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Sub sole [Fragmentos]

Baldomero Lillo





Calló el mago, y de las pupilas del rey brotó un resplandor sombrío. Aquello que acababa de oír hizo nacer en su espíritu una idea que, vaga al principio, fue redondeándose y tomando cuerpo como la bola de nieve de la montaña. Con ademán terrible se echó sobre los hombros el manto de púrpura, y llevando pintada en el rostro la demencia de la ira, subió a una de las torres de su maravilloso alcázar. Era una tibia mañana de primavera. El cielo azul, la verde campiña con sus bosques y sus hondonadas, los valles cubiertos de flores y los arroyos serpenteando en los claros y espesuras, hacían de aquel paisaje un conjunto de belleza incomparable. Mas, el monarca nada vio: ningún matiz, ninguna línea, ningún detalle atrajo la atención de sus ojos de milano clavados como dos ardientes llamas en el glorioso disco del sol. De súbito un águila surgió del valle y flotó en los aires, bañándose en la luz. El rey miró el ave y, en seguida, su mirada descendió a la campiña, donde un grupo de esclavos recibían inmóviles como ídolos, el beso del fúlgido luminar. Apartó los ojos, y por todas partes vio esparcirse en torrentes inagotables aquel resplandor. En el espacio, en la tierra y en las miríadas de seres vivientes saludaban la esplendorosa antorcha en su marcha por el azul.


(«El rapto del sol»)                


En el fondo del patio, en un espacio descubierto bajo un toldo de duraznos y perales en flor, estaba la rueda. Componíase de una valla circular de tres y medio metros de diámetro hecha con duelas de barriles viejos. En el suelo, cuidadosamente enarenado, había dos hermosos gallos sujetos por una de sus patas a una argolla incrustada en la barrera y en derredor de ésta, sentados los de la primera fila y de pie los de la segunda, estrechábase un centenar de individuos. Muchachos de dieciséis años, mozos imberbes, hombres de edad madura y viejos encorvados y temblorosos observaban con avidez los detalles preliminares de la riña. Cada una de las condiciones del desafío: el monto de la apuesta, el número de careos, la operación del peso, provocaba alegatos interminables que concluían a veces en vociferaciones y denuestos.

[...] Soltados a un tiempo los dos campeones, una sacudida conmovió la rueda: las cabezas se abatieron con un movimiento rápido, y todos los ojos claváronse en los emplumados paladines que, frente afrente, rectos sus patas, con la cresta encendida, el plumaje erizado y la pupila llameante, avanzaron el uno sobre el otro, deteniéndose a cada paso para lanzar a voz en cuello una vibrante clarinada.


(«En la rueda»)                


- Cumplía apenas doce años, era rubia, blanca, con ojos azules tan cándidos, tan dulces, como los de la virgencita que tengo el altar. Hacendosa, diligente, adivinaba mis deseos. Nunca podía reprocharle cosa alguna y, sin embargo, la maltrataba. De las palabras duras, poco a poco, insensiblemente, pasé a los golpes, y un odio feroz contra ella y contra todo lo que provenía de ella, se anidó en mi corazón.

Su humildad, su llanto, la tímida expresión de sus ojos tan resignada y suplicante, me exasperaba. Fuera de mí, cogíala a veces por los cabellos y la arrastraba por el cuarto, azotándola contra las paredes y contra los muebles hasta quedarme sin aliento.

Y luego, cuando en silencio, con los ojos llorosos, veíala ir y venir colocando en su sitio las sillas derribadas por el suelo, sentía el corazón como un puño. Un no sé qué de angustia y de dolor, de ternura y de arrepentimiento subía de lo más hondo de mi ser y formaba un nudo en mi garganta. Experimentaba entonces unos deseos irresistibles de llorar a gritos, de pedirle perdón de rodillas, de cogerla en mis brazos y comérmela a caricias.


(«Víspera de difuntos»)                


Quilapán, tendido con indolencia delate de su rancho, sobre la hierba muelle de su heredad, contempla con mirada soñadora el lejano monte, el cielo azul, la plateada serpiente del río que ocultándose a trechos en el ramaje obscuro de las barrancas, reaparece más allá, bajo el pórtico sombrío, cual una novia sale del templo, envuelta en el blanco velo de la niebla matutina.

Con los codos en el suelo y el cobrizo y ancho rostro en las palmas de las manos, piensa, sueña. En su nebulosa alma de salvaje flotan vagos recuerdos de tradiciones, de leyendas lejanas que evocan en su espíritu la borrosa visión de la raza, dueña única de la tierra, cuya libre y dilatada extensión no interrumpían entonces fosos, cercados ni carreteras.

Una sombra de tristeza apaga el brillo de sus pupilas y entenebrece la expresión melancólica de su semblante. Del cuantioso patrimonio de sus antepasados sólo le queda la mezquina porción de aquella loma: diez cuadras de terreno enclavado en la extensísima hacienda, como un islote en medio del océano.


(«Quilapán»)                






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