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ArribaActo tercero


Escena primera

 

ANA y PASCUAL, que viene de fuera

 
PASCUAL.
Conque dime: ¿has despedido
a los lacayos?
ANA.
Sí; ahora.
Me lo mandó la señora.
Mas tú, ¿cómo lo has sabido?
PASCUAL.
Los he encontrado.
ANA.
Ya ves
el trastorno que hay en casa.
PASCUAL.
Por cierto que lo que pasa
cosa del demonio es.
¡Qué chasco!... ¡Pobre don Blas!
Yo, al pronto, no lo creí;
y, aunque en la fonda algo oí,
no pensé en ello jamás.
ANA.
Lance es de marca mayor.
A mí lástima me han dado.
PASCUAL.
Quien a mí me la ha causado
es el bueno del señor.
Y también la señorita;
mas por el ama...
ANA.
En verdad
que su necia vanidad
y su condición maldita
no merecen compasión.
PASCUAL.
Pues ¿y el señor capitán?
ANA.
¡Cuántos a galeras van
que más hombres de bien son!
PASCUAL.
¡No sabes qué trucha es!
Si yo te dijera a tí...
ANA.
Y ¿qué tardas, Pascual? Di...
PASCUAL.
No, que me dirás después
que soy un grande hablador.
Pero has de saber... No quiero.
ANA.

 (Acariciándole.) 

Cuéntame... ¡Anda, majadero!
Pascualito..., hazme el favor...
PASCUAL.
¡Qué curiosa!... Al fin, mujer.
ANA.
Y si es cosa de los amos
dime, Pascual: ¿a qué estamos,
sino a murmurar y oler?
PASCUAL.
Pues ofréceme secreto,
porque es cosa de importancia.
ANA.
Dime sólo la sustancia,
que yo callarlo prometo.
PASCUAL.

 (Mirando a todas las puertas para asegurarse que nadie les oyese.) 

Pues has de saber que él,
en cuanto la plata olió,
casarse al punto trató.
ANA.

 (Con gran curiosidad.) 

¿Quién, Pascual? ¿Quién?
PASCUAL.
Don Miguel.
Pero ¿a que nadie adivina
la novia?...
ANA.
¡Ya! La muchacha.
PASCUAL.
Hablas como una borracha.
Pretende a doña Rufina.
ANA.
Anda, embrollón, embustero,
PASCUAL.
¿Piensas que es mentira?
ANA.
Sí.
PASCUAL.
Pues, amiga, yo lo oí.
ANA.
¡Mucho deslumbra el dinero!
Pero... ¿cómo...?
PASCUAL.
Hace tres días
que yo ahí dentro oculto estaba,
y aquí la señora hablaba
con su primo boberías.
Me puse atento a escuchar,
y el capitán empezó
a decirle.... ¿qué sé yo?,
cosas para reventar.
ANA.

 (Dudosa.) 

¡Calla, bruto!
PASCUAL.
Pues si callo,
¿cómo te lo he de decir?
Era cosa que reír
hiciera, no a mí, a un caballo,
ver a la vieja hacer quiebros
y al taimado capitán,
muy rendido y muy galán,
flores echarle y requiebros.
ANA.
¿Conque ambos se enamoraban?
PASCUAL.
Pero con muy casto intento,
pues de santo casamiento
y de nada más trataban.
Que ya hacía muchos años
que se abrasaba en su fuego,
que estaba por ella ciego
y otras locuras y engaños
el capitán le decía,
y la vieja se mirlaba,
«picarillo» le llamaba
y los labios se mordía.
ANA.
¡Muy lindo paso, por Dios!
PASCUAL.
Pues ayer los encontré
de nuevo, y me agazapé
para escuchar a los dos.
Volvieron a los amores
y a reconcomerse el ama,
a hablar de pasión y llama
y a equivoquillos y a flores,
y después, el muy taimado,
más astuto que el demonio,
le propuso matrimonio
con muy grande desenfado.
ANA.
Y ¿en qué quedaron por fin?
PASCUAL.
En que se hizo de rogar,
¿quién tal pudiera pensar?,
el quintañón serafín.
ANA.
¿Cómo?
PASCUAL.
A pesar de que estaba
hecha una jalea toda,
a la apetecida boda
obstáculos encontraba,
diciendo que a perder iba
el título de marquesa,
y que era una cosa ésa
para ella muy cuesta arriba.
Pero el remedio dispuso
el galán, como discreto,
y matrimonio secreto
al instante le propuso.
ANA.
¿Y aceptó?
PASCUAL.
¿Qué había de hacer?
Si un novio se le presenta
cuando ha cumplido cuarenta,
¿lo desprecia una mujer?
ANA.
¡Jesús!... ¿A tal vieja quiere?
PASCUAL.
El sólo quiere pillar
dinero para jugar,
y venga como viniere.
ANA.

 (Recapacitando.) 

¡Válgame Dios!... Pero ahora
me haces sospechas tener
de cosas que he visto hacer
al primo y a la señora.
Es cierto. Desde que vino
la carta muy servicial
anda don Miguel, Pascual;
muy obsequioso y muy fino.
Con la primita a paseo,
a misa con la primita...
¡Miren la vieja maldita,
que aún le gusta el galanteo!
Mas ya que llevó el demonio
las esperanzas en flor,
también llevará este amor
y el tratado matrimonio.
PASCUAL.
Pues que de secretos va,
decirte otro es menester;
mas también me has de ofrecer
callarlo.
ANA.
Dímelo ya.
PASCUAL.
Has de saber... Pero no.
Acierta de dónde vengo.
ANA.

 (Con impaciencia.) 

¿Cómo? ¿De acertarlo tengo?
De..., de... Pascual, ¿qué yo?
PASCUAL.
De casa de don Juanito.
ANA.
¿De quién, hombre?
PASCUAL.
De don Juan,
el que era novio o galán
de la niña.
ANA.
¡Habrá maldito!...
¿Te has echado a corredor...?
PASCUAL.
¿A qué?
ANA.
A traer y a llevar;
a componer y a ajustar
inconvenientes de amor.
PASCUAL.
¡Calla, lengua viperina!
Si yo a don Juan he buscado,
es porque me lo ha mandado
el ama doña Rufina.
¡Pues muy bonito soy yo
para el papel de tercero!
ANA.
No te enfades, majadero.
PASCUAL.
¿Yo alcamones...? Eso no.
ANA.
No te amosques, no, Pascual,
que ofenderte no es mi intento.
Además, que en casamiento
intervenir no es gran mal.
PASCUAL.
Hija, yo en nada intervengo,
si de hombre y mujer se trata,
ni por cien montes de plata;
que de gente honrada vengo.
Si a buscar a don Juan fui,
con recado fue del ama.
ANA.
¿Qué quiere de él?
PASCUAL.
Que lo llama.
ANA.
¿Le pide que venga?
PASCUAL.
Sí.
Como el diablo la fortuna
del indiano se llevó,
busca al que antes despreció.
ANA.
No tiene vergüenza alguna.
Pero, Pascual, ¿qué recado
te dio la señora? Di.
PASCUAL.
Que al momento venga aquí.
ANA.
¿Y tú a don Juan se lo has dado?
PASCUAL.
Sin duda. Y lo bueno está
que me encargaron lo diera
como que de parte era
de la señorita.
ANA.
Ya.
PASCUAL.
Mas yo no quise mentir,
y le dije que es el ama
quien con tal prisa lo llama.
ANA.
Y él, ¿ha quedado en venir?
PASCUAL.
No sé. Había mucha gente
en la tienda, y un criado
me dijo que le había dado
a su padre un accidente
por cierta mala noticia...
ANA.

 (Sorprendida, mirando a la puerta del fondo.) 

¡Ay, que viene aquí don Blas!
PASCUAL.
Y ¿qué importa?
ANA.
Que... quizás...
PASCUAL.
No tiene tanta malicia.


Escena II

 

Los mismos y DON BLAS, por el fondo

 
DON BLAS.

 (Con una carta en la mano.) 

Hazme, Pascual, el favor
de llevar en el momento
esta carta.
PASCUAL.
Como un viento
voy a serviros, señor.
DON BLAS.
Nombre y señas puedes ver
en el sobre, y diligente...
PASCUAL.
Sólo hay un inconveniente,
y es que yo no sé leer.
DON BLAS.
Pues imponte. Dice así:

 (Leyendo el sobre.) 

«A don Juan Antonio Greda,
en el Arco de la Seda,
número tres.» ¿Estás? Di.
PASCUAL.

 (Tomando la carta.) 

¡Toma, toma!... ¿Que si estoy...?
Ya conozco al perillán.

 (A ANA.) 

Ana, ¡si es nuestro don Juan!
Al momento, señor, voy.
DON BLAS.
¿Le conoces?
PASCUAL.
¡Pues si era
novio de la señorita!
DON BLAS.

 (Con interés.) 

¿De mi sobrina Paquita...?
PASCUAL.

 (Viendo que ANA le hace señas.) 

Voy al punto.
DON BLAS.

 (Deteniéndole.) 

Escucha, espera.
¿Este don Juan será, pues,
quien con mi sobrina estaba
concertado y que la amaba
con tanta ternura?
PASCUAL.
Él es.
DON BLAS.

 (Suspenso.) 

Pues entonces... Sí...

 (Con resolución.) 

Al instante
la carta le has de entregar,
en su mano y sin tardar.
Mira que es interesante.


Escena III

 

DON BLAS y ANA

 
DON BLAS.

 (Sin reparar en ANA.) 

Muy bueno el saber ha sido
que es éste el mismo don Juan
el novio amable y galán
por mi causa despedido.

 (Reparando en ANA.) 

Hola!... ¿Aún estabas aquí...?
¿Dónde mi hermana Rufina,
dónde mi hermosa sobrina
se encuentran? Muchacha, di.
ANA.
Como le dio a la señora
la jaqueca...
DON BLAS.
¿Mala está?
ANA.
En cuanto rabia le da
esto que le ha dado ahora.
DON BLAS.
Pero... ¿no es cosa de cama...?
ANA.
¡Qué! No, señor; no hay cuidado.
Tal vez ya le habrá pasado...
Sin duda, porque me llama.

 (Mirando a la izquierda.) 

Aquí me pienso que viene.
DON BLAS.
¿Viene aquí? Pues yo me voy,
porque conociendo estoy
que ya poco amor me tiene.


Escena IV

 

ANA, sola

 
ANA.
¡Qué amable es! ¡Pobrecito!
¡Y con qué paciencia lleva
sus desgracias!... Esto prueba
que tiene un genio bendito.


Escena V

 

ANA y DOÑA RUFINA

 
DOÑA RUFINA.

 (Enojada.) 

¿Nunca has de contestarme
por más voces que doy cuando te llamo?
¡Vaya, en desesperarme cifras tu gusto!... ¿Dónde está tu amo?
¿Fue tal vez a paseo?
ANA.
Que allá en su cuarto está, señora, creo.
DOÑA RUFINA.
Y Pascual, ¿ha venido...?
Porque, si no me engaño, hace un minuto
que charlar le he sentido.
ANA.
Ha vuelto, sí, señora.
DOÑA RUFINA.
Y el gran bruto,
¿por qué de mi recado
la debida respuesta no me ha dado?
Que venga en el momento.
ANA.
Otra vez me parece que ha salido.
DOÑA RUFINA.
¡Hay tal atrevimiento!...
Sin duda a la taberna se habrá ido.
ANA.
Don Blas le dio una carta...
DOÑA RUFINA.

 (Furiosa.) 

Blas de desesperarme no se harta.
Y ¿quién, ¡por vida mía!,
le mete en disponer de mis criados?
Mucho mejor haría
en irse y en dejarnos descansados.
Pues se engaña, por cierto,
si piensa aquí dormir. ¡Alberto, Alberto!


Escena VI

 

Los mismos y DON ALBERTO, sin uniforme

 
DON ALBERTO.
¿Qué me quieres, hermana?
DOÑA RUFINA.
Tengo que hablarte.

 (A ANA, que se retiraba.) 

Dime: ¿despediste
a los lacayos, Ana?
ANA.

 (Desde la puerta.) 

Sí, señora.
DOÑA RUFINA.
¿Y su ropa recogiste?
ANA.
También.
DOÑA RUFINA.
Dile a Paquita
que venga.
ANA.
Voy.

 (A parte.) 

¡Qué vieja tan maldita!

 (Vase.) 



Escena VII

 

DOÑA RUFINA y DON ALBERTO

 
DON ALBERTO.
Pues, hermana, ¿qué ha ocurrido?
DOÑA RUFINA.
Mil cosas que hablar tenemos.
Muy grandes son los apuros,
y es fuerza buscar remedio,
y tomar nuestro partido
con este hermano tan necio.
Si se queda con nosotros,
será insoportable peso.
Y su ordinariez, su facha
y sus bajos pensamientos
van, sin duda, a abochornarnos
y a descubrir mil secretos.
Todo podía soportarse
en gracia de su dinero;
pero perdido el tesoro...
DON ALBERTO.
Por mí, váyase al momento.
Tus temores son fundados;
haz lo que quieras.
DOÑA RUFINA.
Yo quiero
decirle que no es posible
tenerle en casa más tiempo,
y tal vez, por aburrido,
viéndose aislado y sin medios,
se ausentará de Sevilla,
y por mí, vaya al infierno,
con tal que de aquí se aleje.
DON ALBERTO.
Pero entre tanto, remedio
nuestra situación no tiene;
y no tan sólo nos vemos
con toda nuestra esperanza
convertida en humo y viento,
sino privados también
del apoyo y de los medios
que la boda de la chica
con aquel joven tendero
nos iba a proporcionar.
DOÑA RUFINA.
Para hablarte, hermano, de eso
te llamo precisamente.
¿Piensas tú que yo me duermo?
Ya al don Juan (que es un cuitado,
un niño a quien le daremos
papilla, si tú me ayudas)
un recado muy atento
de parte de mi Paquita
le he enviado; y sé de cierto
que no se hará de rogar,
porque de amor está ciego.
DON ALBERTO.
La muchacha estará loca
con tal nueva de contento.
DOÑA RUFINA.
Mira tú si es mentecata,
que se opone a todo esto,
pensando que es vergonzoso,
tras de los desaires hechos,
llamarle; y es tan menguada,
que ni aun verle quiere.
DON ALBERTO.
¡Bueno!
¡Es una alhaja Paquita!
DOÑA RUFINA.
Es necia con todo extremo.
Yo le he estado predicando,
pero todo sin efecto,
y ahora la mandé llamar,
a ver si entrambos podemos
recabar de ella que al novio
trate de empeñar de nuevo.
Ni otro camino nos queda,
y si en humo se volvieron
todas nuestras esperanzas
por ese Blas tan mostrenco,
agarrarnos es preciso
aunque sea a un clavo ardiendo.
Este buen don Juan de Greda,
aunque es también otro necio,
al fin dota a la muchacha,
tiene crédito y dinero,
y en atrapándolo aquí,
a mi cargo queda luego
disponer de sus talegas,
hacerle que tome apego
a los títulos y honores,
que dé un puntapié al comercio
y que con todas sus fuerzas
ayude nuestros intentos,
y a dar al pobre Miguel
(que está al fin a cargo nuestro)
con que adelantar consiga
su carrera.
DON ALBERTO.
Desde luego,
DOÑA RUFINA.
Pues aquí Paquita viene.
DON ALBERTO.
Al fin la convenceremos.


Escena VIII

 

Los mismos y DOÑA PAQUITA, sin el collar

 
DOÑA PAQUITA.
Mamá.
DOÑA RUFINA.
Ven acá, hija mía.
Preciso es que te convenzas
de que es ya llegado el día
(como ha poco te decía)
en que a ti misma te venzas.
Aunque, según imagino,
no habrá mucho que vencer,
si es que el loco desatino
de aquel tierno amor, tan fino,
se encuentra en el mismo ser.
Don Juan luego ha de venir,
que en tu nombre se ha llamado.
Tú aquí lo has de recibir,
y bien le puedes decir
que lo tratado, tratado.
DON ALBERTO.
Sí, sobrina; yo he de ser
el padrino de la boda.
Ya puedes, hermosa, ver
cómo de nuevo encender
de ese novio el alma toda.
DOÑA PAQUITA.
¡Válgame Dios!... ¿Y ha enviado
usted de cierto, mamá,
a don Juan el tal recado,
por mí tan desaprobado?
¡Jesús, Jesús!... ¿Qué dirá?
DOÑA RUFINA.
Nada; vendrá; y está en ti,
si lo ha ofendido el rigor
con que se le echó de aquí,
saber disculparme a mí,
que todo lo alcanza amor.
DOÑA PAQUITA.
¡Y qué!... ¿Yo le he de rogar,
tras de ofensa tan reciente?
Me abochorno de pensar
lo que él puede imaginar
y lo que hablará la gente.
DON ALBERTO.
Anda, tonta; así se ceban
estos rendidos amantes:
mientras más desaires prueban,
y mayores golpes llevan,
son más firmes y constantes.
Dale tú una miradita,
culpa su poco tesón,
echa alguna lagrimita,
y al punto verás, Paquita,
que él mismo pide perdón.
DOÑA PAQUITA.

 (Con resolución.) 

Yo esas intrigas no sé,
ni pienso que valen nada.
Amo a don Juan, bien se ve;
mas nunca le rogaré.
Su venida es excusada.
DOÑA RUFINA.

 (Alterada.) 

¿Ves lo que te he dicho, Alberto?
Es muy gran bestia esta niña.
No hay que pensar en concierto.
DOÑA PAQUITA.
Mamá, motivo, por cierto,
no doy de que usted me riña.
DOÑA RUFINA.
Sí, mentecata. ¿No ves
que ya en hacerse esta boda
se ofrece grande interés,
porque él sólo apoyo es
para tu familia toda?
DON ALBERTO.
Lo que yo juzgo, Rufina,
es que poco amor le tiene
al tal don Juan mi sobrina,
cuando no se determina
hablarle como conviene.
DOÑA PAQUITA.
Y ¡qué engañado está usted!
Que mi amor es verdadero
harto se prueba y se ve
tan sólo con notar que
degradarme ante él no quiero.
Y porque le adoro yo,
que volviera el mismo día
en que de aquí se le echó
y en que tanto oprobio oyó,
con el alma sentiría;
porque un hombre ha de tener,
para ser amado, honor,
como debe una mujer
que querida quiere ser,
tener vergüenza y pudor.
DOÑA RUFINA.
Ésas son filosofías
de las novelas fatales,
y con esas tonterías
siempre quedan para tías
las niñas sentimentales.
DOÑA PAQUITA.
¿Qué novelas leo yo?
DOÑA RUFINA.
No repliques, niña, más.
Mi paciencia se acabó,
y hoy mismo, quieras o no,
con don Juan te casarás.
DOÑA PAQUITA.
Con el alma lo deseo;
ya lo he dicho muchas veces;
mas poderlo alcanzar creo
sin dar ningún paso feo.
DON ALBERTO.
Ya ésas son ridiculeces.
DOÑA RUFINA.
Lo que yo te mande harás;
obedecerme es lo cierto.
¡Pues no nos faltaba más!
¿Has visto, dime, jamás
tan terca muchacha, Alberto?


Escena IX

 

Los mismos y DON BLAS, que sale de su cuarto

 
DON BLAS.
Mucho de encontrar me alegro
junta la familia toda
para que hablemos un rato
y arreglemos nuestras cosas.
DOÑA RUFINA.
¡Pues no está mala embajada
con la que sales ahora!
¿Qué tenemos que arreglar?
Es ocurrencia graciosa
que quien perdió su fortuna
de una manera tan tonta
venga con tan necio orgullo
a arreglar ajenas cosas.
DON BLAS.

 (Con mucha calma.) 

Rufina, de mi desgracia
culpa ninguna me toca;
sí el enorme peso de ella,
pues la pérdida no es floja.
Mas ya remedio no tiene;
por lo cual, hermana, todas
las riñas, reconvenciones
y quejas están de sobra.
La pena que habéis mostrado
al saberlo fue muy propia
del interés y el cariño
que debéis a mi persona;
mas ya pasó aquel momento,
y con más calma y pachorra,
como muy buenos hermanos,
que el fin lo somos, ahora
arreglaremos el modo
de vivir en paz.
DOÑA RUFINA.

 (Interrumpiéndole con viveza.) 

¿Con bromas
te vienes?... Por vida mía,
que tu vergüenza es bien poca.
DON BLAS.
Escucha, Rufina, un rato.
Muy de prisa te amontonas.
DOÑA RUFINA.
¿Escucharte? ¡Bueno fuera!
Yo no sé por qué no tomas
como debes tu partido.
Que en esta casa incomodas,
debes ya de conocer.
DOÑA PAQUITA.
¡Jesús!... ¡Mamá!
DOÑA RUFINA.
¡Calla, tonta,
y vámonos allá dentro
a tratar de lo que importa,
ya que ha osado interrumpirnos
este necio.
DON BLAS.

 (Con mucha paciencia.) 

Te alborotas,
hermana, muy pronto. Escucha.
DOÑA RUFINA.
Sólo el verte me rebota.
DON BLAS.
¡Rufina!
DOÑA RUFINA.

 (A DON ALBERTO y a DOÑA PAQUITA.) 

Vamos adentro.
DON ALBERTO.
Tu enojo, hermana, reporta.
Escuchémosle, que al cabo...
DON BLAS.

 (A DON ALBERTO.) 

Ella se altera y sofoca
porque ha juzgado que todo
se ha perdido, y se equivoca.
Pues aún tenemos bastante
para pasar sin zozobras,
no sólo una vida buena,
sino vida regalona...
DOÑA RUFINA.

 (Confusa y tomando un aire amable y tranquilo.) 

Pues qué, ¿se ha salvado algo...?
Eso, Blas. es otra cosa.
DON ALBERTO.
¿Lo ves, Rufina?... ¿Lo ves?...
Ten cachaza; no seas boba.
DOÑA RUFINA.
Conque di, Blas: ¿aún podemos...?
DON BLAS.
Como sé que te incomoda
cuanto digo, no me atrevo...
DOÑA RUFINA.
No me incomoda. Perdona.
Habla, pues. Conque di; ¿todo
no se ha perdido?
DON BLAS.

 (Tomando una silla y presentándosela a DOÑA RUFINA.) 

No. Toma
esta silla y está atenta.
Paca, Alberto: tomad otras
y en gracia de Dios hablemos
como la gente de forma.
 

(Acercan sillas DOÑA PAQUITA y DON ALBERTO, y se sientan.)

 
DOÑA RUFINA.

 (Sentándose.) 

Bien; me sentaré.
DON ALBERTO.
Sí, hermana.
DOÑA RUFINA.

 (A DON BLAS, con cariño.) 

Dinos pues, fuera de broma,
qué has salvado y con qué suma...
DON BLAS.

 (Sentándose.) 

Voy allá. La tarde toda
en calcular he pasado
los recursos que aún nos sobran,
y encuentro que son bastantes
para no andarse a la sopa.
En verdad, no viviremos
con la grandeza y la pompa,
que mis perdidos tesoros
prometían, mas ¿qué importa,
si con lo que conservamos,
con decoro y sin tramoyas,
y sin apuros podemos
gozar de la «vita bona»?
DOÑA RUFINA.

 (Impaciente.) 

¿Y cuáles son los recursos...
Explícate más.
DON BLAS.
Ahora.
DOÑA RUFINA.
¿Dejastes algunos fondos
allá en Lima, y a personas
de probidad?
DON BLAS.
Ni una hilacha
dejé en tierra tan remota.
DOÑA RUFINA.
¿Pues en letras, por ventura,
traías...?
DON BLAS.
¡Qué! De otra cosa
muy distinta voy a hablaros.
DOÑA RUFINA.

 (Muy inquieta.) 

Pues acaba: no seas posma.
DON BLAS.
Ten paciencia, ten paciencia.
DON ALBERTO.

 (A DOÑA RUFINA.) 

Sí; escucha.
DOÑA RUFINA.
¡Jesús, qué sorna!
Me estoy haciendo harinilla.
DON BLAS.
Yo tengo buena memoria,
y me acuerdo, hermanos míos,
que en mi época venturosa
tres veces os he enviado
cantidades, y no cortas.
La primera, veinte mil
duros: conservo la nota;
otros diez mil, la segunda,
y ocho mil, aún no hace ahora
tres años, y los recibos,
como vuestras cartas propias,
que tomasteis estas sumas
justifican y denotan.
DOÑA RUFINA.
¿Ves con lo que sale, Alberto?
DON BLAS.

 (Con resolución.) 

¿No he de lograr que me oigas
sin interrumpirme un rato?
DON ALBERTO.
Escuchemos.
DOÑA RUFINA.
¡Dale, bola!
DON BLAS.
Yo no dudo, hermanos míos,
que estas cantidades todas
se emplearon cual previne,
y que fincas productoras
habéis con ellas comprado,
y de que así fue me informa
lo que dicen vuestras cartas.
Pues si hay propiedad, ¿qué importa
la desgracia que he sufrido?
Con su producto, que monta
por mi cuenta a dos mil pesos,
puede la familia toda
vivir descansadamente.
Además, esa bambolla
del uniforme de Alberto
producirá alguna cosa;
pues si nada produjera
fuera una gala bien tonta.
Tu marquesado, lo mismo.
Y harto que estáis bien denota
ver que tenéis dos lacayos,
vajilla de plata y otras
comodidades y aun lujos,
que nunca los pobres logran.
¿Os faltará economía?
Pues a mí, que de estas cosas
entiendo, el manejo dadme...
DOÑA RUFINA.

 (Se levanta, interrumpiéndole, muy irritada.) 

De escucharte estoy absorta.
¿Nos vienes a pedir cuentas?...
¡Pues no faltaba otra cosa!
¿Cómo, atrevido, insolente,
necio, gobernarnos osas?
Que aquí tengamos o no,
que en fincas o en zanahorias
se emplearon las miserias,
que encareces con tal pompa
que falte o no economía,
a ti, bruto, ¿qué te importa?
Vuélvete a ser marinero
o aljamel, que con tu tosca
facha y tus sucios modales
jamás serás otra cosa,
y déjanos en paz ya.

 (Todos se levantan.) 

DON BLAS.

 (Sorprendido.) 

¡Rufina!
DOÑA RUFINA.
Vete a una fonda.
Ponte al momento en la calle.
DOÑA PAQUITA.
¡Mamá, mamá!...
DOÑA RUFINA.
¿Qué hay, mocosa?
¿También quieres reprenderme?
¡Pues digo a usted que es historia...!
DON ALBERTO.

 (Muy apurado.) 

Rufina..., por Dios...
DOÑA RUFINA.
Hermano.
¿quién la cólera reporta
oyendo hablar a ese necio,
y quién, di, no se sofoca
viendo a esta insolente niña
encaramarse a doctora?
Como se parece tanto
en lo vulgar y en lo tonta
a ese zafio, a ese perdido,
su parte y defensa toma...
DOÑA PAQUITA.

 (Afligida.) 

Yo..., mamá...
DOÑA RUFINA.

 (Furiosa.) 

Calla, Paquita.
Vete de aquí... ¡Vete, loca!
DOÑA PAQUITA.

 (Llorando.) 

Ya me voy.
DOÑA RUFINA.
Vete al instante;
jamás ante mí te pongas,
si no de una bofetada
te baño en sangre la boca.
 

(Vase DOÑA PAQUITA por la derecha.)

 


Escena X

 

Los mismos, menos DOÑA PAQUITA

 
DOÑA RUFINA.
Y tú, Blas, ya lo has oído,
aquí, en casa, nos estorbas.
Antes que la noche llegue
dispón, pues, de tu persona.
DON BLAS.

 (Asombrado.) 

¿Hablas de veras, Rufina?
¿De tu casa así me arrojas?
DOÑA RUFINA.
Sí; como lo has escuchado.
DON BLAS.
¡Y cuando he perdido toda
mi fortuna! ¿Qué recurso...?
DOÑA RUFINA.
Amigo, pide limosna,
que a mis costillas no quiero
holgazanes de tu estofa.
Y pues tanto deseabas
vivir en el campo, ahora
métete fraile cartujo.
DON BLAS.
Tu consejo me enamora.
DOÑA RUFINA.
Pues, señor, lo dicho, dicho.
Yo en mi casa mando sola.
No quiero tenerte en ella.
¡Adiós, Blas! Estás de sobra.

 (Vase DOÑA RUFINA por la derecha.) 



Escena XI

 

DON ALBERTO y DON BLAS

 
 

(Deteniendo a DON ALBERTO, que va detrás de DOÑA RUFINA.)

 
DON BLAS.
Hermano, escúchame, espera.
¿Rufina se ha vuelto loca?
¿Qué demonios la provoca
a hablarme de esta manera?
¿Por qué es esta furia, Alberto?...
Es una pobre mujer,
y yo caso no he de hacer
de su rabia y desconcierto.
Pero tú que al cabo eres
la cabeza de la casa,
en vista de lo que pasa
di qué he de hacer; di qué quieres.
DON ALBERTO.

 (Confuso.) 

Yo..., Blas... En todo a Rufina
procuro siempre dar gusto
y a su dictamen me ajusto.
DON BLAS.
Ya sé yo que te domina.
DON ALBERTO.
Ella tiene gran talento...,
y con razón dice, Blas...
DON BLAS.
¿Conque diciéndome estás
que me vaya en el momento?
DON ALBERTO.
Nada digo..., Blas... Adiós;
voy a ver lo que ella manda.
DON BLAS.
Haces bien, Alberto; anda...
¡Lástima me dais los dos!


Escena XII

 

DON BLAS, solo

 
DON BLAS.

 (Después de una larga pausa.) 

Ya no hay duda. Bien claro he descubierto,
y Dios de que me pesa es buen testigo,
que cuanto me informó mi fiel amigo
de mi grata familia es harto cierto.
Pero, ¡ay!, me es cara, y aún a dar no acierto
a su conducta bárbara conmigo,
y a su ambición y orgullo aquel castigo
que merece tan loco desconcierto.
Mas si trató mi amor de disculparlos
en el primer momento, ¿a sangre fría
no acabo más feroces de encontrarlos?
Tengan el premio y muera mi alegría,
que en hacerlos felices y abrazarlos
y en gozar sus cariños consistía.


Escena XIII

 

DON BLAS y DOÑA PAQUITA, que sale de su cuarto y trae un pequeño bulto liado en el pañuelo.

 
DOÑA PAQUITA.

 (Vergonzosa y cortada.) 

Tío...
DON BLAS.

 (Con mucho cariño.) 

Sobrina mía,
¿qué buscas?... Dilo presto.
Mas ¿por qué tan turbada?
¿Qué llanto es ése que en tus ojos veo?
Di...: ¿qué tienes, hermosa?
DOÑA PAQUITA.
¡Ay tío! Yo no puedo
manifestar bastante
lo que me aflige de mi madre el genio,
ni la terrible pena
que allá en el alma siento
al ver cómo se porta
con usted, que parece ser tan bueno.
DON BLAS.
¡Qué quieres, inocente!
Desengaños son estos
que lo que puede muestran
el interés en los humanos pechos,
y que los hombres sólo
halagan al dinero
y al poder consideran,
burlándose de amor y parentesco,
porque almas corrompidas
no abrigan los afectos
que pueden por sí solos
proporcionar dulzuras y consuelos.
DOÑA PAQUITA.
¡Ay! De usted la venida,
y sin usted saberlo,
me sumió para siempre
en un mar de dolor y de tormentos.
Las dulces esperanzas
que alentaban mi pecho
por causa de usted, tío,
volaron ya como engañoso sueño.
Y, a pesar de este daño
tan grande que me ha hecho,
inspira el alma mía
tierno cariño y singular respeto.
DON BLAS.

 (Abrazándola con ternura.) 

Llega a mis brazos, niña.
No sabes el consuelo
que tus dulces palabras
difunden, ¡ay!, que en mi angustiado pecho.
DOÑA PAQUITA.
Una cosa quería.
DON BLAS.
¿Qué quieres...? Dilo luego.
DOÑA PAQUITA.
¿Y usted, tío, me ofrece
que no se enfadará...?
DON BLAS.
Dilo sin miedo.
DOÑA PAQUITA.
Harto, señor, conozco
que la suerte le ha puesto
en el mayor apuro
en que puede encontrarse un hombre recto;
y para remediarlo, de todo el Universo
tener quisiera, tío,
no las riquezas, no, sino el imperio;
mas ya que no me es dado
tanto como deseo,
lo que puedo ofrecerle
con toda el alma y corazón le ofrezco.

 (Desenvuelve el pañuelo y saca una cajita que contiene el collar de perlas y los pendientes.) 

Estas hermosas perlas,
este rico aderezo,
que usted, tan generoso,
me dio sin conocerme, le devuelvo.
Su valor usted sabe;
que lo tome le ruego,
y con su importe, tío,
sin apuros vivir podrá algún tiempo.
DON BLAS.

 (Admirado.) 

¿Qué pretendes, muchacha?
¿Niña, qué estás diciendo?...
DOÑA PAQUITA.

 (Con resolución.) 

Si usted, señor, lo acepta,
me hará la más feliz del Universo.
DON BLAS.
No lo dudo, hija amada,
porque sé que es el premio
de acciones semejantes
el sabroso placer de haberlas hecho.

 (Abraza con ternura a DOÑA PAQUITA.) 

¿Qué puedo responderte?
Nada. Vuelve a mi seno,
porque voces me faltan
conque explicar lo que en mi alma siento.

 (Vuelve a abrazarle.) 

DOÑA PAQUITA.

 (Con cariño.) 

Conque usted lo recibe...?
DON BLAS.

 (Con gran ternura.) 

Recibirlo no debo.
Disfrútalo, sobrina,
pues prenda es ya de mi cariño tierno.
DOÑA PAQUITA.
Una vez le he estrenado.
Ya le he tenido al cuello...
Ahora usted lo disfrute.
¡Ah!, no me prive usted de ese consuelo.
DON BLAS.
Pero Paquita amada.
DOÑA PAQUITA.
Yo usarle ya no puedo,
porque es de mucho lujo
para la situación en que nos vemos.
Además, francamente,
si acaso lo conservo,
pronto estará empeñado.
Pronto...
DON BLAS.

 (Muy enternecido.) 

Basta, Paquita. Te comprendo.
Le tomo..., sí; le tomo..

 (Toma la cajita y mirando a la puerta de la izquierda, dice:) 

Alguien viene... No quiero
que me encuentren llorando.
No te arrepentirás de lo que has hecho.

 (Vase a su cuarto.) 



Escena XIV

 

DOÑA PAQUITA y PASCUAL, por la izquierda

 
PASCUAL.
Buen ánimo, señorita.
Ya está en casa aquel zorzal.
DOÑA PAQUITA.

 (Volviendo en sí.) 

¿Quién dices que está, Pascual?
PASCUAL.
Una agradable visita.

 (Vase por la puerta del fondo.) 



Escena XV

 

DOÑA PAQUITA y DON JUAN, por la derecha

 
DOÑA PAQUITA.

 (Sorprendida.) 

¡Ay Jesús!...
DON JUAN.

 (Turbado.) 

¡Oh trance fuerte!
¡Cuánto el encontraros siento!
DOÑA PAQUITA.

 (Confusa.) 

¿El verme os da sentimiento...?
DON JUAN.

 (Abatido.) 

Tal es, Paquita, mi suerte.
DOÑA PAQUITA.
Si supierais...
DON JUAN.
¿Qué, mi bien?
DOÑA PAQUITA.
Lo que ha pasado en mi casa...
DON JUAN.
¡Ay!, lo que en la mía pasa
es lastimoso también.
DOÑA PAQUITA.

 (Asustada.) 

¿Qué decís? Pues ¿qué sucede?
DON JUAN.
¿Por qué lo queréis saber?
Quien infeliz ha de ser,
con nada evitarlo puede.
Yo al momento que os perdí
empecé a serlo, Paquita,
y la suerte precipita
hoy sus males sobre mí.
DOÑA PAQUITA.

 (Turbada.) 

No os entiendo... ¿Habéis venido
porque un recado... quizás...
DON JUAN.
Paquita, el ver a don Blas
a esta casa me ha traído.


Escena XVI

 

Los mismos y DOÑA RUFINA

 
DOÑA RUFINA.

 (Muy contenta.) 

Bien, muy bien. Así me agrada.
Como tórtolos están.
Muy bien venido, don Juan.
Paca, ¿estás ya consolada?
DON JUAN.

 (Con seriedad.) 

¡Señora!
DOÑA RUFINA.
Desde el balcón
venir, gozosa, os he visto
tan lindo mozo y tan listo...
Buena, Paca, es tu elección.
DON JUAN.
¡Señora!
DOÑA RUFINA.
¡Qué!... ¿Está enojado?
No se haga usted retrechero,
pues bien sabe, caballero,
que siempre se le ha estimado.
DON JUAN.
Me admiro...
DOÑA RUFINA.

 (Con viveza.) 

¿Mimos queréis?
Pues pelillos a la mar,
y vamos a concertar
que luego, luego, os caséis.
DON JUAN.
Advertid, señora, que
ya de muy distinto modo...
DOÑA RUFINA.
No conoce usted que todo
por probarle sólo fue.

 (A DOÑA PAQUITA.) 

Desengáñele, hija mía;
conténtale... Dile, pues...
DOÑA PAQUITA.

 (Avergonzada.) 

¡Jesús, mamá!
DOÑA RUFINA.
Todo es
cariño y zalamería.
DON JUAN.
Es otro tiempo, señora;
no a tratar amores vengo.
Hartos infortunios tengo
que me atormenten ahora.
DOÑA RUFINA.
¿Tan presto se os fue el amor?
DON JUAN.

 (Afligido.) 

¡Ay! Del triste pecho mío
jamás saldrá, yo lo fío,
para tormento mayor.
DOÑA PAQUITA.

 (Con vehemencia.) 

¡Ay don Juan!... ¡Mamá!...
DOÑA RUFINA.
Al momento
vuestro deseo veréis...
DON JUAN.
Por piedad, no acrecentéis
mi dolor y mi tormento.
DOÑA RUFINA.
¡Qué! ¿No queréis a Paquita?
DON JUAN.

 (Con muestras de gran dolor.) 

Con toda el alma la adoro,
es mi bien, es mi tesoro;
mas la suerte me la quita.
DOÑA RUFINA.
Ya es vuestra.
DON JUAN.
No lo será.
DOÑA PAQUITA.
¿Qué escucho?... ¡Cielos!
DON JUAN.
Señora...,
mi corazón, ¡ay!, la adora;
pero la he perdido ya.
DOÑA RUFINA.
No os entiendo. ¿Vos perderla?
DON JUAN.
Sí... Cuando la pretendía,
medios de sobra tenía
con que poder mantenerla.
Pero acabo de quebrar.
Ya mi casa está perdida;
y a quien adoro, en mi vida
podré, señora, engañar.
DOÑA PAQUITA.
¡Ay de mí!... ¡Cielos!, ¿qué dice...?

 (Como queriendo abrazar a DON JUAN.) 

¡Oh don Juan...!
DOÑA RUFINA.

 (Conteniéndola.) 

Niña, contente.
DOÑA PAQUITA.
¡Mamá!

 (Corre a sentarse en la silla más inmediata con muestras de desmayarse.) 

DOÑA RUFINA.

 (A DON JUAN, con enfado.) 

¡Jesús!... ¡Qué imprudente
que está usted!
DON JUAN.
¡Soy infelice!
DOÑA RUFINA.

 (Se acerca a su hija, y dice, gritando:) 

¡Ana!... Ven, Ana... Ven presto.


Escena XVII

 

Los mismos y ANA, apresurada

 
ANA.
¿Qué ha ocurrido?
DOÑA RUFINA.
Agua al instante.
DON JUAN.
¿Hay martirio semejante?
ANA.

 (Acercándose con cariño a DOÑA PAQUITA.) 

Doña Paquita..., ¿qué es esto?
DOÑA PAQUITA.

 (Se levanta y se apoya en ANA.) 

Nada...
DOÑA RUFINA.
En tu cuarto mejor...
DOÑA PAQUITA.

 (Abatida.) 

Sí..., mejor será... Me voy.
DON JUAN.
¿Esto miro y vivo estoy...?
DOÑA PAQUITA.

 (Yéndose poco a poco sostenida por ANA.) 

¡Don Juan, don Juan!
DON JUAN.
¡Oh dolor!
 

(Vase DOÑA PAQUITA con ANA y DON JUAN queda a un lado sumergido en el más profundo abatimiento, y a otro DOÑA RUFINA, muy pensativa.)

 


Escena XVIII

 

DON JUAN y DOÑA RUFINA

 
DOÑA RUFINA.

 (Aparte, después de un rato de silencio.) 

Ya veo que la fortuna
contra mí se ha declarado
de modo que no ha dejado
abierta puerta ninguna.

 (Acercándose a DON JUAN con seriedad.) 

Tiene usted razón, don Juan.
Si su fortuna perdió,
como honrado se portó,
que hombre pobre no es galán.
Ni yo mi hija le diera,
porque soy mujer prudente.
Pero tan raro accidente,
¿cómo fue, de qué manera?
DON JUAN.

 (Volviendo en sí.) 

¿Qué puedo deciros yo?
Que vuestro hermano don Blas,
porque no hay, señora, más,
nuestra quiebra ocasionó.
DOÑA RUFINA.
¿No lo he dicho?... Ese jumento
no sólo a sí se ha arruinado,
mas tras de sí habrá llevado
la fortuna de otros cientos.
DON JUAN.
No; don Blas nada ha perdido.
DOÑA RUFINA.

 (Admirada.) 

¿Qué decís? ¿Pues tus tesoros
robados por unos moros,
cerca de Cádiz, no han sido?
DON JUAN.
Sí, señora; mas traía
todo, todo asegurado,
y debe serle abonado
todo por la Compañía.
DOÑA RUFINA.

 (Muy solícita.) 

Explicadme; no comprendo
el asegurar qué es,
ni esa Compañía, pues
de esas cosas nada entiendo.
DON JUAN.
El seguro, en conclusión,
es quien responda tener
de que no se ha de perder
alguna especulación,
con lo que el interesado,
en suma, no arriesga nada,
porque el daño se traslada
a aquel que lo ha asegurado;
y hay un establecimiento
formado por negociantes
que dan fianzas semejantes
cobrando el tanto por ciento.
Don Blas, como hombre advertido,
cuando de Lima salió,
sus fondos aseguró,
por lo que nada ha perdido.
DOÑA RUFINA.
Pues ¿los trescientos mil duros
que traía en la fragata...?
DON JUAN.
Los tiene al momento en plata,
y los tiene muy seguros.
DOÑA RUFINA.
¿Conque los tiene...?
DON JUAN.
Sin duda.
DOÑA RUFINA.

 (Fuera de sí de contento.) 

¡Alberto, Alberto!, ven luego;
aún no hemos perdido el juego:
la fortuna nos ayuda.
Ven al momento, y tú, Ana,
sal al punto.
DON JUAN.

 (Aparte.) 

¡Qué mujer!
DOÑA RUFINA.
Hoy loca me he de volver:
todo mi suerte lo allana.
Pero... ¿usted cómo perdió...?
DON JUAN.
Porque en la tal Compañía,
aunque harto yo me oponía,
mi buen padre se metió.
DOÑA RUFINA.

 (Sin hacer caso de DON JUAN.) 

¡Alberto!
DON ALBERTO.

 (Dentro.) 

Ya voy, mujer.
DOÑA RUFINA.
Pues don Juan, en el instante
aquí el dinero contante
hoy mismo se ha de poner.


Escena XIX

 

Los mismos y DON ALBERTO

 
DON ALBERTO.
¿Qué diablos ha sucedido,
que con tanta prisa estás?
DOÑA RUFINA.
Que nuestro querido Blas
nada, nadita ha perdido.
El señor puede contarte
lo que ocurre y de qué modo
ha logrado salvar todo.
DON ALBERTO.

 (Confuso.) 

No sé qué crédito darte,
ni comprendo lo que es esto.
Explícate, hermana, pues.
DOÑA RUFINA.
Hermano, la cosa es...
Don Juan lo dirá más presto.
DON JUAN.

 (A DON ALBERTO.) 

¿No lo saben? Que don Blas
sus fondos aseguró,
por lo que nada perdió.
No es menester decir más.
Yo soy el comisionado
de la triste Compañía
de Seguros que en el día
con este asunto ha quebrado,
porque trescientos mil duros
no es, señor, una friolera;
y sabéis que no hay espera
en esto de los seguros.
De Cádiz aviso tengo
que cien mil ya tiene allí,
y a tratar del resto aquí
con el mismo don Blas vengo.
DON ALBERTO.

 (Suspenso.) 

¡Muy bien!
DOÑA RUFINA.
¿Conque listos ya
cien mil hay?
DON JUAN.
En el instante.
DOÑA RUFINA.
¿Y la cantidad restante?
DON JUAN.
Don Blas no la perderá.
DON ALBERTO.
¡Buena fortuna, por cierto!
DOÑA RUFINA.

 (Acercándose a la puerta de la izquierda.) 

Ana, ven al punto; ven.
¿Quién con tanta dicha, quién
no ha de delirar, Alberto?


Escena XX

 

Los mismos y ANA

 
ANA.
Señora, ¿qué manda usted?
DOÑA RUFINA.

 (Con gran contento.) 

No es nada; cosa de juego.
Vuelvan los lacayos luego,
vuelvan al punto.
ANA.
Pues ¿qué...?
DOÑA RUFINA.
Nada se ha perdido, nada;
que esté la comida presta
y ten la mesa dispuesta,
pues nuestra suerte es colmada.
ANA.

 (Dudosa.) 

Señora, no sé qué diga.
DOÑA RUFINA.
Se han salvado los tesoros,
y ya a los corsarios moros
podemos dar una higa.
ANA.
Pero ¿es posible?
DONA RUFINA.
Ana, sí;
más éntrate en el momento
de Blasito al aposento,
y dile que salga aquí.
 

(Vase ANA por la puerta de la derecha.)

 


Escena XXI

 

Los mismos, menos ANA

 
DON ALBERTO.
Rufina, ¿qué te parece?
DOÑA RUFINA.
Estoy de gozo alelada.
DON ALBERTO.
Don Juan, ¿y queda arruinada
la Compañía?
DON JUAN.
Perece.


Escena XXII

 

Los mismos y ANA y DON BLAS, con el mismo vestido con que vino la primera vez

 
DOÑA RUFINA.

 (Acercándose a DON BLAS con mucho cariño.) 

¡Bien, Blasito, te has burlado!
Ven acá, ven, buena pieza.
¿Quién te puso en la cabeza
darnos chasco tan pesado?
Sabiendo el grande interés
que por ti todos tenemos,
ha sido...
DON BLAS.

 (Interrumpiéndola con seriedad..) 

Luego hablaremos.
Él que me busca, ¿quién es?
DON JUAN.
Yo, que tengo comisión
de los aseguradores...
DOÑA RUFINA.
Al fruto de tus sudores
Dios echó la bendición.
DON BLAS.

 (Mirando cariñosamente a DON JUAN.) 

¿Usted sin duda será
don Juan Antonio de Greda?
DON JUAN.
Quien con cuanto valga y pueda
gozoso a usted servirá.
Y no era, señor, preciso
haber la carta enviado,
pues de Cádiz me ha llegado
de todo directo aviso,
y ya estaba yo dispuesto
a venir en el instante,
que el negocio es importante
y ha de transigirse presto.

 (Saca unos papeles.) 

Este es, señor, el contrato,
y esta carta le previene
que cien mil duros ya tiene
en Cádiz a su mandato.
Los doscientos mil siguientes
no puede la Compañía
aprestarlos en el día,
pues no hay fondos suficientes;
mas fianzas presentará,
y si usted no halla embarazo,
en un convenido plazo
el total satisfará.
DOÑA RUFINA.

 (Con viveza.) 

¿Qué embrollos son estos? Di.
DON BLAS.

 (Con frialdad, leyendo los pa peles.) 

No me distraigas, mujer.
DON JUAN.

 (Cortado.) 

Yo, a la verdad, pretender,
no osara nada por mí,
y aunque desde el mismo punto
en que la nueva llegó
mi anciano padre cayó
malo y casi está difunto,
porque es de la-Compañía
y es ya su quiebra segura,
sé llevar la desventura
con firmeza y valentía;
pero, cual comisionado
por los otros, ruego a usted
que ese respiro les dé,
y quedará hipotecado...
DOÑA RUFINA.

 (Con viveza, metiéndose en medio.) 

¿Cómo...? ¡No faltaba más!...
El dinerito al momento.
Para eso el tanto por ciento
se pagó. No accedas, Blas.
Al punto una ejecución
y venderles la camisa.
Pagar es cosa precisa,
y doblón sobre doblón.
DON ALBERTO.

 (Conteniéndola y llevándosela aparte.) 

Calla, Rufina, por Dios.
DOÑA RUFINA.
No, que es muy bueno Blasito
y este truchimán maldito...
DON ALBERTO.
Ya se entenderán los dos.
DOÑA RUFINA.

 (Volviendo a meterse en medio.) 

Don Juan, no hay que pretender...
DON JUAN.

 (Con resentimiento.) 

Yo por mí nada pretendo.
DOÑA RUFINA.
Ya los designios comprendo...
DON BLAS.

 (Con enfado.) 

Calla la boca, mujer.

 (A DON JUAN.) 

Sea usted, señor, servido
de venir a mi aposento,
donde a solas al momento
quedará esto concluido.
Los conciertos firmaré,
y buscaremos el modo
de que en paz se arregle todo.
DON JUAN.
Siempre, señor, lo esperé,
 

(Vanse los dos por la puerta del fondo.)

 


Escena XXIII

 

DON ALBERTO, DOÑA RUFINA y ANA

 
DOÑA RUFINA.

 (Inquieta.) 

Todito se va a embrollar.
A ver lo que tratan voy,
porque temiéndome estoy...
DON ALBERTO.

 (Conteniéndola.) 

Déjalos, Rufina, hablar.
DOÑA RUFINA.
¿No conoces...?
DON ALBERTO.
Ten prudencia.
DOÑA RUFINA.
¡Jesús! Por mi gusto entrara
y a ese tenderillo echara...
DON ALBERTO.
Rufina..., ¡por Dios! ¡Paciencia!
DOÑA RUFINA.

 (Reparando en ANA.) 

Ana..., ¿y con tal flema estás...?
¿Los lacayos han venido?
ANA.
¡Si ha un instante que se han ido!
DOÑA RUFINA.
¿Por qué a buscarlos no vas?
Yo no sé por qué estuviste
en echarlos tan ligera,
pues ésta es la vez primera
que puntual obedeciste.
¿Y la niña?
ANA.
Adentro está
llorando.
DOÑA RUFINA.
¡Llanto bien tonto!
Anda a decirle que pronto
se consuele y venga acá.
 

(Vase ANA por la izquierda.)

 


Escena XXIV

 

DON ALBERTO y DOÑA RUFINA

 
DOÑA RUFINA.
¿Por qué estás tú tan callado?
DON ALBERTO.
Porque siento la aspereza
que con tanta ligereza
con Blas habemos usado.
DOÑA RUFINA.
Déjalo a mi cargo todo,
un bobalicón es él,
y yo de tornar en miel
el acíbar tendré modo.
DON ALBERTO.
Mucho fío en tu talento;
pero ¿qué...?
DOÑA RUFINA.
Lo que has de hacer
es irte, hermano, a poner
tu uniforme en el momento.
DON ALBERTO.

 (Admirado.) 

¡Rufina!
DOÑA RUFINA.
Sin duda, sí.
DON ALBERTO.
Mujer..., ¿tú no consideras...?
DOÑA RUFINA.
Haz, Alberto, lo que quieras;
pero me parece a mí...


Escena XXV

 

Los mismos y ANA y DOÑA PAQUITA, por la izquierda

 
DOÑA PAQUITA.
¿Es cierto, es cierto, mamá,
lo que Ana me ha dicho...?
DOÑA RUFINA.
Es
muy cierto. Alégrate, pues.
Nuestra suerte fija está.
DOÑA PAQUITA.
¡Ay!... ¡Si yo a aquel desgraciado
pudiera...!
DOÑA RUFINA.
¡Niña!..., ¿qué dices?
Calla y no me encolerices.
DOÑA PAQUITA.
¡Infeliz!...
DOÑA RUFINA.

 (Irritada.) 

Pues ¿qué has pensado...?
¿A qué es ese desconsuelo?...
¿Quién mayor tontera vio?
DOÑA PAQUITA.

 (Llorando.) 

¡Ay!... ¡Qué feliz fuera yo
si mi tío!... ¡Santo Cielo!
DOÑA RUFINA.
No me apures. Puedes ya
mostrarte alegre.
DOÑA PAQUITA.
¡Ay de mí!
DOÑA RUFINA.
Si tu tío te ve así,
di, bestia: ¿qué pensará?
DOÑA PAQUITA.
Déjeme usted que en mi alcoba...
DOÑA RUFINA.
¿Qué es lo que dices, Paquita?
Aquí conmigo. Y me irrita
ver esa pena tan boba.
Aquí y contenta has de estar.
DOÑA PAQUITA.
Yo, mamá, no sé fingir.
DOÑA RUFINA.
Si no te veo reír,
los bofes te he de sacar.


Escena XXVI

 

Los mismos y PASCUAL, por la izquierda

 
PASCUAL.
Aquí está otra vez, señores,
aquel honrado vejete.
DON ALBERTO.

 (Admirado.) 

¡Otra vez don Simeón!
DOÑA RUFINA.
Y el infante, ¿qué pretende?
Que suba al punto, y verá
cómo le casco las nueces.
¡Picarón!... Dile que venga.
PASCUAL.

 (Mirando a la puerta.) 

No es menester, que ya viene.


Escena XXVII

 

Los mismos y DON SIMEÓN

 
DON SIMEÓN.

 (Haciendo muchas reverencias.) 

Después de haber dado gracias
al señor Omnipotente
porque ha reservado a usías
de una deplorable suerte,
vengo a darles muy rendido
los mayores parabienes,
y a que mi señor don Blas
por su siervo reverente
me tenga y me reconozca,
y en su gracia me conserve.
DOÑA RUFINA.
Que habla usted muy de otro modo
que hace un rato me parece.
DON SIMEÓN.
Siempre he respetado a usías
y a su clase cual se debe.
Si una noticia inexacta
pudo repentinamente...,
jamás eran mis intentos...


Escena XXVIII

 

Los mismos y DON MIGUEL, por la derecha

 
DON MIGUEL.

 (Despechado.) 

¡Maldita sea mi suerte,
maldita mil veces sea,
y maldito cien mil veces
el que inventó la baraja!
DOÑA RUFINA.

 (Muy solícita.) 

¿Qué te sofoca? ¿Qué tienes?
DON MIGUEL.
Un dineral he perdido.
DON ALBERTO.
Mas.... ¿lo has perdido o lo debes?
DON MIGUEL.
Lo debo. Y es a persona
a quien faltar no se puede,
porque es capaz...
DOÑA RUFINA.
No te importe,
que hay recursos suficientes.
DON MIGUEL.
Ese Blas, ese perdido,
de todo la culpa tiene.
DOÑA RUFINA.

 (Muy apurada.) 

Calla, Miguelito; calla.
DON MIGUEL.
¡Qué he de callar!
DON ALBERTO.
Nos conviene.
DON MIGUEL.

 (Sin escuchar a nadie.) 

¿Se ha marchado ya de casa?
Los demonios se lo lleven.
Hablando de su aventura
me distraje, y cuatro veces
equivoqué una judía...
Lo mato si llego a verle.
DOÑA RUFINA.
Calla, Miguel.
DON ALBERTO.
Tú no sabes...
DON MIGUEL.
De una oreja al punto...
DON ALBERTO.

 (Con viveza.) 

Advierte
que conserva sus tesoros.
DON MIGUEL.
¿Qué me dices?
DON ALBERTO.
Sí; contente.
DOÑA RUFINA.
Cien mil duros tiene en Cádiz,
lo demás está corriente,
y arreglando está en su cuarto...
DON MIGUEL.

 (Suspenso.) 

¿De veras? Mas ¿cómo puede
ser esto?
DON ALBERTO.
Ya lo sabrás.
DOÑA RUFINA.
Sosiégate y está alegre,
pues todos nuestros afanes
pronto, Miguel, van a verse
cumplidos.
DON MIGUEL.
Pero... ¡Rufina!
DON SIMEÓN.
Don Blas, como muy prudente,
aseguró sus tesoros...
DON ALBERTO.

 (Mirando a la puerta del fondo.) 

Callad, callad, que aquí viene.


Escena XXIX

 

Los mismos y DON BLAS y DON JUAN

 
DOÑA RUFINA.

 (Yendo hacia DON BLAS con muestras de cariño.) 

¿Dejas ya todo arreglado,
Blasito, como conviene?
Pues un abrazo he de darte,
que este chasco lo merece.

 (Va a abrazar a DON BLAS, y él la contiene; pero ella, disimulando, continúa:) 

La mejor casa de campo
que en los contornos se encuentre
voy a buscar al momento
para que...
DON BLAS.
No te molestes.
Te lo agradezco, Rufina.
Mi plan es ya diferente.

 (Queda sumergido en profunda meditación.) 

DON ALBERTO.

 (Turbado.) 

Si en la ciudad con nosotros,
hermano, quedarte quieres...
DON MIGUEL.

 (Acercándose a DON BLAS.) 

Muy bien nos has embromado.
DON SIMEÓN.

 (Haciendo cortesías a DON BLAS.) 

Yo, señor, vengo a ofrecerme...
DOÑA RUFINA.

 (Meneando a DON BLAS.) 

Mira..., Blasito.... responde.
ANA.

 (Aparte.) 

¡Qué poca vergüenza tienen!
DON BLAS.

 (Vuelve en sí, da un suspiro y dice, con resolución:) 

Me decido... Es necesario.
Ruego que todos ustedes
me escuchen por un momento;
seré compendioso y breve.
A mi salida de Lima,
juzgando que mis parientes
eran lo que mi cariño
apetecía que fuesen,
pensé repartir con ellos
mis riquezas y mis bienes,
reservando aquello poco
que juzgara suficiente
para pasar en retiro
dulce quietud, vida alegre;
y para que en todo caso
mis deseos se cumpliesen,
extendí mi testamento,
mandándolo así.

 (Saca un papel del bolsillo.) 

Y es éste.
En navegación tan larga
era mi consuelo siempre
pensar las caricias dulces
de que colmado iba a verme
al llegar a una familia
que mil recuerdos me debe,
pensando que a mí, a mí solo,
rico, o pobre, o corno fuese,
aquel amor conservaba
que sangre o costumbre encienden,
y por el cual, yo lo juro,
diera cuanto darse puede.
Al ver que de bajo estado
habían subido mis gentes
a los títulos y honores,
que justo premio ser deben
de méritos y virtudes,
soñaba yo neciamente
que con ellos y con ellas
las habían logrado; y este
pensamiento difundía
en mi pecho mil deleites.
Cuando al término llegaba
de mis soñados placeres,
casi a la vista de Cádiz,
unos piratas aleves
abordaron mi fragata
y me robaron los bienes;
y aunque, estando asegurados,
nada perdí, los crueles
momentos del abordaje,
los peligros inminentes
de la terrible sorpresa
y el ver cercana la muerte,
ni yo aquí puedo pintarlos,
ni es posible encarecerse,
porque en tan duros momentos,
aunque el oro se conserve,
se piensa sólo en la vida,
se olvidan los intereses.
Llego a Cádiz; mis asuntos
arreglo en momentos breves,
al seno de mi familia
venir anhelando siempre;
y a un amigo verdadero,
que tal nombre le compete,
descubrí los planes míos,
y anheloso preguntéle
qué concepto mis hermanos
disfrutaban. Muchas veces
se lo pregunté, y negóse,
reservado, a reponderme.
Importunéle de nuevo,
le conjuré me dijese
la verdad; pero él tan sólo
me respondió, cual prudente:
«Consulta con otros, Blas;
yo no sé qué responderte.»
Harto me dijo mi amigo
para en confusión ponerme.
Indago, inquiero, pregunto,
busco medios diferentes
de saber lo que anhelaba.
¿Y qué me dijeron? Pueden,
pueden muy bien conocerlo,
sin que yo lo diga, ustedes.
DOÑA RUFINA.
Si tú crédito no dieras
a embrollones mequetrefes,
que sólo...
DON BLAS.

 (Indignado.) 

Basta, Rufina.
¡Ojalá mentiras fuesen
los informes que me dieron!
Más feliz fuera mi suerte.
Pero... mi experiencia propia.
¿de qué modo se desmiente?
Hallando que era buen medio
la pérdida de mis bienes
con que hacer una experiencia,
para mí costosa siempre,
vine a buscaros cual pobre.
¿Y qué encontré...? Respondedme.
¿Qué encontré...? Ya basta, ingratos.
«Tanto vales cuanto tienes»
es vuestra máxima infame.
¿No os confunde sólo el verme?
DOÑA RUFINA.

 (Con mucha humildad.) 

Blasito, pero hazte cargo...
DON BLAS.
¿Aún a respirar te atreves?
Ya son otros mis designios

 (Rompe el testamento que tiene en la mano.) 

Esto sólo, esto merece
vuestra insensatez y orgullo.
No reparto yo mis bienes
con ociosos mentecatos
que virtud ninguna tienen.
De esos títulos y honores
que a tal punto os envanecen,
y que en vuestras viles almas
consiguen tanto ascendiente
que los sublimes afectos
de naturaleza vencen;
de esos títulos y honores,
que en vez de inspirar a ustedes
honor y nobles virtudes
les sirven tan solamente
de estímulo a nuevas trampas
y a otros vicios y sandeces,
sacad, sacad todo el fruto,
y mis tesoros se queden
para ser con mi cariño
premio de quien los merece.
Paca, cincuenta mil duros
para dote, pronto tienes,

 (Saca del bolsillo la cajita del collar de perlas que le dio DOÑA PAQUITA en la escena XIII de este acto.) 

con este collar de perlas,
que mi gratitud te vuelve.
DOÑA PAQUITA.

 (Sorprendida.) 

¡Tío!
DON BLAS.

 (Abrazándola.) 

Sí, sobrina amada.
Y tu esposo será éste.
 

(Toma a DON JUAN del brazo y lo pone junto a DOÑA PAQUITA.)

 
DON JUAN.
¡Señor!
DON BLAS.

 (A DON JUAN.) 

Nada hay que decirme.
Muy bien vuestro padre puede
su salud recobrar luego,
sin que más en quiebras piense.
DOÑA PAQUITA.
¡Tío!
DON JUAN.

 (Queriéndose arrojar a los pies de DON BLAS.) 

Permitid...
DON BLAS.

 (Conteniéndole.) 

¿Qué hacéis?
Vuestro amor tan solamente
exijo por recompensa;
mi cariño otra no quiere.
DONA RUFINA.

 (Dudosa.) 

¿Y de veras has hablado?
DON BLAS.
¿Pues aún dudándolo estás?
DOÑA RUFINA.
¿Conque así nos dejas, Blas?
¡Por cierto que te has portado!
DON BLAS.
Me admiro de tu imprudencia.
¡Extraña es tu condición!
DOÑA RUFINA.

 (Furiosa.) 

¿Conque nos dejas, bribón,
a la luna de Valencia?

 (Se retira a sentarse en una silla con muestras de gran despecho.) 

DON ALBERTO.
Pero yo, Blas...
DON BLAS.
Anda, Alberto.
Eres mejor que Rufina,
mas como ella te domina,
no hay que pensar en concierto.

 (Se retira DON ALBERTO, confundido.) 

DON SIMEÓN.
Muy discreto andáis, señor;
y quien es tan sabio y justo
no recibirá disgusto
en darme amparo y favor,

 (Saca el recibo.) 

Aquí tengo este recibo...
DON BLAS.
¿A verlo?
DON SIMEÓN.

 (Le da el recibo.) 

Tomadlo, pues,
y conoceréis que es
en extremo ejecutivo.
DON BLAS.

 (Rompe el recibo.) 

Ya está visto, y esto hago.
DON SIMEÓN.

 (Desesperado.) 

¡Cómo!... ¡Por vida de tal!...
¡Y que yo, necio, animal,
lo soltara!
DON BLAS.
Al punto el pago
de tres mil reales tendréis,
que es lo que prestateis hoy;
y agradeced que no doy
el paso que merecéis.
DON SIMEÓN.
Yo, señor, di mi dinero
de buena fe, y no es razón...
DON BLAS.
¿Queréis luego a una prisión
ir por infame usurero?
DON SIMEÓN.

 (Amedrantado.) 

Si mis tres mil veo yo...
DON BLAS.

 (Dándole un papel envuelto.) 

Ahí van en oro; y os ruego
que os ausentéis luego, luego.
DON SIMEÓN.

 (Aparte, después de reconocer el papel.) 

En fin, nada se perdió.

 (Vase con gran prisa.) 



Escena XXX

 

Los mismos, menos DON SIMEÓN

 
DOÑA PAQUITA.

 (Con mucha ternura.) 

¡Tío, señor...
DON BLAS.
¿Qué, hija mía?
¿No estás con tu esposo ya?
DOÑA PAQUITA.
¡Ay! En vuestra mano está
el completar este día.
¡Mi pobre madre, señor...!
¡Por mi madre...!
DON BLAS.
Si en un año
enmienda su orgullo extraño,
se ablandará mi rigor.
DOÑA RUFINA.

 (Levantándose furiosa de la silla.) 

No quiero deberte a ti
nada, ni a esa bachillera.
Si para casarse espera
mi licencia, la doy, sí.
Tan tonta es, tan incapaz,
que nunca será señora.
Cásese, pues, en buen hora,
con tal que me deje en paz.

 (Con gran altanería.) 

Alberto, somos señores.
A esta gentuza dejemos,
que nosotros sacaremos
el fruto a nuestros honores.
Tú, Miguel, ¿por qué te abates?
Siempre tu Rufina soy,
y hoy mismo, si quieres; hoy...
DON MIGUEL.

 (Con despego.) 

No digas más disparates.
DOÑA RUFINA.
¿Conque...?
DON MIGUEL.
¡Calla!

 (Acercándose a DON BLAS.) 

Blas, de mí
no tendrás queja fundada,
pues no me he metido en nada.
DON BLAS.

 (Recordando.) 

¡Ah! Se me olvidaba..., sí.

 (Saca del bolsillo un pliego cerrado y se lo da.) 

El capitán general,
por esta orden, al momento
manda que a su regimiento
vaya el señor oficial.
Sabiendo yo tu valor,
en Cádiz se la he pedido,
pues sin su tropa aburrido
está un militar de honor.
DON MIGUEL.

 (Lee el pliego, y muy alterado dice) 

No sé cómo me contengo,
no sé cómo a bofetones,
a palos y a puntillones,
de esta ofensa no me vengo.
Maldita la hora menguada
en que saliste de Lima.
¡Qué esto nos suceda, prima...!
Si meto mano a la espada...
DOÑA RUFINA.

 (Conteniéndole.) 

No te pierdas, Miguel, no.

 (Con gran altanería.) 

Blas, Paca, don Juan, ¡tunantes!,
marchad de esta casa, antes
que de ella os arroje yo.
DON ALBERTO.
Rufina, déjalos; calla.
DOÑA RUFINA.
¿Cómo? Yo en mi casa mando.
Lucifer me está llevando.
Marchad, plebeya canalla.
 

(Vase por la izquierda, y detrás de ella DON ALBERTO y DON MIGUEL, todos con muestra de gran despecho.)

 


Escena última

 

DON BLAS, DON JUAN, DOÑA PAQUITA, ANA y PASCUAL

 
DON BLAS.

 (Mirándola con lástima.) 

¡Dios te perdone, Rufina!
Vámonos. Mientras tu boda
se concluye y acomoda,
vente conmigo, sobrina.
DON JUAN.
Señor, en mi casa...
DON BLAS.
No.
No fuera decente.
DON JUAN.
Bien.
ANA.
¡Ay señorita! También
con usted me quiero ir yo.
DOÑA PAQUITA.
Con mucho gusto.
PASCUAL.
Y yo digo,
¿irme con usted no puedo?
Porque en casa no me quedo.
DON BLAS.
Pascual, te vendrás conmigo.
ANA.

 (A PASCUAL

¿Conque tú también te vienes?
PASCUAL.
Sí, y queda finalizada
la comedia titulada
«Tanto vales cuanto tienes».
ANA.
Pero antes pide, rendido,
sólo un recuerdo y no más...,
y aún pide mucho, quizás,
un ingenio perseguido.

Malta, 1827.





 
 
Fin de «Tanto vales cuanto tienes»