Un día en la gloria
Farsa en un acto1
Víctor Ruiz Iriarte
La obra teatral de Víctor Ruiz Iriarte siempre defendió el derecho a soñar y a compartir el optimismo; incluso en los momentos más duros, como los de una España autárquica en la que un grupo de estudiantes celebró el inicio del curso con la puesta en escena del sueño de la Gloria rodeado de «un vaho sobrenatural». No sobrarían los medios para un estreno con una continuidad problemática, pero la voluntad quedaba al margen de cualquier duda. El objetivo era crear un ambiente de «pura imaginación y fantasía» donde, en tono de farsa, se recreara la idea de que ya nadie aspiraba a poblar un lugar destinado a la inmortalidad y la fama. Aunque jóvenes y con la vida por delante, los intérpretes del Teatro Español Universitario del distrito de Zaragoza, bajo la dirección de José María Forqué -cineasta fiel a sus orígenes teatrales- estrenaron Un día en la Gloria. Durante la representación decían añorar tiempos pasados que no conocieron mientras lamentaban el presente de una «humanidad ruin y poco ambiciosa». La acusación era universal para tranquilidad de todos. La responsabilidad de esta cuesta abajo recaía en el «capricho de las multitudes» a la hora de poblar un mundo habitado por las sombras, ya que la Gloria tan solo es «el recuerdo que de nuestra vida tienen los que viven en el mundo». Mal asunto, pues bastante difícil resultaba para esas multitudes sobrevivir en medio de tantos espantos capaces de poblar lugares menos fantasmales que la esquiva Gloria.
El joven autor lamenta a través de los diálogos que sus contemporáneos no sueñen y carezcan de ambición. También que sean vulgares o caprichosos a la hora de encumbrar a quienes merecen el honor de la fama y la inmortalidad. Los ecos de los aplausos y los gritos de las masas introducen lo cursi y lo pasajero donde sólo debiera encontrar acomodo lo inmortal y lo trascendente. El Heraldo, «el trompeta de la ilusión», lanza sus clarines sin desfallecer convocando a la Gloria. Confía todavía en nuevas incorporaciones, pero la última palabra la tienen unas multitudes capaces de mezclar en tan privativo lugar a Séneca con la Fornarina y que, puestas a recordar, confunden a Napoleón con Robert Lorry, el actor que recrea su personalidad en el último estreno cinematográfico. Es el signo de los tiempos, tal vez de cualquier tiempo, y tampoco conviene tomárselo a pecho o con amargura porque de una farsa amable y de inicio de curso se trata. En última instancia, y a pesar del leve escepticismo sobre la viabilidad de la Gloria, al final el Heraldo, encaramado en la balaustrada, toca su trompeta y llama a los hombres «¡A la Gloria! ¡A la Gloria!». Siempre hay un motivo para el optimismo en el teatro de Víctor Ruiz Iriarte, aunque sea el basado en los sueños de quien está predispuesto a sonreír.
Un día en la Gloria es una obra de juventud y anterior a los primeros estrenos comerciales, pero escrita con la sensibilidad, la cultura y la elegancia de un Ruiz Iriarte ya definido teatralmente desde sus comienzos. El texto fue publicado en el número inaugural de Haz, la «revista nacional» del Sindicato de Estudiantes Universitarios. Un organismo de afiliación obligatoria, como tantos de aquella época. Corría el mes de febrero de 1943, el silencio se imponía y este tipo de publicaciones era el único refugio para los jóvenes creadores con inquietudes. Hasta bien entrados los años cincuenta, bastantes autores dieron sus primeros pasos en los diferentes géneros literarios gracias a unas instancias oficiales que financiaban revistas testimoniales. Apenas incidían en los gustos populares, tampoco se difundían demasiado, pero en sus consejos de redacción tuvieron presencia los sectores que por su falangismo, a veces irredento, podían resultar menos integristas y hasta dejar resquicios para dramaturgos disidentes como Alfonso Sastre. Algún ejemplar de aquella revista llegaría a la sede del TEU de Zaragoza y caería en las manos del joven director José M.ª Forqué. La farsa en un acto comenzó así una modesta andadura, pero emocionante para un creador que llevaba varios años esperando, con las ideas claras, un debut en el teatro comercial.
El 13 de diciembre
de 1943, el Aula de Cultura del Ateneo de Madrid organizó un
acto público «bajo la presidencia del padre Mateo y
con el camarada Mediano como secretario». El ambiente
respondía a los patrones de una posguerra de sotanas y
uniformes. Los invitados en esta ocasión eran Miguel
Ródenas, crítico teatral de ABC, y
Víctor Ruiz Iriarte, que leyó Un día en la
Gloria como si lo hiciera ante una compañía
profesional dispuesta a estrenársela. No abundaban
oportunidades como la que le brindaba tan distinguida tribuna.
Terminada la lectura, «hubo entre autor y
crítico un breve diálogo sobre la tesis de la
comedia»
(Arriba, 14 diciembre 1943).
Desconocemos las conclusiones, pero fue acogido con
satisfacción por los asistentes a tenor de lo escrito en las
crónicas.
Los ecos de la
lectura en el Ateneo y el estreno en Zaragoza llegarían
hasta Modesto Higueras, que asumió la dirección de la
farsa en un festival organizado por el TEU de Madrid en el
teatro Español el 4 de julio de 1944. Completaba el cartel
la puesta en escena de una adaptación de La vida es
sueño de Calderón, siendo la breve obra de Ruiz
Iriarte una forma de iniciar «la fiesta a
la vieja usanza»
(Madrid, 5 julio 1944). El éxito
fue notable de acuerdo con lo publicado en la prensa. El
crítico Alfredo Marqueríe se extendió en
elogios y concluyó afirmando que el autor había
«logrado ya mejor puntuación en la
literatura escénica que muchos de los autores sedicentemente
consagrados y populares con vasto -y basto- repertorio»
(ABC, 5 julio 1944). Se valoraba mucho la
distinción y la elegancia en los círculos literarios
o teatrales de la posguerra. Jorge de la Cueva elogió la
acción ligera de la obrita como «el núcleo en
torno al cual el autor va acumulando pensamientos y frases
enjundiosas y alusiones sutiles de certero efecto, sin que padezca
el movimiento ni el sentido teatral de la farsa, ni el
interés del público, que se manifestó en
grandes aplausos, que el autor hubo de recoger desde la
escena» (Ya, 5 julio 1944).
En noviembre del mismo año, el TEU madrileño volvería al teatro Español con otra sesión en la que se incluyó de nuevo Un día en la Gloria, esta vez junto con la humorada Ático izquierda, del médico y hoy olvidado comediógrafo Julio Angulo. Ruiz Iriarte había compartido cartel con un auto sacramental de Calderón, la crítica había señalado en su obra positivas influencias de Bernard Shaw, Anatole France y Oscar Wilde, todos le auguraban una brillante trayectoria... El autor tenía motivos para sentirse satisfecho con una obrita que parecía del agrado universal. Tanto sería su orgullo que se mostró dispuesto a prorrogar la difusión del texto con una edición no venal de cien ejemplares. La repartiría entre sus amigos y las gentes del teatro, como una semilla de futuro. El joven comediógrafo necesitaba dar el paso adelante para adentrarse en el teatro profesional, pero confiaría en un texto amable, curioso y escrito con la pulcritud de quien nunca cayó en lo vulgar.
La lectura de Un día en la Gloria nos depara hoy una sensación de ingenuidad propia de una farsa, combinada con ternura y una ligera ironía. Percibimos en múltiples rasgos estilísticos a un autor culto y sensible, atento a los recursos de un oficio que fue aprendiendo con aplicación, pero también la necesidad imperiosa de un sueño. Lo compartieron aquellos universitarios con inquietudes artísticas que buscaban un teatro distinto al de las carteleras comerciales. La distinción sólo podía venir por el camino de un juego amable y de suaves perfiles, sin aristas que resultaran conflictivas, pero con las suficientes notas cultas para evidenciar la distancia que mediaba con respecto a lo que Alfredo Marqueríe definiera como repertorio vasto y basto de tantos autores. Al final de su trayectoria, Ruiz Iriarte contó con el generoso fruto de una labor continuada e incansable. Sin embargo, desde el principio supo esquivar los caminos de lo vulgar. Esa cualidad distintiva era su aval para esperar una oportunidad que le vendría poco después de estrenar Un día en la Gloria gracias a los muchachos del TEU comandados por José María Forqué y los no menos entusiastas bajo la dirección de Modesto Higueras. El padre Mateo y el camarada Mediano también sonreirían al ver en los escenarios una farsa leída con tanto entusiasmo por el autor.
Juan Antonio Ríos Carratalá
Universidad de Alicante
A Enrique Azcoaga2
Esta comedia se estrenó por primera vez en España en el teatro Argensola, de Zaragoza, el 23 de septiembre de 1943, y en el teatro Español, de Madrid, por el cuadro del Teatro Español Universitario, la noche del 4 de julio de 19443.
| PERSONAJES |
Reparto en Madrid por orden de aparición
en escena |
| EL CHAMBELÁN DE LA GLORIA. | JOSÉ FRANCO. |
| EL HERALDO. | AUGUSTO DOMÍNGUEZ. |
| SARAH BERNHARDT. | CECILIA FERRAZ. |
| JUANA DE ARCO. | MARY CAMPOS. |
| ELLA. | ANGELINES CAMPOS. |
| DON JUAN. | JOSÉ LUIS HEREDIA. |
| NAPOLEÓN. | JOSÉ LUIS LÓPEZ. |
| EL FAMOSÍSIMO ROBERT LORRY. | DOMINGO LÓPEZ. |
| DIEGO CORRIENTES. | BERNARDO S. TOSCANO. |
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Una gran terraza, de blanco pavimento, a elevadísima altura sobre este mundo nuestro minúsculo y sin importancia. Al final, bella balaustrada dividida en dos cuerpos simétricos para dar lugar en su centro a una escalera de acceso al recinto. Todo blanco, menos el fondo, que, detrás de la balaustrada, es un cielo azul, rico y ufano. Luces claras de aurora ingrávida y contenta. Y en todo, misterioso, inexplicable, un subrepticio vaho sobrenatural... Cuando se levanta el telón, un raro personaje, juvenil y lisonjero, monta guardia junto a la escalera. Es el Heraldo. Su atavío, como el ambiente, es pura imaginación y fantasía. Sus piernas, mozas y ágiles, revestidas con mallas blancas. Sobre su cabeza, un gorro gracioso rematado con rojo pompón acaracolado. Y en la mano, una gran trompeta metálica, larga y reluciente. Otro individuo, rechoncho, repolludo, pasea con fachenda solemne y estrafalaria: el Chambelán. Lleva, sin ninguna altivez, uniforme de oficial de la Guardia en la Corte Imperial de Nicolás II4. Botas charoladas. Espuelas de plata. Guerrera con botonadura relumbrante. Una fila enorme de condecoraciones. Bigotudo como un cosaco de «film»... |
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HERALDO.- (Una pausa. Voz joven y emocionada.) Vea el señor Chambelán... Ya amanece. |
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CHAMBELÁN.- (Frotándose las manos.) Sí, hace fresquito. |
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HERALDO.- (Misteriosamente.) Con su permiso, señor Chambelán. (Blande la trompeta.) Es la hora. |
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CHAMBELÁN.- Sí, sí. Toca, hijo; toca la trompeta. (EL HERALDO, cara al cielo, enarbola la trompeta y prorrumpe en un clarín largo y suave. Acaba.) ¡Ajajá! Lo haces maravillosamente, muchacho. Cada día mejor... (Una pausa.) ¿Qué? ¿Sube alguien? |
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HERALDO.- (Inclinado sobre la balaustrada mira ansioso, hacia abajo. Se incorpora muy triste.) Nadie... |
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CHAMBELÁN.- ¡Qué fracaso!... Es horrible. Necesitamos gente nueva; pero es inútil. Esto se amustia, se entristece... Al parecer, en el mundo ya no está bien visto preocuparse por venir aquí a la Gloria. |
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HERALDO.- ¡Oh! |
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CHAMBELÁN.- ¡Digo! Las buenas gentes van al cielo. Los malvados, al infierno. Pero aquí, a la Gloria, donde están la inmortalidad y la fama, no sube nadie... Espantoso. No me lo explico. |
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HERALDO.- Sencillísimo, señor Chambelán... En el Limbo nos hacen una competencia escandalosa. |
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CHAMBELÁN.- Verdad. Estamos perdidos. Nos ganan. (Otra vez se frota las manos.) ¡Hum! |
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HERALDO.- (Triste.) Señor, en la Gloria estamos en crisis, porque en el mundo los hombres están en decadencia... No tienen ambición. No sueñan. |
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CHAMBELÁN.- Berr... Un asco. |
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HERALDO.- Así es dificilísimo venir a la Gloria. Antes... ¡Oh, eran otros tiempos! Hace unos años, en un amanecer como éste, al toque de mi trompeta, subieron por esta escalera tres poetas españoles, una danzarina rusa, un violinista húngaro, dos pintores italianos... Un humorista inglés, que se pegó un tiro. Un príncipe japonés, que se hizo el «harakiri» por amor. Y dos negros yanquis. |
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CHAMBELÁN.- ¡Hola! ¿Dos negros? |
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HERALDO.- Sí. Uno, campeón del mundo de boxeo. El otro, senador... Fue un día inolvidable. |
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CHAMBELÁN.- (Un poco conmovido.) Oye, pequeño, ¿recuerdas aquella mañana cuando yo llegué aquí, a la Gloria?... ¡Tantos años ya!... |
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HERALDO.- ¡Sí! Lo recuerdo perfectamente. Ahí estaba el zar Nicolás II. Muy emocionado. Muy contento. Abrazó al señor y le dijo: «Querido Alexis... Mi gran duque Alexis. Sólo faltabas tú. Todos hemos alcanzado la Gloria. Nosotros en el patíbulo... Tú como domador de fieras. ¡Ya estamos todos!». Yo me emocioné muchísimo. |
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CHAMBELÁN.- ¡Oh! Y yo. ¡Qué día! ¡El zar me quiere tanto!... |
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HERALDO.- Sí. Por eso las malas lenguas dicen que al señor le nombraron Chambelán de la Gloria por influencias... |
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CHAMBELÁN.- ¡Niño! |
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HERALDO.- (Transición.) ¡Perdón, señor Chambelán! (Tímidamente.) Quisiera repetir la llamada, señor Chambelán... |
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CHAMBELÁN.- Duro, hijo. Por probar... (Otro alarido de trompeta. Más largo y vibrante. Al terminar, una pausa.) Te envidio, chico. Años y años tocando ese chisme. Siglos enteros. Y cada amanecer con más brío. Eres incansable. |
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HERALDO.- ¡Mi trompeta es inmortal! (Orgulloso.) Es la que hace sonreír a los hombres cuando sueñan locuras maravillosas que los traerán a la Gloria. Es la que inspira sus fantasías más hermosas. (Con ternura.) Cuando los soñadores la oyen ya no pueden olvidarla jamás. Por eso toco al amanecer, que es la hora de los sueños. De noche los hombres sólo tienen visitas desagradables. (Despectivo.) El diablo, los fantasmas y los aparecidos... Gente pasada de moda. |
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CHAMBELÁN.- Ya, ya. Pero mira. Los hombres se han hecho reaccionarios. No te oyen... Ni uno. |
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HERALDO.- (Dolorido.) Estoy en ridículo. |
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CHAMBELÁN.- Sí. En la Gloria todos estamos en ridículo. Hasta la trompeta. Berr... |
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HERALDO.- (Bruscamente, lleno de ira, se encarama sobre la balaustrada. Y grita y gesticula hacia abajo.) ¡Oídme! |
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CHAMBELÁN.- (Asustado.) ¡Muchacho! |
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HERALDO.- ¡Oídme! Por la montaña se va la luna con siete estrellas de plata. ¡Amanece! ¡Despertad, poetas!5 |
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CHAMBELÁN.- (Sesudo.) Imposible. Se acuestan tardísimo. |
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HERALDO.- ¡Oíd! Es preciso despertar para que soñéis vuestro poema inmortal, que os traerá a la Gloria. ¡Levantaos los amadores que soñáis con la gloria de Don Juan! ¡Vivos, vosotros, soldados que queréis ser inmortales, como Guillermo Tell, Alejandro Magno o Napoleón! Y vosotros, adoradores de lo generoso y heroico, ¡despertad!, porque el gran sueño de perfección y de heroísmo viene de la amanecida, mientras repican las campanas de las aldeas y gritan los ruiseñores en los pinos... ¡¡Oídme todos!! ¡A luchar por la Gloria! ¡A la Gloria! ¡A la Gloria! |
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CHAMBELÁN.- (Filósofo.) No insistas. |
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HERALDO.- (Bajando desconsolado.) Es inútil. |
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CHAMBELÁN.- Tú no sabes... La gente ahora es muy ordenada. Duermen como leños. A las ocho se levantan y hacen gimnasia. El deporte acabará con los sueños. Nos arruina... Una gracia. |
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HERALDO.- ¡Dios! Pero es tremendo. ¡Ah, no, no! |
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CHAMBELÁN.- ¡Cuidado! (Y es que el HERALDO, indignadísimo, ha trepado otra vez a la balaustrada y toca desaforadamente la trompeta, sin nota ni orden. Furioso. Un estrépito morrocotudo.) ¡Muchacho, calla..., calla!... ¡Qué escándalo! ¡Se ha vuelto loco! |
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(Y surge, con su gracia de figurín «fin de siècle», una evocación sigilosa. SARAH BERNHARDT, vestida de blanco y rosa, a la moda parisién de su tiempo, como para un paseo de mañana por el verde y las cascadas del «Bois de Boulogne», con sombrero y sombrilla, su piel de arrugas impecables y sus ademanes de susto.)6 |
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SARAH.- ¿Qué es esto? Por favor, criatura... ¡Basta! |
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HERALDO.- (Enrojeciendo.) ¡Perdón! |
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CHAMBELÁN.- El pobre... Está desesperado, madame Bernhardt. |
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SARAH.- (Molesta.) Amigo mío, le ruego que no me llame madame Bernhardt. Es vulgarísimo. |
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CHAMBELÁN.- ¡Madame! |
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SARAH.- No, no, no... Los artistas no tenemos tratamiento. Mi nombre nada más. (Con gozo y orgullo.) ¡Sarah Bernhardt! |
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CHAMBELÁN.- ¡Ah! |
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SARAH.- Así. Como me decían los críticos, los estudiantes, los bohemios del Barrio Latino y un joven del anfiteatro, pesadísimo, que todas las noches me enviaba sus camelias con una carta. ¡El pobre! Se empeñaba en contarme que me amaba y que era ingeniero... Estaba preocupadísimo por las dos cosas. |
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CHAMBELÁN.- (Galán.) Yo hubiera querido ser un muchacho del anfiteatro. |
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SARAH.-
(Ríe.)
¡«Oh, là
là»! Amigo mío, no me haga la
corte. Prefiero que murmuremos de la gente. Le aseguro que la gran
trágica Sarah Bernhardt, en el fondo es un poco
frívola. Ahora, en la Gloria, no me importa confesarlo. Me
hubiera gustado ser la «Mistinguette».7
(Canta e inicia unos pasos de
cuplé.) |
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CHAMBELÁN.- Diga, diga. Me encanta. |
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SARAH.- ¿No sabe usted? Eleonora Duse y D'Annunzio han hecho las paces.8 Están empalagosísimos. |
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CHAMBELÁN.- ¡Oh! |
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SARAH.-
Calle usted. La gente no tiene formalidad ni en la
Gloria. Está visto.
(Canturrea.) |
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HERALDO.- ¡Señora! |
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SARAH.- Ven aquí... ¿Estás llorando? Deja. (Sonríe.) Ten calma. Tranquilízate. En el mundo los hombres oyen todos los días el toque de tu trompeta. Saben que eres la ilusión y que los llamas a la Gloria, a este paraíso nuestro, donde vivimos los que en el mundo fuimos famosos. Lo que sucede, hijo mío, es que para conseguir la entrada en la Gloria hay que soñarla primero. Y en este siglo XX los hombres sueñan poco. Están ocupadísimos y no tienen tiempo para estas cosas. Pero consuélate. Un día, de todos los rincones de la tierra, vendrán otra vez a la Gloria los poetas, los músicos, los artistas. |
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HERALDO.- ¡Señora! |
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SARAH.- El pobre... (Volviéndose al CHAMBELÁN.) Se apura porque no viene gente. Parece que es el empresario. |
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HERALDO.- ¡Señora! (Un fuerte resplandor rojizo. Salta el CHAMBELÁN y tiembla SARAH.) ¡Mirad! |
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SARAH.- ¡Dios mío! ¡Fuego! ¡Fuego en la Gloria! |
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CHAMBELÁN.- (Indignadísimo.) Ca, no señora... Es el faquir. |
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SARAH.- ¿Quién? |
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CHAMBELÁN.- Un chiflado. Es un sacerdote indio que un día, en la antigüedad, bailó una danza sagrada delante de los dioses, sobre una hoguera, sin quemarse los pies. Después explotó el truco, se hizo faquir y fue célebre en todo el mundo. Por eso llegó a la Gloria. Ahora está loco. Todos los días enciende fuego y baila un ratito. No tiene remedio... Una lata. Tendré que encerrarlo (Sale.) . |
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SARAH.- (Ríe.) ¡Pobrecillo! |
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(Por el lado opuesto, una singular figura lanza un grito de angustia. Es JUANA DE ARCO. Gran espada en la cintura. Pecho cubierto con coraza y una cruz grabada. Sobre sus hombros se despliega una melena clara, casi rubia. Ha gritado porque toda ella está llena de un inmenso terror... Los brazos, extendidos; los ojos muy abiertos...) |
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JUANA.- ¡No, no! Por piedad... ¡¡Al fuego, no!! |
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SARAH.- (Sobrecogida.) ¿Qué dice? |
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JUANA.- ¡Ese fuego! ¡Esas llamas!... ¡Tened piedad de mí! |
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HERALDO.- ¡Chiss! ¿No sabe?... Es Juana de Arco. Una muchacha de Orleáns. Murió por su Dios y por su patria. La quemaron en una hoguera. Ahora tiembla cuando ve una llama... Cree que van a sacrificarla otra vez.10 |
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JUANA.- ¡Piedad!... ¡No lo permitáis! Defendedme. Quieren llevarme a la hoguera otra vez. Mirad: ya encienden el fuego. ¡No, no, no!... ¡Dios mío! Apágalo tú. Otra vez el fuego, no. |
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SARAH.- (Acogiéndola con ternura.) Niña... Querida mía, cálmate. No temas. |
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JUANA.- ¡Señor! Miradlos; son tremendos, feroces... Están locos de odio. Todos los días quieren volver y llevarme al fuego como entonces. Tienen unas caras horribles. Oigo otra vez cómo chascan los leños, las retamas y las ramas de pino. Apaga ese fuego. Apártalos. Esos ojos... ¿Por qué me miran así? ¿Por qué me odian? ¡Oh, ese madero es enorme, y me consumirá toda entera! Oídme... ¿Por qué echáis al fuego manojos de romero y hierbabuena, si sólo sirven para hacer ramos? (En un tremendo estremecimiento.) Un poco de lluvia, Dios mío. Haz que llueva. El agua apagaría en seguida las llamas y yo podría salvarme... |
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SARAH.- (La coge y la acaricia.) Criatura... Cierra los ojos. |
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JUANA.- ¡Me ahogo! |
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SARAH.- ¡No!... ¡Pobre pequeña! ¡Tan bonita!... Todos los días llueve... (Desaparece el resplandor rojizo de las llamas. Otra vez luz clara, ya de día. Vuelve el CHAMBELÁN.) . |
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JUANA.- (Escondida en sus brazos.) ¡Gracias! |
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CHAMBELÁN.- (Contempla el grupo.) Me lo figuré. ¡Condenado faquir! Si pudiera descubrirle el truco... |
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JUANA.- (En una transición de gozo va desprendiéndose de los brazos de SARAH. Respira en triunfo. Se acaricia con deleite su melena. Sonríe. Vuelve a ella un temblor cándido y alegre. Una niña.) ¡Ay! (Contenta y sorprendida.) ¿Quién es usted, señora? Nunca la vi hasta hoy. |
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SARAH.- ¡Oh! No es extraño... ¡Esto es tan grande!... Además, yo en la Gloria hago una vida muy retirada... No salgo de noche... Vine cansadísima... |
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JUANA.- ¡Qué hermosa es usted! Casi tanto como la Gloria. Y su voz es una maravilla. ¿Vendrá conmigo a la orilla del estanque? |
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SARAH.- (Risueña y como encantada.) ¡Sí!... |
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JUANA.- (Cogiéndola de la mano.) Vamos. Me gusta estar allí horas y horas. ¡El agua es tan azul y tan bella!... Sólo el fuego es horrible. Pero el agua sirve para apagar el fuego. |
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SARAH.- ¡Chiquilla! (Y salen.) . |
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CHAMBELÁN.- (Viéndola ir, paternal y conmovido.) ¡Admirable muchacha! Es de las pocas que, al mismo tiempo, están en el cielo, porque fue santa, y en la Gloria, porque fue una heroína... |
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(Irrumpe una pareja singular: ELLA y DON JUAN. ELLA, airosa, llena de gracia, con su aire mixto, de gran dama y bulevar. Un traje encantador, a lo 1900. Su talle, esbelto; su estupendo sombrero, su escote blanco y alegre. DON JUAN se atavía como quien es: el Gran Burlador. Pero con escasísima bizarría... Las plumas de su gorrilla están lamentablemente alicaídas. ELLA, delante, como en fuga, porque DON JUAN la asedia...)11. |
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DON JUAN.- ¡Señora! |
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ELLA.- Don Juan... Apártese. Por favor. |
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DON JUAN.- ¡Oídme! (Gimotea.) ¡Os lo pido de rodillas! |
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CHAMBELÁN.- ¡El pobre Don Juan! |
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HERALDO.- Como todos los días. |
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CHAMBELÁN.- ¡Qué desgracia tiene este muchacho con las mujeres!... Es una tragedia. |
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DON JUAN.- (De verdad humillado, con una rodilla en tierra.) Tened piedad, señora. Pensad que soy yo, ¡yo!, Don Juan quien os suplica. Jamás me incliné ante ninguna mujer. Vos sois la única que rinde todo mi orgullo. |
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ELLA.- ¡Y dale! |
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DON JUAN.- Os amo. Queredme, por piedad. Pensad que os lo pide el hombre al que han amado todas las mujeres de la Humanidad. ¿Por qué huís de mí? (Terrible.) Ya lo sé. Por ese majadero. Un hombre tan sucio. |
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ELLA.- ¡Silencio! |
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DON JUAN.- ¡Un hombre inferior! ¡Un esclavo! ¡Eso es! |
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ELLA.- Le prohíbo a usted que lo insulte. ¡Llamar esclavo a un bailarín negro que vino a la Gloria porque se hizo célebre bailando en todos los «cabaréts» del mundo! |
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DON JUAN.- (Dramático.) ¡Oh, si en la Gloria pudiéramos matarnos unos a otros! |
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ELLA.- Debería darle a usted vergüenza hablar de ese modo. Usted, que está en la Gloria por lástima. Porque, en realidad, nadie sabe si el Burlador de Sevilla ha existido o no. |
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TODOS.- ¡Oh! |
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DON JUAN.- ¡Cómo me humilláis! Pero, decidme. ¿Por qué no podéis amarme? ¿Es que me encontráis extraño? |
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ELLA.- ¡Por Dios! Antiquísimo. Con esa facha... |
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DON JUAN.- ¡Oh! |
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ELLA.- Y esa barba. Feísima. |
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DON JUAN.- ¡Señora! ¡¡Que soy Don Juan!! |
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ELLA.- Un cursi (Y sale, frívola y burlona.) . |
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DON JUAN.- (Desgarrado.) ¡¡Ay de mí!! |
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CHAMBELÁN.- ¡Pobrecillo!... |
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HERALDO.- ¡Me da lástima!... (Vuelve la BERNHARDT.) . |
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SARAH.- ¡Pero Díos mío! Don Juan de rodillas... |
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CHAMBELÁN.- El pobre... Tiene un sino...; es un fracaso. |
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(Rodean a DON JUAN, que está acongojadísimo. El CHAMBELÁN le incorpora y le da golpecitos en el hombro.) |
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DON JUAN.- ¡¡Dios!! Y pensar que en este momento, en el mundo, hay millares de mujeres hermosas que sueñan conmigo... |
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SARAH.- ¡«Oh, là là»! No sea usted presumido. Las muchachas románticas sueñan con usted porque no le han visto nunca. La verdad es que así de cerca, pierde usted mucho. |
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DON JUAN.- (Otro sollozo.) ¡¡Oh!! |
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CHAMBELÁN.- Ea, ea, Don Juan. ¡Vaya! Un poco de valor. (Filosófico.) Las mujeres... Serénese. Recuerde que estamos en la Gloria. |
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DON JUAN.- Ella tiene la culpa de que para mí esto no sea la Gloria, sino el infierno. |
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SARAH.- (Curiosa.) Pero ¿quién es esa mujer? |
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DON JUAN.- Señora, ¿es posible que no lo sepáis? ¡Es la Fornarina!12 |
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|
TODOS.- ¡Oh! |
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SARAH.- (Sublime.) ¡Una cupletista! ¡Qué vergüenza! (De pronto, el HERALDO chilla y adopta militar posición de firme.) . |
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HERALDO.- ¡¡Silencio!! |
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SARAH.- ¿Qué ocurre? |
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HERALDO.- (Solemne.) ¡¡El Emperador!! |
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SARAH.- ¿Cuál de ellos? |
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CHAMBELÁN.- (Reverente.) ¡Chis!... El Emperador es siempre él: ¡Napoleón! |
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SARAH.- ¡Bah! Me fastidian los emperadores y los reyes. Son unos presumidos. Parece que nadie tiene tanto derecho como ellos a estar en la Gloria. |
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(Entra pausado y taciturno, la cabeza baja, una mano a la espalda, otra con los dedos entre la botonadura de la casaca, NAPOLEÓN. La mirada en el suelo. Una gran abstracción en el incógnito soliloquio. Cruza delante de los demás personajes sin mirarlos siquiera y se dirige a la balaustrada.) |
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HERALDO.- ¡Señor! |
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CHAMBELÁN.- ¡Majestad |
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NAPOLEÓN.- ¿Sin novedad, Chambelán? |
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CHAMBELÁN.- Ninguna, señor. Otro día en blanco. |
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NAPOLEÓN.- (Desconsolado.) ¿Nadie? |
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CHAMBELÁN.- ¡Nadie! Es una pena. |
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NAPOLEÓN.- (Allá, en el fondo, como hablando a la tierra desde la gran balconada.) ¡Mundo del siglo XX! ¿Qué gente es la tuya que entre tantos millones de seres no logras enviarnos a la Gloria un solo hombre todos los días? ¿Qué humanidad habéis formado tan ruin y tan poco ambiciosa? ¡Cuando pienso que yo soñé con la conquista del universo!... Vosotros vivís de nuestro recuerdo más que por vuestras propias obras. Olvidasteis que vivir es crear una ambición cada día, y os habéis hecho conservadores. Vuestra vida es peor que la muerte, porque dormís sin sueños... El más humilde de mis soldados llevaba en su mochila el bastón de mariscal. Vosotros, en cambio, en vuestras cabezas habéis tapado con barro el rincón de la fantasía. Todavía no comprendisteis que la vida sólo es bella cuando es el camino para la inmortalidad. ¡Oh, ni siquiera os sirve vuestra civilización para apretar más los ojos y soñar con más fuerza! |
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DON JUAN.- ¡Quia, no señor! Al contrario. La civilización convierte a los hombres en personas de buena educación. Y estamos perdidos. Adiós las bravas aventuras. Las hermosas leyendas. (Suspira.) Creo que hoy día, en mi país, los seductores más terribles terminan sus lances casándose en los Jerónimos o en San Ginés...13 (Ruborizado.) ¡Qué poca vergüenza! |
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SARAH.- Es desesperante. La Gloria sin gente nueva resulta aburridísima... |
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CHAMBELÁN.- (Muy triste, como todos.) Berr... Un día tendremos que cerrar. Veréis. |
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(Un silencio acongojado. Y de pronto, brinca en el aire un grito del HERALDO.) |
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HERALDO.- ¡Aleluya! ¡Aleluya! |
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TODOS.- (Suspensos.) ¿Qué? |
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HERALDO.- (Un grito frenético, gozoso, loco. Agita la trompeta.) ¡¡Aleluya!! |
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CHAMBELÁN.- ¡Chico! |
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NAPOLEÓN.- ¡Diablo! |
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HERALDO.- ¡Aleluya! |
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SARAH.- Habla. ¿Qué es esto? (Acuden todos presurosos al lado del HERALDO. Miran por el balcón.) . |
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HERALDO.- ¡Mirad! Sube un hombre ¡Vedlo! |
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DON JUAN.- ¡Cierto! |
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SARAH.- (Muy alegre y palmoteando.) ¡Mirad!... ¡Mirad! Viene un muchacho. Un chico. |
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CHAMBELÁN.- ¡Qué joven es! |
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HERALDO.- Ya era hora. En la Gloria todos tienen reuma. |
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DON JUAN.- ¡¡Ya llega!! |
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SARAH.- ¡Aprisa! ¡Aprisa! |
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HERALDO.- ¡Aleluya! Aquí está... |
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(Apártanse de la entrada para abrir camino al que llega. Es ROBERT LORRY.14 Un mozo de cara morena. Anchos hombros; traje sport; terriblemente alegre y desenfadado. Una alegre distinción, entre desenvoltura y descuido. Plántase en medio de todos y agita la mano con ademán deportivo.) |
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ROBERT.- ¡«Good bye»! ¡Hola, muchachos! |
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CHAMBELÁN.- (En funciones.) ¡Adelante! |
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ROBERT.- «My dear... Yes». (Divertidísimo.) Son unos tipos extraordinarios. (Dándole golpecitos en la barbilla al CHAMBELÁN.) ¡Vaya, barbián! |
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CHAMBELÁN.- Más respeto. ¡Está usted en la Gloria! |
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ROBERT.- Resulta que la Gloria es mucho más divertida de lo que yo creía. Es estupendo. |
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CHAMBELÁN.- ¡¡Silencio!! ¿Quién es usted? |
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DON JUAN.- Eso. ¿Quién es? |
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SARAH.- Yo soy muy curiosa. Dilo. ¿Quién eres tú? |
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ROBERT.- (Atónito.) Pero ¿es posible que no lo sepan? ¡Es el colmo! ¿En qué país estamos? ¡Fíjense bien! ¿Cómo puede ser que no me conozcan? |
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DON JUAN.- No, no... Palabra. ¡Esto está tan retirado!.. |
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SARAH.- (Bajo.) Creo que estamos en ridículo. |
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CHAMBELÁN.- Sí. Tendremos que modernizar la Gloria. Leer los periódicos. Oír la radio. |
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ROBERT.- (Ofendido.) Es increíble... Soy Robert Lorry. (Orgullosísimo.) ¡El maravilloso actor Robert Lorry! De Hollywood... |
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TODOS.- ¡Oh! |
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ROBERT.- ¡Soy célebre en el mundo entero! Mis películas recorren toda la tierra. Mis fotografías se publican en todos los periódicos del universo. Me piden autógrafos y retratos. Estos días he hecho declaraciones a la prensa afirmando que me fastidia la colonización en África del Sur, porque se le quita carácter al continente y los indígenas de Madagascar están estudiando la forma de concederme una subvención para que rectifique. Soy millonario. He tenido una cuestión personal con el Presidente de la República. (Todo indignación.) ¡Vamos, hombre! ¡Y todavía dicen que no me conocen! (Los demás bajan la cabeza avergonzados.) . |
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CHAMBELÁN.- ¡Perdón! |
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ROBERT.- Pero mi gran triunfo fue anoche... (Entusiasmado.) Por eso he llegado hoy a la Gloria definitivamente. Para siempre. |
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CHAMBELÁN.- ¡Hola! Cuéntenos... |
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TODOS.- (Rodeándole.) Diga, diga... |
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ROBERT.- Fue inolvidable. Anoche... (Pero es interrumpido por la entrada atolondrada de un nuevo personaje. Es DIEGO CORRIENTES,15 tocado de monterilla, armado de trabuco, patilludo y apuesto, en su más bizarra evocación.) ¡Oh! ¿Quién es este tipo? |
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CHAMBELÁN.- (Muy molesto.) ¡Diego Corrientes! Un pelmazo. |
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DIEGO.- Por favor, amigos míos. Ayudadme... |
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HERALDO.- ¡Señor don Diego! |
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NAPOLEÓN.- ¡Al diablo! |
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DIEGO.- Es tremendo, espantoso... He encontrado una cartera perdida. Tiene dentro muchísimo dinero. ¡Figuraos! No sé qué hacer con ella. Por favor. ¿Estáis seguros de que ninguno ha extraviado la cartera? |
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CHAMBELÁN.- ¡Oh! |
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DON JUAN.- ¡Somos pobres, don Diego! |
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DIEGO.- Entonces, ¿quién será el desdichado? Es horrible. Diablo, no conozco a este caballero. ¡Ah, bueno!... Usted es nuevo en la Gloria. Me presentaré. Soy Diego Corrientes. |
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ROBERT.- ¡El bandido! |
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DIEGO.- El mismo, sí señor. Para servirle. |
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ROBERT.- (Contentísimo.) ¡Un bandido español! Y completo; con trabuco y todo. ¡«O-key»! |
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DIEGO.- (Encantado.) Sí, sí. Eso. ¿Usted también es bandido? |
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ROBERT.- ¡No! |
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DIEGO.- ¡Qué lástima! Es que como a los de ahora no se los distingue... Y, sin embargo, tiene buena pinta. Serviría. Pero, perdóneme. Me voy. He de encontrar al infeliz que ha perdido esta cartera. No puedo tener en mi poder un dinero que no es mío. Me quema las manos. |
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ROBERT.- ¿De veras? |
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DIEGO.- Sí, sí. Yo en cuestiones de moral soy intransigente. |
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ROBERT.- ¡¡Pero eso es interesantísimo!! |
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CHAMBELÁN.- Es todo un hombre. |
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DON JUAN.- ¡Un caballero! |
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SARAH.- Es un hombre de honor. |
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ROBERT.- (Admiradísimo.) ¡Caramba! Entonces ese trabuco... |
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DIEGO.- Qué quiere usted... Hay que vestir el tipo. La tradición. La fama... Por algo se está en la Gloria. Uno ha de ser fiel a su propia historia; en fin, se ve que usted es nuevo. ¡Vaya!... Discúlpeme... Recorreré toda la Gloria buscando al dueño de esta cartera. ¡Qué lástima!, voy a perder la mañana y no podré asistir a clase. |
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ROBERT.- ¿A clase? |
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DIEGO.- Sí, sí... Alfonso el Sabio me da todos los días lecciones de Derecho. Hoy me toca el Procesal. Adiós, caballero. Diego Corrientes a sus órdenes. Dios mío, ¿quién será el desdichado que ha perdido la cartera? Si la llega a encontrar otro que no fuera yo... Con la gentecita que hay en la Gloria... (Y sale.) . |
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ROBERT.- ¡Es formidable! ¡Extraordinario! Si lo supieran en Hollywood... |
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SARAH.- «Mon cheri!». (Coge del brazo a ROBERT.) Cuéntanos todo... ¿Por qué has llegado a la Gloria? Di. Anoche..., ¿qué sucedió? |
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CHAMBELÁN.- Hable, joven, es un trámite imprescindible. |
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HERALDO.- Tengo una curiosidad... |
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SARAH.- Dilo. |
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ROBERT.- Anoche... Fue magnífico. «¡Yes!». (Encantado.) Nunca pude imaginarlo. Todas las calles de Hollywood con sus luces encendidas... Todos los automóviles parados, sonando las sirenas... Y la muchedumbre con su clamor: ¡Robert Lorry! ¡Robert Lorry! Era maravilloso. Anoche se estrenó mi mejor película, La vida de Napoleón. Y Napoleón soy yo.16 |
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NAPOLEÓN.- (Volviéndose airadísimo.) ¡Quia! |
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ROBERT.- ¡¡Eh!! |
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CHAMBELÁN.- (Severo.) ¡Pollo!... Napoleón es este señor. |
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ROBERT.- No, no... Le juro que Napoleón soy yo. Estoy segurísimo. |
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NAPOLEÓN.- ¡Oh! |
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ROBERT.- Este señor se parece algo, sí... Es curioso. (Transición. Ríe.) ¡Ah, vamos! Usted es el auténtico. Bueno, eso no tiene importancia. |
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NAPOLEÓN.- ¡Miserable! |
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ROBERT.- (Riendo.) Muy gracioso... ¿Quién lo iba a decir? Pero si lo viera el director... ¡Cuántos defectos le iba a poner! |
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NAPOLEÓN.- ¡Cielos! ¿A mí defectos? ¿Oís?... |
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ROBERT.- Le advierto, querido, que en la película le he representado con todo cuidado. |
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NAPOLEÓN.- (Brinca.) ¡¡Eh!! ¿Que este mamarracho me ha representado a mí?... |
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ROBERT.- ¡Oiga! |
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NAPOLEÓN.- ¡Y en una película! ¡Imposible!... Es muchísimo más alto que yo. |
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ROBERT.- Naturalmente, querido. Por eso me eligieron a mí. Usted es demasiado pequeño... No vale. |
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NAPOLEÓN.- (Excitadísimo.) ¡Es espantoso!.. Resulta que yo no valgo. ¡Diga, pronto! ¡Quiero saberlo todo! ¡Hable! |
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ROBERT.- Está usted muy nervioso... ¡Tranquilícese! La película resultó soberbia. En Santa Elena...17 ¡Oh, era un escenario precioso! ¡Un cielo clarísimo!... Y muchos almendros. Aquí, allá, en todas partes. Terminé mareado, lo juro. En una escena muy delicada yo arrancaba una flor del almendro, la olía, y después me la llevaba a los labios. |
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NAPOLEÓN.- ¡Qué cursi! Yo no hice eso en mi vida. |
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ROBERT.- ¿No?... ¡Qué lástima!.. Hubiera estado usted encantador. Y al final, mi mejor escena: su muerte... ¡Si usted supiera cómo ha muerto!... ¡Oh, estuve genial! Fue una muerte lenta, muy lenta... ¡Ay! Y mientras tanto, al fondo, una orquesta de violines interpretaba una marcha triunfal... |
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NAPOLEÓN.- ¡¡Oh!! ¿Habéis oído? ¡Yo he muerto con música! ¡Yo! ¡¡Yo!! ¡¡Napoleón!! (Ríen los otros.) ¡Canalla! |
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ROBERT.- (Asustadísimo.) Pero, querido... |
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NAPOLEÓN.- ¡Callad! ¡Llevadlo de aquí!... ¡Voy a exterminarlo! |
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ROBERT.- ¡Demonio! |
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CHAMBELÁN.- ¡Dios nos valga! |
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NAPOLEÓN.- ¡Que venga la guardia! ¡A mí, mariscales! ¡Fuera! ¡¡Vivo!! (DON JUAN y el HERALDO le sujetan.) . |
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DON JUAN.- ¡Calma, señor! |
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HERALDO.- ¡Majestad! |
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SARAH.- Amigo mío. Napoleón no es un hombre de mundo... |
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CHAMBELÁN.- Hay que disculparle. Vino a la Gloria amargadísimo. En el mundo le fastidiaron tanto... (NAPOLEÓN ruge entre DON JUAN y el HERALDO.) . |
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ROBERT.- Resulta que la Gloria es mucho menos confortable de lo que yo creía. ¡Es un timo! |
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SARAH.- ¡No!... Ven conmigo. La Gloria es un sueño. |
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ROBERT.- ¿Contigo?... ¿Quién eres tú? |
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SARAH.- (Sonríe con alegre y sabia coquetería.) ¡Mírame!... ¡Sarita! |
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ROBERT.- ¡Sarita! ¡Una gran señora! |
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SARAH.- Yo te enseñaré lo más bello de la Gloria. El monte con sus encinas. El bosque de los pinos... (Se lo lleva.) . |
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NAPOLEÓN.- ¡¡Soltadme!! |
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TODOS.- ¡Majestad! |
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NAPOLEÓN.- ¡Por todos los demonios!... ¡Juro que he de matarlo! |
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CHAMBELÁN.- ¡Se lo ruego, Majestad! ¡Cálmese! Vuestra Majestad hace muchos años que abandonó el mundo y no sabe cómo son los jóvenes de hoy. Algunos están muchísimo peor educados que éste... ¡Palabra! |
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NAPOLEÓN.- ¡¡Basta, Chambelán!! |
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TODOS.- ¡Pero, señor!... |
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NAPOLEÓN.- ¡Silencio! ¡Callad todos! ¡Oídme! (Solemne.) Este hombre y yo no cabemos juntos en la Gloria. Uno de los dos ha de marcharse. ¡Y pronto! ¡Ahora mismo! |
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TODOS.- ¡Oh! |
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NAPOLEÓN.- Mi nombre, mi historia, mi aventura, mi gloria, quizá la mayor en la Historia del mundo, son incompatibles con ese cómico desvergonzado que ha suplantado mi vida y me ha puesto en ridículo... Que se ha aprovechado de mi propia aureola para conseguir una gloria miserable. ¡Y que dice que yo no valgo para ser Napoleón!... |
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DON JUAN.- Exagera. |
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NAPOLEÓN.- (En un salto.) ¡¡Lo mato!! |
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HERALDO.- ¡Señor! |
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NAPOLEÓN.- ¡No, no, no! Estoy decidido: ¡él o yo! Os reuniré a todos, genios y gentes ilustres que habitáis conmigo en este mundo... ¡A todos! Y vosotros decidiréis. Podréis elegir entre un jovenzuelo osado que se burla de vosotros, y yo... Yo soy, ¡no lo olvidéis!, Napoleón Bonaparte. |
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CHAMBELÁN.- ¡Señor! Me hacéis sufrir. |
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DON JUAN.- ¡Me partís el alma! (Viene SARAH BERNHARDT.) . |
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SARAH.- El muchacho ha tenido un gran éxito. Me lo han quitado de las manos... |
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NAPOLEÓN.- ¡Silencio! ¡Será ahora mismo! ¡Es necesario! ¡No espero más! ¡Muchacho, toca la trompeta! ¡Que vengan todos! ¡Listo! |
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CHAMBELÁN.- (Gravemente.) Por favor, Majestad... |
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NAPOLEÓN.- ¿Qué es eso, señor Chambelán?... |
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CHAMBELÁN.- Un poco de reflexión... Estáis equivocado, señor. |
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NAPOLEÓN.- ¿Qué decís? |
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CHAMBELÁN.- Oídme. Todo es inútil. Pretendéis que nosotros mismos decidamos si ese joven ha de continuar en la Gloria... (Sonríe.) ¡Es imposible! En la Gloria no mandamos nosotros, señor. |
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-NAPOLEÓN.- ¡Hola! |
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CHAMBELÁN.- Pensadlo... ¿Qué es la Gloria?... Un mundo habitado por sombras. (Y alzando los brazos parece que abarca todo el escenario.) El recuerdo que de nuestra vida tienen los que viven en el mundo. Hemos llegado aquí porque nos han traído. Pero, en realidad, no existimos. Son los hombres, en sus grandes ciudades, en sus museos, en su memoria, los que hacen que existamos sobre sus vidas. Ellos mismos han creado este lugar donde nos hemos reunido todos. ¡Todos! Igual Vuestra Majestad por la apoteosis triunfal de su vida que mi modesta persona con su fama de domador de leones. Pero nosotros somos impotentes para admitir o no a los que nos envían... Acaso un día, al pasar de los siglos, las multitudes se olviden cruelmente de nosotros. Ese día desapareceremos misteriosamente de aquí... Mientras, seguiremos todos juntos. Claro que es una vergüenza que Séneca tenga que convivir con la Fornarina. Así tenemos tantísimos disgustos en la Gloria. ¡Pero la Humanidad tiene gustos tan diversos, señor!... Admira a los grandes filósofos, que no comprende, y se enamora de todas las mujeres a las que no puede dar un beso... Los hombres honorables son los más fervorosos admiradores de los ratas de hotel.18 ¡Mundo inconsecuente, misterioso y frívolo, señor! Ya veis... Sobre Don Juan creó la fama una bellísima leyenda poética, y ahora le amargan la Gloria unos cuantos médicos, estudiándole como un caso patológico...19 |
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DON JUAN.- (Indignadísimo.) ¡Calle usted, hombre!... ¡Me hacen cisco! |
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CHAMBELÁN.- Vos mismo sois otra víctima, señor. Sobre las victorias guerreras de Vuestra Majestad han escrito todos los políticos pacifistas. Así es la Gloria, señor. Un capricho de las multitudes, que a su antojo pueden convertir en héroe a un campeón de fútbol, a un diputado de la oposición o a una sufragista... Los hombres son volubles, y en su inconsistencia puede surgir nuestra gloria. Nosotros, apenas fantasmas, ¿cómo podemos evitarlo? A Robert Lorry le han aplaudido anoche millares de individuos en una gran ciudad. La noticia corre a estas horas por toda la tierra. En las grandes capitales, en las aldeas pequeñitas. Llega hasta los transatlánticos que navegan por alta mar. Ahora mismo, el nombre de Robert Lorry lo están escribiendo centenares de periodistas. Corre por el hilo de multitud de teléfonos. Lo vocea la radio. ¡Robert Lorry! ¡Robert Lorry!... ¡Robert Lorry!... Eso es la Gloria, Majestad. |
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NAPOLEÓN.- ¡Chambelán!... |
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CHAMBELÁN.- Mañana los jóvenes se peinarán como Robert Lorry. Vestirán como Robert Lorry. Montarán a caballo como Robert Lorry. Y los más bizarros gritarán llenos de orgullo: ¡soy un Robert Lorry! Después todas las muchachas se enamorarán de él... |
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DON JUAN.- (Un suspiro.) ¡Qué suerte! |
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CHAMBELÁN.- ¡Todo eso también es la Gloria, Majestad! |
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NAPOLEÓN.- (Después de un silencio. Muy conmovido.) Entonces... La Gloria no tiene importancia. |
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CHAMBELÁN.- ¡Sí! La gloria es maravillosa. Ése es el misterio. En realidad, somos nosotros, los hombres, quienes apenas tenemos importancia. |
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NAPOLEÓN.- ¡Oh! ¡Callaos!... (Otro gran silencio.) Entonces..., amigos míos, ¡adiós! |
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TODOS.- ¿Eh? |
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CHAMBELÁN.- ¡Oh, Majestad! |
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NAPOLEÓN.- ¡Sí, sí! Acabo de decidirlo. Me voy de la Gloria. |
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CHAMBELÁN.- ¡Imposible, Majestad! |
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NAPOLEÓN.- ¡Silencio! ¡Dejadme! ¡Es irrevocable mi decisión! ¡Me marcho! |
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CHAMBELÁN.- Pero, ¿a dónde irá Vuestra Majestad? |
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NAPOLEÓN.- No lo sé. A cualquier sitio donde no me conozcan. Al limbo.20 ¡Eso es! |
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TODOS.- ¡Oh! |
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SARAH.- ¡Qué drama! |
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NAPOLEÓN.- (Amargamente.) Lejos de aquí, donde moriría para siempre lleno de sonrojo y de rubor; donde, desde que llegó ese jovenzuelo, no seré más que un intruso. |
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DON JUAN.- ¿Qué decís? |
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SARAH.- Se ha vuelto loco. |
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CHAMBELÁN.- ¡Señor! ¿Napoleón un intruso?... |
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NAPOLEÓN.- ¡Sí! Escuchad. Hay una gloria miserable y traidora; es esta que algunos alcanzan imitando nuestras vidas, parodiando la aventura de los que en el mundo combatimos por una inmortalidad... Son gentes entrometidas: los cómicos. |
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SARAH.- ¡Oiga! |
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NAPOLEÓN.- Perdonad, señora, si
os ofendo. Son mis últimos momentos en la Gloria. Me voy.
Sé que desde hoy mi gloria ha palidecido para siempre. En el
mundo, las gentes ya no me recordarán como fui. De la
imaginación de todos desaparecerá la visión
exacta que de mí dieron los buenos amigos que escribieron mi
historia. Todos me recordarán a través de ese mozo
insolente. Napoleón ya es Robert Lorry. Napoleón
tendrá la cara de ese mozalbete, sus ojos, sus andares, su
tipo... Porque el mío no vale. (Muy
emocionado. Los demás bajan la cabeza.) Poco
a poco, al mismo tiempo que esa película va por el mundo, yo
me iré apartando de mi propia gloria. Los historiadores de
mañana escribirán que yo he muerto escuchando una
orquesta de violines... Las generaciones futuras creerán que
yo amaba las flores de almendro. Mi verdad, mi auténtica
existencia, ya no merece la pena. Mi gloria ha desaparecido.
(Un silencio.) Pero yo soy orgulloso.
No lo soportaré. ¡Soy Napoleón Bonaparte,
Emperador de Francia! Yo no puedo vivir en la Gloria, entre
vosotros, en ridículo. ¡No, no, no! ¡Mil veces
no! Por ahí anda María Estuardo, la Reina de Escocia,
que desde que llegó a la Gloria una peliculera que
interpretó su vida, nadie le hace caso.21
La pobre está avergonzadísima. A la peliculera todos
le dicen al saludarla: |
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SARAH.- ¡No puedo oírlo! |
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HERALDO.- ¡Pobrecillo! |
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DON JUAN.- ¡Todo un hombre! |
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NAPOLEÓN.- Adiós, amigos míos. Despedidme de todos. A vosotros siempre os recordaré emocionado. |
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CHAMBELÁN.- ¡Pero, señor!... |
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NAPOLEÓN.- (Dándole la mano.) ¡Ni una palabra, Chambelán! ¡Adiós, Don Juan! ¡Señora! |
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DON JUAN.- ¡Señor! |
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SARAH.- ¡Oh! |
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NAPOLEÓN.- (Embutiéndose en el capote, a punto de descender por la escalera.) ¡Adiós! |
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HERALDO.- ¡Yo me voy con él! |
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NAPOLEÓN.- Gracias, hijo mío... Pero no es posible. Sin ti, la Gloria y el mundo desaparecerían. Tú eres nada menos que la trompeta de la ilusión. Te necesitan los hombres y los fantasmas... |
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HERALDO.- (Gime.) ¡Oh! |
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CHAMBELÁN.- ¡Señor! Por última vez. Decidnos. ¿Adónde vais? |
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NAPOLEÓN.- Adonde me manda la gloria de Robert Lorry. ¡Al olvido! (Desaparece. Todos se acercan a la balaustrada y le despiden con la mano.) . |
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SARAH.- ¡Es un héroe! |
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DON JUAN.- ¡Qué arrogancia! |
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CHAMBELÁN.- La Gloria ha perdido su mejor habitante. |
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HERALDO.- ¡Viva el Emperador! |
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TODOS.- (Conmovidísimos.) ¡¡Viva!! |
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(DIEGO CORRIENTES, consternado, casi corriendo, entra con las manos en la cabeza.) |
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DIEGO.- ¡Es horrible, tremendo, espantoso! ¡Una tragedia! |
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SARAH.- ¿Qué es esto? |
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DON JUAN.- Por los cielos, ¿qué sucede? |
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CHAMBELÁN.- ¡Qué día! |
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DIEGO.- (Asfixiándose.) ¡La cartera! ¡La cartera! |
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TODOS.- ¿Qué?... |
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DIEGO.- ¡Que me han robado la cartera! |
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TODOS.- ¡¡Oh!! |
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TELÓN |
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