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ArribaAbajo- VIII -

Partieron, pues, aquella mañana, con asombro y extrañeza de toda la colonia, en   —172→   la cual no faltó algún desocupado caviloso que se diese a buscar la razón de aquel súbito regreso, que más bien parecía fuga, y descubriera nada menos que una grave discordia matrimonial. Ello es que iban todos contentos a Madrid, y Torquemada como unas pascuas. ¡Con qué alegría vio el semblante risueño de su cara Villa, sus calles asoleadas, y sus paseos polvorosos, pues aún no había llovido gota! ¡Y qué hermosura de calor picante! Que no le dijeran a él que había lugares en el mundo más higiénicos. Para miasmas, Hernani, que por ser cargante en todo, hasta tenía nombre de música. ¡Cuándo se ha visto, Señor, que los pueblos se llamen como las óperas!

Entró de lleno en la onda de sus negocios, como pato sediento que vuelve a la charca; pero hallándose aún ausentes muchas personas del elemento oficial y del elemento particular, no encontró la ocupación plena que hubiera deseado. Con todo, su contento era grande; y para completarlo, Cruz no le mortificaba con nuevos planes de engrandecimiento. Otra novedad dichosa era que Rafael se había suavizado en su trato con el tacaño, y hasta parecía desear tenerle por amigo. Antes del viaje, apenas cambiaban más palabras que las generales de la ley, el saludo por las mañanas, y por la noche cuatro frases insubstanciales   —173→   acerca del tiempo. Al regreso de Hernani, solían acompañarse algunos ratos, y el ciego le mostraba consideración, algo parecida al afecto, le oía con calma, y hasta le pedía su parecer sobre asuntos corrientes de política, o sobre cualquier suceso del día. Pero lo más particular de todo esto era que la buena de Cruz, que había bebido los vientos por las paces de los dos cuñados, y de continuo los incitaba a la concordia, en cuanto les veía charlando sosegadamente, parecía sobresaltada, y no se apartaba de ellos, cual si temiera que alguno de los dos se fuese del seguro. Debe advertirse que por aquellos días (Septiembre y Octubre), la opinión de Cruz sobre el estado cerebral de su desdichado hermano era más pesimista que nunca, a pesar de que el pobrecito no desentonaba ya, ni reía sin motivo, ni se irritaba.

«Si ahora le tenemos tranquilo, y no nos da ninguna guerra -le decía Fidela-, ¿por qué temes...?

-La calma bochornosa suele anunciar grandes tempestades. Prefiero verle nerviosillo y un poco charlatán, a que se nos encierre en ese spleen sombrío, con apariencias sospechosas de buen juicio en lo poco que habla. En fin, Dios dirá.

En todo Septiembre, tuvo D. Francisco el   —174→   gusto de no ver a muchas personas de las que ordinariamente iban a la casa, y que rodaban todavía por playas y balnearios, algunas en París; y aumentó su gusto la única excepción de aquella desbandada, Zárate, que por la escasez que suele acompañar a la sabiduría no veraneaba más que quince o veinte días en El Escorial o Colmenar Viejo. Buenos ratos pasó el tacaño con su amigo y consultor científico, casi solos todas las noches, platicando sobre temas sabrosísimos, como la cuestión de Oriente, los abonos químicos, la redondez de la tierra, el Papado en sus relaciones con el Reino de Italia, las pesquerías del Banco de Terranova... En aquella temporada de fecundos progresos, aprendió D. Francisco dicciones muy chuscas, como la tela de Penélope, enterándose del por qué tal cosa se decía; la espada de Damocles, y las kalendas griegas. Además, leyó por entero El Quijote, que a trozos conocía desde su mocedad, y se apropió infinidad de ejemplos y dichos, como las monteras de Sancho, peor es meneallo, la razón de la sinrazón, y otros que el indino aplicaba muy bien, con castellana socarronería, en la conversación.

Charla que te charla, hablaron de Rafael, haciendo notar Zárate que sus apariencias de sosiego mental no inspiraban confianza a la   —175→   hermana mayor, a lo que contestó D. Francisco que su cuñado no regía bien del cerebro, y que más tarde o más temprano había de salir con alguna gran peripecia.

«Pues yo tengo sobre esto una opinión -dijo Zárate-, que me aventuro a consultar con usted a condición de absoluta reserva. Es una opinión mía; quizá me equivoque; pero no renuncio a ella mientras los hechos no me demuestren lo contrario. Yo creo... que nuestro joven no está loco, sino que lo finge, como lo fingía Hamlet, para despacharse a su gusto en el proceso de un drama de familia.

-¡Drama de familia! Aquí no hay drama ni comedia de familia, amigo Zárate -replicó D. Francisco-. No hay más si no que el caballero aristócrata y un servidor de usted hemos estado de puntas... Pero ya parece que se da a partido, y yo me dejo querer... Naturalmente, más vale que haya paz en casa. Esta es la razón de la sinrazón, y no digo nada de las inconveniencias y tonterías de mi hermano político. Peor es meneallo... Por lo demás, creo también que en algunos períodos, su locura ha sido figurada, como la de ese señor que usted cita tan oportunamente.

Y se quedó con la duda de quién sería aquel Jamle; pero no quiso preguntarlo, prefiriendo dar a entender que lo sabía. Por el   —176→   nombre y lo de fingirse loco, se le antojaba que el tal debía de ser poeta.

«Celebro que estemos conformes en este punto, Sr. D. Francisco -dijo Zárate-. Hallo entre nuestro Rafael y el infortunado príncipe de Dinamarca muchos puntos de contacto. Ayer, sin ir más lejos, hablaba solo el pobre ciego, y dijo cosas que me recordaron el célebre monólogo to be or not to be.

-Efectivamente, algo dijo de aquello. Yo lo noté, y no se me escaparon los puntos de contacto. Porque yo observo y callo.

-Eso, eso justamente es lo que procede, observarle.

-El pobrecillo tira mucho a poeta, ¿verdad?

-Verdad.

-Y diciendo poesía, se dice poco juicio, el meollo revuelto.

-Exactamente.

-Y a propósito, amigo Zárate: me sorprende que a los poetas se les den tantas denominaciones. Les dicen vates, les dicen también bardos. Crea usted que me he desternillado de risa leyendo un artículo que le dedican a ese chiquillo a quien yo protejo, y el condenado crítico le llama bardo acá, bardo allá, y le echa unos inciensos que apestan. A los versos que ese chico compone los llamaría yo bardales, porque aquello no hay cristiano que   —177→   lo entienda, y se pierde uno entre tanta hojarasca. Todo se lo dice al revés. En fin, peor es meneallo.

Mucho celebró el pedante la ocurrencia, y pasaron a otro asunto, que debía de ser algo de socialismo y colectivismo, porque al día siguiente salió Torquemada por esas calles hecho un erudito en aquellas materias. Hallaba puntos de contacto entre ciertas doctrinas y el principio evangélico, y envolvía sus disparates en frases cogidas al vuelo y empleadas con dudosa oportunidad.

Don Juan Gualberto Serrano, que regresó a fines de Septiembre, trájole muy buenas noticias de Londres. Las compras de rama se harían por personas idóneas para el caso, muy prácticas en aquel comercio, y que sabrían ajustarse a los precios indicados, aunque tuvieran que apencar con las barreduras de los almacenes. Por este lado no había que pensar más que en atracarse de dinero. Propúsole además otro negocio, basado en operaciones de banqueros ingleses sobre fondos de nuestro país, y lo mismo fue anunciarlo, que Torquemada lo calificó de grandísimo disparate. En principio, la combinación era buena, y pensando en ella el tacaño por espacio de dos o tres días, encontró un nuevo desarrollo práctico del pensamiento, que propuso a su   —178→   amigo, y este lo tuvo por tan excelente, que le abrazó entusiasmado: «Es usted un genio, amigo mío. Ha visto el negocio bajo su único aspecto positivo. El plan que yo traía era un caos, y de aquel caos ha sacado usted un mundo, un verdadero mundo. Hoy mismo escribo a los inventores de esta combinación, Proctor y Ruffer, y les diré cómo ve usted la cosa. De seguro les parecerá de perlas, y al instante nos pondremos a trabajar. Es cosa de liquidar medio millón de reales cada año.

-No digo que no. Escriba usted a esos señores. Ya sabe usted mi línea de conducta. En las condiciones que propongo, entro, vaya si entro.

Largo rato hablaron de este embrollado asunto, quedando de acuerdo en todo y por todo, y cuando ya se despedía Serrano, pues almorzaba aquel día con el Presidente del Consejo (como casi todos los de la semana), le dijo con semblante gozoso:

«Aquello me parece que es cosa hecha.

-¿Y qué es aquello?

-¿Pero no sabe usted...? ¿No le ha dicho Cruz...?

-Nada me ha dicho -replicó D. Francisco receloso, sospechando que aquello era un nuevo tiento que la gobernadora pensaba dar a su bolsillo.

  —179→  

-¡Ah! pues téngalo por hecho.

-¿Pero qué...? ¡Biblias coronadas!

-¿Es de veras que no tiene noticia?

-Lo que tengo es el alma en un hilo, ¡ñales! ¿Apostamos a que ahora viene la bomba que me tiene anunciada?... Vamos, que ya estoy echando setenta llaves a la caja.

-No, no tendrá usted que gastar sino muy poco dinero... Un almuercito a los compromisarios... una docena de telegramas...

-¿Pero qué, con cien mil pares de copones?

-Que le sacamos a usted senador.

-¡A mí!... ¿Pero cómo, vitalicio, o...?

-Electivo. Lo otro vendrá después. Primero se pensó en Teruel, donde hay dos vacantes; luego en León. Vamos, representará usted a su tierra, el Bierzo...

-Menuda plaga va a caer sobre mí. Dios me guarezca de pretendientes berzanos, y de pedigüeños de toda la tierra leonesa.

-¿Pero no le agrada...?

-No... ¿Para qué quiero yo la senaduría? Nada me da.

-Hombre... sí... Esos cargos siempre dan. Por lo menos, nada se pierde, y se puede ganar algo...

-¿Y aun algos?

-Sí señor, y aun muchísimos algos.

-Pues acepto la ínsula. Iremos al Senado,   —180→   vulgo Cámara Alta, y si me pinchan, diré cuatro verdades al país. Mí desideratum es la reducción considerable de gastos. Economías arriba y abajo; economías en todas las esferas sociales. Que se acabe esa tela de Penélope de nuestra administración, y que se nivele ese presupuesto, sobre el cual está suspendida, como una espada de Damocles, la bancarrota. Yo me comprometía a arreglar la Hacienda en dos semanas; pero para ello exigiría un plan radicalísimo de economías. Esta será la condición sine qua non, la única, la principal de todas las condiciones sine qua nones.




ArribaAbajo- IX -

No se le cocía el pan a D. Francisco hasta no explicarse con su cuñada sobre aquel asunto, y a la mañana siguiente, mientras se desayunaba, la interrogó con timidez.

«Nada quería decir a usted hasta no tener el pastel cocido -contestole Cruz sonriendo-. Por cierto que no estoy contenta ni mucho menos de nuestra gestión, y pienso que no servimos para el caso. Monte-Cármenes y Severiano Rodríguez nos habían prometido que sería para usted una de las vacantes de senador vitalicio, y a vueltas de muchos cabildeos   —181→   y conferencias salen con que el Presidente tiene compromisos y qué sé yo qué. A un hombre como usted no se le puede regatear la senaduría vitalicia, ni se le contenta poniéndole en la mano la porquería de un acta, ¡un acta! que está hoy al alcance de cualquier catedratiquillo, o del primer intrigante que salte por ahí. Y el Ministro de Hacienda no está menos indignado que yo. Tuvo una trapatiesta con el Presidente... ¡Pues no se habla poco...!

-No lo sabía -dijo Torquemada estupefacto-. Han rifado por mi senaduría vitalicia. ¡Vaya una simpleza! Ni qué falta me hace a mí ser senador, y sentarme en aquellos bancos. Únicamente por tener el gusto de decir cuatro verdades, pero verdades, ¿eh? Por lo demás, yo no lo ambiciono, ni de cerca ni de lejos. Mi línea de conducta es trabajar en mi negocio, sin echar facha... Y si quieren darle ese turrón a otro, que se lo den, y buen provecho le haga.

-Yo pensé no aceptarla; pero lo tomarían a desaire, y no conviene... Seremos, digo, será usted senador electivo, y representará a su país natal.

-Villafranca del Bierzo.

-La provincia de León.

  —182→  

-Ya estoy viendo la nube de parientes con hambre atrasada que van a caer sobre mí como la langosta... Usted se encargará de recibirles, y de irles despachando con un buen jabón; que para estos casos viene muy bien su pico de oro.

-Pues sí, yo me encargo de ese ramo. ¿Qué no haré yo para tenerle a usted contento, y rodeado de satisfacciones?

-Ay, Crucita de mi alma -dijo Torquemada palideciendo-. Ya estoy viendo venir la puñalada.

-¿Por qué lo dice?

-Porque cuando usted me halaga y me sonríe, es que viene contra mí navaja en mano, pidiendo la bolsa o la vida.

-¡Ay, no lo crea usted! Estoy muy benigna de algún tiempo acá. No me conozco. Ya ve que le dejo acumular tranquilamente sus fabulosas ganancias.

-Cierto es que desde que volvimos de aquel condenado Hernani, no ha salido usted con ninguna tecla de nuevos encumbramientos, y por ende, de nuevos gastos. Pero yo tiemblo, porque tras de la calma vienen truenos y rayos, y como usted me amenazó hace tiempo con una muy gorda...

-¡Ah! es que esa, el trueno gordo, está pendiente de discusión aquí (apuntándose a la   —183→   frente con su dedo índice.) Es cosa muy grave, y no acabo de decidirme.

-Dios nos asista, y la Virgen nos acompañe, con todas las Biblias pasteleras en pasta y por empastar. ¿Y qué idea del demonio es esa que usted acaricia?

-A su tiempo lo sabrá -replicó la señora, retirándose por el foro del comedor, y sonriendo graciosamente desde la puerta.

Y era verdad que la gobernadora, si no había renunciado a su magno proyecto, teníalo en la cartera de lo dudoso y circunstancial. Para decirlo todo claro, desde el viaje a Hernani, se habían quebrantado sus firmes propósitos de engrandecimiento. La atroz calumnia de que se tiene noticia, y que, lejos de desvanecerse en Madrid, corría y se hinchaba ganando pérfidamente la opinión, fue lo que determinó en su espíritu un salto atrás, y algo como remordimiento de haber sacado a la familia de la obscuridad, después del matrimonio con el tacaño. ¿No habrían sido más felices ellas, más feliz él, sin género de duda, en una medianía sosegada, con el pan de cada día bien seguro, entre cuatro paredes? Esta idea la atormentó algunos días, y aun semanas y meses, y casi estuvo a punto de deshacer todo lo hecho, y proponer a su esclavo que se fueran todos a vivir a un pueblo   —184→   donde no se viera más frac que el del alcalde el día de la Santa Patrona, donde no hubiera jóvenes elegantes y depravados, viejas envidiosas y parlanchinas, políticos en quienes la vida parlamentaria corrompe todas las formas de la vida, damas que gustan de que se hable de faltas ajenas para cohonestar mejor las propias, ni tantas formas y estilos, en fin, de relajación moral.

Vaciló algún tiempo, pasándose las noches en cavilaciones penosas; y al fin su espíritu hubo de decidirse por seguir adelante en el camino trazado. La violencia del impulso adquirido imposibilitaba la detención súbita, equivalente a un choque de graves consecuencias. Lo menos malo era ya continuar hacia arriba, siempre en busca de las mayores alturas, con majestuoso vuelo de águilas, despreciando las miserias de abajo, y esperando perderlas de vista por causa de la distancia. Su mente se excitaba con estas ideas, y le hervían en ella ambiciones desmedidas, cuya realización, además de engrandecer a los suyos, servíale para hacer polvo a los indignos Romeros, y a toda la ruin caterva de envidiosos.

Fidela, en tanto, desconocía en absoluto estas internas luchas de su hermana y el hecho desagradable que las motivó. Había llegado   —185→   a ser, por su interesante situación física, un objeto precioso, de extraordinaria delicadeza y fragilidad, que todos resguardaban hasta del aire. Faltaba poco para que la pusieran bajo un fanal. Su apetito de las golosinas llegó a tomar las formas de capricho más extravagantes. Se le antojaban guisantes en confitura para postre; a veces apetecía las cosas más ordinarias, como castañas pilongas, y aceitunas de zapatero; cenaba comúnmente pájaros fritos, que le habían de servir con gorros colorados hechos de rabanitos; se hartaba de berros aliñados con manteca de vaca. Pedía barquillos a todas horas del día, piñones tostados para después del chocolate, y a las once gelatinas, y algún bartolillo de añadidura.

Transcurrían los meses sin que se enterara de los rumores infames que algunos amigos, o enemigos, habían hecho correr acerca de ella, suponiéndola infiel; y tan ignorante se hallaba de las calumnias, como inocente del feo pecado que le imputaron, atenuándolo con disculpas no menos odiosas que el pecado mismo. Su pureza y la limpidez de su alma eran verdaderamente angelicales, pues ni se le ocurría que tales absurdos pudieran decirse, ni soñó jamás con el peligro de opinión que tan de cerca la rondaba. Creyérase que   —186→   no había en ella más prurito que vivir bien en el orden vegetativo, a cien mil leguas de todos los problemas psicológicos. Juzgándola con la ligereza propia de un sabio superficial, de estos que engullen revistas y periódicos, pero que no observan la vida ni ven la medula de las cosas, el tonto de Zárate decía:

«Es una estúpida, un ser enteramente atrofiado en todo lo que no sea la vida orgánica. Desconoce el ele mento afectivo. Las pasiones son letra muerta para esta hermosa pava real, o gatita de Angora.

Y Morentín desmentía tan cerrada opinión, prometiéndoselas muy felices para después que aquello pasase. Pero Zárate, que era de los pocos que desmentían las voces calumniosas, quitábale al otro las esperanzas, asegurando que la maternidad despertaría en ella instintos contrarios a todo distracción, haciéndola estúpidamente honrada, e incapaz de ningún sentimiento extraño al cuidado de la cría. Disputaban sin tregua los dos amigos sobre aquel tema, y acababan por reñir, echándose en cara recíprocamente, el uno su fatuidad, el otro su pedantería.

Cuidaba D. Francisco a su mujer como a las niñas de sus ojos, viendo en ella un vaso de materia fragilísima, dentro del cual se elaboraban todas las combinaciones matemáticas   —187→   que habían de transformar el mundo. Era la encarnación de un Dios, de un Altísimo nuevo, el Mesías de la ciencia de los números, que había de traernos el dogma cerrado de la cantidad, para renovar con él estas sociedades medio podridas ya con la hojarasca que de tantos siglos de poesía se ha ido desprendiendo. No lo expresaba él así; pero tales eran, mutatis mutandis, sus pensamientos. Y a los cuidados dengosos del tacaño, correspondía Fidela con un cariño frío, dulzón y desleído, sin intensidad, única forma de afecto que en ella cabía, y a la cual daba estilos muy singulares, a veces como el que se usa para querer a los animales domésticos, a veces semejantes al afecto filial.

Sus amores de familia se condensaron siempre en Rafael. Pues en aquellos días no hacía gran caso de su hermano, ni se afanaba por si comía bien o mal, o si estaba de buen humor. Verdad que los cuidados de su hermana la relevaban de toda preocupación respecto al ciego, y este, después de la boda, no pasaba tantas horas en dulce intimidad con la señora de Torquemada. Habíase iniciado entre uno y otro cierto despego, que sólo se manifestaba en imperceptibles accidentes de la acción y la palabra, tan sólo notados por la agudísima, por la adivinadora Cruz.

  —188→  

Una tarde, al volver Torquemada de sus correrías de negociante, encontró a Fidela sola en el gabinete, llorando. Cruz había salido a compras, y Rufinita, que pasaba allí algunas tardes acompañando a su madrastra (compañía que, dicho sea de paso, era muy del agrado de esta), no había ido aquel día, lo que contrarió mucho al tacaño.

«¿Qué tienes; qué te pasa? ¿Por qué estás sola? Y esa Rufina de mis pecados, ¿en qué piensa que no viene a darte palique? ¡Para lo que ella tiene que hacer en su casa!... A ver, ¿por qué lloras? ¿Es porque no han querido darme la vitalicia? (Denegación de Fidela.) Bien decía yo que por eso no era. Al fin y a la postre, lo mismo da por lo electivo, aunque la verdad, esto de la senaduría no viene a llenarme ningún vacío... Fidela, dime por qué lloras, o me enfado de veras, y te digo cosas malas, Biblias y Cristos, y todo el palabreo que uso cuando me da la corajina.

-Pues lloro... porque me da la gana -replicó Fidela echándose a reír.

-¡Bah! ya te ríes, de lo cual se desprende que no es nada.

-Algo hay; cosas de familia...

-¿Pero qué, por vida de la...?

-Rafael... -murmuró Fidela volviendo a llorar.

  —189→  

-¿Rafaelito, qué?

-Que mi hermano no me quiere ya.

-Acabáramos. ¿Y qué te importa? Digo, ¿en qué lo has conocido? ¿Ya vuelve el punto ese con sus necedades?

-Esta tarde me ha dicho unas cosas que... que me ofenden, que no están bien en su boca.

-¿Qué te ha dicho?

-Cosas... Nos pusimos a hablar de la función de anoche... Dijo cosas muy chuscas; reía y declamaba. Luego me habló de ti... No, no creas que habló mal. Al contrario, te elogiaba... Que eres un gran carácter, y que yo no te merezco.

-¿Eso dijo?... Pues sí que me mereces.

-Que eres digno de lástima.

-¡Hola, hola! Lo dirá por los saqueos de tu hermana, y por lo esquilmado que me tiene.

-No es por eso.

-¿Pues por qué, ñales?

-Si dices indecencias me callo.

-No, no las digo, ¡ñales, re-ñales! Tu hermanito me está cargando otra vez; repito que me está cargando, y al fin será preciso que evitemos todo punto de contacto entre él y yo.



  —190→  

ArribaAbajo- X -

-Pues de repente se puso a decirme cosas -añadió Fidela-, con entonación trágica, frases muy parecidas a las que le decía Hamlet a su madre cuando descubre...

-¿Qué?... ¿Y quién es ese Jamle, ¡Cristo! quién es ese punto que ya me va cargando a mí también, pues Zárate me lo saca también a relucir a cada triquitraque? ¡Jamle; dale con Jamle!

-Era un Príncipe de Dinamarca.

-Sí; que andaba averiguando aquello de ser o no ser. ¡Valiente bobería! Ya lo sé... ¿Y qué tiene que ver ese mequetrefe con nosotros?

-Nada. Pero mi hermano no está bien de la cabeza, y me ha dicho lo que Hamlet a su madre...

-Que también debía de ser una buena ficha.

-No era de lo mejor... Verás: esto pasa en una de las más hermosas tragedias de Shakespeare.

-¿De quién?... ¡Ah! el que escribió el sí de las niñas.

-No, hombre... ¡Qué bruto eres!

-Ya; el autor de... de la... En fin, sea   —191→   quien fuere, poco me importa, y en sabiendo que ese Jamle es todo invención de poetas, no me interesa nada. Que lo parta un rayo. Pasemos a otra cosa, niña. No hagas caso de tu hermano, y lo que él te diga óyelo como si oyera llover... ¿Y tu hermana?

-Ha ido a compras.

-¡Ay, Dios mío, qué dolor siento aquí!

-¿Dónde?

-En el santo bolsillo. ¡A compras! Adiós mi líquido. Tu hermana y yo vamos a acabar mal. ¿Qué proyectos abrigará; qué nuevos gravámenes me esperan?... Estoy temblando, porque hace tiempo, desde antes del verano, me tiene anunciado el trueno gordo, y yo me devano los sesos pensando qué será, qué no será.

Fidela se sonreía picarescamente.

«Tú lo sabes, bribona, tú lo sabes y no quieres decírmelo, por miedo a tu hermana, que te tiene metida en un puño, como me tiene metido a mí, y a todo el globo terráqueo.

-Puede que lo sepa... Pero es un secreto, y no me corresponde decírtelo. Ella te lo dirá.

-¿Pero cuándo?... Esperando ese cataclismo de mis intereses, no hay para mí momento histórico que no sea de angustia. Yo no vivo, yo no respiro. ¿Pero qué? ¿Es cosa de dejarme en cueros vivos?

-Hombre, no tanto.

  —192→  

-¿Se trata de gravamen, y de que yo no pueda economizar?... ¡Demonio, así no se puede vivir! Esta vida es un purgatorio para mí, y aquí estoy penando por todos los pecados de mi vida... que no son muchos. ¡Biblia! no son más que los pecados naturales y consanguíneos de un hombre que ha barrido para su casa todo lo que ha podido. Y ahora mi cuñadita barre para afuera.

-No exageres, Tor...

-¿Me cuentas o no me cuentas lo que es?

-No puedo. Cruz se enfadaría conmigo si le quitase el gusto de la sorpresa que quiere darte.

-Déjame a mí de sorpresas... Las cosas que vengan por su paso natural.

-Además, si te lo digo, invado un terreno que no es el mío, y atribuciones que...

-Música, música... Te mando que me lo digas, o habrá un jollín en casa.

-No seas bárbaro... Ven acá; siéntate a mí lado. No manotees, ni te pongas ordinario, Tor. Mira que así no te quiero. Ven acá... dame la pata (tomándole una mano.) Aquí quietecito y hablando a lo caballero, sin decir gansadas ni porquerías. Así, así.

-Pues sácame de dudas.

-¿Me prometes guardar el secreto, y hacerte el sorprendido cuando mi hermana te...?

  —193→  

-Prometido.

-Pues verás. Una tía nuestra, que ya murió la pobrecita...

-Dios la tenga en su santa gloria. Adelante.

-Mi tía, doña Loreto de la Torre Auñón...

-Muy señora mía.

-Marquesa de San Eloy... digo que marquesa de San Eloy.

-Ya me entero, sí.

-Falleció de repente la pobre señora, dejando escasa fortuna. A mamá le correspondía el título; pero sobrevino en aquel tiempo nuestra desgracia, y de lo menos que nos ocupamos fue del marquesado de San Eloy, pues lo primero que había que hacer era pagar los derechos que por transmisión de títulos del Reino...

-Demonio, ¡ñales! ya, ya sé... ¡Cristo! Y lo que quiere ahora tu hermana...

-Es sacar ese título, para lo cual hay que instruir un expediente, y pagar lo que se llama medias annatas...

-¡Medias verdes, y medias coloradas, y el pindongo calcetín de la Biblia en verso!... ¡Y que yo pague...! No, mil y mil veces y pico digo que no. Esta no la paso. Me rebelo, me insurrecciono.

-Calma, Tor... Pero, hijo mío, si no hay   —194→   más remedio que sacar el título, antes que lo saquen los Romeros, que también lo pretenden. ¡Marqueses de San Eloy esos tunantes! Antes la muerte, Tor de mi vida. Haz de tripas corazón y, apechuga con ese gasto...

-A ver... pronto... sepamos -dijo Torquemada sin aliento, limpiándose el sudor del rostro-. ¿Cuánto puede costar eso?

-¡Ah! no lo sé. Depende del tiempo transcurrido, de la importancia del título, que es antiquísimo, pues data de 1522, del reinado del emperador Carlos V.

-¡Valiente peine! Él tiene la culpa de que yo pase estos tragos... Costará... ¿quinientos reales?

-Hombre, no; ¡un título de Marqués por quinientos reales!

-¿Costará dos mil?

-Más, muchísimo más. Al Marqués de Fonfría le cobró el Estado por su título, según nos dijo anoche Ramoncita... me parece que diez y ocho mil duros.

-¡Brrr...! -vociferó Torquemada, lanzándose a un frenético paseo de fiera por la habitación-... Pues desde ahora te digo que allá se podrá estar el título hasta las kalendas griegas por la tarde, si esperan que yo lo saque... El hígado me van a sacar ustedes a mí. ¡Diez y ocho mil duros! ¡Y por un rótulo, por   —195→   una vanidad, por un engaña bobos! Mira lo que le valió a tu tía, la vieja esa doña Loreto, el ser Marquesa. Se murió sin un real... No, no, Francisco Torquemada ha llegado ya al límite, al pastelero límite de la paciencia, y de la condescendencia, y de la prudencia. No más Purgatorio, no más penar por faltas que no he cometido; no más tirar por la ventana el santísimo rendimiento de mi trabajo. Dile a tu hermana que se limpie, que si quiere ser Marquesa, que le encargue la ejecutoria a un memorialista de portal, que todo viene a ser lo mismo, ¿pues qué es el Estado más que un gran memorialista con casa abierta?

-Pero si mi hermana no es la que ha de ser Marquesa. La Marquesa seré yo, y por consiguiente tú Marqués.

-¡Yo, yo Marqués! -exclamó el tacaño con explosión de risa-. ¡Mira tú que yo Marqués!

-¿Y por qué no? ¿No lo son otros?...

-¿Otros? ¿Y esos otros tuvieron por abuelo a uno que vivía de la noble industria de hacer a los señores cerdos una operación que les ponía la voz atiplada? ¡Ja, ja, me muero de risa!

-Eso no importa. En seguidita, cualquiera de esos que manejan el Becerro, te hace un árbol genealógico, por el cual desciendes en línea recta del rey D. Mauregato.

  —196→  

-O del rey D. Maureperro. Ja, ja... Pero dime con franqueza... fuera bromas. (Parándose ante ella, en jarras.) ¿Tienes tú el capricho de ser Marquesa? ¿Te gustaría la coronita? En una palabra: ¿es para ti cuestión de ser o no ser, como dijo el otro?

-No lo creas: no tengo esa vanidad.

-¿De modo que te da lo mismo ser Marquesa o Juana Particular?

-Lo mismo.

-Pues si tú no acaricias esa idea de ponerte corona, ni yo tampoco, ¿a qué ese gasto estúpido de...? ¿Cómo se llama eso?

-Lanzas y medias annatas.

-Jamás oí tal terminacho.

-Y que te ha de subir un pico, porque ahora resulta, según le dijo a Cruz la persona encargada de gestionar el asunto en el Ministerio de Estado, el Marqués de Saldeoro, ¿sabes? que la tía Loreto usó el título sin pagar los derechos, y estos se hallan pendientes desde el tiempo de Carlos IV.

-¡Atiza!... Vamos, yo me vuelvo loco -exclamó D. Francisco, dándose palmetazos en el cráneo-. ¡Y quieren que yo... saque...! Como no saque yo las uñas... En una palabra, ¡no, no, y mil veces no! Me rebelo... Lanzas y medias annatas. (Con desvarío.) Digo que no... Lanzas... San Eloy... Carlos IV... No,   —197→   y no... Estoy bufando, ¿no lo ves?... Medias annatas... digo que no... Medias coloradas... (Alzando la voz.) Fidela, yo no puedo vivir así. Cuando tu hermana me ataque con esta socaliña, voy y... en una palabra, me suicido.

-Tor, no lo tomes así. Si eso es para ti una bicoca.

-¡Bicoca!... ¡Oh! ¡qué mujeres estas! ¡Cómo me atormentan, cómo me fríen la sangre!... Medias anatas... lanzas... (Repitiéndolo como para fijarlo en la memoria.) San Eloy... Carlos IV... Oye, Fidela, si quieres que yo te quiera, tenemos que rebelamos contra ese basilisco de tu hermana. Si tú te pones a mi lado, me planto... pero es preciso que estés a mi lado, en mi partido. Yo solo no puedo; sé que ha de faltarme valor... Lo tengo cuando estoy solo; pero en cuanto ella se me pone delante con el labio temblón, me descompongo todo... Lanzas... medias... Carlos IV... las annatas de la Biblia en verso... Fidela, nos rebelamos, ¿sí o no?

Algo alarmada de la excitación que notaba en su esposo, Fidela acudió a él, y acariciándole le trajo al sofá.

«Pero Tor, ¿por qué te da tan fuerte?

-Digo que nos rebelamos, porque ya ves, ni a ti ni a mí nos hace maldita falta el marquesado ese de las medias de San Eloy... annatas...   —198→   digo que pues a nosotros nos importa un rábano todo eso, que compre ella el marquesado, y puede empingorotarse con él todo lo que quiera.

-Tontín, el marquesado es para que tú lo luzcas. Eres riquísimo; lo serás más aún. Rico, senador, persona de alto concepto en la sociedad, te vendrá el título como anillo al dedo...

-Si no costara dinero, no te digo que no.

-Hijo, las cosas cuestan según valen. Ponte en lo justo... Y hay otra razón que mi hermana ha tenido en cuenta. Si a ti no te deslumbra el brillo de una corona, ¿no te gustaría verla en la cabecita de tu hijo?

De tal modo se desconcertó al oír esto el fiero prestamista, que por un buen rato estuvo sin poder articular palabra. Y viendo la esposa el buen efecto que causaba su razonamiento, lo reforzó todo lo que pudo, dentro de la escasez de sus medios retóricos.

«Bueno; concedo que no le caerá mal a mí hijo la corona de Marqués. ¡Un chico de tanto mérito! Pero la verdad, yo nunca he visto que sean marqueses los matemáticos, y si lo son, deben inventarse para ellos títulos que tengan algún punto de contacto con la ciencia, verbigracia: no estaría mal que nuestro Valentín se titulara Marqués de la cuadratura   —199→   del círculo, o cosa así. Pero esto no suena, ¿verdad? Tienes razón. No te rías... Estoy como trastornado con la idea de ese gasto tan bestial que se llevará de calle los líquidos de medio año... Annatas medias... Carlos... lanzas... lanceros... La cabeza me da vueltas... Nada; sublevación... Si no fuera por ti, me escaparía de la casa, antes que Crucita se me pusiera delante con esa matraca... Cierto que por la gloria de mi hijo, haré yo cualquier cosa... Pues oye lo que se me ocurre... Transacción. Convence a tu hermana de que aplace el asunto del marquesado hasta que el hijo nazca; no, no, hasta que le tengamos crecidito.

-No puede ser, Tor de mi vida -replicó Fidela con dulzura-, porque los Romeros gestionan también la concesión del título, y sería una vergüenza para nosotros que nos lo birlaran. Debemos anticiparnos a sus intrigas.

-Pues que me anticipen a mí la muerte, ¡Cristo! que con tanto jicarazo me parece que no está lejos. Fidela, tu hermana me abrirá la sepultura en el momento histórico menos pensado. Todo se remediaría poniéndote tú de mi parte, y ayudándome en la defensa de mi interés; porque al paso que vamos, créeme a mí, seremos muy pronto los Marqueses de la Perra Chica...

No pudo decir más porque entró su hija   —200→   Rufina, y lo mismo fue verla que descargar sobre ella su cólera, reprendiéndola por su tardanza. Aquí que no peco. La pobre muchacha pagaba los vidrios rotos, y el que todo era cobardía y turbación ante la formidable autoridad de Cruz, ante un ser débil y ligado a él por ley de obediencia, se desfogaba en groseros furores. Por suerte de la señora de Quevedo, entró de la calle la tirana, y bastó el rumor de sus pasos en la antesala para que se produjese un silencio absoluto en el gabinete. Retirose al despacho alto D. Francisco, rezongando en voz muy queda, y hasta la hora de comer no cesó de barajar su cerebro las ideas que le atormentaban. Medias lanzas... annatas... San Carlos... San Eloy... Valentín... marqueses científicos... ruina... muerte... rebelión... medias annatas.




ArribaAbajo- XI -

Ni la Paz y Caridad le salvaba ya, porque la gobernadora, en sus altos designios, había resuelto añadir al escudo de los Torquemadas los sapos y culebras del marquesado de San Eloy, y antes cayeran las estrellas del cielo que dejar de cumplirse aquella resolución. Precisamente, en el momento histórico de la referida conversación entre D. Francisco y Fidela,   —201→   se hallaban ya el dibujante heráldico y el investigador de genealogías con las manos en la masa, esto es, fabricándole un escudo al tacaño, lo que en verdad no era para ellos difícil, por ser el apellido Torquemada de noble sonsonete, de composición castiza, y muy propio para buscarle orígenes tan antiguos como los de Jerusalén. Cruz no se paraba en barras, y antes de hablar con su cuñado, lo dispuso todo para la pronta ejecución de la arrogante idea, apretándole a ello el ansia de cogerles la delantera a los indecentes Romeros. Encargó en Gracia y Justicia que se activase el expediente, dispuso que con la mayor brevedad posible se compusiesen todos los árboles genealógicos y todas las ejecutorias que fueran menester, y no faltaba más que imponer al bárbaro el gravamen, con firme voluntad, como la cosa más conveniente para la familia y para él mismo.

Más reacio que nunca le encontró Cruz aquella vez, porque la cuantía del expolio le requemaba la sangre, dándole ánimos para la defensa. Tuvo que llevar la dama el refuerzo de Donoso, que le encareció las ventajas de hacerse Marqués, y lo reproductivo de aquel gasto, pues su representación social se acrecía con la corona, traduciéndose tarde o temprano en beneficios contantes. No le convenció   —202→   más que a medias, y el hombre gemía, como si le estuvieran sacando todas las muelas a la vez con los aparatos más primitivos. De resultas del sofoco estuvo enfermo cinco días, cosa rara en su vigorosa naturaleza; se desmejoró de carnes, y le salieron muchas canas. Cruz se desvivía por agradarle y devolver a su alterado espíritu la serenidad; disimulaba su tiranía; figuraba atender a sus menores deseos para satisfacerlos, y lo hacía efectivamente en cosas menudas de la vida. Pero ni por esas: entregose el hombre pataleando, apencó con las medias annatas, rendido de luchar, y sin aliento para oponer al despotismo una insurrección en toda regla.

Distrajéronle un poco de sus murrias la presentación en el Senado y los conocimientos que allí hizo. El Presidente del Consejo, a quien hubo de dar las gracias antes de la aprobación del acta, le dijo con muy buena sombra que ya deseaba verle por allí; y que las personas como él (como el señor de Torquemada) eran las que representaban dignamente el país, lo que el tacaño creyó muy puesto en razón. Veíase tratado con miramientos y cortesanías que le halagaban, ¿para qué negarlo? y lo mismo el Presidente que todos los señores de la Mesa le traían en palmitas. Al volver a casa, después de su primer   —203→   vuelo en espacios nuevos para él, Cruz le observaba el rostro, queriendo descubrir los efectos de aquel ambiente de vanidades, y notaba ciertos efluvios de satisfacción que eran de muy buen augurio. Interrogábale acerca de sus impresiones; se hacía narrar la sesión y sus incidentes, y veía con gusto que el hombre en todo se fijaba y no perdía ripio. Que de esto se congratuló la dama, no hay para qué decirlo. Brillaba en sus ojos la alegría materna, o más bien el orgullo de un tenaz maestro que reconoce adelantos en el más rebelde de sus discípulos.

Para que se vea la suerte loca de Torquemada, y la razón que tenía Cruz para empujarle, velis nolis, por aquella senda, bastará decir que a poco de tomar asiento en el Senado, aprobada sin dificultad su acta, limpia como el oro, votose el proyecto de ferrocarril secundario de Villafranca del Bierzo a las minas de Berrocal, empantanado desde la anterior legislatura, proyecto por cuya realización bebían los vientos los berzanos, creyéndolo fuente de riqueza inagotable. ¿Y qué sucedió? que los de allá atribuyeron el rápido triunfo a influencias del nuevo senador (a quien se suponía gran poder), y no fue alboroto el que armaron, aclamando al preclaro hijo del Bierzo. Algo había hecho D. Francisco en pro del   —204→   proyecto: acercarse a la comisión, hablar al Ministro en unión de otro leonés ilustre; pero no se creía por esto autor del milagro ni mucho menos, ni ocultaba su asombro de verse objeto de tales ovaciones. Porque no hay idea de los telegramas rimbombantes que le pusieron de allá, ni de los panegíricos que en su honor entonaron el alcalde en el Ayuntamiento, el boticario en su tertulia, el cacique en mitad de la calle, y hasta el cura en el púlpito sagrado. Y trajo una carta El Imparcial, en que narraba el efecto causado por la noticia en aquella sensata población, describiendo cómo había perdido el sentido todo el sensatísimo vecindario; cómo habían sacado en procesión por las calles, entre ramas de laurel, un mal retrato de D. Francisco que se proporcionaron no se sabe dónde; cómo dispararon cohetes, que atronaban los aires expresando la gratitud con sus restallidos, y cómo, en fin, le aclamaron con roncas voces, llamándole padre de los pobres, la primera gloria del Bierzo, y el salvador de la patria leonesa.

Enterarse Cruz de estas cosas y volverse loca de alegría fue todo uno.

«¿Lo ve usted, señor mío? Si no fuera por mí, ¿tendría usted esas satisfacciones? ¡Qué hombre! Apenas da los primeros pasos, ya le salen los éxitos de debajo de las piedras.

  —205→  

Oyendo estas lisonjas, y todo el coro de plácemes que entonaron sus tertulios, don Francisco con media boca se reía y con otra media lloraba, fluctuando entre el remusguillo del amor propio satisfecho, y el temor de que todas aquellas misas vendrían a parar en nuevos gravámenes.

Aunque en pequeña escala todavía, no tardaron en cumplirse los vaticinios del suspicaz tacaño, porque al siguiente día se descolgaron cuatro murgas atronando la escalera, y tuvo que echarlas el portero a escobazos, repartiéndoles propina a razón de un duro por orquesta, según acuerdo de Cruz, y a los pocos días ¡ay! apareció la nube... Como empezara por poco, al principio parecía cosa de juego; pero iba engrosando, engrosando, y pronto causaba terror verla. Llegaron primero dos matrimonios, de paño pardo y refajos verdes, pidiendo el uno que le libraran de quintas al hijo, el otro que le devolvieran la cartería que por intrigas del gobierno le habían quitado. Llovieron también gentes de Astorga con gregüescos, trayendo mantecadas y pidiendo la Biblia en pasta, un destinito, condonación de las contribuciones, permiso para carbonear, despacho de un expediente, algunos limosna en crudo, otros aderezada con mil graciosos artificios. Siguieron otros   —206→   que, aunque aldeanos en esencia, traían presencia de señores, pretendiendo mil chinchorrerías, este que se destituyera al Ayuntamiento de tal parte, aquel una plaza en las oficinas de Hacienda de la provincia; el de más allá que se variara el trazado de la carretera.

Tras una sección de pedigüeños, venía otra y otra, con encomiendas muy extrañas. Cayó asimismo sobre la casa un buen golpe de leoneses residentes en Madrid, matagatos y paveros, y demonios coronados, que pedían protección contra la justicia, o gollerías atroces, dando a sus postulaciones los giros más originales. Baste el ejemplo de un individuo que mandó a D. Francisco un proyectillo, muy bien dibujado por cierto, del monumento que se elevaría en Villafranca del Bierzo para perpetuar la gloria del hijo preclaro etc... Y otros enviaban versos, odas de sablazo y pentacrósticos mendicantes, o le proponían comprar un viejo cuadro de Ánimas, que parecía una pepitoria. Torquemada se los sacudía con cierto desgarro, echando el muerto a su cuñada, quien con cristiana mansedumbre aguantaba el chaparrón y les obsequiaba y les sonreía, dándoles una dedada de miel para que se fueran pronto. Los del pueblo traían de D. Francisco idea tan alta, que palidecían al verle, y   —207→   se quedaban lelos, como en presencia de un Emperador o del Papa. Todos se las prometían muy felices de la visita, y venían como a tiro hecho, porque allá se dijo que cosa por don Francisco solicitada era cosa hecha en todas las esferas de la Gobernación del Reino. Como que la misma Reina no tomaba determinación alguna sin consultarle, y cada lunes y cada martes le sentaba a comer en su mesa. Pues de la riqueza de Torquemada traían una idea tan hiperbólica, que algunos se maravillaron de no ver las carretadas de dinero entrar por el portalón de la casa. Entre los de paño pardo y refajo verde, vinieron dos o tres que habían conocido a D. Francisco cuando era un chaval que andaba descalzo por los lodazales de Paradaseca; y no faltó una tarasca que echándole los brazos al pescuezo le saludara con expresiones semejantes a las de la paleta del sainete La presumida burlada: «¡So burro, hijo mío!».




ArribaAbajo- XII -

Ya se iba cargando el hombre de aquel aluvión, y cuando se encaraba con algún paisano, se le atiesaban los pelos del bigote, tomando su cara un aspecto de ferocidad que suspendía el ánimo de los visitantes. Por fin,   —208→   le dijo a Cruz que cerrara la puerta a semejantes posmas, o que tan sólo diese entrada, después de un detenido reconocimiento, a los que traían algo, ya fuese chorizos, o chocolate... o aunque fueran castañas y bellotas, que a él le gustaban mucho.

En tanto, iba acomodándose a la vida parlamentaria, y elegido para esta y la otra comisión, se aventuraba a ilustrar a sus compañeros con alguna idea muy del caso, siempre que se tratara ¡cuidado! de cuestiones de Hacienda. La verdad, estaría muy contento, si desde que se sentó en los rojos escaños, no hubieran llovido sobre él los sablazos en una u otra forma... Esto le sacaba de quicio. Es mucho cuento ¡Señor! que no se pueda figurar conforme al propio mérito, sin dar sangrías a cada rato al flaco bolsillo. Ya era la suscripcioncita para imprimir el discurso de cualquiera de aquellos puntos, ya otra colecta para erigir un monumento a Juan, Pedro y Diego de la antigüedad, cuando no lo hacían por un personaje moderno, de estos que se hacen célebres charlando por los codos o revolviendo a Roma con Santiago. ¡Y a cada instante víctimas por acá y por allá; socorros para inundados, náufragos y viudas y huérfanas del Sursum Corda. Era un gotear frecuente, que al cabo del mes representaba un terrible pasivo.   —209→   Vaya, que a tal precio no quería las satisfacciones de padre o abuelo de la patria. ¡Cómo se cobraba, la muy bribona, de los honores que a sus hijos ilustres confería! Tan cargado estaba ya de ser hijo ilustre, que una noche, al regresar a su casa de malísimo humor, porque el Marqués de Cícero le había afanado cuarenta duros para la restauración de una catedral de ñales, díjole a Cruz que ya no aguantaba más, y que el mejor día tiraba el acta en medio del redondel, vulgo hemiciclo, y otro que tallara. Para colmar su desesperación, aquella misma noche hubo de participarle la tirana su propósito de dar una comida de diez y ocho cubiertos, a la que seguirían otras semanalmente, con objeto de convidar a diferentes personas de alta categoría. Inútiles fueron todas las protestas del empedernido tacaño. No había más remedio que banquetear, y se banquetearía. El decoro del nuevo prócer así lo reclamaba, y en vez de ponerse como un león, debía agradecerlo, y alegrarse de tener a su lado personas que tan religiosamente cuidaban de su dignidad.

Pues señor, por aquel camino pronto llegaría la de vámonos. ¡Comidas de catorce cubiertos, y de diez y ocho y veinte! Ya desde Octubre venía en aumento la cifra del presupuesto de bucólica. Era un diario abrumador,   —210→   que causaba espanto a D. Francisco, acostumbrado a la sordidez de los doce o trece reales de gasto en tiempos de doña Silvia. Pues con el nuevo régimen de convites crecería la suma, hasta llegar a una cifra capaz de quitar el sueño a los siete durmientes, y aun a los siete sabios de Grecia, que dormían el sueño eterno. El mejor día le daba al hombre un ataque cerebral del berrinche que cogía; las murrias le iban devorando, y las satisfacciones de hombre público y de gran financiero se le amargaban con aquel desagüe sin término de sus líquidos. ¡Cuánto mejor reunirlo todo, para emplearlo en nuevos arbitrios, viviendo con un modestísimo pasar, sin comilonas, que siempre perjudicaban a la salud, y vestido con sencilla decencia, por un sastre habilidoso, de esos que vuelven la ropa del revés! Esto era lo lógico, y lo procedente, y lo que se caía de su peso. ¿A qué tanto lujo? ¿De dónde sacaba Cruz que para negociar en grande era preciso convidar a comer a tanto gandul? ¿Y a qué iban allí los diplomáticos, chapurreando el español y hablando sin cesar de carreras de caballos, de la ópera y otras majaderías? ¿Qué beneficio líquido le aportaba aquella gente, y los hermanos del ministro, y el general Morla, y otros tantos que no hacían más que murmurar del gobierno y encontrarlo   —211→   todo muy malo? Verdad que él también lo encontraba todo pésimo, pues política que no fuese de economías a raja tabla, caiga el que caiga, era una política de muñecas, y así lo manifestaba delante de catorce o veinte comensales, que concluían por darle la razón.

Hacia fin del año, el negocio de la hoja iba como una seda, pues el pariente de Serrano que hacía las compras en los Estados Unidos, era hombre que lo entendía, ciñéndose a las instrucciones dadas por el gerente. Total, que las primeras remesas fueron admitidas sin dificultad en los depósitos, y cuando alguna promovía dudas o resistencias, por aquello de que el tabaco parecía propiamente basura barrida de las calles, de Madrid daban orden de que se admitiese, gracias a las gestiones de D. Juan Gualberto, que para estas cosas era un águila. Donoso no intervenía en nada referente a las entregas. La ganancia, según los cálculos de Torquemada, sería fenomenal en el primer año. No tardó Serrano en proponerle otro negocio: tomar en firme todas las acciones del ferrocarril de Villafranca a Minas de Berrocal, con lo cual se mataban de un tiro muchos pájaros, pues los berzanos verían en ello un nuevo triunfo de su ídolo, y este y sus compinches harían una buena jugada largando las acciones después de hacerlas   —212→   subir, por las artes que a tales combinaciones se aplican, hasta las nubes. Con esto y el arreglo con la casa de Gravelinas, a la cual se asignó una pensión por la vida del duque actual y diez años más, quedándose Torquemada y compañeros negociantes con todos los bienes raíces (que se venderían poco a poco, recibiendo en pago las obligaciones emitidas por la casa ducal), la fortuna del tacaño iba creciendo como la espuma, en progresión descomunal, amén de sus innumerables negocios de otra índole, compra y venta de títulos con tal tino realizadas, que jamás se equivocó en los cálculos de alza y baja, y sus órdenes en Bolsa eran la clave de casi todas las jugadas de importancia que allí se hacían.

Y entre tantas dichas se aproximaba el gran acontecimiento, que esperaba el tacaño con ansia, creyendo ver en él la compensación de sus martirios por los despilfarros ociosos con que Cruz quería dorarle las rejas de su jaula. Muy pronto ya las alegrías de padre endulzarían las amarguras del usurero, burlado constantemente en sus tentativas de acumular riquezas. Deseaba el hombre, además, salir de aquella cruel duda: ¿Su hijo sería Torquemada, como tenía derecho a esperar, si el Supremo Hacedor se portaba como un caballero? «Me inclino a creer que sí -decía para su capote, con verdadero derroche de lenguaje fino-. Aunque bien pudiera ser que la entremetida Naturaleza tergiversase la cuestión y la criatura me saliese con instintos de Águila, en cuyo caso yo le diría al señor Dios que me devolviese el dinero... quiero decir, el dinero no... el, la... No hay expresión para esta idea. Pronto hemos de salir del dilema. Y bien podría resultar hembra, y ser como yo, arrimada a la economía. Allá lo veremos. Me inclino a creer que será varón, y por ende, otro Valentín, en una palabra, el mismo Valentín bajo su propio aspecto. Pero ellas no lo creen así, sin duda, y de aquí la expectación que reina en todos, como cuando se aguarda la extracción de la Lotería».

Ya Fidela no salía de casa ni podía moverse. Se contaban los días, anhelando y temiendo el que había de traer el gran suceso. Hubo equivocaciones en el cálculo. Se esperaba para la primera quincena de Diciembre, y nada. Pasó el 20: confusión y temores. Por fin, el 24 se anunció, desde el amanecer, la solución del tremendo enigma con horribles molestias e inquietudes de la señora. No conceptuándose Quevedito bastante autorizado para traer al mundo al heredero de Torquemada, se había llamado con tiempo a una de las eminencias de la obstetricia; pero debió de   —214→   presentarse el caso un poco difícil, porque la eminencia propuso el auxilio de otra eminencia. Reunidos ambos doctores, declararon que el parto era de mucho compromiso, y pidieron la colaboración de una tercera eminencia.

Mordíase el bigote y refregábase las manos una con otra el amo de la casa, ya poseído de pánico, ya de risueñas esperanzas, y no hacía más que ir y venir de un lado para otro, y subir y bajar del escritorio al gabinete, sin acertar a disponer, en tan crítico día, cosa alguna referente a sus vastos negocios. Los amigos más íntimos fueron a enterarse y hacerle compañía, y para todos tuvo palabras ásperas. No le había hecho maldita gracia la irrupción de médicos, y cogiendo a solas a Quevedito, que oficiaba como ayudante, le dijo:

«Esto de traerme acá tantos doctores no es más que una oficiosidad de Cruz, que siempre tiende a hacerlo todo en grande, aunque no sea menester. Si la gravedad del caso lo exigiese, yo no repararía en gastos. Pero verás cómo no necesitamos de tanta gente. Tú te bastarías y te sobrarías para sacarla de su cuidado... Pero, hijo, quien manda, manda. Es refractaria a la modestia y a la moderación, y con ella no valen las buenas teorías... lanzas y medias annatas... No sé lo que digo...   —215→   Concluirá por arruinarme con tanta bambolla... San Eloy... ¿Y tú qué crees? ¿Saldremos en bien de este mal paso?... San Eloy... Yo confío que esta noche tendremos a Valentín en casa... Y si me salgo con la mía, se dará la coincidencia de que sea en la misma noche... medias annatas... en que vino al mundo nuestro Redentor, vulgo Jesucristo, o en otros términos, el Mesías prometido... Vete, vete a la alcoba, no te separes de su lado... Yo estoy como loco... ¡Vaya, que traer acá esos tres puntos de médicos, que pondrán cada cuenta...! En fin, sea lo que Dios quiera. No vivo hasta no ver...




ArribaAbajo- XIII -

Al anochecer se presentó el caso como de los más apurados y difíciles. Celebraron las tres eminencias solemne consulta, y en un tris estuvo que fuese avisada una cuarta celebridad. Por fin, se acordó esperar, y Torquemada, que no cabía ya en su pellejo de puro afanado, rindiose al temor del peligro, y se manifestó conforme con que se trajera más personal facultativo, si era menester. Calmose la parturienta a prima noche, sin que desapareciese la gravedad; presentáronse síntomas favorables, y aún se aventuraron los comadrones a   —216→   reanimar con risueñas esperanzas a la atribulada familia. La cara de D. Francisco era de color de cera: creeríase que el bigote no estaba en su sitio, o que se le había torcido la boca. A ratos le sudaba la frente gotas gordísimas, y a cada instante se echaba mano a la cintura para levantar el pantalón, que se le caía. Entraron algunas personas, en expectativa del suceso, y se metieron en la sala, dispuestas a dar rienda suelta a las demostraciones de júbilo o de duelo, según el giro que tomase la función. Huía de la sala el tacaño, horrorizado de tener que hacer cumplidos, y en una de las vueltas que daba por la casa, fue a parar al cuarto de Rafael, a quien halló tranquilamente sentado en su sillón, hablando con Morentín de cosas literarias.

«¡Ah, Morentín! -dijo D. Francisco saludándole fríamente-. No sabía que estaba usted aquí.

-Decíamos que no hay aún motivo de alarma. Pronto se le podrá dar a usted la enhorabuena. Y yo se la daré dos veces: primero, por lo que usted espera...

-¿Y segundo?

-Por el Marquesado de San Eloy... Yo quería reservarme, para dar juntas las dos enhorabuenas.

-Ni falta que me hace -replicó D. Francisco   —217→   con aspereza-... San Eloy... medias annatas... Cosas de la hermana de este, que siempre está inventando pamplinas para sacamos del statu quo, y meterme a mí, tan humilde, en las altas esferas... ¡Mire usted que yo Marqués! ¿Y a santo de qué viene ese título?

-Ninguno más ilustre que el de San Eloy -dijo Rafael algo picado-. Data del tiempo del Emperador Carlos V, y han llevado esa corona personas de gran valía, como D. Beltrán de la Torre Auñón, gran maestre de Santiago, y capitán general de las galeras de Su Majestad.

-¡Y ahora me quieren meter a mí en las galeras! San Eloy... ¡oh, qué marqueses somos!... De mucho nos valdría si no tuviéramos con qué poner un puchero, como ciertos y determinados títulos que viven de trampas... Mi bello ideal no es la nobleza: tengo yo una manera sui generis de ver las cosas. Rafael, no te enfades, si me despotrico contra la aristocracia tronada, y contra la que no tiene más desideratum que humillar a los infelices plebeyos. Yo soy un pobre que ha logrado asegurarse la clásica rosca y nada más. Es cosa triste que lo ganado tan a pulso se emplee en marquesados. Ni qué tengo yo que ver con ese hijo de tal que mandó en las galeras del   —218→   Rey... No lo tomes a mal, Rafaelito. Ya sabes que no es por ofender a tus antepasados... muy señores míos... Sin duda fueron unos puntos muy decentes. Pero es que yo doy ahora mismo el marquesado por lo que cuesta y un diez por ciento de prima, si hay quien lo quiera... Ea, Morentín, vendo la corona. ¿La quiere usted?

Reíanse los dos amigos, Rafael de dientes afuera, el otro con toda su alma, porque cuantas muestras de su barbarie daba don Francisco le colmaban de júbilo.

«Pero todo ello -dijo después Torquemada-, no tiene importancia en parangón del grave conflicto en que estamos... Salga en bien Fidela, y apechugo con todo, incluso con las medias annatas.

-Yo preveo los acontecimientos -afirmó Rafael con serena convicción-, y le profetizo a usted que Fidela saldrá perfectamente de su cuidado.

-Dios te oiga... Yo creo lo mismo.

-No le vendrá a usted la desgracia por este lado, ni el día de hoy, sino por otro lado, y en días que aún están lejanos.

-Bah... Ya estás oficiando de profeta -dijo Morentín, queriendo desvirtuar con sus risas la seriedad que el ciego daba a sus palabras.

-Por de pronto -añadió Torquemada-,   —219→   cúmplase la profecía de hoy; yo me congratulo de que Rafael acierte. ¡Pero cuánto tarda, Virgen de la Santísima Paloma! ¡Y para esto traiga usted tres facultativos de cartel!... ¿Qué hacen esos caballeros que no...? Porque yo soy el primero en rendir parias a la ciencia... Pero que veamos sus resultados prácticos... ¿Pues qué, todo ha de ser teoría, Sr. de Morentín?

-Lo mismo digo yo.

-Mucha teoría, mucho término griego, y este manda una cosa, el otro lo contrario; y los tratamientos son como el tejido de Penélope, que hoy te hago y mañana te deshago. Si el enfermo se muere, no por eso se dejan de pagar las cuentas de los señores Galenos... ¡quia!... Y yo profeso la teoría de que esas cuentas debieran pagarlas los gusanos. ¿No es usted de mi opinión? Justo; los gusanos, que son los que van ganando... Aquí estamos en actitud expectante, diciendo «qué será, qué no será», y esos señores médicos tan tranquilos... Y les soy a ustedes franco: me pongo tan nervioso, que... vean... me tiemblan las manos, y hasta se me traba la lengua... Mi yerno Quevedo se bastaba y se sobraba; tal es mi humilde punto de vista.

Salió del cuarto sin oír lo que Rafael y Morentín expresaron sobre sus respectivos   —220→   puntos de vista, y en el pasillo se encontró con Pinto, a quien atizó varios pescozones, sin que el agresor ni la víctima se hicieran cargo claramente del motivo de ellos. Siempre que D. Francisco se ponía muy destemplado y nervioso, desfogaba los efluvios de su insensata cólera sobre los cachetes y el cráneo inocente del lacayo, que era un bendito, y llevaba con paciencia los duelos con pan. El buen trato de las señoras, y el comer todo lo que le pedía el cuerpo, le indemnizaban de las brutalidades del amo, el cual, cuando estaba de buenas, solía entenderse con él para ciertas funciones de espionaje, verbigracia: «Pinto, ven acá. ¿Está la señorita Cruz en el gabinete? ¿Quién ha entrado, el Sr. Donoso, o el señor Marqués de Taramundi?... Chiquillo, avísame arriba cuando salga Donoso, sin que se entere nadie, ¿sabes?... Oye, Pinto: la señorita Cruz te preguntará si estoy arriba, y tú le dices que tengo gente.

Aquel día fue tal la dureza de sus nudillos, que el muchacho se echó a llorar. «No llores, hijo -díjole el tacaño ablandándose súbitamente-. Ha sido sin querer, por la pícara costumbre. Estoy de mal temple. ¿Qué hay? ¿Ha salido de la alcoba alguno de esos tres doctores de pateta?... No llores te digo. Si la señora sale en bien, cuenta con una muda de   —221→   ropa... Vete a ver quién está en la sala. Paréceme que ha entrado la mamá de Morentín, enteramente... ¿Y el Sr. de Zárate ha venido?... ¿No? Pues lo siento... Entérate con cuidado, con discreción, de dónde está la señorita Cruz, si en la alcoba, o en la sala, o en su cuarto, y corre a decírmelo. Te espero aquí... Entras haciéndote el tonto, creyendo que te han llamado... Esto no es vivir. Tú también deseas que salgamos bien, y que sea varón, ¿verdad?». Limpiándose las lágrimas, respondió que sí el bueno de Pinto, y se fue a desempeñar las comisiones que le encargó su amo. El cual continuó vagando por los pasillos, a ratos despacio, fija la vista en el suelo, como si buscase una moneda que se le había perdido, a ratos de prisa, vuelta la cara hacia el techo, cual si esperara ver caer de él lluvia de oro. Cuando llamaban a la puerta, se escondía en el aposento que le cogía más a mano, recatándose de las visitas, que le azoraban o le ponían furioso.

Pero una persona entró que le fue muy grata, y a ella se abalanzó con júbilo, dejándose abrazar y recibiendo varios estrujones.

«Tenía ganas de verte, amigo Zárate. Estoy, estamos angustiadísimos.

-Pero qué -dijo el sabio, fingiendo consternación-.   —222→   ¿Todavía no se le puede dar a usted la enhorabuena?

-Todavía no. Y he mandado venir tres facultativos de punta, eminencias los tres, y alguno de ellos lo primero del globo terráqueo en clase de comadrones.

-¡Oh! pues no habrá nada que temer. Esperemos tranquilos el resultado de la ciencia.

-¿Lo cree usted? -dijo Torquemada, ya exánime, apoyándose, como un borracho a quien falta el suelo, en las paredes del pasillo.

-Confío en la ciencia. ¿Pero acaso el lance se presenta dificultoso? Será que la familia se asusta sin motivo. ¿Está la paciente en el primer período? ¿Y el vástago se presenta por el vértice o por la pelvis?

-¿Qué dice usted?

-¿Y no han pensado en traer un aparato muy usado en Alemania, la sella obstetricalis?

-Cállese usted, hombre... ¿A qué obedecen esos aparatos? Dios quiera que todo sea por lo natural, como en las mujeres pobres, que se despachan sin ayuda de facultativos.

-Pero rara vez, Sr. D. Francisco, se verifica una buena parturición sin auxilio de mujeres prácticas, vulgo comadronas, que en Grecia se llamaban omfalotomis, fíjese usted, y en Roma, obstetrices.

No había concluido de soltar estos terminachos,   —223→   cuando sintieron tumulto en el interior de la casa, pasos precipitados, voces. Algo estupendo sucedía; mas no era fácil colegir de pronto si era bueno o malo. Don Francisco se quedó como un difunto, sin atreverse a indagar por sí mismo. Zárate dio algunos pasos hacia la sala; pero aún no había llegado a ella, cuando oyeron claramente decir: «Ya, ya...




ArribaAbajo- XIV -

-¿Qué es? por las barbas del Santísimo Cristo -gritó Torquemada escupiendo las palabras.

-Ya, ya -repetían los criados corriendo. Sus alegres semblantes divulgaban la buena noticia.

Y en la puerta del gabinete, a donde corrió con exhalación, encontrose D. Francisco oprimido entre unos brazos de hierro. Eran los de Cruz, que en su alegría loca le besó en ambos carrillos, diciendo: «Varón, varón.

-¡Si no podía equivocarme! -exclamó el tacaño, sintiendo más apretado el nudo que en su garganta tenía-. Varón... quiero verle... medías annatas... ¡Oh! la ciencia... Biblias... Valentín, Fidela... Bien por las tres eminencias.

  —224→  

Cruz no le dejó penetrar en la alcoba. Había que aguardar un momentito.

«¿Y qué tal?... robusto como un toro... -añadió el venturoso padre, que sin saber cómo fue arrastrado a la sala, y allí le abrazaron multitud de personas, soltándole y recibiéndole como una pelota, y llenándole la cara de babas-. Gracias, señores... agradezco sus manifestaciones... San Eloy... la ciencia... tres primeras espadas de la Medicina. Gracias mil... estimando... No me ha cogido de nuevas... Ya sabía yo que había de ser... del sexo masculino, vulgo macho... Dispensarme, no sé lo que digo... Ea, Pinto, quiero convidar a todo el mundo. Vete a la taberna, y que traigan unas copas de Cariñena... ¡Qué disparate!... No sé lo que digo... La sacra Biblia empastada y champañ... Señores, mil y mil gracias, por su actitud de simpatía y... beneplácito. Estoy muy contento... Seré Mecenas de todo el mundo... Que traigan peleón, digo Jerez... Bien sabía yo el resultado de la peripecia... Lo calculé. Yo todo lo calculo... Querido Zárate, venga otro abrazo. ¡La ciencia!... Lo...or a la ciencia. Pero lo dicho: no se necesitaban tantos doctores. Ha sido un parto meramente natural y espontáneo, por decirlo así. Somos felices... Sí señora, felices...enteramente; tiene usted razón, enteramente...

  —225→  

Entró a felicitar a su esposa. Después de hacerle muchos cariños, y de echar un vistazo al crío cuando le estaban lavando, volvió a salir, radiante.

«Es el mismo, el propio Valentín -dijo a Rufinita, volviendo a abrazarla-. ¡Cuánto me quiere Dios! ¡Él me lo quitó; Él me lo vuelve a dar! Designios que no saben más de cuatro; pero yo sí... Ahora, lo que nos vendría muy bien es que se largara toda esta gente.

-Pero si vienen más. Se llenará toda la casa.

Y otra vez en la sala, oyó, entre el coro de felicitaciones, comentarios de la extraordinaria coincidencia de que el hijo de Torquemada naciese en la fecha del Nacimiento del Hijo de Dios.

«Ahí verán ustedes... Los designios, los altos designios...

-Feliz Noche Buena, Sr. D. Francisco, el hombre grande, el hombre de la suerte, el niño mimado del Altísimo...

No se olvidó, con tanto incienso, de ir a recibir la felicitación de Rafael, el cual hubo de recibirle con fría cordialidad, congratulándose de que su hermana hubiera dado a luz felizmente; mas no hizo mención del nuevo ser, que había venido a perpetuar la dinastía. Esto le supo mal a D. Francisco, que con   —226→   altanero ademán y sonora voz le dijo: «Varón, Rafael, varón, para que tu casa y todita tu nobleza de antaño, más vieja que las barbas del Padre Eterno, tenga representación en los siglos venideros y futuros. Supongo que te alegrarás.

El ciego afirmó con la cabeza, sin pronunciar una palabra. Morentín había pasado a la sala, confundiéndose con los del coro de alabanzas y felicitaciones. Creyó muy del caso la gobernadora improvisar una cena para todos los presentes, con el doble motivo de celebrar el Nacimiento del Hijo de Dios, y el del sucesor de la casa y estados del Águila-Torquemada. Como la turbación y trajín de aquel día no habían permitido pensar en comidas extraordinarias, a las diez andaba de coronilla toda la servidumbre, aprestando la cena, que por la ocasión, la fecha y el lugar en que se celebraba, debía ser opípara.

No le pareció bien a Torquemada llenar el buche a toda la turbamulta, y en su pobre opinión, se cumplía invitando a los más íntimos, como Donoso, Morentín padre e hijo y Zárate. Pero Cruz, a quien dio conocimiento con cierta timidez de su criterio restrictivo en materia de invitaciones, le contestó secamente que ya sabía ella lo que reclamaban las circunstancias. Reasumiendo: que celebraron allí   —227→   la Noche Buena, en improvisado banquete, comiendo y bebiendo como fieras, según dicho de Torquemada, unas cuarenta y cinco personas largas, es decir, unas cincuenta personas, en cifra redonda. Tuvo el buen acuerdo el amo de la casa de no beber champagne, sino en dosis homeopáticas, y gracias a esta precaución se portó como un caballero, no dejando salir de sus autorizados labios ninguna inconveniencia, y hablando con todos el lenguaje fino y grave, que a su carácter y posición social correspondía. Menudearon los brindis en prosa y verso, de madrugada ya, y Zárate concluyó por tratar de a D. Francisco, profetizándole que sería el dueño de toda la tierra, y que bajo su imperio se resolvería el problema de la aerostación, y se cortarían todos los istmos para mayor fraternidad entre los mares, y se unirían todos los continentes por medio de puentes giratorios... Brindaron otros por el Marquesado de San Eloy, que muy pronto adquiriría mayor lustre con la grandeza de España de primera clase, y no faltó quien pidiese a los señores de Torquemada, con el debido respeto, que diesen un gran baile, el día de Reyes, para celebrar el fausto suceso.

Cuando se fueron los comensales, D. Francisco no se podía tener de cansancio, la cabeza   —228→   como un farol, y los espíritus algo caídos. El sol de su alegría se nublaba con la consideración del enorme gasto de aquella cena, y de los que vendrían a renglón seguido, pues la tirana había invitado, para toda la semana siguiente hasta Año Nuevo, a los allí presentes aquella noche, distribuyéndoles en tandas de a doce cada día. «A este paso -pensó Torquemada-, esto será un Lhardy, y yo el calzonazos por excelencia». Acostose ya cerca del día con la mitad del alma gozosa, la otra mitad agitada por zozobras terribles. ¿Sería broma aquello del gran baile, o lo dirían en serio? Cruz, al oírlo, se había reído; pero sin protestar, como habría protestado él, si se atreviera. Esto y los doce invitados diarios le quitaron el sueño, porque la otra mitad del alma, la risueña y retozona, también se mostraba rebelde al descanso. Levantose sin haber dormido, y lo primero que se echó a la cara fue un par de tarascas, en quienes al punto reconoció los caracteres zoológicos del ama de cría. «¡Hola! -dijo dirigiéndose a ellas-, ¿qué tal estamos de leche?

Cruz las había hecho venir previamente de la Montaña, dando el encargo a un médico amigo suyo. Eran dos soberbios animales de lactancia, escogidos entre lo mejor, morenas, de pelo negro y abundante, las ubres muy   —229→   pronunciadas, y los andares resueltos. Mientras el tacaño visitaba a su esposa y al crío, Cruz estuvo tratando con aquel par de reses, y con los montaraces aldeanos que las acompañaban.

«¿Cuál ha escogido usted? -preguntole después D. Francisco, que de todo quería enterarse.

-¿Cómo cuál? Usted está en babia, señor mío. Las dos. Una fija, y otra de suplente por si la primera se indispone.

-¡Dos amas, dos! -exclamó el bárbaro con los pelos todos de su cabeza y bigotes erizados como los de un cepillo-. Si un ama, una sola, es el azote de Dios sobre una casa, dos... ayúdeme usted a sentir, dos... son lo mismo que si se abriera la tierra y nos tragara.

-De poco se asusta usted... ¿Y así mira por la crianza de ese bendito pimpollo que Dios le ha dado?

-¡Pero para qué necesita mi pimpollo dos amas, Cristo, re-Cristo! ¡Cuatro pechos, Señor de mi vida, cuatro pechos...! ¡Y yo que no tuve ninguno de madre, pues me criaron con una cabra!

-Por eso siempre tira usted al monte.

-Pero vamos a ver, Crucita. Seamos justos... ¿Quién ha visto usted que tenga dos amas?

  —230→  

-¿Que quién he visto...? Los Reyes, el Rey...

-¿Y acaso somos nosotros testas coronadas, por decirlo así? ¿Soy yo por casualidad Rey, Emperador, ni aun de comedia, con corona de cartón?

-No es usted Rey; pero su representación, su nombre exigen propósitos y actos de realeza... No, no me río. Sé lo que digo. Entramos en un período nuevo. Ya tiene usted sucesión, ya tiene usted heredero, Príncipe de Asturias...

-Dale con que soy...

Y no pudo decir más, porque la ira le encendía la sangre, congestionándole. Sentado en el comedor se entretuvo en morderse las uñas, mientras le traían el chocolate. Viéndole de tan mal temple, Cruz se compadeció de él, y quiso explicarle la razón de aquel nuevo período de grandezas en que entraba la familia. Pero D. Francisco no escuchaba más razones que las de su avaricia. Nunca sintió en su alma tan fuerte prurito de rebeldía, ni tanta cortedad para llevarla del pensamiento a la práctica. Porque la fascinación que Cruz ejercía sobre él era mayor y más irresistible después del nacimiento de Valentín. Ya se comprende que este le servía a la tirana de la casa para solidificar su imperio y hacerlo   —231→   invulnerable contra toda clase de insurrecciones. El pobre tacaño gemía, paseando de la taza al estómago su chocolate, y como Cruz le incitara a manifestar su pensamiento, quiso el hombre hablar, y las palabras se negaban a salir de sus labios. Intentó traer a ellos los términos groseramente expresivos que usar solía en su vida libre; tan sólo acudían a su boca conceptos y vocablos finos, el lenguaje de aquella esclavitud opulenta en que se consumía, constreñido por un carácter que encadenaba todas las fierezas del suyo.

«No digo nada, señora -murmuró-. Pero así no podemos seguir... Usted verá... Yo soy la economía por excelencia, y usted el despilfarro personificado... Tres médicos, dos amas... gran baile... convites diarios... medias annatas... Total, que pululan los gastos.

-Los que pululan son los mezquinos pensamientos de usted. ¿Qué supone todo eso para sus enormes ingresos? ¿Cree que yo aumentaría el gasto si viera que sus ganancias mermaban lo más mínimo?... ¿Tan mal le ha ido bajo mi dirección y gobierno? Pues aún han de venir días gloriosos, amigo mío... ¿Pero qué tiene usted?... ¿qué le pasa?

El tacaño lloraba, sin duda porque se le atragantó la última sopa de chocolate.





  —232→     —233→  

ArribaAbajoTercera parte


ArribaAbajo- I -

Entró el año nuevo con buena sombra. Diríase que los Santos Reyes le habían traído al tacaño cuantos bienes del orden material puede imaginar la fantasía del más ambicioso. Llovía el dinero sobre su cabeza; apenas tenía manos para cogerlo; por añadidura, hasta se sacó, a medias con Taramundi, el premio gordo de la Lotería de fin de Diciembre, y ningún negocio de los emprendidos por él solo o en comandita dejaba de fructificar con lozanos rendimientos. Nunca fue la suerte más loca, ni reparó menos en el desorden con que reparte sus dádivas. Atribuíanlo algunos a diabólicas artes, y otros a designios de Dios, precursores de alguna catástrofe; y si eran muchos los que le envidiaban, no faltaba quien le mirase con supersticioso temor, como un ser en cuya naturaleza alentaba infernal espíritu. Infinidad de personas quisieron confiarle   —234→   sus intereses, con la esperanza de verlos aumentados en corto tiempo; pero él no consentía en manejar fondos de nadie, con excepción de tres o cuatro familias de mucha intimidad.

Pero si, en la esfera de los negocios, motivos tenía para reventar de satisfacción, en la propiamente doméstica no pasaba lo mismo, y el hombre, desde la entrada de año, se veía devorado por intensas melancolías. Los gastos de la casa eran ya como de príncipes: aumento de servidumbre de ambos sexos; libreas; otro coche, uno exclusivamente destinado a la señora y al ama con el niño; comidas de doce y catorce cubiertos; reforma de moblaje; plantas vivas de gran coste para decorado de las habitaciones; abono en la Comedia, además del del Real; enormísimo lujo de trajes para el ama, que salía hecha una emperatriz a estilo pasiego, con más corales sobre su corpacho que pelos tenía en la cabeza. De Valentinico no se diga: a los pocos días de nacido, ya tenía en su Debe más gasto de ropa que su papá en los cincuenta y pico años que contaba. Encajes riquísimos, sedas, holandas y franelas de lo más fino componían su ajuar, no menos lujoso que el de un Rey. Y a estas superfluidades, el usurero no podía oponerse, porque sus últimas energías estaban   —235→   agotadas, y delante de Cruz no se atrevía ni a respirar; a tal grado llegaba, en el nuevo orden de cosas, el predominio de la tirana.

El día de la Epifanía hubo gran comida, y por la noche recepción solemne, a que asistieron por centenares las personas de viso. Ya no se cabía en la casa, y fue preciso convertir el billar en salón, decorándolo con tapices, cuyo valor habría bastado para mantener a dos docenas de familias por algunos años. Verdad que tuvo D. Francisco la satisfacción de ver en su casa ministros de la Corona, senadores y diputados, mucha gente titulada, generales y hasta hombres científicos, sin que faltaran bardos, y algún chico de la prensa, por lo cual decía para su sayo el Marqués de San Eloy: «Si buena ínsula me das, buenos azotes me cuesta». El licenciado Juan de Madrid describía con pluma de ave del paraíso el espléndido sarao, concluyendo por pedir con relamidas expresiones que se repitiera. A propósito de él, hicieron los Romeros un chiste, que corrió por toda la sociedad, haciendo reír a cuantos le oían. Dijeron que el amo de la casa no pudo asistir porque... había ido a esperar los Reyes.

Transcurrieron los meses de invierno sin más novedad que algunas indisposiciones de Valentinico, propias de la edad. Verdaderamente   —236→   la criaturita no parecía de cepa saludable, y algunos íntimos no ocultaban su opinión poco favorable a la robustez del heredero de la corona. Pero se guardaban muy bien de manifestarla, desde que ocurrió un desagradable incidente entre D. Francisco y su yerno Quevedito. Hallábase este una mañana hablando con Cruz de si la leche del ama era o no superior, de la complexión raquítica del niño, y desembuchando con sinceridad médica todo lo que pensaba, se dejó decir: «El chico es un fenómeno. ¿Ha reparado usted el tamaño de la cabeza, y aquellas orejas que le cuelgan como las de una liebre? Pues no han adquirido las piernas su conformación natural, y si vive, que yo lo dudo, será patizambo. Me equivocaré mucho, si no tenemos un marquesito de San Eloy perfectamente idiota.

-¿De modo que usted cree...?

-Creo y afirmo que el fenómeno...

Don Francisco, que en aquellos tiempos había adquirido la costumbre de escuchar tras de las puertas y cortinas, espiando las ideas de su cuñada para prevenirse contra ellas, sorprendió aquel breve diálogo al amparo de un portier, y al oír repetida la palabra fenómeno, no tuvo calma para contenerse, entró, de un salto abalanzose al pescuezo del joven facultativo, y apretándoselo con la sana intención   —237→   de estrangularle, gritaba: «¿Con que mi hijo es fenómeno?... ¡Ladrón, matasanos! El fenómeno eres tú, que tienes el alma patizamba, y comida de envidia... ¡Idiota mi hijo!... Te ahogo para que no vuelvas a decirlo.

Con gran trabajo pudo Cruz quitársele de entre las manos, y calmar su furia.

«No digo más que la verdad -murmuró Quevedito, rojo como un pimiento, arreglándose el cuello de la camisa, que destrozaron las uñas de su suegro-. La verdad científica por encima de todo. Por respeto a esta señora no le trato a usted como merece. Adiós.

-Vete de mi casa, y no vuelvas más a ella. ¡Decir que es fenómeno!... La cabeza grande, sí... toda llena de talento macho... El idiota y el orejudo eres tú, y tu mujer otra idiota. ¿Apostamos a que la desheredo?

-Cálmese, amigo D. Francisco -le dijo Cruz colgándose del brazo, porque quería correr tras su yerno, y echarle otra vez la zarpa.

¡Oh! sí, señora... tiene usted razón... -replicó dejándose caer sin aliento en una silla-. Le he tratado muy a lo bruto. ¡Pero mire usted que decir...!

-No decía más sino que el niño está encanijadito... Lo de fenómeno es una broma...

  —238→  

-¿Broma?... Pues que vuelva, y me diga que es broma, y le perdonaré.

-Ya se ha ido.

-Fíjese usted en que Rufina no ve con buenos ojos al hijo varón. Naturalmente, antes de casarme yo, pensaba la niña que todo iba a ser para ella cuando yo cerrara la pestaña, y no crea usted, se puso de uñas conmigo a raíz de mi casamiento. ¡Ah, es de lo más egoísta esa mocosa! Yo no sé a quién sale. ¿Le parece a usted que le prohíba el venir acá?

-¡Oh, no! ¡Pobrecilla!

No le costó poco trabajo a la tirana quitarle de la cabeza estas ideas. Al principio, por no contrariarle abiertamente en todas las cosas, no insistió mucho; pero pasados unos días, no dejó de la mano el asunto hasta conseguir que a los expulsados hija y yerno, se les abriesen de nuevo las puertas de la casa. Volvió, en efecto, Rufina; mas Quevedito cortó relaciones con su suegro, y por no dar su brazo a torcer en la cuestión facultativa, seguía sosteniendo que el chico era un caso teratológico.

Los negocios, que en aquellos meses consumían a Torquemada lo mejor de su tiempo, no le impidieron dedicar algunos ratos, por la noche, a la obra magna de su progresiva   —239→   ilustración. En su despacho solía leer alguna obra buena, la Historia de España, por ejemplo, que a su juicio era el indispensable cimiento del saber, y consagraba algunos ratos a la compulsión de Diccionarios y Enciclopedias, en las cuales veía satisfechas sus dudas sin tener que recurrir a Zárate, que le mareaba con su vertiginosa ciencia. Con esto, y con redoblar su atención cuando oía hablar a personas eruditas, se fue afinando con estilo y lenguaje hasta el punto de que, en aquella tercera fase de su evolución social, no era fácil reconocer en él al hombre de la fase primera o embrionaria. Hablaba con mediana corrección, huyendo de los conceptos afectados o que trascendiesen a sabiduría pegadiza, y de fijo que si su enseñanza no hubiera empezado tan tarde, habría llegado a ser un rival de Donoso en la expresión fina y adecuada. ¡Lástima que la evolución no le hubiese cogido a los treinta años! Aun así, no había perdido el tiempo. Haciendo su propia crítica, y dejando a un lado la modestia, que en los monólogos no viene al caso, se decía: «Hablo muchísimo mejor que el Marqués de Taramundi, que a cada momento suelta una simpleza».

Al propio tiempo su facha parecía otra. Personas había, de las que le conocieron en   —240→   la calle de San Blas y en casa de doña Lupe, que no le creían el mismo. La costumbre de la buena ropa, el trato constante con gente de buena educación, habíanle dado un barniz, con el cual las apariencias desvirtuaban la realidad. Sólo en los arrebatos de ira asomaba la oreja, y entonces, eso sí, era el tío de marras, tan villanesco en las palabras como en las acciones. Pero con exquisito esmero evitaba toda ocasión de encolerizarse, para no perder el coran-vobis ante personas a quienes, por propia conveniencia, quería considerar. Sus éxitos en el mundo eran extraordinarios, casi casi milagrosos. Muchos que en la primera fase de la evolución se burlaban de él, respetábanle ya, teniéndole por hombre de excepcional cacumen para los negocios, en lo cual no iban descaminados, y de tal modo fascinaba a ciertas personas el brillo del oro, que casi por hombre extraordinario le tenían, y conceptos que en otra boca habrían sido gansadas, en la suya eran lindezas y donaires.

El marquesado, si al principio se le despegaba un poco, como al Santo Cristo un par de pistolas, luego se le iba incrustando, por decirlo así, en la persona, en los modales, hasta en la ropa, y la costumbre hizo lo demás. Lo que aún faltaba para la completa adaptación del título a su catadura plebeya hízolo el criterio comparativo del público, pues este fácilmente se explicaba que tal cabeza ciñese corona, toda vez que otras, tan villanas por dentro y por fuera, se la encasquetaban, por herencia o real merced, no más airosamente que el antiguo prestamista.




ArribaAbajo- II -

Sin necesidad de que nos lo cuente el licenciado Juan de Madrid, ni otro ningún cronista de salones, sabemos que a los tres o cuatro meses de su alumbramiento estaba la señora de Torquemada hermosísima, como si una rápida crisis fisiológica hubiera dado a su marchita belleza nueva y pujante savia, haciéndola florecer con todo el esplendor y la frescura de Mayo. Mejoró de color, cambiando la transparencia opalina en tono caliente de fruta velluda que empieza a madurar; sus ojos adquirieron brillo, viveza su mirada, prontitud sus movimientos, y en el orden moral, si menos visible, no era menos afectiva la transmutación, trocándose lentamente en gravedad el mimo, y en juicio sereno la imaginatividad traviesa. Vivía consagrada al heredero de San Eloy, que si en los primeros días no era para su madre más que una viva muñeca, a quien había que lavar, vestir y   —242→   zarandear, andando los meses vino a ser lo que ordena la Naturaleza, el dueño de todos sus afectos, y el objeto sagrado en que se emplean las funciones más serias y hermosas de la mujer. De cómo desempeñaba Fidela su misión de madre, no se puede tener idea sin haberlo visto. Ninguna existió jamás que la superase en cuidado y solicitud, ni que con mayor sentido se penetrara de su responsabilidad. De los cariños extremados, que al principio producían en ella tensión convulsiva, pasó por gradación suave al cariño verdaderamente protector, garantía de vida para los seres débiles que amenazados de mil peligros entran en ella. De su afición a las golosinas le curó el miedo de enfermar y morirse antes de ver crecido a su hijo, y se fue acostumbrando a los alimentos sanos, y a poner método en las comidas. Novelas, no volvió a leerlas, ni tiempo tenía para ello, pues no había hora del día en que no encadenase su atención alguna faena importante, ya el aseo del chico y del ama, ya la ropa de ambos; y luego venía el dormirle, y el vigilar el sueño, y ver si mamaba o no, y si todas sus funcioncitas se hacían con regularidad.

A ninguna parte iba, y rarísima vez se la vio en el palco de la Comedia, durante una hora o poco más, pues no tenía calma para   —243→   estarse allí tontamente oyendo lo que nada le interesaba, y asaltada de mil ideas terroríficas, por ejemplo: que el ama, al acostarle, no le había puesto bien tapadito, o que se pasaba la hora de la teta, porque la muy gansa se había quedado dormida. Estaba en ascuas, impaciente porque llegase Tor para llevarla a casa. De nadie se fiaba, ni de las criadas más adictas y cuidadosas, ni de su hermana misma. Su tertulia servíale tan sólo para hacer mil consultas sobre temas de maternidad con esta y la otra señora: todo lo demás érale indiferente. Y no se crea que la monotonía de su conversación resultaba antipática, pues sabía poner en cuanto hablaba su originalidad ingénita y su gracejo. Era, en suma, encanto y admiración de cuantos íntimamente trataban a la familia. Sobre este particular dijo un día Donoso a su amigo Torquemada: «En todo, absolutamente en todo, es usted el hombre de la Suerte. ¿Qué virtudes extraordinarias son la causa que así le proteja y le mime Dios Omnipotente? Tiene usted una mujer que si se buscara con candil otra igual por toda la tierra, no se la había de encontrar. ¡Vaya una mujer! Todo el dinero que usted posee no vale lo que el último cabello de su cabeza...

-Buena es, sí, buenísima -replicó el tacaño-, y por ese lado no hay queja.

  —244→  

-Ni por otro alguno. Pues estaría bueno que usted se quejara, cuando parece que el dinero no sabe ir a ninguna parte más que a su bolsillo... Y a propósito, amigo mío: dícese que toman ustedes en firme todas las acciones del ferrocarril leonés.

-Así lo hemos acordado.

-Por eso he visto locos de entusiasmo a dos o tres individuos de la colonia leonesa; y hablan de darle a usted un banquete y qué sé yo qué.

-¿Banquetearme, porque voy a mi negocio?... En fin, si ellos lo pagan...

-Naturalmente.

Morentín continuaba siendo el visitante pegajoso en la casa de San Eloy, y con el pretexto de acompañar a su amigo Rafael, se pasaba allí las horas muertas tarde y noche. Pero es el caso que el ciego abominaba de él secretamente, y se ponía nerviosísimo cuando le sentía la voz. Cruz, por su parte, no gustaba de tal asiduidad. Mas ninguno de los dos encontró manera de echarle, ni aun de conseguir, por cualquier discreto artificio, que redujera sus visitas a lo estrictamente indicado por las prácticas sociales. Entró una tarde, por familiar costumbre, en el gabinete de Fidela y en el cuarto de Valentinico, próximo a la alcoba matrimonial, y allá se estuvo   —245→   embelesado, viendo a la Marquesa de San Eloy en todo el lleno de sus funciones maternales, abrumándola de adulaciones hiperbólicas con las formas más extravagantes de la galantería, después de haber ensayado con deplorable éxito las más comunes. «Porque usted, Fidela, es uno de esos ejemplos raros en la Historia, en la Historia sagrada y profana, no hay que reírse... sé lo que digo. El hombre que a usted la posee debe de tener las mejores aldabas en el tribunal divino, porque si no, ¿cómo le han dado el número, la criatura selecta, el non plus ultra?

-Vamos, que no pico tan alto como usted cree. En cierta ocasión me dejé decir que yo valía mucho. ¡Cuánto me he reído de aquella jactancia! Pues ahora me parece que no valgo nada, y que no tengo ningún talento. No crea usted que lo digo por modestia. La modestia sigue pareciéndome una tontería. Ahora que tengo delante de mí algo muy grato, de muchísima responsabilidad, entiendo que no puedo llegar a lo que deseo.

-No me diga usted que no es modesta. Harto conoce cada cual lo que vale... Pero hay una cosa de que sin duda, por la abstracción en que la tienen los trabajos maternales, no se ha enterado usted todavía.

-¿Qué?

  —246→  

-Que ahora está usted hermosísima, vamos, en un grado de hermosura desesperante. Créame usted: cuando se la contempla, se padece vértigo... y estoy por decir que oftalmía. Es como mirar al sol.

-Pues póngase usted vidrios ahumados -dijo Fidela, echándose a reír, y mostrando las dos carreras de perlas de su incomparable dentadura-. ¿Pero para qué, si tiene usted ahumado el entendimiento?

-Gracias.

-No... ahora me da por la sinceridad. Y haciendo gala de inmodestia, diré a usted que si nada valgo en... ¿cómo se dice?... en el concepto general, lo que es como belleza... ¿Verdad que estoy guapísima? No crea usted que me voy a ruborizar por oírlo decir. Si estoy cansada de saberlo.

-Su sinceridad es un nuevo atractivo en que no había reparado hasta ahora.

-Es que usted en nada repara. No se fija más que en sí mismo, y como se mira tan de cerca no puede verse.

-Tan no me he mirado nunca, que no sé cómo soy.

-Eso lo creo, porque si usted lo supiera, no sería como es. Le hago ese favor.

-Pues bien: ¿cómo soy?

-¡Ah! yo no he de decirlo.

  —247→  

-Ya que usted tan sincera es en la crítica de sí propia, séalo juzgando a los demás.

-No me gusta echar incienso, y como usted es de los que todavía cultivan la modestia, si yo le colmo de elogios podría creer que le adulo.

-No creeré tal cosa, sino que me hace justicia.

-No, no, de fijo que si yo le digo lo que pienso, se ruborizará usted como los jóvenes tímidos, y no volverá más a mi casa, por temor a que mis alabanzas le sonrojen.

-Yo le juro a usted que no dejaré de volver, aunque usted me compare con los ángeles del Cielo.

-Pues con ellos pensaba compararle... Mire usted cómo va acertando.

-¿Por la pureza?

-Y por la inocencia. Desde el tiempo en que era usted estudiante, y galanteaba a las patronas de las casas de huéspedes donde vivían los compañeros con quienes repasaba la lección, no ha adelantado usted un solo paso en el arte del mundo, ni en el conocimiento de las personas con quienes trata. Ya ve usted si se halla en estado de inocencia, y si merece elogios. Ha conseguido aprender muchas cosas, no todas de gran provecho, la verdad; pero el tacto fino para conocer el grado   —248→   y la clase de afecto a que debe aspirar en sus relaciones de amistad no lo tiene todavía Pepito Morentín. Es usted muy niño, y si no se da prisa a aprender esto, creo que mi Valentín le va a tomar a usted la delantera.

Desconcertado, el Tenorio sin drama afectaba no comprender, y se defendía con exclamaciones festivas; pero por dentro le atormentaban las retorceduras de su amor propio vapuleado por la altiva dama. Hablaba esta en pie, con su chiquillo en brazos, marcando el paso de niñera, y dándole golpecitos en la espalda.

«Gasta usted unas ironías que me anonadan -dijo al fin Morentín, que ya no podía contraer su rostro para fingir la hilaridad, y bruscamente se puso serio.

-¿Ironía yo...? ¡Bah! No me haga usted caso. No hay más sino que le miro a usted como a un chiquillo, y no ciertamente de los mejor educados. La juventud del día, y llamo juventud a los hombres de treinta a cuarenta años, necesita una disciplina de colegio muy dura para poder andar suelta en sociedad. No conoce la verdadera finura, ni la delicadeza, y es... ¿lo digo? una generación de majaderos muy bien vestidos y que saben algo de francés. No recuerdo quién decía la otra noche aquí que ya no hay señoras.

  —249→  

-La marquesa de San Salomó.

-Justo. Puede que tenga razón. Es dudoso por lo menos. Lo indudable es que ya no hay caballeros, como no sea algún viejo de la generación pasada.

-¿Lo cree usted así? ¡Oh, qué daría yo por pertenecer a la generación pasada, aunque tuviera mi cabeza llena de canas, y viviera plagado de reuma! Si así fuera, ¿sería usted más benévola conmigo?

-¿Soy acaso malévola? Esto no es malevolencia, Morentín, es vejez. No se ría. Yo soy vieja, más vieja de lo que se cree usted, si no por los años, por lo que me ha enseñado el sufrimiento.

De improviso cambió de tono Fidela, dejando al otro cortado y con la palabra en la boca. Besuqueando locamente al nene, rompió en estos chillidos:

«¿Pero ha visto usted, Morentín, una cara más repreciosa que la de este mico de Dios, rey de los pillos, y alguacil de los ángeles? ¿Conoce usted belleza igual, ni monada igual, ni desvergüenza como la suya? Esto vale más que el mundo entero. ¿Ve usted ese pelito que se me ha quedado entre los labios, besándole? Pues vale este pelito más que usted en cuerpo y alma, vale más, como unos diez mil millones de veces... elevadas a la raíz cúbica...   —250→   Yo también soy matemática... Y vale más que toda la humanidad pasada, presente y futura... Conque... abur. Dile adiós, hombre. (Cogiéndole la manecita y haciéndole saludar.) Dile: adiós, adiós, tonto...

Se fue al otro cuarto, y Morentín a la calle, amargado y aburrido. Su amor propio era en aquel momento como un vistoso y florido arbusto, que un pie salvaje hubiera pisoteado bárbaramente.




ArribaAbajo- III -

Ya venía de atrás aquel desaliento del gallardo joven, que mal acostumbrado a fáciles triunfos, se figuraba que Dios había hecho el mundo para recreo de los Don Juanes de cartulina Bristol, y que las pasiones humanas eran un juego, o sport destinado al solaz de los jóvenes que, además del título de doctores en Derecho, poseían un acta de representante del país, renta para bien vivir, caballo, buena ropa, etc... Sus esperanzas, que al principio estuvieron muy verdes, nutridas tan sólo de la vanidad de él, y sin que ella en ninguna forma las alentara, habíanse marchitado antes del coloquio que acaba de referirse. Siempre que tenía ocasión de hablar a solas con su amiga, se arrancaba el hombre, no sin cautela;   —251→   mas ella le paraba al instante, refregándole el rostro con irónicas e intencionadas réplicas, no más suaves que ortigas. Lo que más desconcertaba al buen Morentín era el compromiso en que, ante la opinión pública, le ponía la resistencia de la señora de Torquemada, pues siendo como un artículo de fe que ella le había elegido para desquitarse de las tristezas de su matrimonio con un hombre imposible, ¿con qué cara le decía él ahora a la pública opinión: «Señores, ni conmigo ni con nadie se desquita, porque no hay tal adulterio ni cosa que lo valga, ni en el hecho ni en la intención. Desistan ustedes de esa idea calumniosa, si no quieren que se les tenga por imbéciles como malvados»...?

Y seguramente añadiría: «Yo hago cuanto puedo. Pero no hay caso. Por mí, bien saben cuantos me conocen que no quedaría. Pero una de dos: o no le gusto, lo cual extraordinariamente me mortifica, o se encastilla en la virtud. Me inclino a creer esto último, como menos vejatorio para mí, y no tendría inconveniente en afirmar que, no gustándole yo, es cosa probada que otro ninguno le gustará, aunque se lo traigan del Cielo. Nada, señores, que por esta vez me ha fallado la puntería. Creo como Zárate, que tiene atrofiado el lóbulo cerebral de las pasiones. ¡Ah, las pasiones!   —252→   Lo que pierde a las criaturas; pero también lo que las ennoblece y ensalza. Mujer sin pasiones puede ser una hermosa muñeca, o una gallina utilísima, si es madre... Confieso que ninguna batalla me pareció más fácil ganar hace un año, cuando Fidela reapareció ante el mundo casada con ese pavo de corral. Esta es la primera vez que, creyendo abrazar una mujer, me estrello contra una estatua... Paciencia, y a otra. ¡Cuando uno piensa que ha despreciado proporciones bonitísimas, por seguir este rastro engañoso! Renuncio, pues, y me consuelo con que si el dios de las batallas... amorosas no me ha dado esta vez la victoria, será por apartarme de un gran peligro. En la casa de San Eloy siento la incubación del drama, y del drama huye el hijo de mi madre como del cólera. Esto declara y mantiene Serrano Morentín, adúltero profesional».

Debe añadirse que si el unigénito de don Juan Gualberto era incapaz de virtud en grado superior, era también inepto para el mal, realizado categóricamente. Por tener algo de todo, también tenía su poquito de conciencia, y después de poner a las heridas de su amor propio la venda de aquel optimismo reparador, dio en pensar cuán inicuos eran los errores de la opinión acerca de Fidela. Pero cualquiera   —253→   destruía la dura concreción formada con los malos pensamientos y la falsa lógica del público. Como ciertas conglomeraciones calcáreas, la calumniosa especie endurecía con el tiempo, y al fin no había cristiano que la rompiera con codos los martillos de la verdad. Hallábase él dispuesto a salir por ahí diciendo a todo el que quisiera oírle: «Señores, que no es cierto... que hay virtud, virtud verdadera, no de farsa». ¡Pero nadie lo había de creer! Bueno está el tiempo para dar crédito a voces que tratan de reivindicar las reputaciones, no de destruirlas. Aquel poquito de conciencia de que el gallardo caballero disponía para los casos muy apurados de moral, le argüía su culpabilidad, porque cuando las voces empezaron, la seguridad del triunfo fue parte a que no las desmintiera con la energía y la indignación que la justicia demandaba. Dejó correr la especie, siendo falsa, porque creía como en el Evangelio, que los hechos la harían verdadera. Equivocáronse los hechos: luego estos eran los que tenían la culpa, él no. Como quiera que fuese, Morentín, saliendo aquel día de la casa de San Eloy con los espíritus enormemente abatidos, pensó que, en conciencia, y procediendo con hidalga caballerosidad (de la cual tenía también su poquitín), debía hacer un supremo esfuerzo para   —254→   ahogar aquella opinión y arrancarla de cuajo.

No hacía diez minutos que Morentín había salido del gabinete de Fidela, cuando entró Rafael, conducido por Pinto.

«Ya sé que se ha ido ese danzante. Esperaba que saliera para entrar yo -dijo a su hermana, que volvió al gabinete con el chico en brazos.

-Sí, ya partió para la Palestina el bravo Malek-Adel... Siéntate. Es lástima que no puedas ver esta preciosidad. Hoy está tan contento, que no hace más que reír y tirarme de las orejas. ¿Por qué está hoy tan guasoncito el trasto de Dios?

-Déjame que le coja la cara. Acércate.

Fidela acercó el nene a su hermano, que le besó y acarició en las mejillas. Valentinico hizo pucheros.

«¿Qué es eso, ángel? No se llora.

-Se asusta de verme.

-¡Quia! De nada se asusta este sinvergüenza. Ahora te está mirando fijo, fijo, con los ojos muy espantados, como diciendo: «¡qué serio está hoy mi tío!...». ¿Verdad que tú quieres mucho al tiíto, Rey, Sumo Pontífice, gatito de la Virgen? Dice que sí, que te quiere muchísimo, y te estima y es tu seguro servidor que besa tu mano, Valentín Torquemada y del Águila.

  —255→  

Viendo que Rafael callaba melancólico, creyó que refiriéndole las gracias que con inaudita precocidad hacía ya el pequeñuelo se animaría un poco. «No sabes lo tunante que es. Desde que ve una mujer, se le tira a los brazos. Este va a ser aficionadillo al bello sexo, sí señor, y muy enamorado. Mujer que vea, la querrá para sí. Y desde ahora... (dándole suaves golpes en semejante parte) le iré yo enseñando a que no se entusiasme tanto con las señoras. ¿Verdad, rico mío, que a ti te gustan mucho las niñas guapas?... A los hombres no les puede ver. El único con quien hace buenas migas es su padre. Cuando le sienta sobre sus rodillas para hacerle el caballito, suelta unas risas... ¿Y sabes lo que hace el muy tuno? Le quita el reloj. Es una afición loca a robar relojes... También ha sacado la maña de meterle mano al bolsillo de su padre, y... No creas, empieza a sacar duros y pesetas y a tirarlos al suelo, riéndose de verlos rodar...

-Simbolismo -dijo Rafael saliendo de su taciturnidad-. ¡Ángel de Dios! Si persiste en esa maña dentro de veinte años, ayúdame a sentir.

Siempre que acompañaba a su hermana, en el gabinete o en el cuarto del chiquitín, las sensaciones, y aun los sentimientos del   —256→   pobre ciego sufrían alteraciones bruscas, pasando del contento expansivo al desmayo hondísimo y aplanante. Era un variar continuo, como los movimientos de la veleta un día de turbión. Horas tenía Rafael, en las cuales gozaba extraordinariamente oyendo a su hermana en los trajines de la maternidad, horas en que aquel mismo cuadro de doméstica dicha (para él, más bien sonata) le llenaba el corazón de serpientes. Razones de esto: que antes del nacimiento de Valentinico, era Rafael el niño de la familia, y en la época de miseria, un niño mimado hasta la exageración. Claro que sus hermanas le querían siempre; pero la nueva vida les distraía en mil cosas, y en los afanes que ocasiona una casa grande. Le atendían, le cuidaban; pero sin que fuera él, como en otros tiempos, la persona principal, el centro, el eje de toda la vida. Vino al mundo con repique gordo de campanas el heredero de San Eloy, y aunque las dos hermanas tenían siempre para Rafael cariño y atenciones, nunca eran estas como las que al chiquitín consagraban; cosa muy natural, pues si débiles los dos, Rafael estaba formado y no había que pensar ni en librarle de su incurable mal, ni en darle mayor robustez, mientras que Valentín era un principio de hombre, una esperanza, que había que   —257→   proteger contra los mil peligros que a la infancia rodean. ¡Eterna subordinación de los amores del pasado, ante los amores y los intereses del presente y el porvenir!

Así lo pensaba Rafael en sus murrias llenas de amargura negra: «Soy el pasado, un pasado que gravita sobre ellas, que nada les da, que nada les ofrece; y el niño es el presente risueño, y un porvenir... que interesa como incógnita.

Su imaginación siempre en ejercicio le representaba los hechos usuales informados por su idea. Creía notar que su hermana Cruz, al ocuparse de él, lo hacía más por obligación que por cariño; que algunos días le servían la comida de prisa y corriendo, mientras que se entretenían horas y más horas dándole papillas al mocoso. Figurábasele también que su ropa no se cuidaba con tanto esmero. A lo mejor, le faltaban botones, o aparecían descosidos que le molestaban. Y en cambio, las dos señoras y el ama consagraban días enteros a los trapitos del crío. Sobre esto, claro está, guardaba un silencio absoluto, y antes muriera que proferir una queja. Su hermana Cruz había notado en él una tristeza fúnebre, un laconismo sombrío, y un suspirar de ese que saca la mitad del alma en un aliento. Pero no le interrogaba, por temor a que saliese con   —258→   alguna tecla de las de marras. «Peor es meneallo -se decía hablando como Cervantes y como D. Francisco.




ArribaAbajo- IV -

Sobre el asunto de Morentín, sí hablaron con amplitud, y discutiendo el artificio más propio para evitar la constancia de sus visitas, convinieron en valerse de Zárate. Rafael habría deseado que se le echara sin miramiento alguno; pero a esto no se avino Cruz, por no disgustar a la señora de Serrano Morentín, una de las amigas más adictas y leales. Lo mejor era que Zárate le soltase esta indirecta: «Mira, Pepe, sea por lo que fuese, Rafael te ha tomado antipatía, y se excita siempre que te siente a su lado. Conviene que dejes de ir una temporadita por allá. Las señoras no quieren decírtelo porque no lo tomes a mal. Pero yo, amigo tuyo, amigo de ellas, te aconsejo, etc... etc...». Acordado este plan, a Cruz le faltó tiempo para pedir al pedante su amistosa mediación, y el pedante despachó tan bien su cometido, que el otro no parecía por la casa sino contadas veces, y siempre de noche, a la tertulia grande. Los comentarios que hicieron el sabio y el galán cuando aquel le transmitió los deseos de las señoras, no constan   —259→   en autos; pero es fácil colegir que uno y otro daban versión muy distinta de la oficial a los móviles de aquella cortés despedida.

Y a Rafael se le quitó un peso de encima con la seguridad de que su antiguo amigo no le visitaría con tanta frecuencia. Mas no disminuyeron por ello sus tristezas, que Cruz, a fuerza de cavilar, se explicaba porque el convencimiento de su error, en lo que de Fidela tan malignamente supuso, le inquietaba la conciencia. En efecto, Rafael parecía disuadido de los pensamientos maliciosos que le sugirió su insana lógica de ciego pesimista y reconcentrado. Una noche se lo confesó a Cruz, añadiendo que si rectificaba su infame juicio por lo tocante a Fidela, lo mantenía por Morentín, pecador de intención; como que cifraba su orgullo en ser adúltero sin drama, y corruptor de las familias con discreto escándalo. «Y para que veas cómo mi lógica no me engaña siempre -añadió-, te diré que lejos de cesar ahora la difamación de mi hermana, aumenta y toma cuerpo, porque el mundo no recoge, no puede recoger la piedra que tira.

-Bueno -replicó la primogénita, queriendo cortar-. No te ocupes de eso, y desprecia la maledicencia.

-Ya la desprecio; pero siempre existe.

  —260→  

-Basta ya.

-Basta, sí.

Al quedarse solo, inclinando la cabeza sobre el pecho, se sumergió en cavilaciones obscuras, cavernosas: «¿Soy yo el equivocado? No, porque pensé este desate de la opinión contra la honra de mi casa, y acerté. Si mi hermana se ha mantenido en sus deberes, realizando el mayor prodigio de los tiempos, esto sólo quiere decir que la raza es de elección... sí señor... savia superior, incorrupta en medio de esta sentina...

Levantose bruscamente, y como si aún creyera que allí permanecía su hermana Cruz, dijo con mucho énfasis: «Pero vi yo el peligro, ¿sí o no?

No tardó en caer en la silla. Su tristeza se resolvía en un vivo desprecio de sí mismo; su amor propio, mucho más potente que el de Morentín, y de mejor fuste, no se curaba con tanta facilidad de las caídas, y él se sentía caído de lo más alto de su orgullo a lo más profundo de su conciencia.

«Sí, sí -pensaba, los codos en las rodillas, las manos agarrando la cabeza como si se la quisiera arrancar-, quiero engañarme con lisonjas, con elogios de mí mismo; mas por encima de este humo sale mi razón diciéndome que soy el más redomado tonto que ha echado   —261→   Dios al mundo. ¡Equivocado en todo! Creí firmemente que mi hermana sería infeliz, y es dichosa. Su alegría echa por tierra todas estas lógicas, que como quincalla mohosa almaceno en mi pobre cerebro desvencijado. Creí firmemente que el matrimonio absurdo, anti-natural del ángel y la bestia no tendría sucesión, y ha salido este muñeco híbrido, este monstruo... porque lo es, tiene que serlo, como dice Quevedito... ¡Vaya una representación de la estirpe del Águila! ¡Vaya un Marqués de San Eloy! Esto da asco. Si no viene pronto el cataclismo social, será porque Dios quiere que la sociedad se pudra lentamente, y se pulverice toda en basura para mayor fertilidad de la flora que vendrá después. (Dando un gran suspiro.) La verdad es que no sé qué sentir. Estoy obligado a querer al pobre niño, y a ratos me parece que le quiero, sí. ¿Qué culpa tiene él de haber venido a destruir todas mis lógicas? Y si es híbrido y monstruoso, y crecerá marcado de cretinismo y de caquexia, al menos ha servido para encender en su madre el fuego del cariño maternal, que la purificara... Esto es un consuelo... El colmo de mis equivocaciones sería que el chico creciera listo y fuerte... No me faltaba más que eso para creer que el deforme y cacoquimio soy yo; y en este caso...

  —262→  

Un golpecito en la puerta cortó su divagación. Era Fidela con el nene en brazos: «Aquí hay una visita -dijo-, un caballero que pregunta si está visible el Sr. D. Rafaelito... ¿Se puede pasar? Adelante, hijo. Dile que vienes muy enfadado, pero muy enfadado, porque no ha ido a verte hoy.

-Ahora mismo pensaba ir -replicó el ciego, animándose-. Vamos. Dame la mano.

Condújole Fidela a su cuarto, donde entablaron una larga conversación que acaloraba ella con su vivaz ingenio, y él enfriaba con su tristeza mortecina. Contendían en el terreno de la palabra, él arrojando plomo, su hermana azogue. El diálogo tan pronto se arrastraba lánguido, como corría presuroso, informando ideas diferentes. Más de una vez quiso Fidela poner el chiquillo en brazos de su hermano; pero Rafael se opuso, temeroso, según dijo, de que se le cayera. Cuando Valentinico apenas contaba un mes, gustaba su tío de hacer el niñero: le cogía en brazos, le zarandeaba, decíale mil extravagancias, y no le soltaba hasta que el nene, frotándose los ojos con sus puños cerrados, o rompiendo en chillidos, pedía pasar a otras manos. Mas transcurrido algún tiempo, Rafael empezó a sentir hacia su sobrinito una brutal aversión, que con ningún razonamiento podía dominar. El   —263→   sentimiento de su impotencia para vencer aquel insano impulso, era tan afectivo y claro en su alma como el del espanto que le causaba. Por suerte, duraba poco; pero en su brevedad inapreciable, era lo bastante intenso para ocasionarle un padecer horrible, agravado por la lucha que había de sostener contra sí mismo. Fue tan vivo una tarde el instintivo aborrecimiento a la criatura, que por apartarla de sí con prontitud para evitar un acto de barbarie, a punto estuvo de dejarla caer al suelo. «Maximina, por Dios, venga usted... -gritó levantándose-. Coja usted el niño. Pronto; me voy... Pesa mucho... me cansa... me ahogo...

Y soltando la cría en manos del ama, salió trémulo y jadeante, palpando las paredes y tropezando en los muebles. Imposible apreciar la duración de aquel salvaje arrechucho; pero no hay duda de que era brevísima, y en cuanto pasaba, sentía ganas ardientes de llorar, se metía en su cuarto y se arrojaba en el sillón, buscando la soledad. En ella no podía hacer otra cosa que analizar minuciosamente aquel fenómeno extraño, indagar su origen, y determinar las formas en que se manifestaba. Y mejor lo conocía por la observación retrospectiva de su alma, que en el momento de sufrir el ataque, relámpago de confusión   —264→   y azoramiento, en que el tremendo impulso destructor se confundía con el pánico de la conciencia, aterrada del crimen. «La causa de esto -se decía, con sinceridad de filósofo solitario-, no puede ser otra que un terrible acceso de envidia... Sí, esto es; me ha nacido en el alma como un tumor. ¡Envidia del pequeñuelo, porque mis hermanas le quieren más que a mí! Puedo decirlo claro, en las soledades íntimas de la conciencia. Naturalmente, el niño es la esperanza de la casa, las grandezas posibles del mañana, y yo soy un pasado caduco, inútil, muerto... ¿Pero cómo ha nacido en mi alma sentimiento tan vil... y tan nuevo en mí, Señor, porque jamás sentí envidia de nadie? ¿Y en qué consiste que la envidia se me quita de repente, y vuelvo a querer al chiquillo...? No, no, no se me quita, no. Cuando me pasa el arrechucho, siempre me queda una cierta hostilidad contra el muñeco ese, y si es verdad que me inspira lástima, también lo es que deseo que se muera. Analicemos bien. ¿Alguna vez he deseado que viva? (Pausa.) Que sé yo. Pocas habrán sido, y mis recuerdos de este y el otro momento me dicen que por lo común pienso que ese desdichado engendro estaría mejor en la Gloria, o en el Limbo... sí, señor, en el Limbo. Y otro síntoma que veo en mí es el absoluto convencimiento   —265→   de que Dios ha hecho muy mal en mandarle acá, como no haya venido para castigo del bárbaro, y para amargar los últimos años de su vida. Sea lo que quiera, el tal Valentinico... me lo diré claro, como debo decirme las cosas a mí mismo, en el confesonario de la conciencia, que es como ponerse de rodillas ante Dios y descubrirle toda nuestra alma... el tal Valentinico me carga... Reconozco que allá nos vamos él y yo en candor infantil. Yo discurro, él no; pero ambos somos igualmente niños. Si yo, siendo como soy, estuviese ahora mamando, y tuviera mi nodriza correspondiente, no sería más hombre que él, aunque pegado a la teta resolviera en mi cabeza todas las filosofías del mundo. (Pausa.) ¿Por qué me causa profunda irritación el ver que mis hermanas no viven más que para él, y se preocupan de la ropita, de la teta, de si duerme o no, como si de ello dependiera la suerte de toda la humanidad? ¿Por qué, cuando oigo que le miman y le cantan y le saltan en brazos, rabio interiormente porque no me hagan a mí lo mismo? Esto es infantil, Señor; pero es como me lo digo, y no puedo remediarlo. Me confieso toda la verdad, sin omitir nada, y al hacerlo así, siento alivio, el único alivio posible... (Pausa larguísima. Abstracción.)   —266→   3

«Porque yo no sé lo que me pasa, ni cómo empieza el endiablado ataque. Estalla de súbito como un explosivo. Me invade todo el sistema nervioso en menos tiempo del que empleo en decirlo. Si el ataque me coge con mi sobrinito en brazos, necesito echarme con la voluntad cinturones de bronce para no dejarme caer sobre el pobre niño y ahogarle bajo mi cuerpo. O bien me da la idea de lanzarle contra la pared con la fuerza terrible que en mí se desarrolla. Una tarde llegué a ponerle mí mano en el cuello; lo abarqué fácilmente, porque no está gordo que digamos el príncipe de Asturias; apreté un poquitín, nada más que un poquitín. Le salvaron los gemidos que dio, y aquella ilusión que tuve... alucinación de oírle decir: «Tío, no me...» Fue un segundo espantoso. Mi conciencia venció... por nada, por la milésima parte del grueso de un pelo, que era la distancia que me separaba del crimen. Me temo que otra vez mi voluntad no llegue al punto crítico, y venza el impulso, y resulte que cuando me entero del acto de barbarie, ya está consumado y no lo puedo remediar. Yo lo siento, lo sentiré mucho; me moriré de vergüenza, de terror... Y cuando nos encontremos él y yo en el Limbo, víctima y verdugo, nos reiremos de nuestras discordias de por acá... ¡Cuánta miseria, cuánta   —267→   pequeñez, qué estúpido combatir por quién es más! «Valentín -le diré-, ¿te acuerdas de cuando te maté porque no me hacía gracia que fueras más que yo? ¿Verdad que tú, allá en los albores de tu voluntad, querías anonadarme a mí, y me tirabas de los pelos con intención de hacerme daño? No me lo niegues. Tú eras muy malo; la sangre villana de tu padre no podía desmentirse. Si hubieras vivido, habrías sido el vengador de los Águilas deshonrados, y habrías dado tortura a tu madre, que hizo mal, muy mal en ser madre tuya. Reconócelo: mi hermana no debió casarse con el bruto de tu papá, ni yo debí ser tu tío. Y admitido que el casamiento tenía que efectuarse, no debiste nacer tú, no señor. Fuiste un absurdo, un error de la Naturaleza... (Pausa.) Y también te digo que la noche que naciste, tuve yo unos celos terribles, y cuando tu padre se acercó a mí para decirme que te había dado la gana de nacer, poco me faltó para llenarle de injurias... Con que ya ves... Y ahora estamos iguales tú y yo. Ninguno de los dos es más que el otro, y ambos nos pasamos la eternidad en esta forma impalpable, divagando por espacios grises sin término, sin más distracción que describir curvas, ni más juguete que nosotros mismos rasgando en medio del caos las masas de luz espesa...».



  —268→  

ArribaAbajo- V -

Su hermana Cruz solía sacarle de estos éxtasis dolorosos con el golpe seco de su razonamiento positivo. Poniendo en su lenguaje una de cariño y otra de severidad, le calmaba. Una tarde, hallándose Rafael con Zárate en el gabinete, fue bruscamente atacado de su arrechucho. Había puesto el ama en sus brazos a Valentín dormido, para ir en busca de unas piezas de ropa al aposento contiguo, y lo mismo fue sentir el peso del tierno infante, que se le descompuso la fisonomía, temblaron sus labios, como atacado de mortal frío, encendiose su rostro, se le contrajeron los brazos...

«Zárate, demonio de Zárate, ¿dónde estás?... Por amor de Dios... -clamaba con voz ronca-. Toma el niño, cógele, hombre, cógele pronto... que si no, le estrello contra el suelo... ¿Qué haces? No puedo más... Zárate, cógele... ¡Dios mío!

Acudió al instante el sabio, cogió casi en el aire al niño; despertose este dando berridos, y cuando apareció la madre presurosa, vio a su hermano que caía en el sofá con epilépticas convulsiones. Pero rápidamente se rehízo, y con nerviosa hilaridad, procurando   —269→   estirar los músculos y serenar su alterado rostro, decía: «No es nada... nada... Esto que me da... una tontería... Parece que me crecen las fuerzas... que soy un Hércules, o que me vuelvo de trapo y no sé tenerme... no sé... ¡Cosa más rara!... Ya pasó, ya estoy bien... Quiero estar solo... Que me lleven, que me saquen de aquí... Y el niño... ¿le ha pasado algo? ¡Pobrecito... estas criaturas son tan débiles! De ciento, los noventa y ocho perecen...

Acudió también la hermana mayor, que con ayuda del pedante le llevó a su cuarto, donde un rato después hablaba tranquilamente con su amigo, recordando episodios de la época estudiantil. Ya cerca de la noche, pidió que se le llevara otra vez al gabinete de Fidela, y allí se entabló conversación amena, porque entró Cruz diciendo: «Parece cosa acordada que a tu marido le obsequiarán con un banquete monumental los leoneses, por su iniciativa en lo del ferrocarril.

Y Zárate, que era de los que mangoneaban en aquel asunto, confirmó la noticia, agregando que ya se habían inscrito unos ochenta, y que la junta organizadora había tomado el acuerdo de no limitar la fiesta al elemento leonés, sino que podía inscribirse y asistir todo el que quisiera, pues así se daba a la manifestación carácter nacional, público y solemne   —270→   homenaje al hombre extraordinario que ponía sus capitales y su inteligencia al servicio de los intereses públicos.

Cuando esto decía, y antes que Fidela y Cruz añadieran ningún comentario, entraron Torquemada y Donoso.

«¿Con que, Tor, te van a dar un comebú muy grande? -le dijo su esposa-. Me alegro; que estas solemnidades no han de ser sólo para los literatos y poetas.

-No sé a qué vienen esas comilonas... Pero se empeñan en ello, ¿y qué he de hacer yo? Mi línea de conducta será comer y callar.

-Eso no -dijo Cruz-. Pues flojito discurso tendrá usted que pronunciar.

-¡Yo...!

-Tú, sí. Querido Tor, la salsa de esos banquetes está en los brindis.

-Brindarán ellos. Pero yo... ¡hablar yo ante tanta gente ilustrada!

-No lo es usted menos -observó Cruz-. Y bien podrá decirles cosas muy saladas, si quiere; cosas de sentido práctico, y de verdadera elocuencia a estilo inglés.

-En ningún estilo abro yo la boca delante de tanto prohombre, y de tanta eminencia.

-No habrá más remedio, querido D. Francisco -indicó Donoso-, que decir cuatro palabras. Por más que se acuerde que no haya   —271→   brindis, alguien ha de hablar, al menos para exponer el objeto de la solemnidad; y naturalmente, usted tiene que dar las gracias... una manifestación sencilla, sin pretensiones de elocuencia, frases salidas del corazón...

El chiquillo soltó la risa, y todos, Torquemada el primero, considerando que se reía del discurso de su papá, corearon su infantil alegría.

«Mico de Dios, ríete, sí, del discursito que va a pronunciar Tor. ¿Verdad que tú sabes hablar mejor que él?... Déjate, que ya iremos los dos a silbarle.

-No tiene usted más remedio -dijo Zárate dejándose ir a la adulación-, que decirnos su pensamiento sobre ciertas y determinadas materias que agitan la opinión. Es más, lo esperamos ansiosos, y privarnos de oír su palabra sería defraudar las esperanzas de todos los que allí hemos de reunirnos.

-Pues yo parto del principio de que al buen callar llaman Sancho. Despotriquen ellos todo lo que quieran, y si veo que viene mucho incienso, les diré lacónicamente que yo no me pago de lisonjas, que soy muy práctico, y que me dejen en paz, ¡ea!

-Usted, prepárese -le dijo Cruz, que en aquella ocasión, como en todas, era maestra, sin alardear de ello-. Penétrese bien del motivo   —272→   por que le dan el banquete. Fíjese en este punto y en el otro; haga su composición de lugar; escoja las frases que le parezcan más oportunas, elija las palabras, y pongo mi cabeza a que hace usted un discurso que llame la atención, y deje tamañitos a los demás oradores que salgan por allí.

-Dudo mucho, Crucita -afirmó Torquemada sentándose en el sofá junto al ciego-, que de esta boca, que es muy torpe de suyo, salgan buenas oratorias, como las que oímos en las Cámaras. Pero, en caso de que no tenga más remedio que romper, yo haré por dejar bien puesto el pabellón de la familia.

-También a mí -dijo el ciego, que hasta entonces había permanecido silencioso-, me da el corazón, como a mi hermana Cruz, que va usted a revelársenos orador de primer orden. Ya puesto a crecer, señor mío, crecerá usted en todas las esferas. Y si habla esa noche medianamente, el vulgo que le oiga saldrá diciendo que allá se va usted con Demóstenes, y así lo creerá, y así se forma la opinión. Cuanto haga y diga el señor Marqués de San Eloy, será hoy tomado por lindezas, porque está en la atmósfera del éxito. ¡Ah! si usted siguiera mis indicaciones, yo me levantaría, después que hubieran hablado todos, y les diría: «Señores...

  —273→  

Quiso interrumpirle Cruz, temiendo alguna salida impertinente; pero él no hizo caso, y alentado por el propio D. Francisco, que le incitaba a exponer con entera ingenuidad su pensamiento, prosiguió así: «Señores, valgo más, infinitamente más que vosotros, aunque muchos de los que me escuchan se decoren con títulos académicos y con etiquetas ofíciales que a mí me faltan. Puesto que vosotros arrojáis a un lado la dignidad, yo arrojo la modestia, y os digo que me tengo bien merecido el culto de adulación que me tributáis, a mí, reluciente becerro de oro. Vuestra idolatría me revolvería el estómago, si no lo tuviera bien fortalecido contra todos los ascos posibles. ¿Qué celebráis en mí? ¿Las virtudes, el talento? No; las riquezas, que son, en esta edad triste, la suprema virtud, y la sabiduría por excelencia. Celebráis mi dinero, porque yo he sabido ganarlo y vosotros no. Vivís llenos de trampas, unos en la mendicidad de la vida política y burocrática, otros en la religión del sablazo. Me envidiáis, veis en mí un ser superior. Pues bien, lo soy, y vosotros unos peleles que no servís para nada, muñecos de barro cincelado con cierta gracia: yo soy de estilo de Alcorcón; pero no de barro, sino de oro puro. Peso más que todos vosotros juntos, y si queréis probarlo, tomadme   —274→   el tiento, arrimad el hombro a mi peana y llevadme en procesión, que no está de más que paseéis por las calles a vuestro ídolo. Y mientras vosotros me aclamáis con delirio, yo mugiré, repito que soy becerro, y después de felicitarme de vuestro servilismo, viéndoos agrupados debajo de mí, me abriré de las cuatro patas, y os agraciaré con una evacuación copiosa, en el bien entendido de que mi estiércol es efectivo metálico. Yo depongo monedas de cinco duros y aun billetes de Banco, cuando con esfuerzos de mi vientre quiero obsequiar a mis admiradores. Y vosotros os atropelláis para cogerlo; vosotros recogéis este maná precioso; vosotros...

Tan excitado se puso, gesticulando y alzando la voz, que Cruz hubo de cortarle el discurso, suplicándole que callara. Los que oían, tan pronto lo tomaban a broma, tan pronto se ponían serios, como queriendo apuntar la censura, y Donoso, principalmente, todo corrección y formulismo, se alegró mucho de que la primogénita tapase la boca a su hermano. En cambio, Torquemada celebró la perorata, y dando al orador palmetazos en la rodilla, le decía: «Bien, muy bien, Rafaelito. La síntesis del discurso me parece excelentísima, y por mi gusto, yo pronunciaría eso, si encontrara un vocabulario de mucha trastienda   —275→   para poder soltar tales perrerías con lenguaje de doble fondo, de ese que dice lo que no dice. Pero verás como el pobre becerro no pronuncia más que un mu como una casa.

La aprobación de su cuñado le excitó más, y hubiera seguido en aquella locuacidad delirante, si Cruz no llevara con gran esfuerzo la conversación a otro asunto. Zárate hizo el gasto, charlando de mil cosas que trajo por los cabellos, y Rafael metía baza en todas, expresando opiniones graciosísimas, ya sobre las nuevas teorías de la degeneración, ya sobre la quiebra del Panamá, los anarquistas, o los diamantes del Shah de Persia. A la hora de comer, trataron Rafael y Cruz del deseo que este había manifestado diferentes veces de trasladarse al piso segundo, porque su habitación del principal era muy calurosa y estrecha, y en el segundo había dos hermosas piezas interiores, que no se utilizaban, y en las cuales el ciego podía vivir con más independencia. No había querido la hermana mayor consentir la traslación, porque abajo le tenía más cerca para vigilarle y cuidar de su persona; pero tanto insistió Rafael, que al fin, previa consulta con D. Francisco, fue autorizada la mudanza, disponiéndose que Pinto durmiese en la habitación próxima para estar al cuidado del señorito. Contentísimo   —276→   parecía este de su cambio de aposento, porque arriba disponía de dos piezas muy capaces, en las cuales podía pasearse con holgura; no le molestaría el ruido de la calle, y estaba más lejos del bullicio de la casa, que en noches de recepción o de gran comida era insoportable. Bromeando con Torquemada, le dijo: «Me voy con usted. ¡Qué apostasía! ¡Instalarme tan cerquita del becerro de oro!... Vueltas del mundo. Yo, que fuí el mayor enemigo del becerro, ahora le pido hospitalidad en su sacristía...




ArribaAbajo- VI -

A principios de Mayo celebrose el banquete en honor del grande hombre, y por Dios que no hay necesidad de investigar los pormenores de la fiesta, porque la prensa de Madrid contiene en los números de aquellos días descripciones minuciosas de cuanto allí pasó. El local era de los más desahogados de Madrid, capaz para que comieran, en tres o cuatro mesas larguísimas, doscientas personas; pero como los inscritos pasaban de trescientos, por bien que quiso el fondista colocarles, ello es que estaban como sardinas en banasta; y si funcionaban medianamente con un brazo, el otro tenían que metérselo en el bolsillo.   —277→   A las siete ya hervía el salón, y los de la junta organizadora, entre los cuales dicho se está que Zárate era uno de los más diligentes, se multiplicaban para colocar a todos, y procurar que en la designación de puestos presidiese un criterio jerárquico. Sentáronse acá y allí personajes de nombradía política, militares de alta graduación, ingenieros, algún catedrático, banqueros y hombres adinerados, periodistas pobres de bolsillo, si ricos de ingenio, alguno que otro poeta, y entre col y col, personas varias no mentadas aún por la fama, propietarios y rentistas de cuenta, y en fin, gente distinguidísima, títulos del reino, etc... Predominaba, como observó muy bien Donoso, el elemento serio de la sociedad.

Mientras se iban acomodando los comensales, picante confusión y bullicio reinaban en el local. Estos, sentados ya y con la servilleta prendida, charlaban y reían; aquellos dejaban un sitio para ponerse en otro, cerca del grupo de amigos más de su gusto. El adorno del salón era el que para estas solemnidades se usa comúnmente: cenefas de hojarasca verde, tarjetones con escudos de las provincias, deteriorados del uso que tienen en las verbenas, banderas nacionales tendidas en forma de ropa de baño puesta a secar. Todo   —278→   ello es de la guardarropía patriótica del Ayuntamiento, que galantemente lo facilita, contribuyendo así al esplendor de la fiesta. Algunos tarjetones se añadieron, por iniciativa de Zárate, con los nombres de las cabezas de partido en la provincia de León, y en el centro de la anchurosa cuadra, hacia la cabecera de las mesas, veíase una laminota de la hermosa catedral con el lema, en cintas pintarrajeadas, de pulchra leonina.

Concuerdan los diferentes cronistas de aquel estupendo festín en la afirmación de que pasaban cinco minutos de las siete y media cuando entró D. Francisco acompañado de su corte, Donoso, Morentín, Taramundi, y algún otro que no se menciona. En lo que no hay conformidad es en las indicaciones de la cara que llevaba el tacaño, pues mientras un periódico habla de su palidez y emoción, otro sostiene que entró risueño y con los colores algo subidos. Aunque no conste en las relaciones del acto, bien puede afirmarse que al tomar asiento D. Francisco en la cabecera, sentáronse todos y empezó el servicio de la sopa. Daba gusto ver aquellas mesas, y aquellas filas de señores de frac, calvos unos, peludos los otros, casi todos de una gravedad chinesca. Escaseaba el elemento joven; mas no el bullicio y alegría, pues entre trescientas   —279→   personas, aunque estas sean, por su edad y circunstancias, del género serio, nunca faltan graciosos que saben dar amenidad a los actos más fastidiosos de la vida.

Achantaditos en un extremo de la mesa lateral, a la mayor distancia posible de la cabecera, hallábase Serrano Morentín, Zárate y el Licenciado Juan de Madrid, este con la intención más mala del mundo, pues preparábase a tomar nota de todas las gansadas y solecismos que forzosamente había de decir, en su discurso de gracias, el grotesco tacaño, objeto de tan disparatado homenaje. Morentín anticipaba, con profético don, algunas ideas que D. Francisco había de emitir, y hasta las palabras que emplear debía; Zárate aseguró conocer lo principal del discurso, induciéndolo de las preguntas que su amigo le hiciera en los días anteriores, y los tres, y otros que al grupo se agregaron, se relamían de gusto, esperando el divertidísimo sainete que a la hora de los brindis se les preparaba. Por supuesto, mientras más desatinos dijese el bárbaro, con más fuerza le aplaudirían ellos, para empujarle por el camino de la necedad, y reírse más, y pasar un rato tan delicioso como en función de teatro por horas.

Pero no en todos los grupos predominaba este sentimiento de burlona hostilidad. Hacia   —280→   el centro de una de las mesas, Cristóbal Medina, Sánchez Botín y compinches expresaban su curiosidad por lo que diría o dejaría de decir San Eloy en su contestación a los brindis. «Es hombre tosco -afirmaba uno-, hombre de trabajo, y como tal, de palabra difícil. ¡Pero qué inteligencia, señores! ¡Qué sentido práctico, qué serenidad de juicio, qué puntería para dar en el blanco de todos los asuntos!». Y en otra parte: «Veremos por dónde sale este D. Francisco. Hablará poco. Es un tío muy largo que esconde su pensamiento, como todas las inteligencias superiores.

En tanto, el Marqués tacaño experimentaba emociones diversas, conforme se iba cumpliendo aquel programa de viandas que iban y viandas que venían. Comía poco, y no elogió ningún plato. Todos le sabían igual; eran, ante su burdo criterio de gastrónomo de patatas y salpicón, las porquerías de siempre, lo mismo de su casa guisado con menos arte, todo como de batallón. Al principio, no se preocupó poco ni mucho de la soflama que tenía que pronunciar. Su vecino, un señor viejo, leonés, propietario rico, senador y algo beato, le entretuvo charlando de cosas y personas del Bierzo, y apartó su pensamiento del empeño literario en que le pondrían los brillantes oradores allí reunidos. Pero al tercer   —281→   plato empezó el hombre a pensar en ello, y a refrescar las ideas que para el caso había traído de su casa, y que no estaban ya menos marchitas que los ramilletes de la mesa. Tan pronto se le escapaban, como le volvían al pensamiento, trayendo otras ideas nuevecitas, que parecían nacer en el caldeado ambiente del inmenso comedor: «¡Re-Cristo! -pensó, dándose ánimos-; que no me falten las palabritas que tengo bien estudiadas; que no me equivoque en el término, diciendo peras por manzanas, y saldremos bien. De las ideas responde Francisco Torquemada, y lo que debo pedir a Dios es que no se me atraviese el vocablo.

Aunque su propósito era no beber gota, para conservar su cabeza en absoluto despejo, alguna vez hubo de quebrantar su propósito, y cuando le sirvieron el asado, gallina o pavipollo más duro que la pata de un santo, con ensalada sin cebolla, desabrida y lacia, sintió que le subían vapores a la cabeza y que la vista se le turbaba. ¡Cosa más rara! Vio a doña Lupe, sentada hacia el promedio de una de las mesas centrales, y vestida de hombre propiamente, con la pechera de la camisa como un pliego de papel satinado, corbata blanca, frac, florecilla en el ojal... Apartó de la extraña figura sus ojos, y al poco rato volvió a   —282→   mirar. Doña Lupe se había ido; buscola, examinando una por una todas las caras, y al fin la encontró de nuevo en uno de los mozos que iban pasando las fuentes de comida, el cual con servil amabilidad sonreía, exactamente lo mismo que ella. No había duda de que era la propia señora de los pavos, con su boquita plegada, y sus ojos vivarachos. Sin duda, al llamamiento patriótico de los leoneses, había salido del sepulcro, dejándose en él, por causa de la precipitación, algunas partes de su persona, verbigracia: el moño, la teta de algodón, y todo el cuerpo de la cintura abajo. Visto de cerca el camarero, resultaba tan exacto el parecido, que Torquemada sintió algo de miedo. «¡Ay, de mí! -pensó-; con estas cosas, se me trastorna la cabeza, y no es mal lío el que armaré. Anda, anda: ya se me ha olvidado todito lo que escribí anoche. ¡Y cuidado si estaba bien!... Me he lucido; ni una jota recuerdo.

Afanado buscó a Donoso entre los que a una banda y otra tenía en fila de honor, como los apóstoles en el cuadro de la Cena, y notó vacío el puesto de su amigo, que en aquel momento hubiérale sido de gran ayuda, pues sólo con que él le alentara, recobraría la serenidad, y con la serenidad la memoria. «¿Qué ha sido de D. José? -preguntó con viva inquietud.   —283→   Pronto fue informado de que había tenido que abandonar la mesa, porque le avisaron que su esposa se hallaba en peligro de muerte. Contrariedad no floja era esta para el tacaño, pues sólo con mirar a Donoso, las ideas se le refrescaban, y acudían a su mente las palabras finas, y el habla elegante, acompasada y ceremoniosa.

Pues señor, no había más remedio que salir del paso como se pudiera. Procuraría reconcentrar todas las energías del caletre, sin dejar de atender a la charla de los dos apóstoles que a su lado tenía. No tardaron en apuntar en su mente algunos conceptos de lo que había escrito la noche anterior; pero las ideas aparecieron en dos o tres formas, porque escribió primero algo que no hubo de parecerle bien, y lo rompió, y vuelta a escribir, y a romper... Vamos, que aquello era un cien pies. Por suerte suya, recordaba perfectamente diversas formulillas retóricas oídas en el Senado, y que se pegaban a su magín como líquenes a la roca... Luego, algo había que dejar a la inspiración del momento, sí señor...

Sirvieron una como torta que D. Francisco no supo si era cosa de hielo, o de fuego, porque por un lado quemaba, y por otro ponía los dientes como si mascaran nieve... No se dio cuenta del curso del tiempo, y de pronto   —284→   vio que entre él y el comensal de la derecha se introducía el brazo del mozo con una botella, y que le echaba champagne en la copa chata. En el mismo instante sintió tiroteo de taponazos, y una algazara, un murmullo sordo y penetrante... Levantose uno de aquellos puntos, y por espacio de medio minuto no se oyó más que el chicheo de los que mandan callar. Prodújose al fin un silencio relativo, y... ahí va el discursito en nombre de la junta organizadora, explicando el objeto de aquel homenaje.




ArribaAbajo- VII -

En rigor de verdad, el primer orador (un señor Director, cuyo nombre no hace al caso), retinto, de libras, habló malditamente, aunque otra cosa dijeran, rindiendo tributo a la cortesía, los periódicos de la mañana. ¡Cuánta vulgaridad! Que le dispensaran si hacía uso de la palabra, asumiendo la representación de la junta organizadora, él tan humilde, él tan poca cosa, él, sin duda, el último... pero por lo mismo que era el último, hablaba el primero, para dar las gracias al ilustre hombre que se había dignado aceptar, etc... Enumeró las batallas que hubieron de librarse contra la modestia del grande hombre, lucha horrible,   —285→   en la cual la modestia se defendió bravamente, y hubo que traer casi a rastras al señor Marqués de San Eloy, hombre de trabajo, hombre de aislamiento y soledad, hombre de silencio fecundo, hombre que huía del brillo social, y de los trompetazos de la fama. Pero no le valía. Forzoso era, para bien de la misma sociedad, sacarle a tirones de su retiro, traerle a donde pudiera recibir los plácemes que merecía... «rodearle de nuestros cariños, de nuestros homenajes, de nuestros... de nuestros loores, señores, para que sepa lo que vale, para que la sociedad pueda expresarle su inmensa gratitud por los beneficios que de su inteligencia poderosa ha recibido... He dicho. (Grandes aplausos; el orador se sienta muy sofocado, limpiándose el sudor del rostro. Don Francisco le abraza con el brazo izquierdo nada más.)

No se había calmado el barullo producido por el primer discurso, cuando allá, en el opuesto extremo del salón, surgió un señor alto y seco, que debía de tener fama de orador brillante, porque le precedió un murmullo de expectación, y todo el grave concurso se relamía de satisfacción por las sublimes cosas que pronto se oirían. En efecto, el demonio del hombre era una máquina eléctrica. Hablaba con la boca, con los brazos, que parecían   —286→   aspas de molino, con las trémulas manos, que casi tocaban el techo, con los crispados dedos, con todo el semblante congestionado, echando fuego, con los ojos que se le salían del casco, con los lentes, tan pronto caídos, tan pronto puestos sobre el caballete de la nariz por la misma mano que quería horadar el techo. Tal era el desbordamiento de su oratoria enfática y caleidoscópica, que si aquello dura más de quince minutos, todos salen de allí con el mal de San Vito. ¡Qué acumular idea sobre idea, qué vértigo de figuras, corriendo como vagonetas descarriladas, que al chocar montan unas sobre otras, qué tono furiosamente altísono, desde el primer momento, tanto que no había gradación posible, y su oratoria era una sucesión delirante de finales de efecto! Como el tal ingeniero (no sé si por Madrid o por Lieja) iniciador de obras públicas tan grandiosas como impracticables, se despotricaba con un lío espantoso de retóricas del orden industrial y constructivo, y todo era carbón por allí, calderas al rojo cereza por allá, las espirales de humo que escribían sobre el azul del cielo el poema de la fabricación, el zumbido de los volantes, el chasquido de las manivelas; y tras esto, las dínamos, las calorías, la fuerza de cohesión, el principio vital, las afinidades químicas, para   —288→   venir a parar al arco iris, a las gotas de rocío que descomponen el rayo solar, y qué sé yo, Dios de mi vida, todo lo que salió de aquella boca. Y a todas estas, nada había dicho aún de D. Francisco, ni se veía la relación que el festejado pudiera tener con toda aquella monserga de gotas de rocío, dínamos y manivelas.

Sin abandonar el estilo vertiginoso y las gesticulaciones epilépticas, hizo la gradación gallardamente. Presentó a la humanidad dándose de cachetes con la ciencia, como quien dice. La ciencia bebía los vientos por redimir a la humanidad, y esta emperrada en no dejarse redimir. Naturalmente, nada se conseguiría hasta que aparecieran los hombres de acción. Sin ellos, era impotente la señora ciencia. Por fin ¡hosanna! aparecido había el hombre de acción. ¿Y quién dirán ustedes que era el hombre de acción? Pues D. Francisco Torquemada. (Grandes aplausos como salutación al nombre.) Después de un breve panegírico del ilustre leonés, el orador se sentó, entre un diluvio de aclamaciones de entusiasmo. Desplomose sin aliento en la silla, como un obrero que se cae del andamio, con todos los huesos rotos, y hay que llevarle al hospital.

Siguió un paréntesis de bulla, risas y tiroteo ingenioso. «Que hable D. Fulano, que hable el Sr. Tal». La concurrencia se hallaba   —288→   en ese placentero estado psicológico, del cual se deriva toda la amenidad y gracia de esta clase de festines. A cada quisque tocaba un poquitín de la vis cómica que se derramaba por todo el ámbito del grandísimo comedor. Después de pinchar a este y al otro, levantose, no sin hacerse mucho de rogar, un señor pequeño y calvo. Había llegado el momento de la aparición del gracioso, pues en la solemnidad banquetil, para que el conjunto resulte completo, ha de haber una sección recreativa, un orador que trate por lo festivo las mismas cuestiones que los demás han tratado por lo grave. El indicado para llenar este vacío era un antiguo periodista, magistrado por poco tiempo, después diputado cunero, y en algunas épocas de su vida contratista de tablazón para envase de tabacos. Tal fama de gracioso tenía, que antes que hablara, ya se desternillaban de risa los oyentes.

«Señores -empezó-, nosotros hemos venido aquí con fines muy malos, con intenciones aviesas, y yo, porque así me lo dicta mi conciencia, pido al señor Gobernador, aquí presente, que nos lleve a todos a la cárcel (Risas.) Hemos traído engañado al excelentísimo señor Marqués de San Eloy. Él vino a honramos con su compañía en esta mesa pobre... y ahora resulta que le damos un menú (que algunos   —289→   llaman minuta) de discursos, un verdadero indigestivo para que le haga daño la comida». El preámbulo fue muy divertido, y luego entró en materia diciendo: «Ninguno de los aquí presentes sabe quién es el Marqués de San Eloy, y yo, que lo sé, os lo voy a decir. El Marqués de San Eloy es un pobrecito, y los ricos, los poderosos somos los que le festejamos. (Risas.) Es un pobrecito que pasaba por la calle, y le hemos invitado a que entrara aquí, y entra, y participa de nuestro festín... No, no reírse; pobrecito dije y os lo voy a demostrar. No es rico el que poseyendo riquezas, las consagra a labrar el bien de la humanidad. Es tan sólo un depositario, un administrador, no de lo suyo, sino de lo nuestro, porque lo destina a mejorar nuestra condición moral y material». (Aplausos, aunque el argumento a nadie convencía.) Prosiguió ensartando disparates, y jugando con la paradoja, hasta que terminó, ofreciendo cómicamente su protección al administrador de la humanidad, D. Francisco Torquemada. Imposible mencionar todo lo que después se dijo, en varios tonos; hubo discursos buenos y breves, otros largos, difusos, y sin ninguna substancia. Un señor habló en nombre de la provincia de Palencia, limítrofe de la de León, asegurando que no hacían falta tantos ferrocarriles,   —290→   aunque él no los combatía, ¡cuidado! y que los capitales deben emplearse en canales de riego. Otro habló en nombre del Ejército, a que pertenecía, y el de más allá en nombre de la Marina mercante. Alguien dijo también cosas muy entonadas en nombre de la clase aristocrática, y en nombre del Colegio de Notarios, y el Gobernador expresó su sentimiento por que el señor de Torquemada no fuese hijo de Madrid, idea contra la cual protestaron airados los leoneses; pero el Gobernador remachó la idea, asegurando que León y Madrid vivían en perfecta fraternidad. Saltó uno de Astorga, llamando a Madrid su segunda patria, patria primera de sus hijos, y al fin concluyó por echarse a llorar; y otro, que había venido de Villafranca del Bierzo, aseguró ser sobrino del cura que bautizó a D. Francisco, lo cual fue el detalle tierno de la solemnidad. Gracias a un oportunísimo quite, se pudo evitar que unos ñales de poetas leyeran los versos que ya tenían medio desenvainados con la intención más alevosa del mundo. Por la calidad de las personas allí reunidas, y el objeto serio de la solemnidad, no estaba en carácter la lectura de composiciones poéticas. Y al fin, se aproximaba el momento culminante. El héroe de la fiesta, mudo y pálido, revolvía ya en su mente las primeras frases del discurso.   —291→   En los breves instantes que le faltaban, hizo acopio de su valor, y fijó bien en su mente ciertas reglas que se había propuesto seguir, a saber: no citar autores en concreto, sin absoluta seguridad en la cita; expresar vagamente y con frases equívocas todo aquello de que no tuviese un gran dominio; quedarse siempre entre dos aguas sin decir blanco ni negro, como hombre que más peca de reservado que de comunicativo, y pasar, como sobre ascuas, sobre todo punto delicado de los que no pueden tomarse en boca profana sin peligro de soltar una barbaridad. Hecha esta preparación mental, y encomendándose a su ausente ídolo literario, el señor de Donoso, a quien creía llevar en esencia dentro de sí mismo, como una segunda alma, levantose y aguardó tranquilo a que se produjese el silencio augusto que necesitaba para empezar. Gracias a los diligentes taquígrafos que el narrador de esta historia llevó al banquete, por su cuenta y riesgo, han salido en letras de molde los más brillantes párrafos de aquella notable oración, como verá el que siga leyendo.



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ArribaAbajo- VIII -

«Señores: no voy a pronunciar un discurso. Aunque quisiera, y vosotros... digo que aunque vosotros gustarais de oírmelo, yo no podría, por causa de mi pobreza... (murmullos) de mi pobreza de medios oratorios. Soy un individuo rudo, eminentemente trabajador, y de la clase de pueblo, artesano por excelencia del negocio honrado... (Bien, bien)... No esperéis en mí discursos más o menos floreados, porque no he tenido tiempo de aprender la ciencia oratoria. Pero, señores y amigos, no puedo faltar a lo que exigen de mí vuestra cortesía y mi gratitud 4 y he de manifestar cuatro mal pergeñadas... manifestaciones, que si pobres de estilo y toscas de literatura, serán la expresión sincera de un corazón agradecido, de un corazón noble, de un corazón que late... 5 ahora y siempre, al compás de todo sentimiento hidalgo y generoso. (Muy bien.)

»Repito que no esperéis de mí bonitos discursos, ni elocuentísimos períodos. Mis flores   —293→   son los números; mis retóricas el cálculo; mi elocuencia... la acción. (Aplausos.) La acción, señores. ¿Y qué es la acción? Todos lo sabéis, y no necesito decíroslo. La acción es la vida, la acción es... lo que se hace, señores, y lo que se hace... dice más que lo que se dice. Hase dicho... (pausa) hase dicho que la palabra es plata, y el silencio es oro. Pues yo añado que la acción es toda perlas orientales, y brillantes magníficos. (Aprobación calurosa.)

»Cábeme la satisfacción de contestar a los señores que me han precedido en el uso de la palabra, y al hacerlo... (pausa) cúmpleme declarar que en manera alguna hubiera aceptado este inmerecido homenaje que me tributáis, absolutamente, si no me obligaran a ello consideraciones de este y el otro linaje, sin que de cerca ni de lejos me hayan traído aquí móviles de vanidad... 6 hasta el punto de que... mi ánimo... vamos, que mi absoluto fin era prevalecer en la línea de conducta que he observado siempre, y afirmarme en la tesis de que debemos rehuir cuanto tienda al enaltecimiento personal... que ¡harta representación   —294→   tienen en el actual momento histórico las personalidades, señores...! 7 y es tiempo ya de que se glorifiquen los hechos, no las personas, los principios, no las entidades... que yo reconozco su mérito, señores, yo lo reconozco; pero ya es tiempo de que por encima del individuo personal estén los hechos, la acción, el gran principio de obrar (alzando la voz) cada cual en su propio elemento, y en el círculo de sus propias operaciones. (Muy bien, bravo.)

»¿Quién es el que tiene el honor de dirigiros su modesta palabra en este momento? Pues no es más que un pobre obrero, un hombre que todo se lo debe a su misma iniciativa, a su laboriosidad, a su honradez, a su constancia. Nací, como quien dice, en la mayor indigencia, y con el sudor de mi rostro he amasado mi pan, y he vivido, orillando un día y otro día las dificultades, cumpliendo siempre mis obligaciones, y evacuando mis negocios con la más estrictísima moralidad. Yo no he hecho ningún arco de iglesia; yo no he tenido arte ni parte con el demonio, como errada y torpemente 8 creen algunos, (risas)   —295→   yo no tengo el don del milagro. Si he llegado a donde estoy, lo debo a que he tenido dos virtudes, y de ello me alabo con vuestro beneplácito, dos virtudes. ¿Cuáles son? Helas aquí: el trabajo, la conciencia. He trabajado en una serie no interrumpida de, de... de tareas económico-financieras, y he practicado el bien, haciendo todos los favores posibles a mis semejantes, y labrando la felicidad de cuantas personas me encontraba al alcance de mi acción. (Bien, muy bien.) Ese ha sido mi desideratum, y la idea que he abrigado siempre: hacer todo el bien que podía a mis semejantes. Porque el negocio, vulgo actividad, fijaos bien, señores, no está reñido con la caridad, ni con la humanidad más o menos doliente. Son dos elementos que se completan, dos objetivos que vienen a concurrir en un solo objetivo; objetivo, señores, del cual tenemos una imagen en nuestras conciencias, pero que reside en el Altísimo 9. (Grandes, ruidosos y entusiastas aplausos.)

»Pero si declaro que siempre fue mi línea de conducta hacer el bien a todos, sin distinción de clases, a todos, tirios y troyanos, también os digo que, como trabajador por excelencia,   —296→   nunca, nunca he dado pábulo a la ociosidad, ni he protegido a gente viciosa, porque eso ¡cuidado! ya no sería caridad, ni humanidad, sino falta de sentido práctico; eso sería dar el mayor de los pábulos a la vagancia. De mí se podrá decir todo lo que se quiera; pero no se dirá nunca que he sido el Mecenas de la holgazanería. (Delirantes aplausos.)

»He partido siempre del principio de que cada cual es dueño de su propio destino; y será feliz el que sepa labrarse su felicidad, y desgraciado el que no sepa labrársela 10. No hay que dejarse de la suerte... ¡Oh, la suerte, pamplinas, tontería, dilemas, antinomias, maquiavelismos! No hay más desgracias que las que uno se acarrea con sus yerros. Todo el que quiere poseer los intereses materiales, no tiene más que buscarlos. Busca y encontrarás, que dijo el otro. Sólo que hay que sudar, moverse, aguzar la entendedera, en una palabra, trabajar, ora sea en este, ora en el otro oficio. Pero, lo que es dándose la gran vida en paseos y jaranas, charlando en los casinos, o enredando con las buenas mozas, (risas) no se gana el pan de cada día... y el   —297→   pan está allí, allí, vedlo, allí 11. Pero es menester que vayáis a cogerlo; porque él, el pan, no puede venir a buscaros a vosotros. No tiene pies, se está muy quietecito esperando que vaya a cogerlo el hombre, a quien el Altísimo ha dado pies para correr tras el pan, inteligencia para saber dónde está, ojos para verlo, y manos para agarrarlo... (Bravos y palmadas frenéticas.)

»De suerte, que si os pasáis el tiempo en diversiones, no tendréis pan, y cuando el hambre os haga salir de coronilla en busca de él, ya otros más listos lo habrán cogido... los que supieron madrugar, los que supieron emplear todas las horas del día en el clásico trabajo, los que supieron evacuar todas sus diligencias en tiempo oportuno, no dejando nada para mañana, los que se plantearon la cuestión de comer o no comer, como el otro, que vosotros conocéis mejor que yo, y no necesito nombrarlo, como el otro, digo, planteó la cuestión de ser o no ser. (Admiración, estrepitosos aplausos.) 12

  —298→  

«Seamos prácticos, señores. Yo lo soy, y me alabo de ello, dejando a un lado la careta de la modestia, que ya con tanto quita y pon se va cayendo a pedazos de nuestros rostros. (Ruidosos aplausos, y voces de sí, sí.) Seamos prácticos, digo, serlo vosotros, y yo, que soy perro viejo, os recomiendo que lo seáis. Ser prácticos sí no queréis que vuestra vida revista los caracteres de una tela de Penélope. Si hoy tejéis el bienestar con elementos superiores a vuestros medios, o séase posibles, mañana el déficit os obligará a destejerlo... y siempre tendréis suspendida sobre vuestras cabezas la espada de Aristóteles... (Rumores.) Quiero decir... 13 He dicho Aristóteles, porque... (se ríe, y ríen todos esperando un chiste) tengo verdadera manía por este filósofo, que es el más práctico de todos. (Sí, sí.) Es mi hombre; le llevo en el pensamiento a todas horas del día. Y como tengo para mí que el tal Damocles, el de la espada, era un hijo de tal... o nadie sabe quién es... ¿Alguno de los que me escuchan sabe quién era ese Damocles? (Risas: voces de «no, no... no lo sabemos».) Pues yo estoy a matar   —299→   con esas maneras de hablar, y he decidido que la famosa espada sea de Aristóteles... vamos, que le armo caballero, porque es el hombre de mi devoción, es mi ídolo, señores, el hombre más grandioso de la antigua Grecia, y del siglo de oro de todos los tiempos. (Bravo, muy bien.) 14

»Perdonadme la digresión, y volvamos a la tesis. Atendamos más a la acción que a la palabra, obremos, obremos mucho y hablemos poco. Trabajar siempre, de consuno con nuestras necesidades, y con el valioso concurso de todos los elementos que concurran a nuestro lado. Y hechas estas manifestaciones, que creo me imponía mi presencia en este augusto recinto... (enmendándose) y lo llamo augusto, porque en él se reúnen tantas eminencias científicas, políticas y particulares... (bien, bravo); hechas estas declaraciones, paso a concretar la cuestión. «¿A qué obedece esta comida? ¿Qué peculiar objetivo lleváis al festejarme, a mí, tan humilde? Pues habéis visto en mí un hombre activo, de suyo, dispuesto a patrocinar los grandes adelantos del siglo, a llevarlos al estadio de la práctica. Yo pongo mi   —300→   corta inteligencia y mis ahorros al servicio de la patria, yo no miro a mi interés, sino al interés general, al interés público de la humanidad, que bien necesitada está la pobrecita de que se interesen por ella. Heme lanzado a emprender obras muy importantísimas, sin ambición alguna de lucro privado, podéis creérmelo, y a favorecer a mi patria natal llevando la locomotora con su penacho de humo a través de los campos. Si yo no idolatrara la ciencia y la industria como las idolatro, si no fuera mi bello ideal el progreso, yo no patrocinaría la locomotora, patrocinaría el carromato, y no vería más lazo de unión entre los pueblos que el ordinario de Astorga, o el ordinario de Ponferrada. Pero no, señores; yo soy hijo de mi siglo, del siglo eminentemente práctico, y patrocino el ordinario, mejor dicho, la ordinaria del mundo entero, la locomotora. (Frenéticos aplausos.)

»Adelante con la ciencia, adelante con la industria 15. El mundo se transforma con los adelantos, y hoy nos maravillamos de ver la claridad preciosísima de la luz eléctrica donde   —301→   antes lucían velones de aceite, velas de sebo, bujías esteáricas, y el petróleo refinado 16. De donde saco la consecuencia de que lo moderno acaba con las antiguallas. ¡Cuán gran verdad es, señores, que esto matará aquello... como dijo, y dijo muy bien... quien todos sabéis! (Aplausos prolongados.)

»Yo, señores, no me canso de repetíroslo, soy un hombre muy humildísimo, muy llano, de cortas facultades (voces de no, no), de pocas luces (no, no), de escasa instrucción; pero a formalidad no me gana nadie. ¿Queréis que os defina mi actitud moral y religiosa? Pues sabed que mis dogmas son el trabajo, la honradez (murmullos de aprobación), el amor al prójimo, y las buenas costumbres. De estos principios parto yo siempre, y por eso he podido llegar a labrarme una posición independiente. Y no creáis que doy de lado, por decirlo así, al dogma sagrado de nuestros mayores. No; yo sé dar al César lo que es del César, y al Altísimo... también lo suyo. Porque a buen católico no me gana nadie, bien lo sabe Dios, ni en lo de defender las veneradas creencias. Adoro a mi familia, en cuyo... foco, en   —302→   cuyo seno encuentro la felicidad, y os aseguro que de mi casa al Cielo no hay más que un paso... (Con ternura.) Yo no debía hablar de estas cosas, que son del elemento privado... (Voces: sí, sí, que siga.) Pero mi familia, o séase el círculo del hogar doméstico, es lo primero en mi corazón, y pienso en ella siempre, y no puedo apartar del pensamiento aquellos pedazos de... No, no sigo; permitidme que no siga... (Gran emoción en el auditorio.)

»De política nada os digo. (Voces: sí, sí.) No, no señores. No he llegado a saber todavía qué partidos tenemos, ni para qué nos sirven. (Risas.) Yo no he de ser poder, ni he de repartir credenciales... no, no... Veo que pululan los empleados, y que no hay nadie que se decida a castigar el presupuesto. Claro, no castigan porque a los mismos castigadores les duele. (Risas.) Yo me lavo las manos: blasono de obedecer al que manda, y de no barrenar las leyes. Respeto a tirios y troyanos, y no regateo el óbolo de la contribución 17. A fuer de hombre práctico, no hago la oposición sistemática, ni me meto en maquiavelismos   —303→   de ningún género. Soy refractario a la intriga, y no acaricio más idea que el bien de mi patria, tráigalo Juan, Pedro o Diego. (Muy bien.)

»Concluyo, señores... porque ya estaréis fatigados de oírme (no, no), y yo también fatigado de hablar, pues no tengo costumbre, ni sé expresarme con todo el brillo peculiar... ni... ni con la prosa correcta... que... En fin, señores, concluyo con las manifestaciones de mi gratitud por vuestras manifestaciones... por este holocausto 18, por este homenaje magnánimo y verídico. Lo digo y lo repito: yo no merezco esto; yo soy indigno de obsequios tan... sublimes, y que no tienen punto de contacto con mis cortos merecimientos. No me atribuyáis a mí rasgos que no me pertenecen. La verdad ante todo. En la cuestión del ferrocarril no he hecho más que obedecer al impulso de un ilustre y particular amigo mío, aquí presente, y a quien no nombro por no ofender su considerable modestia. (Todos miran al señor Marqués de Taramundi, que baja los ojos y se sonroja ligeramente.) Este amigo es el que ha movido toda la tramoya de la vía férrea, y a él se debe 19 la coronación del éxito,   —304→   porque aunque no ha figurado para nada, detrás de la cortina ha manejado todo muy lindamente, de modo que bien puedo deciros que ha sido... 20 pasmaos, señores, el Deus ex machina del ferrocarril de Villafranca al Berrocal. (Ruidosísimos aplausos. Los leoneses se rompen las manos.)

»Pues... 21 ya no me resta más que deciros sino que mi gratitud será eterna, y en ningún modo efímera, no, y que todos los presentes, sin distinción de tirios ni de troyanos (risas), me tienen incondicionalmente a su disposición. No es por alabarme; pero sé distinguir, y nadie me gana en servir a mis amigos y ayudarlos en... lo que necesiten, quiero decir, que en cualesquiera cosa en que necesiten de mi modesto concurso, pueden mandarme, en la seguridad de que tendrán en mí un seguro servidor, un amigo del alma y... un compañero, dispuesto a prestarles... todo el concurso desinteresado, todo el favor, todo el apoyo moral y moral, toda la confianza del mundo... siempre con el alma, siempre con el corazón...   —305→   Les ofrezco, pues, con fina voluntad mi hacienda, mi persona, y todo cuanto soy y cuanto valgo. He dicho. (Aplausos frenéticos, delirantes aclamaciones, gritos, tumulto. Todo el mundo en pie, palmoteando sin cesar, con estrépito formidable. La ovación no tiene término.)




ArribaAbajo- IX -

Los más próximos se precipitaron a abrazar al orador triunfante, y aquello fue el delirio. ¡Qué estrujones, qué vaivenes, qué sofocación! Por poco hacen pedazos al pobre señor, que con cara reluciente, como si se la hubieran untado de grasa, los ojos chispos, la sonrisa convulsiva, no sabía ya qué contestar a tan estrepitosas demostraciones. Y luego fueron llegando en confuso tropel los comensales, disputándose el paso, y todos le achuchaban, algunos con fraternal efusión y cierta ternura, efecto del ruido, de los aplausos, de esa sugestión emocional que se produce en las muchedumbres. D. Juan Gualberto Serrano, entrecortada la voz, rojo como un pavo, y sudando la gota gorda, no le dijo más que: «Colosal, amigo mío, colosal.

Y otro le aseguró no haber oído nunca un discurso que más le gustase.

  —306→  

«¡Y cómo se ve al hombre práctico, al hombre de acción! -dijo un tercero.

-Tenemos aquí al apóstol del Sentido común. Así, así se piensa y se habla. Mi enhorabuena más entusiástica, Sr. D. Francisco.

-Sublime... Venga un abrazo. ¡Qué cosas tan buenas ¡oh! nos ha dicho usted...!

-Y también ha sabido hablar al corazón. ¡Qué hombre...! Vaya, que de esta le hacemos a usted ministro.

-¿Yo? Quítese allá -replicó el tacaño, que ya se iba cargando de tanto estrujón-. He dicho cuatro frases de cortesía, y nada más.

-Cuatro frases, ¿eh? Diga usted cuatro mil ideas magníficas, estupendas... Venga otro abrazo. Francamente, ha sido un asombro.

De los últimos llegó Morentín, y le abrazó con fingido cariño, y sonrisa de hombre de mundo, diciéndole:

«¡Pero muy bien! ¡Qué orador nos ha salido esta noche! No lo tome usted a broma; orador y de los grandes...

-Quite usted... por Dios.

-Orador, sí señor -añadió Villalonga, con la seriedad que sabía poner en su rostro en tales casos-. Ha dicho usted cosas muy buenas, y muy bien parladas. Mi enhorabuena.

Y luego fue Zárate, que le abrazó llorando, pero llorando de verdad, porque además   —307→   de pedante, era un consumado histrión, y le dijo: «¡Ay, qué noche, qué emociones!... Mi enhorabuena en nombre de la ciencia... sí... de la ciencia, que usted ha sabido enaltecer como nadie... ¡Qué síntesis tan ingeniosa! ¡La ordinaria del mundo entero! Bien, amigo mío. No lo puedo remediar: se me saltan las lágrimas.

Y al despedirse de todos, más abrazos, más apretones de manos, y nuevos golpes de incensario. Asombrado de aquel bárbaro éxito, D. Francisco llegó a dudar de que fuese verdad. ¡Si se burlarían de él! Pero no, no se burlaban, porque en efecto, había hablado con sentido; él lo conocía y se lo declaraba a sí mismo, eliminando la modestia. No se consolaría nunca de que no le hubiera oído el gran Donoso.

Acompañáronle hasta su casa los más íntimos, y allá otra ovación. Noticias exactas habían llegado del exitazo, y lo mismo fue entrar en la sala, que todas aquellas señoras se tiraron a abrazarle. Cruz y Fidela, que antes de la llegada de D. Francisco, al enterarse de la gravedad de su amiga la señora de Donoso, habían pasado malísimo rato, desde que vieron entrar al héroe de la noche saltaron bruscamente de la pena al júbilo, y no pensaron más que en añadir sus voces al coro de plácemes.   —308→   «A mí no me sorprende tu triunfo, querido Tor -le dijo su esposa-. Bien sabía yo que hablarías muy bien. Tú mismo no has caído aún en la cuenta de que tienes mucho talento.

-Yo, la verdad, esperaba un éxito -dijo Cruz-, pero no creí que fuera tanto. No sé a qué más puede usted aspirar ya. Todo lo tiene: el mundo entero parece que se postra a sus pies... Vamos, ¿qué pide usted ahora?

-¿Yo? nada. Que a usted no se le ocurra ensanchar más el círculo... señora mía. Bastante círculo tenemos ya. Ya no más.

-¿Que no? -dijo la gobernadora riendo-. Ya verá usted. Si ahora empezamos... Prepárese.

-Pero todavía... -murmuró Torquemada temblando como la hoja en el árbol.

-Mañana hablaremos.

Estas fatídicas palabras amargaron la satisfacción del flamante orador, que pasó mala noche, no sólo por la excitación nerviosa en que le pusiera su apoteosis, sino por las reticencias amenazadoras de su implacable tirana.

Al día siguiente, trató en vano de recibir los plácemes de Rafael. Una ligera indisposición le retenía en su aposento del segundo piso, y no se dejaba ver más que de su hermana   —309→   Cruz. Los periódicos de la mañana colmaron la vanidad oratoria del grande hombre, poniéndole en las nubes, y enalteciendo, conforme a la opinión del momento, su sentido práctico y su energía de carácter. Todo el día menudearon las visitas de personajes propios y extraños, algún diplomático, Directores de Hacienda y Gobernación, Generales, Diputados y Senadores, y dos Ministros, todos con la misma cantinela: que el orador había dicho cosas de mucha miga, y que había logrado poner los puntos sobre las íes. No faltaba ya si no que fuesen también el Rey, y el Papa, y hasta el propio Emperador de Alemania. La Iglesia no careció de representación en aquel jubileo, pues llegaron también, para incensar al tacaño, el Reverendísimo Provincial de los Dominicos, Padre Respaldiza, y el señor Obispo de Antioquía, los cuales agotaron el vocabulario de la lisonja. «Bienaventurados -dijo con unción evangélica Su Ilustrísima-, los ricos que saben emplear cristianamente sus caudales, en provecho de las clases menesterosas.

Cuando se fue la última visita, respiró el grande hombre, gozándose en la soledad de su casa y familia. Pero muy poco le duró el contento, porque le abordaron Fidela y Cruz en actitud hostil. Fidela callaba, asintiendo con la expresión a cuanto su hermana con fácil   —310→   y altanera voz decía. Desde las primeras palabras, D. Francisco se puso lívido, se mordía el bigote comiéndose más de la mitad de las cerdas entrecanas que lo componían, y se clavaba los dedos en los brazos o en las rodillas, presa de terrible inquietud nerviosa. ¿Qué nueva dentellada daba la gobernadora a sus considerables líquidos, que más bien eran sólidos? Pues era de lo más atroz que imaginarse puede, y el tacaño se quedó como si sintiera que la casa se venía abajo y le sepultaba entre sus ruinas.

En el arreglo de la deuda de Gravelinas, el palacio ducal, tasado en diez millones de reales, era una de las primeras fincas que saldrían a subasta. Decíase que con dificultad se hallaría comprador, como no le metiese el diente Montpensier, o algún otro individuo de la familia Real, y se gestionaba para que lo adquiriese el Gobierno con destino a las oficinas de la Presidencia. Finca tan hermosa y señoril no podía ser más que del Estado o de algún Príncipe. ¡Vaya con las ideas de aquel demonio en forma femenina, la primogénita del Águila, y oráculo del hombre práctico y sesudo por excelencia! Júzguese de sus audaces proyectos por la respuesta que le dio don Francisco, casi sin aliento, tragando una saliva más amarga que la hiel.

  —311→  

«¿Pero ustedes se han vuelto locas, o se han propuesto mandarme a mí a un manicomio? ¡Que me adjudique el palacio de Gravelinas, esa mansión de príncipes coronados... vamos, que lo compre...! Como no lo compre el Nuncio...

Rompió en una carcajada insolente, que hizo creer a la dama gobernadora que por aquella vez encontraría en su súbdito resistencias difíciles de vencer. Sintiose fuerte el tacaño en los primeros momentos, al desgarrar el hierro sus carnes, y sus resoplidos y puñetazos sobre la mesa habrían infundido pavor en ánimo menos esforzado que el de Cruz.

«¿Y tú qué dices? -preguntó D. Francisco a su esposa.

-¿Yo?... Pues nada. ¡Pero si en el negocio con la casa del Duque, comprendido el palacio y las fincas rústicas, has ganado el oro y el moro! Adjudícate el palacio, Tor, y no te hagas el pobrecito. Vamos, ¿a que te ajusto la cuenta, y te pruebo que comprándolo tú viene a salirte por unos seis millones nada más?

-Quita, quita. ¿Qué sabes tú?

-Y en último caso, ¿qué son para ti seis ni diez millones?

Mirola D. Francisco con indignación, balbuciendo expresiones que más bien parecían ladridos; pero pasado aquel desahogo brutal   —312→   de su avaricia, el hombre se desplomó, sintiendo, ante las dos damas, una cobardía de alimaña indefensa, cogida en trampa imposible de romper. Cruz vio ganada la batalla, y por consideración al vencido, le argumentó cariñosamente, ponderándole las ventajas materiales que de aquella compra reportaría.

«Nada, nada; concluiremos en la miseria... -dijo el avaro con amargo humorismo-. Desde el campanario de San Bernardino, cuarenta siglos nos contemplan. Bien, bien; palacitos a mí. ¡Ay, mi casuca de la calle de San Blas, quién te volviera a ver! Que avisen a la Funeraria; que me traigan el féretro; yo me muero hoy. Este golpe no lo resisto; ¡que me muero...! Ya lo dije yo en mi discurso: esto matará a aquello... Y yo pregunto a ustedes, señoras de palacio y corona, ¿con qué vamos a llenar aquellos inmensos salones, que parecen el Hipódromo, y aquellas galerías más largas que la Cuaresma?... Porque todo ha de corresponder...

-Pues... muy sencillo -respondió Cruz tranquilamente-. Ya sabe usted que ha muerto D. Carlos de Cisneros, la semana pasada.

-Sí señora... ¿y qué?

-Que sale a subasta su galería.

-Una galería, ¿y para qué quiero yo galerías?

  —313→  

-Los cuadros, hombre. Los tiene de primer orden, dignos de figurar en reales museos.

-¡Y los he de comprar yo!... ¡yo! -murmuró D. Francisco, que de tanto golpe tenía el cerebro acorchado, y estaba enteramente lelo.

-Usted.

-¡Ay, sí, Tor! -dijo Fidela-, me gustan mucho los cuadros buenos. Y que Cisneros los tenía magníficos, de los maestros italianos, flamencos y españoles. ¡Pero qué tonto, si eso siempre es dinero!

-Siempre dinero -repitió el tacaño, que se había quedado como idiota.

-Claro: el día en que a usted no le acomoden los cuadros, los vende al Louvre, o a la National Gallery, que pagarán a peso de oro los de Andrés del Sarto, Giorgione, Guirlandajo, y los de Rembrandt, Durero y Van Dick...

-¿Y qué más?

-Para que todo sea completo, adjudíquese usted también la armería del Duque, de un valor histórico inapreciable; y según he oído, la tasación es bajísima.

-El Bajísimo ha entrado en mi casa, y ustedes son sus ayudantes. ¡Con que también armaduras! ¿Y qué voy yo a pintar con tanto hierro viejo?

-Tor, no te burles -dijo Fidela, acariciándole-.   —314→   Es un gusto poseer esas preseas históricas, y exponerlas en nuestra casa a la admiración de las personas de gusto. Tendremos un soberbio Museo, y tú gozarás de fama de hombre ilustrado, de verdadero príncipe de las artes y de las letras; serás una especie de Médicis...

-¿Un qué?... Lo que yo compraría de buen grado ahora mismo es una cuerda para ahorcarme. Me lo puedes creer: no me mato por mi hijo. Necesito vivir para librarle de la miseria, a que le lleváis vosotras, y de la desgracia que le acarreáis.

-Tonto, cállate. Pues mira; yo que tú, me quedaría también con el archivo de Gravelinas; se lo disputaría al Gobierno, que quiere comprarlo. ¡Vaya un archivo!

-Como que estará lleno de ratas.

-Manuscritos preciosísimos, comedias inéditas de Lope, cartas autógrafas de Antonio Pérez, de Santa Teresa, del Duque de Alba y del Gran Capitán. ¡Oh, qué hermosura! Y luego, códices árabes y hebreos, libros rarísimos...

-¿Y también eso lo compro?... ¡Ay, qué delicia! ¿Qué más? ¿Compro también el puente de Segovia, y los toros de Guisando? ¿Con que manuscritos, quiere decírse, muchas Biblias? Y todo para que vengan a casa cuatro   —315→   zánganos de poetas a tomar apuntes, y a decirme que soy muy ilustrado. ¡Ay, Dios mío, cómo me duele el corazón! Ustedes no quieren creerlo, y yo estoy muy malo. El mejor día reviento en una de estas, y se quedan ustedes viudas de mí, viudas del hombre que ha sacrificado su natural ahorrativo por tenerlas contentas. Pero ya no puedo más, ya no más. Lloraría como un chiquillo, si con estos resquemores no se me hubiera secado el foco de las lágrimas.

Levantose al decir esto, y estirándose como si quisiera desperezarse, lanzó un gran bramido, al cual siguió una interjección fea, y tan pesadamente cayeron después sus brazos sobre las caderas, que de la levita le salió polvo. Todavía hubo de rebelarse en los últimos pataleos de su voluntad vencida y moribunda, y encarándose con Cruz, le dijo:

«Esto ya es una picardía... ¡Saquearme así, dilapidar mi dinero estúpidamente! Quiero consultar esta socaliña con Rafael, sí, con ese, que parecía el más loco de la familia, y ahora es el más cuerdo. Se ha pasado a mi partido, y ahora me defiende. Que venga Rafaelito... quiero que se entere de esta horrible cogida... El cuerno, ¡ay de mí! me ha penetrado hasta el corazón... ¿Dónde está Rafaelito?... Él dirá...

  —316→  

-No quiere salir de su cuarto -dijo Cruz serena, victoriosa ya-. Vámonos a comer.

-A comer, Tor -repitió Fidela colgándosele del brazo-. Tontín, no te pongas feróstico. Si eres un bendito, y nos quieres mucho, como nosotras a ti...

-¡Brrrr...!




ArribaAbajo- X -

Grave, gravísima la señora de Donoso. Las noticias que aquella mañana (la del tantos de Abril, que había de ser día memorable) llegaron a la casa de los Marqueses de San Eloy, daban por perdida toda esperanza. Por la tarde se le llevó el Viático, y los médicos aseguraban que no pasaría la noche sin que tuvieran término los inveterados martirios de la buena señora. La ciencia perdía en ella un documento clínico de indudable importancia, por cuya razón, habría deseado la Facultad que no se extinguiera su vida, tan dolorosa para ella, para la ciencia tan fecunda en experimentales enseñanzas.

De prisa y sin gana comieron Fidela y Cruz para ir a casa de Donoso. Se convino en que D. Francisco se quedaría custodiando al pequeñuelo. La madre no iba tranquila si el papá no le prometía montar la guardia con   —317→   exquisita vigilancia. También le encargó Cruz que cuidase de Rafael, que aquellos días parecía indispuesto, si bien sus desórdenes mentales ofrecían más bien franca sedación, y mejoría efectiva. Mucho agradeció el tacaño que se le ordenara quedarse, porque se hallaba muy abatido y melancólico, sin ganas de salir, y menos de ver morir a nadie. Anhelaba estar solo, meditar en su desgraciada suerte, y revolver bien su propio espíritu en busca de algún consuelo para la tribulación amarguísima de la compra del palacio, y de tanto lienzo viejo y armadura roñosa.

Fuéronse las dos damas, después de recomendarle que avisara al momento, si alguna novedad ocurría, y haciendo bajar algunos papelotes, se puso a trabajar en el gabinete. El chiquitín dormía, custodiado de cerca por el ama. Todo era silencio y dulce quietud en la casa. En la cocina charlaban los criados. En el segundo, Argüelles Mora, el tenedor de libros, a quien Torquemada había encargado un trabajo urgente, escribía solo. El ordenanza dormitaba en el banco del recibimiento, y de vez en vez oíase el traqueteo de los pasos de Pinto que bajaba o subía por la escalera de servicio.

Al cuarto de hora de estar D. Francisco haciendo garrapatos en la mesilla del gabinete,   —318→   vio entrar a Rafael, conducido por Pinto.

«Pues usted no sube a verme -díjole el ciego-, bajo yo.

-No subí, porque tu hermana me indicó que estabas malito, y no querías ver a nadie. Por lo demás, yo tenía ganas de verte, y de echar un párrafo contigo.

-Yo también. Ya sé que tuvo usted anteanoche el gran éxito. Me lo han contado muy detalladamente.

-Bien estuvo. Como todos eran amigos, me aplaudieron a rabiar. Pero no me atontece el zahumerio, y sé que soy un pobre artista de la cuenta y razón, que no ha tenido tiempo de ilustrarse. ¡Quién me había de decir a mí, dos años ha, que yo iba a largar discursos delante de tanta gente culta y facultativa! Créelo; mientras hablaba, para entre mí me reía del atrevimiento mío, y de la tontería de ellos.

-Estará usted satisfecho -dijo Rafael serenamente, acariciándose la barba-. Ha llegado usted en poco tiempo a la cumbre. No hay muchos que puedan decir otro tanto.

-Es verdad. ¡Dichosa cumbre! -murmuró D. Francisco en un suspiro, rumiando los sufrimientos que acompañaban a su ascensión a las alturas.

-Es usted el hombre feliz.

  —319→  

-Eso no. Di que soy el más desgraciado de los individuos, y acertarás. No es feliz quien está privado de hacer su gusto, y de vivir conforme a su natural. La opinión pública me cree dichoso, me envidia, y no sabe que soy un mártir, sí, Rafaelito, un verdadero mártir del Gólgota, quiero decir, de la cruz de mi casa, o en otros términos, un atormentado, como los que pintan en las láminas de la Inquisición o del Infierno. Heme aquí atado de pies y manos, obligado a dar cumplimiento a cuantas ideas acaricia tu hermana, que se ha propuesto hacer de mí un duque de Osuna, un Salamanca, o el Emperador de la China. Yo rabio, pataleo, y no sé resistirme, porque o tu hermana sabe más que todos los Padres y que todos los Abuelos de la Iglesia, o es la Papisa Juana en figura de señora.

-Mi hermana ha sacado de usted un partido inmenso -replicó el ciego-. Es artista de veras, maestro incomparable, y aún ha de hacer con usted maravillas. Alfarero como ella no hay en el mundo: coge un pedazo de barro, lo amasa...

-Y saca... Vamos, que aunque ella quiera sacarme jarrón de la China, siempre saldré puchero de Alcorcón.

-¡Oh, no... ya no es usted puchero, señor mío!

  —320→  

-Se me figura que sí. Porque verás...

Estimulado por la paz silenciosa de su albergue, y más aún por algo que bullía en su alma, sintió el tacaño, en aquel momento histórico, un grande anhelo de espontanearse, de revelar todo su interior. Lo raro del caso fue que Rafael sentía lo mismo, y bajó decidido a desembuchar ante el que fue enemigo irreconciliable los secretos más íntimos de su conciencia. De suerte que la implacable rivalidad había venido a parar a un ardiente prurito de confesión, y a comunicarse el uno al otro sus respectivos agravios. Contole, pues, Torquemada, el conflicto en que se veía de tener que hacerse con un palacio y la mar de pinturas antiguas, diseminando el dinero, y privándose del gusto inefable de amontonar sus ganancias para poder reunir un capital fabuloso, que era su desideratum, su bello ideal y su dogma, etc. Se condolió de su situación, pintó sus martirios, y el desconsuelo que se le ponía en la caja del pecho cada vez que aprobaba un gasto considerable, y el otro trató de consolarle con la idea de que el tal gasto sería fabulosamente reproductivo. Pero Torquemada no se convenció, y seguía echando suspiros tempestuosos.

«Pues yo -dijo Rafael, muellemente reclinado en el sillón, la cara vuelta hacia el techo,   —321→   y los brazos extendidos-, yo le aseguro a usted que soy más desgraciado, mucho más, sin otro consuelo que ver muy próxima la terminación de mis martirios.

Observábale D. Francisco atentamente, maravillándose de su perfecta semejanza con un Santo Cristo, y aguardó tranquilo la explicación de aquellos sufrimientos, que superaban a los suyos.

«Usted padece, señor mío -prosiguió el ciego-, porque no puede hacer lo que le gusta, lo que le inspira su natural, reunir y guardar dinero; como que es usted avaro...

-Sí lo soy... -afirmó Torquemada con verdadero delirio de sinceridad-. Ea, lo soy, ¿y qué? Me da la gana de serlo.

-Muy bien. Es un gusto como otro cualquiera, y que debe ser respetado.

-¿Y usted, por qué padece; vamos a ver? Como no sea por la imposibilidad de recobrar la vista, no entiendo...

-Ya estoy hecho a la obscuridad... No va por ahí. Mi padecer es puramente moral, como el de usted, pero mucho más intenso y grave. Padezco porque me siento de más en el mundo y en mi familia, porque me he equivocado en todo...

-Pues si el equivocarse es motivo de padecer -replicó vivamente el tacaño-, nadie más   —322→   infeliz que un servidor, porque este cura, cuando se casó, creía que tus hermanas eran unas hormiguitas capaces de guardar la Biblia, y ahora resulta...

-Mis equivocaciones, señor Marqués de San Eloy -afirmó el ciego sin abandonar su actitud, emitiendo las palabras con tétrica solemnidad-, son mucho más graves, porque afectan a lo más delicado de la conciencia. Fíjese bien en lo que voy a decirle, y comprenderá la magnitud de mis errores. Me opuse al matrimonio de mi hermana con usted, por razones diversas...

-Sí, porque ella es de sangre azul, y yo de sangre... verde cardenillo.

-Por razones diversas, digo. Llevé muya mal la boda; creí a mi familia deshonrada, a mis hermanas envilecidas.

-Sí, porque yo daba un poquito de cara con el olor de cebolla, y porque prestaba dinero a interés.

-Y creí firmemente que mis hermanas rodaban hacia un abismo donde hallarían la vergüenza, el fastidio, la desesperación.

-Pues no parece que les ha pintado mal... el abismo de ñales.

-Creí que mi hermana Fidela, casándose por sugestiones de mi hermana Cruz, renegaría de usted desde la primera semana de matrimonio,   —323→   que usted le inspiraría asco, aversión...

-Pues me parece que... ¡digo!

-Creí que una y otra serían desdichadas, y que abominarían del monstruo que intentaban amansar.

-¡Hombre, tanto como monstruo...!

-Creí que usted, a pesar de los talentos educativos de la papisa Juana, no encajaría nunca en la sociedad a que ella quería llevarle, y que cada paso que el advenedizo diera en dicha sociedad, sería para ponerle más en ridículo, y avergonzar a mis hermanas.

-Me parece que no desafino...

-Creí que mi hermana Fidela no podría sustraerse a ciertos estímulos de su imaginación, ni condenarse a la insensibilidad en los mejores años de la vida, y aplicándole yo la lógica vigente en el mundo para los casos de matrimonio entre mujer joven y bonita, y viejo antipático, creí, como se cree en Dios, que mi hermana incurriría en un delito muy común en nuestra sociedad.

-Hombre, hombre...

-Lo creí, sí señor; me confieso de mi ruin pensamiento, que no era más que la proyección en mi espíritu del pensamiento social.

-Ya, se le metió a usted en la cabeza que mi mujer me la pegaría... Pues mire usted,   —324→   jamás pensé yo tal cosa, porque mi mujer me dijo una noche... en confianza de ella para mí: «Tor, el día que te aborrezca, me tiraré del balcón a la calle; pero faltarte, nunca. En mi familia es desconocido el adulterio, y lo será siempre.

-Cierto que ella pensaría eso; mas no se debe a tal idea su salvación. Sigo: yo creí que usted no tendría hijos, porque me pareció que la Naturaleza no querría sancionar una unión absurda, ni dar vida a un ser híbrido...

-Eh, hazme el favor de no poner motes a Valentín.

-Pues bien, señor mío, ninguna de estas creencias ha dejado de ser en mí un tremendo error. Empiezo por usted, que me ha dado el gran petardo, porque no sólo le admite la sociedad, sino que se adapta usted admirablemente a ella. Crecen como la espuma sus riquezas, y la sociedad que nada agradece tanto como el que le lleven dinero, no ve en usted el hombre ordinario que asalta las alturas, sino un ser superior, dotado de gran inteligencia. Y le hacen senador, y le admiten en todas partes, y se disputan su amistad, y le aplauden y glorifican, sin distinguir si lo que dice es tonto o discreto, y le mima la Aristocracia, y le aclama la Clase Media, y le sostiene el Estado, y le bendice la Iglesia,   —325→   y cada paso que usted da en el mundo es un éxito, y usted mismo llega a creer que es finura su rudeza, y su ignorancia ilustración...

-Eso no, no, Rafaelito.

-Pues si usted no lo cree, lo creen los demás, y váyase lo uno por lo otro. Se le tiene a usted por un hombre extraordinario... Déjeme seguir; yo bien sé que...

-No, Rafaelito: ténganme por lo que me tuvieren, yo digo y declaro que soy un bruto... claro un bruto sui generis. A ganar dinero, eso sí, ¡cuidado! nadie me echa el pie adelante.

-Pues ya tiene usted una gran cualidad, si es cualidad el ganar dinero a montones.

-Seamos justos: en negocios... no es por alabarme... doy yo quince y raya a todos los que andan por ahí. Son unos papanatas, y yo me los paso por... Pero fuera de negocios, Rafaelito, convengamos en que soy un animal.

¡Oh! no tanto: usted sabe asimilarse las formas sociales; se va identificando con la nueva posición. Sea como quiera, a usted le tienen por un prodigio, y le adulan desatinadamente. Lo prueba su discurso de la otra noche, y el exitazo... Hábleme usted con entera ingenuidad, con la mano en el corazón, como se hablaría con un confesor literario: ¿qué opinión tiene usted de su discurso y de todas aquellas ovaciones del banquete?



  —326→  

ArribaAbajo- XI -

Levantose Torquemada, y llegándose pausadamente al ciego, le puso la mano en el hombro, y con voz grave, como quien revela un delicadísimo secreto, le dijo:

«Rafaelito de mi alma, vas a oír la verdad, lo mismísimo que siento y pienso. Mi discurso no fue más que una serie no interrumpida de vaciedades, cuatro frases que recogí de los periódicos, alguna que otra expresioncilla que se me pegó en el Senado, y otras tantas migajas del buen decir de nuestro amigo Donoso. Con todo ello hice una ensalada... Vamos, si aquello no tenía pies ni cabeza... y lo fui soltando conforme se me iba ocurriendo. ¡Vaya con el efecto que causaba! Yo tengo para mí que aplaudían al hombre de dinero, no al hablista.

-Crea usted, D. Francisco, que el entusiasmo de toda aquella gente era un entusiasmo verdad. La razón es bien clara: crea usted que...

-Déjamelo decir a mí. Creo que todos los que me oían, salvo un núcleo de dos o tres, eran más tontos que yo.

-Justo; más tontos, sin exceptuar ningún núcleo. Y añadiré: la mayor parte de los discursos   —327→   que oye usted en el Senado son tan vacíos, y tan mal hilvanados como el de usted; de todo lo cual se deduce que la sociedad procede lógicamente ensalzándole, pues por una cosa o por otra, quizá por esa maravillosa aptitud para traer a su casa el dinero de las ajenas, tiene usted un valor propio muy grande. No hay que darle vueltas, señor mío; y vengo a parar a lo mismo: que yo he padecido una crasa equivocación, que el tonto de remate soy yo.

Al llegar a este punto, empezó a perder aquella serenidad triste con que hablaba, y ponía en su voz más vehemencia, mayor viveza en sus ademanes.

«Desde el día de la boda -prosiguió-, desde muchos días antes, se trabó entre mi hermana Cruz y yo una batalla formidable; yo defendía la dignidad de la familia, el lustre de nuestro nombre, la tradición, el ideal; ella defendía la existencia positiva, el comer después de tantas hambres, lo tangible, lo material, lo transitorio. Hemos venido luchando como leones, cada cual en su terreno, yo siempre contra usted y su villanía grotesca; ella siempre a favor de usted, elevándole, depurándole, haciéndole hombre y personaje, y restaurando nuestra casa; yo siempre pesimista, ella optimista furibunda. Al fin, he sido   —328→   derrotado en toda la línea, porque cuanto ella pensó se ha realizado con creces, y de cuanto yo pensé y sostuve no queda más que polvo. Me declaro vencido, me entrego, y como la derrota me duele, yo me voy, Sr. D. Francisco, yo no puedo estar aquí.

Hizo ademán de levantarse, pero Torquemada volvió hacia él, sujetándole en el asiento.

«¿A dónde tiene usted que ir? Quieto ahí.

-Decía que me iba a mi cuarto... Me quedaré otro ratito, pues no he concluido de expresarle mi pensamiento. Mi hermana Cruz ha ganado. Era usted... quien era, y gracias a ella es usted... quien es. ¡Y se queja de mi hermana, y la moteja y ridiculiza! Si debiera usted ponerla en un altar y adorarla.

-Te diré: yo reconozco... Pondríala yo en el sagrario bendito, si me dejara capitalizar mis ganancias.

-¡Oh! para que sea más asombrosa la obra de mi hermana, hasta le corrige a usted su avaricia, que es su defecto capital. No tiene Cruz más objetivo, como usted dice, que rodearle de prestigio y autoridad. ¡Y cómo se ha salido con la suya! ¡Ese sí que es talento práctico, y genio gobernante! Por supuesto, hay algo en mis ideas que queda fuera de la equivocación, y es la idea fundamental: sostengo que en usted no puede haber nunca nobleza,   —329→   y que sus éxitos y su valía ante el mundo son efectos de pura visualidad, como las decoraciones de teatro. Sólo es efectivo el dinero que usted sabe ganar. Pero siendo su encumbramiento de pura farsa, es un hecho que me confunde porque lo tuve por imposible, reconozco la victoria de mi hermana, y me declaro el mayor de los mentecatos... (Levantándose bruscamente.) Debo retirarme... abur.

Otra vez le detuvo D. Francisco obligándole a sentarse.

«Tiene usted razón -añadió Rafael con desaliento, cruzando las manos-; aún me falta la más gorda, la confesión de mi error capital... Sí, porque mi hermana Fidela, de quien pensé que le aborrecería a usted, sale ahora por lo sublime, y es un modelo de esposas y de madres, de lo que yo me felicito... Diré, poniendo toda la conciencia en mis labios, que no lo esperaba; tenía yo mi lógica, que ahora me resulta un verdadero organillo, al cual se le rompe el fuelle. Quiero tocar, y en vez de música salen resoplidos... Sí señor, y puesto a confesar, confieso también que el chiquitín, que ha venido al mundo contraviniendo mis ideas y burlándose de mí, me es odioso... sí, señor. Desde que esa criatura híbrida nació, mis hermanas no hacen caso de mí. Antes era yo el chiquitín; ahora soy un   —330→   triste objeto que estorba en todas partes. Conociéndolo he querido trasladarme al segundo, donde estorbo menos. Iré ascendiendo hasta llegar a la bohardilla, residencia natural de los trastos viejos... Pero esto no sucederá, porque antes he de morirme. Esta lógica sí que no me la quita nadie. Y a propósito, señor D. Francisco Torquemada, ¿me hará usted un favor, el primero que le he pedido en mi vida, y el último también?

-¿Qué? -preguntó el Marqués de San Eloy, alarmado del tono patético que iba tomando su hermano político.

-Que trasladen mi cuerpo al panteón de los Torre Auñón en Córdoba. Es un gasto que para usted significa poco. ¡Ah! otra cosa: ya me olvidaba de que es indispensable restaurar el panteón. Se ha caído la pared del Oeste.

-¿Costará mucho la restauración? -preguntó D. Francisco con toda la seriedad del mundo, disimulando mal su desagrado por aquel imprevisto dispendio.

-Para dejarlo bien -respondió el ciego en la forma glacial propia de un sobrestante-, calculo que unos dos mil duros.

-Mucho es -afirmó el tacaño Marqués dando un suspiro-. Rebaja un poquito; no, rebaja un cuarenta por ciento lo menos. Ya ves: el llevarte a Córdoba ya es un pico... Y   —331→   como somos Marqueses, y tú de la clásica nobleza, el funeral de primera no hay quien te lo quite.

-No es usted generoso, no es usted noble ni caballero, regateándome los honores póstumos que creo merecer. Esta petición que acabo de hacerle, hícela por vía de prueba. Ahora sí que no me equivoco: jamás será usted lo que pretende mi hermana. El prestamista de la calle de San Blas sacará la oreja por encima del manto de armiño. Aún no se ha perdido toda la lógica, señor Marqués consorte de San Eloy. Lo del panteón y lo de llevarme a Córdoba es broma. Écheme usted a un muladar: lo mismo me da.

-Ea, poco a poco. Yo no he dicho que... Pero, hijo, tú estás en babia, o te has propuesto tomarme el pelo, por decirlo así. Si no has de morirte, ni ese es el camino... En el caso de una peripecia, ¡cuidado! yo no habría de reparar...

-A un muladar, digo.

-Hombre, no. ¡Qué pensarían de mí! Esta noche, tan pronto te da por lo poético como por lo gracioso... Pero qué, ¿te vas al fin?

-Ahora sí que es de veras -dijo el ciego levantándose-. Me vuelvo a mi cuarto, donde tengo que hacer. ¡Ah! Se me olvidaba. Rectifico lo del odio al chiquitín. No es sino en   —332→   momentos breves, como el rayo. Después, me quedo tan tranquilo, y le quiero, crea usted que le quiero. ¡Pobre niño!

-Durmiendo está como un ángel.

-Crecerá en el palacio de Gravelinas, y cuando vea en aquellos salones las armaduras del Gran Capitán, de D. Luis de Requesens, Pedro de Navarro, y Hugo de Moncada, creerá que tales santos están en su iglesia propia. Ignorará que la casa de Gravelinas ha venido a ser un Rastro decente, donde se amontonan, hacinados por la usura, los despojos de la nobleza hereditaria. ¡Triste fin de una raza! Crea usted -añadió con tétrica amargura-, que es preferible la muerte al desconsuelo de ver lo más bello que en el mundo existe en manos de los Torquemadas.

A responderle iba D. Francisco; pero él no quiso oírle, y salió tentando las paredes.




Arriba- XII -

Llevole Pinto pausadamente a su cuarto del segundo, y en el principal quedó el tacaño lleno de confusión por los extravagantes conceptos que a su dichoso cuñadito acababa de oír; de la confusión hubo de pasar a la inquietud, y recelando que estuviese enfermo,   —333→   subió, y con discreto golpe de nudillos llamó a la cerrada puerta.

«Rafaelito -le dijo-, ¿piensas acostarte? Me inclino a creer que no estás muy en caja esta noche. ¿Quieres que avise a tus hermanas?

-No, no hay para qué. Me siento muy bien. Mil gracias por su solicitud. Pase usted. Me acostaré, sí señor; pero esta noche no me desnudo. Me da por dormir vestido.

-Hace calor.

-Frío tengo yo.

-Y Pinto, ¿dónde está?

-Le he mandado que me traiga un poco de agua con azúcar.

Hallábase ya el ciego en mangas de camisa, y se sentó cruzando una pierna sobre otra.

«¿Necesitas algo más? ¿A qué esperas para acostarte?

-A que venga Pinto a quitarme las botas.

-Te las quitaré yo si quieres.

-Nunca fuera caballero... de Reyes tan bien servido -dijo Rafael alargando un pie.

-No es así -observó D. Francisco, con alarde de erudición, sacando la primera bota-. De damas se dice, no de Reyes.

-Pero como el que ahora me sirve no es   —334→   dama, sino Rey, he dicho de Reyes... Velay, como dicen ustedes, los próceres de nuevo cuño.

-¿Rey?... ja, ja... También me da tu hermana este tratamiento tan augusto... Guasón está el tiempo.

-Y tiene razón. La Monarquía es una fórmula vana, la Aristocracia una sombra. En su lugar, reina y gobierna la dinastía de los Torquemadas, vulgo prestamistas enriquecidos. Es el imperio de los capitalistas, el patriciado de estos Médicis de papel mascado... No sé quién dijo que la nobleza esquilmada busca el estiércol plebeyo para fecundarse y poder vivir un poquito más. ¿Quién lo dijo?... A ver... usted que es tan erudito...

-No sé... Lo que sé es que esto matará aquello.

-Como dice Séneca, ¿verdad?

-Hombre, Séneca no... No tergiverses... -observó el Marqués sacando la segunda bota.

-Pues yo añado que la ola de estiércol ha subido tanto que ya la humanidad huele mal. Sí señor, y es un gusto huir de ella... Sí señor, estos Reyes modernísimos me cargan, sí señor, sí. Cuando veo que ellos son los dueños de todo, que el Estado se arroja en sus brazos, que el Pueblo les adula, que la Aristocracia les pide dinero, y que hasta la Iglesia se postra   —335→   ante su insolente barbarie, me dan ganas de echar a correr, y no parar hasta el planeta Júpiter.

-Y uno de estos Reyes de pateta soy yo... ja, ja... -dijo D. Francisco festivamente-. Pues bueno, como Soberano, aunque de sangre y cepa de plebe arrastrada, ordeno y mando que no digas más tonterías, y que te acuestes, y a dormir como un bendito.

-Obedezco -replicó Rafael echándose vestido sobre la cama-. Participo a usted, después de darle las gracias por haberse prestado ¡todo un señor Marqués! a ser esta noche mi ayuda de cámara, que de hoy en adelante seré la misma sumisión, y la obediencia personificada, y no daré el menor disgusto, ni a usted mi cuñado ilustre, ni a mis buenas hermanas.

Dijo esto sonriendo, los brazos rodeando la cabeza, en actitud semejante a la de la maja yacente de Goya.

-Me parece bien. Y ahora... a dormir.

-Sí señor; el sueño me rinde, un sueño reparador, que me parece no ha de ser corto. Crea usted, señor Marqués amigo, que mi cansancio pide un largo sueño.

-Pues te dejo. Ea, buenas noches.

-Adiós -dijo el ciego con entonación tan extraña, que D. Francisco, ya junto a la puerta, hubo de detenerse y mirar hacia la cama,   —336→   en la cual el descendiente de los Águilas era, salvo la ropa, una perfecta imagen de Cristo en el Sepulcro, como lo sacan en la procesión del Viernes Santo.

-¿Se te ofrece algo, Rafaelito?

-No... digo, sí... ahora que me acuerdo... (Incorporándose.) Se me olvidó darle un besito a Valentín.

-¡Qué tontería! ¿Y por eso te levantas? Yo se lo daré por ti. Adiós. Duérmete.

Salió el tacaño, y en vez de bajar, metiose en la oficina donde trabajaba el tenedor de libros. Como sintiera al poco rato los pasos de Pinto, le llamó. Díjole el criadito que D. Rafael se hallaba aún en vela, y que después de tomar parte del agua con azúcar, le había mandado por una taza de té.

-Pues tráesela pronto -le ordenó el amo-, y no te muevas del cuarto hasta que veas que está bien dormido.

Transcurrió un lapso de tiempo que el tacaño no pudo apreciar. Hallábanse él y Argüelles Mora revisando una larga cuenta, cuando sintieron un ruido seco y grave, que lo mismo podía ser lejano que próximo. Segundos después, alaridos de la portera en el patio, gritos y carreras de los criados en toda la casa... Medio minuto más, y ven entrar a Pinto desencajado, sin aliento.

  —337→  

«Señor, señor...

-¿Qué, con mil Biblias?

-¡Por la ventana... patio... señorito... pum!

Bajaron todos... Estrellado, muerto.






 
 
Fin de TORQUEMADA EN EL PURGATORIO
 
 


Santander. La Magdalena.- Junio de 1894.