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Una épica doméstica [Prólogo a "Odas elementales" de Pablo Neruda]

Sergio Ramírez





En su libro de memorias Confieso que he vivido, Neruda dedica apenas una página para contar los sucesos de su existencia ocurridos entre agosto de 1952 y abril de 1957, porque los considera irrelevantes. «Casi todo ese tiempo lo pasé en Chile y no me sucedieron cosas curiosas ni aventuras capaces de divertir a mis lectores. Sin embargo es preciso enumerar algunos hechos importantes de ese lapso. Publiqué el libro Las uvas y el viento, que traía escrito. Trabajé intensamente en las Odas elementales, en las Nuevas odas elementales y en el Tercer libro de las odas...», nos dice; y en este apretado recuento, sólo utiliza dos líneas para informar que se separó de su esposa Delia del Carril (en 1955), que construyó su casa «La Chascona», y que se trasladó a vivir en ella con Matilde Urrutia, su nueva y definitiva mujer, a quien seguramente va dedicada la «Oda al secreto amor» de las Nuevas odas elementales.

Es obvio que se trataba de un período de reposo comparado con el anterior, que podemos medir a partir de la mitad de los años cuarenta. En 1945 fue electo senador por las provincias de Tarapacá y Antofagasta, con lo que se inició de lleno en la vida política; pero más importante aún fue su ingreso como militante al Partido Comunista de Chile el 15 de julio de ese mismo año. De allí en adelante todo entraría en el territorio del vértigo y la sorpresa.

Gabriel González Videla, del Partido Radical, fue electo presidente de la república en 1946, con el apoyo de un frente popular, pero una vez en el poder se volteó contra sus antiguos aliados, al grado de prohibir el funcionamiento del Partido Comunista. Sobrevino una intensa represión. En 1949, tras su desaforación en el senado, Neruda tuvo que pasar a la clandestinidad y vivió por varios meses oculto en distintas casas de militantes y colaboradores, hasta que logró escapar a la Argentina, cruzando la cordillera. González Videla «piojo maligno, degradado insaciable», pasó a figurar en la lista de villanos de El Canto General.

Esos años representaron para Neruda una honda transformación interior. Se sintió mucho más cerca del pueblo anónimo y solidario de lo que hubiera estado nunca, y variaron también sus ideas estéticas y su concepción de la literatura, hasta llegar a sentirse un poeta militante, defensor de la causa proletaria y abanderado del humanismo socialista. No le bastaba ya su propio país como escenario de explotación y miseria, y su proyecto original de un Canto a Chile se transformó en El Canto General, escrito a salto de mata, en los escondites en que le tocó vivir, y que se publicó por primera vez en México en 1950.

Las uvas y el viento, que comienza a escribir en 1952 y no se publicará sino en 1954, es una continuación de la línea de El Canto General, y según el propio Neruda, el libro suyo que la crítica llegó a considerar el más político. Pero enseguida vendrá un cambio radical de rumbo en su poesía con la aparición de sus tres libros de odas, que componen un mismo cuerpo lírico. Odas elementales apareció en julio de 1954; Nuevas odas elementales en enero de 1956; y Tercer libro de las odas en diciembre de 1957, todos publicados por la Editorial Losada de Buenos Aires.

Mucho se ha dicho que el Canto General representa el apogeo de la poesía barroca americana del siglo XX, en el sentido en que para su composición Neruda recurrió a diversos elementos, que van desde la historia y la geografía a la política, todo un entramado que trata de advertir sobre el destino terrible de América, y revelar al mismo tiempo su grandeza. En el lado luminoso aparecen los héroes libertarios, y en el lado oscuro los villanos traidores del pasado, y los del presente, generalmente aliados de los Estados Unidos. Y como si hubiera quedado exhausto al concluir esta tarea ecuménica, en las odas lo que hace es despojar su lenguaje de las elevaciones de la retórica y de la ambición barroca, y regresar a la fuente más simple, que es la recreación de los objetos del mundo terrestre y doméstico, como quien va quitando las capas de una cebolla hasta dejar visible su centro, resplandeciente en toda su desnudez. Es el paso de lo complejo a lo elemental, de las sensaciones elaboradas a las sensaciones primigenias.

«En las odas elementales me propuse un basamento originario, nacedor», dice. «Quise redescribir, muchas cosas ya cantadas, dichas y redichas. Mi punto de partida deliberado debía ser el niño que emprende, chupándose el lápiz, una composición obligatoria sobre el sol, el pizarrón, el reloj o la familia humana. Ningún tema podía quedar fuera de mi órbita. Todo debía tocarlo yo andando o volando, sometiendo mi expresión a la máxima transparencia y virginidad».

En este inventario de cosas y asuntos simples que vienen a ser las odas, su sustancia visible está sostenida por un lenguaje de armazón simple, y muchas veces transparente, sin osadías de complejidades verbales ni conjeturas, porque Neruda persigue antes que nada la ambición de que le entiendan. De que le entienda cualquiera. No es por lo tanto un libro para letrados, sino una especie de silabario en el que se puede ir desde la a de algarrobo hasta la z de zapato; no en balde en los tres libros las odas están puestas en estricto orden alfabético.

Y la intención es el canto. Un canto de alabanza para cada objeto, fenómeno o habitante de los tres reinos tradicionales de la naturaleza, lo mismo para el mar que para el relámpago, para las tijeras que para el cuchillo, para el tomate que para la alcachofa, para la gaviota que para el ciervo. Y un canto elevado también en homenaje a los seres sencillos, a los desamparados, al amor de la pareja, a los poetas clásicos que vienen a resultar ejemplares para el propio Neruda; y aún hay espacio para las anti-odas, como la «Oda a Juan Tarrea», de Nuevas odas elementales, y la «Oda al pícaro ofendido», del Tercer libro de odas, pues no son de alabanza, sino de desquite burlón en contra de los personajes mezquinos a quienes van dedicadas.

En una especie de colofón retórico que agrega a algunas de las odas, Neruda se preocupa en recordarnos que van dirigidas al pueblo llano al que quiere llegar por la vía franca de una poesía entendible y sencilla, elemental, que quiere además reivindicar a los humildes como los verdaderos sujetos de la historia. Porque antes -según nos recuerda al iniciar la empresa caudalosa de El Canto General- anduvo desviado: «las horas amargas de mi poesía debían terminar. El subjetivismo melancólico de mis 20 poemas de amor o el pesimismo doloroso de Residencia en la tierra tocaban a su fin... ya había caminado bastante por el terreno de lo irracional y lo negativo. Debía detenerme y buscar el camino del humanismo, desterrado de la literatura contemporánea, pero enraizado profundamente en las aspiraciones del ser humano».

Las odas están siempre llenas de optimismo en el futuro luminoso de los seres humanos, y esta parece ser una regla didáctica que Neruda aplica por convicción ideológica de militante. Y aunque advierte que jamás aceptará ninguna clase de realismo deliberado, («detesto el realismo cuando se trata de la poesía»), la filosofía estética del realismo socialista está demasiado extendida por los campos en que entonces se mueve, como para que pueda ignorarla. Es un hombre de partido, y se siente en buena compañía. El humanismo, el amor a los hombres, va a desembocar necesariamente en la fe optimista en el futuro, en contra de todo pesimismo, y sobre esto tendrá mucho que decirnos. «Yo también he hablado duramente de Residencia en la tierra», dice. «Pero lo he hecho pensando, no en la poesía, sino en el clima pesimista que este libro mío respira».

Pero si rechaza el realismo como presupuesto, en las odas busca repartir los pesos de la realidad, de acuerdo a sus intenciones o necesidades. «El aire del mundo transporta las moléculas de la poesía», advierte, «ligera como el polen o dura como el plomo, y esas semillas caen en los surcos o sobre las cabezas, le dan a las cosas aire de primavera o de batalla, producen por igual flores o proyectiles». Es en este sentido que las odas, pese a su redonda sencillez y a la diafanidad de su elaboración, tienen esta intención de servir a veces como proyectiles. Neruda nos recuerda a cada paso que tanto la humilde cebolla como el airoso albatros están inscritos por igual en un mundo injusto, y que la papa nutricia será siempre alimento del pobre, y parte esencial de su felicidad terrena cuando puede llevársela a la boca.

Para el tiempo en que escribe las odas, tiene ya un concepto muy bien definido de la felicidad como propuesta filosófica de su poesía, y la felicidad está estrechamente ligada al optimismo. El optimismo es parte de los valores en los que la humanidad, en marcha al socialismo, debe apoyarse para conseguir el mundo del futuro, un mundo de satisfacción plena de las necesidades materiales y espirituales. No se puede construir un mundo nuevo con pesimismo, y el pesimismo es un valor negativo con el que la burguesía ha querido encadenar a los poetas, y es por tanto un valor decadente.

Para explicarlo, recurre al ejemplo de Lautreámont: «fue mucho más abajo, quiso ser infernal. Y mucho más alto, un arcángel maldito. Maldoror, en la magnitud de la desdicha, celebra el Matrimonio del Cielo y el Infierno...»; pero enseguida agrega que «Lautreámont proyectó una nueva etapa, renegó de su rostro sombrío y escribió el prólogo de una nueva poesía optimista que no alcanzó a crear. Al joven uruguayo se lo llevó la muerte en París».

Neruda quiere ser este Lautreámont que quedó incompleto porque no alcanzó a mostrar el lado optimista de su poesía. No es cierto, alega, que los poetas deban torturarse y sufrir, que deban vivir en medio de la desesperación y el desencanto; esta no es más que la norma impuesta por una clase social, que así consigue que, preocupados por su infierno interior, desatiendan el mundo exterior, donde reina poderosa la injusticia, y dejen por lo tanto de combatirla y condenarla.

Como se ve, esta es una proclamación que se acerca a los parámetros del realismo naturalista decimonónico, o del realismo socialista de la era soviética: «Las cosas cambiaron porque el mundo cambió. Y los poetas, de pronto, encabezamos la rebelión de la alegría. El escritor desventurado, el escritor crucificado, forman parte del ritual de la felicidad en el crepúsculo del capitalismo», dice también.

Las odas están escritas en este clima de homenaje a la felicidad. La mera contemplación de las cosas sencillas, su alabanza exaltada, se convierte en un acto de optimismo, y un llamado a los seres humanos para congregarse de manera solidaria alrededor de los humildes portentos de la creación, pintados con lápices de colores. La alabanza de los milagros que nos rodean, nunca puede ser pesimista por definición. Debemos dar gracias por los dones recibidos, no afligirnos ni renegar de ellos. Es lo que siempre se hace en las mesas antes de partir y compartir el pan. Pero en las odas las gracias no van dirigidas a la divinidad que provee, sino a las manos que segaron el trigo, y a las que lo molieron, a las que amasaron la masa y encendieron el horno hasta crear la fragante y esponjosa maravilla.

Pero Neruda, al explorar dentro de sí mismo no puede esquivar sus dualidades, y corrige su discurso entusiasta sobre el optimismo y la felicidad. Así nos habla del héroe positivo y del héroe enlutado. «Del mismo modo que me gusta "el héroe positivo" encontrado en las turbulentas trincheras de las guerras civiles por el norteamericano Whitman o por el soviético Maiakovski, cabe también en mi corazón el héroe enlutado de Lautreámont, el caballero suspirante de Laforgue, el soldado negativo de Baudelaire. Cuidado con separar estas mitades de la manzana de la creación y dejaríamos de ser. ¡Cuidado! Al poeta debemos exigirle sitio en la calle y en el combate, así como en la luz y en la sombra».

Y la mejor demostración de que siempre aspirará a moverse entre la luz y la sombra, nos la da en sus odas a don Jorge Manrique, a Jean Arthur Rimbaud (en el centenario de su nacimiento), y a Walt Whitman, las tres correspondientes a Nuevas odas elementales. Son tres iconos de la literatura muy disímiles, pero todos caros a la sensibilidad de Neruda: «Adelante le dije,/ y entró el buen caballero/ de la muerte», empieza su oda a Manrique, con cuyo espectro dialoga: Entonces, él me dijo:/ "Es la hora/ de la vida/ Ay/ si pudiera morder una manzana/ tocar la polvosa suavidad de la harina...; ido el fantasma, regresa entonces a su «deber de pueblo y canto». La oda a Rimbaud es más interesante aún porque se trata de un personaje alejado por completo del ideal literario que por entonces persigue Neruda; es el poeta maldito por excelencia, pero busca cómo reivindicarlo: «A ti te enloquecieron,/ Rimbaud, te condenaron/ y te precipitaron al infierno...».

Con Whitman no tiene porqué tratar de ponerse en buenos términos, ni buscarle ningún lado amable, como en el caso de Manrique, el caballero de la muerte, y en el de Rimbaud, el caballero de los infiernos que terminó en el África como tratante de esclavos; Whitman ha sido siempre su modelo, el poeta de respiración planetaria por excelencia, el que canta la grandeza del optimismo constructor del futuro: «tú/ me enseñaste/ a ser americano,/ levantaste/ mis ojos/ a los libros/ hacia/ el tesoro/ de los cereales...».

Esta reconciliación con los extremos, que lo aleja del discurso que trata de atraerlo hacia el abismo de lo homogéneo, es la que hace de verdad posible la esplendorosa, y a la vez transparente, poesía de Neruda en las odas. Es una reconciliación íntima, que puede a veces no manifestarse de manera visible, pero está en la hondura de su propio entendimiento como artista, más allá de la retórica oficial del partido que receta la felicidad y el optimismo. Es tan patente este asunto, que al derrumbarse todo el aparato de ideas y reglas del realismo socialista sobre la creación artística, las odas sobreviven incólumes en su transparencia, y el aire puede pasar a través de ellas.

Al ponerle un membrete al humanismo en nombre de una doctrina, Neruda no puede consigo mismo y con su verdadero sentimiento humanista, que es integral, y no simplemente el resultado de una propuesta política. A pesar de haber renegado del «subjetivismo melancólico» de los 20 poemas, el más popular de todos sus libros de todas maneras, siempre estará volviendo sobre el tema de la mujer, y el amor de la pareja. El mismo año de 1952 en que aparece Las uvas y el viento, publicará de manera anónima la edición privada de Los versos del capitán, donde regresa a la poesía amatoria, y que con el tiempo se convertirá también en libro de cabecera de los enamorados.

Y aquel es también el año en que comienza a escribir las Odas elementales, con lo que advertimos que está al mismo tiempo preocupado por las luchas sociales, por el amor, y por las cosas sencillas; con las cosas sencillas seguirá en los años siguientes en sus otros dos libros de odas, y con el amor en sus Cien sonetos de amor que comenzará a escribir en 1957, el mismo año en que aparece su Tercer libro de odas. Nunca podrá, por tanto, encasillarse a sí mismo bajo ningún dictado político de estética.

Y al mismo tiempo que consuma su tarea diversa, nos da las razones de esa multiplicidad: «el poeta que no sea realista va muerto. Pero el poeta que sea sólo realista va muerto también. El poeta que sea sólo irracional será entendido sólo por su persona y por su amada, y esto es bastante triste. El poeta que sea sólo un racionalista será entendido hasta por los asnos, y esto también es sumamente triste. Para tales ecuaciones no hay cifras en el tablero, no hay ingredientes decretados por Dios ni por el diablo, sino que estos dos personajes importantísimos mantienen una lucha dentro de la poesía, y en esta batalla vence el uno y vence el otro, pero la poesía no puede quedar derrotada».

Es su poesía lo que al final importa, su factura y su eficacia lírica, la forma en que es capaz de resolver por medio de la palabra sus disputas interiores, abrir a la contemplación del lector sus cielos de gloria y sus infiernos tenebrosos, sus formas de perdurar en un verso que alguien recordará de memoria muchos años después en el futuro, sea un verso de amor, un verso de imprecación contra la injusticia, o el que canta la perfecta redondez de una naranja.

Al examinar en conjunto los tres libros de odas, escritos en un período de cinco años, de ninguna manera debemos ver las Nuevas odas elementales y el Tercer libro de odas como secundarios, o complementarios a Odas elementales, o simplemente escritos con materiales sobrantes. Se trata de dos libros parejos en calidad al primero, parte de un universo que sigue siendo explorado porque no logró agotarse en el primer intento, y que presenta poemas excepcionales, en algunos casos superiores a los del libro inicial. En Nuevas odas elementales está, por ejemplo, la Oda a la tipografía, tan celebrada como para haber merecido una edición aparte, publicada en 1956 por la Editorial Nascimento de Santiago.

Si El Canto General recurre a la desconcertante historia pública de América Latina, a sus héroes de a caballo y a sus villanos de frac y chistera, a sus grandes escenarios naturales, cordilleras, desiertos y océanos, y es, por lo tanto, un canto épico, también las odas de estos dos libros vienen a ser un canto épico de factura diferente, porque se trata de una épica doméstica; un canto al acontecer de todos los días, y a los símbolos siempre presentes de ese acontecer. No relatan una sucesión de batallas y de hazañas, sino que se nos presentan a manera de una galería de cuadros, como si página tras página recorriéramos las salas de una pinacoteca. Y no encuentro mejor ejemplo para ilustrar lo que digo, que «Oda a un gran atún en el mercado», del Tercer libro de odas, que tiene todas las calidades de una naturaleza muerta magistral.

La sencillez de los objetos del mundo que nos rodea, transformados en símbolos de la vida terrenal, pasan frente a nuestros ojos descritos con fidelidad rigurosa, igual que si sus contornos y detalles hubiesen sido grabados con buril en una plancha de cobre, para ser después iluminados amorosamente por la misma mano que los grabó. Y ese inventario de naturalezas muertas, representadas con pasión panteísta, se convierten también en figuras populares, como aquellas de las viejas loterías que jugaban los pobres en busca de un premio también pobre, cada cual atento a su tablero mientras la voz cantante anunciaba gaviota, gallo, estrella, pantera, pez, serrucho, sol, tijeras. Sus atributos de fidelidad, y sus atributos populares, se deben antes que nada a la cuidadosa y delicada escogencia de las palabras que se enlazan para formar los cantos, y que tienen todas un peso leve y una textura diáfana.

Neruda, en esta imaginería lírica y popular, es capaz de transmitir el asombro frente a lo que desdeñamos por cotidiano, porque nos es de sobra conocido, una hogaza de pan, una cuchara, un par de calcetines, una pastilla de jabón, la farmacia de la esquina con sus olores de hierbas y pócimas que evocan siempre nuestra infancia perdida, la nostalgia por la casa abandonada que queda atrás, sumida en la oscuridad y el silencio.

Otras de las odas, más que naturalezas muertas, congeladas en su esplendor, parecen más bien tomas cinematográficas en las que las palabras hacen el papel de la cámara que registra con minuciosidad los movimientos, como por ejemplo «Oda a la lavandera nocturna», y «Oda al niño de la liebre», de Nuevas odas elementales; y «Oda a la calle San Diego», y «Oda a un camión colorado cargado de toneles», del Tercer libro de odas. Las manos y brazos de la lavandera que resplandecen entre la espuma a la pobre luz de la vela; las vitrinas de la calle San Diego, una de ellas que exhibe terribles aparatos ortopédicos, ese café pequeño de la esquina con la calle Alameda que parece un autobús cargado de viajeros, y el viejo librero de la librería Araya como tallado en piedra; y en fin, la visión fugaz del camión colorado en un camino cerca de Melipilla, que surge como un toro de entre la niebla del otoño, con su carga de barriles.

Este es entonces un libro de alabanza a los milagros de la vida. La oda es siempre un canto. Y este tejido elemental de palabras es como un coro que entona una epifanía. La epifanía de nuestro encuentro con el milagro siempre renovado del universo cotidiano.

Managua, septiembre 2002





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