Un modelo para un héroe: Juan Santiuste, paladín de la paz, o la recreación de la palabra y el ideario castelarinos
Ángeles Ezama Gil
Profesora titular. Zaragoza.
Juan Santiuste, el vehemente protagonista de Aita Tettauen y Carlos VI en La Rápita (si bien presente en la cuarta serie de los Episodios Nacionales desde O'Donnell a La de los tristes destinos) está concebido como un héroe1, no de acción sino de pensamiento y de palabra, un héroe espiritual cuyo perfil se vuelve diáfano a la luz del modelo heroico formulado por Carlyle, que se resume en seis paradigmas: dios, profeta, poeta, sacerdote, hombre de letras y rey2. Santiuste reúne rasgos de varios de ellos, siendo en parte profeta, en parte poeta y sacerdote de vocación.
Juan es un profeta
como los del Antiguo Testamento, que vaticina la
caída de Tetuán (Aita Tettauen, 622-623) al
igual que Jeremías o Ezequiel la de Jerusalén y que
tiene sueños (O'Donnell, cap. XXVII; Aita Tettauen,
segunda parte, caps. VIII, X
y XII; Carlos VI en La Rápita, cap. XVIII), asimilables a las visiones de
los profetas bíblicos, Isaías, Jeremías,
Ezequiel o Daniel. Pero sobre todo es un profeta al modo del Juan
el Bautista del Nuevo Testamento, con el que coincide en
el nombre (Juan, Yahia) y con el que se le parangona de modo
explícito («¿No hubieron los
cristianos un profeta que se llamó Juan? Pues cata
que éste es lo mesmo, o que viene en
figuranza de quillotro»
, Aita
Tettauen, 621), un hombre de paz como el Bautista («me hizo pensar en el profeta cristiano Yahia,
hijo de Zacarías, en quien Dios puso el signo de su
predilección y de él dice el Libro Santo:
“Escogido fue para enseñar a los hombres la
paz”»
, Aita Tettauen, 621), para el que
Riomesta imagina un final similar al del bíblico profeta
(«si quieres estar entre los buenos,
búscame a Yahia, el de la pacificación, y
tráeme su cabeza en un plato, así como trujo
Salomé la del otro Yahia, falso y engañador profeta
al igual de éste...»
, Aita Tettauen,
643).
Es también
Juan un héroe poeta, figura que, según Carlyle,
presenta muchas afinidades con la del profeta: «En algunas lenguas antiguas estas denominaciones
son sinónimas: Vates significa a la vez profeta y poeta; bien
comprendidas estas palabras, tienen mucho parentesco de
significado. Fundamentalmente, en efecto, tienen todavía el
mismo sentido; especialmente en cuanto a su carácter
más importante, que es el de haber ambos penetrado en el
sagrado misterio del Universo»
3.
Juan es poeta, además, porque su palabra es musical:
«Si vuestra obra es auténticamente
musical, musical no sólo en cuanto a las palabras,
sino en su fondo y sustancia, en todos sus pensamientos y
expresiones, en toda su concepción, será
poética [...] todo lenguaje apasionado, por sí mismo
se torna Salmo, canción. Todas las cosas profundas son
Canto»
4.
El personaje galdosiano es un poeta oral que entona exaltadamente
las excelencias de su dama (O'Donnell, cap. XXVII); se transforma luego en poeta
y orador (Aita Tettauen, segunda parte), un «trovador»
(Ibidem) que canta las glorias de su
patria («cantor de historias»
,
«cantor de ideales generosos»
,
«cantor de la edad heroica»
,
«cantor de las glorias
militares»
) y posteriormente la paz; en él la
oratoria parece ser el modo de expresión
primigenio5
(en O'Donnell, en Aita Tettauen), en tanto que
sus devaneos con la escritura (crónicas, epístolas)
son efímeros, ya que la escritura es poco eficaz en tiempos
de guerra, y lo que se requiere es la arenga épica, ya sea
para alentar el patriotismo o para tratar de propagar la paz:
«Tanto como en él aumentaba la
pereza de escribir, acrecía la facultad oratoria.
Escribiendo no esperaba convencer a nadie; hablando, a todo el
mundo convencería»
(Aita Tettauen,
599).
Por otra parte,
Santiuste es sacerdote de vocación, arquetipo heroico muy
próximo al del profeta: «Es el
Capitán espiritual del pueblo; como el Profeta es su Rey
espiritual secundado por muchos capitanes; lo guía hacia el
Cielo, con su sabia dirección, por medio de este Mundo y sus
afanes. Su ideal consiste en llegar también a ser lo que
podemos llamar una voz venida del Cielo invisible; procurando
interpretar, como el Profeta de otros tiempos, y explicar, del modo
más familiar para los hombres, lo mismo que el
Profeta»
6;
Carlyle estima que todo verdadero reformador (como Lutero, como
Knox) es un sacerdote7.
En Aita Tettauen Perico Alarcón recomienda a
Santiuste: «Juan, hazte sacerdote...,
serás el apóstol de la paz y de los más bellos
ideales humanos...»
(588), y de él dice el
narrador que «sentía en sí
un vigoroso temperamento sacerdotal»
(654). En Carlos
VI en La Rápita el propio Santiuste le confiesa a El
Nasiry: «¿No entiendes que, o no
seré nunca nada, o seré hombre de religión,
que lleve las almas al bien, los corazones a la virtud; no ves, en
fin que he de ser sacerdote si quiero ser algo?»
y
concluye: «Me siento predicador [...] Me
disiento también confesor, templador de almas [...] Conozco
los dogmas; sé explorar sus misterios; entiendo los ritos y
sé apreciar su belleza; soy teólogo, soy
litúrgico, soy también algo canonista»
(702); Don Juan Hondón le recomienda (Ibidem, 764): «Tú, Confusio, métete en
lo eclesiástico, que ése es tu camino y para eso has
nacido»
; en este mismo Episodio, Juan, por
encargo de Beramendi, se atavía con el disfraz de cura a fin
de infiltrarse entre los carlistas.
Con todo, le
aparta del camino del sacerdocio su atracción irresistible
hacia el género femenino, ya que la Iglesia Católica
exige el celibato eclesiástico, exigencia con la que
Santiuste se muestra en abierto desacuerdo: «tengo por gravísimo mal el celibato
eclesiástico»
(Aita Tettauen, 607); como
alternativa Alarcón le propone que sea «un sacerdote revolucionario»
que
concilie el sacerdocio con el amor humano (Ibidem, 588). Esta misma
propuesta es la que alienta el pensamiento de Santiuste en su
relación con Erhimo: «Reunía yo en mi pensamiento las dos
esencias de amor y religión, y quería ser en una
pieza el galán dichoso amado por Erhimo y el sacerdote que
vertiera en su cabeza el agua salvadora»
(Carlos VI
en La Rápita, 697). Un buen ejemplo de sacerdote
revolucionario es el Don Juan Hondón que aparece en
Carlos VI en La Rápita, de nombre Juan Ruiz y de
oficio arcipreste, nuevo Arcipreste de Hita presto a gozar del
placer que le proporcionan sus amas y fanático partidario de
la causa carlista.
El modelo heroico
adoptado por Santiuste es, de modo explícito, el del
político republicano Emilio Castelar, héroe no de
acción sino de palabra8,
poeta con su palabra musical, profeta y sacerdote de la
política. Benjamín Jarnés ha enfatizado la
cualidad musical del discurso castelarino: «Acaso no ha conocido España un
músico que con semejante destreza haya sabido arrancar de
sí mismo tal riqueza de melodías
verbales»
9.
Por otra parte, Castelar es presentado a menudo como profeta:
«Ha tenido, por ser apasionado
apóstol, exaltaciones de iluminismo profético, a
semejanza de las de Isaías y
Jeremías»
10,
o como sacerdote de la política: «profesando el principio, que muchas veces le
escuché, de que la política, como el sacerdocio
eclesiástico, es una religión que necesita de
célibes, contrajo todo el riquísimo caudal de amores
que podía haber derrochado en su vida de sesenta y seis
años, a un solo inmenso culto: el amor a la
patria»
11.
En la biografía de Santiuste, al igual que en la de Castelar, se produce un punto de inflexión que supone el abandono de la oratoria y la dedicación a la escritura; el personaje galdosiano parece renunciar a su vocación oratoria para consagrarse, a partir de Carlos VI en La Rápita, a escribir la historia de España; por su parte, Castelar, en un discurso pronunciado en el Parlamento el 7 de febrero de 1888 confesaba:
Cuando era joven enseñaba oralmente, de palabra en mi cátedra, el amor a la patria [...] Pero ya no puedo hacer esto oralmente, porque la oratoria es un arte de jóvenes y no es un arte de viejos; la oratoria necesita fuerzas que aún tengo, pero que se me acabarán muy pronto. Yo me dedicaré a escribir la Historia nacional12 |
La admiración de Santiuste por Castelar se despierta en el célebre primer discurso de éste, pronunciado el 25 de septiembre de 1854 en el Teatro de Oriente en defensa de la democracia13:
Esta escena nos
presenta una estampa ilustrativa de la oratoria decimonónica
en su periodo de mayor esplendor14.
Castelar, como buen orador, se halla dotado de talentos naturales,
entre los que destacan la memoria, la imaginación, la
sensibilidad, y la voz, pero ha estudiado, además, las
reglas del arte en los modelos consagrados del
género15.
A la prodigiosa memoria del político republicano se ha
referido Niceto Alcalá Zamora: «se
habló de la portentosa memoria, que en grado de privilegio,
poseyera el gran tribuno. Indiscutiblemente al orador ha de
asistirle la memoria»
16.
A su imaginación y su sensibilidad incomparables han
dedicado algunos apuntes Ángel Pulido y P. Turiel,
destacando de la primera «los reflejos,
esmaltes, fulgores y chispazos»
, «las arrobadoras luces y riquezas»
, que
se traducen en la fuerza descriptiva17,
y de la segunda un temperamento emocionable, dotado de «una sensibilidad tan exaltada como la de una
joven histérica»
, desbordada con frecuencia en
lágrimas de emoción que alcanzaba a transmitir a su
auditorio18.
Pero sobre todo es
en la voz, inimitable, donde reside el éxito de Castelar
como orador19.
Para Francisco Cañamaque, su voz «que en la prosa de la vida tiene un metal
femenino que choca, en la tribuna es clara, robusta, armoniosa,
igual»
20;
Ángel Pulido la describe «amplia,
robusta, apta para hablar a los grandes auditorios, hacerse
oír por las multitudes y ser escuchada de todas partes. Su
timbre armonioso y claro. El registro de tonos era abundante,
variado, con la gama más rica de matices que se puede
concebir, buena para dar lucimiento a muchos y preciosos sentires,
y a los esmaltes de la lengua castellana»
21;
Alcalá Zamora atestigua cómo la voz del tribuno se
crece en el discurso: «la misma voz era
más bien naturalmente débil y aguda, y así
aparecía fatalmente en el exordio, hasta que la
emoción caldeaba la garganta, tornando aquélla
intensa, a espléndida y armoniosa»
22.
Y si su apariencia
física no resulta imponente, el gesto oratorio castelarino
se ofrece, sin embargo, como un complemento adecuado de la voz en
la declamación23:
«La actitud oratoria era siempre la
misma: hablaba erguido, parado, testa altiva, gesto digno y
mesurado, movimientos graves y serenos, limitados los de los
brazos, los cuales jamás se elevaban sobre su cabeza, ni
trazaban círculos, ni expresaban los pensamientos con
actitudes violentas y bruscas sacudidas. Acertado, sobrio y
distinguido era siempre el juego de las manos. No andaba con sus
discursos de uno otro lado; su postura permanecía fija, el
cuerpo se conservaba invariablemente derecho y la palabra era
dirigida, sin cambios, en la dirección de
frente»
24.
En lo que concierne a la construcción del discurso, de él sobresale ese
párrafo sintético, largo, a veces larguísimo, abrumado de datos, tejido de relaciones y cuadros descriptivos, lleno de sentencias, opulento en la vestidura, redondo y musical en la sonoridad, constituyendo una creación deslumbradora que ha declamado con arte exquisita, y ha recibido, por virtud de su propia magnificencia, el calificativo título de párrafo castelarino, juzgado por la crítica, en lo posible, más rico que el párrafo ciceroniano, y por ello expresión suma de la grandielocuencia del Verbo tribunicio25. |
Esta afluencia o
abundancia, manifiesta en el uso de la amplificación, es
puno de los rasgos que mejor definen la oratoria castelarina, y
para un preceptista como Charles Batteux, la base de la elocuencia,
recurso cuyo objetivo consiste en «exponer ampliamente la verdad, o lo que se le
parece; ya sea para herir más vivamente el alma del oyente
con una impresión que nos es favorable; ya para debilitar o
borrar de ella una impresión que nos es
contraria»
, siendo preceptivo que la amplificación
se aplique a un asunto digno y sólidamente
fundamentado26.
Con esta
puesta en escena se corresponde una elocuencia
sublime, hecha de cláusulas arrebatadoras
(O'Donnell, 522), elocuencia cuyo estilo, según
Batteux, «Es rico, abundante, majestuoso;
se le siente, se le conoce en su forma victoriosa, a la cual nada
resiste: es un gran río que presenta una gran madre y lleva
sus aguas con gran estrépito. Hiere, asombra, agita las
almas, las arrebata donde quiere; nos arranca de nuestros propios
pensamientos, nos inspira otros, a pesar nuestro, y entra en
nuestra alma como por asalto»
27.
Es el género de oratoria que se requiere en las juntas
populares, en las que el orador ha de poseer «aquel ardor de la locución, aquella
vehemencia y fuego de sentimiento que nacen de un ánimo
agitado e inflamado por algún objeto grande y
público»
28.
Es, en suma, la de
Castelar una oratoria brillante, pero ineficaz para la
política porque no aspira a mover a la acción, sino a
conmover y seducir, una oratoria que gira en torno a sí
misma para deleite egocéntrico del propio orador: «Castelar no invitó nunca a disparar el
trabuco, sino a girar embobados en torno al orador. La
energía oratoria de Castelar era centrípeta, no
centrífuga. De su discurso fascinador, ¿quedaba algo
más que el discurso? Nunca regueros de pólvora y
mechas encendidas»
2929;
tal vez por ello más apta para predicar el Evangelio, para
mover al cambio interior (Aita Tettauen, 587-588).
Santiuste posee,
al igual que Castelar, talentos naturales que le permiten adelantar
en el arte de la elocuencia, entre ellos imaginación,
sensibilidad, una presencia no desagradable y una voz llena y
sonora, y aunque no parece haber estudiado las reglas del arte,
sí ha aprendido de los modelos consagrados, si bien
restringiéndose sólo a uno de ellos. Dotado de
«una voz espléndida, de timbre
sonoro, dulce, varonil»
(O'Donnell, 519), capaz
de expresarse en distintos tonos, del sublime al patético
(Aita Tettauen, 654), del colérico al
tranquilo (Ibidem, 599), rebosa facundia verbal
(O'Donnell, 523), al igual que su modelo oratorio Emilio
Castelar: «En la casa expresaba su culto
con retóricas de un espiritualismo sutil, y declamaciones
hiperbólicas, parafrásticas, imitadas del gran modelo
de la oratoria»
(O'Donnell, 525). La abundancia
(«peroratas exuberantes»
,
Aita Tettauen, 564; «opulencia
retórica»
, Carlos VI en La Rápita,
670; «variedad abundante de vocablos y
locuciones»
, Ibidem, 671), la sutileza («alambicadas retóricas»
,
Carlos VI en La Rápita, 656; «sutilezas retóricas»
, 669;
«gallardía
retórica»
, 671) y la sonoridad («huecas declamaciones»
, Aita
Tettauen, 563; «cláusulas
altísonas»
, O'Donnell, 550; «cláusulas vibrantes»
,
Aita Tettauen, 562) son las cualidades más
sobresalientes de unos discursos amenos (Carlos VI en la
Rápita, 652) y bellos (Ibidem, 671), en los que destaca la palabra,
brillante (653) y armoniosa (670), pronunciada con una «dicción pura»
(Ibidem).
Inflamada por el
patriotismo la voz de Santiuste se vuelve canto: «No sé en qué consiste que el
patriotismo es casi siempre un sentimiento guerrero; no concebimos
la Patria sino incrustada en la idea de conquista; no pronunciamos
su nombre sin que en el aire repercuta con son de trompetas y
tambores»
(Aita Tettauen, p. 605); para tal fin Santiuste sopla,
metafóricamente, la flauta (561), el cornetín (562),
la trompa (562) o la trompeta (563), instrumentos que ya no le
sirven cuando se enfrenta al espectáculo de la guerra:
«He usado y abusado de la trompa, sin
cuidarme de atenuar la ronquera de su sonido, y ahora, en esta
transformación de mis ideas, y en esta repugnancia de la
épica militar, me he quedado sin instrumento, puesto que
aunque soplara la trompa, no sacaría de ella más que
lamentos desacordes»
(589). La misma cualidad musical
tiene el sonido del idioma castellano en oídos hebreos
(Carlos VI en La Rápita, 670).
El uso que Santiuste hace de la oratoria dista mucho de ser altruista, ya que, pretende con ello pasar por elocuente y seducir a las mujeres y los niños (Aita Tettauen, 586), en particular a las primeras, a las que consigue emocionar con facilidad (Teresa Villaescusa en O'Donnell, 522-523; Lucila en Aita Tettauen, 560; Mazaltob en Ibidem, 621; Yohar en Ibidem, 655-658).
El objetivo final de esta elocuencia es persuadir (Aita Tettauen, 599), pero, paradójicamente, su oratoria no convence a nadie ni en cuestiones religiosas ni en lo relativo a la paz; en aquéllas las diferencias entre cristianos, árabes y hebreos son irreconciliables y en el tema de la paz la suya -es una oratoria triunfante, destinada a hablar a convencidos30:
(Aita Tettauen, 652) |
El único terreno en donde la oratoria de Santiuste se ejercita con cierto éxito (sólo en los casos de Yohar y Donata) es el de las relaciones amorosas, pero incluso en este medio, la elocuencia del personaje galdosiano acaba revelándose escasamente eficaz:
(Carlos VI en La Rápita, 670) |
La lección
es obvia: esta oratoria florida de mediados de siglo es puro fuego
de artificio, que sólo sirve a intereses espurios, y que se
revela ineficaz como medio de persuasión, contradiciendo
así la propia esencia del arte de la elocuencia («el arte de persuadir y
convencer»
31);
la critica implícita que se desprende de todo ello encaja
muy bien con el vituperio de la oratoria de mediados de siglo que
se impone a partir de los años 80, a la vez que se plantea
como alternativa a ella una oratoria más sobria32.
Con todo, el paralelismo entre el protagonista de estos Episodios galdosianos y el político republicano va más allá de la forma del arte oratorio, y alcanza a los temas sobre los que versan sus discursos. Entre ellos ocupa un lugar señalado el patriotismo, un sentimiento espoleado intencionadamente con motivo de la guerra en África, en un afán por conseguir la unidad de los españoles y su participación entusiasta en el conflicto en un momento histórico en el que las grandezas de la patria son ya cosa del pasado, así como por sanear la imagen de España ante Europa; el narrador, con una perspectiva distanciada, denuncia esta manipulación del sentimiento patriótico (Aita Tettauen, 566-567)33, en tanto que los personajes participan del mismo. La literatura sobre el conflicto fue pródiga en manifestaciones de toda índole34; entre ellas se cuentan algunos discursos de Emilio Castelar.
El sentimiento de
la patria es uno de los puntales de la oratoria castelarina, hasta
tal punto que Ángel Pulido y P. Turiel recopilaron en 1902
una antología de discursos y escritos de Castelar bajo el
título de ¡Patria!; en la introducción
los recopiladores afirman que el político puso lo mejor de
sí mismo al servicio de la magnificación de la
patria, su único y constante amor: «contrajo todo el riquísimo caudal de
amores que podía haber derrochado en su vida de sesenta y
seis años, a un solo inmenso culto: el amor a la patria. Y
haciendo de esta abstracción una encarnación
palpitante, una belleza real y tangible, dotada de sublimes
perfecciones, consagróla amores varios, que cambiaron con la
edad y la experiencia»
35;
en sus discursos patrióticos saca Castelar a relucir todas
las flores de su retórica: «invocaciones y citas históricas de sabio,
suspiros ardientes y temblorosos de alma enamorada, ternuras
delicadísimas de madre, estros místicos de anacoreta,
lamentos conmovedores de víctima, apóstrofes
varoniles de luchador, cantos de esperanza y arrogancias
homéricas de triunfo, sentencias profundas de
filósofo y florígeras garrulerías de
poeta»
36.
Entre los discursos patrióticos de Castelar es sin duda uno de los más enfervorizados el que pronunciara el político en los primeros días de la guerra de África (22 de noviembre de 1859), que contiene, entre otras, las siguientes razones:
Nuestros presentimientos se han cumplido. España, levantándose de su postración, ha mostrado de nuevo que su espíritu está siempre vivo, que su patriotismo es inagotable. Una corriente eléctrica se ha extendido desde uno a otro extremo de la Península, y ha despertado en la heroica raza española su antiguo ardimiento, que ha sido el secreto de su grandeza. ¡Espectáculo consolador, espectáculo grandioso! El soldado se apercibe a la lid anhelando dar su sangre por la Patria; el pueblo ofrece sus hijos y sus ahorros para la guerra en que está empeñado el honor nacional; los contribuyentes se aprestan a todo linaje de sacrificios, aun los más gravosos; los ayuntamientos y las diputaciones populares se congregan para señalar premios hermosísimos a los que levanten más alto nuestro nombre en los combates; los partidos políticos se unen bajo la enseña nacional; los poetas sólo aciertan a sacar de sus liras los acentos del patriotismo; las provincias se identifican, a pesar de su distinta índole, en el patriotismo de todas; la humilde mujer prepara bálsamos e hilas para las heridas de nuestros mártires; el sacerdote, al pie del santuario, invoca al Eterno para que bendiga nuestras gloriosas armas, y una sola voz y un solo acento se oye desde el Pirineo hasta Cádiz, la voz de la nación española, a cuyo eco tantas veces han temblado los eternos enemigos de la civilización cristiana37. |
Fruto del mismo ardor patriótico son discursos como el que Santiuste pronuncia en casa de Lucila, que presenta significativas concomitancias con el citado de Castelar:
(Aita Tettauen, 561-562) |
De este exaltado
amor a la patria se desengaña pronto Santiuste cuando
comprueba la crueldad de la guerra: «en
mi espíritu se han marchitado todas aquellas flores que
fueron mi encanto..., ya sabes... Yo me adornaba con ellas, yo me
tragaba su aroma y lo echaba por los ojos, por la boca... Me
servían para hacerme pasar por elocuente y para que lloraran
oyéndome las mujeres y los chiquillos... Esas flores eran el
Cid, Fernán González, Toledo, Granada, Flandes,
Ceriñola, Pavía, San Quintín, Otumba... Pues
bien, Pedro: de esas flores no queda en mi espíritu
más que una hojarasca que huele a cosa rancia y
descompuesta...»
(Ibidem, 586).
Pero la oratoria castelarina se nutre, sobre todo, de la idea del progreso, que el político explica en términos de democracia, doctrina que contiene en sí los principios de libertad e igualdad38, puesta al servicio de la idea cristiana:
La democracia, dicen sus enemigos, es contraria al cristianismo; proposición absurda, proposición falsa. El cristianismo, como verdad religiosa, se ha realizado en la Iglesia, en los Santos Padres, en la gran familia humana. Pero el cristianismo no es sólo una verdad religiosa, es también una gran verdad social. Y el cristianismo, como verdad social, se realizará cuando se realice el derecho, cuando todos los hombres sean libres, cuando todos los hombres sean hermanos, cuando se conozca por único señor a nuestro Padre, que está en los cielos. La democracia no es contraria al cristianismo, es la realización social del cristianismo39. |
En
O'Donnell (523) Santiuste define la oratoria de Castelar
como «soberano monumento oratorio de la
Democracia triunfante, de la Libertad iluminada por la idea
cristiana»
y en Aita Tettauen (588)
Alarcón aconseja al tribuno republicano que predique
«el nuevo verbo, que es la Democracia
según Cristo»
.
La igualdad y la
fraternidad, no sólo en el seno de la religión
católica, sino entre las tres religiones que conviven en
Marruecos, las tres hermanas (Carlos VI en La
Rápita, p. 665), son
sugeridas en repetidas ocasiones tanto en Aita Tettauen
como en Carlos VI en La Rápita, episodios donde se
funden y confunden reiteradamente40.
En Aita Tettauen el viejo Ansúrez afirma que
«el moro y el español son
más hermanos de lo que parece»
(556), El Nasiry es
un cristiano convertido al Islam, a Perico Alarcón Juan lo
ve como un «moro de Guadix, [...] un
español al revés o un mahometano con
bautismo...»
(589), y el propio Santiuste aparece
ataviado tanto con ropas hebreas (652) como árabes (651).
Las confusiones van en aumento desde la tercera parte de Aita
Tettauen hasta Carlos VI en La Rápita; en este
Episodio Juan narra su accidentada salida de Tetuán
vestido de hebreo (676) y su mente calenturienta confunde la
historia de Erhimo con la de Donata, que se superponen hasta ser
una misma.
Estas confusiones
se explican porque, aunque los dioses y algunos rasgos externos
sean distintos en cada religión, el principio religioso es
único; en la tercera parte de Aita Tettauen (663)
El Nasiry se despide de Juan con estas palabras: «Anda, hijo, no te detengas... Allah y la Virgen
te acompañen... Dios y la Virgen, digo. Todo es lo mismo...
Dios hizo al hombre, y el hombre ha hecho los nombres de
Dios...»
, y en Carlos VI en La Rápita
(665) Santiuste recapitula:
La apuesta por la
libertad religiosa, por la igualdad y la fraternidad, y en
consecuencia, por la tolerancia entre las religiones, lleva
aparejada, implícitamente, la libertad de cultos, de la que
el propio Galdós se manifestaba partidario en carta a
Pereda: «Yo abomino la unidad
católica y adoro la libertad de
cultos»
41.
La misma fue vehementemente defendida por Castelar en el marco de
la polémica suscitada por la Constitución de 1869,
cuyo artículo 21 establecía la libertad de cultos, si
bien obligaba al mantenimiento del culto y los ministros de la
religión católica; la polémica se
desarrolló en las cortes constituyentes de 1869 y en ella
intervinieron, entre otros, y en discursos memorables, el magistral
de Vitoria, Vicente Manterola, y el tribuno republicano Emilio
Castelar; este último, en su discurso del 12 de abril de
1869 demandaba: «yo, en nombre de esta
religión; yo, en nombre del Evangelio, vengo aquí a
pediros que escribáis en vuestro Código fundamental
la libertad religiosa, es decir, libertad, fraternidad, igualdad
entre todos los hombres»
42.
Sólo la
democracia así concebida puede, en opinión de
Castelar, conducir a la paz: «Creo que
alcanzo el fin que me propongo: mostrar que con nuestras ideas, con
las ideas democráticas, lograremos afianzar en
sólidas bases la paz y hacer imposibles las revoluciones
sangrientas»
43.
Lo mismo sostiene Santiuste: «La paz es
mi sola idea, El Nasiry; la paz es mi aliento. Odio la guerra, y
deseo que todos los pueblos vivan en perpetua concordia, con amplia
libertad de sus costumbres y de sus religiones»
(Aita
Tettauen, 649). Esta paz ha de fundarse sobre la
religión del amor, la religión del
perdón misericordioso, instaurada por el humilde
Dios del Calvario
44, del que
Castelar nos ofrece, en la serie de lecciones titulada La
civilización en los cinco primeros siglos del
cristianismo, esta imagen (luego retomada, con escasas
variantes, por Santiuste en Aita Tettauen, 523)
El que había de venir viene; el que había de llegar, llega; pero no viene, ni en el seno de la sonrosada nube, ni en alas de las estrellas, sino manso y humilde en el seno de la pobreza y de la desgracia; no viene acompañado de numeroso ejército, sino de su bendita palabra y de su eterno amor; no viene seguido de esclavos, sino ansioso de acabar con todas las esclavitudes; no viene blandiendo la espada del tirano, sino pronto a quebrantar todas las tiranías; no viene a levantar un pueblo sobre otro pueblo, ni una raza sobre los huesos de otra raza, sino a estrechar contra su pecho y a bendecir con el infinito amor de su corazón todos los pueblos y todas las razas; Dios de paz y de amor, que después de haber extendido los inmensos azules cielos, y haber derramado en los cielos, como una lluvia de luz, las estrellas, y haber hecho salir del oscuro seno del caos la tierra coronada de flores, ¡Él! causa de toda vida, autor de toda existencia, por la salud y la libertad de los hombres en el altar sublime del Calvario45. |
Santiuste cree
también en un «Dios de paz y
amor»
(Aita Tettauen,
649-650)
, Dios de piedad (O'Donnell, 521)
que enseña el
perdón (O'Donnell, 532)
,
alejado de ese justiciero «Dios de las
batallas»
que es el que vislumbra en la guerra (Aita Tettauen, 580)
46;
su apología del cristianismo (Aita Tettauen, parte
IV, capítulo I), cuya cita directa nos ahorra el narrador,
se basa en la idea de ese Dios de paz y amor, y está sin
duda inspirada en las lecciones castelarinas citadas.
La paz en el
corazón y en la palabra definen a este personaje al que, en
el curso de estos episodios se le moteja de «español de paz»
, «apóstol de la paz»
, «poeta de la paz»
, «paladín de la paz»
, y se le
aplican los apelativos de «Juan el
pacificador»
, «Juan el
pacífico»
, «Juan el
pacificante»
, «Yahia, el de la
pacificación»
y «señor don Pacífico»
;
pero Juan quiere predicar también con el ejemplo, haciendo
vida de paz: «creíase llamado a
ser apóstol de la paz, no sermoneándola, sino
haciéndola»
(Aita
Tettauen, 653)
. En términos más laxos que
los aducidos por Castelar, Santiuste identifica la paz con el amor
humano, puesto que la relación amorosa con una mujer de otra
religión (Yohar) es capaz de establecer nexos de
unión entre miembros de distintas confesiones religiosas
(Aita Tettauen, 658). La paz que busca Santiuste, en fin,
es de orden espiritual y personal, y nada tiene que ver con la paz
política con la que finaliza la guerra de Marruecos; ambas
no interfieren una con otra:
Si vosotros, con el acero y la pólvora, habéis hecho una gran conquista de guerra, yo, con pólvora distinta, he hecho una conquista de paz. ¿Cuál será más duradera, Perico? |
(Aita Tettauen, 664) |
La ideología pacifista adoptada por el protagonista de estos Episodios tiene, por tanto, un fundamento predominantemente cristiano47, ya sea inspirado directamente en los textos bíblicos (Juan el Bautista), ya en los discursos castelarinos que beben de esas mismas fuentes, en la obra del escritor ruso León Tolstoy (cuya propuesta de no violencia obedece a idéntico fundamento, como ha demostrado Vera Colin48), o tal vez incluso en la figura de San Francisco de Asís, al cual hay una breve pero significativa referencia en Aita Tettauen (587), donde el cambio espiritual experimentado por el personaje galdosiano es estimado por Perico Alarcón como una imitación del modelo franciscano:
No es San Francisco un santo desconocido para Galdós, que ya lo había evocado en Nazarín (tercera parte, caps. 1 y 8), novela cuyo protagonista hace suyo el ideal de vida franciscano, dominado por el amor a la naturaleza y a todas las criaturas y por la práctica de la pobreza y la caridad. Tampoco lo es para Castelar, que, fiel a la admiración suscitada hacia San Francisco de Asís en el fin de siglo49, reflejó su fascinación por el santo en un extenso artículo recogido en sus Recuerdos de Italia («San Francisco y su convento de Asís», 1876).
Castelar repasa la
realidad de la vida del santo y la leyenda forjada en torno a ella
con el apoyo de las biografías de Tomás Celano, los
tres discípulos y San Buenaventura50;
con todo ello se forma una imagen afectiva y plena de
simpatía de un santo que es presentado en su leyenda al modo
de héroes como Guillermo Tell o el Cid
Campeador51,
restaurador del espíritu democrático del
evangelio52
y fundador de una orden «esencialmente
democrática, orden de puro carácter
evangélico, orden popular»
53,
que contribuyó, mediante la predicación de la paz y
el amor, a descomponer el feudalismo y la teocracia54.
En síntesis, Castelar nos ofrece una imagen compleja de San
Francisco, el Cristo de la Edad Media, síntesis de
virtudes que el propio político republicano representa, en
buena medida, en su vida y en su predicación
tribunicia:
uno de los últimos cristianos, todo fe, todo bondad, todo dulzura; elocuentísimo como un tribuno antiguo, exaltado como un profeta hebreo, austero como un cenobita de la Tebaida; paciente en los infiernos del feudalismo; armado de la palabra cuando todo el mundo se armaba de hierro hasta los dientes; apasionadísimo de la naturaleza y su hermosura en aquella general crueldad y en aquel desvío por los seres inferiores; poeta místico para quien los mundos forman como una escala que sube a los cielos y los rumores de la creación como un hosanna que alaba eternamente a Dios; dotado de intuiciones sobrenaturales y de visiones proféticas por la compasión que sentía hacia los dolores de todos los desgraciados y por el interés que tomaba en la suerte de todas las criaturas; reformador profundísimo que dedujo el sentido democrático encerrado en las páginas del Evangelio y presintió la unión de todas las castas en una igualdad natural; modelo de virtudes efusivas y de caridad ardiente; un redentor en el olvido y en el sacrificio de sí mismo, en el amor a los demás, en la aceptación de todos los dolores y de todas las penas por el bien del hombre y por la gloria del Criador55. |