Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Abajo

Usted no es peligrosa

Comedia en tres actos1

Víctor Ruiz Iriarte

Berta Muñoz Cáliz (ed. lit.)




«Usted no es peligrosa»: casi un cuento de hadas

Usted no es peligrosa se estrenó la noche del 22 de octubre de 1954 en el Teatro Infanta Isabel de Madrid, tan solo tres días después del estreno absoluto de La cena de los tres reyes en el Alcázar, lo que muestra el buen momento de popularidad que por entonces vivía el autor, pues casi simultáneamente los empresarios teatrales madrileños le abrieron las puertas de dos de los más importantes locales de la ciudad. En su crítica a esta nueva obra de Ruiz Iriarte, Adolfo Prego no pudo evitar establecer una comparación entre ambos textos, aunque fuera para destacar la distancia que, en su opinión, existía entre ellos: «En esta ocasión, no creo que haya sido posible descubrir ninguna indicación de que el autor se plagiase a sí mismo. Usted no es peligrosa está justamente al otro extremo de la línea que La cena de los tres reyes. Es completamente distinta, y lo es esencialmente porque el espíritu del autor se orientó de distinto modo. Quiso -y realizó- una comedia más normal, más del gusto del público, menos espectacular y fantasiosa» (Informaciones, 23 oct. 1954).

Por lo que se refiere a su acogida entre el público de su tiempo, esta obra no puede contarse entre los éxitos de Ruiz Iriarte, ya que permaneció en cartel durante solo veinte días, con un total cuarenta representaciones en Madrid. En cuanto a su recepción en la prensa, por lo general, los críticos elogiaron el buen oficio del autor, que había sabido construir una comedia interesante y divertida sobre un tema sobradamente conocido. Por citar algún testimonio, Alfredo Marqueríe escribió: «La anécdota central de Usted no es peligrosa -el matrimonio fingido por el sobrino del tío y testador acaudalado y la escena de alcoba con la joven que no quiere pasar de ciertos límites en la impostura- ha sido llevada muchas veces al teatro. Pero el mérito fundamental de Víctor Ruiz Iriarte es que con un tema nada nuevo ha sabido escribir una comedia burlesca, desenfadada, llena de frases y situaciones felices, que interesa y que hace reír» (abc, 23 oct. 1954). Por su parte, Elías Gómez Picazo se mostraba francamente elogioso al valorar esta nueva obra del autor: «Es una comedia verdaderamente graciosa, de fondo humano y envoltura desenfadada», y algo más adelante la calificaba de «comedia divertidísima, con pequeñísimos reparos en cuanto a su construcción y desarrollo, que merece un gran éxito y prolongada permanencia en cartel» (Madrid, 23 oct. 1954). Dos años después, el montaje viajó a Barcelona, donde se representó en el Teatro Windsor. Allí, Martínez Tomás, se refirió a la comedia como «una pieza alegre y optimista, tejida sobre un argumento que no se distingue precisamente por la novedad», con «personajes divertidísimos» y «situaciones de una gracia traviesa, retozona y jovial» (La Vanguardia Española, 9 jun. 1956).

Como en otras ocasiones, también esta vez los críticos valoraron el primer acto en mayor medida que los dos restantes: «El planteamiento es perfecto, con un primer acto movido, sorprendente y regocijante, tanto por el ingenio del diálogo como por el acierto en el diseño de los tipos que en él aparecen», escribía Gómez Picazo (Madrid, 23 oct. 1954). Así mismo, Adolfo Prego calificó este acto primero como «muy movido y chispeante, en el que opera un diálogo feliz y una situación expositiva prometedora», si bien en los actos siguientes destacó sobre todo la capacidad de Isabel Garcés para mantener con gracia su papel (Informaciones, 23 oct. 1954). E igualmente, Martínez Tomás destacó que «el primer acto de la comedia es notoriamente mejor que los otros dos», y añadía: «Se cumple en él la norma, tan corriente en el teatro de ahora, de que el autor emplee lo mejor de su ingenio en plantear el esquema de lo que va a ocurrir» (La Vanguardia, 9 jun. 1956).

Vista desde hoy, creo que, pese a la indudable maestría de que hace gala Ruiz Iriarte en la construcción de la comedia, estamos ante una de las obras del autor que peor han soportado el paso del tiempo, sobre todo por los importantes cambios que desde los años cincuenta se han producido en nuestro país en el papel social de la mujer. En efecto, el modelo de mujer representado por Marta frente a las tres mujeres «peligrosas», y el modelo de relación que se establece entre aquella y Fernando poco tienen ya que ver con nuestra realidad. A diferencia de las tres casquivanas ex-amantes de Fernando, y de acuerdo con los valores que propugnaba la moral nacional-católica impuesta por el régimen dictatorial, Marta es una mujer «de verdad» que, tal como dice Felisa, «sabe coser, guisar, bordar y planchar. Y de niños, entiende más que nadie». Y aunque en ocasiones Marta envidie a las mujeres «peligrosas», lo cierto es que el autor la presenta como superior a estas, a las que dibuja con rasgos que rayan en lo caricaturesco, aunque no deje de matizarlas con trazos de cierta ternura. En el fondo, la idea del sexo fuera del matrimonio como algo pecaminoso no es ajena a esta obra, tal como se desprende de las palabras de Fernando, quien afirma que solo hay dos tipos de mujer: la amante, que es «el demonio que incita», y la esposa, que inspira «paz y sosiego». No obstante, y aunque no está muy claro que esta fuera la intención del dramaturgo, la obra deja en evidencia los equívocos a que se presta tan rebuscado y antinatural sistema de relaciones hombre-mujer, y las falsedades e hipocresías que este sistema genera. En este sentido, su valor como testimonio de toda una forma de entender las relaciones de pareja y el papel de la mujer en la sociedad durante una época es indudable.

Recordemos brevemente el argumento: Marta, «patito feo» a quien su madre no fue capaz de casar, sueña con su vecino, el mujeriego Fernando, de quien está enamorada en silencio, mientras se dedica a cuidar de sus tres sobrinitos. Gracias a la circunstancia excepcional que supone la aventura de ir a ver a su tío, Fernando la conoce y descubre sus cualidades de buena esposa. Lo que parecía un inconveniente, la cualidad de «no peligrosa» de Marta, acaba convirtiéndose en virtud, y Marta consigue enamorar al hombre al que quiere. Recuerda en cierto modo a un cuento de hadas, un cuento para las muchachas reprimidas del franquismo que soñaban con una recompensa a su sacrificio y abnegación. En efecto, a la hora de abordar este argumento, el autor se aleja de los modos de representación realistas para adentrarse por los territorios de la fantasía y del cuento, a semejanza de lo que ocurría en La cena de los tres reyes, si bien, a diferencia de aquella, que derivaba por los territorios de la sátira política, aquí el autor se centra en la historia de amor entre los dos protagonistas. Ya desde el principio se nos aclara que vamos a entrar en un espacio, la casa de Fernando, excepcional y único dentro un contexto gris y anodino («Si es que en una casa como esta, donde todos los vecinos son gente de orden, este piso, que es todo lo contrario, resulta casi, casi un Museo…», dirá Felisa), y que vamos a asistir a una situación igualmente excepcional, donde lo cotidiano (el papel silencioso y pasivo de Marta) va a dejar paso a una nueva realidad en la que se van a invertir los términos (ahora Marta es necesaria y va a jugar un papel activo en la vida de Fernando).

Pero no solo la situación inicial se sale de lo común. También las relaciones que se irán estableciendo entre los personajes se escapan de lo previsible. Si ya desde el principio la confianza con que Felisa se dirige a Marta y la introduce en su casa roza los límites de lo verosímil, poco después, la relación que se establece entre Fernando y las tres mujeres que fueron sus amantes (o mejor dicho, entre dos de ellas más el marido de la tercera), y posteriormente, entre estos y Marta, resulta del todo inverosímil contemplada desde una óptica realista. Sin embargo, no es en clave realista como se entiende la presencia en la obra de estos tres personajes; su función no es indagar en el comportamiento humano, mostrando los detalles de unas relaciones que, en cualquier caso, resultarían mucho más complejas; en realidad, su presencia tiene bastante más que ver con las «funciones» (en la terminología de Propp) que cumplen los personajes de los cuentos de hadas: en el primer acto, deben abrir el camino para que Marta asuma el papel que inicialmente estaba destinado a uno de ellos; además, deben servir como antimodelos de mujer que contrasten con la protagonista, realzando así el valor de esta; en el tercero, son los testigos de la confesión de Marta (o mejor dicho, de su «fingimiento», volviendo a la terminología del erudito ruso), que precipita el desenlace. También cumple una función muy determinada el personaje de Felisa, que, si bien lleva a cabo la tarea de unir a los protagonistas, más que con la tradición celestinesca, está emparentado con los personajes benefactores de los cuentos de hadas, ya que une a Fernando y Marta sin interés personal alguno.

Sin llegar a situarse en el plano intemporal y ahistórico de los cuentos de hadas, la obra de Ruiz Iriarte se sitúa en un plano que oscila entre la fantasía y la realidad, al menos en el acto central, y lo hace mediante el personaje de Manolito, anciano al que aún llaman «El Chico» y que prefiere el diminutivo de su nombre porque, según dice, le «va más con la edad»; personaje que, además, recuerda que en el 36 «todos decían que se iba a armar una buena», aunque ignora si finalmente se armó o no. También es indefinido el espacio de la acción: para acentuar el clima fantástico, esta se sitúa en un palacio, habitado por tres personajes inverosímiles -al que, además, han llegado los protagonistas tras un «viaje», y en el que tendrá lugar una prueba en la que habrán de enfrentarse al «dragón» de la tentación sexual-; pero, por otra parte, este palacio está ubicado en una ciudad tan real y tan concreta como Valladolid («Esto no es Hollywood. Aquí estamos en Castilla»). Al mismo tiempo, y para que no haya dudas, se hace alusión en varias ocasiones a la «españolidad» de un personaje, de un género musical o de la propia ciudad. Extraño territorio espacio-temporal el de esta obra.

Pero no solo en el acto central cuenta esta obra con elementos propios de los cuentos de hadas. Ya desde el comienzo del acto primero se produce la salida de la protagonista de los límites de su casa y la «transgresión» de los límites establecidos al penetrar en la casa de Fernando, con la mediación de Felisa. El motivo que va a desencadenar la «partida» de los protagonistas no es otro que el de realizar un «engaño» (en este caso, al tío millonario de Fernando) para recibir unos bienes; otro motivo que se reitera en la estructura de los cuentos. El final que se adivina, la boda, es también el típico en el género (como en la comedia). Entre tanto, hemos encontrado muchas otras «funciones» desarrolladas en esta comedia cuyo análisis exhaustivo excedería los límites de esta presentación.

Lo que sí es importante destacar es que en la obra de Ruiz Iriarte las aristas de los cuentos maravillosos -que en la tradición original son muchas, y que ya fueron rebajadas en las versiones aburguesadas que se realizaron a partir del XVIII- han quedado limadas al máximo: el dragón de la tentación sexual no es tal, pues Marta «no es peligrosa»; también quedará desmentido el engaño al millonario -que ni siquiera era un engaño malévolo, sino más bien una mentira piadosa-, tanto por la sinceridad de Marta como porque lo que iba a ser engaño, finalmente, promete convertirse en realidad; e incluso las tres amantes antagonistas (tal vez equiparables a las «hermanastras» de los cuentos) acaban compadeciendo a Marta y apoyándola en sus fines. No cabe mayor suavización del género.

Tras estas reflexiones, resulta inevitable preguntarse por qué, si, como parece, el autor quería escribir una historia de amor próxima a las de los cuentos maravillosos, no situó directamente su obra en un territorio mágico y simbólico, y se olvidó de Valladolid, de la guerra del 36 y del nacional-catolicismo. Tal vez con Usted no es peligrosa Ruiz Iriarte intentara mostrar que incluso en un contexto tan árido y triste como podía ser el de la España de los años cincuenta, aún eran posibles los cuentos de hadas, por imposible que pareciera.

Berta Muñoz Cáliz

Centro de Documentación Teatral. Madrid



Esta comedia se estrenó en el Teatro Infanta Isabel, de Madrid, la noche del 22 de octubre de 1954, con el siguiente reparto:

PERSONAJES
 
ACTORES
 
MARTA. ISABEL GARCÉS.
FELISA. IRENE CABA ALBA.
AURORA. MARÍA LUISA PONTE.
PEPITA. IRENE GUTIÉRREZ CABA.
DOROTEA. RAFAELA APARICIO.
FERNANDO. ANTONIO CASAS.
PRIMITIVO. MARIANO AZAÑA.
MANOLITO. ERASMO PASCUAL.

Decorado de Redondela.






ArribaAbajoActo I

 

En Madrid. Interior en un piso pequeñísimo de una casa moderna próxima al paseo de Rosales. La habitación está decorada de un modo atrevido y caprichoso. Una mano de artista ha ordenado, en gracioso desorden, unos cacharros, unos cuadros vanguardistas y muchos, muchísimos libros.

 
 

Al fondo, puerta de entrada que, al abrirse, deja ver una buena parte del rellano de la escalera. Al fondo también, en ángulo con la pared de la derecha, se inicia un pasillo que, en recodo, se pierde por este lateral. Y en este mismo lado, un gran ventanal apaisado que da a un patio con las paredes revestidas de ladrillos. A la izquierda, dos puertas iguales.

 
 

Pocos muebles, muy originales. Hacia la derecha, algo en diagonal, un gran sofá con almohadones. Delante, una mesita con teléfono. En la izquierda, dos sillones.

 
 

Luz alegre y descarada de una mañana de primavera.

 
 

(Cuando se levanta el telón no hay nadie en escena. Pero, pronto, por la segunda puerta de la izquierda, surge FELISA. Es una criada, ya de cierta edad, que, por las trazas, pertenece al viejo régimen doméstico. Lleva en las manos una bandeja con el servicio de un desayuno que ya ha sido consumido. Muy decidida, desaparece con su bandeja por la primera puerta de este lateral. Y la escena queda sola otra vez. En seguida vuelve a aparecer FELISA, ya sin la bandeja, que cruza muy resuelta, se planta ante el ventanal y llama a alguien que, naturalmente, no se ve.)

 

FELISA.-  ¡Chiss! Venga. Sí, sí, usted. Venga, venga…

 

(Se aparta de la ventana, y marcha hacia la puerta de la escalera. Abre y espera. Pronto, en el rellano, surge la figura de MARTA. MARTA viste bien. Pero castísimamente. De ella emana algo como un casi infantil y tímido candor. Usa gafas.)

 

MARTA.-  ¿Me llamaba usted?

FELISA.-  Sí, señorita. Pase, pase la señorita…

MARTA.-  Pero, ¿usted cree que es correcto?

FELISA.-   (Muy campechana.) Vamos, vamos. Si sabré yo que, desde hace tiempo, la señorita se pasa horas y horas quietecita en su ventana, mira que mira hacia aquí…

MARTA.-  Verá.  (Muy ruborizada.) Es que como vivo en el cuarto de al lado…

FELISA.-   (Se ríe tan campante.) Quite, quite. Lo que pasa es que como este cuarto tiene mala fama en la vecindad, la señorita está muerta de curiosidad. Como todas las señoras de la casa. Pero yo se lo voy enseñando a todas siempre que tengo un ratito. Ayer estuvo aquí la del segundo, la del juez. Y para mañana tengo citada a la del ingeniero, que vive en el ático. Hoy le toca a la señorita…

MARTA.-   (Agradecida.) Muchas gracias.

FELISA.-  De nada, de nada. Aprovéchese. Si la curiosidad es muy natural. Si es que en una casa como esta, donde todos los vecinos son gente de orden, este piso, que es todo lo contrario, resulta casi, casi un museo… Entre, entre la señorita y fisgue todo lo que quiera.  

(MARTA avanza casi de puntillas y FELISA cierra la puerta de la escalera.)

  A mí me es muy simpática la señorita. Me da un gusto verla todas las mañanas cuando sale hacia Rosales con los niños…

MARTA.-  Son mis sobrinitos.  (Sonriendo.) Felipín, Tanito y Pachín. Son hijos de una hermana que murió hace dos años. Mi cuñado me los ha confiado a mí para que yo los cuide. ¿Comprende? Pero son más listos los tres…  (Orgullosísima.) Ya juegan al fútbol.

FELISA.-  ¡Qué talento!

MARTA.-  Mucho… Es que los niños de ahora salen muy despiertos.  (Sonríe con ternura.) Son tres demonios. Pero como soy soltera y vivo tan sola me hacen compañía…

FELISA.-  ¿Es que la señorita es enemiga del matrimonio?

MARTA.-  ¡Uy! ¡Qué va! Por mí… pero ya ve.

FELISA.-  Vaya, vaya. ¡Pobrecita!

 

(MARTA da unos pasos, mira en torno y sonríe casi en éxtasis.)

 

MARTA.-  ¡Qué bonito! Pero qué bonito es todo…

FELISA.-  ¿Le gusta?

MARTA.-  Muchísimo. Es una preciosidad…  (De pronto.)  ¿Y esa puerta?

FELISA.-   (Bajo.) La alcoba.

MARTA.-  ¡Ah!  (Impresionada.) ¡Su alcoba!

FELISA.-  Sí…

MARTA.-  No se oye nada. ¿Es que no se ha despertado todavía?

FELISA.-  Sí, señorita. Ya hace un ratito…

MARTA.-   (Sobresaltadísima.) ¡Ay, Dios mío! Entonces, ¿qué hago yo aquí? ¿Qué pensará si sale y sorprende en su casa a la vecina del piso de al lado?

FELISA.-  ¡Chiss! No hay cuidado. Ahora, después del desayuno, se vuelve a dormir. Y luego, se mete en el cuarto de baño…

MARTA.-  ¿Tarda mucho en arreglarse?

FELISA.-  ¡Huy! Todas las mañanas se pasa un par de horas delante del espejo. Y el día que toca masajista y manicura, para qué le voy a contar…

MARTA.-   (Comprensiva.)  Es que los hombres son así… Ya se sabe.  (Un pequeño silencio. MARTA sigue mirándolo todo. Se sienta en el sofá y acaricia suavemente los almohadones.)  ¿Es aquí donde escribe esas novelas tan bonitas que siempre acaban mal?

FELISA.-  No, señorita. Escribe en el despacho. En esta habitación es donde recibe a las señoras y ahí les hace la escena del sofá…

 

(MARTA, sofocadísima, se pone en pie casi de un salto.)

 

MARTA.-  ¡Jesús!

FELISA.-  ¿Se ha asustado la señorita?

MARTA.-  Un poquito. Como me lo ha dicho usted así de pronto… (Se queda mirando el sofá con muchísimo recelo. Luego se vuelve a FELISA.)  ¡Pobre mujer! La de cosas que habrá usted visto en esta casa…

FELISA.-  ¡Ca! No crea. No tengo suerte…

MARTA.-  ¡Ah! ¿No?

FELISA.-   (Con cierta indignación.) ¡No veo nada! Como yo solo vengo por las mañanas y el señorito recibe por las tardes… Yo distingo a las señoras que visitan al señorito por las cosas que se dejan olvidadas. Que si unos guantes, que si un bolso, que si un zapato…

MARTA.-  ¿Un zapato?

FELISA.-  Sí, señorita. El marido que se presentó de pronto y resultó que no lo sabía…

MARTA.-   (Con horror.)  ¡Qué poca vergüenza! Pero, ¿todas son iguales?

FELISA.-  ¡No! Todas, no. Las hay de muy buena familia…

MARTA.-   (Con sincerísima desesperación.) ¡Dios mío! Pero, ¿usted cree que esta es vida para un hombre como él? Un hombre como Fernando Carvajal, que es célebre, soltero, que todavía es joven, que es muy simpático… Porque a mí me resulta simpatiquísimo.

FELISA.-  Ya. Ya se ve…

MARTA.-   (Ruborizadísima.) Y no vaya usted a creer que yo también estoy enamorada de él, como todas esas mujeres que le visitan. Quite usted, por Dios. Eso, ni pensarlo. Pero si ni siquiera me conoce. Si no sabe que soy la vecina del piso de al lado. Si todavía no me ha mirado ni una sola vez cuando nos hemos encontrado en la escalera, en el portal o en el ascensor. Lo que pasa es que como la ventana de mi cuarto está tan cerquita de esta… Mire. Desde allí se ve casi todo lo que pasa en esta habitación. Y, claro, como además soy tan curiosa, pues los ratos que me dejan libres Felipín, Tanito y Pachín, que son malísimos y me lo rompen todo, me siento junto a la ventana con mi labor y me entretengo en fisgar un poquito. Y sé muchas cosas, ¿sabe usted? Sé hasta los trajes que tiene. Por cierto, tiene uno marrón con listas que está hecho una birria… Pero el pobrecito no se da cuenta. Es más despistado.  (Sonríe.) Compra muchos discos de música clásica. Pero no le gustan. Lo que a él le vuelve loco es «Las muchachas de la Plaza de España»2. Como a todo el mundo. Sé a la hora que se acuesta porque siempre estoy despierta hasta que apaga las luces. Y también me entero cuando recibe la visita de una de esas lagartonas. Porque entonces cierra la ventana y no me entero de nada… Pero cuando mejor lo paso es cuando sé que está solo y lo oigo ir de un lado para otro. Como estos tabiques son tan delgados, se oye todo y se entera una de todo.  (Con mucha ternura.) Es más embustero. Cuando llaman por teléfono siempre contesta diciendo que no está…

FELISA.-  ¡Pobrecillo! Las mujeres, que no le dejan vivir…

MARTA.-  ¡Quia! Son las facturas…

FELISA.-  ¡Ah!

MARTA.-  Hay un sastre que le da unos disgustos… Como que ya me gustaría conocerle para decirle cuatro frescas. El muy grosero. No se da cuenta de que el pobre Fernando está muy mal de dinero estos días…

FELISA.-   (Atónita.) Pero, Dios mío, ¡la señorita lo sabe todo!

MARTA.-  Casi todo. (Muy confusa.)  Como vivo en el piso de al lado…

FELISA.-  ¡Hay que ver!  (Muy enternecida.) Y todavía dice la pobre que no está enamorada…

MARTA.-   (Muy bajo. Sofocadísima.)  ¿Se me nota mucho?

FELISA.-  Una barbaridad.

MARTA.-  ¡Oh!

FELISA.-  Pero si por eso he llamado a la señorita. Para que sepa que una servidora está dispuesta a ayudarla en lo que sea. Si es que a una se le parte el corazón de ver a la señorita horas y horas asomada a esa ventana, con los ojos abiertos de par en par, mirando hacia aquí. Porque lo que dice el portero…

MARTA.-   (Aterrada.) Pero, ¿lo sabe el portero?

FELISA.-  Sí, señorita. Se lo ha dicho la cocinera del segundo…

MARTA.-  ¿Y quién se lo ha dicho a esa cocinera?

FELISA.-  La señora del primero.

MARTA.-  ¡Dios mío!  (A punto de llorar.) Entonces, lo saben todos los vecinos…

FELISA.-  Todos, todos menos los ingleses del quinto. Pero ya se sabe que los ingleses siempre se enteran después…

MARTA.-  ¡Qué vergüenza!

FELISA.-   (Conmovida.) ¡Señorita! ¿Va usted a llorar?

MARTA.-  ¿Cómo no voy a llorar? De rabia y de coraje. ¡Soy el hazmerreír de la vecindad! Pero me tengo bien merecido todo lo que me pasa. Mire usted que enamorarme del vecino… Un día voy a hacer un disparate.

FELISA.-   (Asustada.) ¿Qué va usted a hacer?

MARTA.-  Me voy a mudar de casa.

FELISA.-  ¿Sería usted capaz?

 

(MARTA suspira y niega humildemente con la cabeza.)

 

MARTA.-  No… No podría. Necesito estar junto a él para hacerme la ilusión de que es algo mío. ¿Comprende? Ya sé que todo son imaginaciones. Pero si supiera usted qué feliz soy pensando que, en cualquier momento, puede necesitarme y yo estoy ahí, detrás de ese tabique, muy cerca, muy cerca. Porque estoy segurísima de que, con la vida que hace, cualquier día se verá metido en un conflicto…

FELISA.-  ¡Señorita! Si la señorita me guarda el secreto le diré que ese día ha llegado ya…

MARTA.-   (En pie. Con sobresalto.) ¿Qué dice? ¿Qué le ocurre a Fernando?

FELISA.-  Algo muy gordo. De eso, estoy segura…

MARTA.-  ¡Ay, Dios mío! Cuente, cuente…

FELISA.-  ¡Chiss! Espere… (FELISA se levanta, va hasta la puerta de la alcoba, escucha un segundo y vuelve.)  Ayer recibió el señorito una carta de Valladolid.

MARTA.-  ¿De Valladolid?

FELISA.-  No sé lo qué diría esa carta. Pero si sé que, después de leerla tres o cuatro veces, el señorito se puso muy nervioso. Se encerró en su alcoba y estuvo dando paseos toda la mañana de un lado para otro. Después escribió tres cartas y me mandó llevarlas. Esas tres cartas eran para tres señoritas que, en tiempos, han tenido que ver con el señorito…

MARTA.-   (Con espanto.) ¿Las tres?

FELISA.-  Las tres.

MARTA.-  ¡Pobrecito! Cuando yo digo que eso no es vivir…

FELISA.-  A las tres las conozco de oídas porque las tres han dado mucha guerra. Una se llama Aurora, otra Pepita y otra Lola…

MARTA.-  Aurora, Pepita y Lola.  (Con un mohín.)  Pues no tiene nada de particular. Lo que pasa es que los hombres se enamoran de muy poco…

FELISA.-  Eso digo yo. Pero, ¿quiere usted saber más?

MARTA.-  ¡Yo quiero saberlo todo!

FELISA.-  Pues en esas tres cartas el señorito citaba a las tres señoritas para hoy por la mañana en esta casa…

MARTA.-  ¿Aquí?

FELISA.-  ¡Aquí!

 

(MARTA se ha puesto en pie muy excitada.)

 

MARTA.-  Eso quiere decir que llegarán de un momento a otro…

FELISA.-  Ya debían estar aquí.

MARTA.-  ¡Ah! Entonces tenemos que hacer algo.  (Muy decidida.)  Venga usted aquí. ¿Nosotras somos o no somos amigas?

FELISA.-  Sí, señorita. (Con entusiasmo.)  ¡Amigas de toda la vida!

MARTA.-  ¿Cómo se llama usted?

FELISA.-  ¡Felisa! ¿Y usted?

MARTA.-  Marta.

FELISA.-  Pues tanto gusto…

MARTA.-  ¡Felisa! Óigame bien. Si lo piensa un poco, verá que usted y yo somos lo único que Fernando tiene en este mundo…

FELISA.-  Pues ahora me doy cuenta de que sí, señorita…

MARTA.-  Por eso, si Fernando está en un apuro, nuestro deber consiste en no abandonarle y hacer todo lo que sea por él. ¡Felisa! Es preciso que se entere usted de todo lo que pase hoy en esta casa. Y si es preciso, me llama. Escuche. Cuando lleguen esas tres…

 

(Suena un timbre en la puerta. MARTA y FELISA se sobresaltan.)

 

LAS DOS.-  ¡Ay!

FELISA.-  ¡La primera!

MARTA.-   (Turbadísima.) ¡Ave María Purísima! ¿Qué hago yo ahora?

FELISA.-  No se asuste. Puede usted salir por la escalera interior…

MARTA.-  ¡Ay, sí! Vamos, vamos.  

(Marchan hacia la primera puerta de la izquierda. De pronto, MARTA se detiene.)

  ¡Felisa! Acuérdese. Que el pobrecito no tiene a nadie más que a nosotras…

FELISA.-  ¡Sí, señorita!  

(Desaparece MARTA. FELISA se la queda mirando enternecida.)

  ¡Pobrecilla! Es un ángel de Dios…  

(Va a la puerta del fondo y abre. En el rellano de la escalera aparece AURORA. Es una mujer muy vistosa, estrepitosamente bien vestida.)

  Buenos días, señorita.

AURORA.-   (Airada.)  ¡Quítese de en medio!

FELISA.-  ¡Jesús!

AURORA.-  ¿Dónde está ese granuja? ¿Dónde está?  (Avanza como una tromba y se detiene en el centro de la estancia recorriéndolo todo con los ojos.)  ¡Oh! El mismo sofá. Y la radio. Y ese trasto. Y los cuadros que me ponían nerviosa. ¡Maldita sea mi estampa! Está todo igual.

FELISA.-  ¡Je! ¿Hace mucho que no viene por aquí la señorita?

AURORA.-  Desde 1951…

FELISA.-  Entonces, debe ser de las primeras…

AURORA.-   (Irónica.) ¿Usted cree? Yo soy Aurora Córdoba. Supongo que me conocerá de nombre.

FELISA.-  Me parece que sí. ¿Es usted artista?

AURORA.-  ¡Ea! Eso dicen…

FELISA.-  Oiga. ¿Y cuál es su arte?

AURORA.-   (Muy bien plantada.)  ¡Cante y baile español!

FELISA.-  ¡Se le nota!

AURORA.-  ¿De veras?

FELISA.-  ¡Digo! No hay más que verla…

AURORA.-  Antes cantaba tangos y boleros y cosas así, muy espirituales, que es lo mío. Pero, como todos dicen que tengo algo de belleza española, cambié de género. En confianza, a mí esto de la belleza española me revienta… Pero hay que vivir.

FELISA.-   (Sinceramente.)  ¡Pobre!

AURORA.-  Ahora trabajo en «El Molino», esa sala de fiestas que han puesto en la Gran Vía. Salgo en el «show». Pero antes, tengo un número para mí sola con todos los focos…

FELISA.-  ¡Qué suerte!

AURORA.-  Gusto mucho, ¿sabe? Al público fino, naturalmente. Ya dice la propaganda que soy la artista preferida de las señoras…  (Transición. De pronto, coge un cacharro de cualquier parte y lo estrella contra el suelo.) ¡Maldita sea mi sombra!

FELISA.-   (Con susto.) ¡Ay, señorita!

AURORA.-  Si no sé por qué estoy aquí. Si lo veo y no lo creo. Si, por volver a esta casa, después de lo que me hizo, merezco que me estén llamando tonta toda la vida… (Indignadísima.)  Granuja, golfo, mal hombre.

 

(Timbre en la puerta. AURORA enmudece.)

 

FELISA.-  ¡Otra!

AURORA.-   (Ceñuda.) ¿Cómo?

FELISA.-  ¡Claro! Como son ustedes tres las que están citadas… Esta es la segunda.

AURORA.-  ¿Dice usted que tres?  (Indignada.) Pero esto es el colmo. ¿Qué es lo que se propone?

 

(Mientras, FELISA ha abierto la puerta y en el umbral aparece PEPITA. Es una muchacha tímida, paradita, alicorta. Muy bonita y muy bien arreglada.)

 

PEPITA.-  Buenos días.  (Entra muy despacito. Mira en torno con muchísimo recelo. De pronto, su mirada cae sobre el sofá. Y se echa a llorar desconsoladamente.)  ¡Ay, Dios mío!

AURORA.-  ¡Oh!

FELISA.-   (Casi maternal.) Vamos, señorita. Ea, ea, ea…

PEPITA.-  Ustedes dispensen. Pero es que cuando se vuelve aquí después de tanto tiempo le hace a una un efecto… No se puede remediar.

AURORA.-  ¡Digo! Dígamelo usted a mí…

PEPITA.-  ¡Ah! ¿Usted también?

AURORA.-  Claro, hija… ¿De qué época es usted?

PEPITA.-  De 1952…

AURORA.-  ¡Vaya! La siguiente…

PEPITA.-  ¿De verdad?  (Muy contenta.) Entonces, ¿usted es la anterior?

AURORA.-  ¡Ea!

PEPITA.-  ¿Aurora Córdoba?

AURORA.-  ¡Sí!

PEPITA.-  ¿La del folklore?

AURORA.-  ¡Esa!  (Muy digna.) ¿Qué pasa con el folklore?

PEPITA.-  ¡Ay, qué alegría conocerla! Pero qué guapa y qué simpática es usted, Aurora…

AURORA.-  Mujer…  (Casi enternecida.)  Usted tampoco está mal.

PEPITA.-  ¡Huy! ¡Pobre de mí!

AURORA.-  Vamos, vamos. No se rebaje. ¿Cómo se llama usted?

PEPITA.-  Pepita, para servir a ustedes.

FELISA.-  ¡Qué bien educada está!

AURORA.-  ¡Y qué fina es! ¡Ay! Con lo que a mí me chifla todo lo fino… Venga usted aquí.  (Muy cariñosamente se lleva a PEPITA al sofá. Las dos están encantadas.)  Oiga. ¿Sabe usted que así, de primeras, parece usted una estudiante?

PEPITA.-  ¡Toma! Pero si lo soy…

AURORA.-  ¿De veras?

PEPITA.-  ¡Claro! Yo soy una intelectual. Cuando conocí a Fernando estudiaba Medicina. Pero a Fernando no le gustaba esa carrera y empecé Derecho. Después, al terminar con Fernando, tuve un novio militar que les tenía manía a los abogados. Y me matriculé en Farmacia. Ahora estudio Arquitectura…

FELISA.-  ¿Otro novio?

PEPITA.-   (Ingenua.) ¡Claro!

FELISA.-  ¡Me lo estaba figurando!

PEPITA.-  ¿Qué va a hacer una? Si, después de todo, como decía Fernando, una está hecha para el amor.  (Satisfechísima.)  ¿Verdad que es una frase muy profunda?

AURORA.-  La mar…  (Con ceño.)  Oiga. ¿Y de mí qué decía?

PEPITA.-  ¿De usted?  (Con mucha inocencia.)  Pues decía que se había enamorado de mí porque yo soy todo lo contrario que usted. Como se ve en seguida que yo soy una señorita…

 

(AURORA se pone en pie casi de un salto.)

 

AURORA.-  ¡Huy!

FELISA.-   (Asustada.) ¡Cuidado!

AURORA.-  La bofetada que le voy a dar a este arquitecto…

PEPITA.-  ¡Ayyy!

FELISA.-  ¡No! Eso, no…

AURORA.-  ¡Déjeme! ¡Maldita sea! ¡Que se largue! ¡Que yo no la vea!

PEPITA.-  ¡Ay, no! Eso sí que no. Porque, para que usted se entere: si estoy aquí es porque Fernando me ha llamado…

AURORA.-  Conque la ha llamado, ¿eh?

 

(Timbre en la puerta. Todas se callan y se inmovilizan instantáneamente.)

 

TODAS.-  ¡Oh!

FELISA.-  La que faltaba. ¡Esta es Lola!

 

(AURORA y PEPITA se revuelven irritadas.)

 

AURORA.-  ¿Lola? Pero, ¿también ha citado a Lola?

PEPITA.-  ¿Cómo? ¿Esa mujer aquí?

FELISA.-  ¿Es que las señoritas conocen a Lola?

PEPITA.-  ¿Quién no conoce a Lola?

AURORA.-  ¡Que si la conozco! Un poquito. Una vez, hace tiempo, cuando Fernando y yo estábamos en relaciones, Lola y yo nos encontramos en la calle de la Reina. Empezamos a charlar de esto y de lo otro y, lo que pasa: terminamos tirándonos del pelo… Pero podemos seguir ahora. Estamos entre amigas.

FELISA.-   (Con terror.) ¡Virgen Santísima!

AURORA.-   (Ya dispuesta.) ¡Abra!

FELISA.-  ¡Señorita!

AURORA.-   (Furiosa.) ¡Le digo que abra!

 

(Abre FELISA. Y ante el asombro de las tres mujeres, quien aparece en la escalera es don PRIMITIVO. Un señor de bastante edad, de aspecto inofensivo, que viste algo anticuado y con muchísima solemnidad.)

 

PRIMITIVO.-  Buenos días.

TODAS.-  ¡Oh!

 

(Cortésmente avanza el recién llegado, quitándose el sombrero. Ellas le miran estupefactas.)

 

FELISA.-  ¡Caballero! ¿No se habrá usted equivocado de piso?

PRIMITIVO.-   (Mirándola casi con ternura.) ¿Cómo voy a equivocarme, buena mujer? Andaría por esta casa con los ojos cerrados…  

(Mira aquí y allá y sonríe. Sus ojos lo recorren todo. Un silencio fugacísimo. Las tres mujeres se miran entre sí con alarma.)

  Todo está igual. Parece que no ha pasado el tiempo…  (Sonríe.) Con permiso de ustedes. Yo soy muy curioso. Voy a dar una vueltecita por ahí para ver si ha hecho reformas…
 

(Marcha hacia el fondo y desaparece por el recodo del pasillo. FELISA, AURORA y PEPITA están atónitas.)

 

AURORA.-  ¡Mi madre!

PEPITA.-  ¡Ay, ay, ay!

FELISA.-  ¡Toma! Para mí que este señor también tiene aquí muchos recuerdos… Yo no me atrevo a dejarlo solo.

 

(Marcha FELISA en pos de don PRIMITIVO. Quedan solas AURORA y PEPITA.)

 

AURORA.-  ¡No puedo más!  (Gritando.)  ¡No puedo más! ¡Fernando! ¡Fernando! ¡¡Fernando!!

 

(Se abre la puerta de la alcoba -segunda de la izquierda- y asoma la cabeza de FERNANDO. Este tiene quizá alguno menos o alguno más de los cuarenta años. Normalmente debe ofrecer un excelente aspecto. Pero lo cierto es que esta mañana aparece bastante alicaído. Tiene un impresionante aire de indiferencia y de desmayo. Lleva de cualquier modo una bata de seda y un pañuelo al cuello. No se ha afeitado todavía y tiene el pelo en desorden. Ve a AURORA y avanza hacia ella muy conmovido.)

 

FERNANDO.-  ¿Quién llama? ¡Oh, Aurora!

AURORA.-  ¡No te acerques!

FERNANDO.-  Pero, mujer…

AURORA.-  ¡Largo!

FERNANDO.-  ¡Oh!  (Un suspiro.)  No has cambiado nada. Buenos días, Pepita. ¿Cómo estás?

PEPITA.-   (Emocionadísima.) ¡Fernando!

FERNANDO.-   (Muy paternal.) ¿Qué estudias ahora, hija mía?

PEPITA.-  Arquitectura.  (Muy decidida.) Pero si no te gusta, me hago de Obras Públicas…

FERNANDO.-  No, hija. Sigue, sigue con la Arquitectura, que parece que tiene porvenir. A lo mejor, un día haces otro monasterio del Escorial…

PEPITA.-  ¡Ay, no! Eso sí que no. Yo solo haré casitas pequeñitas, pequeñitas…

FERNANDO.-  ¡Oh!  (Emocionado.) ¿Has oído, Aurora? ¡Qué femenina es!

AURORA.-  Mucho. Es muy rica…

PEPITA.-  ¡Ay, Fernando, Fernando! Te veo después de tanto tiempo. Me acuerdo de lo felices que hemos sido. Me veo otra vez en esta casa… y ya está.

FERNANDO.-  ¡Oh, no, no! Por favor. Ni lágrimas, ni reproches, ni añoranzas. No lo podría soportar.

 

(Y se deja caer desmayadamente en el sofá. PEPITA acude solícita.)

 

PEPITA.-  ¿Estás enfermo?

FERNANDO.-  Peor. Estoy metido en un conflicto espantoso y solo una de vosotras puede salvarme. Por eso os he llamado a las tres. Pero, ahora que caigo, Lola no ha venido…

 

(En este instante asoma PRIMITIVO por el pasillo.)

 

PRIMITIVO.-   (Muy amable.) Con permiso…

 

(AURORA, FERNANDO y PEPITA retroceden casi de un salto.)

 

PEPITA.-  ¡Ayyy!

FERNANDO.-  ¡Caballero!

PRIMITIVO.-  ¡Je! Yo represento a Lola. Porque Lola, sintiéndolo mucho, ya no puede volver a esta casa…

AURORA.-  ¡Ay! ¿Y puede saberse por qué?

PRIMITIVO.-  ¡Señorita! Porque Lola se ha casado…

LOS TRES.-  ¿Cómo?

 

(FERNANDO, AURORA y PEPITA, sorprendidísimos, avanzan y rodean a don PRIMITIVO.)

 

PEPITA.-  ¡Ay!

AURORA.-  ¿Que se ha casado Lola?

PRIMITIVO.-   (Muy risueño.)  Sí, sí. Eso es.

FERNANDO.-  ¡Asombroso!

PEPITA.-  Es increíble…

AURORA.-  ¡Lola casada! Pero si no puedo creerlo…

PEPITA.-  Oiga. ¿Y con quién se ha casado?

FERNANDO.-  Hombre, sí, dígalo. Tengo una curiosidad…

AURORA.-  Ande, ande. Cuéntelo todo. Me gustaría conocer a ese mirlo blanco. ¿Quién es el marido?

 

(PRIMITIVO los mira de uno en uno y sonríe muy halagado.)

 

PRIMITIVO.-  Pero si soy yo…

LOS TRES.-  ¡Oh!

 

(Los tres, AURORA, PEPITA y FERNANDO, se quedan mirando boquiabiertos a don PRIMITIVO.)

 

FERNANDO.-   (Casi sin voz.)  Usted…

PRIMITIVO.-   (Muy ufano.)  El mismo, sí señor. Primitivo Lorente, servidor de ustedes. Lola y yo nos casamos hace ocho meses, quince días y  (Mira el reloj.)  veinte minutos. (Muy estimulante.)  ¿Qué? ¿Es que no va usted a darme la enhorabuena?

FERNANDO.-  Con mucho gusto, sí señor…

PRIMITIVO.-  Ea, ea. ¡A mis brazos!

 

(FERNANDO y PRIMITIVO se abrazan con verdadera efusión, sobre todo por parte de este último. PEPITA y AURORA, juntas al otro lado, a la izquierda, se miran con el natural asombro.)

 

PEPITA.-  ¡Ay! Este señor debe ser extranjero…

AURORA.-  ¡Qué patriota es usted!

PRIMITIVO.-  Vaya, vaya con el señor Carvajal. Con las ganas que tenía yo de conocerle. Porque yo soy muy curioso, ¿sabe usted? Usted no sabe la de disgustos que he tenido en mi vida por culpa de esta maldita curiosidad. Pero es que me puede, me puede. Y como, desde hace ocho meses que nos casamos, mi mujer y yo no hablamos más que de usted…

FERNANDO.-   (Muy prudente.) Bueno. Las mujeres siempre exageran…

PRIMITIVO.-  ¡Ca! Lola, no. Lola no dice más que la verdad. Pero lo cuenta todo con tanto detalle… Con decirle a usted que hace unos minutos, cuando entré en esta casa, tuve la impresión de que volvía a un sitio donde ya había estado muchas veces. Y de usted, no digamos. Usted no tiene secretos para mí. Conozco sus gustos, sus ideas. Todo. Y lo curioso es que, en lugar de guardarle a usted rencor, que sería lo natural, poco a poco, me he ido convirtiendo en un gran admirador suyo. Y le quiero, vaya si le quiero. Como que a veces no sé quién le quiere a usted más, si mi mujer o yo…

FERNANDO.-  ¡Señor Lorente!  (Conmovidísimo.) ¿Me da usted otro abrazo?

PRIMITIVO.-  ¡Encantado, hijo. Pero llámame Primitivo…

FERNANDO.-  ¡Primitivo!

PRIMITIVO.-  ¡Fernandillo!

 

(Se abrazan otra vez con calor. Desde el otro lado, PEPITA y AURORA no pierden una sílaba.)

 

AURORA.-  ¡Ea! Para que luego me digan a mí que el género español es lo que se lleva…

PRIMITIVO.-  ¡Querido Fernando! Lola se niega a venir a su casa. Dice que tiene que velar por su buen nombre. Porque usted no sabe, desde que nos casamos, Lola ha cambiado mucho. Se ha hecho de una rigidez en cuestiones morales… A mí me tiene frito.

PEPITA.-  ¡Ay! ¡Pobre señor!

AURORA.-  ¡Qué barbaridad!

PRIMITIVO.-  Pero su carta era tan angustiosa, tan alarmante. Cuando Lola me la dio a leer me entró una curiosidad… Además, se me presentaba la oportunidad de conocerle a usted personalmente, cosa que también me tenía loco. En resumen, que me decidí y que aquí me tiene usted… Como si fuera Lola. ¿Se hace usted cargo?

FERNANDO.-  Hombre… Lo intentaré.

PRIMITIVO.-  Entonces, hable de una vez. Porque la verdad es que no puedo más…

 

(Y se sienta en el sofá junto a FERNANDO, frotándose las manos con anticipada satisfacción.)

 

FERNANDO.-  Bien. Ahora no sé por dónde empezar…

AURORA.-   (Furiosa.) ¿Quieres decir lo que te ocurre?

PRIMITIVO.-  Claro, hijo. Al grano, al grano…

FERNANDO.-  Ante todo, quiero que sepáis que si acudo a vosotras, para que sea una cualquiera de vosotras la que me salve, es porque no olvido lo que cada una de vosotras ha sido para mí. En medio de una vida de amoríos y de aventuras estúpidas, vosotras sois las únicas que me habéis querido de verdad… ¿Te acuerdas, Aurora?

AURORA.-  ¡Cállate!

FERNANDO.-  ¿Te acuerdas, Pepita?

PEPITA.-  ¡Oh!

 

(FERNANDO vuelve la cabeza y va a decir algo. Pero ve a don PRIMITIVO y se calla.)

 

PRIMITIVO.-  Yo me acuerdo de todo…

FERNANDO.-  Gracias.

PRIMITIVO.-  Siga, siga…

FERNANDO.-  Pues bien. Lo que yo necesito es una mujer que esta noche se preste a aparecer ante todos como mi legítima esposa…

 

(AURORA, PEPITA y PRIMITIVO se ponen de pie al tiempo.)

 

AURORA.-  ¡Fernando!

PEPITA.-  ¿Qué dices?

PRIMITIVO.-  ¡Demonio!

FERNANDO.-  ¡Sí! Eso es todo. Necesito aparentar que estoy casado durante unas pocas horas…

AURORA.-  Pero, ¿a quién vas a engañar con esa farsa? En Madrid, te conoce todo el mundo…

FERNANDO.-  No necesito una esposa para Madrid. Es para Valladolid.

PEPITA.-   (Muy impresionada.)  ¡Dios mío! Ya no respeta ni Valladolid.

FERNANDO.-  Escuchadme. Os he hablado alguna vez de mi tío Federico. Mi único pariente. Un pobre viejo caprichoso y solterón que hace algún tiempo se retiró del mundo y desde entonces vive recluido en su viejo palacio de Valladolid, en esa gran casa de la familia que yo ni siquiera conozco. El tío Federico es riquísimo y ya hace muchos años que hizo un testamento a mi favor… Me quiere como a un hijo. Pero la verdad es que no se siente orgulloso de mí. Le parece absurdo que yo sea un escritor. Y sobre todo, a él, que es un viejo solterón, lo que más le irrita de mí es mi resistencia al matrimonio. Me ha querido obligar por todos los medios a casarme. Pero yo me he negado siempre…

PEPITA.-   (Indignadísima.) ¡Dímelo a mí!

PRIMITIVO.-  ¡Silencio!  (A FERNANDO, en vilo.) Siga… No se pare.

FERNANDO.-  Hace unos meses, recibí una carta de mi tío en la que me reprochaba este desorden, esta constante bohemia de mi vida y, por última vez, me insistía en que me casara a la mayor brevedad porque no se quería morir sin verme casado. Y hasta me amenazaba. Qué sé yo. Incluso me decía que me iba a desheredar. Yo recibí esa carta durante un viaje por Italia.  (Nostálgico.) Fueron unos días maravillosos. Nunca he sido tan feliz. Roma, Nápoles, Florencia… Una noche, en Venecia, casi sin pensar en lo que hacía, le escribí a mi tío una carta diciéndole que ya me había casado.

TODOS.-  ¡Oh!

PRIMITIVO.-  ¡Qué atrocidad!

FERNANDO.-  Sí. Hice una locura. Pero aquella noche la vida era tan hermosa. Yo había bebido mucho y estaba muy alegre. Engañando a mi tío, casi, casi me pareció que cumplía con mi deber de hacerle un poco feliz…  (Un suspiro.) Pasó el tiempo y no volví a acordarme de nada. Pero ayer recibí una nueva carta de mi tío en la que me dice que está muy viejo, que se siente muy enfermo y que quiere conocer a mi mujer antes de morir. Y nos espera esta noche a los dos en Valladolid… ¿Comprendéis ahora mi situación? Yo no puedo decirle a mi tío que le he engañado. Es un pobre anciano que me quiere como si fuera mi padre y tiene los días contados. Sería un crimen. Debo engañarle hasta el fin. Esta noche tengo que estar en Valladolid acompañado de una mujer… (Se deja caer en el sillón, abatidísimo. Un silencio.) 

PRIMITIVO.-  Caramba, caramba…

AURORA.-   (Recapacitando.) De manera que me has llamado para que entre los dos engañemos a ese pobre señor…

FERNANDO.-  Mujer… Es un engaño piadoso. Date cuenta de que no va a vivir mucho.

AURORA.-  Eso es lo que quieres de mí.  (Indignadísima.)  De modo que, cuando yo creía que me llamabas para querernos otra vez, para volver a empezar como si no hubiera pasado nada, tú lo que quieres es que te ayude en otra trapisonda. Y luego, el día de mañana, con los millones del viejecito en el bolsillo, si te he visto, Aurora, no me acuerdo, y a casarte de verdad con la primera señorita cursi que te pida un autógrafo.  (Furiosísima.) ¡Fernando! Tú eres un granuja…

FERNANDO.-  ¡Oh!

AURORA.-  Un granuja. Un golfo. Un sinvergüenza. Y para que lo sepas de una vez, ¡conmigo no cuentes!

FERNANDO.-   (Desolado.) ¡Aurora!

AURORA.-  ¡Maldita sea! Pero, ¿qué hago yo aquí? ¿Por qué no lo rompo todo? ¿Por qué no le pego fuego a la casa?

PRIMITIVO.-   (Aterrado.) ¿Será capaz?

FERNANDO.-  ¡Huy! Ya lo intentó una vez…

PRIMITIVO.-  Caramba, caramba…

 

(AURORA ha cruzado con todo aire la escena y ya está en el fondo, junto a la puerta.)

 

AURORA.-  Pero me voy. Da gracias a que soy la artista preferida de las señoras y me debo a mi público. Pero si me vuelves a llamar, si te vuelves a acordar de que me llamo Aurora Córdoba, te araño. Por estas…

 

(Y sale pegando un fantástico portazo. Un silencio. FERNANDO está en el sofá. PRIMITIVO sigue paseando por el fondo, muy preocupado. PEPITA acude muy cariñosa y se sienta junto a FERNANDO.)

 

FERNANDO.-  ¡Oh!

PEPITA.-  ¡Fernando! No te disgustes. Esa mujer es una ordinaria. Te lo he dicho muchísimas veces…

FERNANDO.-   (Con esperanzas.) ¡Pepita! ¿Cuento contigo?

PEPITA.-  Pues claro que sí… Oye. Se me ocurre una idea estupenda. Si tú lo que necesitas es una mujer, ¿por qué no nos casamos de verdad?

 

(FERNANDO se pone de pie muy asustado.)

 

FERNANDO.-  Pepita, hija, tú te quieres aprovechar… Y esto no está bien, ea. Además, no tenemos tiempo. Es esta noche cuando yo tengo que estar en Valladolid con mi esposa.

PEPITA.-   Bueno…  (Optimista.) Quizá buscando una recomendación en la parroquia…

FERNANDO.-  ¿Qué estás diciendo?

PEPITA.-  Pero, Fernando. Entonces, ¿qué es lo que quieres de mí? ¿Que yo me presente en Valladolid fingiendo que soy tu mujer? ¡Ah, no! Eso no es decente. Yo soy una señorita…

FERNANDO.-   (Muy cargado.) Pepita, mujer…

PEPITA.-  ¡Soy una señorita! Lo dice todo el mundo. Y no puedo prestarme a esa mentira. ¿Qué diría de mí la gente? ¿Qué dirían en Valladolid si se enteraran? Porque, en Madrid, las malas lenguas podrán decir de mí lo que quieran. Pero en provincias nadie sabe nada. Conque no, no y no…

FERNANDO.-  ¡Pepita!

PEPITA.-  ¡He dicho que no! ¡No te acerques! ¡Ay, Dios mío, qué chasco! Y yo que venía dispuesta a empezar otra carrera…

 

(Y llorando, con muchísimo desconsuelo, abre la puerta, sale y desaparece. Quedan en escena FERNANDO y PRIMITIVO. Aquel, en la más desconsolada actitud. Este, tan caviloso como siempre, paseando.)

 

FERNANDO.-  ¡Oh! Se acabó. Estoy perdido. ¿Y por qué? Porque yo, que siempre he vivido rodeado de mujeres, no encuentro una, una sola, dispuesta a decir que es mi mujer. ¡Qué sarcasmo! ¿No es para desesperarse?

PRIMITIVO.-  ¡No!  (Heroico.)  Todavía, no.

FERNANDO.-  ¡Primitivo! ¿Qué está usted pensando?

PRIMITIVO.-  ¿No lo adivina?  (Lentamente, con solemnidad, PRIMITIVO se sienta en el sofá, toma el teléfono que está en la mesita y marca un número. FERNANDO le mira suspenso. Al teléfono.)  ¡Lola!

FERNANDO.-  ¡Oh! ¡Primitivo!

PRIMITIVO.-  ¡Silencio!

FERNANDO.-   (Muy emocionado.) ¿Cree usted que ella querrá?

PRIMITIVO.-   (Lógico.) Espero que se haga cargo.  (Más alto.) ¡Lola! ¿Eres tú? Soy yo, Primitivo. ¿Qué estás haciendo, hijita?  (Se vuelve muy risueño hacia FERNANDO.) ¿Sabe usted lo que está haciendo?

FERNANDO.-  ¿Qué está haciendo?

PRIMITIVO.-  Está preparando paquetes para la Tómbola Benéfica del Distrito…

FERNANDO.-  ¡Oh! Es un ángel…

PRIMITIVO.-  Lo es, lo es.  (Al teléfono.) Oye, Lola. ¿Sabes dónde estoy en este momento? ¿Eh?  (Muy contento.)  Estoy sentado en el sofá de nuestro amigo Carvajal…  (Escucha.)  ¿Cómo?

FERNANDO.-  ¿Qué dice?

PRIMITIVO.-  Que me siente en otro sitio.  

(Muy diligente, sin separar el auricular del oído, se levanta y se sienta en un sillón cercano. FERNANDO le sigue y se arrodilla en el suelo, a su lado, lleno de ansiedad.)

  Sí, hijita. De acuerdo, de acuerdo. Con muchísimo gusto. (A FERNANDO.)  Oiga.

FERNANDO.-  ¿Qué?

PRIMITIVO.-  Dice que si se acuerda usted de ella…

FERNANDO.-   (Apasionadamente.) ¡Dígale que no podré olvidarla nunca! Dígale que me acuerdo de todo. De aquel café pequeñito. Del escándalo que me dio una noche en una esquina del Madrid antiguo. De lo que nos pasó aquella tarde en el Retiro, cuando nos embarcamos en una lancha…

PRIMITIVO.-  ¡Caramba! Eso del Retiro no lo sabía yo. ¿Qué pasó? Cuente, cuente… (Y tranquilamente deja el auricular sobre la mesa y se dispone a escuchar.) 

FERNANDO.-  ¿Ahora?

PRIMITIVO.-  ¡Je! Dispense. Es que como tengo esta curiosidad…  (Al teléfono.)  ¡Lola! Nuestro amigo se acuerda de todo. ¡Oh!

FERNANDO.-  ¿Qué dice?

PRIMITIVO.-  Dice que eso son cuentos…

FERNANDO.-  ¡Oh!  (Muy dolido.) ¡Qué arisca es!

PRIMITIVO.-  ¡Je! Dígamelo a mí.  (Al teléfono otra vez.) Oye, Lola. Te llamo porque Fernando está en un gran apuro y solo tú puedes salvarle. Sí, hijita; como lo oyes. Oye, Lola. Vamos a ver, vamos a ver. ¿Te gustaría hacer un viajecito a Valladolid? ¿Eh? Oye, Lola. Pero, Lola, mujer. ¡Oh!

FERNANDO.-  ¿Qué?

PRIMITIVO.-   (Desolado.) Ha colgado.

FERNANDO.-  ¡Oh!

PRIMITIVO.-  ¡No quiere ni oír hablar de Valladolid!  (Indignado.) ¡Ea! ¿Y sabe usted por qué? Porque no le preocupa más que su dichosa tómbola. ¡Vamos, hombre! Le digo a usted que esto no es vida…

FERNANDO.-  ¡Calma, Primitivo, calma!

PRIMITIVO.-  Es que no puedo más. Yo no me casé con Lola para esto.  (Amargamente.) Yo he sido durante toda mi vida lo que se llama un hombre de orden… Me he aburrido muchísimo. ¿Comprende? Cuando llegué a cierta edad, pensé en divertirme un poquito, y por eso me casé con Lola, que era lo que llamamos una muchacha alegre. Pero me he equivocado. Porque resulta que, en vez de vivir como siempre había vivido Lola, que es lo que quería yo, estamos viviendo como siempre he vivido yo, que es lo que quería Lola.  (Furioso.)  ¡Y no puedo más! ¡Abajo el orden!

FERNANDO.-  ¡Serénese, Primitivo!

PRIMITIVO.-  ¡No quiero!

FERNANDO.-  ¿A dónde va usted?

PRIMITIVO.-  ¡A casa! Y le aseguro a usted que esta vez me va a oír…

 

(Sale PRIMITIVO, muy enfadado, por la puerta del fondo. FERNANDO, solo, sentado en el sofá, suspira profundamente y llama.)

 

FERNANDO.-  ¡Felisa!

 

(Asoma en el acto FELISA por el recodo del pasillo.)

 

FELISA.-  ¡Señorito!

FERNANDO.-  ¿Has estado escuchando?

FELISA.-  Sí, señorito.

FERNANDO.-  Me parece muy natural. Entonces, ya lo sabes todo… Estoy perdido.

FELISA.-   (Rotunda.) No, señor.

FERNANDO.-   (Suspenso.) ¿Qué quieres decir?

FELISA.-  Digo que, gracias a Dios, el señorito no está solo en el mundo, y hay quien vela por él… Conque ya puede usted ir haciendo la maleta para ir a Valladolid.

FERNANDO.-  ¡Felisa!  (Esperanzado.) ¿No sueñas?

FELISA.-  ¡No me pregunte! Métase usted en su alcoba y no salga hasta que yo le llame…

FERNANDO.-  Pero, Felisa…

FELISA.-  ¡Hala!

FERNANDO.-  ¡Oh!

 

(FERNANDO, sorprendidísimo, pero obediente, desaparece por la puerta de la alcoba. Queda FELISA sola. Muy decidida, marcha hacia la ventana, hace señas y llama como al principio del acto.)

 

FELISA.-  ¡Chiss! Venga usted. ¡Aprisa!

 

(Se separa de la ventana. Va a la puerta de la escalera, abre y espera. En el rellano aparece MARTA con la ansiedad pintada en el rostro.)

 

MARTA.-   (Muy bajito.)  ¿Qué?

FELISA.-  Entre… No hay cuidado.

MARTA.-  ¿Ha averiguado usted algo?

FELISA.-  Todo.

MARTA.-  ¿Es grave, de verdad, lo que le pasa?

FELISA.-  Gravísimo.

MARTA.-  ¿Y podemos hacer algo nosotras por salvarle?

FELISA.-  Yo, no. Porque ya no está una para ciertas cosas. Pero usted, sí…

MARTA.-  ¡Ay, diga, diga! ¿Qué tengo que hacer? ¿Es muy difícil?

FELISA.-  Pues verá usted…

 

(Están las dos sentadas, muy juntas, en los sillones de la izquierda. FELISA, con involuntaria precaución, mira en torno, se inclina y, al oído de MARTA, comienza a hablar muy bajito… No se oye nada. Así un rato. De pronto, MARTA se pone en pie, ruborizadísima, sofocando un grito.)

 

MARTA.-  ¡Felisa!

FELISA.-  ¡Je! ¡Claro! Así, de pronto, hace un efecto…

MARTA.-  Yo no puedo. No, no… No puedo hacer eso.

FELISA.-  ¡Señorita!  (Enérgicamente.) ¿Está usted enamorada o no?

MARTA.-  Sí…

FELISA.-  Entonces, piense usted en la ocasión que se le presenta. ¡Un viaje con el señorito! Ida y vuelta a Valladolid…

MARTA.-  ¿Usted cree?  (Transición, bajito.) ¿Y dice usted que ese señor se va a morir?

FELISA.-   (Radiante.) ¡Sí!

MARTA.-  ¡Pobrecito! Entonces…

 

(Dentro se oye la voz de FERNANDO.)

 

FERNANDO.-  ¡Felisa! ¿Con quién hablas?

LAS DOS.-  ¡Oh!

 

(MARTA escapa precipitadamente hacia la derecha, toda ruborizada. Aparece FERNANDO.)

 

MARTA.-  ¡Ay, Felisa!

FERNANDO.-   (Sorprendidísimo.) ¡Hola! ¿Quién es esta señorita?

FELISA.-  Conque quién es, ¿eh?  (Satisfechísima.)  ¡Lo que usted necesita para esta noche!

FERNANDO.-   (Estupefacto.)  ¡Felisa!

FELISA.-   (Con entusiasmo.) Pero esta es de verdad. Porque esta señorita sabe coser, guisar, bordar y planchar. ¡Y de niños, entiende más que nadie!


 
 
TELÓN