Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Tanto vales cuanto tienes

Comedia en tres actos

Ángel de Saavedra (Duque de Rivas)



PERSONAS
 

 
DON BLAS,   rico negociante venido de Lima.
DON ALBERTO,    su hermano.
DOÑA RUFINA,    su hermana.
DON MIGUEL,   capitán de Caballería, su primo.
DOÑA PAQUITA,   hija de doña Rufina.
DON JUAN,   amante de doña Paquita.
DON SIMEÓN,   viejo usurero.
PASCUAL,    criado.
ANA,    criada.
PERICO y FACO,   mozos que vienen a servir de lacayos.
Un EBANISTA.
DOS MANDADEROS,   que no hablan.
 

La escena es en Sevilla, en casa de DOÑA RUFINA

 




ArribaAbajoActo primero

 

La decoración es inmutable, y representa una sala de una casa particular. Al fondo, una puerta (del cuarto destinado para DON BLAS); a la izquierda, tres puertas (la primera, que comunica con la anterior de la casa; la segunda, al aposento de DON ALBERTO; la tercera, a los de DOÑA RUFINA y DOÑA PAQUITA); a la derecha, otra puerta (que da al corredor y escalera) y dos balcones que caen a la calle.

 

Escena primera

 

ANA y PASCUAL, con capa y sombrero

 
ANA.
¿Te vas ya a lucir el talle
porque salió la señora?...
¿O a la taberna?
PASCUAL.
Habladora;
barra, guise, friegue y calle.
Voy adonde mandó el ama,
que por mi gusto me fuera
a mi cuarto y me tendiera
a descansar en la cama.
ANA.
Muy bien te lo creo, sí,
pues sabes sólo hacer eso,
mientras cargas todo el peso
de la casa sobre mí.
 

(Vase PASCUAL por la derecha.)

 


Escena II

 

ANA y DOÑA PAQUITA

 
DOÑA PAQUITA.
Por Dios te lo ruego, Ana,
ten de entrambos compasión.
Don Juan frente del balcón
pasó toda la mañana,
y como a todos salir
ha visto, en entrar insiste:
en ti tan sólo consiste;
anda, déjale subir.
ANA.
¡Qué bobera!
DOÑA PAQUITA.
Ana, ¡por Dios!,
algo que decirme tiene.
ANA.
¿Y si la señora viene
y os atrapa aquí a los dos?
DOÑA PAQUITA.
No ha de volver en buen rato,
pues fue a andar toda Sevilla,
buscando muebles, vajilla,
ropa y el gran aparato
de recibir a este tío
que desde Lima nos viene...
ANA.
Pues harto que buscar tiene.
De que lo halle desconfío.
DOÑA PAQUITA.
A don Juan déjame ver,
que sus señas dan aviso
de que el hablarme es preciso,
y no hay nada que temer.
ANA.
Y ¿qué os tendrá que decir?
DOÑA PAQUITA.
Puede ser cosa importante.
ANA.
Lo que dice todo amante:
que está por vos sin dormir,
que os idolatra y adora,
que por vos se ha de matar,
que sólo...
DOÑA PAQUITA.
Déjale entrar,
y deja chanzas ahora.
Hazlo por mí.
ANA.
Bueno es eso.
DOÑA PAQUITA.
Muévate mi llanto, Anita.
ANA.
¡Válgame Dios, señorita!
¿Usted ha perdido el seso?
¿Cómo he de contravenir
a lo que mandado tiene
mi señora?... Pero él viene;
la escalera va a subir.
Se ha colado de rondón.
DOÑA PAQUITA.
¿Quién le abrió?
ANA.
¿Quién?... ¡Pese a tal!
El borracho de Pascual,
que dejó abierto el portón.
DOÑA PAQUITA.
Toda tiemblo... Él es... ¡Ay Ana!
ANA.
¡Qué apuro si la señora...!
DOÑA PAQUITA.
Se irá al momento; tú ahora
ten cuidado, a esa ventana.


Escena III

 

ANA, a la ventana; DOÑA PAQUITA y DON JUAN

 
DON JUAN.
¿Tras de tantas penas,
Paquita adorada,
al fin logro verte?...
Consuela mis ansias.
¿Qué es esto, amor mío,
que a los dos nos pasa?
DOÑA PAQUITA.
¿Qué podré deciros?
Que soy desdichada.
DON JUAN.
¿De dónde nacieron
desventuras tantas?
Cuando en dulce lazo
iban nuestras almas
a gozar el premio
de amores sin tasa,
tu tío gozoso,
tu madre encantada
de ver el cariño
que por ti me abrasa;
de pronto me encuentro,
sin saber la causa,
con que me prohíben
entrar en tu casa,
con que me desdeñan,
me insultan, me ultrajan,
deshecho el contrato,
rota la palabra,
muertos los cariños,
las puertas cerradas.
Paquita, ¿qué es esto?
¿Por qué tal mudanza?
DOÑA PAQUITA.
¿No lo habéis ya visto
en aquella carta
que ayer pude echaros
por esa ventana?
DON JUAN.
¡Ay Paquita mía!
Lo que ella relata
confusiones nuevas
ha dado a mi alma.
No sé qué de Indias
en ella me hablas,
y de un cierto hermano
que tu madre aguarda,
y cuya venida...
DOÑA PAQUITA.
Sí, la sola causa
de todas las penas
que en nosotros pasan
es venir un tío
que nadie esperaba.
DON JUAN.
¿Quién es ese tío
de quien ya se habla
por toda Sevilla,
y con su llegada
rompe de tal modo
tales esperanzas?
De este laberinto,
por tu amor, me saca.
DOÑA PAQUITA.
¿Y tengo yo tiempo
de explicaros nada?
Tiemblo de miraros
dentro de esta casa;
ya el veros ha dado
consuelo a mi alma.
DON JUAN.
No quiero afligiros.
¿Queréis que me vaya?
DOÑA PAQUITA.
¡Ay don Juan!
DON JUAN.
Paquita,
¿qué te sobresalta?
Casi me parece
que te hallo mudada.
Seis días sin vernos,
y sólo una carta,
y ésa tan confusa
y tan breve...
DOÑA PAQUITA.
Y gracias
que escribirla pude.
Soy muy desdichada.

 (Se oye ruido.) 

ANA.
¡Ay Dios! Señorita,
¿oye usted la danza
que traen allá dentro
los gatos?
DOÑA PAQUITA.
Ve, Ana;
pero vuelve pronto.
 

(Vase ANA.)

 


Escena IV

 

Los mismos, menos ANA

 
DOÑA PAQUITA.
Y usted...
DON JUAN.
¿Qué me mandas?
DOÑA PAQUITA.
Si mi madre viene...
DON JUAN.
¡Ah, que tengo el alma
de temores llena!
Mil dudas me asaltan.
¡Paquita! ¡Paquita!
¿Es todo una farsa,
todo fingimiento,
porque ya te cansan
mi amor, mi ternura,
mi fe y mi constancia?...
¡Ay, que las mujeres
todas sois voltarias!
Por piedad, al menos,
pues vine a tu casa,
donde me han traído
mi amor y mi audacia,
las dudas crueles
que atroces desgarran
mi angustiado pecho
por piedad aclara.
Si ya me aborreces,
si mi amor te cansa,
si en otros amores
tu pecho se abrasa,
no busques en Indias
embrollos y tramas.
Con franqueza dilo,
y verás, ingrata
que por complacerte
sabré...
DOÑA PAQUITA.
Basta, basta;
al fin eres hombre,
y como hombre hablas.
De que no merezco
tus duras palabras
y reconvenciones,
pruebas tienes claras.
¡Ay si mis suspiros
y llanto escucharas,
y advertir supieras
lo que aquí, en el alma,
por tu amor y ausencia
de continuo pasa,
no injusto me dieras
el nombre de ingrata.
Mas ¿por qué me canso,
¡ay desventurada!,
en satisfacerte
cuando así me ultrajas?...
Dices que en las Indias
embrollos y tramas
busco por perderte.
¡Oh, cuánto te engañas!
Contenta mi madre,
contenta trataba
nuestro casamiento,
cuando, por desgracia,
de un tío que en Lima
hace tiempo estaba,
y a quien no conozco,
recibimos carta,
pintando riquezas
y montes de plata,
con que dice vuelve
riquísimo a España.
Es soltero y viejo,
y enfermo, y...
DON JUAN.
Bien; calla,
que te entiendo, aleve.
DOÑA PAQUITA.
¿Qué entiendes...? Aguarda.
Mi tío, que llega
de hoy a mañana,
de partir sus bienes
con mi madre trata,
quién, desvanecida
con tal esperanza,
desdeña tu boda,
y a boda más alta...
DON JUAN.
¡Ay de mí, infelice!
DOÑA PAQUITA.
No, no; que mi alma
es tuya, y o tuya
o de nadie.
DOÑA RUFINA.

 (Dentro.) 

Ana.
¡Pues bueno el descuido está!
¿Quién dejó el portón abierto?
DON JUAN.

 (Sorprendido.) 

¡Ay!, que nos han descubierto.
DOÑA PAQUITA.
¡Ay Dios mío, que es mamá!


Escena V

 

DOÑA PAQUITA, DON JUAN y DOÑA RUFINA, de saya y mantilla por la derecha

 
DOÑA RUFINA.

 (Saliendo.) 

¡Jesús, qué escalera tan...!

 (Repara en DON JUAN y en su hija.) 

Mas ¡lindo cuadro, por Dios!
¿Conque así encuentro a los dos,
a la niña y al galán?...
Hija, Paquita, ¿qué es esto?
La desvergüenza me place.
Y en mi casa usted, ¿qué hace?
Don Juan, a la calle, y presto.
DON JUAN.
Yo no sé lo que me pasa.
Mi tranquilidad perdida...
DOÑA RUFINA.
¿No le he dicho que en su vida
ponga los pies en mi casa?
DON JUAN.
Pero, señora...
DOÑA RUFINA.
Marchad,
marchad al punto de aquí.
DOÑA PAQUITA.
¡Ay mamá!... ¡Triste de mí!
DOÑA RUFINA.
Calla, Paquita.
DON JUAN.
Escuchad,
DOÑA RUFINA.
¿Qué he de escuchar, insolente?
Salid de esta casa luego.
DOÑA PAQUITA.
¡Mamá!... ¡Por piedad os ruego...
DOÑA RUFINA.
Salid, pues. Niña, detente.

 (Vase DON JUAN.) 



Escena VI

 

DOÑA PAQUITA y DOÑA RUFINA

 
DOÑA PAQUITA.
¡Mamá!
DOÑA RUFINA.
No hay mamá, Paquita.
Este don Juan o don Necio
sólo merece desprecio,
y su pesadez me irrita.


Escena VII

 

DOÑA PAQUITA, DOÑA RUFINA y ANA

 
ANA.
El puchero y los dos platos,
que era todo nuestro ajuar,
los han echado a rodar
los malditísimos gatos.

 (Repara en DOÑA RUFINA.) 

Mas ¡ay!
DOÑA RUFINA.
¿Te asustas? ¡Ladina!...
No pienses, no, que me engaña
la ridícula maraña
que has urdido en la cocina.
Tuya es la culpa, embrollona.
ANA.
Los gatos fueron, señora.
DOÑA RUFINA.
No hablo de gatos ahora.
ANA.
Pues ¿de qué?
DOÑA RUFINA.
¿De qué, bribona?
De tu descuido y no más.
¿No te di orden terminante
de que entrar a ese tunante
no permitieras jamás?
ANA.
¿A quién...? Nada sé.
DOÑA RUFINA.
¿No sabes?
ANA.
Pero ¿por qué es esta riña?
DOÑA RUFINA.
Otra vez tendré a la niña
debajo de veinte llaves.
No fuera malo que yo
a un horterilla quisiera
por yerno. ¡Bueno estuviera!
¿Quién tal cosa imaginó?
DOÑA PAQUITA.
Pues, mamá, no hace ocho días
que usted lo solicitaba,
y sólo me aconsejaba
que, amable...
DOÑA RUFINA.
Bachillerías
son ésas que no permito,
mocosa. ¿Te has olvidado
que la suerte se ha mudado?...
No repliques, que me irrito.
Acaba de convencerte
de que si en don Juan pensé,
para dar remedio fue
a nuestra apurada suerte;
mas ya que viene tu tío
nuestras deudas a pagar,
y la casa a levantar,
casarte mejor confío.
DOÑA PAQUITA.
Pero ¡si mi abuelo era
un miserable barquero,
y sólo de marinero
a Lima fue!...
DOÑA RUFINA.
Bachillera,
calla.

 (A ANA.) 

Tú, ¿qué haces ahí?
¿Lo que decimos oyendo?
Márchate al punto.
ANA.

 (Aparte.) 

Ya entiendo
por lo que me echa de aquí.
Como si toda Sevilla
de esta familia la historia
no supiera de memoria,
más que un niño la cartilla.

 (Vase.) 



Escena VIII

 

DOÑA PAQUITA y DOÑA RUFINA

 
DOÑA RUFINA.
Y tú...
DOÑA PAQUITA.
Pues qué, ¿suficiente
no era haberme yo casado
con un mercader honrado
que tiene...?
DOÑA RUFINA.
Calla, imprudente.
Tu lengua sea maldita.
¿Quién en recordar te mete
si fue barquero o grumete
mi padre?...
DOÑA PAQUITA.
¿Es malo?
DOÑA RUFINA.
Paquita,
lo que fue y está olvidado
no se debe recordar.
Y sólo hemos de pensar
en lo que en lustre ha ganado
nuestra familia. Casada
he estado con un marqués
de segundas...
DOÑA PAQUITA.
Sólo un mes.
DOÑA RUFINA.
Mas de todos soy llamada
mi señora la marquesa.
DOÑA PAQUITA.
Y todos también, mamá...
DOÑA RUFINA.
Bien; y a mí, ¿qué se me da?
Me envidian, y no me pesa.
Que me quiten el dictado,
y el ser mi hermano un señor
comisario ordenador
con su uniforme bordado.
DOÑA PAQUITA.
Lo hizo la Junta central;
y lo que en ello gastó
ahora lo quisiera yo
para no pasarlo mal.
DOÑA RUFINA.
Me desesperas. Por cierto,
pagas muy bien el afán
en que de continuo están
don Miguel y don Alberto,
grados y honores buscando...
y su continua contienda
en darnos honor...
DOÑA PAQUITA.
La hacienda
como el humo disipando,
y mi tío don Miguel...,
¿por qué no va al regimiento?
DOÑA RUFINA.

 (Con impaciencia.) 

Ya no tengo sufrimiento;
me está llevando Luzbel.
Bestia, incapaz, habladora,
¡qué alma tienes tan vulgar!
Nunca he podido lograr
que aprendas a ser señora.


Escena IX

 

DOÑA PAQUITA, DOÑA RUFINA y DON ALBERTO, que vienen de la calle

 
DON ALBERTO.
Tus voces oye cuanta gente pasa.
¿Con quién tan sofocada estás, Rufina?
¿Siempre ha de haber pendencia en esta casa?
DOÑA RUFINA.
¿Con quién la he de tener? Con tu sobrina,
que con su necedad y sus amores
me aburre, y sin cesar me desatina.
Despreciando los títulos y honores
por ese mercachifle, dice cosas
que hacen salir al rostro los colores.
DON ALBERTO.
¡Cómo ha de ser, hermana! Caprichosas
son siempre las muchachas.
DOÑA PAQUITA.
Solamente
yo le decía...
DOÑA RUFINA.
¿Replicarme aún osas...?
Retrónicas no quiero, impertinente.
Vete a tu cuarto.
DOÑA PAQUITA.
Voy...
DON ALBERTO.
Déjala.
DOÑA RUFINA.
Alberto,
sufrir no puedo más a esta insolente.

 (Vase DOÑA PAQUITA.) 



Escena X

 

DOÑA RUFINA y DON ALBERTO

 
 

DOÑA RUFINA se quita la mantilla y la pone sobre una silla

 
DON ALBERTO.
Sosiégate, hermana, pues.
DOÑA RUFINA.
Y bien: ¿qué has adelantado?
DON ALBERTO.
Eso iba yo a preguntarte;
porque yo, poco.
DOÑA RUFINA.
Yo, algo.
A fuerza de ofrecimientos,
de labia, ruegos y halagos,
corriendo toda Sevilla,
la carta de nuestro hermano
de puerta en puerta leyendo,
y sobre ella ponderando,
conseguí del ebanista
que vive en calle de Francos
una cómoda, un sofá,
una mesa y lavamanos,
con que pondremos decente
al menos de Blas el cuarto.
También de aquella prendera,
fina como el mismo diablo,
que tiene en el Arenal
su prendería, he logrado
seis sábanas, dos colchones,
tres cortinas y un armario.
Pero, ¡ay Alberto! ¡Qué gente!
Y se llamarán cristianos!
DON ALBERTO.
Pues ¿qué hicieron?
DOÑA RUFINA.
¿Qué han de hacer?
Pícaros, desconfiados,
de mi título y tu empleo
burlarse los plebeyazos,
y de la carta de Blas
hacer solamente caso.
DON ALBERTO.
Una carta de las Indias
hace, Rufina, milagros.
DOÑA RUFINA.
¡Ah, que ya se me olvidaba!
El repostero italiano,
el que gobierna la casa
del marqués de Castilblanco,
también alquilar ofrece
dos fuentes y cuatro platos
de plata, con sus cubiertas,
mantel, servilletas, vasos...
Finalmente, todo aquello
que parezca necesario
para los primeros días.
DON ALBERTO.
Pues entonces bien estamos,
y salimos del apuro.
DOÑA RUFINA.
Sí, salimos; pero el caso
es que todos me pedían
el dinero adelantado,
y sólo a fuerza de fuerzas
a la fin se conformaron
a dar los dichos efectos
con tal de que nuestro hermano,
en cuanto llegue a Sevilla,
dé la cara a todo.
DON ALBERTO.
Al cabo
eso, Rufina, no importa,
porque, a lo menos, logramos
que Blas el primer momento
nos encuentre en cierto estado
de decencia.
DOÑA RUFINA.
Mas si al punto
de su llegada a asaltarlo
comienzan los acreedores...
DON ALBERTO.
No faltará de engañarlos
nuevo medio, y detenerlos
un par de días acaso
no será difícil.
DOÑA RUFINA.
Es
hasta pescar necesario
que no vengan a molerle.
DON ALBERTO.
Pues eso digo...
DOÑA RUFINA.
Y tú, hermano,
¿has hecho también negocio?
DON ALBERTO.
Nada, Rufina.
DOÑA RUFINA.
Es bien raro.
DON ALBERTO.
Encontré los dos gallegos
que servirán de lacayos,
y a las tres han de venir,
pero pienso será en vano,
porque aquellas dos libreas
que en tu boda se estrenaron
no las suelta el carbonero,
aunque le muelan a palos,
porque dice que no afloja
la prenda hasta estar pagado.
DOÑA RUFINA.
¡Qué gentuza tan infame!
Si son unos ladronazos.
DON ALBERTO.
El bribón del montañés,
que tiene hace más de un año
empeñado el uniforme,
tampoco quiere soltarlo,
y ves la falta que hace
para recibir...
DOÑA RUFINA.
Es claro.
DON ALBERTO.
La demanda por la renta
de la casa no he logrado
suspender, por más que hice,
y va con Blas a afrentarnos
si llega la ejecución,
como temo...
DOÑA RUFINA.
Será un chasco,
pero el primo don Miguel...
DON ALBERTO.
Está el pobre sin un cuarto.
Desde que a Sevilla vino
ese griego endemoniado,
ese clérigo extremeño,
aquél que los cerdos trajo,
que sabe más que Briján
y que es un tahúr...
DOÑA RUFINA.
No hablo
de lo que en el juego gane,
sino de que le he encargado
que nos busque algún dinero,
aunque sea con quebranto,
pues siempre los jugadores
hallan quien les preste.
DON ALBERTO.
Cuando
tallan o están en fortuna;
pero a los cucos...
DOÑA RUFINA.
Veamos
si tienen sus diligencias
favorable resultado,
pues lo que nos interesa,
como tú sabes, hermano,
es que Blas no nos encuentre
viviendo como gitanos,
como perdidos.
DON ALBERTO.
Seguro.
DOÑA RUFINA.
Como que es, Alberto, claro.
Esa generosidad
de querer sus bienes darnos,
no es cariño. ¿Qué cariño
después de treinta y dos años?
Es que mi título, sea
o postizo o bueno o malo,
al fin suena, y que tu empleo,
aunque no es más que honorario,
tiene un vistoso uniforme,
y su señoría al canto,
y que es mucho gusto ver
el nombre de uno estampado
en la guía de forasteros.
DON ALBERTO.
Pero con decencia y fausto
estos títulos y honores
ayudar es necesario...
DOÑA RUFINA.
Aunque sea haciendo trampas,
que si no dirá...

 (Suena la campanilla del portón.) 

DON ALBERTO.
¿Llamaron?
DOÑA RUFINA.
Sí; serán las mandaderos
con los muebles y los trastos.
DON ALBERTO.
O los gallegos serán
que han de servir de lacayos.
No; que es Miguel, nuestro primo.
DOÑA RUFINA.
¿Si habrá cumplido su encargo?


Escena XI

 

DOÑA RUFINA, DON ALBERTO y DON MIGUEL

 
DON MIGUEL.

 (Tira el sombrero sobre una silla y se sienta en otra con despecho.) 

Maldita mi suerte, ¡amén!,
y ese clérigo extremeño
más negro que una sartén,
y de ganarle también
maldito sea mi empeño.
DON ALBERTO.
¿Qué ha ocurrido?
DOÑA RUFINA.
Primo, di.
DON MIGUEL.
Que la mejor ocasión
de hacer un gran fortunón
esta mañana perdí
por ese griego bribón.
DOÑA RUFINA y DON ALBERTO.
¿Cómo?
DON MIGUEL.
Ya os lo contaré.

 (Se levanta de la silla.) 

Fuime temprano a almorzar
con el marqués del Molar,
y por fortuna le hallé
al punto de despertar.
Mientras salió de la cama
le alabé de gran torero,
diciéndole que el Romero
jamás adquirió la fama
que él tiene en el matadero.
Después le hablé de Juanilla,
la gitana que mantiene,
y de que un cantador viene
de Sanlúcar a Sevilla
que en el polo igual no tiene.
Después toqué la guitarra...
Finalmente, le cogí
diez duros, y desde allí
a casa de nuestro Parra
a buscar fortuna fui.
La banca de cabecera
aun no había comenzado.
Puse el burlote, fiado
en lo que el diablo quisiera,
y no fui muy desgraciado,
pues veinte onzas mis diez duros
eran ya, con que creía
que iba a lograr en el día
dar fin a nuestros apuros;
¡tan buena suerte tenía!
Cuando el extremeño entró
y detrás de mí se puso.
Manolito me advirtió
que lo dejara. Confuso
su consejo me dejó.
Pero una corazonada
de que le había de matar
y el deseo de dejar
mi pérdida desquitada,
hiciéronme continuar.
Sólo dos tallas tiré.
¡Jamás hubiera tirado!
pues sin blanca y desbancado,
queridos primos, quedé.
¡Mirad si soy desgraciado!
DOÑA RUFINA.
No lo hiciera peor, Miguel,
un niño de la doctrina.
¿Y lo que sabes?
DON MIGUEL.
Rufina,
nada aprovecha con él.
Tiene la vista muy fina.
DOÑA RUFINA.
Y, entre tanto, nada has hecho
de aquel tan urgente encargo.
DON MIGUEL.
Si tal, prima; sin embargo,
de mi rabia y mi despecho
por bocado tan amargo,
fui a buscar un usurero
llamado don Simeón,
tan hipócrita embustero
como taimado ladrón,
pero que presta dinero.
DOÑA RUFINA.
¿Y sacaste algo por fin?
DON MIGUEL.
A fuerza de batallar,
de mentir y de jurar,
logré al mísero ruin
algún poquito ablandar.
Pero a pesar de la sarta
de mis ofertas, no quiso
dar nada, y quedó indeciso
hasta ver de Blas la carta,
y enseñársela es preciso.
¡Gran virtud la carta tiene!
DOÑA RUFINA.
Y si es tan desconfiado,
¿por qué a casa el renegado
a ver la carta no viene?
DON MIGUEL.
Ya venía a toda prisa
el cara de basilisco,
y al pasar por San Francisco
oyendo tocar a misa
entró, y con facha muy grave
me dijo: «Pues que ya sé
la casa y la calle, iré
en cuanto la misa acabe.»
DON ALBERTO.
Extraña es su devoción.
DON MIGUEL.
Su conciencia es más extraña.
pues no se halla en toda España
más desalmado ladrón.
DOÑA RUFINA.
Dime: ¿por qué cantidad
le hablaste?
DON MIGUEL.
Por cien doblones.
DOÑA RUFINA.
Es poco.
DON ALBERTO.
¿Qué te propones?
DOÑA RUFINA.
Hay mucha necesidad.
DON MIGUEL.
Mas ¿cuál es tu pensamiento?
Pues con franqueza, Rufina,
mi imaginación no atina
con la razón de tu intento.
DOÑA RUFINA.
Que quiero que Blas nos halle
viviendo cual caballeros,
no hechos unos pordioseros,
como quien dice, en la calle.
DON MIGUEL.
Pues yo tengo otra opinión,
y juzgo que mejor fuera
que en la indigencia nos viera
para que la compasión...
DOÑA RUFINA.
¡Qué mal conoces, Miguel,
a estos hombres de fortuna!...
Con pobreza cosa alguna
sacar lograremos de él.
Nuestros títulos y honores
le mueven tan solamente,
y el encontrar a su gente
en la clase de señores.
Además, sabes también
que tres veces ha enviado
dinero, y que confiado
está en que se gastó bien.
La primera vez mandó
seis mil y tantos doblones,
que en pretender y en funciones
mi hermano Alberto gastó.
Envió poco después
diez mil pesos, que el demonio
se llevó en mi matrimonio
con mi difunto marqués;
y ha tres años recibimos
ocho mil, cuya mitad
se gastó en la necedad
de aquel pleito que perdimos,
y los demás para el juego,
cual sabéis, se destinaron;
y a la verdad que volaron
más pronto que árbol de fuego.
Así se ha hecho paz y guerra
de lo que Blas enviaba,
aunque tanto aconsejaba
que lo empleásemos en tierra,
y es preciso no olvidar
que siempre, por no escamarle
ni la voluntad quitarle
por si más quería mandar,
le escribimos que en dehesas,
que en casas y en olivares,
cortijos, huerta, lagares
se empleaban sus remesas.
Y si ahora en resolución
nos encuentra cual nos vemos,
mucho que temer tenemos
el que cambie de intención.
El no piensa remediarnos;
fomentamos, sí, y si ve
nuestro estado, con el pie
nos dará para ayudamos.
DON ALBERTO.
Rufina, tienes razón.
DOÑA RUFINA.
¿Cómo si tengo?
DON MIGUEL.
Veamos
si con la carta ablandamos
al señor don Simeón.
DON ALBERTO.

 (A DOÑA RUFINA.) 

Dime: y ¿adónde fue Pascual?
DOÑA RUFINA.
Al correo le he mandado,
pero como es tan pesado
el grandísimo animal,
tardará un siglo.
DON ALBERTO.
Yo creo
que ya llegó a Cádiz Blas
y que tenemos verás
carta suya este correo.
DON ALBERTO.
Sin duda.
DON MIGUEL.
Pues si otra carta
satisfactoria viniera,
don Simeón se pusiera
con orejas de una cuarta.
DON ALBERTO.
Fuera muy bueno.
DON MIGUEL.
Si no,
para el negocio acabar
y el hígado hacerle dar
otro expediente sé yo.
DOÑA RUFINA.
Dilo, y al punto se hará.
DON MIGUEL.
Darle de tu hija las perlas,
pues yo aseguro que al verlas
tantos ojos abrirá.
DON ALBERTO.
¿Qué perlas?
DON MIGUEL.
Aquella sarta
tan gorda, luciente y fina
que Blas envió a su sobrina
con quien nos trajo la carta.
DOÑA RUFINA.
Un inconveniente tiene.
DON MIGUEL.
¿Y es?
DOÑA RUFINA.
Que como Blas la envía
para que la niña el día
de su llegada la estrene,
si a notar la falta acierta...
DON ALBERTO.
De las perlas no hay que hablar.,

 (Se oyen golpes de llamar al portón.) 

DOÑA RUFINA.
¿Esos golpes son llamar...?
DON MIGUEL.
Llamar son.
DOÑA RUFINA.
Ana, la puerta.
DON MIGUEL.
¿Si será don Simeón?
DOÑA RUFINA.

 (Con impaciencia.) 

Ana..., ¡qué llaman! Paquita,
Ana... ¡Jesús, qué maldita!


Escena XII

 

Los mismos y ANA y DOÑAPAQUITA, que entran de prisa

 
DOÑA PAQUITA.
¿Mamá?
ANA.
¡Señora!
DOÑA RUFINA.
El portón.

 (Vase ANA.) 



Escena XIII

 

Los mismos, menos ANA

 
DOÑA PAQUITA.
¿Qué me quiere usted, mamá?
DOÑA RUFINA.
Nada... Como cuando grito
en vano me desgañito,
te llamé...


Escena XVI

 

Los mismos y ANA

 
ANA.
A la puerta está
un hombre del otro siglo,
un duende del purgatorio.
DOÑA RUFINA.

 (Con enfado.) 

¿Quién dices?
ANA.
Un vejestorio,
o mejor diré, un vestiglo.
DOÑA RUFINA.
Sin duda será, Miguel,
aquel que esperamos.
DON MIGUEL.
Sí;
echa a estas niñas de aquí,
que yo subiré con él.

 (Vase don Miguel.) 



Escena XV

 

Los mismos, menos DON MIGUEL

 
DOÑA RUFINA.
Vete a tu cuarto, Paquita,

 (A ANA.) 

y tú también.
ANA.

 (A DOÑA PAQUITA.) 

Que me place.
¡No sabe usted qué bien hace
en echarnos, señorita!
Porque a las dos nos liberta
de un soponcio con no ver
a ese viejo Lucifer
de quien voy de miedo muerta.
DOÑA RUFINA.

 (Con rabia.) 

¿Qué demonio murmuráis?
ANA.
Dábamos gracias a Dios
de que...
DOÑA RUFINA.
¡Buenas sois las dos!...
Marchad, marchad, que estorbáis.

 (Vanse las dos.) 



Escena XVI

 

DOÑA RUFINA, DON ALBERTO, DON MIGUEL y DON SIMEÓN, vejete ridículo, vestido de negro con peluquín

 
DON MIGUEL.

 (Con gran prosopopeya.) 

Marquesa prima, don Alberto primo,
aquí el sujeto está que tanto estimo,
don Simeón de Algarrapacoechea.
DON SIMEÓN.
Y quien a usías complacer desea.
DOÑA RUFINA.
Señor don Simeón, muy buenos días.
Somos sus servidores.
DON SIMEÓN.
Dios a usías
de salud colme y bienes infinitos.
DOÑA RUFINA.
Alberto, acerca sillas.
DON SIMEÓN.

 (Aparte.) 

¡Qué chorlitos!
A estafa huele cuanto miro. ¡Fuego!

 (Acerca DON ALBERTO una silla.) 

DON ALBERTO.
Sentaos y descansad.
DOÑA RUFINA.
Sentaos, os ruego.
DON SIMEÓN.
Con permiso, que he estado de rodillas
por un buen rato.
DOÑA RUFINA.

 (A don Miguel.) 

Acerca otras dos sillas.

 (Al sentarse DON SIMEÓN se rompe la silla y cae de espaldas.) 

DON SIMEÓN.

 (Al caer.) 

¡Ay!, Dios me valga y San Antón bendito.
DON ALBERTO.
¡Jesús! ¿Qué fue?
DON MIGUEL.
Mas ¿cómo...?
DOÑA RUFINA.

 (Con gran sobresalto.) 

¡Pobrecito!
DON ALBERTO.
¡Qué desgracia!
DON SIMEÓN.

 (En el suelo.) 

¡Ay de mí!
¡Fatal porrazo!
Dios me saque con bien el espinazo.
DON MIGUEL.

 (Ayudando a levantar a DON SIMEÓN.) 

Alzad, que yo os sostengo. No fue nada.
DON SIMEÓN.

 (Levantándose.) 

Una costilla he de tener quebrada.
DOÑA RUFINA.
¡Terrible susto!
DON SIMEÓN.

 (Mirando a la silla.) 

Sillas tan malditas
son unas trampas de matar visitas.
DON ALBERTO.
Gracias a Dios, señor, que nada ha sido.
DON SIMEÓN.
Es malísimo agüero.
DOÑA RUFINA.
¡Qué encogido
que tengo el corazón!... Ana, muchacha;
agua al momento... Tráemela; despacha.
DON SIMEÓN.

 (Registrándose todo el cuerpo.) 

Un sueño me parece el estar sano.
Pensé parar...
DON MIGUEL.
En el infierno; es llano.
¡Un hombre como usted...!
DON ALBERTO.
Pudiera...
DOÑA RUFINA.
Ana,
¿el agua no traerás hasta mañana?
¡Jesús qué pesadez!... ¡Niñas!
DON ALBERTO.
Ya vienen.
DOÑA RUFINA.
Sangre de plomo las malvadas tienen.


Escena XVII

 

Los mismos y DOÑA PAQUITA

 
DOÑA PAQUITA.

 (Asustada.) 

¡Qué voces! ¡Ay mamá!... ¿Qué ha sucedido?
DOÑA RUFINA.
Que este buen caballero se ha caído.
DON SIMEÓN.

 (Aparte, mirando a DOÑA PAQUITA.) 

¡Linda muchacha!
DOÑA RUFINA.
Porque el vil criado
dejó una silla rota en el estrado,
y por desgracia fue la que...


Escena XVIII

 

Los mismos y ANA, que saca un vaso de agua en la mano

 
ANA.
Señora,
aquí está el agua.
DOÑA RUFINA.
¡Tráesla a buena hora!

 (Repara en que trae ANA el vaso sin plato.) 

Pero ¿qué es esto?... Pícara, bribona...
DON SIMEÓN.

 (Reparando en ANA.) 

¡Pues no es menos bonita la fregona!
DOÑA RUFINA.

 (A ANA.) 

¿Por qué no traes de plata la salvilla?
ANA.

 (Burlándose.) 

¿Cuál?
DOÑA RUFINA.
La de plata.
ANA.
¿Cuál...? ¡Viva Sevilla!
DOÑA RUFINA.
Señor don Simeón, perdón le pido.
Bebed en este vaso, pues ha sido
que con la priesa y voces, asustada,
olvidó la salvilla la criada.
DON SIMEÓN.
Mil gracias, mi señora la marquesa.
Ya el susto se ha pasado.
DOÑA RUFINA.
No me pesa.
Pero yo he de beber...

 (Bebe) 

A Dios, las gracias
de que así se salió,
que las desgracias
suceden sin saber cómo ni cuándo.

 (Da el vaso a ANA, y a ella y a Paquita dice aparte):  

Idos, mas sin quedaros escuchando,
cual tenéis de costumbre.
ANA.
¡Buen aviso!
¿Le gusta a usté el vejete?...

 (Aparte, a Paquita..) 

DOÑA PAQUITA.
Es un Narciso.
ANA.
¡Qué facha! ¡Qué peluca!
DOÑA PAQUITA.
Es buena pieza.
ANA.
Siento que no se ha roto la cabeza.

 (Vanse.) 



Escena XIX

 

DOÑA RUFINA, DON ALBERTO, DON MIGUEL y DON SIMEÓN

 
DOÑA RUFINA.
En otra silla, señor...
DON SIMEÓN.
Perdón, señora marquesa,
que no volveré a sentarme
en otra silla.
DOÑA RUFINA.
Está buena
la que os ofrezco.
DON SIMEÓN.
Señora,
la que dio conmigo en tierra
que estaba rota ignoraba
su señoría, y pudiera
ignorar también que está
rota la que me presenta,
y si del golpe primero
saqué la persona entera,
puedo sacar del segundo
roto un brazo o una pierna.
Por tanto, en pie me resuelvo
la visita hacer, y fuera
bueno que no fuese larga,
no se hunda el suelo o se venga
alguna viga del techo
a aplastarme la cabeza,
porque esto de las desgracias
es un plato de cerezas.
DON ALBERTO.
No; que os habéis de sentar
para enteraros.
DON SIMEÓN.
¿No es buena?
¡Si he dicho que no me siento!
En pie escucho.
DOÑA RUFINA.
Bien; pues sea.
Ya el capitán, nuestro primo,
le habrá informado...
DON SIMEÓN.
En urgencia
me han dicho que están usías.
DOÑA RUFINA.
Como están cuantos de rentas
y de mayorazgos viven,
porque con tantas revueltas,
invasiones y mudanzas,
cambios de Gobierno y guerras,
ni pagan nuestros renteros
ni se pueden tomar cuentas
a los administradores,
ni los productos nos llegan
de nuestros estados, ni...
DON SIMEÓN.
Tiempo ha, señora marquesa,
que los que piden dinero
tales trabajos alegan;
pero es lo malo, señora,
que en el mundo una peseta...,
¿qué digo?, un solo real,
ni un maravedí se encuentra.
DOÑA RUFINA.
Que recurran es forzoso
las gentes de nuestra esfera
a honrados capitalistas...
DON SIMEÓN.
Que son necios y se dejan...
DOÑA RUFINA.
Que son personas de bien
y de apuros...
DON SIMEÓN.
Pero es fuerza
dar muchas seguridades
a los que su sangre sueltan.
DON MIGUEL.
Sin duda.
DON SIMEÓN.
Pero los bienes
vinculados no aprovechan
para ofrecer garantía
cuando el dinero se presta.
DOÑA RUFINA.
Lo mismo iba yo a decir.
DON SIMEÓN.
Pues entonces...
DON ALBERTO.
Pronto llega
un nuestro hermano que viene
de Lima, y cuyas riquezas
son tan grandes...
DON SIMEÓN.
Tal me ha dicho,
si es que mal no se me acuerda,
vuestro primo el capitán.
DON MIGUEL.
Pues éste es el caso.
DOÑA RUFINA.
Llega
de un momento a otro mi hermano,
cuyo caudal en moneda
sube a trescientos mil duros.
DON SIMEÓN.
¡Hola!
DOÑA RUFINA.
Y tiene alma tan buena
que todo entre su familia
repartirlo al punto piensa.
DON SIMEÓN.
¿Conque trescientos mil duros...?

 (A parte.) 

Si es verdad, ganancia hay cierta.
DOÑA RUFINA.
Y recibirle a lo menos
como se merece es fuerza,
para lo cual necesito...
DON SIMEÓN.
¿Y hay documento que pueda
acreditar su venida
y que con tal rumbo piensa?
DOÑA RUFINA.
Sí, señor; tenemos carta...
DON SIMEÓN.
¿La tenéis a mano?
DOÑA RUFINA.

 (Saca una carta del pecho.) 

Es ésta.

 (Da la carta a DON ALBERTO.) 

Aquí la tienes, Alberto;
torna la carta y leerla
puedes a don Simeón
desde la cruz a la fecha.

DON ALBERTO.    (Toma la carta, y con gran precipitación lee:)  «Puerto del Fayal, 24 de febrero de 1825.-Queridos hermanos míos: Los trastornos ocurridos últimamente en Lima me han obligado a dejar aquella tierra, y habiendo capitalizado todos mis bienes...»

DON SIMEÓN.

 (Con enfado.) 

¿Es tarabilla, señor...?
No he entendido ni una letra.
Más despacio,
DON ALBERTO.
¿Pues no basta?
DON SIMEÓN.
No, señor, ¡pese a mi abuela!
Dádmela; yo la leeré.
No es cosa de juego ésta.
DOÑA RUFINA.
Dásela a don Simeón.
DON ALBERTO.
Con mucho gusto...
DON SIMEÓN.
Pues venga
DON ALBERTO.

 (Dándole la carta.) 

Con mucho gusto.
DON SIMEÓN.
Pues sea.

 (Toma la carta, vase a un lado de la escena, se pone unos anteojos, reconoce el papel y lee con mucha pausa); 

«Puerto del Fayal, 24 de febrero de 1825.-Queridos hermanos míos: Los trastornos ocurridos últimamente en Lima me han obligado a dejar aquella tierra, y habiendo capitalizado todos mis bienes adquiridos en tantos años de trabajos y desvelos, y reunidos en todo más de trescientos mil duros, me embarqué con ellos hace tres meses para Cádiz en la fragata la Corza. Hasta ahora he tenido, gracias a Dios, feliz navegación; sólo a la vista de estas Islas Terceras una racha de viento me rompió un palo, lo que nos ha obligado a arribar a este puerto hace una semana para remediar la avería. Por esta ocurrencia no tengo ya el placer de estar con vosotros; y aunque pensaba sorprenderos agradablemente, sabiendo ahora que el canónigo de la santa iglesia de Lima, don Sebastián Fabián de Tornacuero, mi compañero de viaje y particular amigo, marcha a España para, pasando por Sevilla y Madrid, ir a Roma a asuntos de su cabildo, le encargo de esta carta, pues no puedo resistir más tiempo al gusto de escribiros y avisaros mi llegada a estas Islas Terceras y lo pronto que tendré el gusto de abrazaros. Me encuentro viejo y soltero, y para vosotros es el fruto de mis afanes, pues cuanto tengo lo repartiré con vosotros a mi llegada, reservándome una pequeña cantidad con que acabar mis días tranquilamente en el campo. Y es tan segura ésta mi resolución, que, por si algo me ocurriese en tan dilatado viaje, he dejado hecho allá mi testamento, y aquí traigo copia, que os asegurará de mi determinación, y que no la hará inútil en cualquier evento. Dentro de seis u ocho días daré otra vez la vela; conque esperadme de un momento a otro, pues en Cádiz me detendré sólo lo preciso para el desembarque de mi equipaje y de vuestro dinero. El dador lleva una sarta de hermosísimas perlas y pendientes para que mi sobrina  (a quien deseo mucho conocer)  lo estrene el día de mi llegada. «Adiós, queridos hermanos. No descansa hasta verse en vuestros brazos, vuestro Blas Mingorría. «A mis amados hermanos doña Rufina, marquesa viuda de Calasparra, y don Alberto, comisario ordenador.»

 (Acaba de leer la carta, y dice entre sí:) 

¡Por las ánimas que es
la carta cosa excelente,
y que va a hallarse esta gente
dentro del Cielo de pies!
Se ofrece gran interés
en prestarles, pues es llano
que, aunque les cargue la mano,
ellos, por salir de apuro,
soltarán diez por un duro
a costa del necio indiano.

 (Vuelve a mirar la carta, y lee:) 

«Veinte y cuatro de febrero... Trescientos mil pesos... Pues cuanto tengo lo repartiré con vosotros a mi llegada... Hecho testamento... Sarta de hermosísimas perlas...» ¡Hermosísimas perlas!

 (Queda suspenso.) 

DON ALBERTO.

 (Aparte, a DOÑA RUFINA y don Miguel.) 

¡Digo si la carta vale!
DOÑA RUFINA.
Mirad cómo se recrea.
DON MIGUEL.
La codicia lo espolea
y el gozo al rostro le sale.
DON SIMEÓN.

 (Como hablando entre sí.) 

Mas vamos con pie de plomo,
que al fin esto es una carta.
Diera algo sobre la sarta
de perlas, que prendas tomo;
mas sobre este papel, ¿cómo
doy ni un polvo de tabaco?...
No, que el mundo es muy bellaco;
no cuantos ofrecen dan;
y, como dice el refrán,
la codicia rompe el saco.
DOÑA RUFINA.
Pues, señor don Simeón,
la carta, ¿qué le parece?
DON ALBERTO.
Seguridades ofrece
aun para más de un millón.
DON SIMEÓN.

 (Devolviendo la carta a DON ALBERTO.) 

De tener tan buen hermano
doy la enhorabuena a usías.
No se halla todos los días
sujeto tan buen cristiano,
y tan generoso, y tan...

 (Con viveza.) 

¿Conque ya contar podernos...?
DON SIMEÓN.
Aún mucho que hablar tenemos.
¿Dónde las prendas están?
DOÑA RUFINA.
La carta es sobrada prenda,
pues por dos días o tres
tan sólo el préstamo es,
y de mi hermano la hacienda
garantiza...
DON SIMEÓN.
Aún está lejos;
hay muchas leguas de mar,
y el echarse a navegar
no es ir a cazar conejos.
DON ALBERTO.
Mas no es de temer...
DON SIMEÓN.
Señores,
al que su dinero afloja,
cualquier sombra le acongoja,
todo es sustos y temores.
Si esas tan hermosas perlas
que envió el señor don Blas
se me entregaran, quizás...
Y aun antes reconocerlas
conviene.
DOÑA RUFINA.
Don Simeón,
¿un hombre de su buen seso
se arroja a pretender eso...?
DON SIMEÓN.
¿No está muy puesto en razón?
DON ALBERTO.
¿No advierte usted que previene
nuestro hermano en esta carta
que la niña la tal sarta
para recibirle estrene?
DON MIGUEL.
¿Qué dijera si empeñada
la encontrase?
DOÑA RUFINA.
Lo tendría
por un desaire y sería...
DON SIMEÓN.
Pues si no hay prenda no hay nada.
Mas de plata una salvilla
hace poco que oí nombrar...
DOÑA RUFINA.
¿Y hemos de descabalar,
don Simeón, la vajilla?
DON SIMEÓN.
¿Descabalar?... ¡Buena es ésa!,
Toda la he de recibir.
DOÑA RUFINA.
¿Y con qué hemos de servir
a nuestro hermano la mesa?
DON SIMEÓN.
Pues si no hay prenda...


Escena XX

 

Los mismos y PASCUAL

 
DON ALBERTO.
¡Oh Pascual!
PASCUAL.
¡Maldito el correo, amén,
y maldito sea quien
atraviesa aquel portal!...
Que con tantos empujones
vengo medio sofocado...
DOÑA RUFINA.
¿Y nos traes cartas, pesado?
PASCUAL.
¡Qué confusión! ¡Qué encontrones!
Se me descalzó un zapato,
me han desgarrado la capa,
y por poco no me atrapa
un pillo el reló... ¡Qué rato!
DON ALBERTO.
¿Hay carta?
PASCUAL.
No hay quien resista,
ni hay paciencia de aguantar
y en tal bullicio esperar
hasta que ponen la lista.
DOÑA RUFINA.
¿Traes cartas?
PASCUAL.
El carro llega
y allá se entra el conductor
con el administrador,
y las valijas le entrega.
Ciérrase la ventanilla,
acude gente y más gente,
primero del asistente...
DON MIGUEL.
¿Hay mayor plomo en Sevilla?
DOÑA RUFINA.

 (Con gran impaciencia.) 

¿Y las cartas?
PASCUAL.
Como digo,
al asistente primero,
a la Audiencia...
DON ALBERTO.
¡Majadero!
DON SIMEÓN.
Pachorra gasta el amigo.
PASCUAL.
Después al gobernador,
y después el apartado,
y el público fastidiado...
DON ALBERTO.
Pero ¿hay cartas, hablador?
PASCUAL.
La lista, por fin, parece,
y en cuanto le cuelgan, todos
se abalanzan de mil modos,
y el que atrás queda perece.
Yo, como no sé leer,
tengo que buscar alguno
que me lea uno por uno
los nombres, ¡cómo ha de ser!
Abren después la ventana;
mas los números estar
suelen trocados.
DON SIMEÓN.
De hablar
no deja en una semana.
DON RUFINA.
¿Y las cartas...? Di.
PASCUAL.
A eso voy. No soy costal.
DOÑA RUFINA.

 (Furiosa.) 

Pero ¿hay cartas, animal...?
Pero ¿hay cartas?
PASCUAL.
Creo que sí.
Una...

 (Se registra los bolsillos de la chaqueta.) 

En esta faltriquera...
No; en estotra la guardé.
DON ALBERTO.
¿La habrás perdido?
PASCUAL.
No sé.
DOÑA RUFINA.
¡Gran bribón!
PASCUAL.
Tengan espera.
DOÑA RUFINA.

 (Arrojándose a PASCUAL.) 

Dámela al punto; si no...
PASCUAL.

 (Saca la carta.) 

Tomad.
DOÑA RUFINA.

 (Abre la carta y la mira.) 

¡Ay! De nuestro hermano.
DON SIMEÓN.

 (Aparte.) 

¿Si habrá llegado el indiano?
DOÑA RUFINA.
¡Gracias a Dios, ya llegó!
DON ALBERTO.
¿La fecha es de Cádiz?
DONA RUFINA.

 (Sigue leyendo para sí.) 

Sí.
DON MIGUEL.
¿Llegó en salvo?
DOÑA RUFINA.
Bueno está,
y aquí hoy mismo llegará.
DON ALBERTO.
Léase en alto.
DOÑA RUFINA.
Dice así:

 (Lee.) 

«Amados hermanos míos: Anteayer llegué bueno, gracias a Dios, a este puerto de Cádiz, y no puedo dejar de avisároslo, porque conozco el cuidado con que estaréis, aunque tal vez antes que esta carta, o al mismo tiempo, llegaré yo a esa ciudad, pues no descanso hasta veros y abrazaros. Vuestro tierno hermano, Blas, etcétera.»

DON ALBERTO.

 (Con gran júbilo.) 

Somos felices, Miguel.
Se acabaron los apuros.
DON SIMEÓN.
Y los trescientos mil duros,
¿habrán llegado con él?
DON MIGUEL.
¿Quién lo duda?
DOÑA RUFINA.
Me parece
que el señor don Simeón
conocerá que es razón
recibirle cual merece.
Y que de esta carta en vista
no tendrá dificultad
en darnos la cantidad...
DON SIMEÓN.
La carta..., a ver.

 (Le dan la carta, y dice aparte:) 

¡Dios me asista!

 (Lee para sí, y después, hablando entre sí, dice:) 

En fin, me voy a arrojar,
aunque no es mucha cordura;
pero quien no se aventura,
dicen que no pasa el mar.
Los seis mil... Es mucho dar.
Tres mil sólo darles puedo,
pues que me ha quitado el miedo
ver que el indiano está vivo;
y como yo haré el recibo,
sabré bien atar mi dedo.

 (Devuelve la carta a DOÑA RUFINA.) 

Veo la necesidad,
y por complacer a usías,
podré por dos o tres días
dar alguna cantidad.
DOÑA RUFINA.
Con cien doblones, bastante.
DON SIMEÓN.
¡Cien doblones! ¡Oh!...
DOÑA RUFINA.
De modo...
DON SIMEÓN.
Si se exprime el mundo todo,
no da suma semejante.

 (Señalando al bolsillo.) 

Aquí hay cincuenta doblones
que no son míos...
DON MIGUEL.
¿De quién?
DON SIMEÓN.
De un hombre honrado y de bien
que me sirve en ocasiones;
mas no de balde, en verdad.
DON ALBERTO.
Tres mil reales son tan poco...
DON SIMEÓN.
Señor..., ¿está usía loco?
Son muy noble cantidad.
Si acomoda, la daré,
que no me es posible más.
DOÑA RUFINA.
Venga, aunque es poco. Quizás...
DON SIMEÓN.
Antes el recibo haré.
DON ALBERTO.

 (Llevando a DON SIMEÓN a una mesa.) 

Aquí hay papel y tintero.
DON SIMEÓN.

 (Reconociendo la silla que está inmediata.) 

¿Y esta silla?
DON MIGUEL.
No hay temor.
DON SIMEÓN.

 (Se sienta, y al tomar la pluma, exclama:) 

¡Cristo del mayor dolor,
recomiéndoos mi dinero.

 (Se pone a escribir.) 

DOÑA RUFINA.
¡Qué vejete tan ruin!
DON MIGUEL.
¡Y lo que sabe!
DON ALBERTO.
Es gran trucha.
DON MIGUEL.
Sea su ciencia poca o mucha,
dinero aflojó por fin.
Mas callad, no entienda...
DOÑA RUFINA.

 (Alto.) 

Estamos
con tanta flema y quizás
ya estará en Sevilla Blas.
¿Qué providencias tomamos?...
DON MIGUEL.
Hoy el barco de vapor
debe llegar a las tres,
y que en él se venga es
muy factible.
DON ALBERTO.
No, señor.
Vendrá en posta.
DOÑA RUFINA.
Yo imagino
que en un coche, y que cargados
dos carros traerá, y soldados
de escolta para el camino.
DON ALBERTO.
No, que vendrá a la ligera,
dejándose en Cádiz todo.
DOÑA RUFINA.
Venga de uno o de otro modo,
por instantes se le espera,
y hay mucho que prevenir.
DON ALBERTO.
¿Qué hora es?...
PASCUAL.
Las once han dado.
DOÑA RUFINA.
Lo que yo tengo buscado
ya no tardará en venir.
Tú, Pascual, vete a esperar
la llegada del vapor,
y si viene allí el señor...
PASCUAL.
No se me ha de despintar,
y aunque ha tanto tiempo que
no lo veo...
DOÑA RUFINA.
Pues bien; ve,
y cuidado.
PASCUAL.
No hay que hablar.
DON ALBERTO.

 (A PASCUAL.) 

Dime: ¿y alguien se hallará
que a la puerta de Carmona
vaya?
PASCUAL.
Buscaré persona
que de ellose encargará.
DON ALBERTO.
Sí, porque si en posta viene...
PASCUAL.
Pues voyme a ver...
DOÑA RUFINA.
Bien. Cuidado,
que no me seas pesado.
PASCUAL.
Nada que decirme tiene.

 (Empieza a irse.) 

DOÑA RUFINA.
Que la charla sempiterna
no te haga el tiempo perder.
PASCUAL.

 (Yéndose.) 

¿Pues soy yo, acaso, mujer?
DOÑA RUFINA.
No te entres en la taberna.


Escena XXI

 

Los mismos, menos PASCUAL

 
DON SIMEÓN.

 (Levantándose de la mesa con el recibo.) 

Pues, señores, el recibo
extendí como conviene.
Entérense de él usías,
y después firmarlo pueden.

DON ALBERTO.    (Toma el recibo y lee:) «Jesús, María y José. Los que abajo firmamos hemos recibido de don Simeón Algarrapacoechea y Bajols la cantidad de seis mil reales de vellón que nos ha prestado por hacernos merced, y la cual le devolveremos en metálico sonante, con exclusión de todo papel, en el momento que la reclame presentándonos éste nuestro recibo, a cuyo pago comprometemos todos nuestros bienes muebles e inmuebles habidos y por haber, siendo este documento suficiente para, en su vista, proceder judicialmente a apremios, ejecuciones y embargos, renunciando nosotros, como renunciamos, en todo caso, las leyes y privilegios que pudieran favorecernos. Sevilla, etc.»

DOÑA RUFINA.
¡Hola!... ¿Conque cien doblones
prestarnos al fin resuelve?
DON SIMEÓN.
¿Quién se lo ha dicho, señora?
¿Por loco usía me tiene?
DOÑA RUFINA.
Como es de seis mil reales
el recibo...
DON SIMEÓN.
¿Pues no advierte
que en él están incluidos
el capital e intereses?
Yo doy los tres mil reales,
y seis mil usías me vuelven.
DON ALBERTO.
¡Don Simeón!... ¿Y la conciencia?
DON SIMEÓN.
Pues qué, ¿de balde lo quieren?
¡Dan por prendas esperanzas,
y aún a quejarse se atreven!
DON MIGUEL.
Mas..., ¡señor!..., ¡ciento por ciento...!
DON SIMEÓN.
¿Les ruego yo que lo acepten?
Y tengo temor de Dios,
y si esto justo no fuese,
me guardaría muy bien...
DOÑA RUFINA.
Pero como es solamente
por tres o por cuatro días
el préstamo...
DON SIMEÓN.

 (Quiere recoger el papel.) 

Bien; pues quede
sin hacerse este negocio.
DOÑA RUFINA.
De modo....que...
DON SIMEÓN.
¿Se resuelven...?
El gran apuro en que están
preciso es que usías piensen,
que no me dan prenda alguna,
que su precio también tiene
el susto de mi caída,
y...
DOÑA RUFINA.
Alberto, si te parece,
firmaremos el recibo,
porque, al fin, la urgencia crece,
y es preciso...
DON ALBERTO.
Bien; firmemos,
pues tales riquezas vienen
que lo recompensan todo.

 (Firman.) 

DON SIMEÓN.

 (A DON MIGUEL.) 

Ahora falta solamente
que usted, señor capitán,
responsable al pago quede
con sus sueldos.
DON MIGUEL.
¿Yo?
DON SIMEÓN.
Sin duda,
pues por su medio la suerte
de servir a estos señores
se me proporciona... Y siempre
los sueldos son garantía,
porque el gobernador puede,
de las tres partes, las dos
mandar que se le descuenten
para el pago de acreedores,
y...
DON MIGUEL.
Mas yo...
DOÑA RUFINA.
Miguel, advierte
que por ti no es regular
que así el negocio se deje.
DON MIGUEL.
Pero, señores..., mis sueldos...
¡Pues como andan tan corrientes...!
En fin...

 (Toma el recibo y dice a DON SIMEÓN:) 

¿No es más que firmar?...
DON SIMEÓN.
Escriba antes lo siguiente:

 (Escribe DON MIGUEL.) 

«Yo aseguro el pago de la expresada cantidad con mis sueldos devengados o corrientes, para lo cual, en caso necesario, se me descontarán las dos terceras partes de mi haber mensual. Fecha y firma.»

 

(Acaba DON MIGUEL de escribir, y da el recibo a DON SIMEÓN.)

 
DON MIGUEL.
Pues, señores, está hecho.
DON SIMEÓN.
Y yo doy gracias solemnes
al Señor de Tierra y Cielo
de haber con mis cortos bienes
servido a tales señores,
a cuyo servicio siempre
me hallarán como un esclavo.
Y Dios con usías quede.

 (Guarda el recibo, hace una profunda reverencia y se va a marchar.) 

DOÑA RUFINA.
Qué, ¿así se va...? ¿Y el dinero?
DON ALBERTO.
¡Don Simeón!
DON SIMEÓN.

 (Desde la puerta.) 

¿Qué se ofrece?
DON ALBERTO.
¿Y el dinero?
DON SIMEÓN.
¡Oh Virgen santa!
Tantos negocios me tienen
trastornada la cabeza.

 (Saca un bolsillo.) 

Aquí está... ¡Jesús mil veces!

 (Vacía el bolsillo sobre la mesa y empieza a contar.) 

Uno, dos, tres, cuatro, cinco,
y cinco diez, y diez veinte,
y diez...
DON ALBERTO.

 (Que está recontando el dinero.) 

Sólo dieciocho
hay aquí.
DON SIMEÓN.
¿Cómo...? A ver... Puede...
Alguna equivocación...
Repásenlo atentamente,
que nada quiero de nadie,
porque hay juicio, infierno y muerte.

 (Sigue contando.) 

Sesenta..., ciento..., y cincuenta...
Completos los tres mil tienen.
DON ALBERTO.

 (Después de asegurarse.) 

Sí, señor; están completos.
DON SIMEÓN.
Pues si otra cosa no quieren,
con el permiso de usías
me retiro. Con Dios queden.

 (Vase.) 

DON ALBERTO.
¡Qué ladrón!
DON MIGUEL.
¿No os lo previne?
DOÑA RUFINA.
¡Maldito sea el vejete!


Escena XXII

 

Los mismos, menos DON SIMEÓN

 
DOÑA RUFINA.

 (Acercándose a la mesa, donde está el dinero.) 

Pues, señores, lo primero,
no dormirnos en las pajas.
DON ALBERTO.
Bien; capirotes y rajas
hagamos de este dinero.
DOÑA RUFINA.
Tú, Alberto, ¿qué necesitas
para sacar tu uniforme?
DON ALBERTO.
Veinte duros.
DOÑA RUFINA.
¡Suma enorme!
¿Y las libreas malditas?
DON ALBERTO.
Con treinta se sacarán.
Para el casero es también
preciso...
DOÑA RUFINA.
En un santiamén
estos tres mil volarán.
Toma lo que quieras, pues,
y en la fonda una comida
con todo primor servida
encarga para las tres.
DON ALBERTO.
¿Qué...? ¿Hemos de comer allí?
DOÑA RUFINA.
¡Qué necedad! No, por cierto;
que la dispongan, Alberto,
para después traerla aquí.
DON ALBERTO.
Pues no hay tiempo que perder,
tomo el dinero y me voy.

 (Toma el dinero.) 

DOÑA RUFINA.
Mira que esperando estoy.
Los mozos puedes traer.
DON ALBERTO.
¿Qué mozos?
DOÑA RUFINA.
Aquellos dos
que se pondrán las libreas.
DON ALBERTO.
Lo haré todo cual deseas,

 (Vase por la derecha.) 

DOÑA RUFINA.
¡Que no te tardes, por Dios!


Escena XXIII

 

DOÑA RUFINA y DON MIGUEL

 
DOÑA RUFINA.
Miguelito, ¿qué me dices?
Viento en popa todo va
Nuestro amor se logrará.
Pronto seremos felices.
Mañana mismo prometo
las diligencias hacer...
DON MIGUEL.
Pero ya sabes, mujer,
lo que te importa el secreto,
Digo, a ti... Por mí..., ya ves...,
aunque sin la real licencia...
Es de entrambos conveniencia.
DOÑA RUFINA.
Preciso el secreto es.
Mañana, sí... Loca estoy;
no sabes lo que en mí pasa.

 (Le echa una mirada muy tierna.) 

A arreglar toda la casa,
que urgen los momentos, voy.

 (Recoge el dinero.) 

Adiós, Miguel.
DON MIGUEL.
¿Y es razón
que nada haya para mí?
DOÑA RUFINA.
¿También quieres...?
DON MIGUEL.
Prima, sí;
Yo traje a don Simeón.
DOÑA RUFINA.
Es verdad...; pero.... ¡Miguel!
DON MIGUEL.
Para salir de un empeño.
DOÑA RUFINA.
Sí, para que el extremeño
se regocije con él.
DON MIGUEL.
Ya no temo a ese bribón.
Veinte duros me has de dar,
pues que hoy me he de desquitar
me anuncia mi corazón.
DOÑA RUFINA.

 (Dándole el dinero.) 

Toma... Mira lo que queda,
DOÑA RUFINA.
No te aflija cosa alguna,
que hoy nos sube la fortuna
a la cumbre de su rueda.

 (Vanse DON MIGUEL por la derecha y DOÑA RUFINA por la izquierda.) 




IndiceSiguiente