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Un modelo para un héroe: Juan Santiuste, paladín de la paz, o la recreación de la palabra y el ideario castelarinos

Ángeles Ezama Gil


Profesora titular. Zaragoza.



Juan Santiuste, el vehemente protagonista de Aita Tettauen y Carlos VI en La Rápita (si bien presente en la cuarta serie de los Episodios Nacionales desde O'Donnell a La de los tristes destinos) está concebido como un héroe1, no de acción sino de pensamiento y de palabra, un héroe espiritual cuyo perfil se vuelve diáfano a la luz del modelo heroico formulado por Carlyle, que se resume en seis paradigmas: dios, profeta, poeta, sacerdote, hombre de letras y rey2. Santiuste reúne rasgos de varios de ellos, siendo en parte profeta, en parte poeta y sacerdote de vocación.

Juan es un profeta como los del Antiguo Testamento, que vaticina la caída de Tetuán (Aita Tettauen, 622-623) al igual que Jeremías o Ezequiel la de Jerusalén y que tiene sueños (O'Donnell, cap. XXVII; Aita Tettauen, segunda parte, caps. VIII, X y XII; Carlos VI en La Rápita, cap. XVIII), asimilables a las visiones de los profetas bíblicos, Isaías, Jeremías, Ezequiel o Daniel. Pero sobre todo es un profeta al modo del Juan el Bautista del Nuevo Testamento, con el que coincide en el nombre (Juan, Yahia) y con el que se le parangona de modo explícito («¿No hubieron los cristianos un profeta que se llamó Juan? Pues cata que éste es lo mesmo, o que viene en figuranza de quillotro», Aita Tettauen, 621), un hombre de paz como el Bautista («me hizo pensar en el profeta cristiano Yahia, hijo de Zacarías, en quien Dios puso el signo de su predilección y de él dice el Libro Santo: “Escogido fue para enseñar a los hombres la paz”», Aita Tettauen, 621), para el que Riomesta imagina un final similar al del bíblico profeta («si quieres estar entre los buenos, búscame a Yahia, el de la pacificación, y tráeme su cabeza en un plato, así como trujo Salomé la del otro Yahia, falso y engañador profeta al igual de éste...», Aita Tettauen, 643).

Es también Juan un héroe poeta, figura que, según Carlyle, presenta muchas afinidades con la del profeta: «En algunas lenguas antiguas estas denominaciones son sinónimas: Vates significa a la vez profeta y poeta; bien comprendidas estas palabras, tienen mucho parentesco de significado. Fundamentalmente, en efecto, tienen todavía el mismo sentido; especialmente en cuanto a su carácter más importante, que es el de haber ambos penetrado en el sagrado misterio del Universo»3. Juan es poeta, además, porque su palabra es musical: «Si vuestra obra es auténticamente musical, musical no sólo en cuanto a las palabras, sino en su fondo y sustancia, en todos sus pensamientos y expresiones, en toda su concepción, será poética [...] todo lenguaje apasionado, por sí mismo se torna Salmo, canción. Todas las cosas profundas son Canto»4. El personaje galdosiano es un poeta oral que entona exaltadamente las excelencias de su dama (O'Donnell, cap. XXVII); se transforma luego en poeta y orador (Aita Tettauen, segunda parte), un «trovador» (Ibidem) que canta las glorias de su patria («cantor de historias», «cantor de ideales generosos», «cantor de la edad heroica», «cantor de las glorias militares») y posteriormente la paz; en él la oratoria parece ser el modo de expresión primigenio5 (en O'Donnell, en Aita Tettauen), en tanto que sus devaneos con la escritura (crónicas, epístolas) son efímeros, ya que la escritura es poco eficaz en tiempos de guerra, y lo que se requiere es la arenga épica, ya sea para alentar el patriotismo o para tratar de propagar la paz: «Tanto como en él aumentaba la pereza de escribir, acrecía la facultad oratoria. Escribiendo no esperaba convencer a nadie; hablando, a todo el mundo convencería» (Aita Tettauen, 599).

Por otra parte, Santiuste es sacerdote de vocación, arquetipo heroico muy próximo al del profeta: «Es el Capitán espiritual del pueblo; como el Profeta es su Rey espiritual secundado por muchos capitanes; lo guía hacia el Cielo, con su sabia dirección, por medio de este Mundo y sus afanes. Su ideal consiste en llegar también a ser lo que podemos llamar una voz venida del Cielo invisible; procurando interpretar, como el Profeta de otros tiempos, y explicar, del modo más familiar para los hombres, lo mismo que el Profeta»6; Carlyle estima que todo verdadero reformador (como Lutero, como Knox) es un sacerdote7. En Aita Tettauen Perico Alarcón recomienda a Santiuste: «Juan, hazte sacerdote..., serás el apóstol de la paz y de los más bellos ideales humanos...» (588), y de él dice el narrador que «sentía en sí un vigoroso temperamento sacerdotal» (654). En Carlos VI en La Rápita el propio Santiuste le confiesa a El Nasiry: «¿No entiendes que, o no seré nunca nada, o seré hombre de religión, que lleve las almas al bien, los corazones a la virtud; no ves, en fin que he de ser sacerdote si quiero ser algo?» y concluye: «Me siento predicador [...] Me disiento también confesor, templador de almas [...] Conozco los dogmas; sé explorar sus misterios; entiendo los ritos y sé apreciar su belleza; soy teólogo, soy litúrgico, soy también algo canonista» (702); Don Juan Hondón le recomienda (Ibidem, 764): «Tú, Confusio, métete en lo eclesiástico, que ése es tu camino y para eso has nacido»; en este mismo Episodio, Juan, por encargo de Beramendi, se atavía con el disfraz de cura a fin de infiltrarse entre los carlistas.

Con todo, le aparta del camino del sacerdocio su atracción irresistible hacia el género femenino, ya que la Iglesia Católica exige el celibato eclesiástico, exigencia con la que Santiuste se muestra en abierto desacuerdo: «tengo por gravísimo mal el celibato eclesiástico» (Aita Tettauen, 607); como alternativa Alarcón le propone que sea «un sacerdote revolucionario» que concilie el sacerdocio con el amor humano (Ibidem, 588). Esta misma propuesta es la que alienta el pensamiento de Santiuste en su relación con Erhimo: «Reunía yo en mi pensamiento las dos esencias de amor y religión, y quería ser en una pieza el galán dichoso amado por Erhimo y el sacerdote que vertiera en su cabeza el agua salvadora» (Carlos VI en La Rápita, 697). Un buen ejemplo de sacerdote revolucionario es el Don Juan Hondón que aparece en Carlos VI en La Rápita, de nombre Juan Ruiz y de oficio arcipreste, nuevo Arcipreste de Hita presto a gozar del placer que le proporcionan sus amas y fanático partidario de la causa carlista.

El modelo heroico adoptado por Santiuste es, de modo explícito, el del político republicano Emilio Castelar, héroe no de acción sino de palabra8, poeta con su palabra musical, profeta y sacerdote de la política. Benjamín Jarnés ha enfatizado la cualidad musical del discurso castelarino: «Acaso no ha conocido España un músico que con semejante destreza haya sabido arrancar de sí mismo tal riqueza de melodías verbales»9. Por otra parte, Castelar es presentado a menudo como profeta: «Ha tenido, por ser apasionado apóstol, exaltaciones de iluminismo profético, a semejanza de las de Isaías y Jeremías»10, o como sacerdote de la política: «profesando el principio, que muchas veces le escuché, de que la política, como el sacerdocio eclesiástico, es una religión que necesita de célibes, contrajo todo el riquísimo caudal de amores que podía haber derrochado en su vida de sesenta y seis años, a un solo inmenso culto: el amor a la patria»11.

En la biografía de Santiuste, al igual que en la de Castelar, se produce un punto de inflexión que supone el abandono de la oratoria y la dedicación a la escritura; el personaje galdosiano parece renunciar a su vocación oratoria para consagrarse, a partir de Carlos VI en La Rápita, a escribir la historia de España; por su parte, Castelar, en un discurso pronunciado en el Parlamento el 7 de febrero de 1888 confesaba:

Cuando era joven enseñaba oralmente, de palabra en mi cátedra, el amor a la patria [...] Pero ya no puedo hacer esto oralmente, porque la oratoria es un arte de jóvenes y no es un arte de viejos; la oratoria necesita fuerzas que aún tengo, pero que se me acabarán muy pronto. Yo me dedicaré a escribir la Historia nacional12


La admiración de Santiuste por Castelar se despierta en el célebre primer discurso de éste, pronunciado el 25 de septiembre de 1854 en el Teatro de Oriente en defensa de la democracia13:

Pues, señor, rompe a hablar el hombre, y a las primeras cláusulas ya cautivó la atención de la multitud... ¡Qué voz, qué gesto oratorio, qué afluencia, qué elegancia gramatical, qué giro de la frase, qué aliento soberano, qué colosal riqueza de imágenes, encarnadas en las ideas, y las ideas en la palabra! El público estaba absorto; yo, embelesado, creía que no era un hombre el que hablaba, sino un mensajero del Cielo, dotado de una voz que a ninguna voz humana se parecía. Avanzaba en la oración aquel hombre bendito, y el público electrizado le seguía, sin poder seguirle; iba tras él cuando se remontaba a las cimas más altas de la elocuencia, y desde aquella altura caía deshecho en aplausos, quebrantado de tanta emoción... Yo estaba como loco; yo adoraba la Democracia, cantada por el orador con la infinita salmodia de los ángeles, y cuando acabó, me sentí anonadado...


Esta escena nos presenta una estampa ilustrativa de la oratoria decimonónica en su periodo de mayor esplendor14. Castelar, como buen orador, se halla dotado de talentos naturales, entre los que destacan la memoria, la imaginación, la sensibilidad, y la voz, pero ha estudiado, además, las reglas del arte en los modelos consagrados del género15. A la prodigiosa memoria del político republicano se ha referido Niceto Alcalá Zamora: «se habló de la portentosa memoria, que en grado de privilegio, poseyera el gran tribuno. Indiscutiblemente al orador ha de asistirle la memoria»16. A su imaginación y su sensibilidad incomparables han dedicado algunos apuntes Ángel Pulido y P. Turiel, destacando de la primera «los reflejos, esmaltes, fulgores y chispazos», «las arrobadoras luces y riquezas», que se traducen en la fuerza descriptiva17, y de la segunda un temperamento emocionable, dotado de «una sensibilidad tan exaltada como la de una joven histérica», desbordada con frecuencia en lágrimas de emoción que alcanzaba a transmitir a su auditorio18.

Pero sobre todo es en la voz, inimitable, donde reside el éxito de Castelar como orador19. Para Francisco Cañamaque, su voz «que en la prosa de la vida tiene un metal femenino que choca, en la tribuna es clara, robusta, armoniosa, igual»20; Ángel Pulido la describe «amplia, robusta, apta para hablar a los grandes auditorios, hacerse oír por las multitudes y ser escuchada de todas partes. Su timbre armonioso y claro. El registro de tonos era abundante, variado, con la gama más rica de matices que se puede concebir, buena para dar lucimiento a muchos y preciosos sentires, y a los esmaltes de la lengua castellana»21; Alcalá Zamora atestigua cómo la voz del tribuno se crece en el discurso: «la misma voz era más bien naturalmente débil y aguda, y así aparecía fatalmente en el exordio, hasta que la emoción caldeaba la garganta, tornando aquélla intensa, a espléndida y armoniosa»22.

Y si su apariencia física no resulta imponente, el gesto oratorio castelarino se ofrece, sin embargo, como un complemento adecuado de la voz en la declamación23: «La actitud oratoria era siempre la misma: hablaba erguido, parado, testa altiva, gesto digno y mesurado, movimientos graves y serenos, limitados los de los brazos, los cuales jamás se elevaban sobre su cabeza, ni trazaban círculos, ni expresaban los pensamientos con actitudes violentas y bruscas sacudidas. Acertado, sobrio y distinguido era siempre el juego de las manos. No andaba con sus discursos de uno otro lado; su postura permanecía fija, el cuerpo se conservaba invariablemente derecho y la palabra era dirigida, sin cambios, en la dirección de frente»24.

En lo que concierne a la construcción del discurso, de él sobresale ese

párrafo sintético, largo, a veces larguísimo, abrumado de datos, tejido de relaciones y cuadros descriptivos, lleno de sentencias, opulento en la vestidura, redondo y musical en la sonoridad, constituyendo una creación deslumbradora que ha declamado con arte exquisita, y ha recibido, por virtud de su propia magnificencia, el calificativo título de párrafo castelarino, juzgado por la crítica, en lo posible, más rico que el párrafo ciceroniano, y por ello expresión suma de la grandielocuencia del Verbo tribunicio25.


Esta afluencia o abundancia, manifiesta en el uso de la amplificación, es puno de los rasgos que mejor definen la oratoria castelarina, y para un preceptista como Charles Batteux, la base de la elocuencia, recurso cuyo objetivo consiste en «exponer ampliamente la verdad, o lo que se le parece; ya sea para herir más vivamente el alma del oyente con una impresión que nos es favorable; ya para debilitar o borrar de ella una impresión que nos es contraria», siendo preceptivo que la amplificación se aplique a un asunto digno y sólidamente fundamentado26.

Con esta puesta en escena se corresponde una elocuencia sublime, hecha de cláusulas arrebatadoras (O'Donnell, 522), elocuencia cuyo estilo, según Batteux, «Es rico, abundante, majestuoso; se le siente, se le conoce en su forma victoriosa, a la cual nada resiste: es un gran río que presenta una gran madre y lleva sus aguas con gran estrépito. Hiere, asombra, agita las almas, las arrebata donde quiere; nos arranca de nuestros propios pensamientos, nos inspira otros, a pesar nuestro, y entra en nuestra alma como por asalto»27. Es el género de oratoria que se requiere en las juntas populares, en las que el orador ha de poseer «aquel ardor de la locución, aquella vehemencia y fuego de sentimiento que nacen de un ánimo agitado e inflamado por algún objeto grande y público»28.

Es, en suma, la de Castelar una oratoria brillante, pero ineficaz para la política porque no aspira a mover a la acción, sino a conmover y seducir, una oratoria que gira en torno a sí misma para deleite egocéntrico del propio orador: «Castelar no invitó nunca a disparar el trabuco, sino a girar embobados en torno al orador. La energía oratoria de Castelar era centrípeta, no centrífuga. De su discurso fascinador, ¿quedaba algo más que el discurso? Nunca regueros de pólvora y mechas encendidas»2929; tal vez por ello más apta para predicar el Evangelio, para mover al cambio interior (Aita Tettauen, 587-588).

Santiuste posee, al igual que Castelar, talentos naturales que le permiten adelantar en el arte de la elocuencia, entre ellos imaginación, sensibilidad, una presencia no desagradable y una voz llena y sonora, y aunque no parece haber estudiado las reglas del arte, sí ha aprendido de los modelos consagrados, si bien restringiéndose sólo a uno de ellos. Dotado de «una voz espléndida, de timbre sonoro, dulce, varonil» (O'Donnell, 519), capaz de expresarse en distintos tonos, del sublime al patético (Aita Tettauen, 654), del colérico al tranquilo (Ibidem, 599), rebosa facundia verbal (O'Donnell, 523), al igual que su modelo oratorio Emilio Castelar: «En la casa expresaba su culto con retóricas de un espiritualismo sutil, y declamaciones hiperbólicas, parafrásticas, imitadas del gran modelo de la oratoria» (O'Donnell, 525). La abundancia («peroratas exuberantes», Aita Tettauen, 564; «opulencia retórica», Carlos VI en La Rápita, 670; «variedad abundante de vocablos y locuciones», Ibidem, 671), la sutileza («alambicadas retóricas», Carlos VI en La Rápita, 656; «sutilezas retóricas», 669; «gallardía retórica», 671) y la sonoridad («huecas declamaciones», Aita Tettauen, 563; «cláusulas altísonas», O'Donnell, 550; «cláusulas vibrantes», Aita Tettauen, 562) son las cualidades más sobresalientes de unos discursos amenos (Carlos VI en la Rápita, 652) y bellos (Ibidem, 671), en los que destaca la palabra, brillante (653) y armoniosa (670), pronunciada con una «dicción pura» (Ibidem).

Inflamada por el patriotismo la voz de Santiuste se vuelve canto: «No sé en qué consiste que el patriotismo es casi siempre un sentimiento guerrero; no concebimos la Patria sino incrustada en la idea de conquista; no pronunciamos su nombre sin que en el aire repercuta con son de trompetas y tambores» (Aita Tettauen, p. 605); para tal fin Santiuste sopla, metafóricamente, la flauta (561), el cornetín (562), la trompa (562) o la trompeta (563), instrumentos que ya no le sirven cuando se enfrenta al espectáculo de la guerra: «He usado y abusado de la trompa, sin cuidarme de atenuar la ronquera de su sonido, y ahora, en esta transformación de mis ideas, y en esta repugnancia de la épica militar, me he quedado sin instrumento, puesto que aunque soplara la trompa, no sacaría de ella más que lamentos desacordes» (589). La misma cualidad musical tiene el sonido del idioma castellano en oídos hebreos (Carlos VI en La Rápita, 670).

El uso que Santiuste hace de la oratoria dista mucho de ser altruista, ya que, pretende con ello pasar por elocuente y seducir a las mujeres y los niños (Aita Tettauen, 586), en particular a las primeras, a las que consigue emocionar con facilidad (Teresa Villaescusa en O'Donnell, 522-523; Lucila en Aita Tettauen, 560; Mazaltob en Ibidem, 621; Yohar en Ibidem, 655-658).

El objetivo final de esta elocuencia es persuadir (Aita Tettauen, 599), pero, paradójicamente, su oratoria no convence a nadie ni en cuestiones religiosas ni en lo relativo a la paz; en aquéllas las diferencias entre cristianos, árabes y hebreos son irreconciliables y en el tema de la paz la suya -es una oratoria triunfante, destinada a hablar a convencidos30:

En tono familiar exento de pedantería, el poeta y trovador hablaba de la paz, y era elocuente por lo mismo que no se curaba del efecto oratorio. Su gracia persuasiva se manifestaba desde que abría la boca, y el puro lenguaje castellano, adornado de bellas imágenes, la pronunciación castiza y musical, eran el encanto de su auditorio, hecho al desabrido acento judiego-español. Además, su éxito era mayor para hablar a convencidos. Los hebreos, raza mercantil esencialmente pacífica, sin hogar propio, privada en absoluto de arrogancias militares, ni amaba ni entendía la guerra.


(Aita Tettauen, 652)                


El único terreno en donde la oratoria de Santiuste se ejercita con cierto éxito (sólo en los casos de Yohar y Donata) es el de las relaciones amorosas, pero incluso en este medio, la elocuencia del personaje galdosiano acaba revelándose escasamente eficaz:

Fáciles triunfos alcanzaba yo diariamente en nuestras disputas; mas llegó un punto en el cual mi argumentación rica y fascinadora; mi lenguaje armonioso, mi dicción pura, que en sus oídos sonaba como arte lírico de cadencias musicales, no causaban efecto sensible, y eran como los ruidos de la lluvia o del viento.


(Carlos VI en La Rápita, 670)                


La lección es obvia: esta oratoria florida de mediados de siglo es puro fuego de artificio, que sólo sirve a intereses espurios, y que se revela ineficaz como medio de persuasión, contradiciendo así la propia esencia del arte de la elocuencia («el arte de persuadir y convencer»31); la critica implícita que se desprende de todo ello encaja muy bien con el vituperio de la oratoria de mediados de siglo que se impone a partir de los años 80, a la vez que se plantea como alternativa a ella una oratoria más sobria32.

Con todo, el paralelismo entre el protagonista de estos Episodios galdosianos y el político republicano va más allá de la forma del arte oratorio, y alcanza a los temas sobre los que versan sus discursos. Entre ellos ocupa un lugar señalado el patriotismo, un sentimiento espoleado intencionadamente con motivo de la guerra en África, en un afán por conseguir la unidad de los españoles y su participación entusiasta en el conflicto en un momento histórico en el que las grandezas de la patria son ya cosa del pasado, así como por sanear la imagen de España ante Europa; el narrador, con una perspectiva distanciada, denuncia esta manipulación del sentimiento patriótico (Aita Tettauen, 566-567)33, en tanto que los personajes participan del mismo. La literatura sobre el conflicto fue pródiga en manifestaciones de toda índole34; entre ellas se cuentan algunos discursos de Emilio Castelar.

El sentimiento de la patria es uno de los puntales de la oratoria castelarina, hasta tal punto que Ángel Pulido y P. Turiel recopilaron en 1902 una antología de discursos y escritos de Castelar bajo el título de ¡Patria!; en la introducción los recopiladores afirman que el político puso lo mejor de sí mismo al servicio de la magnificación de la patria, su único y constante amor: «contrajo todo el riquísimo caudal de amores que podía haber derrochado en su vida de sesenta y seis años, a un solo inmenso culto: el amor a la patria. Y haciendo de esta abstracción una encarnación palpitante, una belleza real y tangible, dotada de sublimes perfecciones, consagróla amores varios, que cambiaron con la edad y la experiencia»35; en sus discursos patrióticos saca Castelar a relucir todas las flores de su retórica: «invocaciones y citas históricas de sabio, suspiros ardientes y temblorosos de alma enamorada, ternuras delicadísimas de madre, estros místicos de anacoreta, lamentos conmovedores de víctima, apóstrofes varoniles de luchador, cantos de esperanza y arrogancias homéricas de triunfo, sentencias profundas de filósofo y florígeras garrulerías de poeta»36.

Entre los discursos patrióticos de Castelar es sin duda uno de los más enfervorizados el que pronunciara el político en los primeros días de la guerra de África (22 de noviembre de 1859), que contiene, entre otras, las siguientes razones:

Nuestros presentimientos se han cumplido. España, levantándose de su postración, ha mostrado de nuevo que su espíritu está siempre vivo, que su patriotismo es inagotable. Una corriente eléctrica se ha extendido desde uno a otro extremo de la Península, y ha despertado en la heroica raza española su antiguo ardimiento, que ha sido el secreto de su grandeza. ¡Espectáculo consolador, espectáculo grandioso! El soldado se apercibe a la lid anhelando dar su sangre por la Patria; el pueblo ofrece sus hijos y sus ahorros para la guerra en que está empeñado el honor nacional; los contribuyentes se aprestan a todo linaje de sacrificios, aun los más gravosos; los ayuntamientos y las diputaciones populares se congregan para señalar premios hermosísimos a los que levanten más alto nuestro nombre en los combates; los partidos políticos se unen bajo la enseña nacional; los poetas sólo aciertan a sacar de sus liras los acentos del patriotismo; las provincias se identifican, a pesar de su distinta índole, en el patriotismo de todas; la humilde mujer prepara bálsamos e hilas para las heridas de nuestros mártires; el sacerdote, al pie del santuario, invoca al Eterno para que bendiga nuestras gloriosas armas, y una sola voz y un solo acento se oye desde el Pirineo hasta Cádiz, la voz de la nación española, a cuyo eco tantas veces han temblado los eternos enemigos de la civilización cristiana37.


Fruto del mismo ardor patriótico son discursos como el que Santiuste pronuncia en casa de Lucila, que presenta significativas concomitancias con el citado de Castelar:

¡Qué hermoso espectáculo el de un pueblo que antes de ver realizadas las hazañas ya las da por hechas! Lo que la Historia no ha escrito aún, lo ve la fe con sus ojos vendados. Creer ciegamente en el fin glorioso de la campaña, equivale a la realidad de ese fin. Ved cómo las madres pobres de las aldeas no se afligen de ver partir a sus hijos para el África. Oíd a los viejos, que, como Horacio, pronuncian el terrible ¡que mueran!..., si muertos sellan con su sangre el honor de España. Ved cómo la Nación entrega cuanto posee para que nada falte al soldado. Aquí dan dinero, allá provisiones, acullá las damas destejen con sus finos dedos las telas..., quiero decir, que sacan hilas para curar a los heridos. Quién da caballos, quién mulas... Los pueblos ricos dan zapatos; los pobres, alpargatas. Los obispos empeñan la mitra, y los catedráticos sacrifican parte de sus míseras pagas... ¡Espectáculo admirable, sublime, que nos consuela de las vulgaridades y miserias de la política!


(Aita Tettauen, 561-562)                


De este exaltado amor a la patria se desengaña pronto Santiuste cuando comprueba la crueldad de la guerra: «en mi espíritu se han marchitado todas aquellas flores que fueron mi encanto..., ya sabes... Yo me adornaba con ellas, yo me tragaba su aroma y lo echaba por los ojos, por la boca... Me servían para hacerme pasar por elocuente y para que lloraran oyéndome las mujeres y los chiquillos... Esas flores eran el Cid, Fernán González, Toledo, Granada, Flandes, Ceriñola, Pavía, San Quintín, Otumba... Pues bien, Pedro: de esas flores no queda en mi espíritu más que una hojarasca que huele a cosa rancia y descompuesta...» (Ibidem, 586).

Pero la oratoria castelarina se nutre, sobre todo, de la idea del progreso, que el político explica en términos de democracia, doctrina que contiene en sí los principios de libertad e igualdad38, puesta al servicio de la idea cristiana:

La democracia, dicen sus enemigos, es contraria al cristianismo; proposición absurda, proposición falsa. El cristianismo, como verdad religiosa, se ha realizado en la Iglesia, en los Santos Padres, en la gran familia humana. Pero el cristianismo no es sólo una verdad religiosa, es también una gran verdad social. Y el cristianismo, como verdad social, se realizará cuando se realice el derecho, cuando todos los hombres sean libres, cuando todos los hombres sean hermanos, cuando se conozca por único señor a nuestro Padre, que está en los cielos. La democracia no es contraria al cristianismo, es la realización social del cristianismo39.


En O'Donnell (523) Santiuste define la oratoria de Castelar como «soberano monumento oratorio de la Democracia triunfante, de la Libertad iluminada por la idea cristiana» y en Aita Tettauen (588) Alarcón aconseja al tribuno republicano que predique «el nuevo verbo, que es la Democracia según Cristo».

La igualdad y la fraternidad, no sólo en el seno de la religión católica, sino entre las tres religiones que conviven en Marruecos, las tres hermanas (Carlos VI en La Rápita, p. 665), son sugeridas en repetidas ocasiones tanto en Aita Tettauen como en Carlos VI en La Rápita, episodios donde se funden y confunden reiteradamente40. En Aita Tettauen el viejo Ansúrez afirma que «el moro y el español son más hermanos de lo que parece» (556), El Nasiry es un cristiano convertido al Islam, a Perico Alarcón Juan lo ve como un «moro de Guadix, [...] un español al revés o un mahometano con bautismo...» (589), y el propio Santiuste aparece ataviado tanto con ropas hebreas (652) como árabes (651). Las confusiones van en aumento desde la tercera parte de Aita Tettauen hasta Carlos VI en La Rápita; en este Episodio Juan narra su accidentada salida de Tetuán vestido de hebreo (676) y su mente calenturienta confunde la historia de Erhimo con la de Donata, que se superponen hasta ser una misma.

Estas confusiones se explican porque, aunque los dioses y algunos rasgos externos sean distintos en cada religión, el principio religioso es único; en la tercera parte de Aita Tettauen (663) El Nasiry se despide de Juan con estas palabras: «Anda, hijo, no te detengas... Allah y la Virgen te acompañen... Dios y la Virgen, digo. Todo es lo mismo... Dios hizo al hombre, y el hombre ha hecho los nombres de Dios...», y en Carlos VI en La Rápita (665) Santiuste recapitula:

Si apenas sé cómo me llamo, tampoco me doy cuenta clara de la religión que profeso, pues las tres que aquí tenemos confunden en los espacios de mi espíritu sus viejos dogmas y sus ritos pintorescos. Y ved aquí que yo, el hombre de las grandes confusiones, el panteólogo desmemoriado que, al descuidar la fijeza de su nombre, borra con igual descuido los nombres de las cosas, me meto a refundir en una sola creencia las tres que aquí los humanos practican, divididos en castas, familias o rebaños, con sus marcas correspondientes. Adviértase que la síntesis religiosa es para mi uso particular y exclusivo goce, sin ningún prurito de apostolado ni cosa que lo valga. Las tres me mandan que ame a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a mí mismo, y que perdone las ofensas; las tres me señalan la vida perdurable como fin sin fin de nuestro ser, y me ofrecen recompensa o castigo conforme al valor moral de mis acciones.


La apuesta por la libertad religiosa, por la igualdad y la fraternidad, y en consecuencia, por la tolerancia entre las religiones, lleva aparejada, implícitamente, la libertad de cultos, de la que el propio Galdós se manifestaba partidario en carta a Pereda: «Yo abomino la unidad católica y adoro la libertad de cultos»41. La misma fue vehementemente defendida por Castelar en el marco de la polémica suscitada por la Constitución de 1869, cuyo artículo 21 establecía la libertad de cultos, si bien obligaba al mantenimiento del culto y los ministros de la religión católica; la polémica se desarrolló en las cortes constituyentes de 1869 y en ella intervinieron, entre otros, y en discursos memorables, el magistral de Vitoria, Vicente Manterola, y el tribuno republicano Emilio Castelar; este último, en su discurso del 12 de abril de 1869 demandaba: «yo, en nombre de esta religión; yo, en nombre del Evangelio, vengo aquí a pediros que escribáis en vuestro Código fundamental la libertad religiosa, es decir, libertad, fraternidad, igualdad entre todos los hombres»42.

Sólo la democracia así concebida puede, en opinión de Castelar, conducir a la paz: «Creo que alcanzo el fin que me propongo: mostrar que con nuestras ideas, con las ideas democráticas, lograremos afianzar en sólidas bases la paz y hacer imposibles las revoluciones sangrientas»43. Lo mismo sostiene Santiuste: «La paz es mi sola idea, El Nasiry; la paz es mi aliento. Odio la guerra, y deseo que todos los pueblos vivan en perpetua concordia, con amplia libertad de sus costumbres y de sus religiones» (Aita Tettauen, 649). Esta paz ha de fundarse sobre la religión del amor, la religión del perdón misericordioso, instaurada por el humilde Dios del Calvario 44, del que Castelar nos ofrece, en la serie de lecciones titulada La civilización en los cinco primeros siglos del cristianismo, esta imagen (luego retomada, con escasas variantes, por Santiuste en Aita Tettauen, 523)

El que había de venir viene; el que había de llegar, llega; pero no viene, ni en el seno de la sonrosada nube, ni en alas de las estrellas, sino manso y humilde en el seno de la pobreza y de la desgracia; no viene acompañado de numeroso ejército, sino de su bendita palabra y de su eterno amor; no viene seguido de esclavos, sino ansioso de acabar con todas las esclavitudes; no viene blandiendo la espada del tirano, sino pronto a quebrantar todas las tiranías; no viene a levantar un pueblo sobre otro pueblo, ni una raza sobre los huesos de otra raza, sino a estrechar contra su pecho y a bendecir con el infinito amor de su corazón todos los pueblos y todas las razas; Dios de paz y de amor, que después de haber extendido los inmensos azules cielos, y haber derramado en los cielos, como una lluvia de luz, las estrellas, y haber hecho salir del oscuro seno del caos la tierra coronada de flores, ¡Él! causa de toda vida, autor de toda existencia, por la salud y la libertad de los hombres en el altar sublime del Calvario45.


Santiuste cree también en un «Dios de paz y amor» (Aita Tettauen, 649-650), Dios de piedad (O'Donnell, 521) que enseña el perdón (O'Donnell, 532), alejado de ese justiciero «Dios de las batallas» que es el que vislumbra en la guerra (Aita Tettauen, 580)46; su apología del cristianismo (Aita Tettauen, parte IV, capítulo I), cuya cita directa nos ahorra el narrador, se basa en la idea de ese Dios de paz y amor, y está sin duda inspirada en las lecciones castelarinas citadas.

La paz en el corazón y en la palabra definen a este personaje al que, en el curso de estos episodios se le moteja de «español de paz», «apóstol de la paz», «poeta de la paz», «paladín de la paz», y se le aplican los apelativos de «Juan el pacificador», «Juan el pacífico», «Juan el pacificante», «Yahia, el de la pacificación» y «señor don Pacífico»; pero Juan quiere predicar también con el ejemplo, haciendo vida de paz: «creíase llamado a ser apóstol de la paz, no sermoneándola, sino haciéndola» (Aita Tettauen, 653). En términos más laxos que los aducidos por Castelar, Santiuste identifica la paz con el amor humano, puesto que la relación amorosa con una mujer de otra religión (Yohar) es capaz de establecer nexos de unión entre miembros de distintas confesiones religiosas (Aita Tettauen, 658). La paz que busca Santiuste, en fin, es de orden espiritual y personal, y nada tiene que ver con la paz política con la que finaliza la guerra de Marruecos; ambas no interfieren una con otra:

Si vosotros, con el acero y la pólvora, habéis hecho una gran conquista de guerra, yo, con pólvora distinta, he hecho una conquista de paz. ¿Cuál será más duradera, Perico?


(Aita Tettauen, 664)                


La ideología pacifista adoptada por el protagonista de estos Episodios tiene, por tanto, un fundamento predominantemente cristiano47, ya sea inspirado directamente en los textos bíblicos (Juan el Bautista), ya en los discursos castelarinos que beben de esas mismas fuentes, en la obra del escritor ruso León Tolstoy (cuya propuesta de no violencia obedece a idéntico fundamento, como ha demostrado Vera Colin48), o tal vez incluso en la figura de San Francisco de Asís, al cual hay una breve pero significativa referencia en Aita Tettauen (587), donde el cambio espiritual experimentado por el personaje galdosiano es estimado por Perico Alarcón como una imitación del modelo franciscano:

en este quiebro repentino que das ahora, vas para San Francisco de Asís. Tienes mucho talento, Juan, y un alma que quiere elevarse a las alturas. Antes de ahora te he dicho: «Juan, en ti hay algo extraordinario que no sé lo que es. Ya veremos por dónde sales».


No es San Francisco un santo desconocido para Galdós, que ya lo había evocado en Nazarín (tercera parte, caps. 1 y 8), novela cuyo protagonista hace suyo el ideal de vida franciscano, dominado por el amor a la naturaleza y a todas las criaturas y por la práctica de la pobreza y la caridad. Tampoco lo es para Castelar, que, fiel a la admiración suscitada hacia San Francisco de Asís en el fin de siglo49, reflejó su fascinación por el santo en un extenso artículo recogido en sus Recuerdos de Italia («San Francisco y su convento de Asís», 1876).

Castelar repasa la realidad de la vida del santo y la leyenda forjada en torno a ella con el apoyo de las biografías de Tomás Celano, los tres discípulos y San Buenaventura50; con todo ello se forma una imagen afectiva y plena de simpatía de un santo que es presentado en su leyenda al modo de héroes como Guillermo Tell o el Cid Campeador51, restaurador del espíritu democrático del evangelio52 y fundador de una orden «esencialmente democrática, orden de puro carácter evangélico, orden popular»53, que contribuyó, mediante la predicación de la paz y el amor, a descomponer el feudalismo y la teocracia54. En síntesis, Castelar nos ofrece una imagen compleja de San Francisco, el Cristo de la Edad Media, síntesis de virtudes que el propio político republicano representa, en buena medida, en su vida y en su predicación tribunicia:

uno de los últimos cristianos, todo fe, todo bondad, todo dulzura; elocuentísimo como un tribuno antiguo, exaltado como un profeta hebreo, austero como un cenobita de la Tebaida; paciente en los infiernos del feudalismo; armado de la palabra cuando todo el mundo se armaba de hierro hasta los dientes; apasionadísimo de la naturaleza y su hermosura en aquella general crueldad y en aquel desvío por los seres inferiores; poeta místico para quien los mundos forman como una escala que sube a los cielos y los rumores de la creación como un hosanna que alaba eternamente a Dios; dotado de intuiciones sobrenaturales y de visiones proféticas por la compasión que sentía hacia los dolores de todos los desgraciados y por el interés que tomaba en la suerte de todas las criaturas; reformador profundísimo que dedujo el sentido democrático encerrado en las páginas del Evangelio y presintió la unión de todas las castas en una igualdad natural; modelo de virtudes efusivas y de caridad ardiente; un redentor en el olvido y en el sacrificio de sí mismo, en el amor a los demás, en la aceptación de todos los dolores y de todas las penas por el bien del hombre y por la gloria del Criador55.






 
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