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Cumplía apenas doce años, era rubia, blanca, con ojos azules tan cándidos, tan dulces, como los de la virgencita que tengo el altar.
Hacendosa, diligente, adivinaba mis deseos. Nunca podía reprocharle cosa alguna y, sin embargo, la maltrataba. De las palabras duras, poco a poco, insensiblemente, pasé a los golpes, y un odio feroz contra ella y contra todo lo que provenía de ella, se anidó en mi corazón. Su humildad, su llanto, la tímida expresión de sus ojos tan resignada y suplicante, me exasperaba. Fuera de mí, cogíala a veces por los cabellos y la arrastraba por el cuarto, azotándola contra las paredes y contra los muebles hasta quedarme sin aliento. Y luego, cuando en silencio, con los ojos llorosos, veíala ir y venir colocando en su sitio las sillas derribadas por el suelo, sentía el corazón como un puño. Un no sé qué de angustia y de dolor, de ternura y de arrepentimiento subía de lo más hondo de mi ser y formaba un nudo en mi garganta. Experimentaba entonces unos deseos irresistibles de llorar a gritos, de pedirle perdón de rodillas, de cogerla en mis brazos y comérmela a caricias. |