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Todo un pueblo

Novela

Miguel Eduardo Pardo



[Nota preliminar: Obra cedida por la Biblioteca Nacional de la República Argentina. Digitalización realizada por Verónica Zumárraga.]



portada






ArribaAbajo- I -

Al asomarse a la ventana de su casa, Isabelita Espinosa queda absorta, deslumbrada, casi ciega.

¡Todo arde, todo brilla, todo es luz! Todo parece que palpita y gime bajo los rayos de un sol fogoso y casi bravío que, abriéndose paso a través de las nubes, señorea por los espacios su deslumbradora fiereza. Nada detiene su invasión: después de incendiar la atmósfera llega a la cumbre de la montaña, y la montaña adquiere cárdenos resplandores de volcán; hace de la llanura un océano de fuego; espanta las sombras de la campiña, que van despavoridas a esconderse no se sabe dónde; entra en los patios, en los jardines, en los corredores mismos de las casas; relampaguea en los tejados, inflama las paredes; arranca vivos, sangrientos centelleos de las piedras del arroyo, y al revolcarse, despiadado y frenético, sobre la tierra desnuda, la tierra se estremece, abre su seno voluptuoso y exhala un tibio y prolongado soplo de lujuria...

  —8→  

Herida de súbito por tan violentos resplandores, la señorita que acababa de asomarse a la ventana pestañea con precipitación dos o tres veces: se lleva instintivamente una mano a los ojos, a guisa de pantalla, y explora con ansiedad la calle.

La calle está desierta, a pesar de ser una de las más céntricas de la población y de formar su más ancha y renombrada vía, entre la vieja catedral y la Plaza Nueva, que acaba de inaugurarse.

A esta plazuela, destinada a la venta de flores y de pájaros, miran tres de las cinco ventanas que cuenta la casa de don Anselmo Espinosa; las otras dos caen sobre un callejón sucio, estrecho y mal empedrado, que sirve generalmente de refugio a los pilluelos, y donde resuena a la sazón, entre mil zumbidos de invisibles insectos, un lejano canto de mujer, que trae de los corrales vecinos una que otra ráfaga de aire.

El calor es cada vez más sofocante y la luz del sol cada vez más intensa. Pero la señorita resiste aún a pie firme la intensidad del medio día. Sin embargo, dijérase que va cansándose de su larga investigación, que empieza a ceder. Por lo menos ya no oculta su inquietud; se mueve incesantemente de este o de aquel lado; dirige la vista a todas partes: hacia la plazoleta, hacia la esquina, y calle arriba, calle abajo, pasea su inspectora e impaciente mirada.

  —9→  

Por fin, esta impaciencia tórnase en disgusto, y, no encontrando lo que busca en la incendiada travesía, se retira de la ventana, dejándola entreabierta.

Momentos después un joven asoma por el fondo de la plaza; la atraviesa a pasos rápidos, cruza la calle de igual modo y se acerca, decidido, a la casa de Espinosa. Allí se detiene o lo detiene un tropel de notas mágicas que, desprendidas de un piano, salen violentamente por la ventana. Son los preludios raros, fantásticos a ratos y a ratos insurrectos, del Lohengrin, que vienen a buscar espacio a su grandeza en sitio más amplio del que pretenden encerrarle. La música wagneriana no debe hacer muy buen efecto en el espíritu del parado caballero, a juzgar por la cara que pone.

No obstante, permanece inmóvil, atento al ruido de la vibrante partitura. El sol cae de plano sobre su cabeza, pero tampoco se da por entendido. La enfadosa creación le paraliza todos los movimientos.

Después de un rato de audición... y de sol, se acerca más a la ventana, introduce resueltamente un brazo a través de los espaciados balaustres y golpea con los nudillos dos veces repetidas sobre las entornadas hojas.

Inmediatamente cesa el preludio y aparece de nuevo Isabel, poseída, no ya de anhelante curiosidad, sino de extraña y visible turbación.

  —10→  

-¡Julián! -exclama al reconocer al joven-, creí que no venías. Te esperé mucho tiempo, y viendo que pasaba la hora, entré y me puse a estudiar.

El nombrado Julián, en vez de contestar a estas sencillas palabras, clava en el rostro de la muchacha una intensa mirada de reproche.

Es un mozo de regular estatura, delgado, pero recio y fuerte; trigueño, pronunciadamente trigueño, casi cetrino. Viste de negro y no del todo mal, aunque podía vestir mejor, con traje menos amplio y más adaptable a su edad. Unos ojos escudriñadores, insistentes, como los ojos de los miopes, juntamente con un pelo negro indómito, y un bigote también negro y un poco alborotado, completan su fisonomía física.

Hay algo más, algo que caracteriza y ensombrece a esa cara alegremente fea; y ese algo, que surge violento y duro del entrecejo, es una herida vieja, ya curada, una herida que, vista de perfil, creyérase una marca hecha con un hierro encendido.

La turbación de la muchacha crece ante la silenciosa persistencia del joven, y agrega como si contestara a una pregunta:

-Pero, ¿qué quieres tú, Julián; si papá se empeña en que yo figure en esa fiesta de caridad? Él es uno de los miembros de la junta, y ya sabes con el calor que toma papá las fiestas benéficas.

  —11→  

-Sí, ya lo sé -responde el joven, esforzándose en suavizar la entonación de su voz, algo alterada por la contrariedad que estas palabras le producen-; ya lo sé. Con demasiado calor. Por eso cree él que es un deber tuyo contribuir a sus éxitos tocando trocitos de ópera.

-Cosa que, después de todo, no tiene nada de particular.

-Sí tiene. Por lo menos es una ridiculez andar a todas horas cantando en los coros de las iglesias y saliendo a los escenarios a divertir al público.

-Pero yo no lo hago por mí gusto.

-A disgusto tuyo o no, lo haces.

-Me lo imponen.

-De modo que si a ti te imponen que te vistas de mamarracho, ¿te vistes?

-¡Ah, no, eso no! -contesta, muy decidida y con mucha ingenuidad, la señorita.

-¡Pues es lo mismo, mujer, lo mismo! ¿Crees tú que honra y enaltece mucho eso de figurar en las crónicas de los periódicos, después de cada fiesta, siempre bajo el mismo cliché? «La bella y espiritual Isabel, la hija de nuestro amigo el acaudalado banquero don Anselmo Espinosa, arrancó al piano por manera magistral la partitura del Caballero del Cisne.» Esto quisiera tu padre: ¡ser el Caballero del Cisne!

-¡Qué cosas tienes, Julián, qué exagerado eres!

  —12→  

-Me calificas de exagerado porque te rezo el Evangelio; bueno, no me importa. Lo que me importa es otra cosa: que no tomes parte en esa velada. Anoche me ofreciste obedecerme, y ahora sales con que si papá se enoja... ¡Qué se enoje! No irás. Puedes decírselo.

-¡Dios mío! ¡Y cómo le digo yo eso a papá! -exclama la muchacha, con angustia-. Se va a poner furioso; eso no puede ser.

-¿Qué no puede ser? -pregunta éste, frunciendo el ceño-. ¿Es que no quieres?

-Sí, quiero; pero no puedo.

-Podrás, ya lo creo que podrás. Busca un pretexto.

-¿Cuál?

-Cualquiera. ¡Qué sé yo! Te duele la cabeza, el corazón... En último caso te resistes. Cueste lo que cueste y suceda lo que suceda, faltarás ¿Quedamos en eso, sí o no? Responde.

Isabel no responde. Acometida de súbita tristeza, inclina la cabeza sobre el pecho y deja caer los brazos con desaliento, en actitud resignada Mientras, Julián, con su ceño habitual más profundamente pronunciado, ahora permanece impasible.

La pausa es larga y embarazosa.

Al cabo de un rato la muchacha balbucea una súplica, y esta súplica, que no tiene bastante vigor para salir clara y robusta de sus labios, se le asoma a los ojos transformada en lágrimas.

  —13→  

Julián, que la espía, levanta a su vez la mirada sorprendida hacia el rostro de la joven.

-¿Cómo, lloras? ¿Por qué lloras? ¿Es que te ofendo pidiéndote que me cumplas lo ofrecido?

-No, no es eso. Bien sabes que quiero lo mismo que tú quieres. Te digo que no es eso...

-Y ¿qué es entonces?

Isabel vacila un instante; después, con voz entrecortada, dice:

-¡Es que mamá, la pobre, está tan enferma! ¿Qué me importa a mí el sacrificio tratándose de ti? Pero ella, ella es la que sufre todas las intemperancias de mi padre...

Y luego, revelando en el acento, en la misma frase que pronuncia, toda una historia de dolor, añade:

-¡Ah, Julián, si tú supieras!

Quédase éste un tanto suspenso al oír las melancólicas frases de la hija que evoca las tribulaciones de la madre y, sintiendo que allá, en el fondo de su alma, se despierta de pronto el dormido recuerdo de la suya, tiene un rasgo de nobleza, que se traduce de este modo:

-Mira, tienes razón; soy un terco insoportable. No había pensado en la pobre Juana, que tanto nos quiere... Pero me indigna, ¿sabes? me subleva don Anselmo. ¡Ojalá pudiera decirle!...

-¡No le dirás nada, rebelde! -le interrumpe,   —14→   ya repuesta de su pena, Isabelita, haciendo ademán de taparle la boca-. ¡Rebelde!

El exaltado joven se sonríe; arrepiéntese de lo que va a decir, y cambiando de entonación deja escapar una interminable serie de incoherencias entremezcladas de ternezas.

-Perdóname, Isabel... No sé, a veces, ni lo que hablo. Y es que me vuelvo loco cuando me acuerdo de las intransigencias de tu padre. Me enfurezco, no lo puedo remediar. Ya ves tú: ahora mismo te iba a dar un gran disgusto, por contrariarlo a él... Pero tú me perdonarás; ¿es verdad que me perdonarás? ¡Tú que eres la más buena, la más bonita de las mujeres!

En vano ha querido imprimir el caballero apasionado acento a sus palabras: resultan frías en sus labios y hasta impropias.

Isabel es algo más que buena; es algo más que bonita: un verdadero prodigio de hermosura. Tiene diez y ocho años y tiene además, para realce de su rozagante y espléndida juventud, una infinidad de admirables y sugestivos encantos físicos, tales como sus grandes ojos garzos, velados por largas pestañas; su pelo ondeado y rubio, como el oro; sus mejillas frescas, y su boca pequeña y húmeda, que es un verdadero nido de sonrisas.

Y para complemento de hermosura, un cuello hecho a torno, un seno arrogante, decidido, de firmes y punzadores atractivos, y un talle esbelto   —15→   y muy bien formado, de donde arrancan en fugitivas y magníficas curvas unas opulentas y redondas caderas de estatua griega.

Isabel y Julián, sobre ser novios, son parientes muy cercanos: él, hijo de José Andrés Hidalgo -malamente asesinado hace dos años, a la vuelta de una esquina-, y ella, hija de don Anselmo Espinosa y Juana Méndez Hidalgo, prima del difunto José Andrés.

Los jóvenes negaban que el vínculo de la sangre hubiese alcanzado entre ellos el excelso grado de la jerarquía amorosa. Más recio de convencer el intransigente padre; creyó siempre en un enigmático y no muy disimulado cariño, que encubría mal la parentela y que a menudo lo ponía fuera de sí, dándole margen a acaloradísimas disputas con su mujer sobre los fatales enlaces y funestísimos cruzamientos de familia. Juana, no obstante las reyertas y enfermedades que el noviazgo de la hija y el pariente le proporcionaban casi a diario, lo consentía y lo alentaba, en lucha con la hostilidad de su marido.

De aquella fiera persecución paternal se desprendían los furtivos coloquios, las citas azarosas, los apretones de manos al paso, a las salidas de los teatros, de los bailes, de las reuniones en que por casualidad se veían.

En Isabel el cariño fue como una espontánea y natural eflorescencia; brotó de su corazón bello y hermoso; tomó cuerpo, creció y creció cada día   —16→   más; amó en Julián el contraste, la energía de carácter, la rebelión, la fuerza.

En Julián puede decirse que el amor estaba sostenido por la contrariedad de un padre arisco: el señuelo más eficaz para los cariños que vacilan.

Y aun así y todo se veía que luchaba a brazo partido con un sentimiento extraño, inexplicable; y que por ende su amor, no estando completamente definido, más bien que pasión de enamorado parecía satisfacción de rebelde que triunfaba.

De aquí que las frases brotaran de sus labios ahora bruscas y tiernas juntamente, mezcladas de imposiciones y de afectos.

Isabel se ruboriza oyéndose llamar por él buena y bonita. Esto te basta para juzgarse feliz. Una sola expresión de su afecto la sugestiona; un llamamiento suyo la atrae, y confusa, temblorosa de dicha, se inclina sobre el alféizar.

Él, olvidando su disgusto, olvidado del sitio en que se halla, viendo que la alegría se refleja en la cara de su novia, se apodera de una de sus manos, y mano sobre mano comienza entre los dos un diálogo suave, discreto, que flota como un vago y desmayado murmullo en aquel ambiente cargado de luz y de bochorno.

Mas cuando ya se entregan por entero a su deliquio, cuando Julián empieza a ser amante e Isabel a ser dichosa, se oyen dentro, en la sala,   —17→   los pasos precipitados y enérgicos de un hombre que se acerca a la ventana.

Isabel apenas tiene tiempo para incorporarse y decirle con angustiosa voz a su novio:

-¡Vete, vete!... Es papá.

Aún no lo acaba de decir cuando aparece detrás de ella la terrible, enorme y apoplética figura de don Anselmo Espinosa. Isabelita se vuelve, aterrada, muda de miedo y de vergüenza. A Julián la sorpresa lo deja clavado en la acera.

El irritado y cejijunto padre ni siquiera pronuncia una palabra; pero agarra brutalmente a la hija por un brazo y la sacude con tal fuerza, con tal ferocidad, que la muchacha vacila, da un traspiés y tiene que apoyarse en la ventana para no caer.

Vuelto entonces de su estupor, indignado de aquella acción inicua, loco de pena y de ira, con las mejillas inflamadas, con los ojos fulgurantes de odio, con las manos crispadas y cogidas rabiosamente a los balaustres, Julián Hidalgo se levanta sobre la punta de los pies y vomita, más que profiere, estas palabras:

-¡Cobarde!... ¡Es usted un cobarde, señor Espinosa!...

A este estentóreo grito de furor contesta don Anselmo cerrando de un golpazo formidable la ventana. Y el sol, aquel sol fogoso y bravío que señorea por las espacios su deslumbradora fiereza,   —18→   que incendia la atmósfera y relampaguea en los tejados y arranca vahos de inmensa lujuria al seno hinchado de la tierra, dijérase que se revuelve también y se enrojece aún más y golpea furioso, despiadado, frenético, con sus sangrientos rayos, la ventana que acaba de cerrarse.




ArribaAbajo- II -

De herencia le venía a Julián Hidalgo el ser levantisco: de los abuelos rebeldes, de aquellos viejos épicos, caudillos de tribus vencidas, a quienes la historia de la conquista negó el valor y regateó el heroísmo porque no quisieron admitir la civilización a latigazos.

Insurrectos de esa talla, bravíos guardianes de sus mujeres y sus tierras, fueron los predecesores del primer indio anónimo que apellidó «Hidalgo» el invasor.

El indio sometido, pero no domado, escondió el odio en no se sabe qué rincón del alma y lo transmitió a sus hijos.

José Andrés lo extrajo íntegro, y el sombrío rencor de José Andrés peregrinó por la ciudad conquistada hasta hacer nido caliente en el seno harto joven de Susana Pinto, criolla de pasiones prematuras, imprevistas, involuntarias, volcánicas todas.

De aquel rencor de hombre y de esta fiereza   —20→   de hembra de juventud precoz, nació Julián, y nació rebelde como nació feo, por atavismo de raza, rompiendo bruscamente las entrañas de una madre casi niña que no podía darlo al mundo.

Los primeros años de Julián, revoltosos y terribles, ofrecen algunos menudos y variados lances a la claridad de esta historia.

Por una multitud de crímenes infantiles encerraron a nuestro héroe en un colegio donde, a vuelta de dos o tres semanas de lloriqueos y protestas, encontró, para consuelo de sus penas, un amiguito ten travieso como él, y que atendía a la lista de los réprobos del severo instituto por el nombre de Luis Acosta.

Luis era inteligente, muchacho audaz, simpático, pero díscolo y pendenciero hasta dejarlo de sobra.

Decíase que era un expósito, hijo de nadie, y que el director del instituto le había hecho el favor de prestarle su apellido para igualarlo a los otros condiscípulos. Esto lo decían sotto voce, en las tertulias de asueto, en el fondo del corral, cuando él estaba ausente; porque Luis «se mataba con cualquiera», y gastaba cuerpo de gigante, y los tenía a todos metidos en un puno; sobre todos ellos a un tal Teodorito Cuevas, niño elegante, si los hay, tan ufano de su persona y de su nombre que solía firmarse al pie de las planas: «Teodoro César de las Cuevas y del Milagro de la Concha.»

  —21→  

Este aristocrático feto pagaba a menudo las rabietas de Luis Acosta; cuando no le llenaba las botas de carbón, le rompía las narices de una bofetada.

El natural fogoso y emprendedor de Julián halló cumplido molde en el carácter de Luis, y de esta guisa, unidos y estrechados, marcharon de bracete por la senda de las diabluras infantiles: estas diabluras le proporcionaban con frecuencia muy tremendos y rigurosísimos castigos; pero los castigos que hacían reír a Luis enfurecían a Julián, enardeciéndolo hasta el punto de hacerlo airado y atrevido con sus maestros.

Una tarde se armó una gran pedrea en el jardín del colegio, y Teodorito Cuevas, que no pensaba más que en vengarse de los maltratos de Luis Acosta, parapetose detrás de un árbol y le arrojó brutalmente un cascote lleno de clavos y otras materias «criminales»; y lo hizo con tan mala fortuna que, en vez de partirle la cabeza a su verdugo, como él quería, encontró blanco en la frente de Julián, que andaba cerca.

De aquella frente brotó sangre en abundancia, y hubo alaridos de espanto y carreras en tropel y lavatorios furiosos en el agua de la pila; y, para completar, una cura maravillosa de telas de araña, aceite y otros menjurjes que resultaron providencialmente eficaces, volviendo de esta suerte el alma al cuerpo de los desasosegados colegiales,   —22→   temerosos, y con razón, de que el suceso llegara a oídos del inflexible director.

Y el director al fin y al cabo se enteró, es claro, y llamó a capítulo a todo el mundo y prometió un castigo ejemplar para el autor de la hazaña.

Pero en cuanto supo que la agresión fue involuntaria, y que había partido de Teodoro, a cuyos padres rendía él consideraciones casi serviles por lo mucho que le sonaba el apellido, limitó la terrible reprimenda a un profundo y filosófico sermón sobre la influencia de las pedreas en los destinos de los jóvenes.

Aquello exaltó, en vez de calmar, la cólera de Julián, que esperaba ver colgado de las vigas del techo al elegante caballerito; y la cólera recogida e impotente se convirtió luego en una lágrima, en una de esas lágrimas que dejan huella invisible, pero eterna, en las mejillas de los niños.

Y tan honda, o más honda aún que la herida de la frente hecha por la mano de un compañero de colegio, fue la otra, la hecha por la injusticia de los hombres, la que llevó a partir de aquel día en el fondo del alma el levantisco Julián.

La raza indómita de los Hidalgos, provocada y hostilizada en un espíritu infantil, empezaba a revelarse.

Y en esta situación de ánimo sorprendió al muchacho la época de exámenes y el reparto de premios, que él esperaba con ansia, satisfecho de   —23→   haber ganado muchos. Bien poco le duró la satisfacción. Los maestros, que le habían tomado ojeriza por los muchos sobresaltos que les daba, repartieron sus tres premios, brillantemente ganados en las clases de Matemáticas, Filosofía y Letras, entre otros condiscípulos.

Así creyó morirse de coraje cuando oyó, en plena fiesta y delante de su padre, que aún vivía, y de su pariente don Anselmo, aquel continuo llamar a los demás alumnos.

A un desconocido Mengánez le dieron los de Matemáticas, y a un Fulano, también desconocido, el primero de Filosofía.

Oír aquellos nombres indeterminados y sentirse poseído de santísimo furor de protesta, todo fue uno. Se levantó súbito del asiento, y sin respetar ni la presencia de sus parientes, ni lo selecto del concurso, exclamó, enseñando los puños:

-¡Eso no, caramba! ¡Esos premios son míos... míos! ¿Por qué se los dan a esos jumentos, a esos...

El asombro de los allí presentes no era para descripto: el director tomó un gran berrenchín; el tío, don Anselmo, dijo que aquella incalificable rebeldía estaba pidiendo algo así como el tormento de la Inquisición, y José Andrés, que en el fondo se regocijaba de la salida del muchacho, aunque otra cosa dijera, decidió separarlo del colegio para meterlo, no en la cárcel, como pretendía Espinosa, sino en la Universidad, que era más liberal que el Instituto. De la Universidad   —24→   salió, sin completar sus estudios, a ponerse al frente de la secular posesión que su padre conservaba, como reliquia santa, allá en los mismos augustos montes donde fueron degollados sus abuelos.




ArribaAbajo- III -

Al poner el pie en aquella selva vigorosa y patente, entregada a la ciega energía de la procreación cargada de luz de sol, nutrida de aguas fecundantes, infatigable en su lujuria y magnífica en su salvajismo y en su fuerza, del pecho de Julián brotó un grito de admiración súbita.

El bosque sorprendido contestó rugiendo al saludo juvenil... Diríase que el augusto recinto, el inmenso refugio de sus mayores, reconocía en él al vástago de la vieja tribu, porque hubo como rumores de torrentes en las quebradas hondas y estremecimientos de árboles añosos, taciturnos testigos de injurias no olvidadas; y hubo también como diálogos de pájaros en huelga y palmas gigantescas que batieron sus lánguidos brazos en señal de regocijo, y un águila caudal extendió sus alas enormes y fue a cantarle en su idioma estridente de granizados al abierto espacio, la llegada del último Hidalgo a la montaña inaccesible.

Jamás un alma joven y aturdida se abrió tan   —26→   rápida y espontáneamente a la regeneración como la de Julián. Salió desgarrado y triste de la ciudad, y la sola influencia, el hálito fecundo de la tierra generosa que pisaba, le volvió la vida.

Libre de la vulgaridad, de la pequeñez, de la rutina del medio ambiente que respiró su maleada juventud, una segunda juventud, sana, bella, floreciente y nueva se desprendió de la primera; recuperó su ser, casi perdido para toda cosa de provecho; se alegró de pronto su imaginación, y sus ojos adquirieron esa gozosa mirada de felicidad que puso la poesía en la pupila de Adán, cuando Adán despertó para asistir a la aurora del mundo.

Decididamente el espíritu de aquel mozo había sido hecho para la grandeza. Se asimiló el bosque como se asimilan ciertas personas, sin saberlo, las costumbres y las cosas, el idioma y el estilo del país extranjero que frecuentan; y el frecuente roce con la selva le comunicó a Julián toda su existencia: algo de su poder, mucho de su serenidad y un poco de su fiereza hermosa.

Acabó por amar todo aquello que era suyo. Abismos y vertientes y picachos, merced a sus fantásticas creaciones, se despojaban a veces de su materialidad de cosas y adquirían, según sus sueños, figuras vivientes de personas que lo amaban. Los criados de la finca, que lo vieron nacer y lo querían como a un hijo, constituyeron su hogar, y a vuelta de dos o tres años recordaba   —27→   apenas de una manera vaga, a modo de confusa pesadilla, casi con horror, la ficticia alegría de su pasado.

¡Qué feliz se consideró entonces! Faltábale, no obstante, una persona a quien comunicarle aquella ruda, semibárbara felicidad, y cometió la torpeza de manifestársela en extensa carta a su imprescindible amigo Luis Acosta.

Aquella carta fue su perdición.

Luis había llegado a gozar en la sociedad de los mismos privilegios que gozó de niño en el colegio. Vivía de una cuantiosa pensión que «el maestro» le fijó, sin decirle su procedencia, y vivía bien, gastaba a manos llenas, entrando porque sí, porque le daba la gana, a todas partes, como Pedro por su casa, y tratando a todo el mundo con un desenfado inaudito, como si todo el mundo estuviera obligado a rendirle homenaje a su valor y al grueso bastón con que a veces ayudaba por modo elocuente sus habituales descaros.

Luis le contestó a Julián extensamente y le narró historias y le habló de todas aquellas rencillas y mezquindades de pueblo que él había olvidado. La correspondencia desde aquel momento fue asidua, semanal, indispensable; cuando Luis escribía sobre esta o aquella atrocidad, Julián, indignado, pedía regeneraciones inmediatas, hombres nuevos, cosas imposibles.

Y en aquel ir y venir de informaciones y juicios   —28→   y protestas, acabó por formarse en su alma una prevención sorda y tenaz: no sabía contra quién; pero aquella prevención, que no halló en la selva donde posarse, tomó cuerpo al cabo, y se fijó en una parte de la Humanidad, que no trataba precisamente, cuando, urgido y solicitado por Susana, tuvo que regresar, nada menos que a enterarse del asesinato cometido en la persona de su padre.

Fue un crimen misterioso, extraño, horrible, realizado a la vuelta de una esquina. Nadie vio, nadie supo nada hasta el día siguiente, que se encontró el cadáver tirado sobre el arroyo, y junto a él un bastón roto y un puñal, cuyo mango, de plata oxidada, tenía adherido, como muestra trágica del hecho, un mechón de cabellos ensangrentados.

Primero se habló de un crimen político, después de una venganza, y, por fin, de un «acto pasional», por lo que salieron a relucir sus facultades analíticas todos los Lombrosos, Tardes y Ferés de la gentil ciudad. Todo el mundo habló del crimen como si lo hubiera presenciado, y, sin embargo, el crimen quedó impune.

Dijérase que por uno de esos raros sports de los pueblos poco socorridos de sucesos espeluznantes, quién más quién menos quería ser allí cómplice del asesinato de José Andrés.

El golpe, a pesar de la cólera de león que se traía Julián del bosque, lo anonadó; lo anonadó   —29→   de tal suerte, que no se dio cuenta de que algo más siniestro, si cabe, que la muerte de su padre empezaba a flotar con temblores de deshonra sobre su desolado hogar... ¡Ignoraba todo! No sabía nada, no comprendía, no sospechaba siquiera que la por muchos títulos virtuosa Susana Pinto, la madre queridísima, la viuda infeliz, sufría en silencio unas tan brutales proposiciones amorosas de don Anselmo Espinosa, que tocaban los límites del cinismo.

Aquel hombre impúdico, codicioso, sensual, turbado por las involuntarias voluptuosidades de la viuda, en plena sazón de belleza, aguijoneado, en fin, por un repentino deseo que se le agarró a la sangre, quiso violar el respeto que debía al cercano parentesco; y Susana, temerosa del disgusto que tal relato pudiese ocasionar a su hijo, no se atrevía a decírselo.

Julián presentía, no obstante, algo inexplicable; presintió la lucha, adivinó la catástrofe de lejos, y todo ello fue en él instinto de raza, de aquella raza indómita, vencida, pero no domada, a latigazos en los laberintos mismos de su selva.

Adiestrado ya para el combate, se preparó inconscientemente y se declaró de una vez para siempre aquel carácter impetuoso, vehemente, que no conoció nunca el perdón. Al primer rozamiento del colegio, a aquella injusticia manifiesta se añadió la antipatía anticipada de la gente, y a   —30→   ésta la desgracia de su padre, junto con el presagio de su deshonra.

De ahí que todo mal proceder, cualquiera cosa, nada, le lastimaba la herida, y la herida tuvo siempre una boca abierta, por donde manaba a veces sangre en abundancia.

Ni el tiempo, ni la alegría, ni el amor mismo de Isabel, triunfaron de la rebeldía insólita que se irguió desde entonces en la airada memoria de Julián Hidalgo.




ArribaAbajo- IV -

Para festejar debidamente la entrada del nuevo año se ha embellecido, por espléndida manera, con banderolas, arcos, lazos, gallardetes, juegos de luz e hileras maravillosas de farolillos de mil colores, la Plaza Central de Villabrava.

Aquello está que arde.

La alegría estrecha las distancias y anuncia y despierta en todas las almas idénticas sensaciones de placer, porque aristocracia y pueblo se confunden, se amontonan, se estrujan y desfilan, furiosamente apiñados, bajo una granizada de tropicales notas que impunemente les dispara desde su doble trinchera de atriles la atronadora banda municipal.

El vocerío es extraordinario; los fuegos artificiales no cesan; la muchedumbre crece... Numerosas y respetables familias se autorizan el mágico placer de admirar desde sus asientos, colocados a derecha e izquierda del paseo, aquel compacto desfile; y apuestos, elegantísimos mancebos,   —32→   que con el sombrero ladeado y el bastón empuñado al revés, en señal de distinción, cruzan de punta a punta la revuelta plaza, se arrancan de vez en cuando el supradicho sombrero para saludar heroicamente a las damas que encuentran al paso.

Uno de estos heroicos saludantes es Teodorito Cuevas, más conocido por Teodoro de las Cuevas y del Milagro de la Concha, condiscípulo de Julián ayer, y hoy figurín inmarcesible, terror de casadas y solteras, orgullo de la Plaza y pasmo de la arrebatadora cursilería villabravense quien a fuerza de imitar la flamante indumentaria al «elegante» joven, porque había llegado de París en esos días, acabó por plagiarle definitivamente, no sólo las corbatas, los pantalones, los sombreros y los zapatos de punta afilada y primorosa, y sobre todo esto un idioma especial, exclusivamente de Teodoro, y el cual idioma consistía en intercalar en toda conversación palabras exóticas y mal aprendidas en el trote del boulevard.

Teodoro saluda en este momento a una enmarañada, deliciosísima selva de plumas, sombreros, encajes, cintas e inverosímiles volantes que se destacan en primera fila y que pertenecen a las esposas e hijas respectivas del doctor Pérez Linaza y del general León Tasajo, famosos caballeros éstos por su inquebrantable amistad y por el prodigioso número de muchachas casaderas que ofrecían a la juventud villabravense.

  —33→  

No se concebía en Villabrava a una Pérez Linaza sin una Tasajo al lado, como no era posible ver al general sin su inseparable amigo; de tal suerte que la malicia, tan diestra en averiguar vidas ajenas, principió por saber cosas muy feas entre las señoras y señoritas mencionadas, terminando por colgar otras más feas aún al ardoroso afecto del valiente general y del perínclito doctor Linaza.

Las hijas de Tasajo eran tres; cuatro las de Pérez, distinguiéndose entre éstas la menor de edad, pero la mayor y más robusta de cuerpo. La llamaban Providencia, y era, en efecto, una providencia monstruosa, colosal, abundante de pechos, sobrada de espaldar, rolliza de cintura, con unas caderas tan abultadas y violentas, que, vista por detrás, Providencia parecía una de esas poderosas yeguas normandas, cuyo trote reposado y lento semeja a veces el pensativo andar de una persona.

Y esta yegua, decíamos, esta mujer inconmensurable, amaba; y el amor, no lo creerán ustedes, el amor la había hecho romántica, hasta el punto de producirle los ardores, inquietudes y ansias propias de las grandes pasiones, unos tan architerribles ataques de nervios, que la dejaban desmayada y tonta para muchos días.

El privilegiado mortal causa y objeto de esta fogosa pasión, era Florindo Álvarez, poeta acreditado de pindárico y «protorrayo», no sólo por   —34→   sus robustas estrofas, sino por la extraordinaria delgadez y altura corporales con que el cielo premiara al ennoblecido vate, para completar su fachada de ente original. Pasaba como hombre bueno a los ojos de todo el mundo y era el mozo de más mala índole que había en la población.

Es él quien hace el gasto a la sazón en la enmarañada tertulia, derramando sobre ella las más frescas flores de su numen.

Pero «las niñitas», como las calificaban sus padres, son harto alegres y revoltosas para sostener más de una hora la almibarada conversación del bardo glorioso, y cogen por los cabellos lo primero que pasa, variando así de tema y armando un zipizape por la menor majadería. Todo en aquel ardiente circulito merece un aplauso, una carcajada, un mote, un chillido argentino...

Y a medida que van ocurriendo asuntos dignos de sus vibrantes regocijos, las lenguas de aquellos angelitos no descansan y van soltando chistes a granel, y entreverando frases, y zurciendo epigramas, y narrando cuentos a propósito de tal cual suceso, motivo de escandaloso comentario.

-Pero, ¿tú no sabías nada, criatura? -dijo Providencia.

(Entiéndase por criatura a Florindo.)

¡Qué iba él a saber! Su cabeza era una olla de grillos por aquellos días. Estaba escribiendo un poema para el aniversario poético-musical de la   —35→   Academia, que debía celebrarse próximamente con un certamen despampanante. Enloquecido por los tropos y los consonantes, no se había dado cuenta de lo que pasaba en la casa de don Anselmo, comidilla actual de aquella encantadora reunión.

-¡Un verdadero escándalo, Florindo, un horror! Hubo gritos, protestas y desmayos. Después que el osado Julián se fue, don Anselmo montó en cólera y de la cólera desbordada resultó un torrente de injurias para la esposa «consentidora», para la hija «imbécil», para el mozo «estrafalario». Juana salió, como siempre, en defensa de los novios, y el desbarajuste llegó al colmo. ¡Qué interjecciones más gruesas! ¡Qué ferocidad de ultrajes! No te puedes figurar. ¡Acabó aquel hombre por tirarle una botella a la cabeza!...

-¿A quién?

-¡A su mujer, Florindo, pareces tonto!

A Florindo le pareció imposible aquello. ¡Como él era así, tan cándido!

-¿Imposible? -apuntó, enfurecida, una Tasajo que parecía una flauta- ¿y un día de fiesta que pensábamos hacerle una visita a esa gente tuvimos que volvernos desde la puerta?

-¿Cómo?

-¡Cómo que había un escándalo dentro!

-Sí, es verdad -añadió la mayor de las Pérez Linaza, interrumpiendo a la que tenía la palabra-;   —36→   don Anselmo le gritaba a Juana que era esto y lo otro; Juana decía que se iba a marchar de aquella casa; Isabel se echó a llorar, desesperada...

-Y los sirvientes -terminó Providencia- se asomaron, riéndose, por detrás de los visillos del comedor, para gozar a sus anchas de la pelotera.

-Eso sería una frívola discusión de familia.

-No seas majadero, Florindo. ¿Qué discusión ni qué ocho cuartos? Un desbarajuste. Parecía aquélla una perrera. Mira tú si fue grande el escándalo, que los vecinos salieron a las ventanas. ¡Y eso que el vecindario es aristocrático!...

-Si no hubiera sido en la casa de don Anselmo -concluyó por decir otra-, de seguro que interviene la Policía.

-¡Oh, oh! -exclamó el inocente poeta, que no se atrevía a censurar definitivamente a su ilustre amigo Espinosa, porque te prestaba dinero cuando le hacía falta, cosa que ocurría con frecuencia-. ¡Oh, oh!

Y aquel ¡oh! emitido tan patéticamente que conmovió a la hirviente tertulia, fue precursor de un saludo gloriosísimo, inesperado, estentóreo.

Arturito Canelón, el periodista que con Florindo Álvarez compartía en el país los dictados de «eminente joven», escritor «ígneo» y «criollo luminoso», apareció allí de repente, radiante de felicidad, rebosando satisfacción inmensa.

¡Arturito por allí, Canelón por allá!

  —37→  

-¡Ingrato!

Todas querían hablar a un tiempo.

-¡Perdido!

-¡Qué no se le veía a usted!

-¿Dónde estaba usted metido, hombre de Dios?

-Nos tenía usted muy enfadadas, mucho.

-Si merecía que no lo quisiéramos...

-¡Inconsecuente, inconsecuente!

Hijo natural de un notable hombre público y de una lavandera, que murió, para su dicha, siendo él niño, Arturito Canelón le cayó en gracia a la familia legítima de su padre, y allí obtuvo todo y más de lo que necesitaba: mesa, educación y apellido. Al apellido le agregó la maldad un apodo: el de Longinos ilustrado, porque en una Jerusalén casera, el famoso Arturito representó el triste papel de ciego bíblico, no sólo para darle una lanzada a Jesucristo, sino para darse la satisfacción de pronunciar un discurso antes del hecho. Era el lado débil del flamígero joven. Y no perdía ocasión de demostrarlo en distribuciones de premios, en todas las fiestas benéficas y en todos los actos más o menos públicos que se celebraban con harta frecuencia, casi semanalmente, en Villabrava.

El público, al principio, se rió del aturdido y petulante jovenzuelo; pero éste, adivinando de qué pie cojeaba aquel público reacio, acabó por adularle desde la tribuna con tales y tan deslumbradoras   —38→   frases, con tan patéticos y bizarros ademanes, que la sociedad entera se rindió; la fiera estaba domada. ¿Cómo no? Canelón tenía en cada discurso frases hipnóticas, bellas, épicas delirantes para los poetas, para los periodistas para los sabios, para los pintores y para los héroes de la gentil ciudad.

Una turba de imágenes radiosas fluía siempre de sus labios, y aquellas imágenes tenían el color de las flores de Villabrava, el brillo de su cielo, la frescura de su brisa y el reflejo de su sol. Las mujeres, sobre todo, se volvían locas oyéndolo: oyendo aquellas cosas tan seductoras, tan liliales, tan estupendas, que les decía Canelón. Ya no eran frases, sino sinfonías de frases, aquéllas de sus discursos repujados de «fulgores de ojos negros», de «mejillas tempranas», de «senos ebúrneos», de cabelleras «clásicas», de talles «aéreos»...

Y las damas, temblando de emoción y de placer, agitaban desde sus asientos los pañuelos y los pintados abanicos, sacrificando los quilates más o menos subidos de su emperifollada nobleza en aras de la fraseología estrepitosa de aquel Canelón.

Empingorotado de esta guisa y bañado por la protectora luz que irradia, a veces, la improvisada gente de buen tono, se presentaba el joven Canelón en todo sitio público con aire de conquistador favorecido y luminoso, como podemos   —39→   ver por el recibimiento que acaban de hacerle las Pérez y las Tasajo juntamente.

El radiante joven no salía de su apoteosis, y aceptó con admirable valentía aquel chaparrón de simpáticas injurias, repartiendo, en cambio, sendos aterciopelados, blanquísimos jazmines, que traía ocultos debajo de la levita, entre sus adorables detractoras. Después se acercó a Florindo y le sopló al oído un secreto, del cual secreto pescó parte de la reunión el nombre de Julián Hidalgo.

-¡Hemos oído!... ¡Hemos oído!... -gritaron, aplaudiendo, entusiasmadas de su propia perspicacia, dos de las siete señoritas.

-¡A ver, que se diga! -prorrumpieron las otras-. ¡Que se diga inmediatamente!

-¡Aquí no se permiten secretos!

Canelón, acosado, abrió la boca. Pero al instante se la cerró un formidable disparo, seguido de atronador vocerío, y de un gran estrépito de campanas echadas a vuelo.

El nuevo año, precursor de dichas imaginarias, anunciaba ruidosamente su presencia a los humanos. Por lo cual, las señoritas Pérez Linaza y Tasajo se lanzaron frenéticas sobre sus dos amigos para estrechar contra sus respectivos pechos las manos que ellos, también emocionados, se apresuraron a ofrecerles.

Cuando cesó aquel ruido espantoso, Florindo lanzó al espacio un grito de inspiración intraducible,   —40→   y Arturo lamentó no tener a mano un puñado de cuartillas para pintar con relampagueantes y milagrosas frases, aquella explosión de vítores y abrazos, de besos, de risas «sonoras», de músicas vibrantes y de vibrantes repiques de campana, que, en medio de un tributo de luces de púrpura y de oro, ofrendaba la heroica Villabrava al Bienvenido.




ArribaAbajo- V -

Todo cuanto hablaron y dijeron las alegres y revoltosas susodichas señoritas sobre el villano proceder de Anselmo Espinosa en su casa, absolutamente todo era verdad. Pero el odioso proceder de este energúmeno tenía una explicación: su origen.

Anselmo Espinosa nació brutalmente sobre los trapos podridos de una tienda de inmigrados; de esos inmigrados que llegan a todas partes sucios, andrajosos, maltrechos de cuerpo y de espíritu, pidiendo hospitalidad a veces y a veces trabajo, acabando por llenar de injurias y de hijos el país donde se instalan.

Los padres del muchacho, nacido por casualidad, por sorpresa, en Villabrava, fueron a labrar tierras fecundas, no muy lejos de la ciudad, y a poco andar el tiempo se hicieron dueños de las tierras fecundadas.

Repentinamente murió la mujer, según los vecinos, de una tremenda patada que le dio el hombre   —42→   en plena preñez. Y el hombre, entonces, se instaló con el producto de sus economías, que no eran pocas, en un populoso barrio de la capital. El muchacho, ya crecido, fue al colegio, y el padre al comercio de menudeos y rapiñas: el comercio progresó por modo rápido, y muy pronto fue comercio «al por mayor»; luego, en el corazón de la ciudad, «alto comercio», casa grande, casa de importación y exportación, casa de banca al fin...

Muerto el laborioso y activo señor Espinosa, el afortunado Anselmo, que florecía en los treinta años, quedó dueño de aquella firma respetabilísima, de aquel crédito ilimitado, de aquel verdadero prestigio bursátil, cuyas solas operaciones producían desbarajustes y pánicos continuos en la Bolsa.

Cayó por manera furiosa sobre la banca codiciada y se aventuró en mil negocios de préstamos, hipotecas y contratos, los cuales contratos, hipotecas y préstamos, sin aumentarle el capital poco ni mucho, produjéronle, a vuelta de algunos meses, valiosas influencias entre los gobiernos de Villabrava, a quienes sabía dar dinero oportunamente.

Merced a su oro, a su juventud y a su audacia, llegó a un hermoso reinado de aventuras, de escándalos, de banquetes, de ganancias y pérdidas inverosímiles en los clubs y en las carreras; de líos de mujeres y de desórdenes, que la misma   —43→   posición monetaria cubría de gloria. Y no obstante esa envidiable posición monetaria, Anselmo Espinosa, con su lujo y sus derroches, se mantenía, o lo mantenían distanciado de la sociedad escogida. Franqueaba, sí, algunas puertas y era tolerado a veces en las grandes reuniones; pero en ninguna casa de familia podía decirse que lo aceptaban con verdadero regocijo.

Inútiles fueron sus esfuerzos para mostrarse insinuante, flexible y distinguido: siempre había en él algo del padre burdo, del labrador giboso; algo de su vulgar procedencia de inmigrado.

Aquel cuerpazo, aquella cara redonda y colorada, aquel pelo siempre erizado como el de un jabalí, aquellas manos regordetas y aquellos pies enormes no habían sido hechos para seducir, ni menos para conquistar voluntades en las bizarras lides del salón. Y esto lo sabía él y le ponía fuera de sí, porque su orgullo feroz, su desmentido orgullo de hombre acaudalado y soberbio, no le permitía el rechazo de una sociedad que se consideraba superior a él.

Ese orgullo, es verdad, concluyó por imponerse en los casinos, en la calle, en las altas esferas gubernamentales; pero no logró dominar la arrogancia de ciertas damas de Villabrava que se creían descendientes directas de los más altos soberanos de la tierra. Listo, y sobre listo astuto, no se alejó de ellas. Por el contrario, se acercó aún más a las aludidas damas por todos los caminos   —44→   que encontró fáciles; las halagaba a todas y a todas las defendía cuando los malos nacidos del país las herían con sus habituales inventivas.

Y lo raro del caso era que Espinosa sentía lo que decía. Atormentado por su nacimiento humilde, hubiera dado la mitad de su hacienda en cambio de un nombre sonoro, de un segundo apellido que le diera visos de nobleza. ¡Ah, lo que sufría Espinosa recordando a su padre! Nunca se vio hombre más apenado de su origen ni con más afán de borrar para siempre de su vida el recuerdo de su humilde procedencia.

Se casó con Juana Méndez Hidalgo por despecho, porque las otras no lo aceptaban y porque Juana llevaba al matrimonio, juntamente con sus atractivos, una gran dote. Pero al cabo de un mes, a raíz de la llamada luna de miel, sintió por ella toda la antipatía que un hombre acostumbrado al desenfreno puede sentir por una mujer a quien no amó de soltera.

Por otro lado, la alianza desigual y anómala del atlético banquero y de la mujer rica, pero modesta, retraída siempre y siempre quitada de los ruidos sociales, no podía dar buenos y equitativos resultados: él tenía sus pretensiones de linaje, su obsesión, su deseo de bullir, de ser traído y llevado en reuniones y casinos; su orgullo, que se alzaba cada vez con más brillo sobre la realidad de su pasado, y su gran cruz de caballero, que le concedió un Gobierno débil en   —45→   cambio de un «chanchullo financista». Aquella cruz se le subió a la cabeza y le hizo concebir la esperanza, no, por cierto, muy difícil en aquella tierra, de alcanzar el mejor día el disparatado honor de la cartera de Hacienda.

A estas desaforadas aspiraciones de Espinosa, a quien la gente le había colgado ya un «don» tan campanudo y sonante como el grueso dije de su reloj, opuso su buena esposa una mansedumbre casi evangélica que la hizo mártir, desgraciada y persona inútil en menos de cinco años. Y el hogar de don Anselmo fue lo que debía ser: un infierno; pero de este infierno surgió un ángel: Isabel.

Don Anselmo empieza a actuar de hecho en esta historia a los cuarenta y cinco años. Se conserva aún robusto, fuerte; y sigue viviendo para «el gran mundo», consagrándole su existencia toda entera: sus ideas en los salones y sus alardes de hombre generoso en los bazares de caridad. Opina con arreglo a las opiniones de las personas distinguidas, viste como ellas, imita sus gustos, sus costumbres, sus aburrimientos mismos, sus modales y hasta sus gestos dondequiera que los halla.




ArribaAbajo- VI -

Casi absurdo, pero cierto y con vistas al escándalo, transformado en sensacional noticia periodística, cayó de plano en el Club Criollo el secreto que el esplendoroso Arturito sopló al oído de Florindo Álvarez la noche de Año Nuevo en la Plaza Central.

Y como a las cinco de aquella tarde, que calificó de «delirante» el pindárico poeta, rebosara de socios tertulianos el bullicioso Círculo, voló de labio en labio, sin tropezar siquiera en una duda confortante, el pavoroso secreto.

Julián Hidalgo, el rebelde, el osado, el criminal Julián se atrevía a anunciar, sin la aquiescencia de los sabios de Villabrava, una serie de conferencias que, sobrepujando al socialismo reinante, iban enderezadas a proclamar la anarquía ravacholesca en todas las esferas.

A suceso de tan extraordinaria especie y magnitud correspondía el prejuicio terminante del Club entero. Mas sólo hubo allí, entre los comentaristas   —47→   al uso, un solo grupo patriótico que tomara a pechos y con verdadero calor el espeluznante proyecto. Este grupo, es claro, lo formaban, junto con el indispensable Arturo, el sublime Florindo, el perfumado Teodoro y el eminente Francisquito, prodigio de saber, pozo de ciencia, que empleaba en las conversaciones más corrientes toda la espantosa erudición que extraía de las enciclopedias baratas y de las revistas europeas.

Este insigne Berza no había podido ir a Europa, por más que solicitó un Consulado que le permitiese vivir en París, Londres o Berlín, leyendo a Hegel; pero hablaba de aquellos países como si hubiese nacido en ellos, gracias a las guías, mapas y catálogos que constantemente se hacía mandar por sus amigos.

La gente, sin embargo, acabó por creer en la erudición de Francisco el sabio, y rodando, rodando, aquella fama creció como una bola de nieve, y se llegaron a respetar sus juicios y conceptos como se respetaban los puños de Luis Acosta en todas partes.

Bien es verdad que de las cosas de Berza nadie sacó nada, mientras que de los terribles puños de Luis ofrecían muestras harto ostensibles algunas narices rotas y muchas bocas que cometieron la imprudencia de provocarlos.

Así se explica que en el Círculo, donde acabamos de entrar, se tropiecen ustedes, no ya con los puños, sino con los impúdicos pies de Luis   —48→   Acosta, tendidos sobre una mesa, haciendo alarde, con esta desfachatada postura, de un desprecio sin ejemplo por toda aquella respetable concurrencia de jóvenes distinguidos, que solicitaban y encontraban allí la manera de aburrirse lo más cómodamente posible.

No muy lejos del sitio en que se encuentra Luis tirado a la bartola y haciendo furiosos molinetes con su nudoso garrote de bandido elegante, reñían su habitual partida de ajedrez el doctor Pérez Linaza y el general Tasajo.

Dadas sus excepcionales condiciones de valeroso militar, el perínclito Tasajo no permitía que nadie le interrumpiera con charlas y disputas sus transcendentales combinaciones de tablero; y cuando esto ocurría empezaba a dirigir iracundas miradas a los irrespetuosos charlatanes, acabando éstas por unos tan horribles resoplidos de cólera, que ponían en verdadera consternación a los que, junto a él, se atrevían a levantar una voz más alta que otra.

Las fulgurantes miradas del general caían en el presente instante sobre el corro donde manoteaban, gesticulaban y aullaban más de la cuenta nuestros ya conocidos y mencionados comentaristas.

-Yo creo con Florindo -exclamó Arturo, adoptando actitudes de tribuno para rebatir una opinión científica de Berza-, yo creo que el hecho es irritante, y sobre irritante, antipatriótico.

  —49→  

-Esa es la palabra: antipatriótico -dijo Teodoro Cuevas.

-Sobre todo -añadió el orador, después de una gran pausa-, tratándose de un país que jamás, y por mucho que se diga nunca se repetirá bastante, jamás fue reacio a las irrupciones del progreso y de la civilización.

-Y luego que el tal Julián es un pretencioso.

-Un loco: para mí es un loco -apuntó Florindo-. ¡Cuándo el mismo don Anselmo dice que no tiene la cabeza buena! Él, que es su pariente, sabrá por qué lo dice.

El ilustre Berza hacía en tanto signos negativos; él no estaba conforme ni con las elocuentes frases de Canelón ni con las familiares expresiones de Florindo.

-Julián no es un loco -observó, al cabo de una larga y honda reflexión-. No es un loco en el sentido que generalmente se da a este vocablo en desuso.

-Y ¿qué es entonces?

-Un enfermo.

-¡Llámalo hache!

-No lo llamo hache, Florindo. Lo llamo enfermo, caso clínico; porque lo miro bajo el aspecto científico-moderno: caso patológico, si se me permite. Caso que la Antropología denomina con el nombre de influencia morbífica: resultante de un fenómeno remoto... tal vez genésico...

(Movimiento de asombro de Luis Acosta, que   —50→   empieza a incorporarse en el sillón donde le dejamos tirado a la bartola.)

-Y al decir genésico -continuó el joven sabio- digo herencia de exaltación, histerismo rabioso, que suelen transmitir los padres a los hijos, y que termina en esa ferocidad mental que algunos alienistas célebres estudian sobre el cráneo de los odiadores de impulsión.

Un aristocrático gruñido de Teodoro corroboró por manera decisiva tan profunda afirmación. Y los demás estaban ya con tamaña boca abierta, esperando los nuevos raudales de ciencia que debían brotar de aquellos privilegiados labios, cuando se incorporó del todo, bruscamente, el estrafalario Acosta, y dirigiéndose de un modo irrespetuoso a Berza, le dijo:

-Ya tú no eres un antropólogo, Paquito, sino un antropófago disparatador.

-¡Hombre! -contesta el acometido alienista-, ¡se trata de un caso!

-¿Qué caso ni qué ocho cuartos? Ustedes todo lo embrollan y lo tuercen con sus dislates fisiológicos, o como les llamen. En cuanto un hombre piensa y siente una cosa, y comete la tontería de decirla al público, ya le están aplicando ustedes malos nombres.

-Entendámonos, entendámonos, señor Acosta. No puede haber discusión posible cuando a los dictados de la razón se oponen las divagaciones de la ignorancia. (Berza hablaba sin mirar la   —51→   cara a su interlocutor.) La ciencia clasifica de enfermos a los hombres exaltados. Manouvrier, Spencer y Lapouge lo confirman...

-Mira, Francisco, no me enredes ni me aturdas con tus nombres impronunciables. Yo no creo en ellos ni en «ellas».

-Ellos existen como la luz; ellas son la Biología, el más vasto ramo del saber humano; la Antropología, la Sociología...

-¿Y cómo esas ciencias, o sus propagadores -interrumpió Acosta-, no se han atrevido todavía a declarar enfermo a Jesús, que fue el más osado de los revolucionarios?

Berza le dirige una mirada de lástima al contrincante.

-Porque Jesús era un hombre sano, un hombre pacífico, un hombre...

Y allí empezó Cristo a padecer. Aquella gente, sin darse cuenta, se distanciaba del asunto y se metía en un laberinto de consecuencias y deducciones atrevidas. Siempre ocurría lo mismo: empezaban por flores y acababan por legumbres, como si con esto quisieran confirmar que en aquella tierra fecundísima la flora se daba a dos pasos de la patata.

En consecuencia, Berza disertó largamente a su modo, y Acosta replicó que Jesús no fue sólo demagogo, sino el primer apóstol del anarquismo. Algunos socios, que se habían ido acercando al fragor de la disputa, protestaron; entre ellos,   —52→   con su habitual aristocrático gruñido, Teodoro Cuevas. Luis se volvió furioso y lo llamó «mameluco perfumado».

El perfumado mameluco no se dignó contestar.

Pero Canelón se encaró con el defensor.

-Según esas teorías tuyas, Ravachol, Vaillant y Pallás eran unos santos que llevaban un Jesucristo colgado al pecho.

-No lo llevaban colgado, lo llevaban dentro.

Un escalofrío de espanto recorrió los elegantes corredores del Club, y León Tasajo lanzó su segundo resoplido.

-Ravachol- continuó Acosta- no fue un asesino vulgar que profanaba los cadáveres, como dicen; fue un ser extraordinario, acaso más grande que Jesús: éste predicó el reparto, mientras él lo practicaba arrancando a un cadáver las alhajas para dar de comer a los pobres.

-¡Eso es atroz!

-¡Eso es una barbaridad!

-¡La apología del crimen! -decía Berza, paseando su mirada de sabio por todo el largo del corredor.

La disputa, como se ve, iba tomando giros peligrosos. Florindo Álvarez la detuvo con raro buen acierto, haciendo notar que se iban por los cerros de Úbeda.

-Eso es lo que yo digo -repuso Luis, calmándose-. Estamos aquí hablando de Cristo y   —53→   de Ravachol para discutir a un romántico como Julián Hidalgo, que no tiene nada del primero, ni mucho menos del segundo.

-Pero que hará mucho daño al país con sus doctrinas.

-¿Y cuáles son esas doctrinas? ¿Las conocen ustedes acaso? ¿Saben ustedes las que piensa desarrollar ese mozo en sus conferencias?

-¡Doctrinas anarquistas!

-¡Mentira! ¡Quién haya dicho eso es un embustero y un sinvergüenza! (Luis no se mordía la lengua para decir estas y otras muchas atrocidades.) Julián no es un anarquista, porque no sabe serlo; porque no se atreverá ni siquiera a poner una ni cien bombas de dinamita, que hacen mucha falta en Villabrava... (Nuevos escalofríos en los corredores y entrada solemne de don Anselmo Espinosa.) Y Julián -continuó- no es más que un alucinado, un revolucionario inocente, un visionario romántico. Un abismo lo separa de la realidad. Porque no se puede ni se debe pensar en regeneraciones, ni en rejuvenecimientos, ni en cosas bellas e imposibles en un país como éste, que se lo está llevando el demonio... ¡Moral, política y socialmente hablando!

Con esto, con una fulgurante mirada del general Tasajo y con tal cual término científico de Francisco el sabio, se creyó conjurado el peligro de aquella ardiente polémica, que amenazaba degenerar en escándalo.

  —54→  

Pero no fue así, por desgracia. Faltaba el diluvio.

El diluvio era don Anselmo Espinosa, que, como ya se ha visto, entró de pronto al Club, en el período álgido de la disputa1.

En cuanto él oyó el nombre de Julián Hidalgo le dio un vuelco el corazón: ¡aquel corazón de padre ofendido, que necesitaba, por cualquier medio, desalojarse de su justa corajina!... Mientras hablaban los otros, sus encarnizados ojos le rodaban con pavorosa velocidad dentro de las órbitas, y hacía esfuerzos prodigiosos para no soltar la lengua.

Pero ésta se soltó al fin.

Porque ya se sabe: en tocándole a don Anselmo el registro sociológico, se volvía loco: dejaba de ser banquero para ser tribuno.

Aunque esto no es cosa del otro jueves en Villabrava. Así como los anarquistas, según Luis Acosta, llevan un Cristo dentro, todo villabravense que se estime lleva dentro un Demóstenes. Don Anselmo Espinosa iba a probarlo.

-Peor, peor -exclamó de repente, ahuecando la voz, hinchando las narices, poniendo a contribución todas sus energías de varón adinerado en aquel frenético «peor» que dejó atónito a todo el mundo-. Mucho peor es todo eso que pretende el señor Hidalgo, querido Acosta. Pedir reformas sociales en Villabrava, ¡qué disparate! Implantar aquí las doctrinas de Kropotkine y de Tolstoï.   —55→   (Don Anselmo no conocía más que de oídas a Kropotkine y a Tolstoï; pero allí pudo soltarlos impunemente; a los demás les ocurría otro tanto de lo mismo.) ¡La conquista del pan y la conquista de la sangre! ¡Ah, señores! Yo tiemblo con sólo pensar en el desbarajuste que surgirá de semejantes perturbadoras reformas. ¡El desenfreno a las puertas de la nación!... Volveríamos a los siglos de tinieblas, a los siglos bochornosos, a los siglos lúgubres, a los siglos depravados en que las clases desapoderadas y brutales se codeaban con las clases distinguidas. Ello sería la resultante inmediata de la igualdad... Y ¿qué es la igualdad?

A esta pregunta, que puso en creciente anhelo a los congregados, contestó León Tasajo, no con un resoplido, sino con un grito:

-¡Si por su discurso me comen la reina, le pego a usted un tiro, señor Espinosa!

Pero don Anselmo, a quien no asustaban ni tiros ni cargas de fusilería cuando emprendía la defensa de la sociedad, apenas si se dio por notificado.

-La igualdad, señores, es un crimen. La igualdad es la desmoralización; la igualdad es el desprestigio, el hundimiento, la pesadumbre eterna y el eterno enemigo de la sociedad, sobre todo de la sociedad villabravense, que, por su heráldica, por su historia y por otra multitud de razones, goza del orgullo de su estirpe indiscutible, a pesar   —56→   de los que protestan. Aquí no necesitamos de reformas sociales, ni políticas, ni literarias, ni siquiera materiales. Tenemos carreteras y academias (contando con los dedos), ferrocarriles y ateneos, restaurants y colegios, tiro al blanco y cervecería nacional, hipódromo y Prensa periódica, teatros y matadero alemán, catedrales romanas y tranvías modelos...

¡Quién sabe adónde habría ido a parar la prodigiosa enumeración del caballero entusiasmado si en aquel punto y hora de su discurso no se levantara furioso y vomitando ternos el general Tasajo!

-¡Por usted he perdido la reina, por su discurso de catedrales y tranvías! De los tranvías debía usted tirar -añadió el general, acercándose con no muy buenas intenciones al congresito de protestantes donde se movía Espinosa.

Aquella brusca salida dejó inmóvil, y con los cinco dedos de la mano estirados, al elocuente Demóstenes, que retrocedió un paso ante la actitud de su colérico interruptor.

Hubo un silencio expectante y harto enojoso para todos. Pero don Anselmo, como hombre de grandes resoluciones, recobró el terreno perdido; levantó la mano de los dedos contantes y ¡zas!, se la echó cariñosamente por encima de la espalda al enfurecido ajedrecista.

-¡Qué cosas tiene usted, general!

Los demás contertulios sonrieron asombrados,   —57→   pero satisfechos, del desenlace: sonrió Arturo luminosamente, sonrió por manera poética Florindo; por modo circunspecto Francisco Berza, y hasta el mismo general dejó asomar por entre sus desmayados bigotes unos dientes horribles de largos y amarillos.

Sólo el descarado Luis Acosta soltó una de sus irreverentes carcajadas sobre aquellas hermosas sonrisas de paz y de amistad. Don Anselmo Espinosa le dirigió, a través del abrazo, una mirada preñada de rayos olímpicos.




ArribaAbajo- VII -

Si gran día de regocijo fue aquel para los glosadores y charlatanes del mentidero, horrible día de tristeza fue, en cambio, para la desolada madre de Julián.

Susana no entendía, no quería entender nada de reformas, ni de credos, ni de religiones nuevas. ¿Qué sabía ella de algaradas democráticas, de reivindicaciones populares, de ideales que se titulan bellos, de apostolados que se llaman hermosos? ¿Qué le importaban semejantes propagandas, si jamás siguió a través de la historia de Villabrava el largo, doloroso proceso de sus sociales transformaciones? Ella no era más que una viuda honrada y una madre... «furiosamente» madre.

De aquí que, presa de mortal congoja, loca de dolor, sollozara entre los brazos del descarriado mancebo la sola frase que su insoluble pena le permitía articular:

-¡Hijo, hijo mío! ¡Cuánto me haces sufrir!

  —59→  

Julián, conmovido igualmente y dominado por un momentáneo abatimiento, quedó cabizbajo, silencioso, triste...

Pero no cedió. Retuvo largo rato sobre su pecho la bella y juvenil cabeza de Susana, y luego, inclinándose, le dio un prolongado y tierno beso en la frente.

Ya sabía ella lo que significaba aquel beso; a través de la caricia adivinó la resolución inquebrantable de su hijo, y le dirigió una intensa mirada, llena de lágrimas; en aquel instante veía en él, en su cara abierta y expresiva, hasta en su cicatriz y en su ceño, al indio rebelde y orgulloso que lo engendró.

Contribuyó en no pequeña parte al desasosiego del mozo la lectura de una cariñosa y melancólica carta que le escribió con súplicas de verdadero amor la inconsolable Isabel.

Arpegio de ave herida, abandonada y triste, que solicita el arrullo del compañero ausente: «¡Ven! Si no vienes me muero... ¡He sufrido tanto, me han dicho tantas cosas! ¡No sabes, no puedes saberlo!... ¡Un martirio! Y todo porque dice la gente que si vas o no vas a hablar de cosas santas... Y ¿qué tienen que ver esas cosas con mi cariño, con el tuyo, con nuestro amor, que vale más que todo eso?... Papá dijo a gritos, en el patio, esta mañana, que si tú das esas conferencias se rompe definitivamente el parentesco; dijo más: que si vuelvo a hablar contigo me mata; y si no   —60→   me mata me lleva lejos de Villabrava, muy lejos, donde no sepas de mí, porque él no puede tener un yerno que confiese públicamente sus ideas... ¡Ves tú, Julián, lo que has hecho!»

Aún le faltaba a Julián la última prueba. Y de esta prueba se encargó su imprudente amigo Acosta, quien, sintiéndose mentor, aquel día se levantó más temprano que de costumbre, enderezó los pasos hacia la casa de Susana, y entrándose en ella de rondón, fue sin parar hasta la misma alcoba donde dormía el cuitado un no muy tranquilo sueño de criminal en capilla, y lo despertó a grandes voces, no sin derribar antes una mecedora que encontró al paso y hacer añicos un vaso que tropezó sobre una mesa.

El ruido que hizo, el rayo de luz que se coló vivamente por la puerta de la habitación y los gritos de: «¡Levántate, levántate haragán, que son las ocho de la mañana», fueron bastantes y sobrados para que Julián se sentara de un salto en la cama.

-¿Quién es, quién es? -exclamó, todo asustado, restregándose los ojos con singular encarnizamiento.

-¡Soy yo, hombre, no te asustes!

-Debía figurármelo. ¡Caramba!, y ¿qué te trae por aquí a estas horas? Nada bueno, de seguro. A ver, echa lo que llevas dentro antes que te ahogues.

Las intenciones de Luis no podían ser, aquella   —61→   mañana, mejores ni más santas. Venia a decirle a su amigo que era un grandísimo majadero.

-Sí, un grandísimo majadero. No me mires con esos ojazos de espanto. Cuando me leíste tus cuatro conferencias no me participaste que las ibas a hacer públicas.

-Y ¿para qué las escribí entonces?

-¡Hombre, para ti solo!

-No seas tonto, Luis.

-Por tonto no arreglo yo el mundo como tú. ¿Sabes que eso tiene la mar de gracia?... ¡Arreglar el mundo! Yo no sé dónde demonio has sacado que Villabrava se regenera con palabras y buenos deseos. ¿Qué piensas tú que van a hacer los villabravenses en cuanto les vayas con tus clamores sociológicos? ¿Reírte la gracia? No, chico, no. Te matan, ya lo verás, te matan... Y bien mirado, tienen razón -agregó, adoptando su magnífica actitud de mentor, un si es no es despatarrado-. Si Dios hizo a los villabravenses de esta o de aquella manera, ¿a ti qué te importa? Le vas a decir a Dios: «Ea, amigo, aquí se equivocó usted; no es de ese modo sino del otro, que debe hacerse esto.» Deja a Villabrava que se la lleve el diablo y que se arregle como pueda. ¿Te parece bien la vida así, en constante zozobra, trayendo la intranquilidad a tu hogar y arrancando a diario el llanto a los ojos de tu novia; sufriendo el insulto de los periódicos y el comentario del Club; provocando la risa de la calle y el odio de   —62→   una sociedad que se encoleriza contigo, cuando ni siquiera supo ruborizarse el día que la mano de hierro de un hombre que la conocía mucho la abofeteó despiadadamente? ¿Crees tú que predicando se corrige? ¡Pues crees mal! Villabrava seguirá lo mismo que la hicieron... los que tuvieron el mal gusto de hacerla: con sus calles torcidas como sus conciencias; con sus orgullos estúpidos, con sus dolencias públicas, con sus chismes, con sus infamias, con sus apodos soeces, con sus delitos sin castigo, con sus mismos hombres y con sus mismas vergüenzas. Yo no estoy por las amenazas, sino por el cumplimiento inmediato de esas amenazas. Hechos y no palabras. Cárceles, guillotinas, fusilamientos... Eso es; muchos fusilamientos. Y cuando haga falta, tú ya conoces mi manera de pensar: muchas bombas de dinamita. ¡Fabricar pueblos nuevos sobre montañas de cadáveres y escombros!...

Después de esta incoherente y espantosa parrafada, capaz de poner los pelos de punta al más feroz enemigo de la Humanidad, Luis Acosta se reclinó, se acostó casi a lo largo de la mecedora, tan tranquilo, tan satisfecho, que no parecía el mismo que un momento antes soltara aquel montón de frases estrafalarias, con las cuales creyó él no sólo aturdir sino anonadar de una vez para siempre a su callado amigo.

Pero las dichas estrafalarias frases produjeron en Julián un efecto contrario, afianzándole aún   —63→   más en sus extraviadas ideas de reformador lírico... Para saber hasta qué punto tenía derecho al sacrificio de aquel mozo el pueblo en cuestión, vamos a abrir al lector sus puertas de par en par.




ArribaAbajo- VIII -

Desigual, empinada, locamente retorcida sobre la falda de un cerro, rota a trechos por espontáneos borbotones de fronda, pudiendo apenas sostenerse en los estribos de sus puentes; caldeada por un irritante y eterno sol de verano; sacudida a temporadas por espantosos temblores de tierra; castigada por lluvias torrenciales, por inundaciones inclementes; bullanguera, revolucionaria y engreída, era Villabrava una ciudad original, con puntas y ribetes de pueblo europeo, a pesar de sus calles estrechas y de sus casas rechonchas, llenas de flores y de moho.

El modernismo le suprimió lo mejor de sus primitivas costumbres, para darle, en cambio, muchos otros usos, de esos que la civilización decreta en todas partes.

De aquí que, poseídos de un sagrado, respetabilísimo orgullo, que nadie -que nosotros sepamos- se ha atrevido aún a contrariar, los villabravenses creyeran a pies juntillas que, merced a estos   —65→   adelantos, su capital podía establecer comparaciones de belleza con las más hermosas del mundo, aunque algunos espíritus incrédulos lo negaban sotto voce, como si temiesen ser oídos de ciertos periódicos que elogiaban los méritos de la gloriosa población, como los diarios portugueses a Lisboa: O terror de París.

Esta inexorable opinión robustecíanla con frecuencia los incontables excelsos escritores que esgrimían en ocasiones solemnes sus «bien tajadas» plumas en honor de la patria, unas veces defendiendo su dignidad cuando algún mal nacido la ultrajaba; otras, cuando precisaba festejar con su literatura pirotécnica, uno de los muchos onomásticos de héroes, sabios y artistas ilustres con quienes se enorgullecía la fecunda villa.

A más de estos sabios artistas y héroes muertos, para quienes la palabra, el recitado y la canción de los oradores y los vates inflamables fueron siempre ofrendas pálidas hechas a sus excelsitudes y renombres, tenía la privilegiada república aquel centenar de maravillas que enumeró con sus rubios, aristocráticos dedos don Anselmo Espinosa en el Club Criollo: carreteras y academias, ferrocarriles y ateneos, restaurantes y colegios, tiro al blanco y cerveza nacional, hipódromo y Prensa periódica, catedrales romanas y tranvías modelos.

La mayor parte de estas citadas maravillas -dicho sea sin la punzante ironía que la malicia   —66→   querrá de fijo descubrir en nuestro sencillo lenguaje-, fueron obras de un famoso caudillo a quien llamaban «el tremendo nivelador», y cuya mano vigorosa, al par que progresista, supo construirlas a despecho de los fanáticos, sobre los escombros de una secular hilera de conventos.

Bajo sus cesáreas, pero oportunísimas órdenes, en aquel pueblo habituado al desbarajuste, marcharon siempre temblando y sin chistar, administradores, diputados, jueces, ministros, presidentes y secretarios, cónsules, agentes, alcaides de cárcel, prefectos, gobernadores y hasta comisarios de Policía.

A los jefes levantiscos que se la pasaban dando carreras del club conspirador al monte vecino, para armar revoluciones y comerse las terneras y las gallinas que encontraban al paso, porque no les dejaban la presidencia o cosa así, aquel inexorable reformador los sometió bajo su mano de hierro, y llevó de esta manera la tranquilidad a los pueblos que, distanciados de la capital, vivían con el alma en un hilo, en espera del general recién «alzado».

Ni un solo día dejó de sentirse su poder en Villabrava. Hombre político, sagaz, diplomático, enérgico, activo, gran señor, algo teatral y algo jactancioso en su porte y en sus mismas costumbres, pero conocedor profundo del carácter de la gente que mandaba, era el único jefe capaz de someter y hacer temblar a aquel pueblo pendenciero   —67→   y alborotador, incorregible y medio loco.

Villabrava enaltecida era él; la ciudad, y con la ciudad la nación entera, le pertenecían. Los más pequeños detalles de la vida del país pasaron frecuentemente en notas y apuntes curiosísimos por su despacho presidencial, y como se metía en todo, todo lo cambió; acabó y arrasó con una multitud de cosas feas.

Entre ellas, suprimió unas tradicionales, desaforadas carreras de novillos en la vía pública, que aún echan de menos las damas y caballeros apegados al salvajismo de su época.

Para las dichas famosas carreras, las calles más céntricas se colgaban de cintas, papeles y banderolas; las muchachas se ponían a la ventana, los galanes emocionados pasaban y repasaban sobre fogosos corceles por delante de ellas, dirigiéndoles miradas incendiarias. Luego rompía la orquesta, colocada ad hoc sobre un templete; se disparaban cien cohetes a la vez, se abría el encierro y salía el toro mugiendo...

Los jinetes, que lo esperaban a la salida, corrían en tropel detrás del infeliz; le echaban mano a la cola por medio de un movimiento heroico, al galopar del caballo, y de pronto ¡zas!, desnucaban al novillo frente a la dama de sus pensamientos. Y ésta, satisfecha, orgullosa, entusiasmada por tan épica prueba de valentía y de amor, adornaba y coronaba al medioeval y medio-bruto   —68→   caballero, que salía dando saltos por todo el largo de la calle, entre los furiosos aplausos de la multitud.

Con lo que no pudo acabar el tremendo nivelador fue con las feroces riñas de gallos. Aún subsisten y ejercen en ellas de galleros eminentes muchos altos personajes de la política. Dicho sea esto en honor de la levantisca raza. Porque es hora de advertir que no siempre estaban los villabravenses dispuestos a acatar las órdenes del ilustre dictador.

A veces soplaba el viento de la rebelión y encrespaba el espíritu de la gente moza, que no quería reconocer el origen divino de aquella suprema autoridad. Pero entonces ardía Troya. El «tremendo» se estremecía de furor, enarcaba las cejas, daba una patada formidable, y con un solo grito, con una sola interjección a tiempo, en las cuales interjecciones fue él siempre algo olímpico, ponía término y fin a las más temibles y populacheras desobediencias.

Los que protestaban del grito olímpico iban sin más contemplaciones ni distingos a la cárcel. Y mientras tanto, el encolerizado jefe no perdía minuto, porque así como era violento de carácter, era emprendedor y genial. Sobre una ruina fabricaba un palacio, sobre un basurero levantaba un paseo, sobre el embovedado de un río una avenida. Fundó colegios, bancos, hospitales, universidades... y exterminó al caciquismo.

  —69→  

Así marchó la república villabravense, regenerada en parte, halagada, respetada, prometiendo un gran porvenir a los amantes del verdadero progreso y de la civilización sólida, permanente y bella.

Pero el autor de todo esto, muy superior a su tiempo y a los suyos, harto ya de lidiar con aquel país, de quien otro grande hombre dijo que era ingobernable, y que por ende lo mejor que allí podía hacerse era emigrar, optó por la expatriación voluntaria e indefinida, precisamente cuando el país más necesitado andaba de su dictatorial inteligencia.

Desde aquel punto y hora puede decirse que los villabravenses no resolvieron ningún problema. Y merced a esta inesperada situación, se declaró allí una espantosa enfermedad moral, que los alienistas del espíritu diagnosticaron de «fiebre de libertad desaforada»; fiebre que se agarró a la sangre y produjo los más raros fenómenos de alegría y tristeza a la vez.

Les ocurrió a los hombres de Villabrava, en esta ocasión, lo mismo que a esos muchachos que pasan rápidamente del colegio a la universidad en solicitud de un bachillerato prematuro; el bachillerato se les sube a la cabeza, los emborracha y cometen cada barbaridad que tiembla el misterio.

Unida esta libertad al valor característico del pueblo bravucón, los ánimos se enardecían allí   —70→   con harta frecuencia. Cuando había que elegir, por ejemplo, al presidente de la República, se fundaban periódicos terribles, en los que se propinaban los electores de ambos bandos insultos feroces, zarandeando de paso las respectivas existencias de los candidatos.

El jefe del partido colorado -escribía un periódico azul- es un pillo que robó el año 70 tres millones de duros.

¡Miente! -argüía el contrario- miente tres veces el papel rojo al asentar en su edición de ayer que nuestro esclarecido candidato es un pillo. ¡El pillo es el vuestro, miserables!

Y en empezando, ya se sabe: armábase en Villabrava de tal modo y manera la refriega, que tocaba Dios a juicio. Se lanzaban a la calle hojas inmensas, monumentales, extraordinarias, del color del partido que defendían, con grandes títulos y menudas firmas de vivos y de muertos, de vagabundos y de hombres honrados juntamente. De las redacciones se salía en pandillaje pavoroso, en son de desafío y de combate, pidiendo víctimas, clamando venganza, olfateando sangre. Pero jamás se dio el caso de que llegara la sangre de los exaltados, fuertes y valerosos paladines, a ninguna parte, a pesar del cúmulo de ultrajes que de ambos bandos se dispensaban sus respectivos directores.

Había directores de pasta-flora, a quienes no les agradaba la bullanga, y había otros muy nerviosos,   —71→   dispuestos siempre al duelo a muerte: a espada, al sable, ¡a lo que quiera el adversario! -exclamaban, airados, echando fuego por los ojos-, y por ende venían al punto las tremendas gestiones de honor que para tales casos se ponen en práctica.

Mas lo corriente era arreglar el asunto en pleno arroyo. Donde los endiablados matones se encontraban, allí se saludaban a tiros. Porque los villabravenses, como eran, o son, así, tan valerosos, andan siempre armados hasta los dientes.

A ponerse un revólver sobre los riñones es lo primero que aprenden esos muchachos; y creciditos ya, aunque imberbes, con su arma en el bolsillo trasero del pantalón, se creen unos entes sobrenaturales a quienes Dios envía al mundo para terror de sus semejantes.

De aquí que, hechos hombres, los villabravenses adquieran cierto modo de andar fanfarronesco, tirado el pecho hacia adelante y la cabeza muy alta; el ceño fruncido, la expresión desdeñosa y el mirar descarado, fijo, inquisitorial, casi hostil, como si fueran a pegarle a la persona que miran.

No obstante, era en ocasiones muy buena y muy unida aquella gente. Subía al Poder, verbigracia, uno de los sujetos zarandeados en las elecciones presidenciales, y los mismos terribles bandos políticos que meses antes lo pusieron y se pusieron unos a otros de vuelta y media, olvidaban   —72→   sus agravios, se confundían en fraternal abrazo y salían juntos y felices a pedir gollerías, es decir, ministerios, aduanas, direcciones, arzobispados, secretarías de legación y consulados y agencias especiales, en premio de sus correspondientes méritos y sacrificios.

Y ocurría con frecuencia que los premiados eran, por exigencias de alta política -según la frase usual-, los enemigos y contrarios del que mandaba. Y estos contrarios y enemigos, que en su elección habían puesto todo el odio de sus almas, ponían luego todo su cariño patriótico a los pies del elegido y le formaban escolta y te hacían reverencias y lo mareaban a pedidos y basta se tiraban escaleras abajo si él quería un cigarro, un vaso de agua u otra cosa cualquiera.

Sujeto hubo, allá por las épocas del «tremendo nivelador» de marras, que en perspectiva de un empleo salió loco y trajo la jofaina de un lavabo para satisfacer la sed presidencial; y hubo ministro que, a trueque de ser aplastado por su coche, se salía de él primero que los demás, para tener el honor de abrirle la portezuela antes que lo hiciera el lacayo.

Lo cual no era obstáculo para que si el presidente se caía del sillón gubernamental, por no sentarse en él como Dios mandaba, lo llamasen pícaro y sinvergüenza, a las veinticuatro horas de caído.

En Villabrava, cuando las cuestiones no se arreglaban   —73→   a patatazos, a revoluciones y a tiros, se terminaban por medio de certámenes, medallas, premios y diplomas. De las juergas políticas, motines y carreritas con la Policía por las calles, se pasaba a las serenatas, a las ovaciones y a los vítores con la mayor facilidad.

Un poeta cualquiera, supongamos un poeta frenético, de los muchos que se usan en la gentil ciudad, juraba en clamoroso verso que Villabrava era la patria de:


Los flamantes triunfos legendarios;
la patria bendecida;
la que fue a despertar a los cóndores
en la montaña ungida...

Organizábase al punto una apoteosis despampanante, en la cual apoteosis, después de coronar y amedallar al homérico poeta, otros poetas más o menos «homeros» y esforzados, cogían la ocasión por los cabellos para rendirse a sí mismos tributos de admiración y agradecimiento, en una ristra de décimas pletóricas de «ripios patrios», que dejaban conmovida a la nación por mucho tiempo.

Y esta nación tan sensible a la literatura pirotécnica, apenas si sentía un ligero estremecimiento de horror cuando, al leer sus periódicos, se encontraba con una sarta de crímenes monstruosos, de esos crímenes que, por más que los atenúen   —74→   algunos píos y benévolos antropólogos, representarán a todas horas el verdadero estado psicológico de un país.

Apenaba el desdén, el mismo estilo guasón y casi impúdico que usaba la Prensa para hablar de un «descabezamiento», de una mujer acribillada a tiros, de un hombre cosido a puñaladas, de un estupro bizantino y de un degüello... Eran dignos de estudio los comentarios periodísticos, y sobre todo los títulos que aplicaban a semejantes horrores: «¡Caracoles, carambita, atiza, chico, demonio!» ¡Anda con ese!

Esto que resulta trivial, frívolo y hasta estúpido, es, escudriñado y ahondado, la más dolorosa prueba de la descomposición social de un pueblo entero. ¡Si por algo dijo uno de los pocos autorizados diarios de Villabrava!: «Aquí no hay justicia. Pero aun habiéndola, las leyes son impotentes cuando el corazón de un país está corrompido como el nuestro, ¡corrompido hasta la médula!»

Por otra parte, tenemos ya como cosa averiguada -aunque otra suposición viva y se anide en más de un espíritu intransigente-, que en Villabrava empezaba a luchar la juventud por el triunfo de las reformas que los modernos tiempos exigían.

Tan bien fundada es esta creencia que, por mor de sus levantadas ideas y de sus constantes viajes a Europa, de donde venían hablando un idioma   —75→   delicioso que no había por donde cogerlo de puro babilónico, empezaron a escasear las cívicas revueltas que periódicamente fomentaban los eternos, valerosos e incorregibles enemigos de todo Gobierno que surgía.

Por iniciativa de esa previsora juventud se reformaron algunos edificios deteriorados de antiguo, se construyeron cloacas, quioscos y urinarios públicos; se sembraron árboles en las mejores calles, para el sostenimiento de la higiene descuidada, y entre las muchas cosas buenas que se reformaron allí, la Marina y el Ejército obtuvieron inusitados privilegios.

La Marina recibió un refuerzo de siete «lanchas» cañoneras que eran el terror de los acorazados ingleses, y se nombró almirante de la escuadra a un señor que se mareaba. Se levantaron en los más importantes puertos fortalezas de sacos de arena que, vistas de lejos, infundían pavor al enemigo.

Y se organizó el Ejército de tal modo, que los soldados, capitanes, tenientes coroneles y jefes de más alta graduación, vestían como les daba la gana, improvisando cada quisque su equipo militar como le vino en gana. Y los componentes de un batallón se armaban a la diabla: éstos de puñales, aquéllos de fusiles de chispa, los otros de rémington, y los de más allá de escopeta de caza. En cuanto a limpieza, no había por qué quejarse.

  —76→  

Ya no se levantaban aquellas nubes de polvo que, avanzando en todas direcciones, ponían en libre circulación por las aceras las inmundicias del arroyo, convirtiendo a la Florencia indiana, como llamaban a Villabrava, en un verdadero Tánger criollo. El Municipio trajo mangas de riego y escobas mecánicas de Europa. Los cocheros se vestían de limpio; la Policía, de lujo. Se suprimieron los burros de carga, que eran algo así como un padrón de ignominia para la capital, y con muy buen acierto el gobernador prohibió a las mujeres públicas que anduviesen desgreñadas y en chancletas por los alrededores de la Plaza Central, en las noches de retreta.

En este ramo de la civilización, sobre todo la capital progresó rápidamente. Porque ciertas almas caritativas, de esas que ofician en los altares del amor libre, iniciaron hartas munificentes reformas en toda la línea, a saber: la introducción de diez o doce rozagantes vestales robadas al bullicio del Bowery en Nueva York, y el refuerzo de unas cuantas más, escapadas de los laberintos de Montmartre, que es, en París, el barrio por excelencia para esta clase de conquistas.

Las rozagantes heroínas fueron presentadas en determinados lugares públicos como la flor y nata del elemento perfumado y liviano de las antedichas ciudades.

Desde entonces hubo en Villabrava restaurantes   —77→   de lujo donde se pagaba, según la cara del consumidor, de cincuenta a cien francos por cena. Menudearon los bailes de máscaras en los teatros, las propinas de à louis, las broncas nocturnas y las quiebras inesperadas de algunas casas de comercio.

Relacionados con estos equitativos placeres se podían contar, sobre poco más o menos, quince o veinte sitios de recreo, donde los villabravenses encontraban motivo para holgar. Entre ellos se distinguía, por su democrático concurso, el Club Criollo, que el lector conoce, y el Club Villabrava por lo contrario, es decir, porque en éste sólo entraban los magnates, los linajudos, los seres escogidos, sublimes, divinos e intocables de la nobleza.

Para esa precisamente se fundó el aristocrático circulito, para distanciarse del Círculo Criollo, donde los socios eran, por lo regular, políticos, comerciantes, hacendados, escritores, periodistas, médicos y generales en abundancia.

Bajando unos peldaños más en la escala social, se encontraban los cafés con salones para señoras; en los salones de «hombres solos» la asamblea, es claro, era híbrida, deliciosa, igual a todas horas, igual el barullo de copas, de carcajadas, de rodar de dados de poker, igual las conversaciones, igual todo...

  —78→  

En un grupo de políticos se mataban por si un general tenía o no tenía el bigote a lo Víctor Manuel; y en una reunión de escritores de al lado, los que no se despellejaban se hacían la barba, por no hacerse otra cosa menos digna. ¡Oh!, la nueva generación, decían: un prodigio, una verdadera cosecha de artistas, de pensadores, de vates laureados; un arca de Noé tripulada de genios de toda especie.

Allá más lejos, en tal cual mesa, se hablaba de alfileres de corbata, de perfumes ingleses, de guantes, de calcetines de seda, de pomada húngara, de camisas bordadas, de brillantina, de polvos de arroz y de jaboncillo de uñas. Como ustedes pueden ver, estas conversaciones son tan adorables, tan interesantes y las manejan con tales gestos de elegancia y primor los smart, sportsmen y dandys villabravenses, que nosotros, humildísimos ignorantes en indumentarias y toilettes arrebatadoras, nos resistimos a vaciarlas en las cuartillas, por temor de empalidecer su brillante colorido.

Allí tenían, a su vez, cabida los Cúchares modernos, y era de ver y oír cómo los jóvenes entendidos en achaques de tauromaquia, adoptaban graciosas actitudes de toreros, según el diálogo de arranques, pases, arrastres, quites y verónicas que caía sobre la mesa.

Así como el Café Indiano era el refugio obligado de toda aquella dorada, afeitada y empolvada   —79→   juventud, la Plaza Central fue, por muchos años, el baluarte inexpugnable de todo lo desocupado e inútil de la indolente capital. Y de la misma guisa que fueron arrojadas ignominiosamente las recusadas de la Sociedad, fueron saliendo de allí los sablistas de oficio, los músicos ambulantes, los periodistas inservibles, etc., quedando posesionados de la invicta plaza los políticos influyentes, los banqueros, la falange adinerada2 del comercio que no conocía otro idioma que el del«alza y baja del bacalao», y a quien Luis Acosta bautizó con el apodo de «Mantecaja adinerado»; los escritores, jóvenes aspirantes a cónsules, y los cónsules aspirantes a ministros, algunas criadas de servir de casas ricas y los siete sabios de Villabrava, venerados y venerables sujetos que formaban corro aparte para «deliberar», arreglar el país y cebarse ferozmente en el goce de una charla augusta, patriarcal... y académica.

Había una asociación de padres de familia como las de Madrid; un Jockey-Club como el de Londres; un Bazar de Caridad como el de París; una Noche de moda como en la Habana y un teatro curiosísimo que no tenía rival ni precedente, al cual teatro llamaban Coliseo y no tenía más que una fila de palcos, un piso de butacas y una cosa que sabe Dios por qué apellidaban paraíso; donde el humanísimo rebaño villabravense, en lo mejor y más serio de una representación, dejando   —80→   paso franco a sus instintos, chillaba, silbaba, relinchaba y coceaba indistintamente, para aplaudir o protestar según su leal saber y entender.

Dijérase que en Villabrava el bufante populacho tomaba a empeño vengarse de su triste condición de rebaño pateando desde arriba a la aristocracia pseudo-ilustre que ostentaba en los antepechos de los palcos sus riquezas y sus nombres. Mas, como decía Julián Hidalgo, si la titulada aristocracia villabravense era una aristocracia de guardarropía sin génesis conocido, el populacho era digno del análisis de un sociólogo despiadado.

El Municipio aunaba al pueblo honrado con la plebe descamisada, y apenas si ponía los ojos en los barrios apartados, siempre menesterosos de limpieza.

Porque en cada arrabal había cien cloacas inmundas, y en cada cloaca un hervidero de microbios, y por los culebreantes alrededores de barrio una legión de perros, de perdidas y de granujas pululaban impunemente, de tal suerte, que hubieran asombrado al mismo Zola, si Zola se hubiese atrevido a cruzar por semejante mundo de canalladas, amarillento de vicio, hinchado de alcohol, repleto de carcajadas impúdicas.

Pero estos pormenores de vergüenza y de higiene públicas, ¿qué importan?, si ya hemos registrado,   —81→   para satisfacción del lector, los muchos y hermosos adelantos de la famosa Villa. Además caían allí unos aguaceros tan extraordinarios, tan fenomenales, tan estupendos, que las calles se convertían en ríos, y estos ríos, al arrastrar la basura del arroyo, dijérase que arrastraban también otras basuras impalpables que empezaban a flotar en el espacio.

Había otra clase de basuras, no despreciables ciertamente, en el país; pero de su eficaz y gloriosísimo barrido se encargaban, sin hacer ascos ni melindres, unos activos, laboriosos y aventajados caballeros a quienes pomposamente apellidaban «financistas», ¡ministros de finanzas!

Y este precisamente era uno de los pecados villabravenses, el pecado de calificar con desmesurados epítetos los hombres y las cosas que les pertenecían.

Todo lo miraban a través de poderosos vidrios de aumento. Y así como llamaban con aparatoso lenguaje a las calles más céntricas, bulevares o avenidas, y a las iglesias basílicas, y a los teatros, coliseos, y a los tranvías desvencijados, carros de ferrocarril, y a las casas de cartón pintarrajeadas de blanco, palacios, así también se daban a la triste tarea de calificar a sus hombres más o menos notables de «ilustres», de esclarecidos, egregios, beneméritos, bizarros, etcétera, etc.

Apenas un hombre que no le había hecho mal   —82→   a nadie subía a la presidencia, ya los terribles villabravenses empezaban a ponerle motes: «el amado de los pueblos», el «invicto», el «genio de la política», el «padre de sus comilitones», y le abrumaban a títulos, a condecoraciones, a honores y a padrinazgos impíos.

Y para que todo fuera completo y la balanza no pesara de un lado más que de otro, cuando alguno de esos egregios, beneméritos, esclarecidos, ilustres e insignes y privilegiados seres cometía un desliz o una falta leve, o se equivocaba en política, o en literatura, o no estaba de acuerdo con la comunidad, la más grave falta que podía cometer un villabravés rebelde, ¡santo Dios!, ¡qué algarabía! ¡Con que usted se permite disentir!... Pues no faltaba más. Y es usted clarividente, es usted providencial; ¿es usted genio sibilítico?

Y era tal y tan menuda la tempestad de apóstrofes y protestas que le caían sobre la cabeza al desgraciado, que ya tenía para encomendarse a todos los santos del cielo, porque los mismos que el día anterior le dispensaron alabanzas a destajo, a destajo también le prodigaban luego los más feroces insultos.

No podían negar los villabravenses que surgían de una tierra caliente, volcánica, donde la sangre siempre estaba en ebullición, el espíritu siempre inflamado y la lengua pronta a todas las hipérboles y a todos los dicterios.

  —83→  

Finalmente, y sin incurrir en falta de ponderativo abultamiento, puede asegurarse de una vez por todas que en Villabrava la gente se dedicaba al cultivo de la política, de las letras, de la abogacía y del generalazgo, con el mismo ardor y patriotismo que en otros países menos prácticos al de la remolacha y otros frutos más vulgares.

Allí no se hacían máquinas, pero se fabricaban doctores en un año; no había quien barriese las calles, pero sí quien barriese, como se ha visto, las arcas nacionales; no había una escuela militar, pero se encontraban los militares en las calles por turbas, como los perros en Constantinopla. De tal suerte es verdad todo lo escrito, que a este respecto podía elaborarse una muy curiosa estadística en los 100.000 habitantes que tiene Villabrava; porque había muchos centenares de políticos transformistas, muchos poetas «arrendajos», muchas eminencias de papel de estraza, y sobre todo muchos generales napoleónicos. De éstos había que decir como de las armas de Roldán: ¡Nadie las mueva! Pero donde había que ver a los villabravenses era en París... Ya encontrarán ustedes a algunos de nuestros personajes en la capital del mundo civilizado, magníficos, estupendos, milagrosos, dignos de la epopeya, únicos en su especie y en su historia, todos smarts, todos lyones, todos dandys, todos sportsmen, estetas, decadentes, rubios, arrebatadores,   —84→   haciendo de aristócratas y de fatuos, y provocando la sonrisa irónica de las mujeres cuando éstas los veían pasar, chupándose, por único alimento intelectual, el puño de sus bastones a la moda.




ArribaAbajo- IX -

En un viejo y vasto local que, a pesar de ser vasto y viejo, resultó estrecho para la gente que acudió, curiosa de lo que allí iba a decirse, decidió al fin Julián Hidalgo celebrar su primera conferencia.

Componíase el mueblaje de un centenar de sillas para los asistentes y de una mesa, colocada a cierta altura en el fondo del salón, para el conferenciante.

Los rezagados no encontraron asiento, y más de cincuenta personas quedaron en pie, obstruyendo las puertas. Hasta las señoritas Pérez Linaza y la generala Tasajo, que andaban siempre buscando dónde había escándalos, para tener oportunidad de desmayarse, solicitaron entrar, y no les fue posible satisfacer su deseo.

Y excepción hecha de don Anselmo Espinosa, a quien un violento ataque de bilis postró en cama, honraban con su presencia el acto todos nuestros más conocidos personajes, a saber: Florindo   —86→   Álvarez, en calidad de poeta épico; Arturo Canelón, con su carácter de periodista, orador y revistero luminoso; el general León Tasajo, acompañado de tres militares más; Jorge de la Cueva, cuyo traje arrebatador anonadaba al concurso; Francisco Berza, como monopolizador de la sabiduría, y Luis Acosta, que fue a sentarse muy cerca de la mesa, en el fondo del salón.

Mientras, para matar el tiempo, los mencionados caballeros entablaban de silla a silla diálogos vivísimos, y algunos graciosos -que nunca faltaban en esas reuniones-, empezaron a dar muestras de mal reprimida impaciencia, golpeando las sillas con los bastones.

En este caldeado momento entró Julián Hidalgo, y a su entrada sucedió un silencio repentino, luego un murmullo indefinible, casi hostil.

Sin los aparatosos exordios que usan los oradores castelarinos para decir cuatro majaderías en un discurso de mil páginas, el joven conferenciante, después de un reposado «Señores», que vibró en sus labios como promesa de algo nuevo, entró con inesperada valentía por caminos no trillados, y así como repartió elogios señaló defectos, esbozó horizontes, nutrió de citas su doctrina, y puesta a censurar, su crítica sangró al contacto de la realidad y fue cruel, pesimista, despiadada, no hallando medio más eficaz para extirpar tantos males arraigados en su patria, que algo así como una terrible, gigantesca segadora, que cortando a   —87→   través de los extensos campos villabravenses, preparase sobre el lecho rasurado los gérmenes sedientos de aire y de luz de una nueva vegetación.

Mas como no queremos ser cómplices de tan descabellada pretensión, dejamos al audaz conferenciante toda la responsabilidad de sus ideas, cediéndole en absoluto la palabra.




ArribaAbajo- X -

Habla Julián Hidalgo:

-Lo que yo voy a decir, bien o mal dicho, está en la conciencia de todos vosotros. Todo es vuestro; todo me lo dais hecho: ideas e impresiones, sofismas y verdades, frases dolorosas y coléricas protestas... Alma, vida, corazón y nervios que se os escapan de los labios a todas horas y en todas partes; palabras y comentarios que se oyen igualmente en los alfombrados salones del poderoso y en los desolados cuartuchos del pobre; en los revueltos pasillos de los teatros y en las hirvientes reuniones del café; en los despachos y en las redacciones donde ponéis vehemencias y corajes que no os atrevéis luego a verter con la misma fe y con el mismo vigor sobre un puñado de cuartillas.

No es raro ni nuevo vuestro caso.

«La Verdad» en familia, la verdad entre amigos; la verdad envilecida por el montón anónimo o vulgarizada por la muchedumbre en cuadrilla   —89→   grande, como si necesitara de muchos valedores juntos para ser creída, no levantará jamás rumores de indignación ni de protesta. Es irresponsable y es impune.

Pero la verdad, proclamada en nombre de eternos y sagrados derechos en un periódico, os asusta; y la verdad austera, valerosa, pujante, inexorable, de pie, en la tribuna, «saliendo del espíritu humano rápida y segura, como el proyectil de la entrada del cañón», os espanta.

No la queréis íntegra, sino a retazos; no la queréis sobria, sino con perplejidades y tanteos de frases lisonjeras; no la queréis desnuda, hermosa, inmutable, como es ella, sino disfrazada, diluida en los convencionalismos sociales.

Por eso la practicáis a diario en la tertulia sin consecuencias, lamentando con monjiles aspavientos nuestro espantoso estado sociológico. ¡Moralidad de cascarilla y de buen tono, pero moralidad incapaz de una abnegación ni de un sacrificio a tiempo! ¡Pactar, transigir, cerrar los ojos, hablar mucho y no hacer nada: ese es vuestro lema!

Faltaba en Villabrava un hombre osado que repitiera en público lo que vosotros comentáis en privado. Yo sé que esto os indigna: no importa. Así como toda religión tuvo sus mártires, toda revolución debe tener sus víctimas. Yo sé que al repetirlo en el mismo desenfadado lenguaje que vosotros usáis, gozando de inaudita inmunidad,   —90→   caeré abrumado por vuestra intolerancia. Sabré caer como el titán de la fábula que cantó el poeta: «estremeciendo al mundo con el estrépito de mi caída».

En consecuencia, vengo a deciros: Señores: Villabrava ofrece hoy a los ojos del mundo el espectáculo más doloroso de los tiempos presentes. Villabrava es un pueblo enfermo, y la enfermedad es tan cruel, tan impenitente, tan tenaz, que está pidiendo el experimento y el diagnóstico inmediatos de los más despiadados alienistas del espíritu.

El mal tuvo su génesis allá en las brumosas lejanías de un gran crimen. Naciendo del pecado, natural era que a su desarrollo se incluyeran otros muchos para dar una sombría y desconsoladora resultante.

Y así fue. La Naturaleza contribuyó a su engrandecimiento agregando sus disturbios; la incuria propagó la infección; el vicio dejó caer su gota de virus; la maldad, su grano de odio; la ambición vino y clavó sus dientes; la envidia, sus garras; los hombres políticos pusieron sus enconos; los engreimientos de clase, sus injusticias irritantes; el fanatismo, sus sombras; la miseria, su dolor; el dolor, sus lágrimas; la infamia, sus calumnias; el alcohol, su veneno, y hasta el aire mismo que se respira su anarquía.

¡Ah!, sí; el mal viene de atrás, de muy atrás,   —91→   de la Historia arriba, y vosotros conocéis la Historia.

¡Villabrava era colonia!...

Perezosa, letárgica, entregada a la holganza en medio de una fonda gigantesca; gozando del amor al arrullo de los pájaros, al olfateo casi lujurioso de sus flores; sesteando a la hora en que la tierra, encendida por el sol, fluía de sus entrañas hálitos de caliente bochorno; extática ante la quimera azul de un cielo siempre limpio, o aletargada siempre por el fuego de los trópicos; Villabrava revelaba a todas horas la honda y profundísima tristeza de las «razas vencidas». Colonia sin aspiraciones, sin entusiasmos, sin fe; colonia olvidada de la alegría universal, humillada por la opresión, injuriada por tres siglos de látigo... Eso era Villabrava.

Unos cuantos hombres que la Historia llama «patricios», avergonzados entonces de tanta mengua, se lanzaron a la guerra, colgaron a la cola de sus caballos la victoria y firmaron con la punta de sus espadas tinta en sangre la libertad villabravense.

Y la libertad, que debió ser origen de bienes incalculables, de orden, de paz, de igualdad, de liberalismo y democracia, empezó a trocarse a lo mejor en inesperado desorden.

¡Mudanzas singulares de los tiempos! A poco andar aquellos mismos iniciadores de la cruzada redentora hicieron traición a su historia y opusieron   —92→   a las rehabilitaciones del pueblo la vanidad insensata de las clases.

De aquella raza híbrida, terriblemente amasada con lágrimas y sangre de aventureros y de indios resultó, a partir de aquel funesto día, una sociedad risible y deliciosamente dividida en castas; una sociedad sin génesis bien esclarecido, que tuvo, como las sociedades europeas, su aristocracia, su clase media y su plebe.

La primera, más anémica y por ende menos copiosa que la abundante clase media, engendró seres degenerados y enclenques, los cuales seres, creyendo a pie juntillas en su alcurniada descendencia, se proclamaron de la noche a la mañana raíces, ramas, flores y capullos de aquellos árboles egregios que fueron orgullo genealógico del pueblo que por casualidad hizo nido en las montañas de la engreída Villabrava.

Insoportables, frívolos, inútiles hasta dejarlo de sobra, no sabiendo siquiera lucir su frac y su apellido en los saraos, los nobles improvisados, a pesar de sus parentescos y enlaces con el primer monteje adinerado del país, siguieron juzgándose de origen divino, milagros de la merced celeste, concepciones supremas del rancio feudalismo.

Allá en las inconscientes profundidades de la candidez villabravense latió la idea equívoca y maleante de la tradición.

Por eso, por arrancar de aquellas lejanías,   —93→   se aceptó la farsa como artículo de fe, y echó, por desgracia, hondas raíces en la conciencia nacional.

Con todos los vicios, pero con ninguna de sus virtudes, la clase recusada se crió ferozmente entre un remolino de pasiones y partidos: la prole fue fecunda, heterogénea, mestiza, fatal... Temeraria, indómita y perversa, a causa de las humillaciones recibidas, quiso que la pseudo-aristocracia bajase hasta ella, pretendiendo por descabellada manera que la promiscuidad abajo y no el enlace arriba, en la cima, eran la noción más humana y más lógica de la quimera que los hombres llaman igualdad.

De ahí vienen todas nuestras grandes desgracias.

Jamás se ha visto en parte alguna rencor más reconcentrado y perdurable que el rencor que existe en Villabrava de clase a clase. ¡La democracia es mentira; la fraternidad, mentira; mentira el patriotismo, mentira! La única verdad es el rencor: el rencor disimulado y sonriente que se tropieza a todas horas a través de las demostraciones del cariño falso.

Y así es como yernos y suegros, y primos y cuñados, y hermanos y sobrinos, y todo lo que es parentesco de familia y cruzamientos sagrados de amistad, todo está a merced de ese rencor y de esa farsa.

En el vértigo de nuestra existencia compleja y   —94→   trabajosa, en lucha fiera con instintos, con ambiciones y con clases, nos parecemos a los náufragos que en esos grandes siniestros marítimos olvidan lo que fue un momento antes galantería, distinción y cultura, para reñir en el fondo del mar su derecho de vivir.

Así como suben a la superficie esos náufragos con las manos «llenas de sangre y de lodo», así también acabaremos nosotros por subir con nuestros furores y nuestros resentimientos escondidos en lo más recóndito del alma.

El destino se ha encargado de hacer lo demás. Rota la ley, violado el respeto, entronizada la impudicia, irritada la envidia, perdida la consideración social, prostituido el sentimiento, humillados los caracteres, entendiendo la civilización por el descaro del arroyo y el progreso por el aspecto exterior de las ciudades, Villabrava es un pueblo perdido para «el ideal».

La enfermedad, ya lo veis, es intensa; enfermedad de influencia trágica, de hondos y devastadores contagios. La enfermedad es moral, material e intelectual; porque el cuerpo humano en Villabrava carece de alimento, el espíritu de alegría y la conciencia pública de articulaciones.

El mal existe -aunque no lo crean los optimistas voceadores de nuestra civilización-, existe y «toca a las entrañas de la Patria, desgarrándolas», existe arriba, abajo, en todas partes: en   —95→   el suelo, en la atmósfera, en la masa de la sangre villabravense.

Cuando se la esperaba erguida y magnífica, con la frente alta, con los ojos llenos de fulgores de triunfo, ávida de conquistas nobles en la Ciencia, en el Arte y en la Industria; útil y vigorosa en el trabajo, sublime en el deber, abnegada en el derecho, insólita en el honor, la encuentra uno abajo, en el abismo, hundiéndose hasta las rodillas en el fango; mezclada, confundida, hecha montón juntamente con los otros, con sus mismos odios, con iguales mezquindades, con sus idénticos y torpes procederes.

Esa clase media que ha podido salvarse, que ha podido vencer, que pudo regenerar el país, no tiene ni tendrá jamás perdón en la historia de su época.

En vez de luchar varonilmente «contra los vicios y la corrupción de su tiempo», ha utilizado ambas cosas en beneficio suyo.

¡Otra sería Villabrava si la clase media hubiera querido!

Menesterosa de orden, necesitada de consejos, sedienta de justicia, horrorizada por las turbulencias políticas y espantada de su triste estado social, esta pobre tierra apenas si pedía un esfuerzo, un solo esfuerzo impulsor de su renacimiento.

Pero, no, señores; la clase media no quería: ¡qué iba a querer! Si médicos y abogados, artistas   —96→   y literatos, banqueros y negociantes, jóvenes holgazanes y viejos achacosos, industriales y artesanos, todos sin excepción casi y casi todos sin derechos justificables, han abandonado profesiones, han hollado amistades, han violado deberes, han pateado hasta lo más santo para entrar tumultuosa y desaforadamente en el desorden político; para meter los brazos hasta el hombro en las arcas nacionales; para pelearse como lobos a la vista de la presa de un cargo público cualquiera.

Así vemos cómo por una posición efímera corre el escándalo por el camino de la envidia; y se ensartan enredos, y se zurcen chismes en las altas esferas del Gobierno; y se fabrican anécdotas sobre reputaciones inholladas, y es negocio lucrativo el denuncio falso; y se atrinchera la infamia en los reductos inexpugnables del anónimo; y se traiciona al amigo y se asesina al compañero, y hace la emulación oficio de calumnia criminal; y para solaz de la opinión bastardeada, a título de venganza política, venciendo todo escrúpulo, va la imputación alevosa a sorprender la tranquilidad de los hogares: lo único inviolable, sagrado, aun en las más atrasadas naciones del globo...

Allá, en medio del horrible naufragio, resueltas a no dejar en el furioso oleaje la pureza de sus almas, formando un mundo aparte de silencio, de selección y de honor, luchan todavía heroicas,   —97→   denodadas, nuestras madres, nuestras esposas, nuestras hijas. ¡Quién sabe la suerte que mañana las espera! Cuando ese mundo bueno, amurallado de virtudes, acabe de ser violado, Villabrava habrá perdido su único pudor y su última dignidad...

A un cuadro tan sombrío como el que acabo de trazar corresponde, sin duda, una protesta solemne de parte vuestra. Ya os lo he dicho: me tiene sin cuidado vuestro enojo. Bien sabe Dios cuán duro oficio es éste de predicar la verdad a los que no quieren oírla; y bien sé yo cuán mala y recia de sufrir es ella si lleva trazas de intolerante y ruda; pero no he traído yo aquí la adulación, sino la obligación: obligación que se ha considerado lícita en todas las edades y a todos los profundos analizadores de la Humanidad, cuando de males hondos y dolorosos se trata. Si en vez de conferenciante fuera yo novelista, sería como Balzac, cruel con la sociedad de su época; como Flaubert severo con las costumbres de su época; como Tolstoï, pesimista y despiadado con las arbitrariedades de su época; como Zola, censor viril y en cierto modo sublime transformador gigante de su época; y si fuera hombre de acción, francamente, señores, sería inexorable como lo fue aquel hombre a cuya expatriación, nunca bien sentida, contribuimos los jóvenes con nuestra retórica estrafalaria, con nuestros alborotos y con nuestra demagogia infantil, juzgándonos salvadores   —98→   de todo un pueblo, cuando éramos sencilla, mente cómplices de un gran crimen.

(No se necesitó más para el escándalo. ¿Para qué se necesitaba más?)




ArribaAbajo- XI -

La sala entera, como sacudida por una descarga eléctrica, estalló en formidable protesta de patriotismo agudo.

Y era lógico. Hallándose allí reunidos los más nobles y bizarros valedores de los fueros nacionales, aquella protesta se formuló en nombre de sus santísimos principios y por manera enérgica, es decir, por medio de golpes de bastón sobre las sillas, y por el más elocuente aún del insulto y del chillido. -¡Ha ultrajado a la Historia! -vociferaban, estremecidos de irresistible pujanza. -¡La sociedad pide reparo inmediato! -¡Matemos al infame! -¡Es un miserable! -¡Un impío! -¡Sacrilegio! -¡Bribón! -¡Canalla!...

Y se alzaban puños amenazadores y crispados, y había bocas llenas de espuma, y en cada uno de los calificativos enderezados al audaz detractor ponían los vengadores de la patria una cantidad tal de impudicias, tal cúmulo de desvergüenzas, juramentos... y cebollas, que había para   —100→   salir corriendo con los oídos tapados. ¡Dijéranse las Furias del Olimpo desencadenadas y metidas a villabravenses... belicosos! Porque ya se sabe, cuando los dioses querían castigar a un mal nacido, desencadenaban sobre él las Furias inexorables; y éstas, a fuerza de chillidos y juramentos, sembraban el espanto en el corazón del impío y lo precipitaban luego de cabeza por un abismo insondable.

Así se explica que los villabravenses de procedencia casi mitológica y divina, parientes del dios del rayo y hermanos del dios de la guerra, valerosos y sublimes guardianes de aquella sociedad que se juzgaba propietaria de la merced celeste, no se contentaran esa tarde con jurar y «repartir» desvergüenzas, sino en poner en práctica el bárbaro proceder de sus ascendientes, tirando a Julián Hidalgo de cabeza por la tribuna abajo.

Para el caso había allí dioses de la talla de Arturo Canción, que hacia de Mercurio; de Francisco Berza, representante de Minerva; de Teodoro Cuevas, que pretendiendo ser Plutón, resultó Véspero, lucero de la tarde; un Véspero francés de polainas, corbata azul y gardenia en el ojal de la jaquette.

Al general León Tasajo le venía de perlas el papel de Júpiter Tonante; pero Júpiter desapareció, ¡oh mengua del militarismo villabravense!, al empezar la refriega.

  —101→  

Entre tantos dioses mayores, amén de los secundarios que formaban montonera, no podía faltar el rubio Apolo, y Florindo Álvarez hizo sus veces.

Pero este Apolo furioso dijo cosas tan brutales y de tal modo las dijo, que se oyeron perfectamente en la calle, dando lugar a que muchos transeúntes, ajenos al suceso, se detuvieran a la puerta del local y tomaran parte en el escándalo.

Excitada por este súbito refuerzo, aquella denodada juventud sintió circular por sus venas la hirviente sangre de los héroes, próceres y mártires de su gloriosa independencia, y se preparó a cobrar de una vez la afrenta recibida.

Los revólveres, dagas, estoques, puñales y otros alfileres de muerte que completan y resumen a todo villabravense de coraje, salieron de sus respectivas bolsas, vainas, fundas y bolsillos, convirtiendo el salón en un verdadero parque «criollo», cuyo número de instrumentos cortantes y explosivos contribuyeron a encender en todos los pechos el ardor de que ya estaban poseídos. Quién más, quién menos, respiró allí exterminio y mostró trémula y vibrátil la nariz al olfateo casi voluptuoso de la sangre que se iba a derramar.

Julián Hidalgo no tenía por qué hacerse ilusiones; su muerte estaba decretada.

En vano apareció sereno queriendo crecerse   —102→   ante el peligro; en vano Luis Acosta hacia furiosos molinetes con aquel terrible y nudoso garrote tan conocido en Villabrava por las palizas que oportunamente administró; en vano unos cuantos amigos generosos protegían con sus débiles cuerpos al insolente mozo. No había nadie capaz de detener el empuje de los intrépidos vengadores de la patria.

Pero estábale reservado a un señor menos patriota, y por ende más práctico que todos aquellos señores, poner cese al alboroto. Y fue él Juan Coriolano, el coronel Coriolano Bravo, jefe de la furiosa cuanto calumniada Policía villabravense, quien los metió en cintura. Detrás de la Policía venía Júpiter, es decir, León Tasajo, que, no pudiendo disponer del rayo, dispuso de sus piernas al comienzo del motín, como hemos visto, aunque con el plausible y magnánimo propósito de evitar un conflicto, dicho sea en su honor de militar, que nuestra ligereza le había regateado.

Ni el primer Coriolano produjo entre sus asustados conciudadanos el efecto que este otro Coriolano tropical a la puerta del hirviente salón.

No venía al frente de un ejército invasor, pero sí a la cabeza de un piquete de gendarmes de muy mala catadura. Por lo cual se explica que a la algarabía de un minuto antes sucediera allí de repente uno de esos súbitos, profundos e inverosímiles   —103→   silencios que las reuniones de hombres heroicos adoptan para dar pruebas inequívocas de su presencia de ánimo.

No obstante esta actitud, digna de consideración y de respeto, el coronel, que tenía ojos de lince, vio cómo algunos muchachos azorados se guardaban en los bolsillos precipitadamente las armas «mortíferas» de marras, y quitándose de ruidos, dando una formidable arremetida, cogió por el cuello al primer patriotero, y le gritó:

-¡Marche pa lante!

-¡Pa lante, pa lante! -repitieron los oficiales, superando a su jefe y atropellando a todo patriota que encontraban.

-«Pa lante» le he dicho, amigo. ¿Usted no entiende lo que es «pa lante»? -y se cimbraban, haciendo vibrar en sus manos la justiciera maceta que portaban, símbolo de su tremenda e inflexible autoridad.

Los villabravenses sí entendían aquel elocuentísimo «pa lante», aquel delicioso idioma de su no menos deliciosa Policía; pero como eran tan valientes, tan capaces de resistencias hazañosas, semejantes a las muchas que habían cometido sus padres en muchos gloriosos campos de batalla, se arremolinaban aquí, se detenían más allá, e iban saliendo poco a poco, amontonándose en la puerta, no sin lanzar centelleantes miradas de odio y de venganza a los miserables que, sin respeto   —104→   alguno a sus nombres y prosapias, los empujaban de aquella suerte.

Y prueba de esto fue que, ya en la calle, cuando vieron que Julián, protegido por el coronel y sus «esbirros», entraba en un coche y partía a escape, volvió el indómito coraje a sus inflamados pechos, por lo cual partieron también, frenéticos, detrás del vehículo, gritando:

-¡Para! ¡Para, sinvergüenza, para! Pero el «sinvergüenza» no paró; los caballos iban como desbocados; el auriga sonaba y repiqueteaba terriblemente la fusta; el coche desaparecía entre una nube de polvo, y los belicosos perseguidores, irritados por no haber podido «beberse» la sangre de aquel rebelde, lanzaron unas cuantas piedras, acompañadas de otros cuantos tiros, sobre el coche escapado. Al oír los disparos, los gritos y las amenazas, en medio de aquella desatentada carrera, la gente corría despavorida. Se cerraron con estrépito algunas tiendas de comercio, y un señor que no las tenía todas consigo entró, pálido y sin sombrero, a una casa de familia, pidiendo que lo escondieran en cualquier sitio, porque acababa de entrar a la ciudad el general Comején, con su ejército de lanceros. (Un general muy tremendo que andaba por aquellos días con sus bravos de a caballo por las afueras de la población, lanceando y degollando terneras, porque le habían quitado el ministerio de la Guerra.)

  —105→  

Huelga decir que la villa entera, ignorando lo que en realidad ocurría, estuvo rezando y poniéndole velas a la virgen de los Desamparados, en espera de la entrada de Comején; hasta que El Temporal, periódico de gran circulación, volvió la calina a las sobresaltadas familias, narrando el suceso con todos sus pelos y señales, no sin elogiar de paso el acto heroico y «sin segundo» realizado por la juventud. ¡Hermosa, noble y hazañosa proeza! -añadía el periódico que en su página más bella había de registrar mañana la historia de este pueblo, ungido para las magnas luchas.

No le fue en zaga a El Temporal el periódico tenido en la localidad por moderado: El Augusto, donde colaboraban Álvarez, Berza y Canelón. Después de un valiente artículo de fondo, redactado por el mismo director, venía un «rondel» de Florindo Álvarez, titulado: ¡Maldito seas!, al que servía de epígrafe el último verso del famoso soneto «A Voltaire», de Núñez de Arce; luego seguía un estudio antropológico de Berza, y, por último, un ¡Epopéyico! de Canelón, donde se hablaba de proezas de luchadores medievales y otras archipujantes tonterías, todo ello enderezado a condenar la conferencia de Hidalgo. Y no contento Arturo con este desahogo metafórico, saliéndose de sus casillas y tal vez mal aconsejado por Florindo, que era de los que tiraban la piedra y escondían la mano, fue y «se metió» con   —106→   Luis Acosta, dispensándole una sangrienta alusión a propósito de su «valiente actitud».

Esta imprudencia del luminoso articulista dio más tarde motivo a muy inesperados y trágicos acontecimientos.




ArribaAbajo- XII -

Mientras se desarrollaban estos y otros menudos sucesos en la noble y destartalada villa, Julián Hidalgo, en vez de salir a la calle resuelto a romperse el bautismo con el primero que encontrara -como era de suponerse, dado su temperamento borrascoso-, decidió encerrarse, sepultarse entre las cuatro paredes de su cuarto.

Fue la única vez que procedió con acierto aquel mozo falto de juicio, aunque sobrado de buenas intenciones.

Alrededor de su silencio voceó la ignorancia lo único que la ignorancia sabe vocear: injurias. Él creía oírlas, a veces, desde la altura de su cuarto, suspendido como un palomar sobre los anchos corredores de la casa, que dominaba todo el Norte de la ciudad.

Entonces se asomaba al balcón y tendía la mirada colérica sobre aquel enmarañamiento de tejados sucios y azoteas mohosas, y calles estrechas que se retorcían locamente sobre la falda de   —108→   la montaña. Los lejanos rumores de muchedumbre que el viento le traía a ratos se le antojaban amenazas, protestas, rugidos de la encanallada población, y acababa por exasperarse y apretar los puños y responder a la inmensa y anónima injuria que le golpeaba los oídos: «¡Espera, espera... que aún me falta que decirte algo!»

Imprudencia, locura, osadía, o lo que fuese, Julián Hidalgo llevó a la tribuna sus ideas como el escultor lleva sus audacias al mármol, y el pintor al lienzo, y el poeta a la estrofa, y el novelista al relato; por necesidad, por convicción, porque se lo pedía el alma, y el alma de Julián era joven y creyente, creyente y joven en medio del indiferentismo y de la vejez universales.

Aquello y esto, es decir, la juventud y la creencia, ambas cosas necesita un hombre para no palidecer ante semejantes apostolados; pero a la vez se necesita haber vivido un medo ambiente como ese en que él se movía, para comprenderlos y justificarlos. Porque así como fue Julián tribuno, habría sido guerrero en una hora de subjetivismo revolucionario.

En esa hora fatal se hallaba, aspirando al ideal bajo la perspectiva engañosa de la victoria. En la misma negrura que veían sus ojos de iluminado encontraba arte y poesía, y su corazón y su musa se entregaron por completo en los brazos de una causa dolorosa y quimérica, cuyo triunfo era poco menos que imposible.

  —109→  

Toda su existencia, sin embargo, se cifró en ella. Iba en solicitud de la tortura y del martirio con la misma alegría que se va en busca de la voluptuosidad y del amor. Por eso Isabel ocupaba un sitio secundario en su pensamiento. La lucha entre el amante y el apóstol fue ruda; pero, en aquella ocasión triunfó el apóstol.

Él mismo no sabía si era amor lo que sentía por la mujer que le ofrendaba toda su ternura, todo su espíritu débil, aunque ardiente. La quería, la quería mucho, pero sin esos encarnizamientos, ardores y caricias frenéticas que acaso hubiera puesto en su pasión de enamorado a no entregarse todo entero al utopismo que le absorbía el pensamiento, el corazón y hasta el ser físico.

Todo se desvanecía frente a su «idea regeneradora», como ante una mujer de arrogante hermosura se empequeñecen los contornos de las bellezas más perfectas.

Su idea anonadaba, devastaba, arrollaba lo que al paso se le oponía: la caricia del amor materno, la conveniencia individual y el amor entrañable de la novia encantadora quedaron vencidos por aquella idea omnipotente.

Y en aquella omnipotente idea era, no obstante, donde se estrellaba su persona y donde dejó pedazos de su alma de artista rebelde y de poeta levantisco. A veces la visión sonriente, luminosa y magnética de Isabelita se presentaba de   —110→   súbito ante sus ojos fascinados, le embelesaba y lo envolvía en un ambiente de felicidad inefable.

Era un instante, no más. Por uno de esos esfuerzos heroicos a que estaba avezado su pensamiento, destruía la visión consoladora; y la otra, la omnipotente visión, símbolo de su ardiente apostolado, tomada de nuevo cuerpo en su cerebro, crecía, apagaba con sus violentos resplandores la vaga y melancólica sombra del primer ensueño y se enseñoreaba de su espíritu.

Cuando su pensamiento y su corazón entraban de lleno en estas batallas espantosas, salían de ellas desgarrados, chorreando sangre, como los atletas que, no pudiendo matarse de una vez en un solo encuentro, se emplazan para reanudar más tarde la lucha interrumpida.




ArribaAbajo- XIII -

Al par que Julián se entregaba a estas desoladoras luchas, su atronado amigo y compañero Luis Acosta, allá en el estrafalario entresuelo de su fonda, sostenía otras batallas, de muy distinta índole por cierto.

Debía de ser algo muy serio lo que removía en el telar de su cerebro el atrevido mozo, porque, de codos sobre la mesa que le servía de escritorio y biblioteca al mismo tiempo, con la cabeza apoyada en ambas manos, estaba embebido en la contemplación de un gran tintero de bronce que representaba un mono cabalgando sobre una rana.

Cuando aquella cabeza a pájaros meditaba, malo: ya podía darse por seguro un alumbramiento monstruoso, una barbaridad, una diablura.

Por de pronto, aquellas hondas reflexiones, más hondas aún que las de cualquier Paquito Berza sobre la solución de un problema antropológico,   —112→   tendían hacia la radiante y magnífica persona de Arturo Canelón.

É l necesitaba cobrar aquella personalísima alusión que le dirigió desde las columnas de El Augusto, y a raíz de la conferencia de Julián, el imprudente Arturito.

Lo primero que se le ocurrió a Luis fue salir, buscar a Arturo y donde lo encontrara «romperle cualquier cosa» de un trastazo; pero esto era confesar que «el valiente» aludido en el artículo era él, por lo cual se dio a pensar en una venganza horrible y sin consecuencias.

Tres noches llevaba en claro el desazonado mozo aguzando el ingenio en tal sentido, y tanto lo aguzó, que en vez de encontrar una horrible venganza, como él quería, encontró una burla deliciosa, que lo hizo desternillarse de risa. Para llevarla a cabo, y felizmente, necesitaba esperar una oportunidad, y esperó tranquilo y convencido de que ella se le presentaría sin poner mucho de su parte.

Así fue.

Por aquellos días decidió la flamante Academia villabravense repartir en el Teatro Nacional las cintas, coronas, plumas de oro y demás menciones honoríficas ofrecidas a los genios y geniazos triunfadores en su último certamen.

Porque en Villabrava, ya se sabe, cuando un asunto más o menos serio, o más o menos trivial,   —113→   no merecía los honores del escándalo, de los tiros de revólver, de las pedreas y de las carreritas de la Policía por las calles, se solucionaba con un baile, con una serenata o con un certamen artístico-literario.

Lo más indicado era el certamen. El proyectado, sonado y repiqueteado por la Academia, se efectuó en esta ocasión sin motivo justificable; por lo menos, los apuntes históricos que a este respecto hemos recogido no esclarecen del todo tan importante acontecimiento.

Si se tiene por averiguado que para esta fiesta célebre la asendereada corporación echó la casa por la ventana, resultando una verdadera solemnidad literaria, a juzgar por el kilométrico programa en que figuraban como notas de atracción una «oda» de Florindo, cuya lectura duró tres horas de reloj, y el discurso final, tornasolado y flamígero, que pertenecía por derecho propio al no menos flamígero y tornasolado joven don Arturo Canelón.

Esto no obstante, la fiesta fue estupenda y rica y abundante en gorjeos de tiples adorables, en florituras de pianistas insignes; en clamores de poetas en delirio.

Cada número se premió con aplausos nutridos y algo estrepitosos. Pero donde los aplausos adquirieron carácter de ovación, fue en los períodos más pujantes del discurso. Un triunfo que, a juicio de El Temporal, dejó «muy   —114→   señalados derroteros en la tribuna villabravense».

Canelón surgió del fondo del escenario, radiante, como siempre, ¡magnífico! Le atravesó a pasos lentos, con la fatua seguridad del que está convencido de la influencia que ejerce sobre el público.

Lo acompañaron hasta la mesa que debía servirle de tribuna varios señores muy satisfechos de servir de marco a la elegancia, a la juventud y al aire un si es no es petulante del orador, el cual fue acogido por el concurso con palmadas repetidas.

En este instante solemne, un fotógrafo espontáneo sacó una vista, donde aparecieron, luego, los acompañantes de Canelón azorados, buscando sus asientos respectivos. Después hubo crujir de sedas en los palcos, anhelo creciente en las butacas, y, a raíz de un prolongado silencio, la voz robusta del máximo tribuno resonó, como una nota mágica, por los ámbitos de la sala electrizada...

Aquel mozo no tenía precio.

Nada ni nadie se escapó a su elocuencia; mujeres, hombres, cosas, poesía, arte, todo fluía de sus labios en una serie de palabras sonoras; aquí un ritmo, allí un apóstrofe; acá una sentencia grave y allá un período atronador. Castelar y Moret se daban las manos; Silvela y Salmerón se confundían.

  —115→  

Lanzado de esta suerte en el camino luminoso el egregio Arturito -sin que viniera a cuento-, hizo un prolongado viaje por la «aurora del mundo», por la edad floreciente «del espíritu humano», por la «juventud» de Grecia, por la «vejez» de Roma y por «ese milagro de la Historia» que se llamó Renacimiento.

Para terminar esforzó el dantoniano acento y habló, habló aún más; habló por los codos, lo que le vino en gana; arrancando bravos estentóreos a la sugestionada concurrencia aquello de «la sangre de César», «el puñal de Bruto», y «el casco del corcel de Atila» con que robustecen los tribunos de Villabrava sus grandilocuentes improvisaciones.

Al redondearse este magistral último párrafo, la gente, enloquecida, se puso en pie. En la galería hubo vítores; de las plateas salieron palomas encintadas, de las butacas ramos de flores, de los palcos brotaron suspiros, sollozos, lágrimas de niñas nerviosas y «vibrantes»; y a través de todo este cúmulo de «ofrendas», lanzada de no se sabe dónde, pasó «silbando» una gran corona de ajos y fue a caer brutalmente a los pies del relampagueante orador.

Un alarido horrible, unánime, insólito, intraducible e incomprensible en tantos y tan distintos aparatos eufónicos allí reunidos, circuló por todas partes; cien miradas investigadoras y ansiosas se dirigieron al paraíso, a los   —116→   pasillos; y algunos caballeros salieron en busca del «aguafiestas» de aquella noche memorable.

Pero fallida la esperanza de encontrarlo, el público se vengó de él haciendo una nueva ovación a su tribuno.

Más tarde, cuando todo el mundo salía comentando a su manera la villana acción, ya se susurraba en el vestíbulo un nombre odiado; ya se sospechaba quién era el autor. En un grupo donde peroraban Florindo Álvarez y Paquito Berza, dándole visos de misterio a lo que decían, salió el Cristo a relucir, o, lo que es lo mismo: Julián Hidalgo.

La muchedumbre, sugestionada por la noticia, la echó a volar, sin que nadie, por caridad siquiera, se aventurase a poner en duda tan gratuita suposición.

Al día siguiente del suceso, el esclarecido y joven tribuno, apoyado por «la opinión pública», escribió un artículo que ardía en un candil. De este artículo se desprendían los más viles calificativos contra el sospechado y sospechoso Julián Hidalgo.

Aunque éste, encerrado en su habitación, distanciado de todo y de todos, sumido en sus hondos pesares, no se enteró de aquella infamia. Y todo Villabrava supo que no él, sino el entrometido Luis Acosta, habiendo encontrado en la Plaza Central al «ígneo» orador y articulista procaz,   —117→   fue, y sin decirle oxte ni moxte, le cruzó la cara con un látigo.

Inevitable resultante de estos imprevistos latigazos fue un duelo original y complicado, único y sin precedentes en la heroica Villabrava.




ArribaAbajo- XIV -

Pequeña, metida en carnes, pero garrida, aun en medio de esa adorable pequeñez y de esas carnes admirablemente distribuidas en curvas y ondulaciones de tornátil suavidad, Susana Pinto era el prototipo de la criolla en plena y seductora florescencia.

Se hallaba en la edad de esas mujeres de hermosuras triunfantes que con la sola esplendidez de sus formas eclipsan la belleza de sus hijas.

Más que madre parecía hermana de Julián.

Acaso su infecundidad, resultante inmediato de aquel heroico alumbramiento que desgarró sus entrañas siendo niña, contribuyó a conservar la bizarría de su juventud.

Y así como la juventud se desprendía espontánea de las ondas de sus cabellos y del color de sus mejillas salpicadas de lunares y de hoyuelos, así la lujuria, una lujuria involuntaria, pero violenta y tentadora, se asomaba sin querer, entre relámpagos de pasión, a sus grandes ojos negros;   —119→   se deslizaba a través de sus pestañas, tenía temblores, palpitaciones y olfateos en su nariz, vagaba como un soplo tibio y alentador en sus labios siempre entreabiertos, siempre húmedos; y surgía, en una palabra, de su andar elástico, que bastaba para incendiar los sentidos de los hombres.

Y no obstante estas manifestaciones de voluptuosidad inconsciente, Susana fue respetada, mejor dicho aún, sagrada para toda aquella sociedad dispuesta a caer a todas horas, con la velocidad de un rayo, sobre toda sospecha. Tal respeto, a no dudar, vino a ser la prueba irrebatible de su honradez, excitante, sí, pero honradez que tenía todo el orgullo de una conciencia bien puesta, y todo el valor, toda la fuerza, toda la energía de una fe...

De aquí que siendo propicia a las pasiones impetuosas y capaz de irritarlas con su sonrisa inocentemente «diabólica», Susana fuera, en la más completa acepción de la palabra, una hembra irresponsable.

Esta irresponsabilidad de hembra que fluía de su ser violentamente, se puede apreciar ahora en la actitud que acaba de adoptar para arrellanarse en una de las mecedoras de su gabinete.

Son las cinco de la tarde. Una ligera cortina de encajes, extendida sobre la puerta de la estancia, desvanece en parte la discreta luz del día; pero sus resplandores bastan para alumbrarla.

  —120→  

Y así se ven esclarecidos todos los objetos, resaltando entre ellos por el bruñido de su grueso y sólido marco el retrato de José Andrés Hidalgo. Debajo del retrato hay un sofá, y junto al sofá, la mecedora donde, arrellanada y envuelta en una amplia bata de percal, está Susana.

Tiene las mejillas encendidas, la respiración nerviosa y fuerte, esa fuerte y nerviosa respiración que sucede con frecuencia a las discusiones violentas; en sus ojos, sombreados por círculos violáceos, brilla como un relámpago de cólera, y por sus labios húmedos y entreabiertos vaga aún el resto doloroso de la frase que acababa de pronunciar. Enfrente de ella, inquieto, pálido, don Anselmo Espinosa pasea con torpeza las manos por los anchos regazos del asiento donde se halla.

Por esta silenciosa, pero tirante actitud, es fácil adivinar la escena que se desarrolla entre ambos personajes: una escena que debe haberse repetido muchas veces.

En don Anselmo no había muerto el deseo vehementísimo de poseer a Susana. La contrariedad, y sobre la contrariedad la virtud irreductible de aquella mujer, habían excitado su apetito. Un suceso inesperado -la prisión de Julián Hidalgo a causa del duelo de Acosta y Canelón, que conocerá el lector en su debida oportunidad- lo arrastró de nuevo hacia la madre. Nunca   —121→   gozo más infernal se alojó en el alma de un ser humano, que el gozo recibido por la de don Anselmo cuando supo que a su pariente lo llevaban a la cárcel.

Vio el cielo abierto, es decir, vio su senil aspiración alboreada de esperanzas, porque siendo Julián un estorbo para sus planes de conquista, suprimido el estorbo, aquello, según él y según los medios escogidos para su inmediata realización, era «cosa hecha».

Desde este instante, el deseo transformado en pasión le llenó la vida toda al enorme señor. Y turbado por ella, poseía mentalmente a Susana, o creía poseerla; la poseía con furia, con frenesí de bestia, a través de saciedades silenciosas imaginadas hasta en los diálogos con ella, en que siempre se veía rechazado. Cuanto más lo rechazaban, más se aferraba a su delirio aquel hombre, consagrándole todas las humillaciones de que él era capaz.

En medio de una de estas crisis espantosas lo hallamos: implorando la satisfacción de su carnal codicia, y ofreciendo en cambio de ella la libertad de Julián, que él podía alcanzar con sus influencias, hablando con el gobernador, con el ministro, con el presidente si hacía falta.

Irá a todas partes, adonde Susana quiera.

Lo suplica, lo repite conmovido cien veces, cien veces lo jura. Susana permanece inflexible; prefiere sufrir ella y saber el sufrimiento de su   —122→   hijo antes de permitir que le toquen la punta de los dedos. ¡Eso, nunca!

Ella sabe también que las súplicas de don Anselmo envuelven una amenaza: el rompimiento de las relaciones de familia, que la gente comentaría en detrimento suyo.

Todo eso lo comprende Susana, por desgracia, y todo eso la encoleriza, la desespera, la pone en un estado de exaltación próximo a la locura. ¡Ah, no, no! ¡Eso es inicuo, abominable, espantoso; el dolor mismo de Julián no tiene derecho a su deshonra! ¡No!

En vano solicita don Anselmo compasión; en vano se arrastra, se revuelve en su asiento como un condenado, se arrodilla casi a los pies de Susana, en vano promete terminar las desavenencias con Julián y darle, si quiere, la mano de Isabel. Aquel hombre que no permitía a Julián un diálogo inocente con su hija, a través de la ventana de la calle, llega hasta ofrecer su existencia entera en cambio de un abominable y oprobioso deseo.

A Susana le produce asco todo esto; hace un esfuerzo para reprimirse, y no puede; se indigna, se subleva, se levanta del sillón violentamente; pero abrumada por el exceso de tantas agudas sensaciones sufridas en tan poco tiempo, opérase de repente una revolución en todo su organismo, y se deja caer de nuevo en el asiento, donde, vencida por la pena, se pone a llorar, ocultando el rostro entre las manos.

  —123→  

Sollozando de esta suerte, en medio de una gran desesperación en que ocupa sitio doloroso el recuerdo de Julián, la pobre mujer no se da ya ni cuenta de la presencia de Espinosa. Y éste, aprovechando aquel instante de suprema angustia, se le acerca tímidamente para prodigarle consuelos, que ella no oye.

Sólo cuando él, engañado por el silencio de la viuda, se atreve a acariciar su cabeza con mano trémula, diciéndole en voz baja y llena de temor: «Vamos, Susana, no te desesperes», ésta se levanta de nuevo, da un salto, como una fiera mal herida, y con la osadía de la mujer ultrajada por el tuteo precoz, ofendida en su orgullo, le arroja un mundo de insultos a la cara.

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