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Tántalo en el Trópico

Nila López



Portada

A José Guggiari, y a los que como él lucharon y luchan por la libertad.



Cualquier coincidencia con la realidad es puro error de cálculo.





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ArribaAbajoAdvertencia

El simple acto de coser un botón es inspirador. Cada puntada crea el gesto. Un movimiento nuevo.

Acompaña la sucesión mecánica del bordado con un flujo incontenible de temas. Sabe que puede frenar el pensamiento. Jamás quiere hacerlo. La voluntad más fuerte, la de la palabra, es al mismo tiempo la tiranizadora de todo lo que promueve: un laberinto que no sabe esquivar.

¿Es la bondad un atributo de la inteligencia?, se interroga. Tiene la ligera presunción de que nadie es feliz, porque hay gente solitaria en todos los lugares hacia los que mira.

No obstante, con cada persona, sin urdirlo, instaura un nexo, algo muy recóndito.

En este momento de su vida advierte que se halla en una situación peligrosa, a punto de llegar al fondo de algo que ignora. Es su prisionera. Se autoespía. Se retiene. No quiere entrar en las trivialidades expresivas de las ideas y sus significados. Sólo papeles y un espejo avisan cuán inconmensurable es su rebelión.

Respuesta a Todo. En el momento exacto de la incertidumbre, el título resalta luminoso, providencial ante Anudila Gonzaga. Lee: Lo que el diccionario no contiene. ¡Coincidencia o buena suerte! En el capítulo dedicado a informaciones   —12→   sobre astronomía, de la A a la Z, busca la definición que necesita: ¿Quién es el Ser Supremo, dónde está, y sobre todo, qué hace?

Ha comprobado que no todas las personas nacen libres e iguales, como asigna la Declaración de los Derechos Humanos. ¿Y Dios? El pequeño dios. ¿Es varón o mujer? ¿Cada uno puede imaginárselo como le plazca?

Dios entre dioses.

Todavía no lo identifica. Fija su lectura en la luz zodiacal, ese débil resplandor adherido al horizonte, que proviene del sol cuando fulgura hacia el oeste tras el crepúsculo, y hacia el este antes de la aurora.

Anudila tanteó muchas veces una aproximación sencilla y pura al Todopoderoso. Mas el incienso, en las iglesias, colmó de lágrimas sus ojos. Oyó asustada el tono de sermón de quienes transmitían los mensajes sobrenaturales: casi todos los intermediarios del cielo culminaban sus discursos con obvias amenazas de catástrofe.

En la majestuosidad de otros templos o de bosques inmensos, siguió ideando a su Hacedor, pero la ignorancia del modo en que debía frecuentarlo, impedía la unión.

¿Era Él la gran imposición de antepasados cuyas órdenes persistían o invención únicamente suya? Todas las veces que hacía conjeturas sobre la omnipresencia anhelada, disfrutaba de un cosquilleo en el plexo solar. Aprendía lo que es la devoción. ¿Cómo surgía aquel apremio antiguo, inexplicable? ¿Quién al grito daba génesis? ¿Qué significaba la paz naciente, al fin, y tan dulce sosiego?

Contradictoria, huía. No. No debía amarlo confundiéndolo con un hombre de hueso y carne. ¿Estaría reemplazándolo por un arquetipo de persona viviente, al no hallar eco a sus afanes amorosos? Se defendía argumentando   —13→   que el misticismo es el último refugio de los inadaptados, pero a medida que asentaba en su vida el perfil divino, crecía en ella un sentimiento plural, indefinible, de bonhomía hacia todos.

¿Por qué representaban al dios tras el que iba con el vigor masculino? Una mujer hermosa, sensible, inteligente y rebelde, podía ser la diosa.

Para eso está la Virgen, repiqueteaba su conciencia. La creadora suprema, la madre del único y verdadero hijo de Dios hecho Dios y de todas las generaciones que se sucedieron y se sucederán sobre la Tierra. ¿Porqué no integraba, entonces, Ella, inmaculada, la Santísima Trinidad?

El primer catecismo no hizo entrar en razón a Anudila. Más le enseñaban, menos sabía. Más repetía, más se intrigaba. Sectas, ritos, bancos de escuelas, peregrinaciones y rezos la exaltaban. Virtud sobre virtud que se esforzaba en aplicar, sólo aumentaban su alejamiento de ese dios sellado por el misterio.

¿Jesucristo reemplazaba al Dios barbudo, primero y sabio, o junto a Él fundaba el reino de dos Dioses supremos, uno anciano y otro joven, con idéntica potestad?

No obstante, musitaba una y otra vez:

-¿Qué himnos tendrán el poder de convocarte? ¡Háblame con una sola señal! ¡Entra en mis quimeras, para que así, te sepa! ¡Enséñame el camino que a Tu Reino conduce!

La hostia fue un símbolo encantador de la esencia del Amado. La asimilaba en éxtasis, deslizándola lentamente por la tráquea hasta advertirla en el estómago y delirar en la ceremonia insigne de ser penetrada por El Gran Arquitecto. Se estremecía. El son lejano de una campana marcaba el vínculo.

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Sin embargo, Anudila no se conformaba con esta especie de anticipo de un placer nunca bien entendido. Quería llevar más lejos su ensayo. Contemplaba la estatua de Cristo, su cabello largo y sedoso, los ojos azules de adorable mirada, la postura de bendición en la mano derecha. En su arrebato, conseguía que la mirada de la imagen se moviera. En el ángulo en que se encontrase, hacia la izquierda o la derecha, él la ceñía con su presencia.

Él. Mientras una voz nacida quién sabe en qué caverna, acicateaba:

-Él está en cada hermano. Él te espera en el pobre y en los huérfanos. Él aguarda tu lucha. Él te quiere decidida y reformista. En su Nombre las proezas serán tuyas. En tu voz se hará sentir Su Voz, imponderablemente cálida. Su puño se hará tuyo para expulsar nuevamente a los mercaderes del Pueblo. Asistida por Su determinación liberarás una vez más a los esclavos. Con Su fuerza en ti implantarás la República de la Justicia.

-¡Por qué yo! -clama Anudila-. ¡Por qué a mí! Ayúdame en el temporal y en la bonanza. ¡Socórreme! Dame lo que me conviene, no lo que te pido. Ahora ruego encantarte más allá de la vida y de la muerte. ¡Me urge aprenderte! Quiero recorrer palmo a palmo Tu cuerpo. Adorarte como hombre ni mujer nunca lo hicieron. Besarte olvidando tu noble investidura. Temblar entre tus brazos y acariciar tus labios, tus párpados, aspirar tu aliento, sacarte las mayúsculas, zambullirme en tu Ser. Arrullarte, estrecharte recibiéndote entero, tan Mío y yo tan Tuya que no me importe, al final, arrodillarme para agradecer el más perfecto círculo de entrega, síntesis de todas las pasiones presentes, pasadas y futuras. ¡Yo te amo gozosamente! Me doy a Ti, despierta o vestida, desnuda o dormida. Inclínate ante Mí. Ofréceme Tu Cuerpo y Tu Sangre. Recíbeme, hasta que seamos el Uno indivisible y claro.





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ArribaAbajoPrimera parte

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ArribaAbajo- I -

Trance de celos y política


Eleonora empapó bien el algodón, lo deslizó sobre el rostro mientras se miraba al espejo: pálida, anémica. Todo clamaba desde su boca pintada de rojo. No había manera de aplacar la furia que bailoteaba en sus manos y en sus pupilas y se manifestaba en un sesgo trepidante cuando abría la boca, aunque sólo pronunciara una sílaba.

Al trasponer el umbral de su casa, un cielo gris la enemistó con el ambiente y surgió en ella esa propensión malsana de sentirse huraña por el motivo más baladí. Hurgó en la cartera y comprobó que las cosas indispensables para ejecutar su plan estaban perfectamente resguardadas: el dinero, el revólver y los alfileres con cabecitas rosadas.

Sacudió la cabeza maquinalmente. Le habría gustado no estar haciendo este trayecto. Sabía que iba a cometer un desatino. Heriría a una mujer que tal vez fuera buena. Su propósito había sido madurado lentamente durante los últimos nueve meses, con placer y con saña al mismo tiempo. Necesitaba convertirse en su propia delatora y purgar luego esa culpa, evadirse de su entorno lleno de acontecimientos fortuitos.

Con Pablo, su marido, le iba bien. Bien, como a la mayoría de los matrimonios, sin pena ni gloria. Él pretendía que ella fuera una dulce ama de casa. Sin embargo, Eleonora rozaba el libertinaje: puro purísimo polvo enamorado, libido descontrolada, sobresalía profesionalmente, hacía alarde   —18→   de independencia económica, e intelectual y espiritualmente era superior a sus compañeros de generación. Pero tenía el terrible defecto de convertirse en un puercoespín ante la mínima contrariedad. Era exactamente opuesta al ideal de mujer que Pablo se había forjado desde pequeño, influido por el modelo materno.

Tentada por un espíritu reflexivo de contadas ocasiones, Eleonora cerró el bolso grande, negro, pensando. Condujo lentamente su automóvil hasta el parque Carlos Antonio López, pensando. Ya en la cima de la loma, se detuvo, pensando, descendió y se sentó en el banco más próximo. Miró a los transeúntes y con parsimonia comenzó a sacarse el esmalte de las uñas, tan rojo como la pintura de sus labios, pensando. Esta maquinal sucesión de movimientos, la ayudaba a encaminar ideas y a aplacar la angustia que se había apoderado de su voluntad.

Salvaguardar la vida. Qué difícil. ¡Cuántas inflexiones! La lomada se extendía dócilmente ante su cuerpo que comenzaba a apaciguarse. Lapachos estallando. Qué terrible tener que soportar la luz inmemorial del parque, que antes era un cementerio, pero a esta hora final de la tarde parecía el mismo infierno.

¿El mismo infierno? Eleonora pensó que podemos conocer muchas ciudades del mundo, pero siempre hay una que escogemos y amamos: la que guarda historias de nuestras vidas y las de nuestros amigos, ésa que sigue mostrándonos el sentido de sus colores, aromas, sabores. Aquélla que añoramos desde la distancia como si se tratara de un ser humano, cuyas esquinas conocen nuestros deseos más recónditos, con la que hemos intercambiado rabias ante un basural, con la que hemos cantado al son de sus raudales en días de lluvias tropicales, y cuyos recovecos son parte de nuestra gran casa con su gente, que es nuestra familia, tiene nuestros gestos, comparte una manera de hablar y de sonreír.

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Cada vez más enredada en sus inconexos vaivenes mentales, decidió regresar al centro. Al llegar a la calle Presidente Franco notó que se hallaba vacía. Quien habita Asunción del Paraguay con sus siete colinas empurpurándose al anochecer, vestida de verde durante todo el año y refugio de campesinos con ansiedad de metrópolis, no puede dejar de emocionarse una y otra vez al verlos llegar en barcos, en trenes o en carretas para ser prohijados en algún vecindario generoso, villa-urbe donde a veces la eternidad se torna una estampa que parece congregar, como fantasmas, a los pobladores de siglos pasados, y deja paso al tránsito desaforado, a las idas y corridas de los burócratas recién inaugurados, con la palabra democracia fácil en la boca, bien pegaditos a los enormes letreros luminosos Stroessner paz y progreso.

De súbito, Eleonora recordó a sus tres hijos y sintió un escozor en el estómago. Asoció la imagen con los entierros de angelitos en su pueblo natal. Toda esa gente viniendo desde parajes remotos con sus cruces y sus gemidos a cuestas, esos tiernos pedidos, tantos ruegos. ¡Por qué, por qué estas imágenes, si no era una sentimental barata! Pero se mortificaba. Remordimientos de conciencia aullaban en su piel, exigían por lo menos una, una sola explicación. Por qué lloró ayer en el trabajo, por qué empezó a lagrimear sin poder parar. Lo raro es que no se puso histérica. Estaba totalmente calmada y lagrimeando sin saber por qué, tal vez por la incertidumbre o la sorpresa de reconocer por primera vez el odio. Sintió lástima, después tristeza, afirmó que nunca más querría saber nada de los dos, de Julia y de Enrique, nada de traiciones, nada de coartadas para honrar los juegos clandestinos. ¿Estaría muy pasada de moda, demodé, como decía con asco su abuela cuando quería ser terriblemente ofensiva con alguien? ¡Al diablo! Somos seres civilizados, por qué llegar a tanto, por qué, por qué, ¡por qué!

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¿Era mucho lo que se atrevía a perder, motivada por el deseo de la revancha? ¿Era mucho o poco? ¿Era tanta la vida y tan poca la muerte? ¿No se habían picoteado entre sí miles de pájaros antes de que ella naciera? ¿Tropas de insectos no habían pisoteado una y otra vez la hierba blandita del verano? Aún después de levantados todos los hombres y mujeres del universo, ¿no se habían afanado en intenso trajín en la búsqueda del momento del sueño, del descanso, del olvido, del fin de esa brava fuerza animal que nos tumba, nos contiene y redime?

-¡Lo haré, lo haré!

¿Lo haría? ¿Verdaderamente lo haría? ¿Aparecería en las páginas amarillas de los crímenes inexplicables, en los periódicos? ¿Docta, ilustrada y cultísima dama asesina a sangre fría a otra docta, ilustrada y cultísima dama?

¡Y todo por el recuerdo de unas tardes encendidas de sudor en los reservados de San Lorenzo! Todo por la nostalgia de unos revolcones que no podía olvidar.

La historia comenzó en el preciso momento en que se lió afectivamente con Julia y Enrique. Ambos eran novios que en apariencia confiaban ciegamente en su mutua lealtad. Junto a Eleonora, dictaban cátedras en la Universidad Católica. Supuestamente integraban un trío académico y amistoso. Se conocían al dedillo y demostraban admiración y aprecio recíprocos. O lo fingían muy bien. Eleonora se atormentaba porque Julia era indiferente a la apasionada relación que ella mantenía paralelamente con Enrique. Saberse la otra, le provocaba una rabia incontenible.

¿Cómo era posible que Julia ignorara la infidelidad de su pareja? Por eso planeaba destruir a su colega rival, por pusilánime y cínica, porque con tal de tener a un hombre y posesionarse de él tragaba los sinsabores, disculpaba las larguísimas horas de espera y los plantones, aceptaba sin cuestionamientos la hipocresía de Enrique. ¿Cómo quedaría Julia,   —21→   tan lady, tan aficionada a las acuarelas de árboles florecidos, delgada y frágil en apariencia, cómo quedaría su estilizada figura con una bala en el centro de la cabeza?

Eleonora pensó un rato más y decidió posponer la embestida. Estacionó el auto sobre la calle Oliva y entró a la cafetería Capri. No había caso. Al observar el entorno meditó nuevamente sobre el romance interminable de la gente con la ciudad: la huelen, se enredan en su perfume de jazmines, primero se asustan de su ritmo céntrico hasta hacerse habitués de la calle Palma y parroquianos del Lido, donde un caldo de surubí endulza las horas melancólicas del recuerdo del valle.

Por fin, Eleonora se distrajo de las apreciaciones sobre la ciudad y volvió a centrarse en su casa, en sus hijos, en su marido. Pablo no estaba ajeno a la crónica del triángulo amoroso, pues Eleonora le contaba aplicadamente algunos detalles ficticios o reales, mientras días letárgicos que se amontonaban ponían su marca de distancia irreversible.

-Me siento mal -le dijo Pablo la noche anterior-. No tengo estímulos para continuar con la empresa de arquitectura y la comida de casa me parece insípida. Ni los niños me alientan como antes.

-Tal vez -replicó ella sin entusiasmo alguno- deberías concederte un poco de descanso.

-¿Adónde iría? El campo me abruma, las ciudades grandes me espantan y Buenos Aires está carísima. Mi fatiga no tiene ninguna relación con el trabajo. Todo se debe a que soy un insatisfecho nato. Ya no me atraes ni te atraigo y debo seguir contigo en el mismo sitio. ¿Por qué no nos separamos?

-Porque yo no podría seguir enseñando en la Universidad Católica -pretextó Eleonora, sulfurada-. Sabes que hay un veto para los divorciados. Me aplicarían el Canon   —22→   810. Tampoco me gustas ya, pero están nuestros hijos, por otra parte, que de ninguna manera deben hallar su casa desarticulada. Dormimos desde hace un año en habitaciones distintas. ¿No basta con eso?

-No. Quiero comenzar mi vida de nuevo, sin altibajos, mantenerme en una atmósfera de tranquilidad, tener una compañera que no me disguste y me ayude a tolerar el día que tengo por delante. ¡A atravesar el día, mejor dicho!

-¿Por qué hablas de aguantar, como si te dieras por muerto? Estoy harta de tu retahíla de amenazas.

¡Ah, cuántas veces ella misma había fantaseado con la idea de la muerte de su marido! La viudez le dispensaría una axiomática comodidad social. Espantó el recuerdo de Pablo y fijó una vez más su mirada en la calle, donde poco a poco los oficinistas apurados tomaban por asalto las veredas, tratando de adivinar desde lejos los números de los vehículos del transporte público que los llevarían hasta el más apartado suburbio, sorteando baches y cuerpos de animales, bicicletas y carritos llenos de arena o de verdura.

Asunción era de pronto ante la mirada angustiada de Eleonora una fiesta de estudiantes y niños bajo un cielo caliente, de mujeres indígenas que venden abalorios mientras dan de mamar a sus hijos y fuman un cigarrillo rubio. Asunción, como escapada de todos los mapas, también ahora la seduce con el pregón de las marchantes que pasan precozmente envejecidas, con el ruido de bocinazos porque sí, las campanadas de la Catedral dando las siete, el río que la envuelve y acaricia como a una novia nueva, un rayo cortando en dos el día.

En el momento en que dio inicio a su ritual de sorber parsimoniosamente el té con limón, como una tromba, se acercó Anudila:

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-¡Profe, hace dos horas que la busco! El Movimiento corre peligro. Cayeron dos militantes y a Perla la pescaron in fraganti, en la guarida principal, con los dedos llenos de tinta del mimeógrafo. ¡No solamente la llevaron a ella al Departamento de Investigaciones de la Policía, sino que confiscaron todos los panfletos1, desde el número cero!

Inspiró y espiró hondamente e invitó a su alumna a sentarse. Mientras lo hacía, advirtió que las palmas de sus manos estaban muy sudorosas y se pidió sosiego. Este trance era más grave que sus celos enfermizos. Anudila, con el atropellamiento propio de su juventud, podría echar a perder el proyecto. Eleonora ignoraba su afiliación. Dijo que debían precaverse y preguntó a la joven:

-¿Desde cuándo te has integrado a la Organización Paraguaya Revolucionaria?

La chica dudó un instante y explicó, con esfuerzo, que lo hizo desde la creación del Movimiento Primero de Mayo, pero que su esposo procuró mantenerla al margen de las situaciones peligrosas, abusando de la sobreprotección:

-¡También ha recalcado que ser curiosa es de mal gusto! ¿Puedes creerlo? ¡He tenido que reprimir este rasgo tan natural del carácter femenino! Mi capacidad de desplazamiento se halla restringida. Cada mes le entrego íntegramente a Luis mi sueldo de maestra, que él vuelve a depositar en la tesorería de la Organización Política, No te imaginas los trámites burocráticos que debo sortear para que me den unas manzanas. Mi bebita no se alimenta bien y sólo de vez en cuando me sobra tiempo para amamantarla.

Eleonora siempre fue poco expansiva. Cuando era pequeña, sus vecinos se preguntaban si era tímida o arrogante, aunque nadie podía tildarla de brusca. Llevaba impresa en el rostro una especie de preocupación muy auténtica hacia todo lo que la rodeaba, e inspiraba confianza cuando establecía un trato cercano. De todos modos, siempre   —24→   buscaba aparentar indiferencia o lejanía ante el tema que se abordaba. Dijo:

-¿Por qué no evaluaste de antemano los riesgos a que te exponías? Debiste interrogarte sobre tus actitudes, para evitar quejas inútiles.

Y luego se abismó en la magnitud del nuevo problema. Guardó silencio durante varios minutos, midiendo a su interlocutora con una mirada escéptica que pretendía ocultar el agobio. En ese estado sus sentidos se agudizaban. Era como si acabara de despertarse abruptamente luego de permanecer adormilada durante varias horas. Pidió a su discípula que reiterara una descripción de los candentes sucesos, las relaciones de causa y efecto, y que además citara la lista de las personas detenidas por la policía.

La joven expuso su repertorio interferida por la congoja. Era una alumna aplicada y vivaz, aunque Eleonora había notado en ella cierto exceso de imaginación. También era propensa a la rebeldía, que la tornaba indisciplinada y opacaba su inteligencia. Estos hechos no serían inconvenientes si no fuera por las innatas dotes de liderazgo de la muchacha, cuyo poder de convicción fascinaba a sus amigos y los arrastraba hacia comportamientos arbitrarios.

-Espérame en la Facultad de Derecho, en la cantina -dijo Eleonora al tiempo que se levantaba y pagaba los cien guaraníes de la cuenta-. Allí hablaremos entre todos. O, mejor, vamos juntas.



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ArribaAbajo- II -

¡La lucha exige renunciamientos!


La tensión que dominaba los límites de la Universidad Católica era insostenible. Trémulos jóvenes cuchicheaban, sin que coincidieran sus versiones sobre las personas atrapadas por la policía secreta, pese a que un par de semanas antes, sacándose un gran peso de la conciencia, un estudiante de Derecho que era oficial de policía, como sonámbulo, les avisó que sobrevendrían días aciagos.

Cuando Eleonora y Anudila bajaban las gradas que conducían al sector de la Facultad de Filosofía, se acercaron dos catedráticos de Estética de la Comunicación:

-Eleonora, te espera el Decano -dijo un hombre bajito-. Es urgente.

-Parece que hay gresca -susurró el acompañante.

Eleonora indicó a Anudila que la aguardara en el patio y que no se hiciera ver. Ésta, ensimismada, asintió con un movimiento de la cabeza y caminó con ademanes de peregrinante hacia el sitio propuesto. Quería estar en el reloj grande de una torre, asirse a sus manecillas, sujetar las horas, atrapar al tiempo de todos los tiempos en sus manos. Sintió que en vez de faltarle le sobraba el aliento, cuando chocó con sus compañeras de curso. Se quedaron petrificadas y pálidas. Anudila intentó esquivarlas, pero Gladys y Josefa formaron un cerco con los brazos abiertos en cruz y visibles muestras de alarma en sus rostros.

-Yo dejé a los niños en la casa de mi madre -manifestó   —26→   Gladys encimando las palabras-. La profesora Julia está escondida en la oficina del profesor Enrique, y él, que nunca le ha contado que pertenece al Movimiento, ahora no sabe cómo explicarle cuán delicada es también su posición. Por eso nos pidió que fuéramos junto a Julia, para convencerla de que se retirara del lugar y se alojara apropiadamente.

-La tildan de cabecilla -titubeó la otra estudiante- y la han fichado además como influyente ideóloga del jefe, que como supongo sabes, Anudila, es tu marido. Luis Boggiani debe borrarse de la circulación. Lo hemos buscado en tu casa y en dos de los institutos en los que da clases, y nada. ¿Tú lo has visto?

Mirando el suelo, Anudila explicó que desde hacía una semana su marido no dormía en la casa. Supongo que está cumpliendo un castigo penitenciario. En un segundo, recreó en su mente la fachada de la famosa cárcel del pueblo de Luque, y la última noche en que estuvo con Luis, cuando cavaba un pozo en el que enterró una serie de documentos comprometedores, pidiéndole sigilo. Ni siquiera una esquela he recibido.

-¡Vaya, y es así que nos cuentas a nosotras! Ya sabes que con la picana eléctrica y el aparatito que ellos introducen en la vagina cantaremos lo que sea -ironizó Josefa.

-Investigaremos dónde se halla escondido Luis -sugirió Gladys, y luego, dirigiéndose a Anudila-: Tú cúbrenos las espaldas. Estaremos comunicadas.

-Eh -se apuró Anudila-, debajo de mi cama está empaquetado todo el material pedagógico, ya impreso, que debía distribuirse entre los maestros de las escuelas periféricas. Alguien tiene que rescatarlo de allí, porque no iré a dormir en casa, por si las moscas.

Apenas quedó sola, la joven consideró cada una de las adversidades a las que se exponía su bebita. Ningún familiar vivía en Asunción. Si fueran detenidos por la policía, ¿quién   —27→   cuidaría a Belén? Estaba al tanto, sin embargo, de casos en que se permitió a los presos políticos conservar con ellos a sus hijos. Probablemente tendrían más consideración con una lactante. Se interrumpió y aguzó la vista sobre esa posible imagen, insistiendo en los pormenores, pues le parecía que ya nada podía turbarla. No. Desechó la ocurrencia. Únicamente una afortunada eventualidad podría asistirlos, y además, exhibirían su falta de agallas al clamar por la criatura. Dogmáticamente -se planteó- debemos sentimos preparados para confiar en los vecinos. Serán solidarios y prohijarán a Belén. Además, enseguida nuestros padres se harán cargo de ella, provisionalmente.

Eleonora regresó en ese momento e interrumpió bruscamente sus cavilaciones tocándola en el hombro. Sus ojos estaban enrojecidos y habló con un tonillo nervioso:

-SOS. No tengo a nadie que pueda ser mi colaboradora. Ambas estamos en apuros, así es que, aunque nos conozcamos poco, debemos ayudarnos. No queda otro remedio.

-¿Qué sucedió? -preguntó Anudila, intrigada.

-El decano lo sabe todo y me ha reprendido severamente por participar en empresas extraacadémicas. La policía anda también tras los pasos de Julia.

-¿Ya? Gladys y Josefa acaban de salir a buscarla.

-¡Cómo! -chilló Eleonora, desencajada-. El decano acaba de encargarme a mí esa misión.

-Es que el asunto es más peliagudo, complica a otros.

-Pase lo que pase -consignó Eleonora-, yo debo cumplir lo pactado con mi superior.

-Excúseme, profe, pero no es ocasión de respetar jerarquías. ¿Usted sabe dónde está Julia?

-Sí. En la oficina de Enrique, y es lo que más me incomoda -Eleonora frunció el ceño y después de pensar unos segundos, dijo-: Iba a acompañarte y a esperar en la calle mientras entrabas a alertar a Julia.

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-¡Hubiéramos perdido mucho tiempo yendo juntas! -Es lo que menos interesa. Con Julia tengo un llo más grueso que no podrás asimilar con pocas palabras, así es que harás a partir de ahora lo que yo te diga.

-No, Eleonora. No puedo exponerme. Si usted, el decano, Gladys, Josefa y yo conocemos el escondite de Julia, bien pueden andar también sabuesos y cancerberos detrás de su pista. De hecho, lo están haciendo, por eso quieren que la pongamos en guardia. Si nos encuentran a todos juntos el desmembramiento será fatal.

-Tu análisis es bien atinado, pero más horrible que la desarticulación del Movimiento es...

-¿Qué?

-Lo que estaba a punto de hacerle a Julia.

-¿Qué?

-No lo tengo muy meditado, porque me esclavizaban las dudas, pero quería menospreciarla, decirle que era una idiota útil al aceptar ladinamente que su novio fuera mi amante. Bueno, aunque te conmociones, también queda matarla. ¡Sí, quería matarla! ¡Iba a matarla! Parece un novelón rosa, pero estoy trastornada.

-¡Oiga, no nos queda mucho que perder! -la interrumpió Anudila-. Este es un poblacho, nos conocemos todos, tarde o temprano nos detendrán.

Eleonora imploró a Anudila que no fuera pesimista.

-Es que quiero salvarme -dijo Anudila. Las lágrimas la ahogaban y prorrumpió en sollozos.

¡Había llorado antes por tonterías! Apretó con dureza los labios y trató de ganar fortaleza para interrumpir a la profesora, que recitaba:

-Compréndeme, he estado a punto de hacer una barbaridad. Tu oportuna presencia lo ha evitado. Te estoy agradecida. Fuiste providencial. Me hallaba fuera de mí, descentrada, en un estado tan patológico que...

  —29→  

Absorta en su particular incertidumbre, Anudila no alcanzaba a oírla. El temor la paralizaba. ¡Qué pánico! No era la policía la que originaba su consternación, sino sus mismos compañeros.

Mil veces la humillaron, sometiéndola a pruebas ingenuas e intrascendentes. Rememoró:

¡La-lucha-exige-todo-tipo-de-renunciamientos!

Con esta frase como cliché, no desaprovecharon ninguna oportunidad para burlarse de la universitaria burguesita.

-¡Eres muy joven para usar pelucas de diferentes tonalidades!

-Son tan prácticas. Evito peinarme.

-¿Y ese perfume francés?

-Un regalo de mi tía.

-¡Y también usas joyas! ¡La tuya sí que es una acción contrarrevolucionaria!

¿No son nimiedades las cosas que cuestionan? La revolución es para mí una alta mudanza, de adentro hacia afuera, y viceversa. Es un cambio personal y colectivo.

Apéate de tus tacones altos, ¡ponte el jean y la camisa arremangada! Si no modificas tus costumbres, nadie te apreciará, ni aceptarán que tus convicciones son sólidas. Tampoco creerán que tus ideales son firmes si continúas usando esos vulgares estampados de flores, y te pintas los ojos con sombras psicodélicas.

¡Están citando ejemplos anecdóticos! ¡No soy más ni menos por lo que me pongo o por lo que me saco!



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ArribaAbajo- III -

Alcobas, maternidad y revolución


No quería seguir hablando con la profesora. Caerían en nuevas discusiones.

-¡Atiende lo que te digo!

El grito de Eleonora la sacó de su abstracción. Anudila la miró fijamente:

-Ay, profe, discúlpeme. Estaba haciendo turbulentos análisis sobre reglas contemporáneas y costumbres obligadas.

-¿Sobre qué?

-Pamplinas. Modas. Banderas. Insignias. Cada clan impone su onda.

-¿Quéeee?

-Si usted quiere ser aceptada, si busca reconocimiento de un sector de la comunidad, además de amoldarse sumisamente a sus cláusulas y luchar para no llamar la atención, debe usar con orgullo sus uniformes en boga.

Eleonora retrucó este argumento enalteciendo la pertenencia a un grupo, a un club, a un partido, a una empresa, a una iglesia, a una familia:

-Porque acrecientan la autoestima. Entonces disfrutas de tus valores sin falsa modestia, y te destacas, siendo un ejemplo para aquéllos que desdeñan el autogobierno de sus vidas.

¡Ah! El rebaño se desenvuelve tan cómodamente y sin conflictos. Sus adeptos reverencian los moldes prefijados   —32→   porque ellos crean una seguridad externa. Protegen sus pertenencias y custodian sus bolsillos. Se comprometen únicamente con Egoísmo A Ultranza, el supremo rey.

-Eres nihilista.

-Admirable su agilidad mental para elegir mi etiqueta exacta.

-Entonces, anarquista.

-Profe, le he dicho que mi libertad no es de boca para afuera. Evito aburrirme. El peor castigo es que me identifiquen con una institución, la que sea. Antes de elaborar nuestra compleja organización social, el hombre primitivo creaba su mundo sin los prejuicios del conocimiento sacrosanto. Compartía con los demás sus dudas y sus aciertos. Buscaba el sentido de su existencia.

-Estás muy confundida.

-Puede ser. Pero no me convenceré ni con una pistola en el cuello. No seré de nada ni de nadie.

Enfurruñada, dijo que no participaría jamás en jornadas de beneficencia, en cenas pantagruélicas de ricos exhibicionistas de modelitos, automóviles y joyas, que luego reparten baratijas entre los pobres de La Chacarita. Pobres que no saben dónde colocar su humanidad cuando las gordas señoras sonríen abrazándolos, jactándose de sus donativos ante los flashes de los fotógrafos.

-¿Qué hay de malo en eso?

-Los problemas deben solucionarse de raíz.

-Bien, no te clasifico, pero te archivo. Mi diagnóstico es que eres una resentida congénita, y esta enfermedad se cura únicamente con un vertiginoso ascenso social.

-Sólo desde el resentimiento puedo buscar la transformación de una cosa en otra. Eleonora, nuestra discusión es inútil. Estamos en la cuerda floja. Todo es inseguro. Algo debemos hacer.

  —33→  

La profesora esquivó el planteamiento de Anudila y, persuasiva, indicó cuáles eran los antecedentes que impedían un acercamiento normal a Julia. Aclaró que lo que pretendía era una vía para recuperar a Enrique, aunque en realidad no lo había perdido, seguíamos viéndonos. Julia no me estorbaba, todo lo contrario, me permitía despistar a familiares y a amigos y dedicarme más holgadamente a los encuentros amorosos.

-¡Cállese! -reconvino Anudila-. ¡Qué estupidez! ¡Tonterías de boba mujer enamorada, cuando nosotros, casi todos cruzando el umbral de la adolescencia, nos manejamos dolorosamente en el anonimato!

-Querida mía -dijo Eleonora, sardónica-, creo intuir que tú también permaneces enclaustrada en tus problemas particulares.

La cara de Anudila se tornó blanca. Admitió que en un momento dramático como éste, cuando podían ser apresadas y muertas por los esbirros del déspota que gobernaba el país exactamente desde 1954, ambas anteponían el análisis fraccionado de sus afectos e incertidumbres, aunque allí, dialogantes, se estuvieran mirando fija e intensamente, intercambiándose las almas, grabando a fuego en la memoria cada detalle de sus fisonomías. Luego, fuera de sí, como si estuviera en una barricada, vociferó:

-¡Basta! Estamos traicionando al Movimiento, cuyos objetivos se concentran en plurales intereses, como la eliminación de las injusticias que afectan a nuestros compatriotas. Mientras los compañeros tienen como finalidad primera y última derrocar al tirano, nosotras nos debatimos en ridículos cuestionamientos propios de la viciada emotividad femenina.

Eleonora guardó silencio, pero Anudila oyó lo que pensaba: Creí falsamente que esta chica tan avispada defendería una posición transigente. ¿Por qué discrimina a   —34→   las mujeres? ¿No acaba de alardear de que todos venimos solos y desnudos al mundo y solos y desnudos nos vamos de él, y que el resto es simple imposición cultural que nos somete, según la época que nos toca vivir?

Avisándole que le leía la mente, la joven dijo que se refería a millones de mujeres explotadas que se acostumbraron a sentirse inferiores, y más, a vanagloriarse y a gozar con esta condición, recibiendo dinero a cambio de unos mimos o de mecánicas aperturas de piernas.

-¿Rechazas a las prostitutas, que ejercen el oficio más antiguo y necesario de la Tierra?

-No.

-¿No?

-No veo cuál es la diferencia que existe entre una mujer que vende sus senos y la tibieza profunda de su vientre a hombres desconocidos, y la que vende su inteligencia al mafioso de turno.

-Entonces usas complejos de clase.

-¡Se equivoca! Lo que digo es que una señora inútil muy bien casada que solamente piensa en sí misma y finge orgasmos para seguir siendo mantenida por el marido papanatas, es una puta doblemente oportunista. Como tantas otras mujeres que haciéndose las débiles, paradójicamente retienen a la fuerza a sus cónyuges. Buenísimas cortesanas modernas, eso es lo que son.

Tontas señoras rebuznando, gordos señores legislando, pronunció mentalmente Eleonora, pero no dio su brazo a torcer. Contempló a su alumna durante un minuto que les pareció interminable, mientras permanecían quietas. Luego le advirtió que se extralimitaba y que no podía comparar el cerebro con las zonas pudendas. Anudila adujo que el cuerpo humano es una totalidad armoniosa. Que la noción de zona a ser resguardada y zona a ser exhibida la impusieron los que   —35→   nos contaron el cuento de Adán y Eva cubriendo en ambos con una hoja de parra esa partecita admirablemente lúdica.

-Supongo que no incluyes a las feministas en esta categorización infame -dijo Eleonora.

Sin reclutarse en sus filas ni adherirse formalmente a las ideas que preconizaban, Anudila perdonaba en ellas ese afán colectivista, el reflejo del instinto gregario que tanto detestaba. Entendía, además, que la historia pasada y reciente del mundo no permitía otra alternativa que enrolarse primero en el feminismo para llegar a ser humanistas. Con bochorno, había observado desde niña el característico trotecillo orgulloso de la gente: pasaban frente a ella, con sus insignias de cofradías, asociaciones, cooperativas, cenáculos, clanes, sindicatos, ateneos, federaciones, comités.

-Como en el cotidiano trajín no hay originalidad, cada uno se aferra a la alternativa de enfilarse en la tribu -reflexionó en voz alta-, en la célula o la facción, en la banda o la pandilla. ¡Camarillas amorfas!

Excepcionalmente, empero, admiraba en el caso de las feministas, a quienes consideraba pioneras, los esfuerzos concretos que hacían para modificar el opresivo estado de una comunidad en crisis. Sus reivindicaciones se orientaban hacia la abolición de estructuras obsoletas, donde la milenaria dominación del hombre por el hombre, vamos, de la mujer por el hombre (¡oh, contradicción, oh adorado monstruo sometedor) las convertía en decididas amazonas de una sociedad regenerable.

Mansamente, aclaró:

-Las personas que trabajan con los instrumentos sutiles del feminismo, son meritorias. En cambio, fíjese con cuántos sofismas pueriles hablamos nosotras, ¡supuestamente tan instruidas y valientes! Yo filosofo en secreto sobre la responsabilidad maternal, y usted se extravía en tonterías de alcoba.



  —[36]→     —37→  

ArribaAbajo- IV -

Cacería de los subversivos


Alrededor de profesora y alumna, ahora casi amigas debido al ímpetu arrollador de las experiencias compartidas, comenzó a urdirse un tejido de hechos relacionados. He aquí lo que sabía Eleonora: Cuatro años atrás había surgido en las universidades un grupo denominado Movimiento Independiente. Por lo común, sus integrantes se hallaban descontentos con sus vidas y con las que llevaban sus compatriotas. Tenían una confianza tranquila y firme en sus fuerzas para transmitir ideas revolucionarias al resto de la gente, fueran letrados o analfabetos. Pero tras ella, durante todo ese lapso, crecía una sensación de lejos, como si las voces anónimas de tanta gente doblegada no existieran sino en la imaginación de los más jóvenes.

Así habían organizado sus planes. Así habían trabajado, acuclillados en la oscuridad, contra la pared de los hábitos de la esclavitud y la ignorancia lenta y terrible de la población. A veces se desanimaba y la idea de distancia, de labor desprovista de sentido, la empujaba a una especie de hipnosis desde donde se veía atrapada, y a su entorno, empañado por la monotonía. Y qué monotonía, ociosa, inflexible, confusa.

Con tales altibajos había transcurrido Eleonora toda esa época, en una cadena de rabias y de sueños y de posibilidades supuestamente concretas. Hasta que sucedió lo de   —38→   ayer, cuando Anudila la enfrentó con su carga de ansiedad y de miedo.

¿Cómo surgen los presagios? ¿Cómo podían adivinar ellas que muy pronto, cinco paraguayos se embarcarían, durante una mañana húmeda, muy húmeda y calurosa, en el puerto de Buenos Aires, rumbo al Paraguay? Los que vieron subir a César Brasi al barco tampoco podían intuir que ese hombre de aspecto rígido y pelo desordenado llevaba colgada en la mirada fría el infortunio de muchas personas.

Se fijaron en él cuando pasaba con su mujer elegante al lado, cargada de propósito, segura de sí. Esta observación era inevitable, porque su mentón se extendía, desafiante, pese a una manera leve de andar. Cuando subieron a la embarcación sus sombras se proyectaron hacia el agua, irregulares y danzarinas, mientras el viento perezoso de esa tarde movía los atuendos veraniegos. Posteriormente, en el pasillo, como si fueran ocupantes momentáneos de la nada, como ocurre siempre que se viaja en tercera clase, se miraron alertas las miradas, se miraron las manos, se miraron los pies, se miraron haciendo distinciones subjetivas, hasta empezar a cuchichear sobre temas consabidos en estas circunstancias: el clima, la grasa y la suciedad del sitio, las claraboyas rotas. El paisaje ocupó después la atención de los pasajeros, que se fueron tranquilizando, mecidos por el vaivén del barco. Así, hablando a media voz, confidenciando a ratos o comiendo un bocadillo, vieron desfilar con la parsimoniosa velocidad de la navegación, miríadas de aves, parcelas de tierra cultivadas en desorden, yacarés dormidos en las playas, árboles gigantescos, islas desoladas, casas que fueron, poblados pobres, barrancas a pique invadidas de musgo.

Por fin llegaron y el barco siguió su ruta. César Brasi y su grupo sólo tenían que cruzar el río que divide las ciudades de Posadas y Encarnación. Fue entonces cuando el joven,   —39→   con las mandíbulas apretadas, se preguntó sobre sus ansias de descubrir nuevos planetas y remover los fundamentos del origen de las civilizaciones del mundo. Al fin y al cabo, cualquiera puede pasar por una racha desgraciada, estar sujeto al menor soplo del aire, convertirse de pronto en una pompa de jabón, y como ella, ser volátil y perecedera. Sonrió con temor. Sin darse cuenta se había transformado en un simple soldado capaz de disparar un fusil o manejar explosivos, aunque jamás entrevió la posibilidad de lanzarse a una verdadera guerra. Ir a matar o morir ¿qué honor reserva? ¿Acaso es conmovedoramente patriótico ser enterrado en una tumba común entre cientos de seres anónimos? Se sentía en el vacío y dispuesto a lanzarse en un paracaídas de cartón, sumergirse en profundidades marinas aunque estuviese en un país mediterráneo, convertir su cuerpo imponente, de anchos hombros y vientre plano, en una máquina futurista parecida a esos insectos ampliados microscópicamente y mostrados en fotografías con colores alucinantes, donde las formas de las patas, las arrugas de los ojos, las antenas, sugieren la invención de un floricultor que acaba de encontrar el quid de la Vida. La vida negándole el permiso para existir. La vida golpeándolo a gritos desde sus pensamientos anquilosados que, a pesar de todo, seguían escalando las cimas más altas. Atención: prohibido prohibir. Pero necesitaba prohibirse el terror. Nada ni nadie debían detenerlo.

Contuvo la respiración cuando dos oficiales se ocuparon de revisar fieramente sus equipajes. Inmediatamente, en un desliz incomprensible, Carolina, su esposa, reclamó: -¡Abran esta valija, todavía no ha sido chequeada! Un policía con aire de samurai inspeccionó el resto del equipaje, que contenía abundante material, los más vulnerables de todos: libros, papeles y cuadernos. Los guardias ya sospechaban de Brasi. Casi lo habían   —40→   reconocido, pero de no mediar la incongruencia de su mujer, nada hubiera sucedido.

-Aquí hay un lote importante de cosas subversivas -avisó uno de los oficiales, y agregó-: Deténganlos a todos.

La caravana fue traída a Asunción. Apenas llegaron al cuartel de Investigaciones, se iniciaron los interrogatorios. César Brasi confesó que había hecho anteriores viajes hasta una estancia de San Pedro, donde, dijo, conspiraban contra el Gobierno. Así reveló la existencia de una Organización Paraguaya Revolucionaria con sus ramificaciones de movimientos independientes y estudiantiles.

-También están viniendo en barco, como repatriados, cinco camaradas -confesó aullando de dolor mientras un grotesco hombrón lo tiraba al suelo y quemaba sus testículos con el encendedor de gas-. ¡Traen gran cantidad de publicaciones marxistas, y nada más!

No conformes con tanta crueldad, dos policías lo pusieron nuevamente de pie. Le sujetaron las manos y le abrieron las piernas. Le clavaron aquí y allá con un cortaplumas, hasta que la sangre comenzó a manar e impregnó el ambiente. El otro policía siguió aplicando el fuego ya en todo el sexo, hasta dejarlo en cruz, chamuscado y gimiente:

-¡Eso, hijo de puta, eso, carajo! ¡Te gusta, eh, te gusta!

Luego de las delaciones bajo tortura, se realizó otro procedimiento de la llamada Fuerza Pública, en una casa de Lambaré. En el preciso instante en que la policía se acercaba al lugar marcado con un círculo en la libreta de direcciones de miembros de la organización guerrillera, otro combatiente, Mirco Rojas, se hallaba cocinando un puchero. Al divisar al grupo de oficiales vestidos de civil, pidió a gritos a sus hijos que se escondieran en la casa contigua.

Uno de los niños quedó rezagado, con la boquita temblorosa.   —41→   No pudo digerir el susto, porque en un santiamén el mayor de todos lo arrastró tomándolo de los cabellos. Su padre se enfrentó entonces a punta de pistola con la policía. Aguantó el tiroteo y no se entregó sino cuando perdió el equilibrio y cayó al suelo, revuelto en sangre y polvareda. Unos segundos antes alcanzó a escuchar enloquecidos quiquiriquíes y ya no supo distinguir de qué animales provenían.

Los vecinos se abrazaban con el ánimo informe sobre un puente de madera. Una tormenta empezó a remolinear mientras el globo de un chico que lloraba a gritos se perdía sobre los tejados. Sebastián, el hermano menor de Mirco, empujó a los niños hacia un cobertizo donde podrían resguardarse. Tomó el arma de Mirco para seguir disparando, pero estaba descargada. Atormentado, escapó llevando en brazos al más pequeño de sus sobrinos.

Rezaba. Lloraba.

Lo rastrearon por toda la región y lo pillaron una semana después. Prendieron fuego a la casa en la que se escondió, en medio del jolgorio de los policías, que recibieron una dura sanción de sus superiores porque durante el incendio se quemaron muchos documentos, indicios fundamentales de la agrupación perseguida.

Una vez capturado Sebastián Rojas, nuevas señales condujeron a los sicarios al allanamiento de la casa de otro combatiente activo: Cirilo Fuentes. Lo asaltaron según el estilo impuesto, escabrosamente, y obtuvieron un diario personal que no sólo lo comprometía a él, sino a otros camaradas de causa. Un momento: entre las páginas del cuaderno, sin ninguna razón aparente, se había copiado un texto mítico de los indígenas del Paraguay: ¿Tienen hambre? Los niños que están jugando tienen un poco de hambre. Entonces (habló él): Entonces se fue y sacudió su cuerpo y encontró y tiró (a la manta) maíz y también camote y torta o pan   —42→   de mandioca. Esto dio a sus hijos. Luego siguieron caminando; lejos fueron.

Acorralado, Cirilo intentó huir pero la trampa que le tendieron era condenatoria. Lo balearon alrededor de los pies:-¡Rendición o muerte!

Al ver que escapaba sin acusar espanto alguno, y que además les llevaba una delantera de ochenta a cien metros, le tiraron a matar y le dieron un refilón en la pierna y otro en el cráneo, por encima de la oreja. Cirilo cayó en medio de los pajonales. Amontonados datos sobre datos, la cacería se hizo inevitable. En una casa del barrio Herrera se ocultaba José Pedro de Castillo, a quien la mayoría de los detenidos consideraba el puntal del sistema de guerrillas de la Organización Paraguaya Revolucionaria. Los verdugos apilaban testimonios supuestamente fidedignos sobre sus andanzas. Comentaban que de Castillo ejerció un gran liderazgo en la época en que era estudiante universitario, y que incursionó en varias operaciones seudomilitares, además de ser entrenado como soldado del frente de batalla en Vietnam.

José Pedro también era poeta y todos lo reconocían por su expresión facial de absoluta serenidad. Era como un mago: siempre le creían las personas que a él le interesaba que le creyeran. Con el resto ni intentaba ser convincente. Elegía. Examinaba a los demás y daba la cara cuando surgía algún conflicto en el que se hallase afectado. A José Pedro sus compañeros lo consideraban un verdadero héroe.

-Éste fue el que sentó las bases del aparato político de la Organización Revolucionaria -afirmó uno de los estrategas de la policía, señalando el nombre con una regla, en una frondosa lista-. Es quien decreta todo lo que se debe hacer, con incuestionable autocracia. Vayan y procedan, con los pasos de rutina. ¡Vencer o morir!



  —43→  

ArribaAbajo- V -

La condena del disidente


Al separarse de Eleonora, Anudila tocó puertas y puertas, pero pocas se abrieron, y ninguna familia quiso hospedarla. Estaba agotadísima, con el corazón a punto de estallar, vacía y llena al mismo tiempo, como si hubiera recibido una lluvia de balas en las rodillas. Afortunadamente, una joven argentina con la que nunca había tenido un cambio de palabras, pero que solía saludarla agitando las manos en la Facultad, le permitió dormir dos noches seguidas en la sala de una tía muy lejana, que ni siquiera leía los periódicos. Poca información podía tener sobre los hechos que conmocionaban al país. Cuando entró a la casa, todo estaba en orden, o en prudente desorden. Por la ventana abierta se colaban las luces de la calle, y había alfombrillas por todas partes. A pesar de la experiencia sufrida unas horas antes, Anudila trató de comportarse como si no estuviera desencarrilada, porque la anciana la miraba curiosa desde su afilado perfil.

Por otra parte, también se sentía menesterosa. ¿Quién podría ayudar a Luis? ¿Dónde estaría? Los últimos datos que le habían pasado afirmaban que él recibió el consejo de presentarse a cumplir sus tareas docentes, como era habitual. Había sido separado abruptamente de la Organización merced a un alegato que lo había enfurecido. Sí. Anudila recordaba perfectamente la última conversación:

-¡Son unos miopes! ¡Tropiezan con la realidad! ¡Imagínate! Mira de lo que me acusan: ¡blandura e indisciplina!

  —44→  

La verdad: se había retirado él mismo meses atrás, sin anunciarle la decisión a Anudila. El panorama, invadido de rumores casi obscenos, era demasiado agitado para que lo hiciera.

La brecha que se extendía entre la pareja era enorme. Trabajaban y estudiaban de día y de noche. Se veían poco, conversaban menos y el tacto... ¿Dónde se hallaba oculto ese silencio ronco y oscilante, la sutil inmovilidad que como una nube negra ascendía hasta desenrollar las formas planas y volverlas acuosas, minerales, ensanchándolas con extrañas sombras kilométricas, apenas dos brazos y dos piernas bajo una lluvia rítmica?

En ocasiones cada vez más frecuentes Luis desaparecía semanas enteras para guardar reclusión en la Cárcel del Pueblo de la Organización.

En los últimos meses el matrimonio sólo se encontraba para ejecutar la modalidad de vigías, papel que intercambiaban cuando convenía a las maniobras planificadas. Por ejemplo, mientras salían a pintar leyendas en sus campañas contra el gobierno del Rubio, dos compañeros apostados en cada una de las esquinas avisaban con un silbido la presencia de la celular roja de la policía. ¡Fiuuu, fiuuu! ¡La caperucita!

El dueto debía lanzar entonces sus elementos de pintura sobre la muralla en la que estaban escribiendo o detrás de la más cercana, y convertirse en un par de enamorados que aprovechan la oscuridad para besarse.

Como el Ministerio de Obras Públicas y Comunicaciones hacía borrar los eslóganes acusatorios con reiteradas manos de pintura, a veces simplemente con cal, la Organización Paraguaya Revolucionaria distribuyó una receta casera. De este modo Luis y Anudila confeccionaron ellos mismos largos y gruesos lápices de cera que utilizaron posteriormente para cumplir sus objetivos.

  —45→  

A Anudila le encantaba correr hasta los letreros de los portones que decían garaje. Borraba la G y la E. En vez de estas letras escribía primero la C y luego la O, y se sentaba en la vereda a mirar su carajo, tan perfecto. La vieja que nunca faltaba decía al pasar: ¡Son todos unos rebeldes sin causa! ¡Degenerados!

Precisamente en una de esas tantas noches de aventura, Luis se inspiró y dibujó con letras de molde la frase: ¡Hasta las putas subieron, carajo!, aludiendo al terrible aumento de precios de los artículos de primera necesidad de la canasta familiar. Ya tenían la celular policial encima cuando empezaba a anotar su carajo, pero no se amedrentó y continuó, cerrando el signo de admiración, aprovechando el justo lapso para lanzar el lápiz marrón a un basural, y estrujar a Anudila entre sus brazos.

Los soldados pasaron una y otra pintura sobre el texto, pero la cera, impertérrita, aguantó además los embates de la lluvia y del sol.

Cada vez que, al cruzar por allí, miraban su pequeña obra de arte político, grabada imperecederamente en la pared de la Asociación Cristiana de Jóvenes, sobre la calle Herrera, Luis y Anudila sonreían con graciosa complicidad.

Sin embargo, de otro talante eran los nuevos espías designados para controlar los actos de Luis, que seguía siendo uno de los líderes más respetados entre quienes idearon la doctrina de la Organización, y la fundaron. Hábil y agudo, orador de palabras concientizadoras y voz grave y vibrante, comenzaba a perder sus dones, evidenciaba signos de flaqueza, caía en contradicciones.

Cierta mañana lo eligieron para que colocara una granada debajo del automóvil de un militar, cuyos hijos debían ir al colegio con el chófer. Luis llegó solapadamente al sitio indicado, sobre la calle Mariscal Estigarribia, y depositó la bomba entre las ruedas delanteras, tal como se había previsto.   —46→   Se alejó algo así como tres cuadras, e incomprensiblemente regresó al sitio unos minutos después y retiró el artefacto.

Raúl Montes, que era uno de sus guardianes de la Organización, le cerró furiosamente el paso en la calle Manduvirá:

-Luis -exclamó-, ¡sabías que lo que escondes bajo la campera es sólo una granada camuflayada! No tiene nada.

-No. No lo sabía -contestó Luis, avergonzado.

-Puedes ser ajusticiado por un desacato como éste.

Otras amenazas resultaron inútiles. Luis balbució unas excusas anodinas que se mezclaron con los ladridos de algunos perros vagabundos. Argumentó que la desobediencia a la orden se debió a que se trataba de dos criaturas inocentes que iban a morir sin razón alguna, que no estaba de acuerdo con algunas tácticas empleadas. Dijo que ni la guerra tácita podía justificar ante su conciencia, determinadas experiencias personales.

También se defendió informando que trabajaba por su cuenta, ya en abierta disidencia con los otros dirigentes, en la elaboración de proyectos inéditos, de estrategias menos frontales y más modernas, que podrían evitar inútiles sacrificios humanos.-No seré yo uno de los chivos expiatorios de la Organización -bravuconeó Luis, aunque su voz, que al principio era firme, fue modificándose hasta convertirse en un runrún.-Eso tendrás que demostrarlo ante el tribunal revolucionario que te juzgará -replicó Montes, agrandando la reducida conformación de su tórax-. Esta inspección se te hace porque detectamos una alteración en la estructura de tu personalidad. Un compañero irresoluto y pusilánime se convierte en elemento conflictivo. Podrías traicionarnos.

Se miraron durante unos minutos que parecieron larguísimos, con una inexplicable sensación en la boca y la garganta, una especie de salvaje resentimiento, el cosquilleo   —47→   de un millar de hormigas, un estremecimiento milenario: el de dos camaradas que se aprecian y admiran pese a todas las diferencias sociales, éticas, religiosas o políticas.

Luego marcharon juntos hasta Luque, y en uno de los aguantaderos del Grupo fueron guiados por un barbudo panzón, escoltado por un jovencito rubio de ojos azules, de cuyo cinturón colgaba una pistola.

Ante cinco jefes de rango idéntico al suyo, Luis Boggiani expuso los fundamentos de su actual postura política. Dijo que lo movía una razón que no podía desatender. Que la insensibilidad revolucionaria bien podría ser la antítesis de la apertura a sentimientos positivos en algunos miembros de la policía, inclusive cuando se adecuaran a las normas de su contexto metodológico:

-Si todos los militantes de la Organización Paraguaya Revolucionaria somos buenos, los que no concuerdan con nosotros son malos. Ya no acepto esta premisa. El individuo es más importante que la estructura comunitaria, tiene más peso, más valor esencial y humano que la institución.

Los ojos de sus camaradas se clavaron en él.

-Estás enajenado -dijo Darío Abate moviendo la cabeza de derecha a izquierda.

Sin inmutarse, Luis prosiguió, esforzándose en conservar la ecuanimidad:

-Ubicado en el medio, observo el fundamentalismo teórico de los sectores en pugna, sus resultados y alcances en el terreno de las acciones y las necesidades, en lo más cotidiano.

-Sin embargo, prefieres permanecer neutral, egoísta e indiferente. El hambre y la opresión son de otros. ¡Son de otros! -dijo Milciades abriendo exageradamente la boca.

-Son de todos -dijo Luis levantándose de un salto.

Y se oyó decir, animoso y conciliador:

-Cuando entre todos pienso solo, evalúo cuáles pueden ser las inevitables secuelas de la tortura, de la violencia,   —48→   la patológica, la derivada del ejercicio del poder omnímodo, la redentora, que pretendemos, y la meramente histriónica. Existe otra salida.

-¡No nos interesan tus teorizaciones! -gritó Darío Abate.

La sala era similar a un hervidero de gusanos luchando por su tajada de verdad. Las calaveras parecían transparentarse a través de las carnes, tan inconmensurable era la furia. Saltaban los pómulos, aullaban las bocas, inflaban y desinflaban sus abdómenes, sus párpados eran semejantes a alas de libélulas nocturnas, sus ojos desorbitados se hallaban a punto de saltar hacia algún infinito sin estrellas.

Luis mantuvo el temple. Era demasiado alto, demasiado orgulloso. Sería casi imposible que pudiera reconocer una derrota. Levantó los dos brazos y ordenó:

-¡Dejarán de gritar y me escucharán! Me escucharán porque también soy uno de los conductores de este proceso.Los cinco jueces se miraron. Se demoraron unos segundos y luego hicieron un gesto de asentimiento.

-Adelante, habla -dijo el mayor de todos.

-He analizado las tres caras de una misma moneda. Hay una que no se ve, la que está de canto, y representa al pueblo, al anónimo Juan, y a Petronita.

-¡Basta de cursilerías! -dijo Darío, iracundo-. Éste se mea cuando dos mendigos matan a una gallina para comérsela.

-En una cara -continuó Luis, impasible- están las fuerzas presuntamente inclaudicables de la revolución, y en la otra, los mecanismos coercitivos del Estado totalitario. La antiquísima señal de este enfrentamiento entronca con innumerables semejanzas históricas de rivalidad, desde la época romana.

-¡Que se calle! -propuso Milciades Pérez, al cabo de una pausa-. ¡Basta de pavadas!

  —49→  

Luis hizo caso omiso a la indicación, y aclaró:

-Realzando el antiguo conflicto, vemos los intereses inmediatos del pueblo, y por otro lado los mediatos del planeta, la persecución del racionalismo como fin, no como etapa, y el fanatismo. La persona que es absorbida por el conflicto pierde sus características peculiares de altruismo al quedar atrapada por cualquiera de los dientes del proceso.

-Está perturbado -observó Darío, y propuso que lo sacaran de la habitación, con un ademán de la cabeza dirigido a tres personas que montaban guardia en el corredor.

Enseguida discutieron sobre la regla que utilizarían para limpiarlo y evitar que siguiera causando perjuicios. Luis interrumpía la evolución normal, ya trazada, de las tareas destinadas a cambiar el país: bloqueaba las tácticas de la Organización y el desarrollo de las mismas. Su actitud podía incidir sobre otros ánimos. Era un riesgo intolerable, y concordaron en que no podían concederse ningún tipo de flexibilidad.

-Menos aún con él -dijo Darío Abate-. Sus neuronas están viciadas de cobardía. Ha pasado al bando de los que se apoyan en una supuesta seguridad individual e intentan proteger únicamente a sus allegados.

-Además repite frases incoherentes de las que ni él mismo comprende el auténtico significado -enfatizó otro-. Está demente.

La reunión fue larga y no faltó quien intentara defenderlo.

Una mujer bisbiseó con admirativa expresión que Luis sentó muchas de las bases importantes de la Organización Revolucionaria y captó para la misma a numerosos adeptos:

-Su capacidad de convocatoria y su carisma siempre fueron sorprendentes.

-Creo que sólo plantea la urgencia de una maniobra que en este momento sirva para despistar a la policía, y evitar   —50→   un baño de sangre -dijo otra mujer, tímidamente-. Él me habló mucho del odio enceguecedor que campea en los sectores sociales enfrentados, y bloquea respuestas benignas, cuando éstas podrían facilitar ciertos cambios.

La otra joven dijo que leyó recientemente una crítica y espléndida tesis de Luis sobre la deidad política como ambición y prolongación del Yo:

-En el manuscrito hay una actitud positiva hacia la búsqueda del poder no sobre los otros, sino con los otros, a través de un mecanismo menos directo, pero, según afirma, más concreto y factible.

Todos ignoraron con gestos despectivos estas indicaciones. Sostuvieron que no había alternativa. Luis debía ser puesto rápidamente fuera de circulación.

-No podemos eliminarlo ahora mismo -afirmó José Pedro de Castillo-. Una posible investigación de su muerte pondría sobre aviso a la policía, que se movilizaría atando cabos.

Encargaron a otro de los jefes, de apellido Basualdo Tabares, que fuera a la casa de Luis y lo intimara a abandonar el Paraguay en un plazo no mayor de una semana.



  —51→  

ArribaAbajo- VI -

Amenaza de muerte


El calor sofocante hacía saltar venitas en la sien de Anudila. Su marido había desaparecido una vez más. Por otra parte, Basilio Basualdo, amigo de Luis, se hallaba refugiado en su casa, creándole incontables situaciones embarazosas.

Ya no sabía cómo comportarse. Abría un libro, lo dejaba en el suelo, buscaba otro, salía al patio, se duchaba cada media hora sin enjabonarse, se apoyaba en el borde del lavabo y vomitaba, se escrutaba con avidez en el espejo y el azogue le mostraba su piel descompuesta, sus rasgos desfigurados.

Era como sí estuviera mirando su muerte pecho a pecho.

Transcurrió una semana entera hasta que por fin los esposos se encontraron en el colegio en el que ambos enseñaban. Anudila se lanzó sobre Luis e interrogó ansiosamente:

-¿Dónde estuviste? Podrías haberme dejado alguna huella. Belén estuvo enferma varios días y no pude llevarla al médico. Tu padre me ha escrito una carta, preguntando si en el caso de que alguien cayera herido a medio metro de ti, y él lo hiciera también a una cuadra de distancia, y lo reconocieras, ¿a quién socorrerías primero?

-Por supuesto -saltó Luis-, le contestaste que ayudaría al que estuviera más próximo. Ya sé, ya sé, vociferó luego por teléfono que esa respuesta atentaba contra   —52→   los valores de Dios, Patria y Familia, y que ya se anda comentando que somos comunistas.

-¿Cómo lo sabes?

-Los conozco muy bien. Mi padre y mí esposa hilando brillantes conjeturas.

-Eso no es todo -se apresuró Anudila-. Basualdo está escondido en casa desde hace seis días.

-¿Cómo? ¿Qué? ¿Uno de los Basualdo Tavares?

-No. El primo, tu amigo abogado.

Impaciente, Luis mordisqueó la ramita que acababa de arrancar de uno de los grandes árboles que adornaban el jardín del Colegio Mundial.

-Debe salir de allí inmediatamente -urgió-. ¿Cómo has podido ser tan ingenua? ¡La policía puede estar buscándonos a nosotros también! ¿Nada le advertiste? ¡Él está en otro tema! Nos compromete y se compromete gravemente.

Luis se despidió de Anudila asegurando que a la noche iría a acompañarla en el dormitorio común, y que jugaría con Belén, a la que añoraba demasiado.

-Te esperaré -prometió ella- absolutamente liberada de mi feroz ego.

Apenas entró a la sala de su casa, Basualdo caminó hacia ella e intentó abrazarla.

-Espera -lo apartó Anudila suavemente-. Tengo una mala noticia. Luis te pide que dejes la casa ahora mismo, porque corres peligro. La policía puede llegar también aquí en cualquier momento y es bueno que lo sepas y te pongas a salvo.

Sólo transcurrieron dos horas, cuando llegó Luis, e inmediatamente sonó el timbre. Anudila abrió la puerta sin utilizar la mirilla:

-Buenas noches -saludó Edgardo Basualdo Tavares-, quiero hablar a solas con Luis.

  —53→  

Éste, accediendo a la sala desde la cocina, le pidió a su mujer que se retirara y se paró ante el joven, con evidente tensión.

Discutieron encimando las frases. La Organización conminaba a Luis a dejar la ciudad de Asunción en el más corto plazo:

-Si no lo haces, ya sabes lo que te ocurrirá. Tú mismo has escrito esta cláusula que define el castigo de los desertores.

-No abandonaré mi país -aseguró con furia Luis.

-Entonces te sacaremos a la fuerza de esta tierra, dentro de una semana -dijo Edgardo y se retiró dando un portazo.

Luis era un enamorado del fútbol. Sabía insertarse sin preámbulos en el universo de las cosas. También practicaba otros deportes porque su cuerpo atlético y perfecto se lo pedía. Pero también se atragantaba con cuanto material de lectura colmaba la biblioteca familiar, aprendiendo de memoria miles de fragmentos de los libros que le interesaban. Ahora, con la amenaza que acababa de recibir, pensó en la tragedia griega y se dijo que lo que debe ser que sea, creyendo y dudando paradójicamente de las normas mágicas, los mitos y la catarsis final que nos lleva a aceptar el consabido deber ser.

Un párrafo de las Cartas morales a Lucilio, de Séneca, ocupó su memoria martilleando que no es nada aún todo eso de que hemos dado prueba en actos o en palabras. Y que unos y otros no son sino engañosas prendas del espíritu, y viven enredadas en falaces ingredientes.

-¿Qué te ha dicho Edgardo? -lo interrumpió Anudila, haciéndose la desentendida.

-Nada, un mensaje, con su habitual autoritarismo2 punitivo -contestó Luis encogiéndose de hombros, tratando de restarle trascendencia a la visita-. Esteee... ¿recuerdas   —54→   ese texto de Séneca en el que dice que no es de la muerte de la que debemos esperar que ponga de manifiesto los progresos que realmente hemos hecho?

-¿Qué tiene que ver la muerte con lo que te acabo de preguntar?

-Nada, te digo. Es sólo que repentinamente se me vino a la cabeza esa frase, ésa, cuando dice que podemos aprestarnos sin temor alguno para aquel instante en el cual todos nos tendremos que enjuiciar sin ninguna trampa ni oropel, decidir si dijimos palabras valerosas, si realmente las sentimos, si eran pura simulación todos los conceptos audaces que pronunciamos contra la fortuna.

-No aguanto más -gritó Anudila-. Siempre te evades. Siempre sales con otra cosa. Siempre me mientes. ¡No confías en mí! Belén ya casi ni te conoce y me vienes con filosofías. Llegas a casa cuando se te antoja. ¡No soporto este estúpido simulacro de coexistencia!

Luis sintió que lo estrangulaban, que era una babosa gigante, que una lava horrible descendía por sus mejillas, que era un reptil asqueroso y putrefacto. Entonces decidió descargarse.

Se demoró un poco pensando cómo le explicaría a Anudila que ésta era la época propicia para confirmarle que permanecían inalterables la pasión y la ternura que, encastradas en sus combates, ella alimentaba en él. Como nunca antes, la hizo su confidente. Narró la forma en que enfrentó los últimos meses, debatiéndose entre la aplicación de sus ideales, las obligaciones laborales y la conmoción que le causaba la ruptura con la Organización, amén de su hogar abandonado.

En la escena actual, la amistad, el compañerismo, el doloroso recuento de comunes modelos de perfección, los impulsaron a abordar nuevamente el camino paralelo del amor. Se adoraban. Para siempre, en lo más misterioso de la   —55→   eternidad, sus bocas guardarían el recuerdo del beso inigualable.

Se conocieron cuando todavía eran dos niños. Anudila lo idolatró desde entonces, lo escondió como un tesoro en su castillo de adolescente, y aguardó la ocasión de la cita definitiva.

Luis era cinco años más grande. Mientras él se hacía mocito, ella todavía luchaba por desprenderse de sus muñecas y libros de cuentos infantiles. Tenían quince y veinte años cuando el romance los envolvió en un baile.

-Yo te miraba porque siempre eras el abanderado de tu colegio -susurró Anudila, ponderativamente.

-Y para mí eras la nena más seductora del mundo.

Las calles rojas de la ciudad natal presenciaron el desarrollo de un idilio sin altibajos. El río Paraguay fue testigo de sus más puros juegos: remaban a la par, triunfalmente.

Nadaban, jugaban a bucear sin límites, se buscaban debajo del agua, corrían una vez que estaban en tierra para doblar-la-esquina, burlar en un recodo el control de los mayores y darse un beso tan fresco por dentro y tan caliente por fuera como las frutas tropicales de los patios de sus casas.

Durante varios años se escribieron cartas cuya intensidad romántica traspasaba el papel. Después, se casaron rodeados de música sacra, dulces y flores. Pausadamente fueron cimentando su unión. Pasó un año. Pasó otro. Ya embarcados en el Movimiento, y trabajando como profesores además de estudiar en la Universidad, planearon tener un hijo. ¡Cuánto tardó en venir!

En los primeros meses de vida conyugal, los parientes miraban la figura de Anudila e invariablemente preguntaban:

-¿Para cuándo el bebé?

Ella explicaba que se habían casado muy apurados, comentario que sugería todo tipo de perspicacia, pues el   —56→   matrimonio de urgencia se debía generalmente a que la novia ya estaba embarazada. Luis y Anudila sonreían ante la errada interpretación aclarando cuáles eran los motivos de su apresurado enlace: un viaje de estudios de Anudila a Norteamérica, la probable separación que no podrían soportar en la condición en la que se hallaban, prisioneros de un sentimiento que se desbordaba cada vez más.

Años después, Luis llegó del trabajo con las manos ocultas detrás de la cintura. En una llevaba el sobre con el resultado de un análisis clínico, en la otra, un gran ramo de rosas rojas.

-El test de gravindex dio positivo -contó, emocionadísimo.

Se fundieron en un abrazo largo con el que aplastaron las flores y arrugaron el papel de la prueba.

El milagro los circundó durante nueve meses, los más pacíficos de sus vidas. Anudila bordaba sosegadamente, cantando coplas. Luis la acompañaba con la guitarra. Se miraban, se acariciaban y creaban un nivel de complementariedad favorecido por la atmósfera de tibia armonía de la espera del hijo.

Moderados naturalmente sus belicosos temperamentos, se adueñaron de un reino desconocido. Trocaron la impaciencia habitual y los exuberantes maratones, por largas sesiones de ajedrez y de go, en las que no se colocaban como adversarios sino como solícitos compañeros que descubren juntos el razonamiento metódico y el gozo del empate. Ensayaban a ser más perfectibles asimilando las mejores enseñanzas del entorno.

El día del nacimiento del bebé, cuando trasladaban a Anudila en su camilla, cruzando un largo corredor, Luis se acercó y la tocó. La palpó entera, como nunca, asombrado:

-¡Estás viva! -exclamó.

-Tengo hambre -fue todo lo que ella pudo decir, mientras su rostro expresaba inmensa satisfacción.

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Contraviniendo las indicaciones terapéuticas, Luis corrió a comprar unos emparedados de lomito que comieron a hurtadillas en la habitación, entre risas y lágrimas.

-¿Cómo es la nena? ¿La has visto ya? -preguntó Anudila.

-Es divina y perfecta, pero no hay obra que carezca de fallas.

-¿Por qué me dices eso? -se conmovió Anudila.

-Belén nació con un traumatismo en el cráneo. Pero no es grave. Tuvo que hacer un inmenso esfuerzo la pobre. Su primera hazaña. Dicen que el nacimiento, su transcurso y su forma, determinan aspectos fundamentales de la vocación, definen qué cosa viene uno a hacer en este mundo. Belén será una heroína.

-¡Cuéntame toda la verdad! -suplicó Anudila, llorando.

-Al mal tiempo buena cara, mi gordita, mi goyita, mi goyi. La niña debe permanecer hospitalizada durante más días que los previstos. Necesita atenciones altamente especializadas, debido a la conmoción cerebral que sufrió.

-¡Pero por qué, por qué nos pasa esto a nosotros! ¡Por qué a nosotros!

-Nadie tiene la varita mágica de la seguridad.

-¡Por favor! ¿Se halla entera? ¿Nada le falta?

-Le sobra todo. Es preciosa. Es inmensa. Si no hubieras peleado como una leona para evitar que hicieran una cesárea, Belén no tendría ahora ninguna complicación de salud.

-¡Ah, me culpas!

-Sólo se confirma que eres testaruda.

-Caprichosa y mala... Yo solamente quería tener un parto normal.

-Y como siempre, tu propósito se cumplió. Ganaste, aunque afrontando una dificultad que pudo tener derivaciones impredecibles.

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-¡No me asustes más!

-Sentido del humor, querida, alternado con los reproches. Casi morí yo también durante estos dos días de condenados trabajos de parto, obsesionándome con la posibilidad de que ambas desaparecieran.

-No digas más tonterías.

-Bueno. Ninguna obra deja de tener imperfecciones. Pero los defectos, inevitables como son, también son útiles.

-¿Qué utilidad pueden tener?

-Un dicho popular asegura que los defectos impiden a los tontos que pasen adelante, mientras en nada estorban a los ingeniosos. Yo preanuncio y te aseguro que Belén será bella por dentro y por fuera. Muy pronto la acurrucarás entre tus brazos. ¡El descubrimiento de la maravilla total te inducirá a la gloria! Podrán estrenar juntas, muy unidas, una magnífica ópera.

-¿Cuál?

-Ésa que narra el amoroso aprendizaje de ser madre y de ser hija.

-Dame un beso, mi vida. ¡Si pudiera adivinarte en tu misión de padre! ¿Serás generoso, sensible y solidario, o mejor, recíproco, con una hija mujer?



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