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Trayectorias literarias para la construcción de la Lima mestiza

Eva M.ª Valero Juan1


Universidad de Alicante



«¡Lima es el Perú, el Jirón de la Unión es Lima, el Palais Concert es el Jirón de la Unión y yo soy el Palais Concert!». Esta irónica declaración del escritor peruano Abraham Valdelomar (1888-1919) es ya un emblema o tópico del secular centralismo de la capital peruana desde su fundación en 1535. Pero al margen del tópico, la frase es especialmente significativa en tanto que con ella Valdelomar -representante de la etapa consignada por Luis Alberto Sánchez como la belle époque peruana en su libro Vadelomar o la Belle Époque- daba significado a una Lima que, a principios de siglo, mantenía la imagen aristocrática de la antigua ciudad colonial. Así lo vio Luis Loayza en un artículo titulado «El joven Valdelomar» al referirse a la Lima que abre sus puertas al siglo XX:

[...] la época de una Lima anterior al crecimiento desordenado y al automóvil, la Lima de Valdelomar y el Palais Concert, de Tórtola Valencia, de Joselito y Belmonte, de las rimas de Yerovi y los artículos de Luis Fernán Cisneros, de jóvenes con sarita y una perla en la corbata, de muchachas pálidas de ojos grandes y quietos que nos miran desde viejas fotografías.


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La tempranísima muerte de Valdelomar no le permitió comprobar cómo su frase cambiaría radicalmente de significado en muy poco tiempo, puesto que la evolución de la ciudad durante la primera mitad del siglo XX, y su acelerada transformación durante las décadas del cuarenta y cincuenta, convertiría la citada sentencia en una paradoja histórica. Lima siguió siendo el Perú, pero ya no en el sentido del centralismo exclusivista y de élite connotado en la frase de Valdelomar, sino todo lo contrario: ahora Lima era el Perú desde la perspectiva de la «peruanización» de su sociedad a raíz de la avalancha migratoria de las provincias originada en la década del treinta. En este sentido, Alfredo Bryce Echenique, en su artículo «La capital y el caos», retomó el tópico de Valdelomar para darle la vuelta y utilizarlo como perfecta definición de la transformación urbana y nacional desde mediados de siglo:

Y Lima es el Perú, pero ya no solo por su centralismo, sino porque los limeños de pura cepa han quedado reducidos a un 5 por 100, los barones de la banca y la industria a millonarios que viven en guetos superprivilegiados y en estado de permanente alerta y pánico racial, mientras que por calles, plazas y barriadas, circulan y sobreviven o roban y raptan o son ambulantes o han conseguido un trabajito peruanos de todo el Perú de otras razas y otras costumbres, que peruanizan traumáticamente a una Lima insuficiente para todo y se limeñizan en esa nueva Lima caóticamente peruanizada, pero peruana al fin y al cabo y por fin y para bien y para mal.


(Bryce Echenique, 138)                


Esta peruanización de Lima tuvo en los años cuarenta y cincuenta su desarrollo principal, décadas en que el gobierno del general Odría renovó las infraestructuras de la ciudad y la consecuente oferta de empleo supuso un reclamo para ingentes masas de provincianos, que se desplazaron del campo a la ciudad en busca de un futuro mejor. Sin embargo, el espacio alienante de la ciudad en transformación se convertiría en imagen y en símbolo de una promesa frustrada, cuando los inmigrantes se vieron convertidos en un oprimido proletariado urbano. Por supuesto, esta mutación de la geografía social limeña conllevaba otro desborde: el de la fisonomía de la antigua y aristocrática ciudad virreinal, que se vio sorprendida por la masiva migración y tuvo que expandirse vertiginosamente hacia las periferias, a través de la creación de los eufemísticamente denominados «pueblos jóvenes», es decir, los cordones de miseria que formaron las barriadas en las faldas de los cerros.

Lógicamente, la literatura no podía quedar al margen de este proceso y tal vez sea La casa de cartón (1928) de Martín Adán la obra que inaugura en la narrativa peruana la visión dolida de la ciudad. En ella, el poeta registra el cambio urbano en las puertas de los años treinta: «La calle ancha nos abre los ojos, violenta, hasta dolernos y cegarnos», escribió en esta obra primeriza. Dos décadas más tarde la Lima en transformación ya no permitiría al escritor futuro cerrar los ojos a la realidad y abandonar su pluma al cansancio melancólico de «la Lima que se va»2, es decir, continuar cultivando el tradicional discurso evocativo que en la primera mitad del siglo XX creó el mito del balneario arcádico como réplica contemporánea de la Lima del pasado3.

Ante la nueva imagen de Lima, tanto en su fisonomía urbana como en su configuración social, parece inevitable recordar dos denominaciones con las que la literatura fijó este cambio de la «Ciudad de los Reyes» a la Lima contemporánea: «La ciudad de la gracia», como la denominó Rubén Darío, se transformó en su opuesto, adquiriendo el apelativo que Sebastián Salazar Bondy fijó al escribir el ensayo Lima la horrible4. Aquí, Salazar Bondy describió con nitidez el proceso de una precaria modernización que, al tiempo que abolía la imagen bucólica de la Lima colonial, creaba en su caótico desarrollo la dinámica del subdesarrollo:

Hace bastante tiempo que Lima dejó de ser [...] la quieta ciudad regida por el horario de maitines y ángelus, cuyo acatamiento emocionaba al francés Radiguet. Se ha vuelto una urbe donde dos millones de personas se dan de manotazos, en medio de bocinas, radios salvajes, congestiones humanas y otras demencias contemporáneas para pervivir. Dos millones de seres que se desplazan abriéndose paso [...] entre las fieras que de los hombres hace el subdesarrollo aglomerante. El caos civil, producido por la famélica concurrencia urbana de cancerosa celeridad, se ha constituido, gracias al vórtice capitalino, en un ideal: el país entero anhela deslumbrado arrojarse en él, atizar con su presencia el holocausto del espíritu. El embotellamiento de vehículos en el centro y las avenidas, la ruda competencia de buhoneros y mendigos, las fatigadas colas ante los incapaces medios de transporte, la crisis de alojamiento [...] todo es obra de la improvisación y la malicia. Ambas seducen fulgurantes, como los ojos de la sierpe, el candor provinciano para poder luego liquidarlo con sus sucios y farragosos absurdos.


(Salazar Bondy, 18-19)                


La opulenta Ciudad de los Reyes, enriquecida gracias al centralismo que la mantuvo aislada de la realidad andina, asistía por fin a un proceso definitivo de peruanización de su espacio entendido como integración de todas las razas y costumbres del país, que devino inmediatamente en este traumático proceso de transformación urbana y social trazado por Salazar Bondy. Obviamente, esta nueva realidad demandaba un cambio de signo en la literatura limeña, tradicionalmente anclada en la crónica del pasado aristocrático de la ciudad y en el dolor ante la disolución de sus viejas galas virreinales o de las antiguas costumbres de herencia colonial. Esta literatura denominada pasatista, que había mitificado un pasado quimérico de paz y felicidad en obras que registran la desintegración de la Lima virreinal -José Gálvez5, Enrique A. Carrillo «Cabotín»6, Ventura García Calderón7, Luis Alayza y Paz Soldán8, etc.-, tuvo su respuesta en el ensayo de denuncia, con Manuel González Prada, José Carlos Mariátegui y Sebastián Salazar Bondy como autores principales de una tradición ensayística que denunció ese pasado como causa directa de la pervivencia del sistema clasista y de los problemas globales de un país aletargado. La literatura de ideas se convertía así, desde finales del siglo XIX, en una plataforma indispensable para generar una nueva visión sobre Lima y el Perú que calaría de diferentes modos en los discursos narrativos construidos a lo largo del siglo XX, tanto desde el indigenismo como desde la narrativa urbana.

Pero centrémonos ahora en el tema anunciado en el título: la Lima que desde mediados de siglo requería una literatura que trazara su presente histórico, marcado por insuficiencias urbanas que dificultaban en gran medida el complejo proceso de vertebración social. La ciudad iba a ser por fin descrita en su integridad y, como imagen de la nueva realidad nacional, su literatura mostraría a partir de este momento las contradicciones que se derivan de un proceso modernizador aplicado sobre las bases de la tradicional sociedad limeña de las primeras décadas del siglo XX.


ArribaAbajoEl neorrealismo narrativo funda la Lima moderna

En el contexto trazado surgen las nuevas escrituras de la ciudad, desarrolladas por una serie de autores que conforman la que se ha denominado generación del cincuenta o, con muy buen criterio, generación del «neorrealismo urbano», por su clara afinidad con los objetivos cinematográficos del neorrealismo italiano. Efectivamente, los escritores de esta generación dirigieron su mirada hacia espacios similares a los que cineastas como Vittorio de Sica, Rosellini o Visconti enfocaron su cámara: «hacia los barrios nuevos sin carácter hecho, o bien hacia las demoliciones, los arrabales, los solares vacíos y la humanidad irregular que tales lugares segregan», escribió Guillermo de Torre a propósito de estos cineastas (779).

Esta nueva fisonomía de la ciudad generada por la modernización se configuró aceleradamente como un nuevo plano de espacios recién creados, entre los cuales cobraron un indeseado protagonismo aquellas zonas urbanas cuyos improvisados arquitectos eran los propios inmigrantes de las provincias. Así lo describe Salazar Bondy en su Lima la horrible, incidiendo en la contradictoria yuxtaposición de espacios ricos y pobres:

La city se ha erguido con pobres imitaciones de rascacielos, pero rumbo al Pacífico han surgido barrios populosos (La Victoria, Breña, Lince) y, más cerca del mar, barrios residenciales (San Isidro, Miraflores, Monterrico), todos de caótica arquitectura donde el tudor y el neocolonial se codean con el contemporáneo calcado, salvo excepciones, de magazines norteamericanos. Clase media y burguesía grande se sitúan en estas dos clases de barrios fronterizos. La masa popular se hacina, en cambio, en tres especies de horror: el callejón, largo pasadizo flanqueado de tugurios misérrimos; la barriada, urbanización clandestina y espontánea de chozas de estera que excepcionalmente deriva en casita de adobe o ladrillo, y el corralón, conjunto de habitaciones rústicas en baldíos cercados.


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Esta inédita realidad urbana nacía en la obra de la generación del cincuenta, con nombres principales como Enrique Congrains Martín, Oswaldo Reynoso, Eleodoro Vargas Vicuña, Carlos Eduardo Zavaleta, Luis Loayza, Sebastián Salazar Bondy y Julio Ramón Ribeyro, a través de una perspectiva crítica y analítica de las precipitadas transformaciones urbanas acaecidas durante estas décadas. Desde distintos puntos de vista, estos escritores pusieron al descubierto el desarraigo que sufrían los habitantes silenciados o «mudos» -tal y como los denominó Ribeyro al titular sus colecciones de cuentos La palabra del mudo- que renovaron el paisaje humano de la ciudad. La Lima moderna asistía así al nacimiento de su propia narrativa: la prosa neorrealista y urbana, que en estos orígenes encontró su mejor medio de expresión en el cuento9.

Por otra parte, en todo este proceso de cambio social y cultural de la ciudad, hay otro asunto crucial en lo referente a la repercusión que dicho cambio ejerció en la evolución de la literatura peruana. Desde el último tercio del siglo XIX, la tradicional conciencia divisoria entre indigenismo y narrativa urbana, como dos alternativas literarias diferentes para la representación del campo y las provincias y de la ciudad de Lima respectivamente, no podía más que difuminarse ante la transformación social referida. Sobre esta cuestión, es de obligada mención el imprescindible artículo de Efraín Kristal titulado «Del indigenismo a la narrativa urbana del Perú». En él, Kristal propone la acertada interpretación de la narrativa urbana no como un modelo literario contrapuesto a la literatura indigenista, sino como un nuevo desarrollo de la misma, basándose en la idea de que los escritores del cincuenta profundizaron en los nuevos problemas del indígena trasladado a la ciudad y en la transformación urbana que de ello se deriva:

El proceso del indigenismo aquí trazado culmina con Crónica de San Gabriel de Julio Ramón Ribeyro y El zorro de arriba y el zorro de abajo de José María Arguedas, en las que se observa la destrucción del antiguo mundo señorial de los Andes y la llegada del indio a la ciudad. [...] Se podría decir que la nueva narrativa urbana continúa el proceso del indigenismo ya que traza la experiencia de la llegada del indio a la ciudad, y la formación de una nueva configuración urbana debida a su presencia.


(Kristal, 68)                


Desde esta perspectiva, la generación del cincuenta construyó una literatura en la que por fin convergían el campo y la ciudad y por tanto también sus respectivas escrituras: la narrativa urbana que de una manera incipiente, desde los años treinta, había comenzado a trazar las imágenes de la ciudad en proceso de transformación -pensemos por ejemplo en la obra de José Diez Canseco- y el indigenismo que introdujo la realidad de la provincia, con José María Arguedas como máximo exponente. De este modo, el antiguo reducto elitista que fue la ciudad de Lima se convirtió en representación íntegra del país, y los escritores de esta generación no sólo ahondaron en la tragedia de los provincianos pauperizados que comenzaron a habitar en las barriadas, en los acantilados y en los basurales, sino que también expresaron el miedo y el rechazo con que los antiguos limeños de la ciudad aristocrática recibieron a los inmigrantes, así como exploraron, asediaron y descubrieron a la clase media peruana.

Este sentido de peruanización de la literatura urbana es el que expresó Carlos Eduardo Zavaleta, al reflexionar sobre la relación y la mutua influencia que mantuvieron los autores del cincuenta con el escritor que, desde su profundo conocimiento de lo indígena, trazó las imágenes más auténticas del mundo andino, José María Arguedas:

Un maestro y compañero así, en última instancia, dejó en la mayoría de componentes de la generación del cincuenta, no la huella de sus temas o formas poéticas de novelar (después de todo, sólo Vargas Vicuña y yo nos dedicamos a temas rurales con alguna continuidad) sino una intencionalidad más profunda, un sentido de la literatura nacional, una necesidad de analizar las distintas capas sociales y ambientes que forman el Perú, y de ponerse siempre al lado de las víctimas de la injusticia.


(Zavaleta, 459, énfasis mío)                


En definitiva, la generación del cincuenta significó el nacimiento de una narrativa urbana peruana en el más amplio sentido del término. Una literatura que, por otra parte, al igual que ocurriera en la vanguardia abanderada por Mariátegui, diluyó la contraposición entre nacionalismo y cosmopolitismo, al configurarse como propuesta literaria nacional que se enriqueció con la incorporación de una fuerte oleada de cosmopolitismo literario: se reconoció el influjo del existencialismo y de la renovación estilística de Joyce, se admiró la literatura anglosajona, con Hemingway, Faulkner, Dos Passos, Lawrence y Huxley, y la novela francesa de Gide, Proust y Malraux, y se advirtió la influencia del propio contexto latinoamericano con Borges, Carpentier, Rulfo y Arreola como referentes principales (Cfr. Zavaleta, 458).

En el marco de esta novedosa literatura urbana, Julio Ramón Ribeyro, el escritor más representativo del grupo, convirtió el caudal de problemas sociales que emanaba de la referida situación histórica en la temática fundamental de su literatura. Desde el discreto lugar que ocupó en la retaguardia del boom de la narrativa hispanoamericana de los años sesenta, Ribeyro inició con la publicación en 1955 de su primera colección de cuentos, Los gallinazos sin plumas, una vigorosa narrativa urbana que daría lugar, fragmentariamente, a una completa radiografía literaria de la Lima moderna. En efecto, la lectura de su extensa obra cuentística y también de sus novelas nos enfrenta ante una amplísima variedad de temas que recorren la problemática del Perú de mediados de siglo: la imagen desoladora de los inmigrantes que viven en los suburbios y de los indígenas que son explotados por los hacendados serranos, la deprimente condición del empleado público, la monotonía y la postración de la clase media urbana, la superficialidad y el envanecimiento de la burguesía emergente, o la frustración de la antigua aristocracia arruinada.

Con la representación de las diversas capas sociales de la ciudad, Ribeyro creó por tanto el mosaico completo de una Lima social cuyos espacios, además, se identifican con los estados de ánimo de los seres que la habitan. Y, aunque a partir de 1960 trasladó su residencia a París, desde aquella otra ribera del mundo reaparecía como referencia principal e ineludible de sus relatos su ciudad natal -Lima-. Incluso en la colección de cuentos titulada Los cautivos (1972), donde reunió gran parte de los relatos que transcurren en ciudades europeas, Ribeyro proyectó sobre estos espacios urbanos la mirada inconfundible de su narrativa limeña, cuando vemos aparecer en París, Amsterdam, Munich, Madrid... espacios, personajes y conflictos dibujados en sus cuentos limeños.

Ahora bien, aunque desde París Ribeyro continuó escribiendo relatos cuyo espacio es su ciudad natal, el paso de los años y de las décadas afincado en París habría de imprimir cierta nostalgia a sus nuevas construcciones literarias de Lima, de modo que la escritura evocativa iría paulatinamente ganando espacio a la escritura de un presente urbano que el escritor ya no estaba viviendo. Sin duda la lejanía, como el propio escritor reconocía, dificultaba la representación de una sociedad peruana en perpetua transformación que ya no podía asediar en la inmediatez de lo diariamente vivido. Pero es indudable que, aun desde el recuerdo y la evocación, Ribeyro logró convertir la geografía limeña en ese espacio espiritual en el que la sierra, la costa y la selva se funden para formar el rostro peruano de la Lima contemporánea10.

En definitiva, una nueva tradición urbana en la narrativa limeña se había forjado desde los orígenes de aquel grupo «neorrealista» que, a pesar de haberla desarrollado fundamentalmente a través del cuento, fue consciente de la necesidad de abrir un espacio mucho más amplio acorde con las necesidades de la urbe moderna. Es decir, sintió la necesidad de desarrollar aquella desbordante y continua mutación urbana a través de un género que, en contadas ocasiones en la historia literaria peruana, había incursionado en la urbe y sus problemas: la novela. Así lo formuló el propio Ribeyro cuando en 1953 escribió el artículo «Lima, ciudad sin novela», donde lanzaba el reto para que alguien se decidiera «a colocar la primera piedra», ante la urgencia por plasmar la nueva geografía social de una Lima que se modernizaba de espaldas a su verdadera democratización:

Es un hecho curioso que Lima siendo ya una ciudad grande -por no decir una gran ciudad- carezca aún de novela. Y es un hecho curioso, digo, por cuanto toda ciudad que ha alcanzado cierto grado de desarrollo industrial, urbanístico, demográfico, cultural o político, luce al lado de sus fábricas, de sus monumentos, y de su policía, una novela que sea el reflejo más o menos aproximado de lo que esta ciudad tiene de peculiar.


(Ribeyro, 15)                


Sin embargo, la novela no fue el género predilecto de Ribeyro y la temática limeña la desarrolló fundamentalmente en el cuento. «Corredor de distancias cortas», como le gustó definirse en los Dichos de Luder (12), Ribeyro imprimió su constante seducción por la derrota en el reconocimiento continuo de su incapacidad para la novela. «Yo veo y siento la realidad en forma de cuento», nos dirá en su Diario Personal (76). Pero a pesar de ello, en su obra el cuentista hizo surgir la nueva Lima como protagonista fundamental para fecundar, con su espectro de contradicciones y miserias, la futura novela urbana que él quería, y que muy pronto vería la luz en grandes títulos de Mario Vargas Llosa como La ciudad y los perros o Conversación en la catedral, para desarrollarse después en la obra de no pocos narradores peruanos de la segunda mitad del siglo XX, desde Alfredo Bryce Echenique y Luis Urteaga Cabrera, hasta la actual narrativa peruana que cuenta con importantes novelas como Los años inútiles (2002) y El año que rompí contigo (2003) de Jorge Eduardo Benavides, Grandes miradas (2003) y La hora azul (2005) de Alonso Cueto, o Abril rojo (2006) de Santiago Roncagliolo.




ArribaAbajoDe Julio Ramón Ribeyro a Jorge Eduardo Benavides

Plantear una reflexión sobre este imaginario literario limeño de la segunda mitad del siglo XX requeriría un amplísimo recorrido por la novela urbana que desde Vargas Llosa hasta la actualidad, y con especial incidencia en las últimas décadas, se ha convertido en una tradición literaria de honda raigambre en la literatura peruana actual. Obviamente, un recorrido de tal dimensión excede con mucho los límites y pretensiones de este artículo, por lo que me detendré en el trazo de una línea de continuidad de motivos y temas de esta tradición, eligiendo para ello a dos autores en cuyas obras pueden advertirse esos vasos comunicantes: Julio Ramón Ribeyro y Jorge Eduardo Benavides. La relación entre ambas obras nos permite, además, descubrir cómo la Lima que Ribeyro estaba evocando desde París en los años ochenta, con la perspectiva deformadora de la distancia y de la nostalgia, estaba siendo recreada, desde la inmediatez de lo vivido, por un escritor de otra generación, Jorge Eduardo Benavides. En este sentido, en las novelas de este último encontramos el nuevo mapa social de la Lima de finales de los ochenta que, explícitamente, Ribeyro reconocía no poder retratar desde su atalaya parisién. Sobre ello reflexionaba este último en una entrevista con Jorge Coaguila:

Lo cierto es que Lima es actualmente una realidad extremadamente vasta, que comprende cantidades de Limas que están superpuestas en el tiempo y además contiguas en el espacio. Hay una Lima histórica, una Lima prehispánica, una Lima republicana, como la Lima del período leguiísta o como la Lima que empieza desde la década de 1950 a convertirse en una megalópolis. En consecuencia para mí era ya más complicado y definitivamente imposible dar en una obra novelesca una visión de la Lima total, desde el punto de vista temporal y espacial.


(Ribeyro, en Coaguila, 40)                


Definitivamente, la distancia le impedía captar la ciudad en su nueva realidad y el cuentista, en aquellos últimos años de su vida, acentuaría el recuerdo y la nostalgia para trazar la Lima de la memoria en sus Relatos santacrucinos (1992), o intensificar el tono reflexivo y confesional de su última escritura autobiográfica: Sólo para fumadores (1987), Dichos de Luder (1989), los evocadores Relatos santacrucinos (1992) y los tres volúmenes del Diario personal, tan significativamente titulado La tentación del fracaso (1992, 1993, 1995).

Teniendo en cuenta esta evolución de la visión de Lima en la narrativa ribeyreana, la exploración en esos vasos comunicantes entre Ribeyro y Benavides es un punto de mira ideal para observar las transformaciones de Lima vistas por el prisma de la literatura, desde mediados de siglo hasta nuestros días. Sobre todo por el hecho de que las dos imágenes de Lima que proponen ambos autores pertenecen a dos momentos clave en la historia de la ciudad, desde el aluvión migratorio de las provincias a la capital a mediados de siglo, hasta la masificación de la ciudad desbordada que a finales de los ochenta, con los últimos coletazos del gobierno aprista, sufrió una nueva problemática social, política y económica11. Partiendo de ambas imágenes, lo que propongo en las siguientes páginas es una reflexión sobre ciertos motivos urbanos con los que Ribeyro construyó la nueva Lima de mediados de siglo para ver cómo reaparecen y son reformulados por Jorge Eduardo Benavides, dando lugar al nuevo retrato de esa «Lima, capital de la desesperanza» que da inicio a El año que rompí contigo.

Desde su oposición al «parricidio» generacional, Jorge Eduardo Benavides ha declarado su sentimiento de deuda con los realistas. Fundamentalmente -lo ha explicado en varias ocasiones- su objetivo inicial fue explorar la técnica de Vargas Llosa y crear estructuras complejas con telón de fondo político y de denuncia social. Tal vez por ello lo más lógico sería analizar las relaciones de las novelas de Benavides con la obra de Vargas Llosa. Pero en esta ocasión he considerado la necesidad de analizar la relación con la obra de Ribeyro, por diversos motivos que en adelante se explican. En primer lugar porque con la absorción de la tradición realista anterior que sin duda se observa en la obra de Benavides, en sus novelas éste incursiona en un terreno abonado en el origen por Ribeyro; un espacio literario que, por oposición a lo mágico o maravilloso de una parte de la narrativa hispanoamericana, se acomoda a la perfección en «esa sangrante, y a veces tétrica, zona de lo real», denominada por el ecuatoriano Jorge Enrique Adoum «lo real-espantoso» (208)12.

Desde mediados de siglo, Ribeyro había retratado el espanto de aquel proceso de masificación urbana al que me he referido más arriba. La tarea literaria en aquella década de profundos cambios se presentaba urgente e inédita, y asaltaba al escritor para trazar un presente histórico de desencuentro en el espacio de la ciudad. Corrían los primeros años de la mitad del siglo XX cuando Ribeyro penetró en las entrañas de su Lima natal para sacar de las tinieblas a los sobrevivientes del muladar, de la decadencia, de la frustración o de la ignominia. Aves de rapiña sin alas para volar (como los estremecedores protagonistas de «Los gallinazos sin plumas»), olvidados que buscan la última memoria de su antigua nobleza en la ciudad incógnita (como el personaje de «El marqués y los gavilanes») o perdedores que se afanan por enmascarar la derrota (como «El profesor suplente») son, en definitiva, los seres que pueblan su universo narrativo, cuya idea global es el fiasco y la derrota.

En las páginas de Ribeyro los personajes se ven atrapados en un espacio urbano opresor y alienante que los convierte en «los excluidos del festín de la vida» (Cuentos, 182), los mudos al margen de la felicidad que viven en la multitud de la ciudad y que, ante la imposibilidad de franquear la soledad, sufren, en el tedio de su grisura, una pérdida de la ilusión. Mudos, en definitiva, a los que Ribeyro trató de restituir la palabra con ese título que encabeza la recopilación de sus cuentos: La palabra del mudo, una voz que vierte sobre las páginas una experiencia impregnada de ironía y escepticismo. Personajes en cierto modo quijotescos -cuando se empeñan en rehumanizarse a través de la imaginación- sufren el choque frontal entre sus grandes sueños y el cruel desencanto que les impone la realidad cotidiana. Y ese sufrimiento aparece enmarcado en el escenario de aquella Lima que a mediados de siglo perdía sus antiguas facciones aristocráticas y se situaba en la «hora 0» de su profunda transformación. Una imagen urbana que no sólo era física sino que también respondía a un estado de ánimo de la ciudad, que también Enrique Congrains Martín -otro de los integrantes del grupo neorrealista- fijó en su libro de cuentos titulado, precisamente, Lima hora cero.

Décadas más tarde, las novelas urbanas de Benavides horadan nuevamente el territorio de «lo real-espantoso», ese mundo, en sus palabras, «precariamente urbano, un mundo que se está creando», tan alejado de la magia de la Cómala de Rulfo o el Macondo de García Márquez, como el escritor ha apuntado en alguna ocasión. Al igual que Ribeyro, Benavides muestra su predilección por los antihéroes cuyo futuro se borra a cada instante porque están atrapados por la protagonista principal: Lima y su naufragio cotidiano. Y, sin embargo, ese futuro abortado tiene una funcionalidad esencial: es el instrumento principal para denunciar los abusos y la corrupción de aquellos últimos años ochenta que Benavides pone en su punto de mira principal. Salvando la distancia temporal, las barriadas, los muladares, los gallinazos, el sentimiento de la soledad en la multitud, los extramuros de la ciudad, el espectro social de la Lima mestiza, la ironía y el desencanto, o los «ojos de los pobres» asomándose y estorbando los espacios de la sociedad acomodada, son lugares comunes que transitan Ribeyro y Benavides en sus obras y en sus respectivos tiempos.

Comencemos por la inmigración y la formación de las barriadas. Estos espacios habían sido enfocados por Ribeyro en cuentos como «Al pie del acantilado», donde la barriada que desciende como un torrente hacia el mar es finalmente desalojada por los magnates del poder económico. Los protagonistas del relato ejemplifican la miseria en que vive el proletariado urbano de Lima, que habita en los arrabales de la miseria. El escritor enfoca el suburbio, cuya primera casa «ilegal» es la construida «al pie del acantilado» por el protagonista del cuento. Samuel, uno de los personajes, profetiza: «¡Ya la explanada está llena! No entra una persona más y siguen llegando. Pronto harán sus casas en el desfiladero y llegarán hasta donde revientan las olas». Y a continuación, la voz del narrador: «Esto era verdad: como un torrente descendía la barriada» (Ribeyro, Cuentos, 218).

La masificación del espacio y la problemática social que conlleva será también una presencia constante en las páginas de Benavides:

No muy lejos se apiñaban en desorden las casuchas oscuras, los cerros de piedras que quedaron desde que la invasión interrumpió el laborioso construir de aquel tramo de la carretera. Más allá el lomo negro y amenazador del mar, las olas como garras amarillas, evanescentes, furiosas...


(Benavides, Los años, 53)                


Pero en el transcurrir de tres décadas, de los años cincuenta a los ochenta, este espacio marginal se redimensiona, dando lugar, en las novelas de Benavides, a la imagen de una Lima enferma: «La tarde comenzaba a caer como una desgastada melancolía de nubes preñadas sobre las esteras, barriendo todo con su silencio de enfermo» (Los años, 20). «Lima se estaba calcutizando [...] se estaba volviendo como Calcuta, una ciudad de la India con idénticos problemas; miseria, indigencia y descontrol por todos lados» (Los años, 110).

En definitiva, como en «Al pie del acantilado», Benavides nos muestra, como telón de fondo del argumento, la vida itinerante de los inmigrantes que son expulsados del arrabal convirtiéndose en nómadas de la miseria. Pero en esta nueva radiografía de la Lima suburbial nos encontramos ante un problema añadido, consecuencia del terrorismo que asola al país y a su capital en los ochenta y que Benavides relata en Los años inútiles: la realidad de aquellas familias que fueron expulsadas de Villa con el pretexto de que, en sus palabras, «ellos encubrían terrucos y otras falsedades, desgraciados, simplemente porque la mayoría eran pobres indios que venían de Ayacucho» (137). El escritor nos sitúa, así, ante otra inmigración al relatar un nuevo exilio, desde Ayacucho a Lima, porque «el ejército los acusaba de ser terroristas y los terrucos de estar con el Gobierno». «Una nueva dimensión de la miseria» (138), escribe Benavides, para mostrarnos descarnadamente ese territorio de «lo real espantoso» que se recrea otra vez en el arenal, con chozas de cartones y esteras donde viven estos dobles apátridas, de su tierra y de la capital. La Lima de Benavides es ahora por tanto una ciudad con renovados problemas, pero que continúa un proceso de expansión en el que la marginalidad ha terminado unificando, en una misma masa, a «los cholos, los rateros, las putas, los cabros, los pobres y los indios, ese conglomerado que clasifica bajo el mismo rótulo a los que tienen el color de la desdicha: la escoria» (Benavides, El año, 205).

En Los años inútiles el retrato del final del gobierno aprista, la crisis económica de esos últimos años ochenta, la explosión de la inflación, la corrupción gubernamental, la delincuencia, el narcotráfico, los atentados de Sendero Luminoso..., tiene su continuidad en El año que rompí contigo (2003). Aquí el escritor asedia la ciudad desde la cotidianidad de unos jóvenes que se ven atrapados por el hastío, la desolación y el desconcierto en medio de esa Lima convertida en «capital de la desesperanza» en la que la clase media se va desplomando. La sensación de la esperanza truncada, de habitar un vacío existencial, la personifica Aníbal, simbolizando ese asfixiante estancamiento provocado por el proceso de involución política de estos años. La muletilla insistente del personaje a lo largo de la novela «¿adelante es hacia dónde?», abona ese territorio de infertilidad, de crisis profunda con la que el escritor nos pone de cara ante una Lima que, en sus palabras, se encontraba paralizada en la «encrucijada de la democracia», de nuevo en una eterna «hora cero»13.

La capital, como en muchos cuentos de Ribeyro o en Los geniecillos dominicales, aparece delineada como un laberinto sin salida, por el que ahora, en la obra de Benavides, los personajes deambulan con la arritmia vital que imponen los atentados, las huelgas, los crímenes políticos, etc. El tópico de «Lima la horrible» que Ribeyro había desarrollado en su obra alcanza en estos momentos su expresión más desoladora en un clima que asfixia el destino de los personajes. Un clima que Benavides crea desde el comienzo de sus novelas, por ejemplo en la primera página de El año que rompí contigo:

En las calles, apenas transitables por culpa de un gentío gris de zombies, flotaba un paisaje inextricable de olores violentos: orines esquinados que empezaban a horadar las paredes de la quincha, naranjas peladas y frituras caseras mezclándose con el humo turbio que exhalaban los micros descascarados y repletos, sobacos y pelos sucios de una multitud indigente que estiraba las manos para pedir unos soles, para comprar un pancito...


(11)                


La imagen que Ribeyro había construido de la ciudad como la tela de una inmensa araña -en el cuento «La tela de araña»-, o como el monstruo que abre su gigantesca mandíbula para tragarse a sus habitantes -en «Los gallinazos sin plumas»-, está presente en estas novelas de Benavides. En ambos cuentos de Ribeyro, y concretamente en sus desenlaces, el narrador deja a los personajes desamparados ante esa pavorosa imagen de la ciudad a través de la cual Ribeyro enfatiza el terror y la angustia de los personajes frente a un mundo aterrador. En definitiva, el escritor pone en primer plano los temas de la opresión, el terror y la miseria, que se dan cita en el novedoso espacio de la ciudad. Medio siglo después, en las obras de Benavides reaparece la ciudad-monstruo o la urbe tentacular metaforizando ahora también al Estado corrupto que aborta toda esperanza, ya no sólo del inmigrante afincado en la ciudad sino también de la clase media.

Por otra parte, en determinados momentos estos paisajes urbanos de la desolación cobran una dimensión fantasmal y difusa cuando ambos autores se alejan de la descripción del espacio para personificar a la ciudad y convertirla abiertamente en protagonista, dotándola de una dimensión simbólica esencial en sus obras. Escuchemos en primer lugar a Ribeyro:

A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una atmósfera encantada. Las personas que recorren la ciudad a esta hora parece que están hechas de otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida fantasmal. Las beatas se arrastran penosamente hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias. Los noctámbulos, macerados por la noche, regresan a sus casas envueltos en sus bufandas y en su melancolía. Los basureros inician por la avenida Pardo su paseo siniestro, armados de escobas y de carretas. A esta hora se ve también obreros caminando hacia el tranvía, policías bostezando contra los árboles, canillitas morados de frío, sirvientas sacando los cubos de basura. A esta hora, por último, como una especie de misteriosa consigna, aparecen los gallinazos sin plumas.


(Ribeyro, Cuentos, 21)                


Como vemos, este inframundo urbano aparece escenificado en una realidad desdibujada y fantasmal, en la que no tiene cabida el mundo establecido de lo cotidiano. Los contornos impresionistas de la ciudad nebulosa sin duda contribuyen a realzar el objetivo principal de la narrativa de Ribeyro: el drama emocional de los seres que la habitan. Y en consonancia con su predecesor, también Benavides crea ese ambiente nebuloso y fantasmal, a través del cual, deliberadamente, inscribe su visión limeña en la tradición urbana del siglo XX que había dado forma a la nueva Lima de la modernidad. En las siguientes líneas nos ofrece un nuevo despertar de esa Lima que al mismo tiempo atrae y repele -amada al fin y al cabo-, con la creación de un escenario y unos protagonistas que hacen resonar ecos de aquel despertar de la ciudad de «los gallinazos sin plumas»:

Lima, Lima, Lima. Putísima, horripilante, asquerosa Lima. Amada Lima. La ciudad nocturna era el reverso de sí misma, su propia inocencia perdida en el tráfico azul y esporádico de los autos que le surcan las venas como si fueran el cáncer necesario para que muera al amanecer, cuando los prontos bostezos, las primeras carretillas emergiendo de entre la niebla sucia del alba, el emoliente a la vera de tanta callejuela gris y un perro triste olfateando los meados que eran la resaca de la noche donde envejecen las putas, los mendigos, los soldaditos con día libre y los borrachos trashumantes como él, en fin, para qué contabilizar imágenes que ya había descrito López Albújar. Sí, Lima de noche seguía siendo Martín Adán, Eguren, Díez Canseco y Valdelomar.


(Benavides, El año, 103)                


Para la plasmación de la marginalidad social que esta Lima genera, una nueva clave urbana que aparecía en la obra de Ribeyro vuelve a surgir en las novelas de Benavides. Son «los ojos de los pobres» que ya Baudelaire había hecho asomar en un nuevo café de un bulevar parisino en el poema que así se titula de Le Spleen de París. En el cuento «De color modesto» Ribeyro revivió esa mirada que yuxtapone el espacio privado del goce y la opulencia a la realidad del espacio público reprimido. Desde la terraza de la mansión miraflorina, su protagonista nos descubre en la calle la otra cara de la ciudad, la misma que en «Los gallinazos sin plumas» se organizaba como ciudad sumergida o clandestina, colocada en el centro de la escena: «En la calzada se veían ávidos ojos, cabezas estiradas, manos aferradas a la verja. Era gente del pueblo, al margen de la alegría» (Ribeyro, Cuentos, 195). Asimismo, en Los años inútiles Benavides crea una escena en un café limeño donde un personaje trata de convencer al otro de que el Gobierno aprista está haciendo lo que debe. Y de repente, al fondo, Benavides hace reaparecer esa misma mirada de los excluidos indudablemente como mecanismo que intensifica la crítica: «Uno de los mozos se ha acercado rápidamente a la puerta donde asoman, desarrapados, cautelosos, de miradas voraces, dos niños que husmean ávidamente en el interior del café» (Los años, 170).

En este espacio de crítica, y para concluir, quiero destacar dos imágenes limeñas esenciales de la obra de Benavides. En primer lugar, el mundo urbano de las calles atestadas es siempre el escenario de fondo que rodea los diálogos de los personajes. Por ello, hábilmente Benavides introduce un brusco contraste con la ciudad desértica creando una visión inédita de Lima; la ciudad cementerio asolada por la crisis económica y los atentados terroristas:

Mirando a través del cristal astillado de la ventana del micro a Luisa le pareció que la ciudad desierta y escasamente transitada por raudos y solitarios automóviles era como un cementerio; y es que la gasolina había subido tanto, pero tanto, tanto, de un día para otro, que los que tenían carro no se atrevieron a sacarlo... (Los años, 189)

Y por último, la imagen principal que desde mi punto de vista acerca las trayectorias urbanas delineadas por ambos narradores: el retrato de Lima en su eterna «hora cero». Desde la mitad del siglo Ribeyro y otros autores de su generación como Enrique Congrains Martín habían construido esa imagen a través de la creación de personajes que nunca se deciden a dar el paso decisivo, paralizados por la frustración o la decadencia. Esta imagen resurge en la perspectiva urbana adoptada por Benavides no sólo como sensación, sentimiento o estado de ánimo de sus moradores, sino también como representación física.

En un pasaje concreto de Los años inútiles Benavides crea la imagen más elocuente con una descripción de la ciudad que, siendo física, nos permite vislumbrar y entender la idea que la subyace, es decir, el problema real de esta Lima paralizada en su eterna hora 0. Desde un microbús un personaje recorre y nos lee la ciudad en su integridad, desde los distritos de los nuevos ricos hasta donde empieza, en palabras del autor, «el Perú real», donde viven «los que llegaron tarde a Lima, al Perú, a la vida» en «construcciones detenidas, habitables en su esencia inconclusa, casi construidas para afear más el paisaje, para hacerte recordar que ya estás en la tierra de lo imperfecto, de la oportunidad trunca, del sueño destrozado» (214). Un territorio que arranca el grito de protesta: «qué le hemos hecho al Perú para que se convierta en esta mierda de castas» (215). Benavides pone al lector, de frente, ante esta urbe despersonalizada y estancada en un presente que no permite otear el mañana y cuya imagen más elocuente -la imagen de esa «hora 0» - son sus edificios:

Una zona de ladrillos y de hormigón, de remedos de ciudad [...] estos edificios han sido construidos como hijos hipertróficos de las esteras: no tienen fachada. Algunos incluso tienen los últimos pisos sin terminar, detenidos por un tiempo, luego por unos meses, por un año y finalmente para siempre, ya no es tiempo de construir, ahora es tiempo de sobrevivir.


(Los años, 215)                


Hacia el final de la novela, el narrador concluye: «como siempre ha ocurrido en el Perú, la esperanza sólo es algo que perdemos violenta y cruelmente todos los días» (434). Con esta idea conclusiva de Los años inútiles, Benavides da comienzo a su siguiente novela, El año que rompí contigo, creando la idea de continuidad: «En Lima, capital mundial de la desesperanza, el tiempo había empezado a remover despacio sus dedos lentos de garúa...» (11). Esta Lima desesperanzada de los ochenta, que Ribeyro ya no pudo acechar en su cotidianidad y que tan sólo alcanzó a rememorar bajo el peso inevitable de la nostalgia, es la que encontramos en las novelas de Benavides. En las historias que ambos nos narran Lima nos penetra, como había profetizado Martín Adán, hasta dolernos y cegarnos. Y a pesar del futuro incierto de sus personajes, de ese mañana constantemente extinguido, el lector siempre querrá saber más sobre el indecible destino de estos seres que nos atrapan, pausada pero infaliblemente, en el laberinto inextricable de su ciudad.








ArribaObras citadas

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