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Sometimiento y censura de la filmografía soviética durante la II República


Juan A. Martínez-Bretón






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Instrumentos jurídicos y práctica coercitiva


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Primera reorganización

Tan sólo dos meses después del advenimiento de la II República, se produce la primera reorganización legal del control cinematográfico. Una Orden de 18 de junio de 1931 del Ministerio de la Gobernación1, justificada en los males que la normativa anterior había provocado en las empresas alquiladoras de la Ciudad Condal por su carácter centralista, sitúa los nuevos parámetros de la censura. Se instauran, con carácter general, dos cabezas coercitivas: la Dirección General de Seguridad en Madrid, y el Gobierno Civil en Barcelona; teniendo vigencia para todo el territorio nacional la aprobación que se expida por ambos centros, si bien, otros Gobiernos Civiles o Ayuntamientos, si las circunstancias lo aconsejaran, podrían suspender cualquier exhibición.

Aunque esta primera articulación normativa sedara el descontento industrial provocado por la dispersión señalada, el ámbito censor no alcanzó los niveles de transigencia que un representativo sector del aparato cinematográfico demandaba. Las expectativas creadas se diluyeron en una configuración, quizás, más racionalista en las formas que en lo sustancial. La inexistencia de una reglamentación pública o privada, a modo de código de censura, posibilitó un control circunstancial inherente a los vaivenes sociopolíticos o bien a la arbitrariedad del funcionario de turno.

Las pautas coercitivas, situadas aproximadamente en los mismos parámetros de nuestro entorno cultural y geográfico, se deslizan a la sombra de postulados policíacos y morales. Los primeros destinados al control apologético de la filmografía revolucionaria y los segundos a la vigilancia de aquellas escenas en que la generosidad epidérmica y las costumbres y comportamientos sociales alcanzaran cotas supuestamente transgresoras a la sensibilidad y hábitos imperantes en la sociedad republicana de entonces. No obstante, en este último segmento, y en los primeros impulsos político culturales del nuevo sistema, cabe apreciarse una tendencia más tolerante, que alcanzó su punto expresivo más álgido con el estreno de la obra Desnudísimo, film naturalista destinado a mostrar los beneficios de la vida en contacto con la naturaleza. La Generalidad de Cataluña protestó por estas proyecciones, que prohibió años después2.




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Segunda reorganización

La efervescencia política desembocó en el bienio radical cedista. Un conglomerado de centro derecha, cuya influencia repercutió en la reglamentación de espectáculos y en las pautas de permisividad. Con este norte, una Orden del Ministerio de la Gobernación de 3 de mayo de 19353, aprueba el Reglamento de Espectáculos Públicos. Una importante disposición que, en el capítulo tercero, va a revisar las normas de censura cinematográfica. Alejándose de la vaguedad característica de la legislación anterior, esta positivación, concretada entre los artículos 35 y 48, diseña la envoltura de los nuevos mecanismos coercitivos, armas sin competencia en la Comunidad catalana, después de llenar de contenido su Estatuto correspondiente.

El nuevo precepto retoma la competencia exclusivista de la Dirección General de Seguridad. Este organismo, a través de un funcionario designado a tal efecto, debía examinar previamente la película, concediéndose posteriormente, en todo caso, la pertinente autorización, solicitada por los propietarios y en cargados de las casas productoras o alquiladoras, solicitudes necesariamente acompañadas de un doble ejemplar del argumento redactado en correcto castellano. No obstante, este último requisito no era normativo para las películas llamadas de actualidad, quedando exentas del sometimiento previo.

Confirmando la nueva orientación centralizadora, las películas censuradas en Madrid quedaban eximidas de nueva censura en cualquier otra ciudad española. Sin embargo, el Director General de Seguridad en Madrid, los Gobernadores civiles en las capitales de provincia y los Alcaldes en las demás poblaciones, estaban facultados, en circunstancias especiales, a suspender determinadas proyecciones, al margen de su aprobación inicial.

Acogiendo el espíritu de protección a la infancia expresado en las primeras normas cinematográficas, por primera vez se delimita una edad concreta para el acceso a determinadas exhibiciones. Así, los funcionarios censores, igualmente estaban autorizados para acotar la concurrencia de una película hasta los dieciséis años, mandato que vinculaba penal y administrativamente a aquellas empresas que contravinieran lo preceptuado. Otra aportación significativa de esta nueva reglamentación, recogida formalmente, fue la relativa al derecho de revisión de las películas prohibidas. Una petición que debía de ir acompañada por una detallada descripción de las modificaciones o añadidos efectuados a las escenas, así como del texto suprimido.

En definitiva, existe un decidido interés administrativo por controlar la difusión fílmica, rompiendo con la imprecisión normativa que había caracterizado la articulación anterior. Para ello, y bajo el influjo de las primeras normas monárquicas, se recurre de nuevo al centralismo censor, denostado por los primeros gobiernos republicanos -aunque solicitado posteriormente desde foros tan distantes como ABC4 Popular Film5-, con la salvedad de la circunscripción catalana regida por su Estatuto, y a la elaboración de unos códigos formalistas -que no de contenidos- y vinculantes, suficientemente restrictivos como para controlar el medio. Este impulso censor, que no sólo afectó al mundo de las imágenes en movimiento, hay que centrarlo dentro de la convulsión socio-política y el supuesto rearme moral que pretendieron inocular los gobiernos cedistas. Y, desde luego, las obras emblemáticas que sucumbieron a los nuevos márgenes censores fueron Tu nombre es tentación, de Josef Von Sternberg y La edad de oro, de L. Buñuel.






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La filmografía soviética como eje de la acción censora


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Objeto y antecedentes censores

Amén de que el nuevo impulso constitucional no saciara las expectativas creadas en torno a las corrientes más progresistas del séptimo arte, que esperaban un cambio radical de todos los patrones censores que marcaban la exhibición de aquellas pantallas, un cine con impronta propia iba a provocar las cotas más altas de impermeabilidad censora: el cine soviético. El restriccionismo informativo del nuevo régimen aplicó, en sus diversas etapas, unos criterios angostos hacia la extensión de esta cinematografía por nuestras fronteras.

El cerco sobre la importación y exhibición de gran parte de la filmografía producida en la patria de Lenin fue una constante. Las coordenadas revolucionarias y la hondura de este cine eminentemente beligerante, edificadas a base de una brillante y lúcida aportación lingüístico-narrativa al servicio de una sagaz estética y política revolucionaria, provocó la desconfianza de las autoridades republicanas. La aspereza del discurso propagandístico y la despiadada narrativa en aras de una sociedad comunista, tutelada por la clase obrera, objetivo más que rubricado en la Conferencia Nacional de Cinematografía, celebrada en abril de 1928 en Moscú6, decantó a los dirigentes de la nueva sociedad republicana a restringir la circulación de estos mensajes por el temor a que sirvieran de vehículo publicitario de unos postulados insurgentes contrarios al arquetipo socioeconómico, resultante del modelo liberal absorbido por los distintos gobiernos republicanos.

Pero este temor, sellado con medidas coercitivas estatales, tiene su antecedente en los últimos coletazos de los gobiernos monárquicos, significándose en esta dirección los responsables de los Gabinetes de los generales Primo de Rivera y Berenguer. El filtro llevado a cabo contra esta filmografía generó un saldo pírrico. Tan sólo aprobó la visión pública de El pueblo del pecado (1928), drama rural de la realizadora O. Preobraienskaia, estrenada en el mes de abril de 1930 en el Real Cinema madrileño7. Lógicamente, la autorización descansó en la comedida carga política de la cinta, supeditada a un resplandor artístico y, posiblemente, también a la presión ejercida por un amplio sector de la intelectualidad de la época que, consideró a este cine como uno de los acontecimientos vanguardistas más importantes del devenir cultural europeo.

Así pues, con la proclamación de la República se generaron amplias expectativas sobre la importación y exhibición de esta renovadora, impetuosa y estética filmografía. Popular Film, haciéndose eco de un significativo sector de la intelectualidad cinematográfica, no dudó, tan sólo dos semanas después del advenimiento republicano, pronunciarse sobre la asignatura pendiente del cine soviético: «La fenecida monarquía española con su legión de censores, elegidos entre lo más torpe y cerril de la burocracia nacional, puso el veto al cine ruso, tan aleccionador, tan pleno de enseñanzas históricas y sugerencias sociales (...) Es de suponer que el Gobierno Provisional de la República no se oponga a la libre entrada y proyección en nuestros locales de films soviéticos, por audaz que sea su intención social. Debe tenerse en cuenta que el cinema ruso es, por encima de todo, pedagógico y educativo: espejo histórico de la Rusia actual», concluyendo con la afirmación de que «negar la entrada a estos films de amplio carácter cultural, sería caer en la incomprensión cerril de la nefasta monarquía alfonsina8.




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Contundencia y agravio censor

No obstante, y a pesar del ánimo liberal que impregnó las nuevas estructuras políticas, el espectáculo cinematográfico no fue depositario de la libertad reclamada, como ya hemos señalado. Pero, de todos los géneros, sin duda, el que podríamos denominar revolucionario ruso, fue el más damnificado. Las obras más características de este cine, aparcadas por el régimen monárquico, fueron igualmente conjuradas por las nuevas autoridades. Películas tan emblemáticas como La madre, Los últimos días de San Petersburgo, Tempestad sobre Asia, El acorazado Potemkin, Octubre y El arsenal9, tuvieron que rendirse a canales de exhibición esporádicos, residuales y en gran medida clandestinos.

Esta esquiva política cinematográfica, incluso complementada con vetos a otros films soviéticos sin la inflexión revolucionaria de aquellos, como Okraina, La casa de los muertos, Montañas de oro, El teniente Kije, La tierra tiene sed, entre otros10, provocó una clara politización del problema. Desde la izquierda se expuso vehementemente el agravio de la vocación censora. «Acaso nuestra voz de protesta fuese menos justificada -manifestaban desde el púlpito de la prensa especializada-, si en este mismo momento que se han rechazado películas rusas no se hubiesen dejado de proyectar libremente otras películas extranjeras de propaganda social bien definida. Desde los films hitlerianos propagadores de una Alemania que cada día va descubriendo con menos pudor sus instintos bélicos, a los films franceses, ingleses, italianos y norteamericanos (que importan a España con toda libertad su contrabando ideológico imperialista y fascistizante), en nuestro mercado, caben todas las cinematografías, con que expone y resuelve sus problemas11).




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Reductos marginales de exhibición

Negados, pues, los circuitos comerciales de explotación convencional, por orden gubernamental, la proyección de esta filmografía encontró su mejor vehículo de difusión en los cineclubs. Una alternativa no exenta de presiones, pero que, como afirma el profesor R.Gubern, posibilitaron su circulación, aunque limitada y ceñida a sesiones privadas12. Los cineclubs, por tanto, se convirtieron en los reductos naturales de este cine al no encontrar otro ámbito de expresión en España. Un refugio vinculado, tradicionalmente, al ansia vanguardista de nuestra intelectualidad, desde su configuración a mediados de los años veinte, y a instancias de hombres como Luis Buñuel y Ernesto Giménez Caballero, entre otros. Uno de los cineclubs más reputado en los albores de este movimiento y hermanado a la efervescencia cultural de La Gaceta Literaria, fue el Español. Por consiguiente, no es de extrañar que las primeras proyecciones vistas en nuestras fronteras sobre el cine producido en la Unión Soviética, tras la Revolución de Octubre, tuvieran el marco selectivo del citado centro13.

Y en esta línea de permisividad parcial y elitista hemos de encuadrar los ejes censores de la política cinematográfica de la República hacia este tipo de narraciones. Pero, aún dentro del clasicismo censor, al que acabamos de referirnos, el camino recorrido fue ciertamente desigual y, en ocasiones, espinoso. A veces la prohibición -decretada normalmente por cuestiones de orden público- era burlada por los organizadores de estas sesiones, limitadas a los socios. Este fue el caso del Ateneo madrileño que consumó, pese al veto gubernamental, la exhibición del Acorazado Potemkin, precisamente, unos días después de que la película fuera expeditivamente desterrada del Salón Cataluña de Barcelona14.

Por el contrario, no todas estas exhibiciones minoritarias gozaron del clima de serenidad deseable. Prueba de ello es lo acontecido en una de las últimas sesiones del Cineclub Español, celebrada en el Palacio de la Prensa, a tenor de la proyección del film de Einsenstein: "Marcelino Domingo, Ministro de Instrucción Pública, que conocía la película y las algaradas que en todas partes se producían con ocasión de sus proyecciones, al fin la autorizó, con bastante temor, hasta el punto de que pidió que la recién creada Guardia de Asalto vigilara los alrededores. La sesión efectivamente fue borrascosa, con gritos, bofetadas y tiros. Entre los organizadores se encontraba Ramón Franco Bahamonde. No hubo heridos de milagro. La gente salió como pudo. La película fue confiscada. Y aquello fue prácticamente el final15.

Posiblemente el carácter mitológico del Acorazado Potemkin llevara a las autoridades a extremar sus medidas censoras, llegando, incluso, a prohibir su proyección momentos antes de la hora fijada. Este fue el caso de una sesión organizada en Sevilla por el Sindicato de Trabajadores del Puerto, en beneficio de su caja social, cuando ya se habían concentrado en el local entre cuatro y cinco mil personas16. La posible existencia de altercados no nos consta. No obstante, este caso puso sobre el tapete de los foros comprometidos de la izquierda militante, como era el caso de Nuestro Cinema17, y a través de la pluma de Juan Piqueras18, los agravios cometidos hacia los reductos culturales de la clase trabajadora, marginados en la resultante de la acción de filtro gubernamental, sometido al cine revolucionario. Una filmografía, o más exactamente algunas obras, denuncia Piqueras, que gozaron del pertinente permiso de la censura, que las dejó ver a los señoritos y a los snobs de los cineclubs de Madrid y Barcelona. Pero cuando se intentó llevarlas a asociaciones obreras, el Gobierno se olvidó de sus cacareadas democracias y negó al proletario español lo que autorizaba a la burguesía y a los seudointelectuales madrileños y catalanes». Una acusación concreta y directa que Piqueras aprovecha para extender su crítica mordaz y descalificante a todo el sistema político-cinematográfico nacional, concluyendo con estas palabras: «En este mismo momento la censura española autoriza películas reaccionarias de distintos matices. El espectador puede continuar embruteciéndose con toda esa multitud de películas yankis, francesas, alemanas e italianas, pero le está terminantemente prohibido conocer las nuevas -y las viejas- producciones soviéticas. En este sentido, el Gobierno español está perfectamente identificado con las dictaduras de Primo de Rivera, de Berenguer, Mussolini, de Hitler y demás dictadores social-fascistas, que prohíben en sus respectivos países la entrada de films rusos, mientras protegen, patrocinan y, muchas veces, propagan los films militaristas, patrióticos, policíacos, chauvinos, religiosos, imperialistas y archibélicos19.

En definitiva, los cineclubs absorbieron, por su carácter selectivo e intelectual, y de forma intermitente, el limitado volumen de obras que con estos moldes llegaron a España hasta el año 1936. La importancia de esta labor difusora le llevó a decir a Méndez-Leite Von Hafe, una vez finalizada la contienda civil, que gracias a estos centros culturales, los Soviets habían dispuesto «de verdaderas sucursales en España y han podido desarrollar sus nefastas actividades antinacionales y en la más imperdonable impunidad hasta el comienzo de la Guerra de Liberación de la tiranía bolchevique»20. Una acusación extensible a Juan Piqueras que, en el mismo texto, le atribuye, además de considerarle un hombre de confianza de Moscú, la selección de los films soviéticos importados.




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Posición de algunos intelectuales y marco internacional

Obviamente, durante el período conocido por el bienio negro, no se produjo ninguna variante en este proceder censor. La derecha republicana retomó, en este sentido, la misma fobia existente hacia la potencialidad contaminadora del cine de Eisenstein y sus camaradas. Sin embargo, la repulsa de la prensa especializada por esta discriminación, lejos de extenderse, como así sucedió en los primeros impulsos de liberación republicana, se fue canalizando especial y crudamente a través de Nuestro Cinema. Así, y ante el constatable y poco reconfortante proceso de rehabilitación de la cinematografía revolucionaria, que empañaba el sistema de libertad de expresión, la revista decidió dar un nuevo impulso al tema a mediados de 1935, con la publicación de un cuestionario sobre el cine ruso, contestado por reputados intelectuales del momento. Las preguntas en cuestión, reflejo de la preocupación política y fílmica de este púlpito de expresión, fueron: «¿Debe la censura española observar igual o distinta actitud ante el cine Ruso que ante cualquier otro cine extranjero?, ¿Considera al Cinema Soviético como un factor a tener presente en el desarrollo cinematográfico, artístico y cultural de España?, ¿Por su técnica o por su contenido?21. Se brindaron a contestar este formulario Benjamín Jarnés, Francisco Ayala, Antonio Espina, Federico García Lorca y Ramón J. Sender.

Con algunas matizaciones de forma, lo cierto es que este escogido elenco de brillantes pensadores, afines a postulados progresistas, confluyeron en la misma teoría. Es decir, las preguntas son contestadas afirmativamente. Se valoran positivamente las cualidades del cine soviético en su doble dimensión, así como su pertinencia para ilustrar el desarrollo sociocultural nacional. Y, obviamente, se aboga por un modelo censor, caso de su inevitable existencia, que equipare sus baremos por igual a todas las cinematografías. En este sentido, la respuesta esgrimida por García Lorca es bien representativa del latir del compromiso adquirido por la intelectualidad progresista, cuando afirma que la censura, «no sólo debe observar igual actitud ante el cinema ruso y extranjero, sino que debe estimar más las excelencias de aquél, que las chabacanerías y ñoñeces de este último. Claro que esto es como querer pedir peras al olmo»22. El carácter combativo y persuasivo de la información deja entrever la soledad de la batalla de estos medios en su lucha por la reivindicación de un segmento mayor de libertad de exhibición para este cine. De esta forma, la publicación culmina el cuestionario con la siguiente recomendación: «Nuestro cinema ruega a la prensa cinematográfica, en general, y a toda aquella que defienda la libertad de expresión y los intereses de la clase trabajadora, en particular, reproduzca el texto de nuestra encuesta e invite a sus lectores a colaborar en ella, individual o colectivamente»23.

En cuanto al ámbito internacional, la permeabilidad oficial hacia la comprometida relación de los films surgidos de la Revolución de Octubre, adquiere perfiles distintos. Si los regímenes de faz fascistoide, naturalmente, optaron por anatemizar estas cintas, los de tinte democrático, tras una fase de proyección restringida24, a mediados de los años treinta, se va formalizando progresivamente su exhibición, siendo normal la presentación de media docena de estas obras en las carteleras parisinas o de Estados Unidos, simultaneándose pases en Nueva York, Filadelfia, Baltimore, Washington, Pittsburg, Boston Cleveland, Detroit y Chicago; así como países de la envergadura de Gran Bretaña, Polonia, Bélgica, Checoslovaquia, Japón, Países Bálticos y Holanda, entre otros25.

La angosta política de las autoridades republicanas respecto al tránsito de las de las películas señaladas cambiaría de situación en las postrimerías del sistema constitucional. Con el triunfo del Frente Popular, en febrero de 1936, el cinema ruso va a obtener el placet necesario para su exhibición pública26. Una normalización que se truncaría a raíz de la sublevación militar y que potenció su extensión en el bando republicano.







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