerra civil.

En el famoso «retorno de los galeones», a España vienen y en ella publican Icaza, Darío, Nervo, Santos Chocano, Gómez Carrillo, Vargas Vila, Blanco Fombona.,, Autores como Julio César Chaves (Unamuno y América, 1964), Donald F. Fogelquist (Españoles de América y americanos de España, 1968) y Anna Wayne Ashurst (La Literatura hispanoamericana en la critica española, 1980), por citar sólo algunos ejemplos, han dejado buenos testimonios de lo que aquellos años significaron. Puede decirse que desde entonces (descontando el bache de la primera parte de la posguerra) España no ha dejado de ser un punto de contacto permanente para los escritores hispanoamericanos.

La generación mexicana del Centenario, que funda el Ateneo de la Juventud, rescata, por otra parte, la literatura española, que estaba, al decir de uno de sus miembros adheridos, el dominicano Pedro Henríquez Ureña, «bajo la vigilancia de espíritus académicos»3, Alfonso Reyes inicia antes que nadie en el plano filológico -ya Darío lo había hecho en el poético- la revalorización de la obra de Góngora. Después trabaja bajo la dirección de don Ramón Menéndez Pidal, como lo hicieron Américo Castro, Navarro Tomás, Solalinde y el propio Henríquez Ureña, en el Centro de Estudios Históricos, institución claramente ejemplar en esta fusión de valores hispánicos, y en la Revista de Filología Española.

Anotemos enseguida la importancia de la actividad editorial española a partir de esas fechas en la difusión de la literatura hispanoamericana. Al fin de la década de los 20 se producen las revelaciones de Mariano Azuela en el gran público de lengua española tras las ediciones de Doña Bárbara (1929) y Los de abajo (1927, 1930). Siguen otras como La sombra del caudillo (1930) de Martín Luis Guzmán, y La luciérnaga (1932), de Azuela; Campamento, de López y Fuentes; La raza cósmica (1928), de José Vasconcelos; varios libros de Torres Bodet, de 1929 a 1933; El infierno verde (1935), de Marín Cañas; Don Goyo, de Aguilera Malta; Los sangurimas, de José de la Cuadra; Trilce (1930) y El tungsteno (1931) de César Vallejo; revistas como España, Revista de Occidente, Índice, Alfar, Cervantes, La Gaceta literaria, y diarios como El Sol y El Imparcial recogen colaboraciones de escritores hispanoamericanos o reseñas de sus libros. La Compañía Iberoamericana de Publicaciones (CIAP), distribuidora de Renacimiento, Mundo Latino y Atlántida, es una de las más vigorosas muestras de esta acogida. Anotemos el excepcional relieve de la Editorial «América» de Rufino Blanco Fombona.

Entre tanto ha venido a España Vicente Huidobro para traer desde 1918 lo que Cansinos Assens llamó «el verbo nuevo»4 algo que servirá para incubar -como decía Guillermo de Torre- «el óvulo ultraísta»5. La historia de los orígenes del vanguardismo español va unida a otro nombre ciertamente singular, el de Jorge Luis Borges. Después Vallejo y Neruda se fundirán también estrechamente con el quehacer literario español, de tal modo que sin ellos no se entiende el surrealismo en España. Mientras tanto, Ortega y Gasset bautiza la revista Sur de Victoria Ocampo y ejerce su autoridad doctrinal en la Argentina.

No podemos olvidar, sin embargo, los incidentes sobrevenidos a raíz del editorial publicado en La Gaceta Literaria el 15 de abril de 1927 en el que se proponía a la capital de España como «meridiano intelectual» de los escritores de lengua española. Fue Jorge Luis Borges quien contestó desde la revista Martín Fierro con una de las muestras de su ácida ironía: «La sediciente nueva generación española nos invita a establecer (en Madrid) el meridiano intelectual de esta América. Todos los motivos nos invitan a rehusar con entusiasmo la invitación». Más expeditivo, otro colaborador respondía: «Che, meridiano, hacete a un lao, que voy a escupir»6. Desde La Habana, Alejo Carpentier, en el Diario de la Marina, abundó luego en la polémica, lamentando el desabrido tono de los argentinos, pero rechazando igualmente el paternalismo español.

La guerra civil española había de tener las más intensas consecuencias en esta intensificación de las relaciones literarias. La primera de ellas fue la realización en España del II Congreso Internacional de Escritores, actividad bien documentada por Aznar Soler y Shenider (Actas, Ponencias, Testimonios y Documentos, 1979). En él participaron César Vallejo, Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Raúl González Tuñón, Octavio Paz, Elena Garro, Carlos Pellicer, Juan Marinello, Nicolás Guillén, Alejo Carpentier junto a los españoles Rafael Alberti, María Teresa León, Jacinto Benavente, Tomás Navarro Tomás, León Felipe, Antonio Machado, Emilio Prados, Juan Gil Albert, entre muchos otros. Ciertamente, el acontecimiento del 37 fue un hecho insólito e irrepetible que selló en un dramático abrazo un acercamiento masivo entre los hombres y las letras de la América y la España progresistas: «Somos ahora tan españoles como los españoles»7, afirmaba un novelista mexicano, José Mancisidor, en Valencia, dando por clausuradas las repulsas antimetropolitanas generadas en varias centurias de presencia española en su país. De este reencuentro iba a salir un cúmulo de obras literarias que constituye un rico apartado de la literatura hispanoamericana contemporánea en el que destacan las Españas de Vallejo y Neruda8.

Otra consecuencia, bien conocida, sería el éxodo de intelectuales españoles a América, fenómeno como pocos dramático y fecundo, cuyos resultados aún tocamos. Cabe recordar sobre este tema libros como el de Patricia Fagen Transterrados y ciudadanos (1975), El exilio español de 1939, tres volúmenes dirigidos por José Luis Abellán (1976); El exilio español en México (A.A.V.V., 1983), Testimonios americanos de los escritores españoles transterrados en 1939, de Marielena Zelaya de Kolker (1985), sin olvidar el lúcido artículo que traspasó la barrera de la censura en la España de 1952 «La evolución espiritual de los intelectuales españoles en la inmigración», de José Luis Aranguren.

La historia de esta inmigración en México propiciada por el presidente Cárdenas, desde la llegada del mítico «Sinaia» en junio del 38, es particularmente densa en nombres y hechos de relieve, comenzando por la fundación de la Casa de España, que se convertiría en 1940 en El Colegio de México. José Gaos, Díez Cañedo, León Felipe, Moreno Villa, Larrea, Domenchina y su esposa Ernestina de Champourcin, Prados, Garfias, Cernuda, Jarnés, Sender, Andújar, Bergantín, Rivas Cherif, Muñoz Custodio confraternizan en las tertulias mexicanas con Reyes, Zea, Paz, Guzmán, Chumacera, Martínez. Enseguida surgen las revistas: La España Peregrina, Taller, Romance, Las Españas, Ultramar, Cuadernos Americanos, Realidad. En el 49 se abre el Ateneo Español, y desde antes se están fundando o revigorizando editoriales con el impulso de estos hombres: Séneca, Joaquín Mortiz, Fondo de Cultura Económica, Xochitl...

En Argentina, Francisco Ayala, Jacinto Grau, Joan Coraminas, Alejandro Casona, Ricardo Baeza, Alberti, Rosa Chacel, Margarita Xirgu, la eximia actriz que llevó a media América el repertorio de Lorca, son algunos de los personajes señeros del exilio radicados en el Buenos Aires de Eduardo Mallea, Cortázar, Victoria Ocampo, Borges y Sábato. No es poco lo que hay que decir en cuanto a actividades editoriales, como lo corroboran los nombres de Sudamericana y Losada.

Serrano Plaja y Ferrater Mora en Chile (no olvidemos la actividad de Neruda, que también pone en marcha un barco legendario el «Winnipeg», en pro de los exiliados españoles), Altolaguirre y Juan Chabás en Cuba, Corpus Varga en el Perú, Serrano Poncela, Salinas y Onís en Puerto Rico -sin olvidar a Juan Ramón-; Pedro Grasses en Venezuela... En verdad, la lista de estos forzados ejecutores de lo que después se llamará higa de cerebros o «brain drain» es espectacular. Impresiona saber lo que perdió la España no peregrina, pero asombra lo que se aprecia a simple vista: de qué modo se enriquecieron las relaciones entre la España eterna e Hispanoamérica en una operación que fue paradójicamente el resultado de una tragedia histórica.

Justo es decir que también esa España no peregrina emprendía paralelamente una difícil y sostenida labor de reencuentro. Importa decir que los «Dámasos» y los «Paneros», de quienes tan críticamente habló Neruda, sentían también la pasión de América. Si en un primer momento se pudo crear una imagen convencional del mundo hispanoamericano en los más oscuros años de la posguerra, la realidad de los intercambios culturales fue haciéndola desaparecer. Por ejemplo, en el Instituto de Cultura Hispánica se incrementaba inteligentemente la Biblioteca Hispánica, que desde hace décadas es una de las mejores de Europa en temas de América. Hubo congresos fundamentales como el de Poesía de Segovia en 1952 o las «Primeras Jornadas de Lengua y Literatura Hispanoamericanas» en Salamanca (1956). A finales de los 50 el cubano Carlos Miguel Suárez Radillo con Los Juglares, traía a España las primicias del teatro de vanguardia hispanoamericano: Dragún, Cuzzani, Pinera y otros dramaturgos hasta entonces inéditos en el país fueron representados en los escenarios españoles. En la larga lista de actividades hispanoamericanistas es preciso destacar la importancia del XVII Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana (Alcalá, Madrid, Sevilla, Huelva), realizado con brillantez por la Universidad Complutense en una España en la que se intuían ya las auras de la democracia. Ese congreso nos trajo a un ilustre visitante, convertido luego en huésped permanente, Juan Carlos Onetti.

Hitos posteriores en este terreno han sido los varios congresos de escritores de lengua española celebrados desde entonces, el XXIII Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, también a cargo de la Complutense (Madrid, Toledo, 1984), los Encuentros de Teatro España-América Latina, los Festivales de Teatro Iberoamericano de Cádiz, las «Semanas de Autor» del Instituto de Cooperación Iberoamericana, dedicadas a escritores como Sábato, Roa Bastos, Octavio Paz, Bryce Echenique, Bioy Casares, Álvaro Mutis y tantos más, así como los innumerables congresos y reuniones de trabajo celebrados en las distintas Universidades españolas, entre los que, a modo de ejemplo, sólo dentro del pródigo año 92, queremos destacar el que ahora nos reúne en las muy representativas aulas murcianas, el XXIX Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana realizado por la Universidad de Barcelona (junio), el simposio «Canarias en la génesis cultural de las Américas» promovido por la Universidad de La Laguna (septiembre), las Jornadas «Madrid y la Literatura Hispanoamericana» de la Complutense (noviembre) y el que la Universidad de Zaragoza dedicará a García Márquez con el título de «Quinientos años de soledad» (diciembre). Una publicación a la que luego aludiremos dará en breve cumplida cuenta de estas actividades. Anotemos también la concesión de los premios Cervantes, a lo largo de varios años, a Alejo Carpentier, Jorge Luis Borges, Octavio Paz, Juan Carlos Onetti, Ernesto Sábato, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Augusto Roa Bastos, Adolfo Bioy Casares y Dulce María Loynaz.

No es posible soslayar por más tiempo el tema del «boom», espectacular fenómeno literario en el que España ha jugado un destacado papel. El «boom» tiene que ver con España por varias razones; una, la que sutilmente apunta Emir Rodríguez Monegal al considerar que una de sus causas fue el impulso dado a las actividades editoriales americanas por los exiliados españoles; otra, la relacionada con la llevada a cabo por editoriales españolas en España, muy particularmente Seix Barral, la cual al conceder en 1962 el premio Biblioteca Breve a La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, marca uno de los puntos de arranque de la eclosión de la nueva narrativa creada al otro lado del Atlántico. Un testigo de excepción, el chileno José Donoso, ha escrito en su Historia personal del boom: «En España ha existido una curiosa actitud dolorida y ambivalente con relación al boom: admiración y repudio, competencia y hospitalidad... En todo caso, para ningún país el boom tiene una existencia tan nítida como para España». Y tras subrayar el papel jugado por Seix Barral, añade, a propósito del clamoroso éxito de La ciudad y los perros, recogiendo un juicio de Ángel Rama, que «la incomunicación interna latinoamericana es la que explica [...] que las diversas regiones se vinculen y conozcan a través de nuestros centros extracontinentales...», Y seguidamente asegura que «esta vinculación se hizo más que nada a través de Barcelona, específicamente a través de Seix Barral». Se logró así algo que no habían podido conseguir las editoriales hispanoamericanas. «Sudamericana -sigue Donoso- estaba publicando hacía años en silencio sepulcral los magistrales cuentos de Julio Cortázar.»

El triunfo de Vargas Llosa, en opinión de Donoso, «significaba que también en Europa, en España, los hispanoamericanos no pertenecíamos a una raza inferior a la de los semidioses que entonces leíamos: Cela, Ana María Matute, García Hortelano, Sánchez Ferlosio, Miguel Delibes, Juan Goytisolo...»9.

No creemos hacer chovinismo con esta apoyatura en textos ajenos. Podemos demostrarlo reproduciendo unas palabras muy significativas del novelista español Juan Marsé referentes al «boom»: «Fue para muchos como si se les abrieran los ojos [...], quiero decir, hubo una especie de ganas de desmadre, de soltarse, de contar lo que te diera la gana [...]. Confirmamos que el lenguaje es importante, que el castellano de estos novelistas [...] es más rico que el nuestro, infinitamente más capacitado y apto para expresar una serie de cosas, y que mientras nosotros trabajábamos con cien palabritas [...], ellos lo hacían con muchísimas más. También nos dimos cuenta de que hay que escribir con todos los poros del cuerpo»10.

Muchos años después, cabe decir, superada la fase de deslumbramiento, que la literatura hispanoamericana sigue manteniendo en España una posición de plena solidez. Se sostienen, naturalmente, los escritores del «boom», muchos de ellos en plena actividad; las editoriales han multiplicado sus ediciones y se han abierto con largueza a los de sus legítimos herederos -eliminada de esta palabra cualquier connotación de dependencia-: no sólo los Cabrera y los Sarduy, sino los Azuela, Elizondo, Pacheco, Arenas, Léante, Díaz, Moreno Durán, Allende, Moyano, Valenzuela, Satz, Posse... Sorprende la apertura hacia la obra poética de autores como Mario Benedetti, Carlos Germán Belli, Gonzalo Rojas (ganador en 1992 del Premio Reina Sofía, creado por la Universidad de Salamanca y el Patrimonio Nacional), Álvaro Mutis, Raúl Zurita y los muy veteranos Girondo, Moro, Sologuren, Westphalen, de Rokha, de Greiff... No hablamos de los ya hace años familiares Parra y Cardenal, y menos aún de los Vallejo, Neruda, Paz, Borges -como poeta-, ni de Darío y la reconfortante profusión de ediciones de sus obras. Anotemos la concesión del Premio Cervantes en 1992 a la poetisa cubana Dulce María Loynaz, como episodio paradigmático de este «redescubrimiento» de la poesía hispanoamericana. Dos admirables revistas, Primer Acto y El Público, nos ilustran de la situación del teatro hispanoamericano en España, de evidente protagonismo en varios festivales de nuestro país, aunque participante de la precariedad de publicaciones típica de este género. Es justo destacar, además de la de Seix Barral, la intensa actividad de ciertas editoriales en las últimas décadas, como Cátedra, Castalia, Planeta, Alianza, Bruguera, la remozada Espasa Calpe, Mondadori, Visor, Muchnik/Anaya, que acaba de iniciar una promisoria serie de autores iberoamericanos; el CSIC en su participación en la importante Colección Archivos, puesta al día de la obra de notables clásicos contemporáneos iberoamericanos; Historia 16, a quien se debe la recuperación de los ilustres cronistas de Indias, Quinto Centenario, tantas más.

Sobre el mundo académico, remitimos al número 21 de la revista Anales de Literatura Hispanoamericana, editado por el departamento de esta materia (Filología Española IV) en la Universidad Complutense, próximo a publicarse cuando escribimos estas líneas, en el que se da amplia información de la labor que las universidades españolas han desarrollado en torno a la literatura hispanoamericana en los últimos veinte años; actividad vertida en docencia, investigación, tesis doctorales, congresos y simposios de todo tipo, etc.

Creemos que no puede haber presunción en decir que España está jugando, como en los tiempos de Darío y Huidobro, y sin pretensión alguna de «meridiano cultural», un papel interesante, digamos simplemente eso, como punto de encuentro y de difusión de los valores literarios hispanoamericanos.

Las conmemoraciones del V Centenario, a las que se ha aplicado con entusiasmo el habitual criticismo hispánico, poseído de una irrefrenable ansia de desmitificar por sistema, han abierto, sin duda, perspectivas más positivas que negativas -dejémoslo así al menos- en el terreno que nos ocupa, A los esfuerzos privados y públicos para el apoyo y difusión de las Letras de Nuestra América se unen ahora los de la Casa de América de Madrid, institución llamada a altas tareas, y el Instituto de Estudios de Iberoamérica y Portugal de la Universidad de Salamanca, así como la acción fervorosa de otras entidades como el Consejo Español de Estudios Iberoamericanos.

Por lo demás, los creadores literarios no tienen que plantearse ningún programa, como los economistas y los científicos, para avanzar juntos, coordinar esfuerzos, etc., puesto que lo que les caracteriza es la absoluta libertad de acción y el individualismo. No estoy seguro de que sea deseable que algún día se pueda hablar de un modo generalizado -alguna vez ya se ha hecho- no de literatura española e hispanoamericana, sino simplemente de literatura en lengua española, en virtud de que el quehacer literario en la antigua metrópoli y en ultramar haya alcanzado un determinado grado de cohesión. Tampoco lo estoy de lo contrario. No es esto en ningún caso un desiderátum a considerar. Sí lo es, en cambio, que se sigan estimulando, dentro del más absoluto respeto a esa libertad, contactos y relaciones que -rompiendo estériles nacionalismos- redundarán en provecho de mutuos enriquecimientos de la literatura escrita en nuestra lengua común y en beneficio, en suma, también de nuestro recíproco conocimiento.





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