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Tengo un millón

Comedia en dos actos

Víctor Ruiz Iriarte

Berta Muñoz Cáliz (ed. lit.)




ArribaAbajoDisparate policíaco

Tengo un millón se estrenó el 10 de febrero de 1960 en el Teatro Lara de Madrid, con dirección de Adolfo Marsillach, quien además, junto con Maruja Asquerino, interpretaba a la pareja protagonista. Este era el primer estreno de Ruiz Iriarte en el teatro que regentaba Conrado Blanco, en el que volvería de nuevo a estrenar, cuatro años más tarde, El carrusell. La obra permaneció tres semanas en cartel, con un total de unas cincuenta representaciones, por lo que, sin haber ido del todo mal, no puede contarse entre los éxitos de Ruiz Iriarte. Unos años después, en 1963, se realizaría una versión mexicana de esta obra y en 1968 se traduciría al portugués (1968); ya en 1971 se retransmitiría por Televisión Española a través del célebre Estudio-1 (García Ruiz 56). Tenemos noticia de que, ya en el siglo XXI, ha sido representada por varios grupos aficionados, según se puede comprobar en las bases de datos del Centro de Documentación Teatral.

Si partimos de la diferenciación que establece García Ruiz (143) entre obras ambientadas en mundos más o menos exóticos (grupo en el que podríamos incluir, por ejemplo, La guerra empieza en Cuba o La cena de los tres reyes), frente a otras más ligadas al momento contemporáneo, Tengo un millón se sitúa claramente entre las segundas. El espacio en que transcurre es el piso de una familia de clase media, y la acción se sitúa claramente en el aquí y el ahora del momento de redacción de la obra. El autor definió esta obra como «tragicomedia», aclarando así el uso que hacía de este término: «Un juego de contrastes entre la apariencia humorística de las cosas y su verdad íntima, profundamente seria» (Informaciones 10 feb. 1960).

En Tengo un millón reaparece uno de los temas más queridos por el autor: el contraste entre los sueños y la realidad. La realidad aquí está representada por una situación económica que, sin ser de extrema pobreza, sí es de cierta estrechez -la pareja protagonista vive en un piso muy alejado del centro de la ciudad, tiene dificultad para llegar a fin de mes, su criada cree que la despiden porque no la pueden mantener, lo que resulta muy verosímil, y se ven en apuros para pagar los recibos-, y la propia situación afectiva y vital de los protagonistas no es mucho mejor: su matrimonio, sin ser del todo malo, hace tiempo que cayó en la rutina y en la desilusión. Tampoco sus expectativas profesionales dan lugar a ilusión alguna: ella, Patricia, equipada con apenas unas mínimas nociones musicales, acaba de perder a su última alumna de piano. Cuando la asistenta le plantea dar clases de francés, ella misma prevé que su expectativa no es mucho mejor. Al marido, Mateo, le subieron el sueldo hace tres años en el banco donde trabaja y no hay motivo para pensar que se lo vayan a subir en mucho tiempo.

Frente a esta realidad, los dos sueñan con viajar de vez en cuando a París, con una casa bonita, con un coche, buenos vestidos y flores para ella... A diferencia de otras obras del autor, sin embargo, aquí la balanza cae del lado de la realidad, puesto que el cumplimiento del sueño, en este caso, pasaba por un comportamiento inmoral. Tal como señaló el crítico de Informaciones, «los héroes de la jornada renuncian a sus ilusiones, pero reconocen, en cambio, la existencia de otros valores no cotizables en bolsa» (Informaciones 11 feb. 1960).

La trama de esta obra consiste en una intriga que roza el género policíaco: debido a un accidente de tráfico, el protagonista tiene la oportunidad de robar un millón de pesetas y no duda en hacerlo recurriendo al truco de cambiar su documentación para que lo crean muerto. Gracias precisamente a este ardid, se irán presentando en su domicilio una serie de personajes que se dicen los verdaderos dueños del millón, dando lugar a una concatenación de situaciones tan divertidas como disparatadas, que recuerdan las comedias de Jardiel o Mihura. Tras conocer cómo se han apoderado del millón todos estos personajes, el protagonista decide quedárselo y no devolverlo, pero finalmente, al saber que hay una víctima inocente, su conciencia le impide seguir adelante.

La trama progresa de forma muy dinámica, gracias al continuo juego -de tono vodevilesco- de escondites y apariciones propiciado por las puertas, el armario y el timbre del teléfono, hasta que el protagonista detiene por un momento la acción para exponer la conclusión a que ha llegado después de conocer la forma en que los antiguos poseedores del millón de pesetas lo han obtenido, siempre con malas artes. Dicha conclusión, de tinte hobbesiano, no es otra que «la vida no es como yo la entendía. Los que viven son ellos. Los que luchan a puñetazos y mordiscos». No obstante, Ruiz Iriarte no deja que esta sea la demoledora «moraleja» de su comedia; por el contrario, aunque queda claro que el dinero no siempre se consigue limpiamente, y que a veces tienen más precisamente quienes carecen de escrúpulos, lo cierto es que el autor salva a la pareja protagonista de caer tan bajo como para robarle el dinero a una pobre niña y les hace reconciliarse con su propia situación personal: pobres, sí, pero honrados. Libres y enamorados también:

Pero si después de todo no somos tan pobres... Estamos juntos. Y somos libres. ¡Libres! ¡Y podemos abrir la ventana!  (Va al fondo y abre la ventana de par en par.)  ¡Mateo! Hubiera sido horrible vivir toda la vida con la ventana cerrada...  (De cara al exterior, alza el rostro.)  ¡Qué hermosa noche! Todo el cielo está lleno de estrellas...



Enamorados, sí, pero sobre todo después de vivir juntos la peripecia del millón; experiencia que les ha servido para conocer la verdad de una serie de gentes tan ricas como inmorales y la suya propia. Poco antes, Patricia se quejaba amargamente de que su marido no tenía valor para hacer dinero, aunque ello le supusiera ir a la cárcel:

PATRICIA.-  ¡Ay! Mi marido no es de esos. ¡Qué ha de ser! ¡Pobre Mateo! Es tan infeliz, tan apocado, tan nada, nada  (Con una repentina furia.)  Es tan bueno, que a veces, le daría de bofetadas... [...] Otros hombres luchan, se afanan... No sé. Antes, yo me hacía ilusiones, ¿sabes? Tenía esperanzas... Pero ya ni eso. Mateo será siempre un pobre hombre.



El propio Mateo, consciente de que la pobreza estaba minando su matrimonio, justifica así el robo del millón:

MATEO.-   (Suavemente.)  Mientes... Cada día me querías menos  (Hay otro sollozo de PATRICIA.)  Porque no sé vivir. Porque soy un fracasado... Por todo eso. Y ya ves, yo te disculpo. Es la pobreza, ¿sabes? La estúpida pobreza, que lo destruye todo: el orgullo, la alegría, el amor... Todo  (Se calla.)  ¡Patricia! En el fondo de tu corazón, sin decírselo a nadie más que a ti misma, ¿Cuántas veces sentiste el deseo de que yo hiciera una locura?



La trama policíaca y disparatada, aplaudida y reída por el público y la crítica, se combinaba con un claro componente moralista que, en cierto modo, la convertía en una obra «de tesis». Este aspecto fue el que más disgustó a la crítica del momento. Alfredo Marqueríe, tras referirse al desenfado del primer acto y a los trucos escénicos que se suceden en el segundo, apunta: «Pero el autor da un cambio brusco, frena y para en seco y se nos pone serio, mejor dicho, intenta humanizar a sus seres de ficción para que, en lugar de hacernos reír, nos prediquen moral y nos conmuevan con su pequeño drama de miseria y angustia. Y eso, francamente, a nosotros nos choca y nos desorienta un poco» (Abc 11 feb. 1960). En la misma línea se dirigía la crítica de Manuel Pombo Angulo:

al final, el autor -un autor tan abonado al éxito como Ruiz Iriarte- toma en serio la farsa y hasta pretende sacar su moraleja. Esto es lo que más desconcierta en una pieza, que da principio como un juguete cómico, con sus juegos de armario y todo, para acabar con un cuadro sentimental con pretensiones moralizadoras (La Vanguardia Española 12 feb. 1960).



Sin embargo, como se dijo, toda la trama previa a la «moraleja», fue bastante aplaudida tanto por el público como por la propia crítica. El mismo Pombo Angulo comentaba: «Un diálogo excelente -Ruiz Iriarte es maestro reconocido en la asignatura teatral-, unas complicaciones de indudable efecto, colocan al público en situación. Francamente divertido, el público ríe, sin pedir lógica a la trama, ni preocuparse de dónde vienen ni a dónde van los personajes» (La Vanguardia Española 12 feb. 1960). Asimismo, Alfredo Marqueríe destacaba lo acertado de las partes cómicas y la eficacia de algunas situaciones y diálogos: «En Tengo un millón hay aciertos parciales de positiva eficacia, situaciones movidas, ingenio en la frase, buen juego dialéctico y algún tipo, como el ya citado de la 'criadita' o el de El Jefe, que se expresa con paradójico contrasentido, donde se advierte la experta mano de Ruiz Iriarte» (abc 11 feb. 1960).

Ciertamente, tal como señaló algún crítico, la trama no resulta verosímil en absoluto, pero tampoco el autor lo pretende: aunque nos encontramos ante una comedia muy alejada de los presupuestos iniciales del autor, tan anclados en el territorio del ensueño y la fantasía, tampoco se trata de una obra realista; por el contrario, en Ruiz Iriarte «la inverosimilitud está dentro de los cálculos del autor, es perfectamente deliberada y sería un grave error buscarle explicaciones causales o realistas, porque no es ese el propósito con que han sido creadas». Por el contrario, «Ruiz Iriarte propone esas situaciones 'absurdas' con un sentido ejemplar y metafórico, con un estímulo que despierte en los espectadores reacciones paralelas a las de los personajes en escena» (García Ruiz 159). Aunque este estudioso se refiere aquí a las obras escritas por el dramaturgo en su primera etapa, sus palabras resultan igualmente aplicables a la comedia que ahora nos ocupa.

En cuanto a su valoración dentro del conjunto de las obras del autor, se consideró una propuesta acertada, aunque no de las más destacadas de su producción: «Aparte este reparo, la obra es graciosa, ajustada, y responde, como no podía dejar de hacer, al talento de Ruiz Iriarte, que se sobrepone a todo. Si no su obra más acertada, tampoco desentona demasiado en una producción de tanta altura y dignidad como la de este autor» (Pombo Angulo. La Vanguardia Española 12 feb. 1960).

La crítica destacó la interpretación de Adolfo Marsillach y Maruja Asquerino, así como la vis cómica de Gracia Morales, si bien el papel de esta última también contó con algún reparo, no tanto por la interpretación como por la construcción del tipo que hizo el autor: «el truco de la criada asustadiza ya fue desterrado del teatro español con las últimas producciones de Muñoz Seca», escribió el crítico de Arriba (11 feb. 1960).

Por lo demás, las críticas a la interpretación fueron muy positivas. Pombo Angulo escribió: «La interpretación, buena; sobre todo por parte de Maruja Asquerino en un papel de mujercita sencilla, al que hace, incluso, sacrificio de su físico. Marsillach es el actor sobrio y eficaz de siempre. El resto, con Gracita Morales a la cabeza, contribuyeron a que el telón se alzara optimista al final de cada uno de los actos» (La Vanguardia Española 12 feb. 1960. Alfredo Marqueríe destacó en primer lugar la interpretación de Adolfo Marsillach, a quien además ensalzó por su «impecable y cuidada» dirección escénica de esta obra: «encarnó magníficamente la figura del protagonista, añadiéndole detalles y matices con sus recursos de gran actor». También destacó la interpretación de la Asquerino: «en un personaje difícil por la violencia de la situación, demostró una vez más sus admirables dotes como actriz»; igualmente, alabó la comicidad de Gracia Morales: «consiguió arrancar las risas a cada una de sus frases». La comedia contó además entre sus intérpretes con Agustín González, Carlos Larrañaga, Pilar Sala y Amparo Baró, entre otros, cuya composición de tipos fue igualmente alabada por Marqueríe.

Obras citadas

García Ruiz, Víctor. Víctor Ruiz Iriarte: autor dramático. Madrid: Fundamentos, 1987.



Edición y notas de Berta Muñoz Cáliz

Centro de Documentación Teatral. Madrid

Esta comedia se estrenó en el Teatro Lara, de Madrid, la noche del 10 de febrero de 1960 con el siguiente reparto

PERSONAJES
 
ACTORES
 
PATRICIA.MARÍA ASQUERINO.
JUANITA.MARÍA MAHOR.
CAROLINA.PILAR SALA.
PURITA.GRACIA MORALES.
MARITA.AMPARO BARÓ.
UNA SEÑORA.MAGDA ROGER.
MATEO. ADOLFO MARSILLACH.
EL JEFE.ANTONIO QUEIPO.
EL PITUSO.CARLOS LARRAÑAGA.
ROBERTO.AGUSTÍN GONZÁLEZ.

Decorado de Redondela.

Dirección: Adolfo Marsillach






ArribaAbajoActo I

 

Un cuarto de estar. Al fondo, en el centro, la puerta de la escalera. Cuando se abre deja ver el rellano que corresponde a este piso. A la izquierda de la puerta, en la misma pared del fondo, un gran armario antiguo de dos puertas. En la pared de la izquierda -derecha e izquierda siempre corresponden a las del espectador- dos puertas iguales. La primera da a una alcoba, la segunda comunica con el comedor. Entre estas dos puertas hay un piano vertical coronado de cachivaches. En la pared de la derecha, en primer término, puerta de entrada a la cocina. Más allá, formando chaflán con el fondo, una ventana al patio, con tiestos y flores. Una jaula con un pajarito. En primer término, hacia la derecha, una mesa camilla. En torno, un sillón y un par de sillas. Un teléfono sobre la mesa. Son aproximadamente las nueve de una noche de verano. La escena, al levantarse el telón, con las lámparas apagadas, está en sombras. Por la ventana penetra un gran rayo de luna. Una radio, baja de tono, en el patio, da las últimas notas de una melodía de moda. El pájaro rebulle en su jaula. Hay en el aire una intensa sensación de calor...

 
 

Cuando se levanta el telón, sentadas a un lado y otro de la mesa camilla, están PATRICIA y PURITA. Patricia, un poco inclinada sobre la mesa, escribe en un cuaderno. PURITA, frente al público, cose, cose y habla.

 

PURITA.-  El otro se llamaba Jerónimo... Le conocí en un baile. Pero no vaya a creer la señora. Un baile muy fino. De lo mejor. Solo iban chicas así, como yo. Lo malo eran ellos. Porque los hombres, ya se sabe, cuando son muy hombres... Jerónimo era el más delicado de todos. Un chico más romántico... Tenía un mirar y un... Dábamos unos paseos... ¡Ay, madre, qué paseos! Porque a mí me gusta mucho andar, ¿sabe? Es que me chifla. Ando y ando y ando y se me pasa el tiempo sin sentir. Pero el pobre Jerónimo era muy poquita cosa. Y cuando apenas llevábamos un par de horas andando se ponía blanco, blanco y pegaba unos resoplidos. Un día se me extravió el pobrecito a la vuelta de una esquina y no le he vuelto a ver más... No sé por qué. Porque a mí me hacía ilusión.  (De pronto, ante el silencio de PATRICIA, se vuelve muy intrigada.)  ¡Oiga! ¿Es que no me hace caso la señora?

PATRICIA.-  Sí, mujer. Sigue...

PURITA.-  Bueno. Después se me declaró Amador. ¡Qué hombre más raro! Ni se quería casar ni nada. Figúrese...  (Un pequeño silencio. Alza la cabeza y se queda mirando a PATRICIA atentamente.)  ¡Oiga! ¿Puedo saber qué es lo que escribe la señora con tanto interés?

 

(PATRICIA la mira, y sonríe.)

 

PATRICIA.-  ¿De veras quieres saberlo?

PURITA.-  ¡Ay, sí!

PATRICIA.-  Pues escucha...  (Leyendo.)  «Ya se ha hecho de noche. Hace calor. Esta tarde no he salido. A mi lado está Purita y me cuenta su cosas...».

 

(PURITA sonríe, agradablemente sorprendida.)

 

PURITA.-  ¡Anda! ¿De verdad me ha puesto ahí la señora?

PATRICIA.-  Claro que sí...

PURITA.-  ¡Ay, madre! Entonces, ¿es que la señora lo apunta todo?

PATRICIA.-  Casi todo. Desde que era una chiquilla. Es mi Diario, ¿comprendes?

PURITA.-  ¡Ah! ¿Y qué escribía la señora cuando era soltera como yo? Porque a mí se me pasa cada cosa por el pensamiento...

PATRICIA.-   (Sonriendo.)  Pues, mira... Te leeré un día cualquiera.  (Busca en el «Diario».)  Aquí, aquí.  (Leyendo.)  «Lunes, 15. Hoy me ha besado Mateo por primera vez. Después...»  (Una transición. Muy rápida, pasa la hoja.)  Bueno. Esto no merece la pena...

PURITA.-   (Chasqueadísima.)  ¡Ah! ¿No?

PATRICIA.-  No, no. Mira. Otro día.  (Lee.)  «Al fin, hemos encontrado piso. Ya nos podemos casar. Es un piso moderno, muy pequeñito, en un sitio magnífico...».

 

(Inconscientemente, las dos miran en torno y luego se miran entre sí. Un silencio cortísimo.)

 

PURITA.-  ¿Ese piso es este...?

PATRICIA.-  Sí...

PURITA.-  Pues no me lo explico. Porque, vamos, eso de que está en buen sitio... Se anda media hora, se toma el autobús, se toma el tranvía, se toma el metro y ¡zas!, se planta una en la Puerta del Sol.

PATRICIA.-  Mujer... No iba a poner todo eso en el «Diario»... ¿Comprendes?

PURITA.-  ¡Ah, vamos! Entonces, resulta que la señora pone ahí lo que quiere...

PATRICIA.-  Bueno. Eso...

PURITA.-  ¡Ay, madre! Siga, siga la señora...

PATRICIA.-   (Hojeando el «Diario».)  Abril, mayo... junio. Todavía no nos habíamos casado. ¡Ah!  (Leyendo.)  «Esta tarde, Mateo y yo hemos estado haciendo planes para el porvenir. Hechas todas las cuentas, y hasta con un poquito de exceso por si acaso, resulta que nos sobrará dinero todos los meses. Hasta podremos ahorrar para hacer de vez en cuando un viaje a París. Porque Mateo gana más que suficiente. Y además, él me dice que trabajará más y más y tendremos todo el dinero que nos haga falta...»  (Suena el timbre de la puerta de entrada. PATRICIA deja de leer súbitamente y se miran las dos. Un silencio.)  ¿Quién será?

PURITA.-  ¿Pues quién va a ser? Alguna factura...

PATRICIA.-  ¡Oh!

PURITA.-  El de los plazos de la lavadora. O el del recibo de la luz...

PATRICIA.-  ¡Ay! Di que no estoy... ¡Purita! Sea quien sea, di que no estoy.

PURITA.-  Bueno. Por mí... Como mande. Pero si es el de la luz le va a sentar muy mal...

PATRICIA.-  ¡Ay, Dios mío!

 

(PATRICIA, presurosamente, entra en el comedor. PURITA eleva los ojos al cielo, se santigua piadosamente, y con toda decisión avanza hacia la puerta de la escalera. Abre. Y en el rellano aparece Una señora. Es una señora muy de clase media, discretamente vestida. PURITA, al verla, se alegra con toda el alma.)

 

PURITA.-  ¡Anda! Pero si es doña Fernandita... ¡Y nosotras que nos habíamos asustado!

 

(La señora avanza con mucho aire, visiblemente enojada.)

 

UNA SEÑORA.-  Una señora.-¿Está tu señora?

PURITA.-  Sí, señora. En el comedor, para lo que guste la señora...

UNA SEÑORA.-  Una señora.-Con que para lo que yo guste, ¿eh? Pues me va a oír. Te aseguro que me va a oír...

 

(Y muy decidida entra en el comedor. PURITA la sigue muy extrañada.)

 

PURITA.-  ¿Cómo? ¡Oiga! Pero, ¡oiga!

 

(Entra tras ella. Queda la escena sola. A los pocos segundos, alguien, desde fuera, abre con la llave la puerta de la escalera. Y surge, mirando a un lado y a otro, MATEO. Un hombre de aspecto vulgar e inofensivo, vestido con desaliño. Es portador de un paquete, algo así como un pequeño saquito. Cierra la puerta con mucho cuidado de no hacer ruido, y, entre las sombras, sin encender la luz, como quien conoce bien el terreno, avanza hacia primer término. Mira otra vez aquí y allá como para asegurarse una vez más de que está solo, alza las faldas de la mesa camilla y, en el interior, debajo de la mesa, esconde el saquito, que queda oculto. Ordena cuidadosamente los pliegues de la camilla. Llega hasta la puerta de la cocina y llama a media voz.)

 

MATEO.-  ¡Patricia! ¡Patricia!  (Espera. Pero nadie contesta. Se dirige de puntillas a la puerta de la alcoba. Pero antes de que llegue, suena el teléfono que está sobre la mesa. Rápido, MATEO gira sobre sí mismo, toma el auricular y dice sencilla y enérgicamente:)  ¡No!  (Y cuelga. Se asoma por fin a la puerta de la alcoba y vuelve a llamar en voz baja:)  ¡Patricia! ¡Patricia! Soy yo, Mateo.

 

(Espera. Tampoco obtiene respuesta en esta ocasión. Marcha hacia la segunda puerta de la izquierda -el comedor- en el preciso instante en que en el interior de la habitación que corresponde a esta entrada estalla el griterío que producen las tres mujeres, que discuten. MATEO, entonces, retrocede con viveza. Tiene unos segundos de indecisión... Pero sonríe como iluminado por una idea salvadora. Va al fondo, abre el armario y, decididamente, penetra en su interior, cerrando la puerta tras de sí. Queda la escena sola. Alguien enciende las luces. Y por la puerta del comedor, discutiendo, surgen en escena la SEÑORA y PURITA, seguidas de PATRICIA. La señora, furiosa, va directamente hacia la puerta de la escalera. PURITA la sigue indignadísima. PATRICIA, mientras las otras dos discuten camino de la escalera, se sienta en el sillón, junto a la mesa camilla, secándose las lágrimas.)

 

UNA SEÑORA.-  Lo digo y lo digo... Es una vergüenza. ¡Una vergüenza!

PURITA.-  ¡A la calle!

UNA SEÑORA.-  ¡Lo digo y lo digo! ¡Me han estafado! ¡Me han robado! ¡Me han estafado!  

(LA SEÑORA desaparece en el rellano de la escalera. PURITA, de espaldas al público, se lanza a despedirla como un energúmeno.)

 

PURITA.-  ¡Oiga! Que aquí ni se roba ni se engaña...

PATRICIA.-  ¡Purita! Por Dios, cállate...

PURITA.-  So bruja, ordinaria, gorda. ¡Fea! Y ojalá tropiece usted en el entresuelo, que hay un peldaño roto y se ha fundido la luz...  (Escuchando.)  ¡Huy! ¿No lo dije? Ya se ha caído...

PATRICIA.-  ¡Ay, Purita! ¡Qué sofoco!

PURITA.-  La muy...

PATRICIA.-  ¡Cállate!

 

(PURITA se planta, en jarras, con una santísima indignación.)

 

PURITA.-  ¡Vamos! ¿Pues no dice que su niña no aprende música porque la señora no es buena profesora?

PATRICIA.-  Pero si tiene muchísima razón...

PURITA.-  ¿Qué está diciendo la señora? ¡Madre mía! Pero si la señora toca el piano que da gloria oírla... Hay que ver cuando empieza con el «Ave María» cómo se asoman al patio todos los vecinos1.

PATRICIA.-  ¡Anda! Pero se asoman para decir que me calle...

PURITA.-  ¡Uno! El del quinto, que es un amargado...

PATRICIA.-  ¡Ay, Purita!  (Desconsoladísima.)  La verdad es que toco muy mal. ¿Qué puedo enseñar yo, pobre de mí? Si me decidí a dar lecciones fue por esta necesidad tan grande que tenemos de un poco de dinero. Porque el sueldo de mi marido en el banco apenas llega para los primeros días de cada mes. Pero ya has visto... Es inútil. Acabo de perder la última alumna que me quedaba, y, además, su madre me ha insultado...  (Con muchísimo apuro.)  ¿Qué va a ser de nosotros ahora? ¿Qué haré yo para conseguir unas pesetas todos los meses?

PURITA.-  ¡Oiga! ¿Por qué no da la señora lecciones de francés?

PATRICIA.-  ¿Tú crees?  (Lo piensa. Pero, inmediatamente, reacciona muy asustada.)  No, no... Lecciones, no. No se pueden dar lecciones de nada.  (Muy dolida.)  Porque como la gente de ahora se empeña en aprender de verdad...

PURITA.-  ¡Qué aprovechados!

PATRICIA.-  Antes era distinto. Yo estudié piano sabiendo que nunca tocaría el piano. Y estudié francés sabiendo muy bien que jamás, jamás tendría que hablar en francés...

PURITA.-   (Razonablemente.)  Como debe ser...

PATRICIA.-  Eso creo yo...

PURITA.-  Porque la señora es una señorita...

PATRICIA.-   (Con una triste sonrisa.)  ¡Sí! Una señorita soñadora que un día se enamoró de un infeliz empleado de banco...

PURITA.-   (Conmovidísima.)  ¡Pobre señora!

PATRICIA.-  ¡Oh!

PURITA.-  Bueno. No se apure tanto la señora que, a lo mejor, de pronto, un día le suben el sueldo al señor...

PATRICIA.-   (Dolorosamente pesimista.)  ¡Quia! No le toca. Se lo subieron hace tres años...

PURITA.-  Pues, mire... En la última casa que estuve también lo pasábamos muy mal. Porque la verdad es que no sé por qué, pero una no tiene suerte. Hasta que un día llegó el señor muy contento y dijo que le habían subido el sueldo. Y fue y nos convidó a todos. Y se compró un coche. Y nos llevó a veranear a Mallorca. Y todos tan felices. Lo malo fue que cuando volvimos del veraneo, al señor lo metieron en la cárcel...

PATRICIA.-  ¡Ah! ¿Sí?

PURITA.-  Por envidias... Porque hay gente muy mala.

PATRICIA.-  ¡Ay! Mi marido no es de esos. ¡Qué ha de ser! ¡Pobre Mateo! Es tan infeliz, tan apocado, tan nada, nada.  (Con una repentina furia.)  Es tan bueno, que a veces, le daría de bofetadas...

PURITA.-  ¡Huy! Pues si a una servidora le valiera ya iba listo el señor...  (Indignada.)  Porque, cuidado que es santo el pobrecito.

PATRICIA.-  Otros hombres luchan, se afanan... No sé. Antes, yo me hacía ilusiones, ¿sabes? Tenía esperanzas... Pero ya ni eso. Mateo será siempre un pobre hombre. De su casa a la oficina, de la oficina a su casa. En las horas libres anda y anda por ahí como un vagabundo...  (Desoladísima.)  Y los domingos se va de pesca...

 

(Y, a punto de echarse a llorar, entra en la alcoba. Queda sola PURITA.)

 

PURITA.-  ¡Qué vergüenza!

 

(Y, muy impresionada, entra en la cocina. Por un instante, queda la escena sola. Al momento aparece PATRICIA, por donde se fue. Trae entre las manos un bolso de calle. Se sienta en el sillón junto a la mesa. Abre el bolso y empieza a contar unos billetitos, unos pocos billetitos, que extrae del interior. Un profundo suspiro.)

 

PATRICIA.-  ¡Purita! ¿A cuántos estamos?

PURITA.-   (Dentro.)  A dieciséis...

PATRICIA.-  ¡Me quedan veintidós duros...!

PURITA.-   (Dentro.)  ¡Vaya! Pues este mes vamos mejor que el pasado...

PATRICIA.-  ¡Oh!  (En este momento, MATEO, en el interior del armario, golpea con los nudillos sobre la madera. PATRICIA se levanta, va al fondo y abre la puerta de la escalera. Pero, naturalmente, en el rellano no hay nadie... Muy extrañada, PATRICIA cierra y vuelve. MATEO insiste otra vez en su discreta llamada. PATRICIA, sorprendidísima, mira a un lado y a otro. Al fin, localiza la llamada en el armario. Se queda estupefacta. Corre. Abre una de las puertas, y se pega un susto morrocotudo. Porque en el interior del armario, en cuclillas, aparece MATEO.)  ¡Ayyy...! ¡Mateo! ¿Qué haces así?

MATEO.-  ¡Chiss! No chilles... No me descubras.

 

(Y de un tirón cierra el armario. Desaparece. PATRICIA se queda como quien ve visiones. Surge precipitadamente PURITA por la cocina.)

 

PURITA.-  ¿Ha llamado la señora?

PATRICIA.-  ¿Quién? ¿Yo? No, no.

PURITA.-  ¡Ah! Pues creí...

 

(Sale. PATRICIA, sola otra vez, reacciona de su estupor, y después de un instante golpea suavemente en la puerta del armario.)

 

PATRICIA.-  ¡Mateo! ¿Por qué te escondes en el armario? ¡Mateo! No me pongas nerviosa. ¡Sal de ahí...!

 

(Se abre muy despacito la puerta del armario.)

 

MATEO.-  No puedo.

PATRICIA.-  ¿Que no puedes salir del armario? ¡Ay! Pero ¿es que te has vuelto loco?

MATEO.-  ¡Chiss! Habla más bajo. Y entérate bien de lo que te digo. Yo no he vuelto a casa. Tú no me has visto. ¿Comprendes? ¡Ah! Y despide inmediatamente a Purita...

PATRICIA.-   (Extrañadísima.)  ¿Que despida a Purita?

MATEO.-  ¡Sí!

PATRICIA.-  ¿Por qué?

MATEO.-  Porque si alguien me ve aquí ahora estoy perdido...

PATRICIA.-  ¡Ay!

MATEO.-  ¡Chiss!

PATRICIA.-   (Con un presentimiento.)  ¡Mateo! ¿Es que has hecho algo?

MATEO.-   (Muy bajito.)  ¡Sí!

PATRICIA.-  ¿Qué has hecho?

MATEO.-  Calla... Cuando nos quedemos solos te lo contaré todo.

 

(Desaparece. Cierra de golpe.)

 

PATRICIA.-   (Nerviosísima.)  ¡Ay, ay! ¡Ay, Dios mío! (Y, de pronto, reacciona casi gritando) ¡¡Purita!!

 

(Aparece PURITA.)

 

PURITA.-  ¿Llama o no llama la señora?

PATRICIA.-  ¡Sí!

PURITA.-  ¡Ah, vamos!

 

(PATRICIA se queda mirando a la chica con mucho apuro.)

 

PATRICIA.-  ¡Purita! Me da muchísimo apuro decirte lo que voy a decirte. Pero no tengo más remedio...

PURITA.-   (Horrorizada.)  ¡Calle! ¡Que le adivino el pensamiento! ¿A que se le ha ocurrido a la señora despedirme porque no tiene dinero?

PATRICIA.-  ¡Sí! Eso mismo...

PURITA.-  Pues que se le quite esa idea de la cabeza... Porque yo no me voy...

PATRICIA.-  Pero, criatura...

PURITA.-  Quite, quite. Que si todavía la señora me despidiera por un capricho de esos que tienen las señoras, pues yo le soltaría a la señora cuatro frescas bien dichas y me iría tan tranquila.  (Emocionadísima.)  Pero eso de que me despida la señora porque no tiene dinero... eso, vamos, eso sí que la hija de mi madre no lo aguanta...  

(Y llorando de un modo incontenible, entra en la cocina. PATRICIA se queda de una pieza.)

 

PATRICIA.-  ¡Ay!

 

(Se abre la puerta del armario y asoma MATEO.)

 

MATEO.-  ¡Patricia! ¡Que se vaya esa chica!

PATRICIA.-  ¡Ay, Mateo! Pero si no quiere...

MATEO.-  ¡Que se vaya!

 

(Desaparece. Cierra. PATRICIA llama otra vez.)

 

PATRICIA.-  ¡Purita! Ven aquí...

 

(Aparece PURITA. Se queda mirando a PATRICIA, escamadísima.)

 

PURITA.-  ¿Otra vez?

PATRICIA.-  ¡Sí!

PURITA.-  ¡Qué manía! Pero si ya le he dicho que no me voy...

 

(Y de muy mal talante vuelve a entrar en la cocina. PATRICIA, casi desfallecida, se deja caer en el sillón.)

 

PATRICIA.-  ¡Oh! Esto es horrible...

 

(Asoma PURITA y mira atentamente a PATRICIA. Con mucha perspicacia.)

 

PURITA.-  ¡Oiga! ¿Y a mí que me parece que a la señora le pasa algo?

 

(PATRICIA se pone en pie vivamente.)

 

PATRICIA.-  ¿A mí? ¡No! ¡No me pasa nada! Pero nada, nada...

 

(Y empieza a pasear de un lado a otro.)

 

PURITA.-  ¡Caray! Pues nadie lo dría...  (Transición.)  ¡Oiga! ¿Por qué no toca un ratito el piano y así se distrae?

PATRICIA.-   (Dolorosamente.)  ¡Mujer! Ahora...

PURITA.-  ¡Huy! Cuando yo digo que a la señora le pasa algo...

PATRICIA.-  ¡No! ¡Te digo que no! Mira, si quieres, tocaré para que te convenzas...

PURITA.-   (Muy contenta.)  ¡Hala! Pues toque, toque eso que a mí me gusta tanto...

PATRICIA.-   (Casi llorando.)  ¿El «Ave María»?

PURITA.-  ¡No! ¡Qué va! Lo otro...

PATRICIA.-  ¡Ah, ya!

 

(Y venciendo heroicamente su apuro, va al piano, se sienta y comienza a teclear un pasodoble muy saleroso. PURITA se extasía y aplaude.)

 

PURITA.-  ¡Eso! ¡Eso! ¡Ay, madre, qué música! Y qué manos. Pero qué manos tiene la señora...

 

(Y tan contenta entra en la cocina. PATRICIA sigue tocando. Se abre la puerta del armario y asoma MATEO, furioso.)

 

MATEO.-  ¡Estate quieta!

PATRICIA.-  No puedo. Se va a enfadar Purita...

MATEO.-  Pero Patricia, ¿cómo se te ocurre tocar ahora un pasodoble? Es el colmo...

PATRICIA.-   (Apuradísima.)  ¿Quieres que toque otra cosa?

MATEO.-   (Indignado.)  ¡No!

PATRICIA.-   (Dejando de tocar.)  ¡Ay, Mateo, Mateo! Si es que no sé lo que hago...

MATEO.-  ¡Patricia! Por última vez... ¡Que se vaya esa chica! (Desaparece. Cierra.) 

PATRICIA.-  ¡Oh!  (PATRICIA se queda mirando la puerta de la cocina. De pronto parece que tiene una idea y marcha hacia allí.)  Oye, Purita...  (Entra en la cocina. Desde este momento hasta que se indica, PATRICIA y PURITA hablan dentro. MATEO abre un poquito la puerta del armario y saca la cabeza para escuchar.)  Mira... He pensado que cuando llegue mi marido le diré que me lleve por ahí, a dar una vuelta. Y como no quiero dejarte sola en casa, porque sé que tienes miedo y crees en los aparecidos y en todas esas cosas...

PURITA.-   (Dentro.)  ¡Ay, sí, señora! Desde que se me apareció mi difunto primo Federico vestido de militar...

PATRICIA.-   (Dentro.)  Bueno. Pues por eso, lo mejor será que ahora mismo te vayas a casa de mi hermana. Y esta noche cenas y duermes allí...

PURITA.-   (Dentro.)  ¿Que me vaya?

PATRICIA.-   (Dentro.)  Sí, sí... Anda, vete.

PURITA.-   (Dentro.)  ¿A casa de su hermana?

PATRICIA.-   (Dentro.)  ¡Sí!

PURITA.-   (Dentro.)  Mire usted que la hermana de la señora y una servidora siempre tenemos alguna cuestión...

PATRICIA.-   (Dentro.) ¡No! Esta noche te callas, oigas lo que oigas a mi hermana...

PURITA.-   (Dentro.)  Pues no sé, no sé qué le diga a la señora...

PATRICIA.-   (Dentro.)  ¿Cómo que no sabes? ¡Ay, Dios mío! Acuérdate de tu primo Federico...

PURITA.-   (Dentro. Un grito penetrante.)  ¡Ayyy...! ¡No me lo recuerde!  (Cierra de golpe MATEO. Surge en escena PURITA que, como una flecha, cruza desde la cocina hasta la puerta de la escalera. PATRICIA aparece tras ella.)  ¡Buenas noches!

 

(Abre. Sale. Y vuelve a cerrar tras de sí. PATRICIA respira profundamente.)

 

PATRICIA.-  ¡Gracias a Dios!

 

(Se abre la puerta del armario y MATEO comienza a descender.)

 

MATEO.-  ¡Uf! Ya era hora...

 

(Timbre en la puerta de entrada. Casi pegan un brinco los dos.)

 

PATRICIA.-  ¡Ay!

MATEO.-  ¡Maldita sea!

 

(Y a toda prisa se reintegra al interior del armario. Cierra. PATRICIA va a la puerta del fondo y abre. Y en el rellano, tan sonriente, aparece PURITA.)

 

PURITA.-  ¡Je! Se me olvidaba la llave...  (Entra. Toma una llave que hay colgada en la pared, junto a la jamba de la entrada. Y ya en la escalera se vuelve, muy cumplida.)  ¡Que usted descanse!

PATRICIA.-  ¡Oh!

 

(Cierra PATRICIA de golpe. Se apoya de espaldas en la puerta y suspira. MATEO asoma.)

 

MATEO.-  ¿Tú crees que volverá?

PATRICIA.-  ¡Oh! Eso no se sabe nunca...

MATEO.-  Condenada chica...  (Baja del armario. Avanza muy despacito. Bajo la mirada de PATRICIA, se sienta en el sillón, junto a la mesa camilla. Se seca el sudor, se da aire con el pañuelo. Está visiblemente azarado. Un leve silencio.)  ¡Je! Hace calor, ¿eh?  (PATRICIA, en silencio, va al fondo y hace ademán de abrir las vidrieras de la ventana, que se hallan entornadas.)  ¡¡Quieta!!

PATRICIA.-   (Sobrecogida.)  ¡Mateo!

MATEO.-  Quieta. No abras ahora. Después, con las luces apagadas. Cuando duerman todos los vecinos...

PATRICIA.-  Pero entonces es verdad. ¿Te escondes?

MATEO.-  ¡Je! Pues claro...

PATRICIA.-  Pero eso es absurdo. Nadie puede desaparecer así como así. Mañana, cuando vayas a la oficina...

MATEO.-   (Muy divertido.)  ¿Qué estás diciendo? Pero si ya no volveré a la oficina...

PATRICIA.-   (Estupefacta.)  ¿Cómo?

MATEO.-  Eso se acabó. ¿Para qué voy a volver a la oficina? Ya no necesitamos esas miserables pesetas...

PATRICIA.-   (Con mucha alarma.)  ¡Mateo! ¡No seas loco! Esas pesetas nos hacen muchísima falta...

MATEO.-  ¡Quia!

PATRICIA.-  ¡Que me he quedado sin lecciones!

MATEO.-  ¡No importa! ¡Tengo dinero, Patricia! ¡Tengo mucho dinero!

 

(PATRICIA le mira con la boca abierta.)

 

PATRICIA.-  ¿Tú?

MATEO.-  ¡Sí!

PATRICIA.-  ¡No!

MATEO.-  ¡Y dale...!

PATRICIA.-  ¡Mateo! ¿De veras tienes dinero?

MATEO.-  ¡Sí!

PATRICIA.-  ¿Mucho?

MATEO.-  ¡Muchísimo...!

PATRICIA.-   (Casi sin atreverse.)  ¿Mil pesetas...?

MATEO.-  ¿Mil pesetas? ¡Qué poca imaginación! Tengo más, mucho más...

PATRICIA.-  ¿Cuánto...?

MATEO.-  ¡Tengo un millón!

 

(Y, muy ufano, entra en la alcoba. PATRICIA sofoca un grito tapándose la boca con una mano.)

 

PATRICIA.-  ¡Ayyy...!  (Se deja caer en el sillón. Tiene la mirada perdida en el infinito.)  ¡¡Un millón!!  (Un silencio largo. Y, de pronto.)  ¡Mateo!

 

(Aparece MATEO, muy natural.)

 

MATEO.-  ¿Me llamas?

PATRICIA.-  ¿Es verdad eso de que tienes un millón?

MATEO.-  Naturalmente...

 

(Un silencio brevísimo. Una transición en PATRICIA. El rostro se le llena de luz. Está como deslumbrada.)

 

PATRICIA.-  Pero, entonces, somos ricos...

MATEO.-  ¡Claro!

PATRICIA.-  Es maravilloso...

MATEO.-   (Muy ilusionado.)  ¿Verdad que sí?

PATRICIA.-  ¡Oh, Mateo, Mateo! ¡Un millón!

 

(Va hacia él, gozosísima, y se refugia en sus brazos.)

 

MATEO.-  ¡Je!

PATRICIA.-  ¡Mi vida! ¡Un millón!  (Un silencio. De pronto, alza la cabeza. Mira a MATEO penetrantemente. En su rostro se reflejan ahora el miedo, la incertidumbre...)  Oye. ¿Y cómo es que tienes un millón?

MATEO.-  ¡Qué curiosa eres! Ya te quieres enterar de todo...

 

(Hace intención de marchar hacia la alcoba. Pero PATRICIA llama y él se detiene.)

 

PATRICIA.-  ¡Mateo!

MATEO.-  ¿Qué?

PATRICIA.-  Ven aquí... Mírame. No me irás a decir que has robado ese dinero.

MATEO.-  Je!

PATRICIA.-  ¡Di!

 

(MATEO la mira. Baja la cabeza. Sonríe y piensa. Con un casi inapreciable rubor.)

 

MATEO.-  Pues sí...

 

(PATRICIA retrocede con espanto.)

 

PATRICIA.-  ¿Qué?

MATEO.-  ¡Ea! Ya lo sabes.  (Muy amable.)  Y ahora, ¿estás contenta?  (Y se va, como antes, hacia la alcoba. Pero antes de hacer mutis se vuelve a PATRICIA.)  ¡Ah! Ya puedes ir haciendo una lista con todas nuestras deudas... Hay que pagar enseguida. Que nadie diga que no somos personas decentes.  (Entra en la alcoba. PATRICIA, sola, en pie, mira en torno con terror. Aprisa, va a la puerta de entrada y corre el cerrojo. Va a la ventana y despliega las cortinas. Va a la derecha y cierra la puerta de la cocina. Ya de vuelta, se deja caer en una silla, junto a la mesa. Alza la cabeza, clava los ojos en la puerta de la alcoba... Y por allí, tranquilo, tranquilísimo, aparece MATEO. Ha sustituido su americana por la chaquetilla de un pijama de color crema, muy claro. Con una gran calma, se sienta en el sillón y queda frente a PATRICIA. Ella le mira atónita...)  ¡Je!

PATRICIA.-  Es una broma, ¿verdad? Todo esto es una broma...

MATEO.-   (Muy risueño.)  ¡Huy! ¡Qué va!

PATRICIA.-  ¡Ay, Dios mío!

MATEO.-   (Comprensivo.)  No, si ya sabía yo que te iba a hacer mucho efecto...

 

(PATRICIA se le queda mirando fijamente.)

 

PATRICIA.-  Pero, Mateo, si no pareces el mismo...

MATEO.-  ¡Anda! Como que soy otro. Cuando salí de aquí esta tarde, era un pobre diablo agobiado por las deudas y por la desesperación. Y ahora, figúrate, ahora tengo un millón de pesetas...  (Encantado. Lleno de felicidad, golpeándose el pecho con las manos. Como si se diera cuenta por primera vez.)  ¡Qué bárbaro! ¡Un millón!  (Se vuelve a ella muy estimulado, muy dispuesto a la confidencia.)  Oye. Es fantástico. Tú no sabes la sensación que siente uno...

 

(PATRICIA le interrumpe con angustia.)

 

PATRICIA.-  ¡Cállate!

MATEO.-  Mujer...

PATRICIA.-  ¡Ay, Dios mío! Ha robado un millón de pesetas. Y lo dice tan tranquilo. Y está contento. Y no tiene miedo. Y no se arrepiente... ¡Mateo! Eres un cínico.

MATEO.-   (En pie. Airado.)  ¡Cállate!

PATRICIA.-  ¡No quiero! Cínico, cínico...

MATEO.-  ¡Cállate! Porque te juro que si consigues que tenga miedo...

PATRICIA.-  ¿Qué?  (Él va hacia ella. Ella le espera en pie, erguida, desafiante. MATEO tiene los ojos brillantes. Con un impulso incontenible, él alza la mano como para cruzarle la cara... Pero se domina y el brazo cae inerte, como si misteriosamente se hubiera roto.)  ¡Oh, Mateo, Mateo!

 

(PATRICIA se derrumba, solloza. De bruces sobre la mesa, esconde la cara entre las manos. Un silencio. MATEO la mira largamente... Está anonadado.)

 

MATEO.-  Patricia...  (Vuelve a mirarla. Y de pronto, agotado, deshecho, con un sollozo ahogado en la garganta, como desamparado, se deja caer en el sillón.)  ¡Patricia! No me quites el valor. ¡Por Dios, no me quites el valor!

 

(Un silencio.)

 

PATRICIA.-  ¿Por qué lo has hecho?

MATEO.-  Éramos muy desgraciados... Tú lo sabes.

PATRICIA.-  Pero yo te quería como eras...

MATEO.-   (Suavemente.)  Mientes... Cada día me querías menos.  (Hay otro sollozo de PATRICIA.)  Porque no sé vivir. Porque soy un fracasado... Por todo eso. Y ya ves, yo te disculpo. Es la pobreza, ¿sabes? La estúpida pobreza, que lo destruye todo: el orgullo, la alegría, el amor... Todo.  (Se calla.)  ¡Patricia! En el fondo de tu corazón, sin decírselo a nadie más que a ti misma, ¿cuántas veces sentiste el deseo de que yo hiciera una locura? No, no contestes, no quiero. ¡Mi pobrecita Patricia! Si yo te comprendo. Pero no me quites el valor... No me quites el valor.

 

(Se calla otra vez. Poco a poco, PATRICIA alza la cabeza y se queda mirando, suspensa, a un punto indeterminado.)

 

PATRICIA.-  ¿Qué diría mi familia? ¡Papá era Registrador de la Propiedad!

MATEO.-  Mujer... También es casualidad.

PATRICIA.-  ¿Qué será de nosotros ahora?

MATEO.-  ¿Ahora?  (Encantado.)  Pero si lo vamos a pasar mejor que nunca. Figúrate, con un millón...

PATRICIA.-   (Gritando.)  ¡Ayyy...!

MATEO.-  ¡Patricia!

PATRICIA.-  ¿Qué estás diciendo? Loco, más que loco... Te buscará la Policía.

MATEO.-   (Extrañadísimo.)  ¿A mí?

PATRICIA.-  ¡Sí! A ti, a ti...

MATEO.-  Pero si a mí no me puede buscar la Policía...

PATRICIA.-  ¡Ay! ¿Por qué?

MATEO.-   (Muy satisfecho.)  ¡Toma! Porque estoy muerto...

PATRICIA.-  ¿Qué?  (Aterrada.)  ¿Que estás muerto?

MATEO.-  ¡Claro!

PATRICIA.-  ¡Socorro!

MATEO.-  ¡Patricia! Ven aquí...

PATRICIA.-  ¡Socorro!

 

(Y asustadísima, como enloquecida, PATRICIA corre al fondo y abre la puerta de la escalera... En el preciso instante en que en el rellano aparece la figura de EL DESCONOCIDO. Es un hombre joven, vestido sencillamente.)

 

El Desconocido.-Buenas noches...  (PATRICIA y MATEO retroceden atónitos. EL DESCONOCIDO avanza y, sin dudar, se dirige a PATRICIA.)  Permítame que me presente, señora. Soy funcionario de la Jefatura de Policía...  (Del bolsillo saca un pequeño librito y se lo tiende a PATRICIA.)  ¿Conoce usted esta agenda?

 

(Un silencio. PATRICIA toma la agenda y la examina en el colmo del estupor.)

 

PATRICIA.-  Sí... Es de mi marido.

EL DESCONOCIDO.-  ¡Ah! Entonces, ya no hay duda...  (Se calla. Baja la cabeza.)  ¡Señora! Es muy duro decírselo. Pero tiene usted que saberlo... Su marido ha muerto.

PATRICIA.-   (Casi sin voz.)  ¡Que ha muerto!

EL DESCONOCIDO.-  Sí...

 

(PATRICIA, rápidamente, se vuelve y clava los ojos en MATEO. Este, inmóvil, anhelante, la envuelve en una intensa mirada que es una súplica angustiosa.)

 

PATRICIA.-   (Muy bajo.)  ¿Está usted seguro?

EL DESCONOCIDO.-  Por desgracia... Un atropello, ¿comprende? Apenas hace una hora. En la carretera de Puerta de Hierro2. Un coche que venía lanzado. En fin... Una pena.

PATRICIA.-  ¡Oh!

EL DESCONOCIDO.-  Lo curioso es que el infeliz no llevaba encima más documentación que esta agenda. Y menos mal que es una de esas agendas con hoja de datos personales para caso de extravío. De otro modo no se le hubiera podido identificar fácilmente. Pero, mire, aquí está todo. Mateo Martínez. De profesión, empleado. Casado. La edad, el teléfono, el domicilio. En fin, ya digo...  (Un brevísimo silencio, PATRICIA, que durante las palabras del recién llegado no ha dejado de mirar fijamente a MATEO, escapa y, sofocando un gemido, desaparece por la puerta de la alcoba. El joven, que ha seguido con los ojos la huida de PATRICIA, mueve la cabeza comprensivo.)  La pobre...

MATEO.-  ¡Je!

EL DESCONOCIDO.-  Parece que le ha hecho mucha impresión...

MATEO.-  Hombre...

EL DESCONOCIDO.-  Vaya, vaya con ella. Yo ya me iba.  (Y marcha hacia el fondo. Mientras, MATEO se encamina a la puerta de la alcoba. Cuando EL DESCONOCIDO, ya con la mano en el picaporte, va a abrir, se vuelve a MATEO, como si pensara en él por primera vez.)  ¡Oiga! ¿Y usted quién es?

MATEO.-  Mateo.- (Deteniéndose en seco.)  ¿Quién? ¿Yo?

 

(EL DESCONOCIDO inquiere muy amablemente.)

 

EL DESCONOCIDO.-  ¿Amigo de la casa?

MATEO.-  Mateo.-Eso... Sí, señor.

EL DESCONOCIDO.-  Bueno. Pues a usted también le acompaño en el sentimiento...

MATEO.-  ¡Je! Muchas gracias...  (MATEO entra en la alcoba apresuradamente. Queda EL DESCONOCIDO solo. Su rostro cambia de expresión. Sonríe. Tiene un guiño de picardía. Dirige una rápida mirada en torno. Va a la puerta de la escalera... La abre, sin ruido, con el mayor cuidado. Y la vuelve a cerrar de golpe, de manera que produce el portazo de una persona que se va. Vuelve a sonreír. Mira aquí y allá como buscando algo. De pronto, sus ojos se posan en el armario. Y el rostro se le alegra aún más. Corre. Abre una puerta del armario. Entra. Vuelve a cerrar tras de sí. La escena está sola apenas un segundo. Por la alcoba asoma cautelosamente MATEO. Una rápida mirada. Se vuelve hacia la puerta.)  ¡Se ha marchado! Ya puedes salir...

 

(Irrumpe en escena PATRICIA. Está furiosa.)

 

PATRICIA.-  Mira, Mateo, que no puedo más... ¿Qué enredo es este? ¿Por qué dice ese hombre que tú has muerto hace una hora de un atropello?

MATEO.-  ¡Toma! Porque es verdad...

PATRICIA.-   (Gritando desesperada.)  ¡Ayyy...!

 

(MATEO, extenuadísimo, se deja caer en el sillón.)

 

MATEO.-  ¡No! ¡No grites! Sobre todo, no grites. Y dame un poco de agua, porque tengo aquí un ahogo y un... ¡Ay, Patricia!

PATRICIA.-  ¡Mateo! ¿Te sientes mal?

MATEO.-  Un poco...

PATRICIA.-  ¡Ay, Dios mío! No me asustes...

 

(Entra en la cocina.)

 

MATEO.-   (Preocupadísimo.)  Oye. A ver si ahora me voy a morir de verdad...

 

(Vuelve PATRICIA con un vaso de agua.)

 

PATRICIA.-  ¡Bebe!

MATEO.-  ¡Hum!

PATRICIA.-  ¿Quieres hablar de una vez? ¿Quieres contarme todo lo que ha pasado?

MATEO.-  ¡Ay, Patricia! Déjame respirar... Ha sido todo tan rápido, tan sorprendente. ¡Figúrate! Yo iba paseando, paseando, como todas las tardes. Se hizo de noche y, sin saber cómo, me encontré en la carretera de Puerta de Hierro. De pronto, todo se llenó de luz con los faros de un coche que avanzaba a una velocidad fantástica. Medio ciego, pegué un salto para que el coche no me atropellara. Pasó casi rozándome... Y un segundo después oí un grito horrible y vi cómo el coche, un poco más allá, daba un viraje espantoso y casi volcaba. El coche salió de estampía, sin parar. Me acerqué. Allí, en medio de la oscuridad, a un lado de la carretera, había un hombre tendido... Lo habían atropellado. Tenía la cara cubierta de sangre. Estaba muerto. Yo ya iba a empezar a dar gritos pidiendo socorro, cuando mis pies tropezaron con algo. Encendí... Y encontré junto al muerto un pequeño saquito de lona casi abierto. Lo cogí. Miré... ¿Y qué dirás que tenía dentro el saquito?

PATRICIA.-  ¿Qué?

MATEO.-  ¡Un millón de pesetas!

PATRICIA.-  ¡Dios mío!

MATEO.-  Como lo oyes. No necesité contarlo. Eran diez paquetes de billetes de mil pesetas. Todos iguales. Conozco tan bien esos paquetitos... Muchos días en el banco he pasado horas y horas haciendo paquetitos de billetes. Muchos paquetes. Muchos billetes. Cien mil, doscientas mil, trescientas mil, cuatrocientas mil... Un millón.  (Se va excitando más y más a medida que habla.)  ¡Dos millones! ¡Tres millones! ¡Cuatro millones! ¡Millones! ¡Millones! ¡Millones!  (Acaba gritando, nerviosísimo, y pega un formidable puñetazo sobre la mesa.)  ¡Hum!

PATRICIA.-  ¡Mateo! Por Dios...

MATEO.-  Y mientras hacía paquetes y paquetes yo tenía un duro en el bolsillo. Un duro para todo. Para ser feliz. Para conquistar el mundo. Para comprarte flores a ti... Un duro.

PATRICIA.-  Tranquilízate. No me asustes...

MATEO.-  ¡Dame un duro!

PATRICIA.-  ¡Ay!

MATEO.-  Digo, dame agua...

PATRICIA.-  ¡Toma!

MATEO.-  ¡Hum! ¡Ay, Patricia! Era un millón. Si tú supieras lo que significa para mí esa cifra...  (La toma de las manos. La atrae hacia sí.)  Mira, hace tiempo, en el banco, una mañana, tuve que pagar un cheque de un millón de pesetas. Se lo llevó un hombre pequeño, gordo, colorado... Había traído un saquito para meter los billetes. Cuando se fue con su saquito bien repleto, iba sofocado casi llorando, tropezando con la gente, como huyendo, con un miedo infinito de que le quitaran su tesoro y con una alegría tan grande, tan grande... Nunca vi a nadie tan feliz como a aquel hombrecillo.  (Con otro tono.)  Aquella mañana, Patricia, comprendí que la felicidad, toda la felicidad, consiste en un millón. Porque en aquel saquito tan pequeño cabían todos nuestros sueños. La casa bonita. Los buenos vestidos para ti. El cochecito. La televisión. Un viaje a París... ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas cuánto hemos soñado cuando éramos novios, cuando aún teníamos esperanzas, cuando paseábamos juntos por la Gran Vía mirando los escaparates? ¿Te acuerdas de tantos regalos como nos prometíamos el uno al otro que no nos hemos podido hacer jamás? Pues todo, todo estaba en aquel saquito lleno de billetes. ¡Patricia! Esta noche, el saquito que encontré en la carretera, al lado del muerto, era igual, igual que aquel otro saquito. De lona, con una cinta corredera. Y dentro, el millón. ¡La felicidad!

PATRICIA.-  Mateo...

MATEO.-  Ni siquiera lo pensé. Me pareció que aquel millón del muerto era mío. Era el final de todas nuestras desdichas. Era la realidad de todos nuestros sueños. Era la felicidad... Y me lo quedé, ¿sabes? Me lo quedé.  (Transición.)  Naturalmente, enseguida pensé que, para que nadie pudiera quitarme ese dinero, yo tenía que desaparecer. Pero de verdad, de verdad, no hay más que una manera de desaparecer... Muriendo. Y entonces, tuve una idea. Recordé un truco que había leído en una novela policíaca, no sé cuándo. Y dicho y hecho. Busqué en los bolsillos de aquel pobre hombre muerto que tenía a mis pies. Le quité todos sus papeles... Todos. Y en su lugar puse mi agenda. Y ya has visto. La Policía ha caído en la trampa. Para ellos el muerto soy yo. Ya nadie sospechará de mí. ¡Nadie me buscará! ¿Quién busca a un muerto? Desde hace una hora, Mateo Martínez no existe. ¡Mateo Martínez ha muerto!  (Muy sinceramente.)  Oye. ¡Cómo lo van a sentir en el banco! ¡Y cómo se va a alegrar tu hermana!

PATRICIA.-  ¡Ay!

MATEO.-  Bueno. Lo curioso es que ahora, así como el muerto, con mi agenda en el bolsillo, no es él, sino yo, yo, en cualquier parte, con sus papeles en mi cartera, puedo ser él, él mismo. ¿Comprendes?  (Muy nervioso, muy excitado, saca unos cuantos documentos del bolsillo, que vierte sobre la mesa.)  ¡Fíjate! Se llama Alberto Mendigurría. ¡Anda! De Bilbao, seguro. Un tío listo. Y el pasaporte. Mira la foto. ¡Santo Dios! Pero si yo diría que hasta se me parece un poco...

 

(Le entrega el pasaporte, que ella toma y examina muy detenidamente. Luego, PATRICIA alza la cabeza y sus ojos se encuentran con los de MATEO, que espera... Hay un silencio.)

 

PATRICIA.-  Es fantástico...

MATEO.-  ¡Je! ¿Verdad que sí?

 

(Otro silencio sutilísimo. PATRICIA se aleja despacito y llega hasta la ventana. Una vez allí, casi vuelta de espaldas, sin mirarle, pregunta:)

 

PATRICIA.-  ¿Estás seguro de que al entrar no te ha visto nadie?

MATEO.-  Nadie...

PATRICIA.-  ¿Ni la portera...?

MATEO.-  Tampoco...

 

(Se callan los dos. PATRICIA vuelve calmosamente. Una vez junto a la mesa, alza la cabeza y le mira.)

 

PATRICIA.-  Bueno. ¿Y ahora?

MATEO.-   (Gozosamente.)  ¿Ahora? No te preocupes. Lo tengo todo previsto. Dejaremos que pasen unos días para no despertar sospechas. Entretanto, yo permaneceré aquí, escondido. Como estoy muerto, ¿sabes? Y después, una noche, de madrugada, tú y yo, solos, saldremos de Madrid y pasaremos la frontera...

PATRICIA.-  Pero ¿tú crees que para ti será fácil pasar la frontera...?

MATEO.-  ¡Facilísimo! Tengo el pasaporte de Mendigurría...

PATRICIA.-  ¡Ah! Es verdad. Realmente, con tu pasaporte en regla, nadie puede decirte nada...

MATEO.-   (Con toda razón.)  Eso digo yo...

PATRICIA.-   (Muy interesada.)  Oye. ¿Y adónde iremos?

MATEO.-  De momento a Francia... ¿Qué te parece?

PATRICIA.-   (Muy complacida.)  ¡A Francia! Naturalmente, pondremos casa en París...

MATEO.-  ¿En París...? ¿Tú crees? ¿No te gustaría vivir en Italia?

PATRICIA.-  ¡Mateo! París, siempre es París...

MATEO.-   (Respetuosamente.)  ¡Ah! Eso sí...

PATRICIA.-   (Completamente resuelta.)  Nada, nada. A París, y no se hable más...  (Da unos pasos hacia el fondo. Luego, se vuelve a MATEO.)  Bueno. Confieso que, al principio, me asustaste un poco, cuando dijiste que habías cometido un robo y todo eso... Pero ¿sabes lo que te digo? Que ahora veo que, después de todo, lo que ha pasado no tiene nada de particular...

MATEO.-   (Sorprendidísimo.)  ¡Ah! ¿No?

PATRICIA.-  Mira... Recapitulemos. Tú ibas paseando por la carretera. Me parece a mí que todo el mundo tiene derecho a pasear por la carretera, ¿no? Entonces, un coche que iba conducido por un loco, porque esos automovilistas son unos locos, atropelló a un pobre señor que iba delante de ti. Tú te lanzaste a socorrer al infeliz... Porque tu intención fue socorrerle, ¿no es eso? ¡No! No es preciso que lo jures. Te conozco. Sé que eres un pedazo de pan. Pero, claro, no pudiste hacer nada porque el pobrecito señor había muerto. Y entonces, ¿qué pasó? Que allí mismo, en plena carretera, te encontraste con un saquito que contenía un millón de pesetas...  (Convencidísima.)  Porque la verdad es que te lo encontraste...

MATEO.-   (Perplejo.)  Bueno, bueno. Eso...

PATRICIA.-  ¡Te lo encontraste! Si lo sabré yo... Y, claro, no lo ibas a dejar tirado allí, en medio de la carretera.  (Muy resuelta.)  ¡Mateo! ¿Sabes lo que te digo? ¡Que cualquiera en tu lugar hubiera hecho lo mismo!

MATEO.-   (Alarmadísimo.)  ¡Patricia! ¡Que tu padre era Registrador!

PATRICIA.-  Calla, calla... Deja en paz al pobre papá.  (Transición.)  Dame tu llave.

MATEO.-  ¿Adónde vas?

PATRICIA.-  Quiero estar segura, segura, de que la portera no te ha visto al entrar. Yo me las arreglaré.

MATEO.-  Mateo.-Bueno... Estás en todo.

PATRICIA.-  ¡Chiss! No abras aunque llamen a la puerta. No tomes el teléfono. Cuidado que tú eres muy distraído. Subo en seguida.

 

(Abre la puerta de la escalera. Sale. Vuelve a cerrar. MATEO, solo en pie, ante la mesa. Su mirada cae sobre los papeles personales de Mendigurría, que todavía están sobre el tapete, y sonríe. Muy despacito, con mucha complacencia, toma los documentos de uno en uno y se los va guardando en el bolsillo del pantalón. Después lanza una mirada alrededor de sí mismo, muy satisfecho. Se encamina a la ventana. Alza la punta de un visillo y mira al exterior. Con mucho cuidado, vuelve a dejar en su lugar el visillo. Da unos pasos... Y de pronto suena briosamente el timbre del teléfono. La primera reacción de MATEO es, con la mayor naturalidad, ir hacia el aparato para tomar el auricular. Pero a medio camino se detiene. El timbre sigue sonando. MATEO mira al aparato con muchísimo miedo. Avanza despacito, como misteriosamente, atraído por la llamada... Cuando llega a la mesa aún sigue sonando el timbre del aparato. Y de pronto, cesa. MATEO respira. Despacio, muy despacio, casi de puntillas, va al fondo y, por medio de un conmutador que hay situado junto a la puerta de entrada, apaga la luz. La escena queda en sombras, como al principio de este acto. A través de los cristales del ventanal, el rayo de luna tiñe de una luz blanquecina la zona del escenario donde está situada la mesa camilla. MATEO, entre las sombras, cruza la estancia y desaparece por la puerta de la alcoba. Una pequeña pausa. La escena en soledad. Ahora, alguien, desde fuera, abre la puerta de la escalera. La puerta se abre lentamente... Y asoma PURITA. Entra y cierra. Enciende la luz. Mira en torno.)

 

PURITA.-  ¡Anda! Pues no se han dejado todo cerrado con el calor que hace...  (Y con mucha decisión va a la ventana y la abre de par en par.)  Jesús, Jesús...  (Y tan tranquila, entra en la cocina. Casi al mismo tiempo, aparece MATEO por la alcoba. Al ver la ventana abierta y las luces encendidas se detiene de súbito, estupefacto. Durante unos segundos, inmóvil, como petrificado, piensa lleno de perplejidad. Y en seguida, lleno de desesperación, se abalanza sobre la ventana y la cierra furiosamente. Luego se vuelve como para hacer frente a un enemigo invisible. Está asustadísimo... Corre otra vez. Apaga la luz. Se queda quieto, quieto, como escuchando no se sabe qué. Poquito a poco avanza hacia primer término, mirando con recelo a todas partes. Se sienta en el sillón. Se queda quietísimo. Se seca el sudor que le baña la frente. La luz de la luna le envuelve y le destaca entre las sombras, dándole una apariencia fantasmal... Surge PURITA de la cocina. Y al ver a MATEO, un grito tremendo:)  ¡Ayyy...!  (MATEO, lleno de pavor, pega un salto de modo que queda en pie sobre el asiento del sillón. Tiene los ojos desmesuradamente abiertos, clavados en la chica. PURITA se tranquiliza poco a poco.)  ¡Ay, madre! ¡Qué susto me ha dado el señor!  (Va al fondo y enciende la luz.)  ¡Oiga! ¿Sabe por qué he vuelto tan pronto? Porque estaba yo en la cocina de aquella casa cenando tan ricamente, cuando de pronto entró la hermana de la señora y fue y me preguntó que qué tal nos iba por aquí. Porque parece mentira que esa señora sea una señora con lo chismosa que es. Y entonces fue una servidora y le dijo la verdad: que aquí estábamos en las últimas, que la señora se había quedado sin lecciones y que lo íbamos a pasar fatal... Y entonces va ella y se pone hecha una furia. Y empieza a dar voces. Y empieza a decir que de todo lo que pasa tiene la culpa la señora por haberse casado en el señor, que es un inútil. Y a mí aquello me sentó muy mal. Porque bien está que la señora y yo digamos que el señor es un inútil. Pero fuera de aquí nadie tiene por qué mentar al señor. Y entonces me harté y le dije: oiga, usted, señora, usted es una liosa. Y fue y me echó sin más motivo... Total, que aquí me tienen los señores. ¡Je!  (Se calla. Se queda mirando a MATEO extrañadísima.)  ¡Oiga! ¿Por qué no baja de ahí?  (MATEO, muy despacito, desciende del sillón sin dejar de mirar a la muchacha, sin pronunciar palabra, y se sienta.)  ¡Je! Hay que ver qué calladito está el señor...  (Y mirando a MATEO, con mucho recelo, va retrocediendo hacia la cocina.)  Pues vaya...

 

(Sale francamente impresionada. MATEO, cuando se ve solo, salta del sillón como un desesperado. Le pega una rabiosa patada a algo que se encuentra en el camino. No sabe qué hacer. Pero, de pronto, tiene una idea... Corre. Va hasta el armario. Abre enérgicamente. Y se queda con la boca abierta. Porque en el interior del armario aparece EL DESCONOCIDO... Una ligerísima pausa. MATEO habla casi sin voz.)

 

MATEO.-  Hola.

EL DESCONOCIDO.-   (Amablemente.)  Buenas noches.

MATEO.-  ¿Lleva usted ahí mucho tiempo?

EL DESCONOCIDO.-  Un ratito... Pero no se está mal.

MATEO.-  ¡Ah! ¿No?

EL DESCONOCIDO.-  Entre, entre... Hay sitio para los dos.

MATEO.-  Mateo.-Muchas gracias...

EL DESCONOCIDO.-  De nada...  (MATEO entra en el armario gentilmente ayudado por el joven.)  ¡Oiga! Yo soy de Salamanca... ¿Y usted?

 

(EL DESCONOCIDO cierra la puerta del armario. Desaparecen los dos. Aparece PURITA por la cocina. Cuando ve vacío el sillón que ocupaba MATEO se detiene como atacada por un rayo. Con los ojos a punto de saltársele de las órbitas, pega un grito estentóreo.)

 

PURITA.-  ¡Ayyy...!  (Mira en torno, aterrada.)  ¿Donde está...?  (Corre. Atraviesa la escena. Entra en el comedor. Se la oye gritar dentro.)  ¿Dónde está?  (Vuelve a escena. Avanza. Entra en la alcoba. Grita otra vez dentro.)  ¿Dónde está?  (Aparece otra vez. Su miedo es ya un pavor insuperable. En el centro de la escena cae de rodillas en el suelo. Y empieza a rezar angustiosamente.)  ¡Vete, Satanás! ¡Vete y no vuelvas más! Dios te salve, María; llena eres de gracia... ¡Vete, Satanás, y no vuelvas más! ¡Vete, Satanás, y no vuelvas más!

 

(Se abre la puerta de la escalera. Surge PATRICIA, que al ver a PURITA se asusta enormemente. Se abalanza sobre la chica.)

 

PATRICIA.-  ¿Qué? ¡Purita! ¿Qué haces aquí? ¿Qué ha pasado?

PURITA.-   (Desgarradoramente.)  La luz se apagaba y se encendía. ¡La ventana se abría y se cerraba! Y él estaba ahí en lo alto, quieto, quieto, como un muerto, todo blanco y lleno de luz. Y no hablaba. Y no decía ni pío... Me miraba y me miraba. Y de pronto, desapareció sin dejar rastro...

PATRICIA.-  ¡Purita!

PURITA.-  ¡Ay, señora de mi alma! Vete, Satanás, vete y no vuelvas más. ¡¡Vete, Satanás!!

 

(Y corriendo, entra en la cocina. PATRICIA la sigue muy inquieta.)

 

PATRICIA.-  ¡Purita! ¡Purita! ¡Espera!

 

(Sale tras ella. En el acto, se abre la puerta del armario, asoma MATEO y salta. Luego se vuelve.)

 

MATEO.-  ¡Salga!

 

(Con mucha naturalidad, EL DESCONOCIDO salta del armario y continúa hablando como quien prosigue una conversación interrumpida.)

 

EL DESCONOCIDO.-  Bueno. Pues como le decía... Entonces vine a Madrid y me lié con las oposiciones a notarías.  (Sensatamente.)  ¡Oiga! ¿Sabe que eso es muy difícil?

MATEO.-   (Indignadísimo.)  ¡Basta!

EL DESCONOCIDO.-  ¿Cómo?

MATEO.-  Ni una palabra más. Desde que entré en este armario me está usted contando su vida. Y no lo aguanto, ea...

EL DESCONOCIDO.-   (Francamente dolido.)  Hombre, hombre...

MATEO.-  ¿Qué busca usted aquí? ¿Es usted o no es usted policía?

EL DESCONOCIDO.-  Pues, mire, hermano, en confianza...

MATEO.-  ¡Ah! ¡No es usted policía!

EL DESCONOCIDO.-   (Satisfechísimo.)  ¿Se me nota?

MATEO.-  Entonces, hable de una vez. ¿Quién es usted?

EL DESCONOCIDO.-   (Muy naturalmente.)  El rey Balduino3...

MATEO.-  ¿Cómo?

EL DESCONOCIDO.-  Mire. Aquí cada uno es lo que le gusta. Usted está muerto, ¿no? Pues, ¡hala!

 

(Entra PATRICIA. Sin ver a EL DESCONOCIDO, que ha pasado hasta la ventana, se dirige a MATEO muy tranquilizadora.)

 

PATRICIA.-  ¡Mateo! No te preocupes porque te haya sorprendido Purita. Te ha tomado por un aparecido... ¡Ah! Y, desde luego, la portera no te ha visto al entrar. De manera que tranquilidad, mucha tranquilidad...

MATEO.-   (Furioso.)  ¿Te quieres callar?

PATRICIA.-  ¡Ay!  (Muy sorprendida por la actitud de MATEO, sigue inconscientemente su mirada... Y descubre al otro, que sonríe.)  ¡Ah! Usted otra vez.  (Muy molesta.)  ¡Qué pesado!

EL DESCONOCIDO.-  ¡Je!

 

(Hay un silencio muy tenso. Suena el timbre del teléfono. Los tres vuelven la cabeza hacia el aparato. Maquinalmente lo toma PATRICIA, que está más cerca.)

 

PATRICIA.-  Diga... Sí, sí. Este es ese número. Pero ¿quién llama?  (Un grito sofocado.)  ¿Cómo?

 

(Los dos hombres la miran. Ella, horrorizada, mira a MATEO.)

 

MATEO.-   (Muy bajito.)  ¿Quién es?

PATRICIA.-  Es... Alberto Mendigurría.

MATEO.-   (Ronco.)  ¿Qué?

 

(EL DESCONOCIDO avanza muy contento.)

 

EL DESCONOCIDO.-  ¡Ah! Es para mí... Deme, deme.  (Casi le arranca a PATRICIA el auricular de las manos. Y habla muy contento, muy risueño.)  ¡Jefe! Soy yo, «El Pituso». ¿Cómo está, jefe? ¿De verdad? ¡Uf! ¡Qué peso se me quita de encima! ¡Sí! Aquí es... No podía fallar.  (Escucha un ratito. Echa una mirada a MATEO y a PATRICIA, que le observan con una angustiosa atención.)  Buena gente... No, no son del oficio. Están empezando. Pero tienen condiciones. Sobre todo ella... ¿Cómo? De acuerdo, jefe. De aquí no me muevo. ¡A la orden, jefe!  (Cuelga. Ya están los tres sentados en torno a la mesa. EL PITUSO en el centro, frente al público. EL PITUSO, muy tranquilo, saca una baraja del bolsillo...)  ¡Je! Bueno. Si a ustedes les parece podíamos echar una partidita...


 
 
TELÓN
 
 

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