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Torquemada en la cruz

Benito Pérez Galdós



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ArribaAbajoPrimera parte


ArribaAbajo- I -

Pues señor... fue el 15 de Mayo, día grande de Madrid (sobre este punto no hay desavenencia en las historias), del año... (esto sí que no lo sé; averígüelo quien quiera averiguarlo), cuando ocurrió aquella irreparable desgracia que, por más señas, anunciaron cometas, ciclones y terremotos, la muerte de doña Lupe la de los pavos, de dulce memoria.

Y consta la fecha del tristísimo suceso, porque D. Francisco Torquemada, que pasó casi todo aquel día en la casa de su amiga y compinche, calle de Toledo, número... (tampoco sé el número, ni creo que importe) cuenta que, habiendo cogido la enferma, al declinar la tarde, un sueñecito reparador que parecía síntoma feliz del término de la crisis nerviosa,   —6→   salió él al balcón por tomar un poco el aire y descansar de la fatigosa guardia que montaba desde las diez de la mañana; y allí se estuvo cerca de media hora contemplando el sin fin de coches que volvían de la Pradera, con estruendo de mil demonios; los atascos, remolinos y encontronazos de la muchedumbre, que no cabía por las dos aceras arriba; los incidentes propios del mal humor de un regreso de feria, con todo el vino y el cansancio del día convertidos en fluido de escándalo. Entreteníase oyendo los dichos germanescos que, como efervescencia de un líquido bien batido, burbujeaban sobre el tumulto, revolviéndose con doscientos mil pitidos de pitos del Santo, cuando...

«Señor -le dijo la fámula de doña Lupe, dándole tan tremendo palmetazo en el omóplato 2, que el hombre creyó que se le caía encima el balcón del piso segundo-, señor, venga, venga acá... Otra vez el accidente. De esta me parece que se nos va».

Corrió a la alcoba D. Francisco, y en efecto, a doña Lupe le había dado la pataleta. Entre el amigo y la criada no la podían sujetar; trincaba la buena señora los dientes; en sus labios hervía una salivilla espumosa, y sus ojos se habían vuelto para dentro, como si quisieran cerciorarse por sí mismos de que ya   —7→   las ideas volaban dispersas por esos mundos. No se sabe el tiempo que duraron aquellas fieras convulsiones. Pareciéronle a D. Francisco interminables, y que se acababa el día de San Isidro y le seguía una larguísima noche, sin que doña Lupe entrase en caja. Mas no habían sonado las nueve, cuando la buena señora se serenó, quedándose como lela. Diéronle de un brebaje, cuya composición farmacológica no consta en autos, como tampoco el nombre de la enfermedad, se mandó recado al médico, y hallándose la enferma en completa quietud de miembros, precursora de la del sepulcro, con toda la vida que le restaba asomándose a los ojos, otra vez vivos y habladores, comprendió Torquemada que su amiga quería hablarle, y no podía. Ligera contracción de los músculos de la cara indicaba el esfuerzo para romper el lúgubre silencio. La lengua al fin, pellizcada por la voluntad, se despegó, y allá fueron algunas frases que sólo D. Francisco con su sutil oído y su conocimiento de cuanto pudiera pensar y decir la de los pavos podía entender.

«Sosiéguese ahora...-le dijo-. Tiempo tenemos de hablar todo lo que nos dé la gana sobre esa incumbencia».

-Prométame hacer lo que le dije, D. Francisco -murmuró la enferma alargando una   —8→   mano, como si quisiera tomar juramento-. Hágalo, por Dios...

-Pero, señora... ¿Usted sabe...? ¿Cómo quiere que...?

-¿Y cree usted que yo, su amiga leal -dijo la viuda de Jáuregui, recobrando como por milagro toda la facultad de palabra-, puedo engañarle? En ningún caso le aconsejaría cosa contraria a sus intereses, menos ahora, cuando veo las puertas de la eternidad abiertas de par en par delante de mí... cuando siento dentro de mi pobre alma la verdad, sí, la verdad, Sr. D. Francisco, pues desde que recibí al Señor... Si no me falla la memoria, ha sido ayer por la mañana.

-No señora, ha sido hoy, a las diez en punto -replicó él, satisfecho de rectificar un error cronológico.

-Pues mejor: ¿había yo de engañarle... con el Señor acabadito de tomar? Oiga la santa palabra de su amiga, que ya le habla desde el otro mundo, desde la región de... de la...

Tentativa frustrada de dar un giro poético a la frase.

«Y añadiré que lo que le predico le vendrá de perillas para el cuerpo y para el alma, como que resultará un buen negocio, y una obra de misericordia, en toda la extensión de la palabra... ¿No lo cree?...».

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-¡Oh!, yo no digo que...

-Usted no me cree... y algún día le ha de pesar si no lo hace... ¡Que siento morirme sin que podamos hablar largamente de esta peripecia! Pero usted se eternizó en Cadalso de los Vidrios, y yo en este camastro, consumiéndome de impaciencia por echarle la vista encima.

-No pensé que estuviera usted tan malita. Hubiera venido antes.

-¡Y me moriré sin poder convencerle!... D. Francisco, reflexione, haga caso de mí, que siempre le he aconsejado bien. Y para que usted lo sepa, todo moribundo es un oráculo, y yo muriéndome le digo: Sr. D. Paco, no vacile un momento, cierre los ojos y...

Pausa motivada por un ligero amago. Intermedio de visita del médico, el cual receta otra pócima, y al partir, en el recodo del pasillo, pronostica, con sólo alargar los labios y mover la cabeza, un desenlace fúnebre. Intermedio de expectación y de friegas desesperadas. D. Francisco, desfallecido, pasa al comedor, donde en colaboración con Nicolás Rubín, sobrino de la enferma, despacha una tortilla con cebolla, preparada por la sirvienta en menos que canta un gallo. A las doce, doña Lupe, inmóvil y con los ojos vigilantes, pronunciaba frases de claro sentido, pero sin correlación   —10→   entre sí, truncadas, sin principio las unas, sin fin las otras. Era como si se hubiera roto en mil pedazos el manuscrito de un sabio discurso, convirtiéndolo en papeletas, que después de bien revueltas en un sombrero, se iban sacando, a semejanza del juego de los estrechos. Oíala Torquemada con profunda pena, viendo cómo se desbandaban las ideas en aquel superior talento, palomar hundido y destechado ya.

«Las buenas obras son la riqueza perdurable, la única que, al morirse una, pasa a la cuenta corriente del Cielo... En la puerta del Purgatorio le dan a una una chapa, y luego, el día que se saca ánima, cantan: 'número tantos', y sale la que le toca... La vida es muy corta. Se muere una cuando cree que todavía está naciendo. Debieran darle a una tiempo para enmendar sus equivocaciones... ¡Qué barbaridad!, con el pan a doce, y el vino a seis, ¿cómo quieren que haya virtud? La masa obrera quiere ser virtuosa y no la dejan. Que San Pedro bendito mande cerrar las tabernas a las nueve de la noche, y veremos... Voy pensando que el morirse es un bien, porque si una viviera siempre y no hubiese entierros ni funerales, ¿qué comerían los ministros del Señor?... Veintiocho y ocho debieran ser cuarenta; pero no son más que treinta y   —11→   seis... Eso por andar la aritmética, desde que el mundo es mundo, tan mal apañada, en manos de maestros de escuela y de pasantes que siempre tiran a la miseria, a que triunfe lo poco, y lo mucho se... fastidie».

Tuvo un ratito de lucidez, en el cual, mirando cariñosamente a su compinche, que junto al lecho era un verdadero espantajo de conmiseración silenciosa, volvió al tema de antes con igual insistencia: «Mire que me voy persuadida de que lo hará... No, no menee la cabeza».

-Pero si no la meneo, mi señora doña Lupe, o la meneo para decir que sí.

-¡Oh, qué alegría! ¿Qué ha dicho?

Torquemada afirmaba, sin reparo de falsificar sus intenciones ante un moribundo. Bien se podía consolar con un caritativo embuste a quien no había de volver a pedir cuenta de la promesa no cumplida.

«Sí, sí, señora -agregó-, muérase tranquila... digo, no; no hay que morirse... ¡cuidado!, quiero decir, que se duerma con toda tranquilidad... Con que... a dormirnos tocan».

Doña Lupe cerró los ojos; pero no tardó en abrirlos otra vez, trayendo con el resplandor de ellos una idea nueva, la última, recogida de prisa y corriendo como un bulto olvidado que el viajero descubre en un rincón,   —12→   en el momento de partir. «¡Si sabré yo lo que me pesco al recomendarle que se junte con esa familia! Debe hacerlo por conciencia, y si me apura, hasta por egoísmo. ¿Usted sabe, usted sabe lo que puede sobrevenir?». Hizo esta pregunta con tanto énfasis, moviendo ambos brazos en dirección del asustado rostro del prestamista, que este se previno para sujetarla, viendo venir otro delirio con traqueteo epiléptico. «¡Ay! -añadió la señora, clavando en Torquemada una mirada maternal-, yo veo claro que ha de sobrevenir, porque el Señor me permite adivinar las cosas que a usted le convienen... y adivino que con su ayuda ganarán mis amigas el pleito... Como que es de justicia que lo ganen. ¡Pobre familia! Mi Sr. D. Francisco les lleva la suerte... Arrimamos el hombro, y pleito ganado. La parte contraria hecha un trapo miserable; y usted... No, no se han inventado todavía los números con que poder contar los millones que va usted a tener... ¡Perro, si no lo merece, por testarudo y por los moños que se pone!... ¡Menudo pleitazo! Sepa (bajando la voz, en tono de confidencia misteriosa), sepa D. Francisco, que cuando lo ganen, poseerán todita la huerta de Valencia, toditas las minas de Bilbao, medio Madrid en casas, y dos terceras partes de la Habana, en casas también... Ítem, una faja   —13→   de terreno de veinte y tantas leguas, de Colmenar de Oreja para allá, y tantas acciones del Banco de España como días y noches tiene el año; con más siete vapores grandes, grandes, y la mitad, próximamente, de las fábricas de Cataluña... Ainda mais, el coche correo de colleras que va de Molina de Aragón a Sigüenza, un panteón soberbio en Cabra, y no sé si treinta o treinta y cinco ingenios, los mejorcitos, de la isla de Cuba... y añada usted la mitad del dinero que trajeron los galeones de América, y todo el tabaco que da la Vuelta Abajo, y la Vuelta Arriba, y la Vuelta grande del Retiro...».

Y no dijo más, o no pudo entender don Francisco las cláusulas incoherentes que siguieron, y que terminaron en gemidos cadenciosos. Mientras doña Lupe agonizaba, paseábase en el gabinete próximo con la cabeza mareada de tanto ingenio de Cuba y de tanto galeón de América como le metió en ella, con exaltación de moribunda delirante, su infeliz amiga.

La cual tiró hasta las tres de la mañana. Hallábase mi hombre en la sala, hablando con una vecina, cuando entró el clérigo Nicolás Rubín, y consternado, pero sin perder su pedantería en ocasión tan grave, exclamó: Transit.

«¡Bah!, ya descansó la pobrecita» -dijo Torquemada,   —14→   como dando a la difunta el parabién por la terminación de su largo padecimiento. No quiere decir esto que no sintiese la muerte de su amiga: pasados algunos minutos después de oído aquel lúgubre transit, notó un gran vacío en su existencia. Sin duda doña Lupe le había de hacer mucha falta, y no encontraría él, a la vuelta de una esquina, quien con tanta cordura y desinterés le aconsejase en todos los negocios. Caviloso y triste, midiendo con vago mirar del espíritu las extensiones de aquella soledad en que se quedaba, recorrió la casa, dando órdenes para lo que restaba que hacer. No faltaron allí parientes, deudos y vecinas que, con buena voluntad y todo el cariño que se merecía la difunta, le hicieron los últimos honores, esta rezando cuanto sabía, aquella ayudando a vestirla con el hábito del Carmen. De acuerdo con el presbítero Rubín, dictó D. Francisco acertadas disposiciones para el entierro, y cuando estuvo seguro de que todo saldría conforme a los deseos de la finada y al decoro de la familia y de él mismo, pues como amigo tan antiguo y principal, al par de la propia familia se contaba, retirose a su domicilio, echando suspiros por la escalera abajo y por la calle adelante. Ya despuntaba la aurora, y aún se oían, a lo largo de las calles obscuras, pitidos de   —15→   pitos del Santo, sonando estridentes por haberse cascado el tubo de vidrio. Oía también D. Francisco pasos arrastrados de trasnochantes y pasos ligeros de madrugadores. Sin hablar con nadie ni detenerse en parte alguna, llegó a su casa en la calle de San Blas, esquina a la de la Leche.




ArribaAbajo- II -

Sin permitirse más descanso que unas cinco horas de catre y hora y media más para desayuno, cepillar la ropita negra y ponérsela, calzarse las botas nuevas y echar un ojo a los intereses, volvió el usurero a la casa mortuoria, recelando que no harían poca falta allí su presencia y autoridad, porque las amigas todo lo embarullaban, y el sobrino cura no era hombre para resolver cualquier dificultad que sobreviniese. Por fortuna, toda iba por los trámites ordinarios. Doña Lupe, de cuerpo presente en la sala, dormía el primer sueño de la eternidad, rodeada de un duelo discreto y como de oficio. Los parientes lo habían tomado con calma, y la criada y la portera mostraban una tendencia al consuelo que había de acentuarse más cuando se llevasen el cadáver. Nicolás Rubín hociqueaba en su breviario con cierto recogimiento, entreverando   —16→   esta santa ocupación con frecuentes escapatorias a la cocina para poner al estómago los reparos que su debilidad crónica y el cansancio de la noche en claro exigían.

De cuantas personas había en la casa, la que expresaba pena más sincera y del corazón era una señora que Torquemada no conocía, alta, de cabellos blancos prematuros, pues su rostro cuarentón y todavía fresco no armonizaba con la canicie sino en el concepto de que esta fuese gracia y adorno más que signo de vejez; bien vestida de negro, con sombrero que a D. Francisco le pareció una de las prendas más elegantes que había visto en su vida; señora de aspecto noble hasta la pared de enfrente, con guantes, calzado fino de pie pequeño, toda ella pulcra, decente, requetefina, despidiendo de su persona lo que Torquemada llamaba olorcillo de aristocracia. Después de rezar un ratito junto al cadáver, pasó la desconocida al gabinete, adonde la siguió el avaro, deseoso de meter baza con ella, haciéndole comprender que él, entre tanta gente ordinaria, sabía distinguir lo fino y honrarlo. Sentose la dama en un sofá, enjugando sus lágrimas, que parecían verdaderas, y viendo que aquel estafermo se le acercaba sombrero en mano, le tuvo por representación de la familia, que hacía los honores de la casa.

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«Gracias -le dijo-, estoy bien aquí... ¡Ay, qué amiga hemos perdido!».

Y otra vez lágrimas, a las que contestó el prestamista con un suspiro gordo, que no le costó trabajo sacar de sus recios pulmones.

«¡Sí señora, sí, qué amiga, qué sujeta tan excelente...! ¡Como disposición para el manejo... pues... y como honradez a carta cabal, no había quien le descalzara el zapato! ¡Siempre mirando por el interés, y haciendo todas las cosas como es debido...! Para mí es una pérdida...».

-¿Y para mí? -agregó la dama con vivo desconsuelo-. Entre tanta tribulación, con los horizontes cerrados por todas partes, sólo doña Lupe nos consolaba, nos abría un huequecito por donde viéramos lucir algo de esperanza. Cuatro días hace, cuando creíamos que la maldita enfermedad iba ya vencida, nos hizo un favor que nunca le pagaremos...

Aquello de no pagar nunca sonó mal en los oídos de Torquemada. ¿Acaso era un préstamo el favor indicado por la aristócrata?

«Cuatro días hace, me hallaba yo en mi finca de Cadalso de los Vidrios -dijo, haciendo una o redondita con dos dedos de la mano derecha-, sin sospechar tan siquiera la gravedad, y cuando me escribió el sobrino sobre la gravedad, vine corriendo. ¡Pobrecita! Desde   —18→   el 13 por la noche, su caletre, que siempre fue como un reloj, ya no marchaba, no señora. Tan pronto le decía a usted cosas que eran como los chorros de la verdad, tan pronto salía con otras que el Demonio las entendiera. Todo el día 14 se lo pasó en una tecla que me habría vuelto tarumba si no tuviera un servidor de usted la cabeza más firme que un yunque. ¿Qué locura condenada se le metió en la jícara, barruntándole ya la muerte? Figúrese si estaría tocada la pobrecita, que me cogió por su cuenta, y después de recomendarme a unas amigas suyas a quienes tiene dado a préstamo algunos reales, se empeñaba en...».

-En que usted ampliase el préstamo, rebajando intereses...

-No, no era eso. Digo, eso y algo más: una idea estrafalaria, que me habría hecho gracia si hubiera estado el tiempo para bromas. Pues... esas amigas de la difunta son unas que se apellidan Águilas, señoras de buenos principios, según oí, pobres porfiadas, a mi entender... Pues la matraca de doña Lupe era que yo me había de casar con una de las Águilas, no sé cuál de ellas, y hasta que cerró la pestaña, me tuvo en el suplicio de Tártaro con aquellos disparates.

-Disparates, sí -dijo la señora gravemente-,   —19→   pero en ellos se ve la nobleza de su intención. ¡Pobre doña Lupe! No le guarde usted rencor por un delirio. ¡Nos quería tanto...! ¡Se interesaba tanto por nosotras...!

Suspenso y cortado, D. Francisco contemplaba a la señorona, sin saber qué decirle.

«Sí -añadió esta con bondad, ayudándole a salir del mal paso-. Esas Águilas somos nosotras, mi hermana y yo. Yo soy el Águila mayor... Cruz del Águila... No, no se corte; ya sé que no ha querido ofendemos con eso del supuesto casorio... Tampoco me lastima que nos haya llamado pobres porfiadas...».

-Señora, yo no sabía... perdóneme.

-Claro, no me conocía; nunca me vio, ni yo tuve el gusto de conocerle... hasta ahora, pues por las trazas paréceme que hablo con el Sr. D. Francisco Torquemada.

-Para servir a usted... -balbució el prestamista, que se habría dado un bofetón en castigo de su torpeza-. ¿Conque usted...? Muy señora mía; haga cuenta que no he dicho nada. Lo de pobres...

-Es verdad, y no me ofende. Lo de porfiadas se lo perdono: ha sido una ligereza de ésas que se escapan a las personas más comedidas cuando hablan de lo que desconocen...

-Cierto.

-Y lo del casamiento, tengámoslo por una   —20→   broma; mejor dicho, por un delirio de moribundo. Tanto como a usted le sorprende esa idea, nos sorprende a nosotras.

-Y era una idea sola, una idea clavada, que le cogía todo el hueco de la cabeza, y en ella estaba como embutido todo su talento... ¡Y lo decía con un alma! Y era, no ya recomendación, sino un suplicar, un rogar como se pide a Dios que nos ampare... Y para que se muriera tranquila tuve que prometerle que sí... ¡Ya ve usted qué desatino!... Digo que es desatino en el sentido de... Por lo demás, como honra para mí, ¡cuidado!, supóngase usted... Pero digo que para aplacarle el delirio, yo le aseguraba que me casaría, no digo yo con las señoras Águilas mayores y menores, sino con todas las águilas y buitres del cielo y de la tierra... Naturalmente, viéndola tan sofocada, no podía menos de avenirme; pero en mi interior, naturalmente, echaba el pie atrás, ¡caramba!, y no por el materialismo del matrimonio, que... ya digo... mucha honra es para mí, si no por razones naturales y respectivas a mí mismo, como edad, circunstancias...

-Comprendido. Nosotras, si Lupe nos hubiera hablado del caso, habríamos contestado lo mismo, que sí... para tranquilizarla; y en nuestro fuero interno... ¡Oh! ¡Casarse   —21→   con...! No es desprecio, no... Pero, respetando, eso sí, respetando a todo el mundo, esas bromas no se admiten, no señor; no pueden admitirse... Y ahora, Sr. D. Francisco...

Levantose, alargando la mano fina y perfectamente enguantada, que el avaro cogió con muchísimo respeto, quedándose un rato sin saber qué hacer con ella.

«Cruz del Águila... Costanilla de Capuchinos, la puerta que sigue a la panadería... piso segundo. Allí tiene usted su casa. Vivimos los tres solos, mi hermana y yo, y nuestro hermano Rafael, que está ciego».

-Por muchos años... digo, no: no sabía que estuviera ciego su hermanito. Disimule... A mucha honra...

-Beso a usted la mano.

-Estimando a toda la familia...

-Gracias...

-Y... lo que digo... Conservarse.

Acompañola hasta la puerta, refunfuñando cumplidos, sin que ninguno de los que imaginó le saliera correcto y airoso, porque el azoramiento le atascaba las cañerías de la palabra, que nunca fueron en él muy expeditas.

«¡Valiente plancha acabo de tirarme!» -bramó airado contra sí mismo, echándose atrás el sombrero, y subiéndose los pantalones con movimiento de barriga ayudado de   —22→   las manos. Maquinalmente se metió en la sala, sin acordarse de que allí estaba, entre velas resplandecientes, la difunta; y al verla, lo único que se le ocurrió fue decirle con el puro pensamiento:

«¿Pero usted... ¡ñales!, por qué no me advirtió...?».




ArribaAbajo- III -

Todo aquel día estuvo el avaro de malísimo temple, sin poder apartar del pensamiento su turbación infantil ante la dama, cuya figura y aristocrático porte le cautivaban. Era hombre muy pagado de las buenas formas y admirador sincero de las cualidades que no poseía, entre las cuales contaba en primer término, con leal modestia, la soltura de modales y el arte social de los cumplidos. Pensó que la tal doña Cruz habría bajado la escalera riéndose de él a todo trapo, y se la imaginaba contando el caso a la otra hermana, y partiéndose las dos de risa, llamándole gaznápiro y... ¡sabe Dios lo que le llamarían! Francamente, él tenía su puntillo de amor propio como cualquier hijo de vecino, y su dignidad y todos los perendengues de un sujeto merecedor de ocupar puesto honroso en la sociedad. Poseía fortuna suficiente (bien   —23→   ganadita con su industria), para no hacer el monigote delante de nadie, y eso de ser él personaje de sainete no le entraba... ¡cuidado! Verdad que, en el caso de aquel día, él tuvo la culpa, por haber hecho befa de las señoras del Águila, llamándolas pobres porfiadas en la propia fisonomía del rostro de la mayor de ellas, tan peripuesta, tan política, en toda la extensión de la palabra... ¡Ay!, al recordarlo le subían ardores a la cara y apretaba los puños. Porque verdaderamente, ya podía haber sospechado que aquella individua era... quien era. Y sobre todo, ningún hombre agudo dice cosas en desprecio de nadie delante de personas desconocidas, porque el diablo las carga, y cuando menos se piensa salta un compromiso... Hay que mirar lo que se parla, so pena de no poder meter el cuezo en cotarro de gente fina. «Yo -decía poniendo término a sus meditaciones, porque había llegado la hora de la conducción del cuerpo- tengo pesquis, bastante pesquis, comprendo todo muy bien. Dios no me ha hecho tonto, ni medio tonto, ¡cuidado!, y entiendo el trasteo de la vida. Pero ello es que no tengo política, no la tengo: en viéndome delante de una persona principal, ya estoy hecho un zángano y no sé qué decir, ni qué hacer con las manos... Pues hay que aprenderlo, ¡ñales!, que cosas más difíciles se   —24→   aprenden cuando sobran buena voluntad y entendederas... Ánimo, Francisco, que a nuevas posiciones, nuevos modos, y el rico no es bien que haga malos papeles. ¡Bueno andaría el mundo, si los hombres de peso, los hombres afincados, los hombres de riñón cubierto fueran cuento de risa!... ¡Eso no, no, no!».

En el largo trayecto fúnebre, en la monotonía de aquel paseo perezoso y triste, los mismos pensamientos le acometieron. Delante veía el monstruoso y feísimo armatoste del carro mortuorio, con balances de barco; su cerebro se aletargaba con el rumor lento, sin solución ni fin, de las llantas de las ruedas rayando el suelo polvoroso de los mal cuidados caminos. Como unos veinte simones iban detrás del coche de cabecera, ocupado por don Francisco, Nicolás Rubín, otro clérigo y un señor, pariente lejano de doña Lupe, personas las tres que al usurero le cargaban, y más en aquella ocasión, por tenerlas tan cerca y sin poder zafarse de ella. No era Torquemada hombre para estar tanto tiempo embutido en angosto cajón, entre tipos que le daban de cara, y no hacía más que cambiar de postura, apoyándose ya en una, ya en otra cadera. Le estorbaban sus piernas y las de Nicolás Rubín, su chistera y la teja del otro cura; le estorbaban el continuo fumar y la charla de   —25→   aquellos tres puntos, que no sabían hablar más que del matute y de lo perdido que andaba el Ayuntamiento.

Sin dignarse arrojar en la conversación más que algún vocablo afirmativo para que lo royeran, como hueso, aquellos pelagatos, que no poseían fincas en Cadalso de los Vidrios ni casas en Madrid, Torquemada seguía tejiendo en su meollo la tela empezada en la casa mortuoria.

«Lo que digo, no tengo política... y hay que gastar política para ponerse a la altura que corresponde. ¿Pero cómo había yo de aprender nada tocante a la buena forma, si en mi vida he tratado más que con gente ordinaria?... Esta pobre doña Lupe, que en gloria esté, también era ordinaria, ¿qué duda tiene? No la ofendo, no, ¡cuidado!, persona buenísima, con mucho talento, un ojo para los negocios que ya lo quisieran más de cuatro. Pero, diga ella lo que quiera, y no la ofendo, lo que es persona fina... ¡que te quites! Intentaba serlo, y no le salía... ¡ñales!, no le salía. Su hipo era ser dama... y ¡que si quieres! Aunque se pusiera encima manteletas traídas de París, resultaba tan dama como mi abuela... ¡Ah!, para damas, las de esta mañana. Aquello sí que es del mismísimo cosechero. Y de nada le valió a mi amiga mirarse en tal espejo...   —26→   Ya era tarde, ya era tarde para aprender... ¡Pobre señora! Como trastienda y disposición, eso sí, ¡cuidado!, yo soy el primero en reconocer... Pero finura, tono... ¡quiá! Si ella, como yo, no trataba más que con gente de poco más o menos. ¿Y qué es lo que oye uno al cabo del día? Burradas y porquerías. Doña Lupe, me acuerdo bien, decía ibierno, áccido y Jacometrenzo, palabras que, según me ha advertido Bailón, no se dicen así... No vaya a creer que la ofendo por eso... Cualquiera equivoca el discurso cuando no ha tenido principios. Yo estuve diciendo diferiencia hasta el año 85... Pero para eso está el fijarse, el poner oído a cómo hablan los que saben hablar... El cuento es que cuando uno es rico, y lo ha sacado a pulso con su sudor, cavilando aquí, cavilando allá, está muy mal que la gente se le ría. Los ricos deben dar el ejemplo, ¡cuidado!, así de las buenas costumbres como de los buenos modos, para que ande derecha la sociedad, y todo lleve el compás debido... Que sean torpes y mamarrachos los que no tienen sobre qué caerse muertos me parece bien. Así hay equidad; eso es lo que llaman equilibrio. Pero que los acaudalados tiren coces, que los terratenientes y los que pagamos contribución seamos unos... unos asnos, eso no, no, no».

Aún le duraba la correa de aquella meditación   —27→   cuando volvían del cementerio, después de dejar los fríos despojos de la gran hacendista perfectamente ennichados en uno de los tristísimos patios de San Justo. Los tres compañeros de coche, volviendo a engolosinarse con la comidilla del matute, contaron mil cuchufletas acerca del modo de introducir aceite, y de las batallas entre los guardias y toda la chusma matutera, mientras la imaginación de Torquemada iba en seguimiento de la señora del Águila, y fluctuaba entre el deseo y el temor de volverla a ver: deseo, por probar la enmienda de su torpeza mostrándose menos ganso que en la primera entrevista; temor, porque sin duda las dos hermanas se soltarían a reír cuando le viesen, tomándole el pelo en la visita. La más negra era que forzosamente tenía que visitarlas, por encargo expreso de doña Lupe y obligación ineludible. Había convenido con su difunta amiga en renovar un pagaré de las dos damas, añadiendo cierta cantidad. Y el nuevo pagaré no sería a la orden de los herederos de la viuda de Jáuregui, sino a las de Torquemada, a quien la difunta había dejado, con aquel y otros fines, algunos fondos, de cuyo producto gozarían unos parientes pobres de su difunto esposo. Que D. Francisco habría de cumplir con recta conciencia cuantos encargos   —28→   de este linaje le hizo su socia mercantil, no hay para qué decirlo. Lo difícil era cumplirlos sin personarse en el nido de las Águilas, como categóricamente le había ordenado la muerta, y aquí entraban los apuros del pobre hombre. ¿Cómo se presentaría? ¿Risueño o con cara de pocos amigos? ¿Cómo se vestiría? ¿Con los trapitos de cristianar o con los de diario? Porque pensar en evadir el careo, dando la comisión a otra persona, era un disparate; además, implicaba cobardía, deserción ante el peligro, y esto le malquistaba consigo mismo, pues su amor propio le pedía siempre apencar con las dificultades, y no volver la espalda a ninguna peripecia grave. Resolvió, pues, poner pecho a las Águilas, y en aquella duda sobre el vestir, su natural despejo triunfó de la vanidad, sugiriéndole la idea de presentarse con el traje de todos los días, la camisita limpia, eso sí, que aquella soez costumbre de la camisa de quincena ya no regía desde que el hombre empezó a ver claro en el panorama social. En suma: se presentaría tal cual era siempre, y hablaría lo menos posible, contestando con sencillez a cuanto le preguntasen. Si se reían que se rieran... ¡ñales! Pero no: probablemente le recibirían con palio, atendiendo al favor que les hacía y al consuelo que les llevaba con su visita,   —29→   pues debían de estar las pobres señoras, con toda su aristocracia y su innegable finura, esperando el santo advenimiento... como quien dice.




ArribaAbajo- IV -

Elegida la hora que le pareció conveniente, encaminose el hombre a la Costanilla. La casa no tenía pérdida en calle tan pequeña y con las señas mortales de la tahona. Vio D. Francisco, arrimados a una puerta dos o tres hombres enharinados, y más arriba una tienda de antigüedades, que más bien debiera llamarse prendería. Allí era, segundo piso. Al mirar el rótulo de la tienda, lanzó una exclamación de gozo: «Pues si a este prendero le conozco yo. Si es Melchor, el que antes estaba en el 5 duplicado de la calle de San Vicente». Excuso decir que le entraron ganas de echar un párrafo con su amigo antes de subir a la visita. No tardó el prendero en darle referencias de las señoras del Águila, pintándolas como lo más decente que él se había echado a la cara desde que andaba en aquel comercio. Pobres, eso sí, como las ratas, pero si nadie en pobreza les ganaba, en dignidad tampoco, ni en resignación para llevar la cruz de su miseria. ¡Y qué educación fina, qué manera   —30→   de tratar a la gente, qué meterse por los ojos y ganarse el corazón de cuantos les hablaban!... Con estas noticias sintió el avaro que se le disipaba el susto, y subió corriendo. La misma doña Cruz le abrió la puerta, y aunque estaba de trapillo (sin perjuicio de la decencia, eso sí), a él se le antojó tan elegante como el día anterior la vio, de tiros largos.

«Sr. D. Francisco... -dijo la dama, con más alegría que sorpresa, pues sin duda esperaba la visita-. Pase, pase...».

Las primeras palabras del visitante fueron torpes: «¡Cómo había de faltar!... ¿Y qué tal? ¿Toda la familia buena?... Gracias... Es comodidad». Y se metió por donde no debía, teniendo ella que decirle: «No, no; por aquí».

Su azoramiento no le impidió observar muchas cosas desde los primeros instantes, cuando Cruz del Águila le llevaba, por el pasillo de tres recodos, a la salita. Fijose en la hermosa cabeza, bien envuelta en un pañuelo de color, de modo que no se veía ni poco ni mucho la cabellera blanca. Observó también que vestía bata de lana, antiquísima, pero sin manchas ni jirones, con una toquilla blanca cruzándole el pecho, todo muy pulcro, revelando el uso continuo y esmerado de aquellas personas que saben eternizar las prendas de ropa. Lo más extraño era que tenía   —31→   guantes, viejos y con los dedos tiznados.

«Dispénseme -dijo con graciosa modestia-, estaba limpiando los metales».

-¡Ah!... ¡perfectamente...!

-Porque ha de saber usted, si ya no lo sabía, que no tenemos criada, y nosotras lo hacemos todo. No, no vaya a creer que me quejo por esta nueva privación, una de las muchas que nos ha traído nuestro adverso destino. Hemos convenido en que las criadas son una calamidad, y cuando una se acostumbra a servirse a sí misma, lleva tres ventajas: primera, que no hay que lidiar con fantasmonas; segunda, que todo se hace mucho mejor y a nuestro gusto; tercera, que se pasa el día sin sentirlo, con ejercicio saludable.

-Higiénico -dijo Torquemada, gozoso de poder soltar una palabra bonita que tan bien encajaba. Y el acierto le animó de tal modo, que ya era otro hombre.

-Con permiso de usted -indicó Cruz-, seguiré. No estamos en situación de gastar muchos cumplidos, y como usted es de confianza...

-¡Oh!, sí, de toda confianza. Tráteme la señora mismamente como a un chiquillo... Y si quiere que la ayude...

-¡Quia! Eso sería ya faltar al respeto, y... De ninguna manera.

  —32→  

Con la cajita de los polvos en la mano izquierda y un ante en la derecha, ambas manos enguantadas, se puso a dar restregones en la perilla de cobre de una de las puertas, y al punto la dejó tan resplandeciente que de oro fino parecía.

«Ahora saldrá mi hermana, a quien usted no conoce. (Suspirando fuerte.) Es triste decirlo; pero... está en la cocina. Tenemos que ir alternando en todos los trabajos de casa. Cuando yo declaro la guerra al polvo, o limpio los metales, ella friega la loza o pone el puchero. Otras veces, guiso yo, y ella barre, o lava, o compone la ropa. Afortunadamente tenemos salud; el trabajo no envilece; el trabajo consuela y acompaña, y además fortifica la dignidad. Hemos nacido en una gran posición: ahora somos pobres. Dios nos ha sometido a esta prueba tremenda... ¡ay, qué prueba, Sr. D. Francisco! Nadie sabe lo que hemos sufrido, las humillaciones, las amarguras... Más vale no hablar. Pero el Señor nos ha mandado al fin una medicina maravillosa, un específico que hace milagros... la santa conformidad. Véanos usted hoy ocupadas las dos en estos trajines, que en otro tiempo nos habrían parecido indecorosos; vivimos en paz, con una especie de tristeza plácida que casi casi se nos va pareciendo a la alegría. Hemos   —33→   aprendido, con las duras lecciones de la realidad, a despreciar todas las vanidades del mundo, y poquito a poco hemos llegado a creer hermosa esta honrada miseria en que vivimos, a mirarla como una bendición de Dios...».

En su pobrísimo repertorio de ideas y expresiones, no halló el bárbaro nada que pudiera ser sacado dignamente ante aquel decir elegante y suelto, sin afectación. No supo más que admirar y gruñir asintiendo, que es el gruñido más fácil.

«También conocerá usted a mi hermano, el pobrecito ciego».

-¿De nacimiento?

-No señor. Perdió la vista seis años ha. ¡Ay, qué dolor! Un muchacho tan bueno, llamado a ser... qué sé yo, lo que hubiera querido... ¡Ciego a los veinte y tantos años! Su enfermedad coincidió con la pérdida de nuestra fortuna... para que nos llegara más al alma. Créalo usted, D. Francisco, la ceguera de mi hermano, de ese ángel, de ese mártir, es un infortunio al cual mi hermana y yo no hemos podido resignarnos todavía. Dios nos lo perdone. Claro que de arriba nos ha venido el golpe; pero no lo admito, no bajo la cabeza, no señor... la levanto... aunque a usted le parezca mal mi irreverencia.

  —34→  

-No señora... ¿qué ha de parecerme? El Padre Eterno... es atroz. ¿Pero usted sabe lo que me hizo a mí? No es que yo me le suba a las barbas, ¡cuidado!... pero francamente... ¡quitarle a uno toda su esperanza! Al menos usted no la habrá perdido; su hermanito podrá curarse...

-¡Ah!, no señor... No hay esperanza.

-¿Pero usted sabe?... Hay en Madrid los grandes ópticos...

En el momento de decirlo conoció el hombre la enormidad de sus lapsus lingüe 3. ¡Vaya, que decir ópticos por oculistas! Quiso enmendarlo; pero la señora, que al parecer no había parado mientes en el desatino, le dio fácil salida por otra parte. Pidiole permiso para ausentarse brevemente, a fin de traer a su hermana, lo que a D. Francisco le supo muy bien, aunque las zozobras no tardaron en acometerle de nuevo. ¿Cómo sería la hermanita? ¿Se reiría de él? ¡Si por artes del enemigo no era tan fina como Cruz, y se espantaba de verle a él tan ordinario, tan zafiote, tan...! «Vamos, no es tanto -se dijo, estirando el cuello para verse en un espejo que frontero al sofá, pendía de la pared, con inclinación hacia adelante, como haciendo una cortesía-, no es tanto... Lo que digo... llevo muy bien mi edad, y si yo me perfilara, daría   —35→   quince y raya a más de cuatro mequetrefes que no tienen más que la estampa».

En esto estaba cuando sintió a las dos hermanas en el pasillo, disputando con cierta viveza:

«Así mujer, ¿qué importa? ¿No ves que es de toda confianza?».

-¿Pero cómo quieres que entre así? Deja siquiera que me quite el delantal.

-¿Para qué? Si somos nuestras propias criadas, y nuestras propias señoras, y él lo sabe bien, ¿qué importa que te vea así? Este es un caso en que la forma no supone nada. Si estuviéramos sucias o indecentes, bueno que no nos vieran humanos ojos. Pero a limpias nadie nos gana, y las señales del trabajo no nos hacen desmerecer a los de una persona tan razonable, tan práctica, tan... sencilla. ¿Verdad, D. Francisco?

Esto lo dijo alzando la voz, ya cerca de la puerta, y el aturrullado prestamista creyó que la mejor respuesta era adelantarse a recibir airosamente a las dos damas, diciendo: «Bien, bien; nada de farándulas conmigo, que soy muy llano, y tan trabajador como el primero; y desde la más tierna infancia...».

Iba a seguir diciendo que él se limpiaba sus propias botas y se barría el cuarto; pero le cortó la palabra la aparición de la segunda   —36→   Águila, que le dejó embobado y suspenso.

«Mi hermana Fidela» -dijo Cruz, tirando de ella por un brazo hasta vencer su resistencia.




ArribaAbajo- V -

«¿Qué importa que yo las vea en traje de mecánica, si ya sé que son damas, y muy requetedamas? -argumentó D. Francisco, que a cada nuevo incidente se iba desentumeciendo de aquel temor que le paralizaba-. Señorita Fidela, por muchos años... ¡Si está muy bien así!... Las buenas mozas no necesitan perfiles...».

-¡Oh!, perdone usted -dijo la Águila menor, toda vergonzosa y confusa-. Mi hermana es así: ¡hacerme salir en esta facha!... con unas botas viejas de mi hermano, este mandil... y sin peinarme.

-Soy de confianza y conmigo, ¡cuidado!, con Francisco Torquemada no se gastan cumplidos... ¿Y qué tal? ¿Usted buena? ¿Toda la familia buena? Lo que digo, la salud es lo primero, y en habiendo salud todo va bien. Pienso, de conformidad con ustedes, que no hay chinchorrería como el tener criadas, generalmente puercas, enredadoras, golosas, y   —37→   siempre, siempre, soliviantadas con los malditos novios.

A todas éstas, no le quitaba ojo a la cocinerita, que era una preciosa miniatura 4. Mucho más joven que su hermana, el tipo aristocrático presentaba en ella una variante harto común. Sus cabellos rubios, su color anémico, el delicado perfil, la nariz de caballete y un poquito larga, la boca limpia, el pecho de escasísimo bulto, el talle sutil, denunciaban a la señorita de estirpe, pura sangre, sin cruzamientos que vivifican, enclenque de nacimiento y desmedrada luego por una educación de esa. Todo esto y algo más se veía bajo aquel humilde empaque de fregona, que más bien parecía invención de chicos que juegan a las máscaras.

Como la pobre niña (no tan niña ya, pues frisaba en los veintisiete) no se había penetrado aún de aquel dogma de la desgracia que prescribe el desprecio de toda presunción, esfuerzo grande le costaba el presentarse en tal facha ante personas desconocidas. Tardó bastante en aplomarse delante de Torquemada, el cual, acá para inter nos, le pareció un solemne ganso.

«El señor -indicó la hermana mayor-, era grande amigo de doña Lupe».

-¡Pobrecita! ¡Qué cariño nos tomó! -dijo   —38→   Fidela, sentándose en la silla más próxima a la puerta, y escondiendo sus pies tan mal calzados-. Cuando Cruz trajo la noticia de que había muerto la pobre señora, sentí una aflicción... ¡Dios mío! Nos vimos más desamparadas en aquel instante, más solas... La última esperanza, el último cariño se nos iban también, y me pareció ver allá, allá lejos, una mano arrugadita que nos hacía... (doblando los dedos a estilo de despedida infantil) así, así...

«Pues esta -pensó el avaro, de admiración en admiración-, también se explica. ¡Ñales!, ¡qué par de picos de oro!».

-Pero Dios no nos desampara -afirmó Cruz denegando expresivamente con su dedo índice-, y dice que no, que no, que no nos quiere desamparar, aunque el mundo entero en ello se empeñe».

-Y cuando nos vemos más solas, más rodeadas de tinieblas, asoma un rayito de sol que va entrando, entrando, y...

«Esto va conmigo. Yo soy ese sol... dijo para su sayo Torquemada; y en alta voz-: Sí señoras; pienso lo mismo. La suerte protege al que trabaja... ¡Vaya, que esta señorita tan delicada meterse en el materialismo de una cocina!».

-Y lo peor es que no sirvo -dijo Fidela-. Gracias que esta me enseña...

  —39→  

-¡Ah!, ¿la enseña doña Cruz?... ¡Qué bien!

-No, no quiere decir esto que yo aprenda... Empieza ella por no ser una eminencia ni mucho menos. Yo me aplico, eso sí; pero soy muy distraída, ¡y hago cada barbaridad...!

-Bueno, ¿y qué? -indicó la mayor en tono festivo-. Como no cocinamos para huéspedes exigentes, como esto no es hotel, y sólo tenemos que gustamos a nosotras mismas, cuantas faltas se cometan están de antemano perdonadas.

-Y una vez porque sale crudo, otras porque sale quemado, ello es que siempre tenemos diversión en la mesa.

-Y en fin, que nos resulta una salsa con que no contamos: la alegría.

-Que no se compra en ninguna tienda -dijo Torquemada, muy gozoso de haber comprendido la figura-. Justo y cabal. Que me den a mí esa salsa, y le meto el diente a todas las malas comidas de la cristiandad. Pero usted, señorita Fidela, dice que guisa mal por modestia... ¡Ah!, ya quisieran más de cuatro...

-No, no, lo hago malditamente. Y puede usted creerme -añadió con la expresión viva que era quizás la más visible semejanza que tenía con Cruz-, puede usted creerme que me gustaría cocinar bien; pero muchísimo. Sí, sí, el arte culinario paréceme un arte   —40→   digno del mayor respeto, y que debe estudiarse por principios y practicarse con seriedad.

-¡Como que debiera ser parte principal de la educación! -afirmó Cruz del Águila.

-Lo que digo -apuntó Torquemada-; debieran poner en las escuelas una clase de guisado... Y que las niñas, en vez de tanto piano y tanto bordado de zapatillas, aprendieran a poner bien un arroz a la vizcaína, o un atún a la marinera.

-Apruebo.

-Y yo.

-Con que... -murmuró el prestamista, golpeando con ambas manos los brazos del sillón, manera ruda y lacónica de expresar lo siguiente-: «Señoras mías, bastante tiempo hemos perdido en la parlamenta. Vamos ahora al negocio...».

-No, no, no venga usted con prisas -dijo la mayor, risueña, alardeando de una confianza que trastornó más al hombre-. ¿Qué tiene usted que hacer ahora? Nada. No le dejamos salir de aquí sin que conozca a nuestro hermano.

-Con sumísimo gusto... No faltaba más. Como prisa, no la hay, Es que no quisiera molestar...

-De ningún modo.

  —41→  

Fidela fue la primera que se levantó, diciendo: «No puedo descuidarme. Dispénseme».

Y se fue presurosa, dejando a su hermana en situación conveniente para hacerle el panegírico.

«Es un ángel de Dios. Por la diferencia de edad, que no es menor de doce años, soy para ella, más que hermana mayor, una madre. Hija y madre somos, hermanas, amiguitas, pues el cariño que nos une no sólo es grande por lo intenso, Sr. D. Francisco, sino por la extensión... no sé si me explico...».

-Comprendido -indicó Torquemada, quedándose a obscuras.

-Quiero decir que la desgracia, la necesidad, la misma bravura con que Fidela y yo luchamos por la vida, ha dado a nuestro cariño ramificaciones...

-Ramificaciones... justo.

-Y por mucho que usted aguce su entendimiento, Sr. D. Francisco, ya tan agudo, no podrá tener idea de la bondad de mi hermana, de la dulzura de su carácter. ¡Y con qué mansedumbre cristiana se ha sometido a estas duras pruebas de nuestro infortunio! En la edad en que las jóvenes gustan de los placeres del mundo, ella vive resignada y contenta en esta pobreza, en esta obscuridad. Me parte el alma su abnegación, que parece una   —42→   forma de martirio. Crea usted que si a costa de sufrimientos mayores aún de los que llevo sobre mí, pudiera yo poner a mi pobre hermana en otra esfera, lo haría sin vacilar. Su modestia es para esta triste casa el único bien que quizás poseemos hoy; pero es también un sacrificio, consumado en silencio para que resulte más grande y meritorio, y, la verdad, quisiera yo compensar de algún modo este sacrificio... Pero... (confusa) no sé lo que digo... no puedo expresarme. Dispénseme si le doy un poquito de matraca. Mi cabeza es un continuo barajar de ideas. ¡Ay, la desgracia me obliga a discurrir tanto, pero tanto, que yo creo que me crece la cabeza, sí!... Tengo por seguro que con el ejercicio del pensar se desarrolla el cráneo por la hinchazón de todo el oleaje que hay dentro... (Riendo). Sí, sí... Y también es indudable que no tenemos derecho a marear a nuestros amigos... Dispénseme, y venga a ver a mi hermano.

Camino del cuarto del ciego, Torquemada no abrió el pico, ni nada hubiera podido decir aunque quisiera, porque la elocuencia de la noble señora le fascinaba, y la fascinación le volvía tonto, dispersando sus ideas por espacios desconocidos, e inutilizando para la expresión las poquitas que quedaban.

En la mejor habitación de la casa, un gabinetito   —43→   con mirador, hallábase Rafael del Águila, figura inmóvil y melancólica que tenía por peana un sillón negro. Hondísima impresión hizo en Torquemada la vista del joven sin vista, y la soberana tristeza de su noble aspecto, la resignación dulce y discreta de aquella imagen, a la cual no era posible acercarse sin cierto respeto religioso.




ArribaAbajo- VI -

Imagen dije, y no me vuelvo atrás, pues con los santos de talla, mártires jóvenes, o Cristos guapos en oración, tenía indudable parentesco de color y líneas. Completaban esta semejanza la absoluta tranquilidad de su postura, la inercia de sus miembros, la barbita de color castaño, rizosa y suave, que parecía más obscura sobre el cutis blanquísimo de nítida cera; la belleza, más que afeminada, dolorida y mortuoria, de sus facciones, el no ver, el carecer de alma visible, o sea mirada.

«Ya me han dicho las señoras que... -balbució el visitante, entre asombrado y conmovido-. Pues... digo que es muy sensible que usted perdiera el órgano... Pero ¡quién sabe...! Buenos médicos hay, que...».

-¡Ah!, señor mío -dijo el ciego con una   —44→   voz melodiosa y vibrante que estremecía-, le agradezco sus consuelos, que desgraciadamente llegan cuando ya no hay aquí ninguna esperanza que los reciba.

Siguió a esto una pausa, a la cual puso término Fidela entrando con una taza de caldo, que su hermano acostumbraba tomar a aquella hora. Torquemada no había soltado aún la mano del ciego, blanca y fina como mano de mujer, de una pulcritud extremada.

«Todo sea por Dios -dijo el avaro entre un suspiro y un bostezo. Y rebuscando en su mente, con verdadera desesperación, una frase del caso, tuvo la dicha de encontrar ésta-: En su desgracia, pues... la suerte le ha desquitado dándole estas dos hermanitas tan buenas, que tanto le quieren...».

-Es verdad. Nunca es completo el mal, como no es completo el bien -aseguró Rafael volviendo la cara hacia donde le sonaba la voz de su interlocutor.

Cruz enfriaba el caldo pasándole de la taza al plato, y del plato a la taza. D. Francisco, en tanto, admiraba lo limpio que estaba Rafael, con su americana o batín de lana clara, pantalón obscuro, y zapatillas rojas admirablemente ajustadas a la medida del pie. El señorito de Águila mereció en su tiempo, que era un tiempo no muy remoto, fama de muchacho   —45→   guapo, uno de los más guapos de Madrid. Lució por su elegancia y atildada corrección en el vestir, y después de quedarse sin vista, cuando por ley de lógica parecía excusada e inútil toda presunción, sus bondadosas hermanas no querían que dejase de vestirse y acicalarse, como en los tiempos en que podía gozar de su hermosura ante el espejo. Era en ellas como un orgullo de familia el tenerle aseado y elegante, y si no hubieran podido darse este gusto entre tantas privaciones, no habrían tenido consuelo. Cruz o Fidela le peinaban todas las mañanas con tanto esmero como para ir a un baile; le sacaban cuidadosamente la raya, procurando imitar la disposición que él solía dar a sus bonitos cabellos; le arreglaban la barba y bigote. Gozaban ambas en esta operación, conociendo cuán grata era para él la toilette minuciosa, como recuerdo de su alegre mocedad; y al decir ellas: «¡qué bien estás!» sentían un goce que se comunicaba a él, y de él a ellas refluía, formando un goce colectivo.

Fidela le lavaba y perfumaba las manos diariamente, cuidándole las uñas con un esmero exquisito, verdadera obra maestra de su paciencia cariñosa. Y para él, en las tinieblas de su vida, era consuelo y alegría sentir la frescura de sus manos. En general, la limpieza   —46→   le compensaba hasta cierto punto de la obscuridad. ¿El agua sustituyendo a la luz? Ello podría ser un disparate científico; pero Rafael encontraba alguna semejanza entre las propiedades de uno y otro elemento.

Ya he dicho que era el tal una figura delicada y distinguidísima, cara hermosa, manos cinceladas, pies de mujer, de una forma intachable. La idea de que su hermano, por estar ciego y no salir a la calle, tuviese que calzar mal, sublevaba a las dos damas. La pequeñez bonita del pie de Rafael era otro de los orgullos de la raza, y antes se quitaran ellas el pan de la boca, antes arrostrarían las privaciones más crueles que consentir en que se desluciera el pie de la familia. Por eso le habían hecho aquellas elegantísimas zapatillas de tafilete, exigiendo al zapatero todos los requisitos del arte. El pobre ciego no veía sus pies tan lindamente calzados; pero se los sentía, y esto les bastaba a ellas, sintiendo al unísono con él en todos los actos de la existencia.

No le ponían camisa limpia diariamente, porque esto no era posible en su miseria, y además no lo necesitaba, pues su ropa permanecía días y semanas en perfecta pulcritud sobre aquel cuerpo santo; pero aun no siendo preciso, le mudaban con esmero... y cuidado   —47→   con ponerle siempre la misma corbata. «Hoy te pones la azul de rayas -decía con candorosa seriedad Fidela-, y el anillo de la turquesa». Él contestaba que sí, y a veces manifestaba una preferencia bondadosa por otra corbata, tal vez porque así creía complacer más a sus hermanas.

El esmerado aseo del infeliz joven no fue la mayor admiración de D. Francisco en aquella casa, en la cual no escaseaban los motivos de asombro. Nunca había visto él casa más limpia. En los suelos, alfombrados tan sólo a trozos, se podía comer; en las paredes no se veía ni una mota de suciedad; los metales echaban chispas... ¡Y tal prodigio era realizado por personas, que según expresión de doña Lupe, no tenían más que el cielo y la tierra! ¿Qué milagros harían para mantenerse?... ¿De dónde sacaban el dinero para la compra? ¿Tendrían trampas? ¡Con qué artes maravillosas estirarían la triste peseta, el tristísimo perro grande o chico! ¡Había que verlo, había que estudiarlo, y meterse hasta el cuello en aquella lección soberana de la vida! Todo esto lo pensaba el prestamista, mientras Rafael se tomaba el caldo, después de ofrecerle.

«¿Quiere usted, D. Francisco, un poquito de caldo?» -le dijo Cruz.

-¡Oh! No. Gracias, señora.

  —48→  

-Mire usted que es bueno... Es lo único bueno de nuestra cocina de pobres...

-Gracias... Se lo estimo...

-Pues vino no podemos ofrecerle. A este no le sienta bien, y nosotras no lo gastamos, por mil y quinientas razones, de las cuales con que usted comprenda una sola, basta.

-Gracias, señora doña Cruz. Tampoco yo bebo vino más que los domingos y fiestas de guardar.

-¡Vea usted qué cosa tan rara! -dijo el ciego-. Cuando perdí la vista, tomé en aborrecimiento el vino. Podría creerse que el vino y la luz eran hermanos gemelos, y que a un tiempo, por un solo movimiento de escape, huían de mí.

Fáltame decir que Rafael del Águila seguía en edad a su hermana Cruz. Había pasado de los treinta y cinco años; mas la ceguera, que le atacó el 83, y la inmovilidad y tristeza consiguientes, parecían haber detenido el curso de la edad, dejándole como embalsamado, con su representación indecisa de treinta años, sin lozanía en el rostro, pero también sin canas ni arrugas, la vida como estancada, suspensa, semejando en cierto modo a la inmovilidad insana y verdosa de aguas sin corriente.

Gustaba el pobre ciego de la amenidad en   —49→   la conversación. Narraba con gracejo cosas de sus tiempos de vista, y pedía informes de los sucesos corrientes. Algo hablaron aquel día de doña Lupe; pero Torquemada no se interesó poco ni mucho en lo que de su amiga se dijo, porque embargaban su espíritu las confusas ideas y reflexiones sobre aquella casa y sus tres moradores. Habría deseado explicarse con las dos damas, hacerles mil preguntas, sacarles a tirones del cuerpo sus endiablados secretos económicos, que debían de constituir toda una ley, algo así como la Biblia, un código supremo, guía y faro de pobres vergonzantes.

Aunque bien conocía el avaro que se prolongaba más de la cuenta la visita, no sabía cómo cortarla, ni en qué forma desenvainar el pagaré y los dineros, pues esto, sin saber por qué, se le representaba como un acto vituperable, equivalente a sacar un revólver y apuntar con él a las dos señoras del Águila. Nunca había sentido tan vivamente la cortedad del negocio, que esto y no otra cosa era su perplejidad; siempre embistió con ánimo tranquilo y conciencia firme en su derecho a los que por fas o por nefas necesitaban de su auxilio para salir de apuros. Dos o tres veces echó mano al bolsillo, y se le vino al pico de la lengua el sacramental introito:   —50→   «Conque señoras...» y otras tantas la desmayada voluntad no llegó a la ejecución del intento. Era miedo, verdadero temor de faltar al respeto a la infeliz cuanto hidalga familia. La suerte suya fue que Cruz, bien porque conociera su apuro, bien porque deseara verle partir, tomó la iniciativa, diciéndole: «Si a usted le parece, arreglaremos eso». Volvieron a la sala, y allí se trató del negocio tan brevemente, que ambos parecían querer pasar por él como sobre ascuas. En Cruz era delicadeza, en Torquemada el miedo que había sentido antes, y que se le reprodujo con síntomas graves en el acto de ajustar cuentas pasadas y futuras con las pobrecitas aristócratas. Por su mente pasó como un relámpago la idea de perdonar intereses en gracia de la tristísima situación de las tres dignas personas... Pero no fue más que un relámpago, un chispazo, sin intensidad ni duración bastantes para producir explosión en la voluntad... ¡Perdonar intereses! Si no lo había hecho nunca, ni pensó que hacerlo pudiera en ningún caso... Cierto que las señoras del Águila merecían consideraciones excepcionales; pero el abrirles mucho la mano, ¡cuidado!, sentaba un precedente funestísimo.

Con todo, su voluntad volvió a sugerirle, allá en el fondo del ser, el perdón   —51→   de intereses. Aún hubo en la lengua un torpe conato de formular la proposición; pero no conocía él palabra fea ni bonita que tal cosa expresara, ni qué cara se había de poner al decirlo, ni hallaba manera de traer semejante idea desde los espacios obscuros de la primera intención a los claros términos del hecho real. Y para mayor tormento suyo, recordó que doña Lupe le había encargado algo referente a esto. No podía determinar su infiel memoria si la difunta había dicho perdón o rebaja. Probablemente sería esto último, pues la de los pavos no era ninguna derrochadora... Ello fue que en su perplejidad, no supo el avaro lo que hacía, y la operación de crédito se verificó de un modo maquinal. No hizo Cruz observación alguna. Torquemada tampoco, limitándose a presentar a la señora el pagaré ya extendido para que lo firmase. Ni un gemido exhaló la víctima, ni en su noble faz pudiera observar el más listo novedad alguna. Terminado el acto, pareció aumentar el aturdimiento del prestamista; y despidiéndose grotescamente, salió de la casa a tropezones, chocando como pelota en los ángulos del pasillo, metiéndose por una puerta que no era la de salida, enganchándose la americana en el cerrojo, y bajando al fin casi a saltos; pues no se fijó en que eran curvas   —52→   las vueltas de la escalera; y allá iba el hombre por aquellos peldaños abajo, como quien rueda por un despeñadero.




ArribaAbajo- VII -

Su confusión y atontamiento no se disiparon, como pensaba, al pisar el suelo firme de la calle; antes bien, este no le pareció absolutamente seguro. Ni las casas guardaban su nivel, dígaselo que se dijera; tanto que por evitar que alguna se le cayera encima, ¡cuidado!, D. Francisco pasaba frecuentemente de una acera a otra. En el café de Zaragoza, donde tenía una cita con cierto colega para tratar de un embargo, en dos o tres tiendas que visitó después, en la calle, y por fin en su propia casa, en la cual recaló ya cerca de anochecido, le perseguía una idea molesta y tenaz que sacudió de sí sin conseguir ahuyentarla; y otra vez le atacaba, como el mosquito en la obscura alcoba desciende del techo con su trompetilla y su aguijón, y cuando más se le ahuyenta más porfiado el indino, más burlón y sanguinario. La pícara idea concluyó por producirle una desazón indecible que le impedía comer con el acompasado apetito de costumbre. Era una mala opinión de sí mismo, un voto unánime de todas las potencias   —53→   de su alma contra su proceder de aquella mañana. Claro que él quería rebatir aquel dictamen con argumentos mil que sacaba de este y el otro rincón de su testa; pero la idea condenatoria podía más, más, y salía siempre triunfante. El hombre se entregaba al fin, ante el aterrador aparato de lógica que la enemiga idea desplegaba, y dando un trastazo en la mesa con el mango del tenedor, se echó a su propia cara este apóstrofe: «Porrón de Cristo... ¡ñales!, mal que te pese, Francisco, confiesa que hoy te has portado como un cochino».

Abandonó los nada limpios manteles sin probar el postre que, según rezan las historias, era miel de la Alcarria, y tragado el último buche de agua del Lozoya, se fue a su gabinete, mandando a la tarasca, su sirvienta, que le llevase la lámpara de petróleo. Paseándose desde la cama al balcón, o sea desde la mitad de la alcoba al extremo del gabinete; dando tal cual bofetada a la vidriera que ambas piezas separaba, y algún mojicón a la cortina para que no le estorbara el paso, se rindió, como he dicho, a la idea vencedora. Porque, lo que él decía, alguna ocasión había de llegar en que fuera indispensable tener un rasgo. Él jamás tuvo ningún rasgo, ni había hecho nunca más que apretar, apretar y apretar.   —54→   Ya era tiempo de abrir un poco la mano, pues había llegado a reunir, trabajando a pulso, una fortuna que... Vamos, era más rico de lo que él mismo pensaba; poseía casas, tierras, valores del Estado, créditos mil, todos cobrables, dineros colocados con primera hipoteca, dineros prestados a militares y civiles con retención de paga, cuenta corriente en el Banco de España; tenía cuadros de gran mérito, tapices, sin fin de alhajas valiosísimas; era, hablando bien y pronto, un hombre opíparo, vamos al decir, opulento... ¿Qué inconveniente había, pues, en darse un poco de lustre con las señoras del Águila, tan buenas y finas, damas, en una palabra, cual él nunca las había visto? Ya era tiempo de tirar para caballero, con pulso y medida, ¡cuidado!, y de presentarse ante el mundo, no ya como el prestamista sanguijuela, que no va más que a chupar, a chupar, sino como un señor de su posición 5 que sabe ser generoso cuando le sale de las narices el serlo. ¡Y qué demonios!, todo era cuestión de unas sucias pesetas, y con ellas o sin ellas él no sería ni más rico ni más pobre. Total, que había sido un puerco, y se privaba de la satisfacción de que aquellas damas le guardaran gratitud y le tuvieran en más de lo que le tenía el común de los deudores... Porque las circunstancias habían cambiado   —55→   para él con el fabuloso aumento de riqueza; se sentía vagamente ascendido a una categoría social superior; llegaban a su nariz tufos de grandeza y de caballería, quiere decirse, de caballerosidad... Imposible afianzarse en aquel estado superior sin que sus costumbres variaran, y sin dar un poco de mano a todas aquellas artes innobles de la tacañería. ¡Si hasta para el negocio le convenía una miaja de rumbo y liberalidad, hasta para el negocio... ¡ñales!, porque cuando se marcara más aquella transformación a que abocado se sentía, por la fuerza de los hechos, forzoso era que acomodara sus procederes al nuevo estado!... En fin, había que ver cómo se enmendaba el error cometido... Difícil era ¡re-Cristo!, porque ¿con qué incumbencia se presentaba él nuevamente allá? ¿Qué les iba a decir? Aunque parezca extraño, no encontraba el hombre, con toda su agudeza, términos hábiles para formular el perdón de intereses. Infinitos recursos de palabra poseía para lo contrario; pero del lenguaje de la generosidad no conocía ni de oídas un solo vocablo.

Toda la prima noche se estuvo atormentando con aquellas ideas. Su hija Rufinita y su yerno estuvieron a visitarle, y achacaron su inquietud a motivos enteramente contrarios a los verdaderos. «A tu papá le han arreado   —56→   algún timo -decía Quevedito a su esposa cuando salían para irse al teatro a ver una función de hora-. ¡Y que debe de haber sido gordo!».

Rufina, cogida del brazo de su diminuto esposo, y rebozada en su toquilla color de rosa, iba refunfuñando por la calle: «Es que papá no aprende... Aprieta sin compasión, quiere sacar jugo hasta de las piedras; no perdona, no considera, no siente lástima ni del Sursum Corda, y ¿qué resulta? Que la divina Providencia se descuelga protegiendo a los malos pagadores... y al pícaro prestamista, estacazo limpio... Papá debiera abrir los ojos, ver que con lo que tiene puede hacer otros papeles en el mundo, subirse a la esfera de los hombres ricos, usar levita inglesa y darse mucha importancia. ¡Vamos, que vivir en una casa de corredor, y no tratar más que con gansos, y vestir tan a la pata la llana...! Esto no está bien, ni medio bien. Verdad que a nosotros ¿qué nos va ni nos viene? Allá se entienda; pero es mi padre, y me gustaría verle en otra conformidad... Voy a lo que iba: papá estruja demasiado, ahoga al pobre, y... hay Dios en el cielo, que está mirando dónde se cometen injusticias para levantar el palo. Claro, ve que mi padre es una fiera para la cobranza, y allá va el garrotazo... Vete a saber   —57→   lo que habrá pasado hoy: alguno que no paga ni a tiros, y al ir a embargarle se han encontrado con cuatro trastos viejos que no valen ni las diligencias... O alguno que ha hecho la gracia de morirse, dejando a mi padre colgado; en fin, qué sé yo lo que será... Lo que digo, que a Dios no le hace maldita gracia que papá sea tan atroz, y le dice... '¡eh, cuidado!...'».




ArribaAbajo- VIII -

Desde la muerte de su hijo Valentín, de triste memoria, Torquemada se arregló una vivienda en el principal de la casa de corredor que poseía en la calle de San Blas. Juntando los dos cuartitos principales del exterior, le resultó una huronera bastante capaz, con más piezas de las que él necesitaba, todo muy recogido, tortuoso y estrecho, verdadera vivienda celular en la cual se acomodaba muy a gusto, como si en cada uno de aquellos escondrijos sintiera el molde de su cuerpo. A Rufina le dio casa en otra de su propiedad, pues aunque hija y yerno eran dos pedazos de pan, se encontraba mejor solo que bien acompañado. Había dado Rufinita en la tecla de refistolear 6 los negocios de su padre, de echarle tal cual sermoncillo por su avaricia, y él   —58→   no admitía bromas de esta clase. Para cortarlas y hacer su santa voluntad sin intrusiones fastidiosas, que cada cual estuviese en su casa, y Dios... o el diablo en la de todos.

Tres piezas tan sólo, de aquel pequeño laberinto, servían de vivienda al tacaño para dormir, para recibir visitas y para comer. Lo demás de la huronera teníalo relleno de muebles, tapices y otras preciosidades adquiridas en almonedas, o compradas por un grano de anís a deudores apurados. No se desprendía de ningún bargueño, pintura, objeto de talla, abanico, marfil o tabaquera sin obtener un buen precio, y aunque no era artista, un feliz instinto y la costumbre de manosear obras de arte le daban ciencia infalible para las compras así como para las ventas.

En el ajuar de las habitaciones vivideras se notaba una heterogeneidad chabacana. A los muebles de la casa matrimonial del tiempo de doña Silvia habíanse agregado otros mejores, y algunos de ínfimo valor, desmantelados y ridículos. En las alfombras se veían pedazos riquísimos de Santa Bárbara cosidos con fieltros indecentes. Pero lo más particular de la vivienda del gran Torquemada era que, desde la muerte de su hijo, había proscrito toda estampa o cuadro religioso en sus habitaciones. Acometido, en aquella gran desgracia,   —59→   de un feroz escepticismo, no quería ver caras de santos ni Vírgenes, ni aun siquiera la de nuestro Redentor, ya fuese clavado en la cruz, ya arrojando del templo a los mercachifles. Nada, nada... ¡fuera santos y santas, fuera Cristos y hasta el mismísimo Padre Eterno fuera!... que el que más y el que menos, todos le habían engañado como a un chino, y no sería él, ¡ñales!, quien les guardase consideración. Cortó, pues, toda clase de relaciones con el Cielo, y cuantas imágenes había en la casa, sin perdonar a la misma Virgencita de la Paloma, tan venerada por doña Silvia, fueron llevadas en un gran canasto a la bohardilla, donde ya se las entenderían con las arañas y ratones.

Era tremendo el tal Torquemada en sus fanáticas inquinas religiosas, y con el mismo desdén miraba la fe cristiana con todo aquel fárrago de la Humanidad y del Gran Todo que le había enseñado Bailón. Tan mala persona era el Gran Todo como el otro, el de los curas, fabricante del mundo en siete pasteleros días, y luego... ¿para qué? Se mareaba pensando en el turris-burris de cosas sucedidas desde la Creación hasta el día del cataclismo universal y del desquiciamiento de las esferas, que fue el día en que remontó su vuelo el sublime niño Valentín, tan hijo de Dios   —60→   como de su padre, digan lo que quieran, y de tanto talento como cualquier Gran Todo, o cualquier Altísimo de por allá. Creía firmemente que su hijo, arrebatado al cielo en espíritu y carne, lo ocupaba de un cabo a otro, o en toda la extensión del espacio infinito sin fronteras... ¡Cualquiera entendía esto de no acabarse en ninguna parte los terrenos, los aires o lo que fuesen!... Pero ¡qué demonio!, sin meterse en medidas, él creía a pies juntillas que o no había cielo ninguno, ni Cristo que lo fundó, o todo lo llenaba el alma de aquel niño prodigioso, para quien fue estrecha cárcel la tierra, y menguado saber todas las matemáticas que andan por estos mundos.

Bueno. Pues con tales antecedentes se comprenderá que la única imagen que en la casa del prestamista representaba a la Divinidad era el retrato de Valentinito, una fotografía muy bien ampliada, con marco estupendo, colgado en el testero principal del gabinete, sobre un bargueño, en el cual había candeleros de plata repujada, con velas, pareciéndose mucho a un altar. La carilla del muchacho era muy expresiva. Diríase que hablaba, y su padre, en noches de insomnio, entendíase con él en un lenguaje sin palabras, más bien de signos o visajes de inteligencia, de cambio de miradas, y de un suspirar hondo a que respondía   —61→   el retrato con milagrosos guiños y muequecillas. A veces sentíase acometido el tacaño de una tristeza indefinible, que no podía explicarse, porque sus negocios marchaban como una seda, tristeza que le salía del fondo de toda aquella cosa interior que no es nada del cuerpo; y no se le aliviaba sino comunicándose con el retrato por medio de una contemplación lenta y muda, una especie de éxtasis, en que se quedaba el hombre como lelo, abiertos los ojos y sin ganas de moverse de allí, sintiendo que el tiempo pasaba con extraordinaria parsimonia, los minutos como horas, y estas como días bien largos. Excitado algunas veces por contrariedades, o cuestiones con sus víctimas se tranquilizaba haciendo la limpieza total y minuciosa del cuadro, pasándole respetuosamente un pañuelo de seda que para el caso tenía y a ningún otro uso se destinaba; colocando con simetría los candeleritos, los libros de matemáticas que había usado el niño y que allí eran como misales, un carretoncillo y una oveja que disfrutó en su primera infancia; encendiendo todas las luces y despabilándolas con exquisito cuidado, y tendiendo sobre el bargueño, para que fuese digno mantel de tal mesa, un primoroso pañuelo grande bordado por doña Silvia. Todo esto lo hacía Torquemada con cierta   —62→   gravedad, y una noche llegó a figurarse que aquello era como decir misa, pues se sorprendió con movimientos pausados de las manos y de la cabeza, que tiraban a algo sacerdotal.

Siempre que le acometía el insomnio rebelde, se vestía y calzaba, y encendido el altar, se metía en pláticas con el chico, haciéndole garatusas, recordando con fiel memoria su voz y sus dichos, y ensalzando con una especie de hosanna inarticulado... ¿qué dirán ustedes?, las matemáticas, las santísimas matemáticas, ciencia suprema y única religión verdad en los mundos habidos y por haber.

Dicho se está que aquella noche, por lo muy excitado que estaba el hombre, fue noche de gran solemnidad en tan singulares ritos. Sintiéndose incapaz de dormir, ni siquiera pensó en acostarse. La tarasca le dejó solo. Encendidas las luces, apagó la lámpara de petróleo, llevándola a la sala próxima para que el tufo no le apestara, y entregose a su culto. El recuerdo de las señoras del Águila, y el vigor con que su conciencia le afeaba la conducta observada con ellas, mezcláronse a otras y sentimientos, formando un conjunto extraño. Las matemáticas, la ciencia de la cantidad, los sacros números, embargaban su espíritu. Caldeado el cerebro,   —63→   creyó oír cantos lejanos sumando cantidades con música y todo... Era un coro angélico. El rostro de Valentinico resplandecía de júbilo. El padre le dijo: «Cantan, cantan bien... ¿Quiénes son esos?».

En su interior sentía el retumbar de una gran verdad proferida como un cañonazo, a saber, que las matemáticas son el Gran Todo, y los números los espíritus, que mirados desde abajo... son las estrellas... Y Valentinico tenía en su ser todas las estrellas, y por consiguiente todito el espíritu que anda por allá y por acá. Ya cerca de la madrugada rindiose D. Francisco al cansancio, y se sentó frente al bargueño, apoyando la cabeza en el ruedo de sus brazos, y estos en el respaldo de la silla. Las luces se estiraban y enrojecían lamiendo el pábilo negro; la cera chorreaba, con penetrante olor de iglesia. El prestamista se aletargó, o se despabiló, pues ambos verbos, con ser contrarios, podían aplicarse al estado singular de sus nervios y de su cabeza. Valentín no decía nada, triste y mañoso como los niños a quienes no se ha hecho el gusto en algo que vivamente apetecen. Ni habría podido decir D. Francisco si le miraba realmente, o si le veía en los nimbos nebulosos de aquel sueñecillo que en la silla descabezaba. Lo indudable es que hijo y padre se hablaron;   —64→   al menos puede asegurarse, como de absoluta realidad, que D. Francisco pronunció estas o parecidas palabras: «Pero si no supe lo que hacía, hijo de mi alma. No es culpa mía si no sé tocar esa cuerda del perdón... y si la toco, no me suena, cree que no me suena».

-Pues... lo que digo -debió de expresar la imagen de Valentín-, fuiste un grandísimo puerco... Corre allá mañana y devuélveles a toca teja los arrastrados intereses.

Levantose bruscamente Torquemada, y despabilando las luces, se decía: «Lo haremos; es menester hacerlo... ¡Devolución... caballerosidad... rasgo! ¿Pero cómo se compone uno para el rasgo? ¿Qué se dice? ¿De qué manera y con qué retóricas hay que arrancarse? Direles ¡ñales!, que fue una equivocación... que me distraje... ¡ea!, que me daba vergüenza de ser rumboso... la verdad, la verdad por delante... que no acertaba con el vocablo por ser la primera vez que...».




ArribaAbajo- IX -

¡La primera vez que perdonaba réditos! Confuso y mareado durante toda la mañana, se sentía en presencia de una estupenda crisis. Veía como un germen de otro hombre dentro de sí, como un ser nuevo, misterioso embrión,   —65→   que ya rebullía, queriendo vivir por sí dentro de la vida paterna. Y aquel sentimiento novísimo, apuntado como las ansias de amor en quien ama por vez primera, le producía una turbación juvenil, mezcla de alegrías y temor. Dirigiose, pues, a casa de las señoras del Águila, como el novato de la vida, que después de mil vacilaciones, se decide a lanzar su primera declaración amorosa. Y por el camino estudiaba la frase, rebuscando las que tuvieran el saborete melifluo que al caso correspondía. Dificultad grande era para él la palabra suave y cariñosa, pues en su repertorio usual todas sonaban broncas, ordinarias, como la percusión de la llanta de un carro sobre los desgastados adoquines.

Recibido, como el día anterior, por Cruz, que se asombró mucho de verle, estuvo muy torpe en el saludo. Olvidósele todo el diccionario fino que preparado llevaba, y como la dama le preguntase por la feliz circunstancia a que debía el honor de tal visita, disparose el hombre, a impulsos de la expansiva ansiedad que dentro llevaba, y allá como el diablo le dio a entender fue echando de su boca este chorretazo de conceptos: «Porque verá usted, señora doña Cruz... ayer, como soy tan distraído... Pero mi intención, ¡cuidado!, era dar a ustedes una muestra... Soy hombre considerado   —66→   y sé distinguir. Crea usted que pasé un mal rato al percatarme, cuando salí, de mi descuido, de mi... estupefacción. Ustedes valen, ya lo creo, valen mucho, son personas dignísimas, y merecen que un amigo de corazón les dé una muestra...».

Embarullándose, tomó otro hilo; pero siempre iba a parar a la muestra, hasta que dando un brinco, de locución, se entiende, fue a caer espanzurrado 7 en el terreno de la verdad pura y concisa: «¡Ea!, señora, que no cobro intereses, que no los cobro, aunque me lo mande el Verbo... Y aquí tiene usted, en buena moneda, lo que ayer descontamos».

Quitósele un gran peso de encima, y se maravilló de que la dama no hiciese remilgos para tomar el dinero devuelto. Diríase que esperaba el rasgo, y su sonrisa benévola y graciosa de mujer bien curtida en la sociedad revelaba la satisfacción de una sospecha confirmada. Diole las gracias con delicadeza, sin lloriqueos de pobre en quien el tomar y el pedir ha venido a ser un oficio, y conociendo con tino admirable que al usurero le causaba enojo aquel asunto, por no ser de su cuerda, mudó airosamente de conversación 8. ¡Qué mal tiempo hacía! ¡Vaya que, después de tanto llover, venirse aquel frío seco del Norte, en pleno Mayo! ¡Y qué desastrosa temporada   —67→   para los infelices que tenían cajón en la pradera! Francamente, el Santo no se había portado bien aquel año. De aquí pasaron al disgusto de las dos señoras por la mala salud de Rafael. Era sin duda una afección hepática, efecto de su vida sedentaria y tristísima. Una temporada de campo, un viajecito, una tanda de baños alcalinos, serían quizás remedio seguro; pero no podían pensar en semejante cosa. Con discreción de buen tono se abstuvo la señora de recalcar en el tema de sus escaseces, porque no creyera el otro que pordioseaba su auxilio para llevar a baños al ciego.

La mente de Torquemada se había chapuzado en un profundo cavilar sobre la pobreza decorosa de sus amigas, y aunque Cruz habló de muy distintas cosas, no podía él seguirla más que con algún que otro tropezón monosilábico. De repente, como el nadador que después de una larga inmersión sale a flote respirando fuertemente, se arrancó el hombre con esta pregunta: «¿Y ese pleito...?».

Reproducíanse en su imaginación las estupendas ponderaciones de doña Lupe agonizante, y aquellas galeras cargadas de oro, las provincias enteras, los ingenios de Cuba y el cúmulo increíble de riquezas que por derecho pertenecían a los del Águila, y que sin duda   —68→   les había quitado algún malsín. ¡Hay tanta pillería en esta España hidalga!

«¿Y ese pleitito...?» -volvió a decir, pues la señora no había contestado al primer tiro.

-Pues el pleito -replicó al fin Cruz-, sigue sus trámites. Es de lo contencioso administrativo.

-Quiere decirse que la parte contraria es el Gobierno.

-Justo.

-Pues entonces, no cansarse, lo perderán ustedes... El Gobierno se lo lleva todo. Es el amo. Peseta que en sus manos cae, no esperemos que vuelva a salir de aquellas condenadas arcas. Y dígame, ¿es de mucha cuantía?

-¡Oh!, sí señor... Y en los seis millones del suministro de cebada en la primera guerra civil... negocio de nuestro abuelo, ¿sabe usted?... pues en los seis millones, la cosa es tan clara, que si no nos reconocen ese crédito, hay que despedirse de la justicia en España.

Al oír el vocablo millones, Torquemada se quedó lelo, y aguzó el hocico soplando hacia arriba, manera muy suya de expresar la magnitud de las cosas juntamente con el asombro que produce.

«Hay además otros cabos, otros asuntos. La cosa es muy compleja, Sr. D. Francisco... Mi padre fue despojado de sus tierras de la   —69→   Rioja y de la ribera del Jalón, que estuvieron afectas a una fianza, por la contrata de conducción de caudales. El gobierno no cumplió lo pactado, hizo mangas y capirotes de las cláusulas del arrendamiento, y echó mano a las fincas. Absurdos, Sr. D. Francisco, que sólo se ven en este país desquiciado... ¿Quiere usted conocer detalladamente el asunto? Pues véngase por aquí alguna de estas noches. En la soledad y desamparo en que vivimos, víctimas de tanta injusticia y de tanto atropello, alejadas de la sociedad en que nacimos y en la cual hemos sufrido tantos desaires y desengaños tan horribles, Dios misericordioso nos ha concedido un lenitivo, un descanso del alma, la amistad de un hombre incomparable, de un alma caritativa, hidalga y generosa, que nos sostiene en esta lucha y nos da ánimo. Sin ese hombre compasivo, sin ese ángel, nuestra vida sería imposible: ya nos habríamos muerto de tristeza. Ha sido el contrapeso de tanto infortunio. En él hemos visto a la Providencia, piadosa y bella, trayéndonos un ramito de oliva después del diluvio, y diciéndonos que no olvidemos que existe la esperanza. ¡Esperanza! Basta con saber que no ha sido arrebatada del mundo, para sentirla y vivir y alentar con ella. Gracias a ese buen amigo no lo creemos todo perdido.   —70→   Miramos a las tinieblas que nos cercan, y allá lejos vemos una lucecita, una lucecita...».

-¿Y ese señor...? -dijo Torquemada, en quien la curiosidad pudo más que el gustillo de oír a la señora.

-¿Conoce usted a D. José Ruiz Donoso?

-Donoso, Donoso... Me parece que me suena ese nombre.

-Persona muy conocida en Madrid, de edad madura, buena presencia, respirando respetabilidad; modales de príncipe, pocas palabras, acciones hidalgas sin afectación... D. José Ruiz Donoso... Sí, le habrá usted visto mil veces. Ha sido empleado en Hacienda, de esos que nunca quedan cesantes, pues sin ellos no hay oficina posible... Hoy le tiene usted jubilado con treinta y seis mil, y vive como un patriarca, sin más ocupación que cuidar a su mujercita enferma, y mirar por nosotras, activando el dichoso pleito, que si fuera cosa suya no le inspiraría mayor interés. ¡Ay, nos quiere mucho, nos adora! Fue íntimo de nuestro padre, y juntos siguieron en Granada la carrera de leyes. Hombre muy bien quisto en todo el Madrid oficial, para él no hay puerta cerrada en este y el otro ministerio, ni en el Tribunal de Cuentas, ni en el Consejo de Estado. Todo el día le tiene usted   —71→   de oficina en oficina, dando empujones al carro pesadísimo de nuestro pleito, que hoy se nos atasca en este bache, mañana en el otro. Conocedor como nadie del teclado jurídico y administrativo, ya toca el registro de la recomendación amistosa, ya el de la autoridad severa; un día le echa el brazo por el hombro al consejero A; otro le suelta una peluca al oficial B, del Tribunal de Cuentas; y así marcha el asunto, y así sabemos lo que es esperanza, y así vivimos. Crea usted que el día en que Donoso nos falte, para nosotros se acabó el mundo, y nada tendremos que hacer en él más que procurarnos una muerte cristiana que nos lleve al otro lo más pronto posible.

Panegírico tan elocuente acreció la curiosidad de Torquemada, que no veía las santas horas de echarse a la cara al señor de Donoso, a quien, por el retrato trazado de tan buena mano, ya creía conocer. Le estaba viendo, le sentía, érale familiar.

«No falta aquí ni una noche, aunque caigan capuchinos de bronce -añadió la dama-. Es nuestra única tertulia, y el único solaz de esta vida tristísima. Se me figura que han de simpatizar ustedes. Conocerá usted a un hombre muy severo de principios, recto como los caminos de Dios, veraz como el Evangelio, y de trato exquisito sin zalamerías, ese trato   —72→   que ya se va perdiendo, la finura unida a la dignidad y al sentimiento justo de la distancia que debe guardarse siempre entre las personas».

-Sí que vendré -dijo D. Francisco, abrumado por la superioridad del personaje, tal como Cruz le pintaba.

Algo más de lo conveniente alargó la visita, esperando que asomara Fidela, a quien deseaba ver. Oyó su voz dulce y cariñosa, hablando con el ciego en el gabinete próximo, como si amorosamente le riñera. Mas la cocinerita no se presentaba, y al fin el tacaño no tuvo más remedio que largarse, consolándose de su ausencia con el propósito firme de volver a la noche.




ArribaAbajo- X -

Vestido con los trapitos de cristianar, se fue entre ocho y nueve, y cuando llamaba a la puerta, subía tosiendo y con lento paso el señor de Donoso. Entraron casi juntos, y en el saludo y presentación, dicho se está que habían de contrastar la soltura y práctica mundana del viejo amigo de la casa con la torpeza desmañada del nuevo. Era Donoso un hombre eminentemente calvo, de bigote militar casi blanco; las cejas muy negras, grave y   —73→   ceremonioso el rostro, como un emblema oficial que en sí mismo llevaba el respeto de cuantos lo miraban; lleno y bien proporcionado de cuerpo y talla, con cierta tiesura de recepción, obra de la costumbre y del trato social; vestido con acendrada pulcritud, todo muy limpio, desde el cráneo pelado que relucía como una tapadera de bruñido marfil, hasta las botas bien dadas de betún, y sin una mota del fango de las calles.

Desde los primeros momentos cautivó a Torquemada, que no le quitaba ojo, ni perdía sílaba de cuanto dijo, admirando lo correcto de su empaque, y la fácil elegancia de sus expresiones. Aquella levita cerrada, tan bien ajustadita al cuerpo, era la pieza de ropa más de su gusto. Así, así eran galanas y señoras las levitas, herméticamente cerradas, no como la suya, del tiempo de Mariana Pineda, tan suelta y desgarbada, que no parecía, al andar con ella, sino un murciélago en el momento de levantar el vuelo. ¿Pues y aquel pantalón de rayas con tan buena caída, sin rodilleras?... ¡y todo, Señor, todo: los cuellos tiesos, blancos como la leche; las botas de becerro, gruesas sin dejar de ser elegantes, y hasta la petaca que sacó, con cifra, para ofrecerle un cigarrillo negro, de papel pectoral engomado! Todo, Señor, todo en D. José Ruiz Donoso,   —74→   delataba al caballero de esos tiempos, tal y como debían ser los caballeros, como Torquemada deseaba serlo, desde que esta idea de la caballería se le metió entre ceja y ceja.

El estilo, o lo que D. Francisco llamaba la explicadera, le cautivaba aún más que la ropa, y apenas se atrevía el hombre a dar una opinión tímida sobre las cosas diversas que allí se hablaron. Donoso y Cruz se lo decían todo, y se lo comentaban a competencia. Ambos gastaban un repertorio inagotable de frases lucidísimas, que Torquemada iba apuntando en su memoria para usarlas cuando el caso viniese. Fidela hablaba poco; en cambio el ciego metía baza en todos los asuntos, con verbosidad nerviosa y con el donaire propio de un hombre en quien la falta de vista ha cultivado la imaginación.

Dando mentalmente gracias a Dios por haberle deparado en el señor de Donoso el modelo social más de su gusto, D. Francisco se proponía imitarle fielmente en aquella transformación de su personalidad que le pedían el cuerpo y el alma; y más atento a observar que a otra cosa, no se permitía intervenir en la conversación sino para opinar como el oráculo de la tertulia. ¡Vamos, que también doña Cruz era oráculo, y decía unas cosas que ya las habría querido Séneca para sí! Torquemada   —75→   soltaba gruñiditos de aprobación, y aventuraba alguna frase tímida, con el encogimiento de quien a cada instante teme hacer un mal papel.

Dicho se está que Donoso trataba al prestamista de igual a igual, sin marcar en modo alguno la inferioridad del amigo nuevo de la casa. Su cortesía era como de reglamento, un poco seca y sin incurrir en confianzas impropias de hombres tan formales. Representaba D. José unos sesenta años; pero tenía más, bastante más, muy bien llevados, eso sí, gracias a una vida arregladísima y llena de precauciones. Cuerpo y alma se equilibraban maravillosamente en aquel sujeto de intachables costumbres, de una probidad en que la maledicencia no pudo poner jamás la más mínima tacha; con la religión del método, aprendida en el culto burocrático y trasegada de la administración a todos los órdenes de la vida; de inteligencia perfectamente alineada en ese nivel medio que constituye la fuerza llamada opinión. Todo esto, con sagacidad adivinatriz, lo caló al instante Torquemada: aquel era su hombre, su tipo, lo que él debía y quería ser al encontrarse rico y merecedor de un puesto honroso en la sociedad.

Picando aquí y allá, la conversación recayó en el pleito. Aquella noche, como todas,   —76→   Donoso llevaba noticias. Cuando no tenía algo nuevo que decir, retocaba lo de la noche anterior, dándole visos de frescura, para sostener siempre verdes las esperanzas de sus amigas, a quienes quería entrañablemente.

«Al fin, en el Tribunal ha aparecido el inventario del año 39. No ha costado poco encontrarlo. El oficial es amigo mío, y ayer le acusé las cuarenta por su morosidad... El ponente del Consejo me ha prometido despachar el dictamen sobre la incidencia. Podemos contar con que antes de las vacaciones habrá recaído fallo... He podido conseguir que se desista del informe de Guerra, que sería el cuento de nunca acabar...». Y por aquí seguía. Cruz suspiraba, y Fidela parecía más atenta a su labor de frivolité que al litigio.

«En este Madrid -dijo D. Francisco, que en aquel punto de la conversación se encontró con valor para irse soltando-, se eternizan los pleitos, porque los que administran justicia no miran más que a las influencias. Si las señoras las tienen, échense a dormir. Si no, esperen sentadas el fallo. De nada le vale al pobre litigante que su derecho sea más claro que el sol, si no halla buenas aldabas a que agarrarse».

Dijo, y se sopló de satisfacción al notar lo bien que caía en los oyentes su discurso. Donoso   —77→   lo apoyaba con rápidos movimientos de cabeza, que producían en la convexidad reluciente de su calva destellos mareantes.

«Lo sé por experiencia propia de mí mismo -agregó el orador, abusando lastimosamente del pleonasmo-. ¡Ay, qué curia, ralea del diablo, peste del infierno! Olían la carne; se figuraban que había dónde hincar la uña, y me volvían loco con esperas de hoy para mañana, y de este mes para el otro, hasta que yo los mandaba a donde fue el padre Padilla y un poquito más allá. Claro, como no me dejaba saquear, perdía, y por esto ahora, antes que andar por justicia, prefiero que todo se lo lleven los demonios».

Risas. Fidela le miró, diciendo de improviso:

«Señor D. Francisco, ya sabemos que en Cadalso de los Vidrios tiene usted mucha propiedad».

-Lo sabemos -agregó Cruz-, por una mujer que fue criada nuestra y que es de allá. Viene a vernos de cuando en cuando, y nos trae albillo por Octubre, y en tiempo de caza, conejos y perdices.

-¿Propiedad yo?... Regular, nada más que regular...

-¿Cuántos pares? -preguntó lacónicamente Donoso.

  —78→  

-Diré a ustedes... Lo principal es viña. Cogí el año pasado mil y quinientas cántaras...

-¡Hola, hola!

-¡Pero si va a seis reales! Apenas se saca para el coste de laboreo, y para la condenada contribución.

-No se achique -dijo Cruz-. Todos los labradores son lo mismo. Siempre llorando...

-Yo no lloro, no señora... No vayan a creer que estoy descontento de la suerte. No hay queja, no. Tengo, sí señora, tengo. ¿A qué lo he de negar, si es el fruto de mi sudor?

-Vamos, que es usted riquísimo -dijo Fidela en tono que lo mismo podía ser de burla que de desdén, con un poquito de asombro, como si detrás de aquella frase hubiese una vaga acusación a la Providencia por lo mal que repartía las riquezas.

-Poco a poco... ¿Qué es eso de riquísimo? Hay, sí señora, hay para una mediana olla. Tengo algunas casas... Y en Cadalso, además del viñedo, hay un poco de tierra de labor, su poco de pasto...

-Va a resultar -observó el ciego en tono jovial-, que con todos esos pocos se trae usted medio mundo en el bolsillo. ¡Si con nosotros no ha de partirlo usted!

Risas. Torquemada, un poquitín corrido,   —79→   se arrancó a decir: «Pues bueno, señoras y caballeros, soy rico, relativamente rico, lo cual no quita que sea humilde, muy humilde, muy llano, y que sepa vivir a lo pobre, con un triste pedazo de pan si a mano viene. Miserable me suponen algunos que me ven trajeado sin los requilorios de la moda; por pelagatos me tienen los que saben mi cortísimo gasto de casa y boca, y el no suponer, el no pintarla nunca. Como que ignoro lo que es darse lustre, y para mí no se ha hecho la bambolla».

Al oír este arranque, en que D. Francisco puso cierto énfasis, Donoso, después de reclamar con noble gesto la atención, endilgó un solemne discurso que todos oyeron religiosamente, y que merece ser consignado, pues de él se derivan actitudes y determinaciones de la mayor importancia en esta real historia.




ArribaAbajo- XI -

«¿A qué hacer un misterio de la riqueza bien ganada? -dijo Donoso en tono grave, midiendo las palabras, y oyéndose el concepto, por lo que venía a ser a un tiempo mismo orador y público-. ¿A qué disimularla con mal entendida humildad? Resabio es ese, señor don Francisco, de una educación meticulosa,   —80→   y de costumbre que debemos desterrar, si queremos que haya bienestar y progreso, y que florezcan el comercio y la industria. ¿Y a qué vienen, Sr. D. Francisco, esa exagerada modestia, esos hábitos de sobriedad sórdida, sí señor, sórdida, en desacuerdo con los posibles atesorados por el trabajo? ¿A qué viene ese vivir con apariencias de miseria, poseyendo millones, y cuando digo millones, digo también miles, o lo que sea? No; cada cual debe vivir en armonía con sus posibles, y así tiene derecho a exigirlo la sociedad. Viva el jornalero como jornalero, y el capitalista como capitalista, pues si es chocante ver a un pobre pelele echando la casa por la ventana, no lo es menos ver a un rico escatimando el céntimo, y rodeado de escaseces y porquerías. No: cada cual según su porqué; y el rico que vive con miseria, entre gente zafia y ordinaria, peca gravemente, sí señor, pero contra la sociedad. Esta necesita constituir una fuerza resistente contra los embates del proletariado envidioso. ¿Y con qué elementos ha de constituir esa fuerza, sino con la gente adinerada? Pues si los terratenientes y los rentistas se meten en una covacha, y esconden lo que les da el derecho de ocupar las grandes posiciones, si renuncian a estas y se hacen pasar por mendigos, ¿en   —81→   quién, digo yo, en quién ha de apoyarse la sociedad para su mejor defensa?».

Se cruzó de brazos. Nadie le contestaba, porque nadie se atrevía a interrumpir con palabra ni gesto retahíla tan elocuente. Siguió diciendo:

«La riqueza impone deberes, señor mío: ser pudiente, y no figurar como tal en el cuadro social, es yerro grave. El rico está obligado a vivir armónicamente con sus posibles, gastándolos con la prudencia debida, y presentándose ante el mundo con esplendor decoroso. La posición, amigo mío, es cosa muy esencial. La sociedad designa los puestos a quienes deben ocuparlos. Los que huyen de ellos, dejan a la sociedad desamparada y en poder de la pillería audaz. No señor; hay que penetrarse bien de las obligaciones que nos trae cada moneda que entra en nuestro bolsillo. Si el pudiente vive cubierto de harapos, ¿me quiere usted decir cómo ha de prosperar la industria? Pues y el comercio, ¿me quiere usted decir cómo ha de prosperar? ¡Adiós riqueza de las naciones, adiós movimiento mercantil, adiós cambios, adiós belleza y comodidad de las grandes capitales, adiós red de caminos de hierro!... Y hay más. Las personas de posición constituyen lo que llamamos clases directoras de la sociedad. ¿Quién da la   —82→   norma de cuanto acontece en el mundo? Las clases directoras. ¿Quién pone un valladar a las revoluciones? Las clases directoras. ¿Quién sostiene el pabellón de la moralidad, de la justicia, del derecho público y privado? Las clases directoras. ¿Le parece a usted que habría sociedad, y que habría paz, y que habría orden y progreso, si los ricos dijeran: 'pues mire usted, no me da la gana de ser clase directora, y me meto en mi agujero, me visto con siete modas de atraso, no gasto un maravedí, como como un cesante, duermo en un jergón lleno de pulgas, no hago más que ir metiendo mis rentas en un calcetín, y allá se las componga la sociedad, y defiéndase como pueda del socialismo y de las trifulcas. Y la industria que muera, pues para nada me hace falta; y el comercio que lo parta un rayo; y las vías de comunicación que se vayan en hora mala. ¿Ferrocarriles? Si yo no viajo, ¿para qué los quiero? ¿Urbanización, higiene, ornato de las ciudades? ¿A mí qué? ¿Policía, justicia? Como no pleiteo, como no falto a la ley escrita, vayan con mil demonios...'».

Detenido para tomar aliento, el labio palpitante, acalorado el pecho, oyose un vago rumor de aprobación, la cual no se manifestaba con aplausos por el excesivo respeto que a todos el orador infundía.

  —83→  

Pausa. Transición de lo serio a lo familiar. «No tome a mal, Sr. D. Francisco, esta filípica que me permito echarle. Óigala con benevolencia, y después usted, con su buen juicio, hará lo que le acomode... Hablamos aquí como amigos, y cada cual dice lo que siente. Pero yo soy muy claro, y con las personas a quienes estimo de veras uso una claridad que a veces encandila. Conozco bien la sociedad. He vivido más de cuarenta años en contacto con todas las eminencias del país; he aprendido algo; no me faltan ideas; sé apreciar las cosas; la experiencia me da cierta autoridad. Usted me parece persona muy sensata, de muy buen sentido, sólo que demasiado metido en su concha. Es usted el caracol, siempre con la casa acuestas. Hay que salir, vivir en el mundo... Me permito decirle mi parecer, porque yo predico a los hombres agudos: a los tontos no les digo nada. No me entenderían».

-Bien, bien -murmuró Torquemada, que atontado por el terrible efecto de las amonestaciones de Donoso, no acertaba a expresar su admiración-. Ha hablado usted como Séneca; no, mejor, mucho mejor que Séneca... Es que... diré a ustedes... Como yo me crié pobre, y con estrechez he vivido ahorrando hasta la saliva, no puedo acostumbrarme...   —84→   ¿Cuál es el camino más derecho del mundo? La costumbre... y por él voy. ¿Yo metiéndome a clase directora? ¿Yo pintándola por ahí? ¿Yo echando facha y...? No, no puede ser; no me cae, no me comprendo así, vamos.

-¡Si no es echar facha, por Dios!

-Si más afectación, y por consiguiente más facha, hay en aparentar pobreza siendo rico.

-Sólo se trata de dar a la verdad su natural semblante.

-Se trata de representar lo que se es.

-Otra cosa es engaño.

-Mentira farsa.

-No basta ser rico, sino parecerlo.

-Justo.

-Cabal.

Estos comentarios, expresados rápidamente por los tres Águilas, sin dar a D. Francisco tiempo para hacerse cargo de cada uno de ellos, le envolvieron en un torbellino. Sus oídos zumbaban; las ideas penetraban en su mente como una bandada de alimañas perseguidas, y volvían a salir en tropel para revolotear por fuera. Balbuciente primero, con segura voz después, manifestose conforme con tales ideas, asegurando que ya había pensado en ello despacio, y que se reconocía fuera de su natural centro y clase; pero ¿cómo vencer   —85→   su genio corto y encogido, cómo aprender de golpe las mil cosas que una persona de posibles debe saber? Echose instintivamente por este camino de sinceridad, después de muchos tropezones y reticencias, y antes que pensara si le sería conveniente declarar su incapacidad para la finura, ya la había declarado y confesado como un niño sorprendido en falta. ¿Qué remedio ya? Lo dicho, dicho estaba, y no se volvía atrás. Donoso le arguyó con razones poderosas; Cruz sostuvo que otros más desmañados andaban por el mundo hechos unos príncipes, y Fidela y el ciego le animaban con observaciones festivas, que si algo tenían de burla, era esta tan discreta y sazonada que no podía ofenderle.

Charla charlando, llegó el fin de la velada, y tan gustoso se encontraba allí el hombre, que habría podido creer que su conocimiento con las Águilas y con Donoso databa de fecha muy remota; de tal modo se le iban metiendo en el corazón. Juntos salieron los dos amigos de la casa, y por el camino platicaron cuanto les dio la gana sobre negocios, maravillándose D. Francisco de lo fuerte que estaba D. José en aquellas materias, y de lo bien que discurría sobre el interés del capital y demás incumbencias económicas.

Y solo ya en su madriguera, recordaba   —86→   el prestamista, palabra por palabra, el réspice que le echó aquel su nuevo amigo y ya director espiritual, pues pensaba seguir lo mejor que pudiese su sapientísima doctrina. Lo que le había dicho sobre los deberes del rico y la ley de las posiciones sociales era cosa que se debía oír de rodillas, algo como el sermón de la Montaña, la nueva ley que debía transformar el mundo. El mundo en aquel caso era él, y Donoso el Mesías que había venido a volverlo todo patas arriba, y a fundar nueva sociedad sobre las ruinas de la vieja. En sus ratos de desvelo no pensaba D. Francisco más que en el sastre a que había de encargar una levita herméticamente cerrada como la de Donoso; en el sombrerero que le decoraría la cabeza, y en otras cosas pertinentes a la vestimenta. ¡Oh!, sin pérdida de tiempo había que declarar la guerra a la facha innoble, al vestir sucio y ordinario. Bastantes años llevaba ya de adefesio. La sociedad fina le reclamaba como a un desertor, y allá se iba derecho, con botas de charol y todo lo demás que le correspondía.

Pero su mayor asombro era que en una sola noche de palique con aquellas dignísimas personas había aprendido más términos elegantes que en diez años de su vida anterior. Del trato con doña Lupe había sacado (en   —87→   justicia debía decirlo) diferentes modos de hablar que le daban mucho juego. Por ejemplo, con ella aprendió a decir: plantear la cuestión, en igualdad de circunstancias, hasta cierto punto, y a grandes rasgos. Pero ¿qué significaba esta miseria de lenguaje con las cosas bonitísimas que acababa de asimilarse? Ya sabía decir ad hoc (pronunciaba azoc), partiendo del principio, admitiendo la hipótesis, en la generalidad de los casos; y, por último, gran conquista era aquello de llamar a todas las cosas el elemento tal, el elemento cual. Creía él que no había más elementos que el agua y el fuego, y ahora salíamos con que es muy bello decir los elementos conservadores, el elemento militar, el eclesiástico, etc.

Al día siguiente, todas las cosas se le antojaron distintas de como ordinariamente las veía. «¿Pero me he vuelto yo niño?» se dijo, notando en sí un gozo que le retozaba por todo el cuerpo, una como ansia de vivir, o dulce presagio de felicidades. Todas las personas de su conocimiento que aquel día vio, pareciéronle de una tosquedad intolerable. Algunas le daban asco. El café del Gallo y el de las Naranjas, a donde tuvo que ir en persecución de un infeliz deudor, pareciéronle indecorosos. Amigos encontró que no andaban a cuatro pies por especial gracia de Dios,   —88→   y los había que le apestaban. «Atrás, ralea indecente» se decía, huyendo del trato de los que fueron sus iguales, y refugiándose en su casa, donde al menos tenía la compañía de sus pensamientos, que eran unos pensamientos muy guapos, de levita y sombrero de copa, graves, sonrientes, y con tufillo de agua de colonia.

Recibió a su hija con cierto despego aquel día, diciéndole: «¡Pero qué facha te traes! Hasta me parece que hueles mal. Eres muy ordinaria, y tu marido el cursi más grande que conozco, uno de nuestros primeros cursis».




ArribaAbajo- XII -

Dicho se está que antes faltaran las estrellas en la bóveda celeste, que Torquemada en la tertulia de las señoras del Águila, y en la confraternidad del señor de Donoso, a quien poco a poco imitaba, cogiéndole los gestos y las palabras, la manera de ponerse el sombrero, el tonito para saludar familiarmente, y hasta el modo de andar. Bastaron pocos días para entablar amistad. Empezó el tacaño por hacerse el encontradizo con su modelo en Recoletos, donde vivía; le visitó luego en su casa con pretexto de consulta sobre un préstamo a retro que acababan de proponerle, y por mediación   —89→   de Donoso hizo después otro hipotecario en condiciones muy ventajosas. De noche se veían en casa de las del Águila, donde el tacaño había adquirido ya cierta familiaridad. No sentía encogimiento, y viéndose tratado con benevolencia y hasta con cariño, arrimábase al calor de aquel hogar en que dignidad y pobreza eran una misma cosa. Y no dejaba de notar cierta diferencia en la manera de tratarle las cuatro personas de aquella gratísima sociedad. Cruz era quien mayores miramientos tenía con él, mostrándole en toda ocasión una afabilidad dulce y deseos de contentarle. Donoso le miraba como amigo leal. En Fidela creía notar cierto despego y algo de intención zumbona, como si delicadamente y con mucha finura quisiera a veces... lo que en estilo vulgar se llama tomar el pelo; y por fin, Rafael, sin faltar a la urbanidad, siempre correcto y atildado, le llevaba la contraria en muchas de las cosas que decía. Poquito a poco vio D. Francisco que se marcaba una división entre los cuatro personajes, dos a un lado, dos al otro. Si en algunos casos la división no existía, y todo era fraternidad y concordia, de repente la barrerita se alzaba, y el avaro tenía que alargar un poco la cabeza para ver a Fidela y al ciego de la parte de allá. Y ellos le miraban a él   —90→   con cierto recelo, que era lo más incomprensible. ¿Por qué tal recelo, si a todos les quería, y estaba dispuesto a descolgarse con algún sacrificio de los humanamente posibles, dentro de los límites que le imponía su naturaleza?

Cruz sí que se le entraba por las puertas del alma con su afabilidad cariñosa, y aquel gracejo que le había dado Dios para tratar todas las cuestiones. Poquito a poco fue creciendo la familiaridad, y era de ver con qué salero sabía la dama imponerle sus ideas, trocándose de amiga en preceptora. «D. Francisco, esa levita le cae a usted que ni pintada. Si no moviera tanto los brazos al andar, resultaría usted un perfecto diplomático»... «D. Francisco, haga por perder la costumbre de decir mismamente y ojo al Cristo. No sienta bien en sus labios esa manera de hablar»... «D. Francisco, ¿quién le ha puesto a usted la corbata?, ¿el gato? Creeríase que no han andado manos en ella, sino garras»... «Don Francisco, siga mi consejo y aféitese la perilla, que mitad blanca y mitad negra, tiesa y amenazadora, parece cosa postiza. El bigote solo, que ya le blanquea, le hará la cara más respetable. No debe usted parecer un oficial de clase de tropa, retirado. A buena presencia no le ganará nadie, si hace lo que le digo»...   —91→   «D. Francisco, quedamos en que desde mañana no me trae acá el cuello marinero. Cuellito alto, ¿estamos? O ser o no ser persona de circunstancias, como usted dice»... «D. Francisco, usa usted demasiada agua de colonia. No tanto, amigo mío. Desde que entra usted por la puerta de la calle vienen aquí esos batidores del perfume anunciándole. Medida, medida, medida en todo...» «Don Francisco, prométame no enfadarse, y le diré... ¿se lo digo?... le diré que no me gusta nada su escepticismo religioso. ¡Decir que no le entra el dogma! Aparte la forma grosera de expresarlo, ¡entrarle el dogma!, la idea es abominable. Hay que creer, señor mío. Pues qué, ¿hemos venido a este mundo para no pensar más que en el miserable dinero?».

Dicho se está que con estas reprimendas dulces y fraternales se le caía la baba al hombre, y allí era el prometer sumisión a los deseos de la señora, así en lo chico como en lo grande, ya en el detalle nimio de la corbata, ya en el grave empeño de apechugar a ojos cerrados con todas y cada una de las verdades religiosas.

Fidela se permitía dirigirle iguales admoniciones, si bien en tono muy distinto, ligeramente burlón y con toques imaginativos muy graciosos. «D. Francisco, anoche soñé   —92→   que venía usted a vernos en coche, en coche propio, como debe tenerlo un hombre de posibles. Vea usted como los sueños no son disparates. La realidad es la que no da pie con bola, en la mayoría de los casos... Pues sí, sentimos el estrépito de las ruedas, salí al balcón, y me veo a mi D. Francisco bajar del landeau, el lacayo en la portezuela, sombrero en mano...».

-¡Ay, qué gracia!...

-Dijo usted al lacayo no sé qué... con ese tonillo brusco que suele usar... y subió. No acababa nunca de subir. Yo me asomé a la escalera, y le vi sube que te sube, sin llegar nunca, pues los escalones aumentaban a cientos, a miles, y aquello no concluía. Escalones, siempre escalones... Y usted sudaba la gota gorda... Ya por último, subía encorvadito, muy encorvadito, sin poder con su cuerpo... y yo le daba ánimos. Se me ocurrió bajar, y el caso es que bajaba, bajaba sin poder llegar hasta usted, pues la escalera se aumentaba para mí bajando como para usted subiendo...

-¡Ay, qué fatiga, y qué sueños tan raros!

-Esta es así -dijo Cruz riendo-. Siempre sueña con escaleras.

-Es verdad. Todos mis sueños son de subir y bajar. Amanezco con las piernas doloridas y el pecho fatigado. Subo por escaleras de   —93→   papel, por escaleras de diamante, por escalas tan sutiles como hilos de araña. Bajo por peldaños de metal derretido, por peldaños de nieve, y por un sin fin de cosas, que son mis propios pensamientos puestos unos debajo de otros... ¿Se ríen?

Sí que se reían, Torquemada principalmente, con toda su alma, sin sentirse lastimado por el ligero acento de sátira que salpimentaba la conversación de Fidela como un picante usado muy discretamente. El sentimiento que la joven del Águila le inspiraba era muy raro. Habría deseado que fuese su hija, o que su hija Rufina se le pareciese, cosas ambas muy difíciles de pasar del deseo a la realidad. Mirábala como una niña a quien no se debía consentir ninguna iniciativa en cosas graves, y a quien convenía mimar, satisfaciendo de vez en cuando sus antojos infantiles. Fidela solía decir que le encantaban las muñecas, y que hasta la época en que la adversidad le impuso deberes domésticos muy penosos se permitía jugar con ellas. Conservaba de los tiempos de su niñez opulenta algunas muñecas magníficas, y a ratos perdidos, en la soledad de la noche, las sacaba para recrearse y charlar un poco con sus mudas amigas, recordando la edad feliz. Confesábase, además, golosa. En la cocina, siempre que   —94→   hacían algún postre de cocina, fruta de sartén o cosa tal, lo saboreaba antes de servirlo, y el repuesto de azúcar tenía en la cocinera un enemigo formidable. Cuando no mascaba un palito de canela, roía las cáscaras de limón; se comía los fideos crudos, los tallos tiernos de lombarda, y las cáscaras de queso. «Soy el ratón de la casa -decía con buena sombra-, y cuando teníamos jilguero, yo le ayudaba a despachar los cañamones. Me gusta extraordinariamente chupar una hojita de perejil, roer un haba, o echar en la boca un puñadito de arroz crudo. Me encanta el picor de la corteza de los rabanitos, y la miel de la Alcarria me trastorna hasta el punto de que la estaría probando, probando, por ver si es buena, hasta morirme. Por barquillos soy yo capaz de no sé qué, pues me comería todos los que se hacen y se pueden hacer en el mundo; tanto, tanto me gustan. Si me dejaran, yo no comería más que barquillos, miel y... ¿a que no lo acierta D. Francisco?».

-¿Cacahuet?

-No.

-¿Piñones confitados?

-Tampoco.

-¿Pasas, alfajores, guirlache, almendras de Alcalá, bizcochos borrachos?

-Los bizcochos borrachos también me emborrachan   —95→   a mí. Pero no es eso, no es eso. Es...

-Chufas -dijo el ciego para concluir de una vez.

-Eso es... Me muero por las chufas. Yo mandaría que se cultivara esa planta en toda España, y que se vendiera en todas las tiendas, para sustituir el garbanzo. Y la horchata debiera usarse en vez de vino. Ahí tiene usted una cosa que a mí no me gusta, el vino. ¡Qué asco! ¡Vaya con lo que inventan los hombres! Estropear las uvas, una cosa tan buena, por sacar de ellas esa bebida repugnante... A mí me da náuseas, y cuando me obligan a beberlo me pongo mala, caigo dormida y sueño los desatinos más horripilantes: que la cabeza me crece, me crece hasta ser más grande que la iglesia de San Isidro, o que la cama en que duermo es un organillo de manubrio, y yo el cilindro lleno de piquitos que volteando hace sonar las notas... No, no me den vino, si no quieren que me vuelva loca.

¡Lo que se divertían Donoso y Torquemada con estas originalidades de la simpática joven! Deseando mostrarle un puro afecto paternal, no iba nunca D. Francisco a la tertulia sin llevar alguna golosina para el ratoncito de la casa. Felizmente, en la Travesía del Fúcar, camino de la calle de San Blas, tenía su tienda de esteras y horchata un valenciano   —96→   que le debía un pico a Torquemada, y este no pasaba por allí ninguna tarde sin afanarle con buenos modos un cartuchito de chufas. «Es para unos niños», solía decirle. El confitero de la calle de las Huertas, deudor insolvente, le pagaba, a falta de moneda mejor, intereses de caramelos, pedacitos de guirlache, alguna yema, melindres de Yepes, o mantecadas de Astorga, género sobrante de la última Navidad, y un poco rancio ya. Hacía de ello el tacaño paquetitos, con papeles de colores que el mismo confitero le daba, y corriéndose alguna vez a adquirir en la tienda de ultramarinos el cuarterón de pasas, o la media librita de galletas inglesas, no había noche que entrara en la tertulia con las manos vacías. Todo ello no le suponía más que una peseta y céntimos cada vez que tenía que comprarlo, y con tan poco estipendio se las daba de hombre galante y rumboso. Rebosando dulzura, con todas las confiterías del mundo metidas en su alma, presentaba el regalito a la damisela, acompañándolo de las expresiones más tiernas y mejor confitadas que podía dar de sí su tosco vocabulario. «Vamos; sorpresa tenemos. Esta no la esperaba usted... Son unas cosas de chocolate fino, que llaman pompones, con hoja de papel de plata fina, y más rico que mazapán». No podía   —97→   corregirse la costumbre de anunciar y ponderar lo que llevaba. Acogía Fidela la golosina con grandes extremos de agradecimiento y alegría infantil, y D. Francisco se embelesaba viéndola hincar en la sabrosa pasta sus dientes, de una blancura ideal, los dientes más iguales, más preciosos y más limpios que él había visto en su condenada vida; dientes de tan superior hechura y matiz, que nunca creyó pudiese existir en la humanidad nada semejante. Pensando en ellos decía: «¿Tendrán dientes los ángeles?, ¿morderán?, ¿comerán?... Vaya usted a saber si tendrán dientes y muelas, ellos, que, según rezan los libros de religión, no necesitan comer. ¿Y a qué es plantear esa cuestión? Falta saber que haiga ángeles».




ArribaAbajo- XVIII -

La amistad entre Donoso y Torquemada se iba estrechando rápidamente, y a principios del verano, D. Francisco no ponía mano en cosa alguna de intereses sin oír el sabio dictamen de hombre tan experto. Donoso le había ensanchado las ideas respecto al préstamo. Ya no se reducía al estrecho campo de la retención de pagas a empleados civiles y militares, ni a la hipoteca de casas en Madrid.   —98→   Aprendió nuevos modos de colocar el dinero en mayor escala, y fue iniciado en operaciones lucrativas sin ningún riesgo. Próceres arruinados le confiaron su salvación, que era lo mismo que entregársele atados de pies y manos; sociedades en decadencia le cedían parte de las acciones a precio ínfimo, con tal de asegurar sus dividendos, y el Estado mismo le acogía con benignidad. Todo el mecanismo del Banco, que para él había sido un misterio, le fue revelado por Donoso, así como el manejo de Bolsa, de cuyas ventajas y peligros se hizo cargo al instante con instinto seguro. El amigo le asesoraba con absoluta lealtad, y cuando decía: «Compre usted Cubas sin miedo», D. Francisco no vacilaba. Armonía inalterable reinaba entre ambos sujetos, siendo de admirar que en la intervención de Donoso en los tratos Torquemadescos resplandecía siempre el más puro desinterés. Habiéndole proporcionado dos o tres negocios de gran monta, no quiso cobrarle corretaje ni cosa que lo valiera.

Al compás de esta transformación en el orden económico, iba operándose la otra, la social, apuntada primero tímidamente en reformas de vestir, y llevada a su mayor desarrollo por medio de transiciones lentas, para que el cambiazo no saltara a la vista con crudezas   —99→   de sainete. El uso del hongo atenuaba la rutilante aparición de un terno nuevo de paño color de pasa, y los resplandores de la chistera flamante se obscurecían y apagaban con un gabán de cuello algo seboso, contemporáneo de la entrada de nuestras valientes tropas en Tetuán. Tenía suficiente sagacidad para huir del ridículo, o para sortearlo con hábiles combinaciones. Aun así, la metamorfosis fue cogida al vuelo por más de un guasón de los barrios en que residían sus principales conocimientos, y no faltaron cuchufletas ni venenosas mordeduras. Sin hacer caso de ellas, D. Francisco iba dando de lado a sus tradicionales relaciones, y ya no podía disimular el despego que le inspiraban sus amigos del café del Gallo, y de diversas tiendas y almacenes de la calle de Toledo, despego que para algunos era antipatía más o menos declarada, y para otros aversión. Alguien encontraba natural que D. Francisco quisiera pintarla, poseyendo, como poseía, más que muchos que en Madrid iban desempedrando las calles en carretelas no pagadas, o que vivían de la farsa y del enredo. Y no faltó quien, viéndole con pena alejarse de la sociedad en que había ganado el primer milloncito de reales, le tildara de ingrato y vanidoso... Al fin, hacía lo que todos: después de   —100→   chupar a los pobres, hasta dejarles sin sangre, levantaba el vuelo hacia las viviendas de los ricos.

Y si en los hábitos, particularmente en el vestir, la evolución se marcaba con rasgos y caracteres que podía observar todo el mundo, en el lenguaje no se diga. Ya sabía decir cada frase que temblaba el misterio, y se iba asimilando el hablar de Donoso con un gancho imitativo increíble a sus años. Verdad que a lo mejor afeaba los conceptos con groseros solecismos, o tropezaba en obstáculos de sintaxis. Pero así y todo, a quien no le conociera le daba el gran chasco, porque advertido por su sagacidad de los peligros de hablar mucho, se concretaba a lo más preciso, y el laconismo y tal cual dicharacho pescado en la boca de Donoso le hacían pasar por hombre profundo y reflexivo. Más de cuatro, que por primera vez en aquellos días se le echaron a la cara, veían en él un sujeto de mucho conocimiento y gravedad, oyéndole estas o parecidas razones: «Tengo para mí que los precios de la cebada serán un enizma en los meses que siguen, por actitud expectante de los labradores». O esta otra: «Señores, yo tengo para mí (el ejemplo de Donoso le hacía estar constantemente teniendo para sí) que ya hay bastante libertad, y bastante naufragio universal, y más   —101→   derechos que queremos. Pero yo pregunto: ¿Esto basta? La nación, por ventura, ¿no come más que principios? ¡Oh, no!... Antes del principio, désele el cocido de una buena administración, y la sopa de un presupuesto nivelado... Ahí está el quiquiriquí... Ahí le duele... ahí... Que me administren bien, que no gotee un céntimo... que se mire por el contribuyente, y yo seré el primero en felicitarme de ello, a fuer de español y a fuer de contribuyente...». Alguien decía oyéndole hablar: «Un poco tosco es este tío, pero ¡qué bien discurre!». Y ¡qué ingenioso el chiste de llamar naufragio al sufragio! Dicho se está que lo juicioso de sus manifestaciones y su fama de hombre de guita le iban ganando amigos en aquella esfera en que desplegaba sus alas. Manifestaciones eran para él cuanto se hablaba en el mundo, y tan en gracia le cayó el término, que no dejaba de emplearlo en todo caso, así le dieran un tiro. Manifestaciones lo dicho por Cánovas en un discurso que se comentaba; manifestaciones lo dicho por la portera de la casa de la calle de San Blas, acerca de si los chicos del tercero hacían o no hacían aguas menores sobre los balcones del segundo.

Y ya que se nombra la casa de D. Francisco, debe añadirse que la primera vez que entró en ella Donoso para tratar de un fuerte   —102→   préstamo que solicitaban los duques de Gravelinas, se asombró de lo mal que vivía su amigo, y valido de la confianza que ya tenía con él, se permitió amonestarle en aquel tonillo paternal que tan buen resultado le daba: «No lo creería si no lo viera, amigo D. Francisco... Es que me enfado; tómelo como quiera, pero me enfado, sí señor... Vamos a ver: ¿no le da vergüenza de vivir en este tugurio? ¿No comprende que hasta su crédito pierde con tener casa tan miserable? ¡Qué dirá la gente! Que es usted Alejandro en puño, un avaro de mal pelaje, como los que se estilan en las comedias. Créame: esto le hace poco favor. Tal como es el hombre, debe ser la casa. Me carga que no se tenga de una personalidad como usted el concepto que merece».

-¡Pues yo, Sr. D. José, me acomodo tan bien aquí...! Desde que perdí a mi querido hijo, le tomé asco a los barrios del centro. Vivo aquí muy guapamente, y tengo para mí que esta casa me ha traído buena suerte... Pero no vaya a creer ¡cuidado!, que echo en saco roto sus manifestaciones. Se pensará, D. José, se pensará...

-Piénselo, sí. ¿No le parece que en vez de andar buscando con un candil inquilino para el principal de su casa de la calle de Silva debe usted instalarse en él?

  —103→  

-¡En aquel principal tan grande... veintitrés piezas, sin contar el...! ¡Oh!, no, ¡qué locura! ¿Qué hago yo en aquel palaciote, yo solo, sin necesidades, yo, que sería capaz de vivir a gusto en un cajón de vigilante de Consumos, o en una garita de guarda-agujas?

-Siga mi consejo, Sr. D. Francisco -añadió Donoso, cogiéndole la solapa-, y múdese al principal de la calle de Silva. Aquella es la residencia natural del hombre que me escucha. La sociedad tiene también sus derechos, a los cuales es locura querer oponer el gusto individual. Tenemos derecho a ser puercos, sórdidos, y a desayunarnos con un mendrugo de pan, cierto; pero la sociedad puede y debe imponernos un coram vobis decoroso. Hay que mirar por el conjunto.

-Pero D. José de mi alma, mi personalidad se perderá en aquel caserón, y no sabrá cómo arreglarse para abrir y cerrar tanta puerta.

-Es que usted...

Hizo punto Donoso, como sin atreverse con la manifestación que preparaba; pero después de una corta perplejidad, acomodó sus caderas en el sillón no muy blando que de pedestal le servía, miró a D. Francisco severamente, y accionando con el bastón, que parecía signo de autoridad, le dijo:

  —104→  

«Somos amigos... Tenemos fe el uno en el otro, por cierta compenetración de los caracteres...».

-¡Compenetración! -repitió Torquemada para sí, apuntando la bonita palabra en su mente- No se me olvidará.

-Supongo que usted creerá leal y sincero, inspirado en un interés de verdadero amigo, cuanto yo me permita manifestarle.

-Cierto, por la com... compenetranza... penetración...

-Pues yo sostengo, amigo D. Francisco, y lo digo sin rodeos, clarito, como se le deben decir a usted las cosas... sostengo que usted debe casarse.

Aunque parezca lo contrario, no causó desmedido asombro en Torquemada la manifestación de su amigo; pero creyó del caso pintar en su rostro la sorpresa: «¡Casarme yo, a mis años!... ¿Pero lo dice de verdad? ¡Cristo!, casarme... Ahí es nada lo del ojo... Como si fuera beberse un vaso de agua... ¿Soy algún muchacho?».

-¡Bah!... ¿qué tiene usted, cincuenta y cinco, cincuenta y siete...? ¿Qué vale eso? Está usted hecho un mocetón, y la vida sobria y activa que ha llevado le hacen valer más que toda la juventud encanijada que anda por ahí.

-Como fuerte, ya lo soy. No siento el correr   —105→   de la edad... A robustez no me gana nadie, ni a... Qué sé yo... Tengo para mí que no carecería de facultades; digo, me parece... Pero no es eso. Digo que a dónde voy yo ahora con una mujer colgada del brazo, ni qué tengo yo que pintar en el matrimonio, encontrándome, como me encuentro, muy a mis anchas en el elemento soltero.

-¡Ah!... eso dicen todos... libertad, comodidad... el buey suelto... Pero y en la vejez, ¿quién ha de cuidarle? Y esa atmósfera de santo cariño, ¿con qué se sustituye cuando llegamos a viejos?... ¡La familia, Sr. D. Francisco! ¿Sabe usted lo que es la familia? ¿Puede una personalidad importante vivir en esta celda solitaria y fría, que parece el cuarto de una fonda? ¡Oh!, ¿no lo comprende, bendito de Dios? Cierto que usted tiene una hija; pero su hija mirará más por la familia que ella se cree que por usted. ¿De qué le valdrán sus riquezas en la espantosa soledad de un hogar sin afecciones, sin familia menuda, sin una esposa fiel y hacendosa?... Dígame, ¿de qué le sirven sus millones? Reflexione... considere que nada puedo aconsejarle yo que no sea la misma lealtad. La posición quiere casa, y la casa quiere familia. ¡Buena andaría la sociedad si todos pensaran como usted y procedieran con ese egoísmo furibundo! No, no: nos   —106→   debemos a la sociedad, a la civilización, al Estado. Crea usted que no se puede pertenecer a las clases directoras sin tener hijos que educar, ciudadanos útiles que ofrecer a esa misma colectividad que nos lleva en sus filas, porque los hijos son la moneda con que se paga a la nación los beneficios que de ella recibimos...

-Pero venga acá, D. José, venga acá -dijo Torquemada, echándose atrás el sombrero, y tomando muy en serio la cosa-. Vamos a cuentas. Partiendo del principio de que a mí me dé ahora el naipe por contraer matrimonio, queda en pie la cuestión, la madre del cordero... ¿Con quién...?

-¡Ah!... eso no es cuenta mía. Yo planteo la cuestión: no soy casamentero. ¿Con quién? Busque usted...

-Pero D. José, venga acá. ¡A mis años...! ¿Qué mujer me va a querer a mí, con esta facha?... digo, mi facha no es tan mala ¡cuidado! Otras hay peores.

-Digo... si las hay peores.

-Con cincuenta y seis años que cumpliré el 21 de Septiembre, día de San Mateo... Cierto que no faltaría quien me quisiera por mi guano... digo, por mi capital; pero eso no me llena, ni puede llenar a ningún hombre de juicio.

  —107→  

-¡Oh!, naturalmente. Bien sé yo que si usted anunciara su blanca mano se presentarían cien mil candidatas. Pero no se trata de eso. Usted, si acepta mis indicaciones contrarias de todo en todo al celibato, busque, indague, coja la linterna y mire por ahí. ¡Ah, ya sabrá, ya sabrá escoger lo mejorcito! A buena parte van. Mi hombre sabe ver claro, y posee una sagacidad que da quince y raya al lucero del alba. No, no temo yo que pueda resultar una mala elección. ¿Existe la persona que emparejará dignamente con D. Francisco? Pues si existe, contemos con que D. Francisco la encuentra, aunque se esconda cien estados bajo tierra.

-¡Vaya, que a mis años...! -repitió el usurero con ligera inflexión de lástima de sí mismo.

-No tergiverse la cuestión ni se escape por la tangente de su edad... ¡Su edad! Si es la mejor. Como usted, en caso de volver a la cofradía, no habría de descolgarse con una mocosa, frívola y llena la cabeza de tonterías, sino con una mujer sentada...

-¿Sentada?

-Y de una educación intachable...

-¡Pero qué cosas tiene D. José!... Salir ahora con la peripecia de que debo casarme... ¡Y todo por la... colectividad! -dijo Torquemada   —108→   rompiendo a reír como un muchacho, ávido de bromas.

-No -replicó Donoso, levantándose despacio, como quien acaba de cumplir un alto deber social-, no hago más que señalar una solución conveniente; no hago más que decir al amigo lo que entiendo razonable, y eminentemente práctico.

Salieron juntos, y aquel día no hablaron más de casorio. Pero antes de que concluyera la semana, D. Francisco se mudó a su amplísimo principal de la calle de Silva.




ArribaAbajo- XIV -

Había él oído mil veces el casado casa quiere; pero nunca oyó que por el simple hecho de tener casa debiera un cristiano casarse. En fin, cuando Donoso lo decía, su poco de razón habría seguramente en ello. Las noches que siguieron a aquella memorable conversación, estuvo el hombre receloso y asustado en la tertulia de las señoras del Águila. Temía que D. José saliese allí con la tecla del casorio, y francamente, si llegaba a sacarla, de fijo el aludido se pondría como un pimiento. De sólo pensarlo, le subían vapores a la cara. ¿Por qué le daba vergüenza de oírse interrogar sobre nuevas nupcias delante de Crucita   —109→   y Fidelita? ¿Acaso le había pasado por las mientes ahorcarse con alguna de ellas? Oh, no, eran demasiado finas para que él pretendiese tal cosa, y aunque su pobreza las bajaba enormemente en la escala social, conservaban siempre el aquel aristocrático, barrera perfumada que no podía salvar con todo su dinero un hombre viejo, groserote y sin principios. No, nunca soñó tal alianza. Si alguien se la hubiera propuesto, el hombre habría creído que se reían en sus barbas.

Una noche, a Cruz le habló de Valentinico, y las dos hermanas mostraron tal interés en saber pormenores de la vida y muerte del prodigioso niño, que Torquemada no paró de hablar hasta muy alta la noche, contando la triste historia con sinceridad y sin estudio, en su lenguaje propio, olvidado de los terminachos que se le caían de la boca a Donoso, y que él recogía. Habló con el corazón, narrando las alegrías de padre, las amarguras de la enfermedad que le arrebató su esperanza, y con calor y naturalidad tan elocuentes se expresó el hombre, que las dos damas lloraron, sí, lloraron, y Fidela más que su hermana; como que no hacía más que sonarse y empapar el pañuelo en los ojos. Rafael también oyó con recogimiento lo que contaba D. Francisco; pero no lloraba, sin duda por no ser   —110→   propio de hombres, ni aun ciegos, llorar. El sí que echaba unos lagrimones del tamaño de garbanzos, como siempre que alguien refrescaba en su espíritu la fúnebre historia.

Y para que se vea cómo se enlazan los hechos humanos, y cómo se va tejiendo esta trenza del vivir, aquella noche, paseándose en su cuarto delante del altarito con las velas encendidas, no podía pensar más que en las dos damas gimoteando por la memoria del pobre Valentinico, y en la circunstancia notoria de que Fidela había llorado más que Cruz, pero más. Bien lo sabía ya el chiquillo, sin que su padre se lo dijera. Acostose D. Francisco ya muy tarde, cansado de dar vueltas y de hacer garatusas delante del bargueño, cuando en medio de un letargo oyó claramente la voz del niño: «¡Papá, papá!...».

-¿Qué, hijo mío? -dijo levantándose de un salto, pues casi siempre dormía medio vestido, envuelto en una manta.

Valentín le habló en aquel lenguaje peculiar suyo, sólo de su padre entendido, lenguaje que era rapidísima transmisión de ojos a ojos.

«Papá, yo quiero resucitar».

-¿Qué, hijo mío? -repitió el tacaño sin entender bien, restregándose los ojos.

-Que quiero resucitar, vamos, que me da la gana de vivir otra vez.

  —111→  

-¡Resucitar... vivir otra vez... volver al mundo!

-Sí, sí. Ya veo lo contento que te pones. Yo también, porque, lo que te digo, aquí se aburre uno.

-¡Según eso, te tendré otra vez conmigo, pedazo de gloria! -exclamó Torquemada, sentándose, o más bien cayéndose sobre una silla, cual si estuviera borracho perdido.

-Volveré a ese mundo.

-Resucitando, como quien dice, al modo de Jesucristo; saliéndote tan guapamente de la sepulturita perpetua que... me costó diez mil reales.

-Hombre, no, eso no podría. ¿Tú qué estás pensando? Salir así... ¿cómo dices?, ¿grande y con el cuerpo de cuando me morí?... Quítate. Así no me dejan...

Pues así, así debe ser. ¿Quién se opone? ¿El Grandísimo Todo? Ya, ya veo la tirria que me tiene por si digo o no digo de él lo que me da la gana, ¡ñales! Pero conmigo que no juegue...

-Cállate... El Señor Grandísimo es bueno y me quiere. Como que me deja hacer en todo mi santísima voluntad, y ahora me ha dicho que me salga de este elemento, que me vaya contigo para convertirte y quitarte de la cabeza tus herejías endemoniadas.

  —112→  

-¿Y vienes a este elemento? -murmuró Torquemada, hecho un ovillo, la cabeza entre las piernas.

-Al elemento de la Humanidad bonita. Pero me da risa lo que tú piensas, padre. ¡Creer que salgo de la fosa con mi cuerpo de antes! ¿Estamos en los tiempos de la Biblia? No y no. Entérate bien: para ir allá tengo que volver a nacer.

-¿Volver a nacer?

-Verbigracia, nacer chiquitín, como se nace siempre, como la otra vez que nací, que no fue la primera, digo que no fue la primera ¡ñales!

-Entonces, hijo mío... me vestiré... ¿qué hora es? Iré a avisar al comadrón, D. Francisco de Quevedo, calle del Ave María.

-Todavía no... ¿Qué prisa hay? Pues apenas falta tiempo para eso. Tú estás tonto, padre.

-Sí que lo estoy. No sé lo que me pasa. Ya me parece que despunta el día. Las velas alumbran poco, y no te veo bien la cara.

-Es que me borro, yo no sé qué tengo que me borro. Me voy volviendo chiquitín...

-Espérate... ¿Y tu mamá, dónde está? (Al decir esto, Torquemada, tendido cuan largo era en medio de la estancia, parecía un muerto.) Se me figura que la he sentido gritar...   —113→   Lo que dije: empiezan los dolores; hay que avisar.

-No avises, no. Estoy tan chiquitín que no me encuentro. No tengo más que el alma, y abulto menos que un grano de arroz.

-Ya no veo nada. Todo tinieblas. ¿Dónde estás? (En esto se arrastraba a gatas por el cuarto.) Tu mamá no parece. La traía yo en el bolsillo, y se me ha escapado. Puede que esté dentro de la caja de fósforos... ¡Ah, pícaro!, la tienes tú ahí, la escondes en el bolsillo de tu chaleco.

-No, tú la tienes. Yo no la he visto. El Grandísimo Todo me dijo que era fea...

-Eso no.

-Y vieja.

-Tampoco.

-Y que no sabía cómo se llamaba, ni le hacía falta averiguarlo.

-Yo sí lo sé; pero no te lo digo.

-Tiempo tengo de saberlo.

-Partiendo del principio de que sea quien tú crees...

-No se dice así, papá. Se dice: en el mero hecho de que sea...

-Justo: en el mero hecho: se me había olvidado el término... Pues si es, que sea, y si no es, que no sea... Será otra.

Púsose en cuclillas con gran dificultad, y   —114→   sobándose los ojos miraba con estupefacción el altarito, diciendo: «¡Qué cosas me pasan!». Valentinico no replicaba.

«Pero ¿es verdad que...? -le preguntó don Francisco, que se había quedado solo-. Tengo frío. Me salí de la cama sin echarme el chaquetón, y no tendrá maldita gracia que coja una pulmonía. Lo que haría yo ahora es tomar algo, por ejemplo, migas o unas patatas fritas. Pero a estas horas, ¿cómo le planteo yo a Rumalda la cuestión de que me haga el almuerzo?... Juraría que mi hijo quiere nacer y que me lo ha dicho... Pero yo, triste de mí, ¿cómo lo nazgo?... Me volveré a la cama, y dormiré un poco si puedo. Todo ello será una suposición, un mero hecho. Le contaré a Donoso lo que me pasa, y resuelva él mismamente esta... hipoteca, digo, hipótesis, que es como decir lo que se supone. Para que mi hijo nazca, se necesita en primer término una madre, no, en primer término un padre. D. José quiere que yo sea padre de familia, como quien dice, señor de muchas circunstancias. Ya le veo las cartas al señor de Donoso, que me estima, sí, me estima... Pero no puede ser. Dispense usted, amigo mío; pero no hay forma humana de que se realice ese... ¿cómo se dice?, ¡ah!, sí...desideratum. Yo le agradezca a usted mucho el desideratum, y estoy muy envanecido   —115→   de saber que... muy satisfecho, y a la verdad, también tengo yo unas miajas de desideratum... pero hay una barrera... eso de las clases. Pronto se dice que no hay clases; pero al decirlo, las dichosas clases saltan a la vista, y le dejan a uno corrido... Dispénseme, D. José, dispénseme: pídame usted lo que quiera, la Biblia en pasta; pero no me pida eso. La idea de que me digan: '¡So!, vete de ahí, populacho, que apestas', me subleva y me pone a morir. Y no es que yo huela mal. Bien ve usted que me lavo y me aseo. Y hasta el aliento, que según me decía doña Lupe tiraba un poco para atrás... se me ha corregido con la limpieza de la boca..., y desde que me quité la perilla que parecía un rabo de conejo, tengo mejor ver. Dice Rumalda que me parezco algo a O'Donnell cuando volvía del África... En fin, que por lo físico no hay caso. Tengo para mí que en igualdad de circunstancias, sería yo el preferido; es decir, si yo fuera más fino y de nacimiento y educación más compatibles... Pero no, no soy compatible, no caso, no ajusto... Mi corteza es muy dura, áspera y picona como lija... No puede ser, no puede ser».

Pasado algún tiempo, se agitó en la cama, diciéndose con sobresalto: «¿Apostamos a que he roncado? Sí, ronqué... Me oí soltar un piporrazo   —116→   como los de los funerales... Esto sí que es gordo... Y yo pregunto: El Sr. Donoso, que es hombre tan fino, ¿roncará? Y aquellas delicadísimas señoras... ¡por vida del Todísimo!, ¿roncarán?».




ArribaAbajo- XV -

A causa de la mala noche, estuvo destemplado y ojeroso toda la mañana siguiente; y por la tarde se le vio hecho un azacán, persiguiendo gangas de almoneda, para amueblar con decencia dentro de la economía, su nueva casa. No compró cama de matrimonio porque ya la tenía, y de palosanto, adquirida por doña Silvia en un precio bajísimo. Y como Ruiz Donoso se tomaba la confianza de asesorarle en aquellos arduos asuntos, aun antes que D. Francisco le pidiera su leal parecer sobre ellos, resultó que fueron comprados multitud de objetos pertinentes al uso de señoras distinguidas, algunos tan extraños, que no sabía Torquemada para qué demonios servían. Como adquirido en liquidaciones diferentes, por embargo, quiebra o defunción, el mueblaje era de lo más heterogéneo que imaginarse puede. Pero la casa iba resultando elegante, de rico y señoril aspecto. Imposible que dejase de hablarse de ella en la tertulia de   —117→   las del Águila: Cruz pedía informes, se hacía explicar y describir todos los trastos, expresando opiniones discretísimas sobre la necesaria armonía entre la comodidad y la elegancia.

Una de aquellas tardes (debió de ser pocos días después de la mudanza) fueron de paseo Torquemada y su modelo, charlando de negocios. A la vuelta del Retiro por el Observatorio, saltó la conversación a lo del pleito, y D. José, parándose en firme, expresó una opinión optimista acerca de él; mas luego venían los peros, una cáfila de inconvenientes que quitaban todo su efecto a la primera afirmación. Había que gastar mucho, y como las señoras carecían de posibles, quizás... y sin quizás, tendrían que abandonar su derecho por falta de medios para demostrarlo. ¡Qué pena! ¡Una cosa tan clara! Él había agotado en obsequio de sus buenas amigas toda su actividad, todas sus relaciones, y por fin, su corto peculio. Y no le pesaba, no. ¡Eran tan dignas ellas de que todo el mundo se sacrificara por servirlas, y sacarlas de su horrorosa situación! Pero esta ¡ay!, empeoraba, hasta el punto de que las señoras y su infeliz hermano tendrían pronto que pedir plaza en un asilo de mendicidad: ya no poseían renta alguna, pues lo último que restaba de una lámina intransferible,   —118→   bocado a bocado se lo habían ido comiendo; ya no tenían nada que vender ni que empeñar. -Por mi parte -añadió descorazonado y casi a punto de romper en llanto-, he hecho cuanto humanamente podía. Los gastos del pleito absorben los tres cuartos de mi paga, y héteme aquí imposibilitado de ir más adelante, Sr. D. Francisco. Habrá que abandonar a los pobres náufragos, pues ni agarrándolos por los cabellos se les puede sacar a flote. Me voy temiendo que Dios se ha empeñado en ahogar a esa digna familia, y que todos nuestros esfuerzos por salvarla son inútiles. Dios lo quiere, y como dueño absoluto de vidas y haciendas, lo hará.

-Pues no lo hará -dijo Torquemada bravamente, soltando un terno, y reforzándolo con fuerte patada.

-¿Y qué podemos nosotros contra los designios...?

-¡Qué desinios ni qué...!(aquí una palabra que no se puede copiar.) Las señoras ganarán el pleito.

-¡Oh!, sí... Pero... garantíceme usted que llegaremos a la sentencia. Yo confío en la rectitud del Consejo de Estado; pero de aquí a que el pleno falle hay una tiradita de tiempo y de gastos, en la cual nos veremos obligados a abandonar el asunto.

  —119→  

-No se abandonará.

-¿Usted...?

-Yo, yo. Héteme aquí diciendo: adelante con los faroles y con el litigio. Pues no faltaba más.

-Eso varía... Concretemos: usted...

-Yo, sí señor; yo, Francisco Torquemada, ordeno y mando que se pleitee. ¿Qué hace falta? ¿Un abogado de los gordos? Pues a él. ¿Qué más? ¿Levantar un monte de papel sellado? ¡Pues hala con él!... Nada de abandono. O hay corazón o no hay corazón. ¿Está claro el derecho? Pues saquémoslo por encima de la cabeza del mismísimo Cristo.

-Bueno... Me parece muy bien -dijo Donoso agarrando a su amigo por el brazo, pues en el calor de la improvisación, a punto estuvo de que le cogiera un carruaje de los que en tropel bajaban del Retiro.

Emprendieron la caminata por el paseo de Atocha, hacia el Prado, a la hora en que los faroleros encendían el gas, y en que los paseantes a pie y en coche regresaban en bandadas en busca de la sopa. Allá por el Museo vieron un hormigueo de luces en el Prado, y les dio en la nariz tufo de aceite frito. Era la verbena de San Juan. Ya comenzaba el bullicio, y por evitarlo, subieron los dos respetables amigos por la Carrera, charlando sobre lo   —120→   mismo, parándose a ratos, para poder expresar con cierto reposo las graves cosas que les salían del cuerpo. «Conformes, Sr. D. Francisco -dijo Donoso allá frente a los leones del Congreso-. Permítame que le felicite por su delicadeza, virtud de la cual veo en usted uno de los ejemplos más raros. He dicho delicadeza, y añado abnegación, porque abnegación grande se necesita para hacer frente a tales dispendios, sin... vamos, obtener ninguna ventaja... Si usted me lo permite, le diré que me parece mal, pero muy mal. (Torquemada no chistaba)... Digo que no me parece bien, y que usted, modesto en demasía, no se aprecia en lo que vale. Le basta con la gratitud de las señoras, y francamente, no veo paridad entre la recompensa y el servicio. Y no es que sea yo muy positivista... es que me duele verle a usted achicarse tanto...».

Como D. Francisco no rezongaba, clavados sus ojos en el suelo, cual si tomara nota de las rayas de las baldosas, arrancose el otro a mayores claridades, y allá por la esquina de Cedaceros, parose otra vez en firme, y con gallardía rasgó el velo de esta forma:

«¡Ea!, basta de jugar a la gallina ciega con nuestras intenciones, Sr. D. Francisco. ¿Para qué hacemos misterio de lo que debe ser claro como la luz? Yo le adivino a usted los sentimientos.   —121→   ¿Quiere que le describa el estado de su ánimo?».

-¿A ver...?

-Pues desde que tuve la honra de hablarle de un delicado asunto... vamos, de la conveniencia de tomar estado, la idea ha ido labrando en usted... ¿Es o no cierto que desde entonces no cesa usted de pensar en ello noche y día...?

-Es certísimo.

-Usted piensa en ello; pero su descomunal modestia le impide tomar una resolución. Se cree indigno, ¡oh!, siendo, por el contrario, digno de las mayores felicidades. Y ahora, cuando planteamos la cuestión de sacar adelante el pleito famoso, ahora, cuando usted se dispone a prestar a esa familia un servicio impagable, su delicadeza viene a remachar el clavo, porque si antes se sentía usted cohibido como diez, ahora lo está como doscientos mil, y no cesa de atormentarse con este argumento, que es un verdadero sofisma: Yo, que me creo indigno de aspirar a la mano, etcétera... ahora que, por venir las cosas rodadas, les presto este servicio etcétera, menos puedo pensar en casorio, porque creerían ellas y el mundo etcétera, que vendo el favor, o que compro la mano etcétera...». ¿Es esto, sí o no, lo que piensa el amigo Torquemada?

  —122→  

-Eso mismísimo.

-Pues me parece una tontería mayúscula, Sr. D. Francisco de mi alma, que usted sacrifique sentimientos nobilísimos ante el ídolo de una delicadeza mal entendida.

Dijo esto con tanta gallardía, que a Torquemada le faltó poco para que la emoción le hiciera derramar lágrimas.

«Es que... diré a usted... yo... como soy así... no me ha gustado nunca ser mayúsculo, vamos al decir, picar más alto de lo que debo. Cierto que soy rico; pero...».

-¿Pero qué?

-Nada, no digo nada. Dígaselo usted todo...

-Ya sé lo que usted teme: la diferencia de clases, de educación, los timbres nobiliarios... todo eso es música en los tiempos que corren. ¿Se le ha pasado por las mientes que sería rechazado?...

-Sí señor... Y este cura, aunque de cepa humilde, y no muy fuerte en finuras de sociedad, porque no ha tenido tiempo de aprenderlas, no quiere que nadie le desprecie, ¡cuidado!

-Y la pobreza de ellas le cohíbe más, y dice usted: «no vayan a creer que porque son pobres, les hago la forzosa...».

-Justo... Parece que anda usted por dentro   —123→   de mí con un farolillo, registrando todas las incumbencias y sofismas que me andan por los rincones del alma.

Aproximábanse a la Puerta del Sol, donde habían de separarse, porque Donoso vivía hacia Santa Cruz, y el camino de Torquemada era la calle de Preciados. Fue preciso abreviar la conferencia, porque a entrambos les picaba la necesidad, y en su imaginación veían el santo garbanzo.

«No hay para qué decir -indicó Donoso-, que he hablado por cuenta propia antes y ahora, y que jamás, jamás, puede creerlo, hemos tocado esta cuestión las señoras y yo... Debo recordar, además, que la pobre doña Lupe, que en gloria esté, abrigaba este proyecto...».

-Sí que lo abrigaba -replicó D. Francisco, encantado de la frase ¡abrigar un proyecto!

-Algo me dijo a mí.

-Y a mí. Como que me volvió loco el día de su defunción.

-En ella debió de ser manía, y me consta que indicó a las señoras...

-Las cuales no me conocían entonces.

-Justo; ni yo tampoco. Ahora, nos conocemos todos, y yo, amigo D. Francisco, me voy a permitir...

-¿Qué cosa?

-Me voy a permitir proponer a usted que   —124→   ponga el asunto en mis manos. ¿Cree que seré buen diplomático?

-El mejor que ha echado Dios al mundo.

-¿Cree que sabré dejar a salvo la dignidad de todos en caso de aceptación, y en caso de repulsa?

-Pues ¿qué duda tiene?

-Ea... No hay más que hablar por ahora. Adiós, que es tarde.

Se despidió con un fuerte apretón de manos, y no había andado seis pasos, cuando D. Francisco, que perplejo quedó en la esquina de Gobernación, sintiose asaltado de una duda punzante... Quiso llamar a su amigo; pero este se había perdido ya entre la muchedumbre. El tacaño se llevó las manos a la cabeza, formulando esta pregunta: «Pero... ¿con cuál?». Porque Donoso hablaba siempre en plural: las señoras. ¿Acaso pretendía casarle con las dos? ¡Demonio, la duda era para volver loco a cualquiera! Lanzándose intrépido en el torbellino de la Puerta del Sol, y haciendo quiebros y pases para librarse de los tranvías y evitar choques con los transeúntes, interrogaba mentalmente la esfinge de su destino: «Pero ¿con cuál, ¡ñales!, con cuál...».



  —125→  

ArribaAbajo- XVI -

Le faltó ánimo aquella noche para acudir a la tertulia; porque si a D. José le tentaba el demonio y planteaba la cuestión allí, cara a cara, ¿debajo de qué silla o de qué mesa se metería él? Y no se achicaba, no: después de lo hablado con Donoso, tan hombre era él como otro cualquiera. ¿Pues qué, el dinero, la posición, no suponen nada? ¿No se compensaba una cosa con otra, es decir, la democracia del origen con la aristocracia de las talegas? ¿Pues no habíamos convenido en que los santos cuartos son también aristocracia? ¿Y acaso acaso las señoritas del Águila venían en línea recta de algún Archipámpano, o del Rey de Babilonia? Pues si venían que vinieran. El cuento era que a la hora presente no tenían sobre qué caerse muertas, y su propiedad era... lo que las personas bien habladas llaman un mito..., un pleito que se ganaría allá para la venida de los higos chumbos. ¡Ea, nada de repulgos ni de hacerse el chiquitín! Bien podían las tales darse con un canto en los pechos, que brevas como él no caían todas las semanas. ¿Pues a qué más podían aspirar? ¿Había de venir el hijo mayor del Emperador de la China a pedir por esposa a Crucita,   —126→   ya llena de canas, o a Fidelita, con los dientes afilados de tanta cáscara de patata como roía? ¡Ay, ya iba él comprendiendo que valía más de lo que pesaba! ¡Fuera modestia, fuera encogimientos, que tenían por causa el no dominar la palabra y el temor de decir un disparate que hiciera reír a la gente! No se reirán, no, que gracias a su aplicación, ya había cogido sin fin de términos, y los usaba con propiedad y soltura. Sabía encomiar las cosas diciendo muy a Cuento: excede a toda ponderación. Sabía decir: si yo fuera al Parlamento, nadie me ganaría en poner los puntos sobre las íes. Y aunque no supiera, ¡ñales!, su pesquis para los negocios, su habilidad maravillosa para sacar dinero de un canto rodado, su economía, su formalidad, su pureza de costumbres, ¿no valían nada? A ver, que le sacaran a relucir algún vicio. Él ni bebida, él ni mujeres, él ni juego, él ni tan siquiera el inofensivo placer del tabaco. Pues entonces... ¿por qué le habían de rechazar? Al contrario, verían el cielo abierto, y creerían que el Santísimo y toda su corte se les entraba por las puertas de la casa. Razonando de este modo se tranquilizó, llenándose de engreimiento y de confianza en sí mismo. Pero luego volvía la terrible duda: «¿Con cuál, Señor, con cuál?».

En un tris estuvo, por la mañana, que escribiera   —127→   una esquelita a D. José Donoso rogándole que le sacara de aquella enfadosa incertidumbre. Pero no lo hizo. ¿Para qué, si pronto había de despejarse la incógnita? Al fin, como las señoras mandaran recado a su casa preguntando por su salud (con motivo de haber hecho rabona en la tertulia de la noche precedente), no tuvo el hombre más remedio que ir. Casi casi lo deseaba. ¡Qué miedo ni qué ocho cuartos! Cada uno es cada uno. Si le rechazaban, ellas se lo perdían. Por mucho que se les subiera a la cabeza el humillo de la vanidad, no dejarían de comprender que de hombres como él entran pocos en libra... ¡Y a fe que estaban los tiempos para reparillos y melindres!...Sin ir más lejos, véase a la Monarquía transigiendo con la democracia, y echando juntos un piscolabis en el bodegón de la política representativa. ¿Y este ejemplo no valía? Pues allá iba otro. La aristocracia, árbol viejo y sin savia, no podía ya vivir si no lo abonaba (en el sentido de estercolar) el pueblo enriquecido. ¡Y que no había hecho flojos milagros el sudor del pueblo en aquel tercio de siglo! ¿No andaban por Madrid arrastrados en carretelas muchos a quienes él y todo el mundo conocieron vendiendo alubias y bacalao, o prestando a rédito? ¿No eran ya senadores vitalicios y consejeros del Banco muchos que   —128→   allá en su niñez andaban con los codos rotos, o que pasaron hambres para juntar para unas alpargatas? Pues bien: a ese elemento pertenecía él, y era un nuevo ejemplo del sudor de pueblo fecundando... No sabía concluir la frase.

Esto pensaba al subir la escalera de la casa de sus amigas, casi casi podía decir de sus mujeres, pues no pudiendo discernir en su agitada mente cuál de las dos le tocaría, se le representaba el matrimonio dando una mano a cada una. Abriole Cruz, que le llevó a la sala, como si quisiera hablarle a solas. «Esto de enchiquerarme en la sala -pensó Torquemada-, me huele a manifestaciones. Ya tenemos la pelota en el tejado».

En efecto, Cruz, que había llevado a la salita la lámpara que de ordinario alumbraba la tertulia del gabinete, le acorraló allí para manifestarle con fría urbanidad que el señor Donoso les (¡siempre en plural!) había hablado de un asunto, cuya importancia ni a ellos ni al Sr. de Torquemada se podía ocultar. Inútil decir que las señoras se sentían honradísimas con la... indicación... No era aún más que indicación; pero luego vendría la proposición. Honradísimas, naturalmente. Agradecían con toda su alma el nobilísimo rasgo... (rasgo nada menos) de su noble amigo, y estimaban sus nobles sentimientos (tanta nobleza empalagaba   —129→   ya) en lo mucho que valían. Mas no era fácil dar respuesta categórica hasta que no pasara algún tiempo, pues cosa tan grave debía mirarse mucho y pesarse... Así convenía a la dignidad de todos. Contestó D. Francisco en frases entrecortadas y rápidas, sin decir nada en sustancia, sino que él abrigaba la convicción de... y que él había hecho aquellas manifestaciones al señor de Donoso movido de la lástima... no, movido de un sentimiento nobilísimo (ya todos éramos nobilísimos)... que su deseo de ser grato a las señoras del Águila excedía a toda ponderación... que se tomaran todo el tiempo que quisieran para pensarlo, pues así le gustaban a él las cosas, bien pensaditas y bien mediditas... que él era muy sentado, y evacuaba siempre despacito y con toda mesura los asuntos de responsabilidad.

Breve fue la conferencia. Dejole solito un instante la señora, y él se paseó agitadísimo por la angosta sala, otra vez atormentado por aquella duda que ya se iba volviendo del género cómico, de un cómico verdaderamente sainetesco. Fue a dar ante el espejo, y al ver su imagen no pudo menos de increparse con saña: «¡Pero hombre, si serás burro que todavía no sabes con cuál ha de ser...! Pedazo de congrio, pregúntalo, pregúntalo, que es ridículo ignorarlo a estas alturas... aunque   —130→   también preguntarlo es gran mamarrachada, ¡ñales!».

La entrada del Sr. de Donoso puso fin a estas manifestaciones internas, y no tardaron los cinco personajes en hallarse reunidos en el próximo gabinete, las señoras próximas a la luz, D. Francisco, junto al ciego, y Donoso allá en la marquesina del ángulo, apartado como en señal de veneración, para que sus palabras, teniendo que recorrer un espacio relativamente largo, resonaran con mayor solemnidad. Perdido ya el miedo, Torquemada, si le pinchan, arroja en medio de la noble sociedad su pregunta explosiva: «Con que a ver, sepamos, señoras mías, con cuál de ustedes me voy a casar yo». Pero no hubo nada de esto, porque ni alusiones remotísimas se hicieron al peliagudo caso, y por más atención que puso, no pudo descubrir el avaro ninguna novedad en el rostro de las dos damas, ni síntoma alguno de emoción. ¡Cosa más rara! Porque lo natural era que estuviese emocionada la que... la que fuese. En Cruz, únicamente podía observarse un poco de animación; en Fidela, quizás, quizás un poco más de palidez. Amables como siempre las dos señoritas, no le dijeron al pretendiente nada que él no supiera, de lo que dedujo que no les importaba un comino el casorio, o que disimulaban   —131→   la procesión que les andaba por dentro. Lo que sí pudo notar D. Francisco fue que a Rafael no hubo medio de sacarle del cuerpo una palabra en toda la velada. ¿Cuál sería el motivo de que estuviese el bendito joven tan tétrico y metido en sí? ¿Tendría relación aquella... ¿cómo se decía?... ¡ah!, actitud... aquella actitud con el proyectado casorio? Puede que no, porque probablemente nada le habrían dicho sus hermanas.

Cruz siempre afable, guardando la distancia, señora neta y de calidad superior; Fidela más corriente, tendiendo a la familiaridad festiva, con leves atrevimientos, y mayor flexibilidad que su hermana en la conversación. Tales fueron aquella noche, como la anterior, como siempre; mas por lo tocante al materialismo de aquel proyecto que alborotaba el espíritu y los nervios de Torquemada, fueron un par de jeroglíficos a cuál más enigmático e indescifrable. Ya le iba cargando a D. Francisco tanto repulgo, tanto fruncido de labios, marcando la indiferencia, y tanto escoger y recalcar las palabras más sosas y que no tenían carne ni pescado. Deseaba que terminase la tertulia para salir de estampía y desahogarse con D. José... ¡Ah, gracias a Dios que se acababa al fin! «Buenas noches... Conservarse...». En la escalera no quiso decir nada,   —132→   porque las señoras, que salían de faroleras, podían oír. Pero en cuanto llegaron a la calle, cuadrose el hombre, y allí fue el estallar de su cólera con la grosería que informaba su ser efectivo, anterior y superior a los postizos de su artificiosa metamorfosis.

«¿Me quiere usted decir qué comedia de puñales es esta?».

-Pero ¡D. Francisco...!

-Si se han enterado, ¡me caigo en la mar!, ¿por qué tanta tiesura? ¡Vaya, que ni tan siquiera darle a entender a uno que les retoza un poco de alegría por el cuerpo...!

-Pero ¡D. Francisco...!

-Y sobre todo, y esto es lo que más me revienta... dígame, dígamelo pronto... ¿Con cuál de las dos me caso?... El demonio me lleve si lo entiendo... ¡Puñales, y la Biblia en pasta!

-Moderación, mi querido D. Francisco. Y parta del principio de que yo no intervengo si...

-Yo no parto de más principio ni de más postre, ¡cuerno!, sino del saber ahora mismo...

-¿Con cuál...?

-¡Sí, con cuála! Sépalo yo con cien mil gruesas de demonios y con la Biblia en pasta...

-Pues... no lo sé yo tampoco todavía. Estamos en lo más delicado de las negociaciones,   —133→   y si no me confirma sus poderes plenos, aguardando con moderación y calma lo que resulte, me desentiendo y nombre usted a otro... legado pontificio (echándose por lo festivo) o trate usted directamente con la potencia.

-¡Mecachis con la potencia! Yo creía... vamos... parecía natural (calmándose) que lo primero fuera saber cuál es la rama en que a uno le cuelgan... De modo que...

-Nada puedo decir aún sobre ese particular, cuya importancia soy el primero en reconocer.

-Apañado estoy... Ya debe comprender que tengo razón... hasta cierto punto, y que otro cualquiera, en igualdad de circunstancias...

Al ver que se ponía otra vez la máscara de finura, Donoso le tuvo por vencido, y le encadenó más, diciéndole:

«Repito que si mis gestiones no le acomodan, ahí va mi dimisión de ministro plenipotenciario...».

-Oh, no, no... No la admito, no debo admitirla... ¡cuidado! Es más, suplico a usted que la retire...

-Queda retirada. (Palmetazo en el hombro.)

-Dispénseme, si se me fue un poco la burra...

-Dispensado, y tan amigos como antes.

  —134→  

Separáronse en la Red de San Luis, y Torquemada se fue rezongando: aún repercutían en su interior los ecos de la tempestad, mal sofocada por la fascinación que D. José Donoso ejercía sobre él.





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