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ArribaAbajoActo II

 

Una alcoba en el viejo palacio. Es una amplia estancia de altos techos, decorada en estilo isabelino; con gruesos cortinajes en las puertas y las paredes tapizadas en flor de lis. Dos camas frente al público, esto es, con las respectivas cabeceras rozando la pared del fondo y simétricamente situadas. Las dos camas -exactamente iguales- solo tienen de madera la cabecera, de forma que, cuando un personaje se sienta en una de ellas, su figura queda total y perfectamente visible para el público. En el fondo, a la derecha de las camas, una puerta de entrada. A la izquierda, un balcón, abierto de par en par, permite ver un rincón de la ciudad bañado por la luna de una noche bellísima.

 
 

En el lateral de la derecha, una puertecita pequeña que da al cuarto de baño. En esta misma pared, en primer término, una cómoda de la época. Sobre la cómoda, un gran espejo de marco dorado.

 
 

En la pared de la izquierda, una chimenea. Delante, dos butacones, alguna silla y una mesita.

 
 

En el fondo, entre las dos camas, una mesilla de noche con una pantalla.

 
 

Todo limpio, limpísimo. El interior del viejo caserón está amorosamente cuidado.

 
 

(Cuando se levanta el telón, la escena está sola. Pronto, por la puerta del fondo, entran MANOLITO y FERNANDO. Este con sombrero y gabardina al brazo. MANOLITO es un criado viejísimo, de edad incalculable. Viste de negro, con una pulcritud extraordinaria. Anda con pequeños pasitos, es muy fino y tiene a ratos un aire ensimismado. Lleva una pequeña maleta de FERNANDO.)

 

MANOLITO.-  Pase, pase por aquí el señorito. Ya nos extrañaba la tardanza… Pero me alegro, me alegro de verle tan bueno…

FERNANDO.-  Gracias. ¿Cómo está mi tío?

MANOLITO.-  Pues con un genio que ya, ya… Hace un ratito nos ha echado a todos de su cuarto con cajas destempladas.

FERNANDO.-  ¡Oh!

MANOLITO.-  Como tiene ese carácter.  (MANOLITO se queda mirando a FERNANDO con mucho interés.)  ¡Je! ¿Es que el señorito no se acuerda de mí? Yo soy el Chico…

FERNANDO.-   (Asombradísimo.)  ¿De veras?

MANOLITO.-   (Muy satisfecho.) El mismo. Vine a Valladolid cuando tenía quince años y entré a servir aquí, en el palacio, para los recados. Desde entonces, todos me llaman el Chico. Pero si el señorito quiere, puede llamarme por mi nombre, que me va más con la edad.

FERNANDO.-  ¿Cómo se llama usted?

MANOLITO.-  Manolito.

FERNANDO.-  Mucho gusto, Manolito.

 

(MANOLITO, de pronto, estornuda lamentablemente.)

 

MANOLITO.-  ¡Achíss!

FERNANDO.-  ¡Caramba!

MANOLITO.-  Calle usted, hombre. Estoy fatal… Valladolid, que no me sienta bien. Pero el médico dice que me acostumbraré. Por lo visto, es cuestión de tiempo.  (MANOLITO, de nuevo, se queda mirando a FERNANDO, atentísimo.)  Ahora caigo. La última vez que estuvo aquí el señorito fue en 1910…

FERNANDO.-   (Sonríe.) No… No era yo, Manolito.

MANOLITO.-  ¡Ah! ¿No?

FERNANDO.-  No… Aquel visitante que usted recuerda era mi padre.

MANOLITO.-  ¡Anda! Pues es verdad. El padre del señorito, que era coronel.

FERNANDO.-  Abogado.

MANOLITO.-  Eso es, sí señor. Abogado. Le advierto al señorito que tengo muy buena memoria. ¡Je!  (Muy mundano.)  Bueno, hombre, bueno. ¿Y qué hay por Madrid? La última vez que estuve allí fue el año 36. Y todos decían que se iba a armar una buena. (Con mucho interés.)  ¿Qué? ¿Se armó o no se armó?

FERNANDO.-   (Atónito.) Hombre… ¿Qué puede decir uno?

MANOLITO.-  ¡Achíss!

FERNANDO.-   (Con alarma.) Pero, Manolito…

MANOLITO.-  ¡Je! Este Valladolid…  (Transición.)  ¿Qué? ¿Le gusta al señorito su habitación? Se la ha preparado Dorotea, que está muy al tanto de las costumbres de ahora.

 

(FERNANDO pasea la mirada por la estancia. Cuando sus ojos caen sobre las dos camas, se yergue súbitamente.)

 

FERNANDO.-  ¡Manolito! ¿Quiere usted hacer el favor de rogar a mi tío que me reciba inmediatamente? Es muy importante…

MANOLITO.-  Bueno. Como usted mande… Si, entre tanto, se quiere usted asear un poco, esta puerta es el cuarto de baño.

FERNANDO.-  Gracias.

 

(MANOLITO marcha hacia el fondo con sus pasitos menudos. Y estornuda.)

 

MANOLITO.-  ¡Achíss! Cuando yo digo que Valladolid acaba conmigo…

 

(Sale por la puerta del fondo. FERNANDO, cuando se queda solo, mira en torno, suspira, toma su maletita y desaparece por la puertecita del cuarto de baño. Y queda la escena sola. Pero apenas un segundo, porque inmediatamente, por la puerta del fondo, surge DOROTEA. Es el ama de llaves de la casa. Es portadora de otra pequeña maletita.)

 

DOROTEA.-  Entre, entre… Aquí tiene la señora su alcoba.  

(Asoma por la misma puerta el rostro de MARTA. Está muy asustada y mira con los ojos muy abiertos.)

  Es la mejor de la casa. Pero bien se la merece la señora. Porque la señora es la única mujer de la familia, la verdadera señora de la casa… Oiga. ¿Es que no entra la señora?  

(MARTA se decide y entra casi de puntillas.)

  ¡Je! Si supiera la señora qué alegría me ha dado al verla bajar del coche. Porque no voy a engañar a la señora. Cuando supimos que el señorito Fernando llegaba esta noche con su mujer, yo me eché a temblar. Tiene una oídas tantas cosas del señorito Fernando… Como, por las referencias, siempre ha sido un tarambana y un perdido, le creí capaz de haberse casado con una de esas pelanduscas amigas suyas. ¡Digo! Como que todavía no me explico qué ha hecho el señorito para encontrar una mujer como la señora… ¡Qué alegría va a tener don Federico cuando la conozca! El pobre señor no tenía más que una ilusión: que se casara su sobrino. Como él es soltero, no se quiere morir sin estar seguro de que no se acaba la familia. Cosas de solteros que, ya se sabe, son los más preocupados por la descendencia… (Transición, sonríe.)  Y dígame la señora. ¿Está usted muy enamorada?

MARTA.-   (Casi sin voz.) Sí…

DOROTEA.-   (Muy enternecida.) Vaya.  (Sonríe con maternal comprensión.)  Entonces…

MARTA.-  ¿Qué hace?  (Muy inquieta.)  ¿Se marcha usted?

DOROTEA.-  Pues claro.

MARTA.-  ¡Dorotea! ¿Me va usted a dejar sola?

DOROTEA.-  Ande, ande. Si algo necesita la señora, no tiene más que tirar de ese cordón. Yo tengo el sueño muy ligero…

MARTA.-  ¡Dorotea! Pero, Dorotea…

 

(DOROTEA, muy risueña y muy ligerita, se marcha por el fondo. MARTA está sola en el centro de la estancia. Da unos pasos hacia el balcón. Pero en este momento, tranquilamente, surge FERNANDO por el cuarto de baño.)

 

FERNANDO.-  ¡Chiss! ¿Estorbo?

 

(MARTA, sofocadísima, se vuelve, retrocede y grita.)

 

MARTA.-  ¡Ayyy!

FERNANDO.-  ¡Chiss! ¡No grite!

MARTA.-  ¿Qué hace usted aquí? Márchese. Esta es mi alcoba…

FERNANDO.-  ¡Toma! Y la mía.

MARTA.-   (Chillando.)  ¿Qué? ¿Qué encerrona es esta?

FERNANDO.-   (Apuradísimo.)  Por favor. No grite más. Yo le explicaré… Dese usted cuenta de que esta situación es muy natural.

MARTA.-  ¿Qué está usted diciendo?

FERNANDO.-  ¡Claro! Como en esta casa nos creen casados, los criados de mi tío nos han preparado una alcoba de matrimonio… Es lo decente. Y menos mal: han puesto dos camas.

MARTA.-   (Casi llorando.) Pero, ¿usted cree que eso es una garantía?

FERNANDO.-  No, claro.  (Azorado.) Es que no sé lo que digo.

MARTA.-  Dígame la verdad. ¿Sabía usted que iba a pasar esto?

FERNANDO.-  Me lo temía. Esto no es Hollywood.  (Con cierto orgullo.)  Aquí estamos en Castilla.

MARTA.-  Entonces, ¿por qué me ha traído usted aquí? ¿Quién se ha creído usted que soy yo? ¿Por qué no me lo advirtió en Madrid?

FERNANDO.-  Porque, si se lo digo, no hubiera usted venido…

MARTA.-  ¡Ayyy! Esto es una encerrona. ¡Una encerrona!

FERNANDO.-   (Indignado.) ¿Quiere usted callarse? Desde que salimos de Madrid estoy tratando de prepararla para esta sorpresa. Pero usted no me ha dejado. Ha hablado usted, usted sola. ¿Y de qué ha hablado?  (Casi furioso.)  ¡De sus sobrinitos!

MARTA.-   (Muy ofendida.) ¿Qué tiene usted que decir de los niños?

FERNANDO.-  Nada. Son muy ricos. (Habla muy deprisa, como se recita un texto sabido de memoria.)  Felipín tiene ocho años, Tanito seis y Pachín cuatro. Felipín va a ser almirante y Tanito aviador. De Pachín solo sabemos que cuando ve en los periódicos fotografías de toreros, rompe a aplaudir y grita: Ole, ole y ole…

MARTA.-   (Con orgullo.) Porque es un patriota…

FERNANDO.-  ¡Sí!  (Rencoroso.) Ese niño lo reúne todo. Como usted verá, Felipín, Tanito y Pachín no tienen secretos para mí, gracias a los minuciosos informes que usted me ha facilitado durante el viaje. Pero si me hubiera usted dejado hablar, yo le hubiera expuesto mi programa para esta noche y hubiéramos evitado este equívoco. Escuche. (Baja la voz.)  Dentro de unos minutos estaremos los dos en presencia de mi tío. Usted procurará ser con él lo más amable posible. Mi tío se quedará encantado de su nueva sobrina, estoy segurísimo. Pero, cuando nos ofrezca su casa para pasar la noche, yo le diré que no podemos quedarnos, porque vamos en viaje hasta París, para un asunto muy importante, y tenemos que estar en San Sebastián antes de que se haga de día…

MARTA.-  ¿Lo hará usted así?

FERNANDO.-  Le doy a usted mi palabra. Ya he mandado a un criado para que anuncie a mi tío nuestra llegada. No tardará en venir a buscarnos.

MARTA.-   (Sosegándose.)  ¡Gracias a Dios! Si hubiera tenido que pasar la noche aquí, encerrada con usted entre estas cuatro paredes, me hubiera vuelto loca…

FERNANDO.-  ¿Tanto?

MARTA.-  Sí. Porque no es usted precisamente el hombre de quien una mujer puede fiarse.

FERNANDO.-  ¡Je!  (Agradecido.) Muchas gracias. Eso es verdad.  (Un silencio. Ya están los dos más tranquilos. Él se ha sentado en un sillón, junto a la chimenea.)  ¡Marta! ¿Necesita usted que le diga que nunca, nunca, olvidaré lo que hace usted por mí esta noche?

MARTA.-  No…

FERNANDO.-  Gracias.  (Un silencio. La observa y sonríe.)  ¡Je! ¡La vecina de enfrente! Realmente, la vida es más inverosímil que una película. Esta mañana no nos conocíamos. No sabíamos nada el uno del otro. Y ahora estamos aquí, como marido y mujer. ¿Y todo por qué? Porque tiene usted un gran corazón. Porque es usted generosa. Porque ha querido ayudarme a mantener la ilusión de mi pobre tío. Es maravilloso. Que Dios le pague la mentira de esta noche, Marta.  (Un silencio.)  ¿En qué está usted pensado?

MARTA.-  En lo difícil que debe ser engañarle a usted…

FERNANDO.-  ¡Je!

MARTA.-   (Transición.) Pero, ¿qué hace usted ahí parado? ¿No ve que se hace tarde y hemos de volver a Madrid? ¿Cuándo viene ese criado?

FERNANDO.-  ¡Oh! Ya está ahí.

MANOLITO.-   (Dentro.) ¡Señorito! Soy el Chico.

FERNANDO.-  ¡Adelante!

 

(Se abre la puerta y aparece MANOLITO.)

 

MANOLITO.-  ¡Je! ¿Se puede?

FERNANDO.-  Pase, pase, Manolito. ¿Habló usted con mi tío?

MANOLITO.-  Sí, señorito. Pero verá usted…

FERNANDO.-  ¿Qué?

MANOLITO.-  El señor está de muy mal humor y dice que hasta mañana no quiere ver al señorito…

 

(MARTA y FERNANDO, en un grito, sobresaltadísimos, avanzan hacia MANOLITO y le acosan.)

 

LOS DOS.-  ¿Cómo?

MARTA.-   (Con terror.) ¿Eso ha dicho?

MANOLITO.-  Eso, eso.

FERNANDO.-  Entonces, ¡no nos podemos marchar! ¡Tenemos que pasar la noche aquí!

MARTA.-   (En un grito.) ¡¡No!!

MANOLITO.-   (Asustado.) ¡Caray!

 

(MARTA, muy nerviosa, empieza a pasear de un lado para otro repitiendo sin cesar.)

 

MARTA.-  ¡No, no y no! Eso, no. He dicho que no y no…

FERNANDO.-   (Aterrado.) ¡Por Dios! Un poco de prudencia.

 

(MANOLITO, que contempla estupefacto a MARTA, se vuelve hacia FERNANDO.)

 

MANOLITO.-  Oiga, ¿qué le pasa?

FERNANDO.-  Nervios. ¿Comprende?

MANOLITO.-  ¡Ah, ya!  (Boquiabierto.) ¿Y siempre es así?

FERNANDO.-  Me temo que sí.

MANOLITO.-  Pues está usted listo.  (De pronto.)  ¡Achíss!

FERNANDO.-  ¡No! Si se pone usted a estornudar ahora, no respondo de mí…

MANOLITO.-  Pero si yo no tengo la culpa… Es Valladolid.

 

(MARTA, desde el fondo, se detiene bruscamente y avanza.)

 

MARTA.-  ¡Fernando! ¡Hay que hacer algo! No podemos pasar la noche encerrados aquí, los dos.

FERNANDO.-  No se me ocurre nada. Si mi tío no me quiere recibir hasta mañana, ¿qué vamos a hacer? ¿Qué podemos hacer?

MANOLITO.-  ¡Toma! Lo natural.

FERNANDO.-  Hombre… No diga usted barbaridades.

MARTA.-  ¡Ay, Dios mío!

MANOLITO.-  Oiga, oiga. ¿Es que ustedes no duermen nunca?

FERNANDO.-  No es eso. Es que en Madrid hacemos otra vida. ¿Comprende? Nos acostamos tardísimo…

MANOLITO.-  ¡Ah! ¿Sí?

FERNANDO.-  ¡Sí!

MANOLITO.-   (Muy satisfecho.)  ¡Anda! Pero si a mí me pasa lo mismo. Yo padezco de insomnios. Y como no duermo, me paso las noches subiendo y bajando las escaleras y poniéndolo todo en orden.

 

(MARTA, contentísima, toma una resolución y va hacia MANOLITO.)

 

MARTA.-  ¿Eso es verdad?

MANOLITO.-  Que sí, que sí.

MARTA.-  Entonces, ¿usted no tiene sueño?

MANOLITO.-  ¡Nunca!

MARTA.-  ¡Ay! Pero, ¿por qué no lo ha dicho antes? Entonces, ya está todo arreglado. Siéntese usted.

MANOLITO.-  ¡Señora!

MARTA.-  Vamos, vamos. Siéntese aquí…

MANOLITO.-  No sé si debo…

MARTA.-  ¿Cómo que no? A sentarse.

FERNANDO.-  Siéntese, siéntese. Aprisa.

 

(Entre los dos conducen a MANOLITO hasta la chimenea y, con la más cariñosa energía, le sientan en un sillón.)

 

MANOLITO.-  Bueno.  (Sorprendidísimo.) Como ustedes quieran…

MARTA.-  ¡Ay, Manolito! Ya verá usted qué bien vamos a pasar la noche aquí los tres juntitos. Se nos irá el tiempo sin sentir. Y en un periquete, se hace de día.

MANOLITO.-  ¿De día?

MARTA.-  Sí, sí…

MANOLITO.-  Bueno, bueno. Por mí… ¡Achíss!

MARTA.-  ¡Jesús!

FERNANDO.-  Ea, ea, ea…

 

(MARTA y FERNANDO, muy cariñosos, prodigan palmaditas en la espalda de MANOLITO.)

 

MARTA.-  ¿Quiere usted una aspirina?

FERNANDO.-  ¿Quiere usted una copita? En la maleta tengo algo de whisky…

MANOLITO.-  Bueno. Pero le advierto que cuando bebo, me entra sueño…

MARTA.-   (Rapidísima.) ¡Ah, no! Entonces, no. Ni una copita ni nada…

FERNANDO.-  ¡Je!

MARTA.-  ¡Je! Vaya, vaya con Manolito. ¡Qué simpático es!

FERNANDO.-  ¡Y qué joven está!

MARTA.-  Mucho, mucho.

 

(MANOLITO se queda mirando a uno y a otro.)

 

MANOLITO.-  Un momento.

MARTA.-  ¿Qué?

MANOLITO.-  ¿Estorbo o no estorbo?

MARTA.-   (En un grito.) ¡No!

FERNANDO.-  ¡No, hombre! ¡Qué va usted a estorbar!

MANOLITO.-  ¿Y de veras vamos a estar aquí hasta que se haga de día?

LOS DOS.-  ¡Sí!

MANOLITO.-  Entonces, si a ustedes les parece, podíamos hacer algo para pasar el rato… Yo siempre llevo una baraja.

 

(MARTA y FERNANDO se ponen contentísimos.)

 

FERNANDO.-  ¡Bravo!

MARTA.-  ¡Ay, qué buena idea!  (Palmoteando.)  ¡A jugar! ¡A jugar!

FERNANDO.-  ¡A jugar!

MANOLITO.-   (Muy contento.) Hala, hala.

 

(Los tres se agrupan, sentados en torno a la mesita, y se disponen al juego felicísimos.)

 

FERNANDO.-  ¿Al «póker»?

MANOLITO.-  ¡Ca! Eso es muy difícil. Aquí, siempre jugamos a las siete y media.

MARTA.-  Pues a las siete y media. ¡Todo lo que usted quiera!

MANOLITO.-  ¡Andando! Yo soy el banquero. Pondremos un durito, para entretenernos…

FERNANDO.-  Carta, carta.

MANOLITO.-  Ahí va. Una, dos y tres…

MARTA.-   (Triunfante.) ¡Cinco!

FERNANDO.-  ¡Seis!

MANOLITO.-  Siete.  (Dichoso.) Vengan, vengan esos duritos. ¡Otra!

MARTA.-  ¡Seis!

FERNANDO.-  ¡Seis!

MANOLITO.-  Siete.

FERNANDO.-   (Escamadísimo.) ¿Otra vez el siete de oros?

MANOLITO.-  ¡Je! Es lo que me pasa siempre. Oiga, ¿me ha dado usted el duro?

FERNANDO.-  ¡Naturalmente! ¿Es que va usted a dudarlo?

MANOLITO.-  ¡Je! Por si acaso. Otra. Otra. Una para usted y otra para usted…

 

(El juego, llevado por el entusiasmo de MANOLITO, va aumentando de velocidad. Al fin las jugadas se suceden rapidísimas.)

 

MARTA.-  Deme carta…

MANOLITO.-  Va.

MARTA.-  Me pasé…

FERNANDO.-  ¡Seis!

MANOLITO.-  Siete. ¡Otra!

MARTA.-  Un cinco…

FERNANDO.-  ¡Me planto!

MANOLITO.-  Siete. ¡Je!

FERNANDO.-  ¡Marta! Tengo la sospecha de que este miserable hace trampas…

MARTA.-  ¡Silencio! Por Dios…

MANOLITO.-   (Regocijadísimo.) Otra, otra.

MARTA.-  Cinco.

FERNANDO.-  Cinco y media… A ver.

MANOLITO.-  ¡Siete!

FERNANDO.-   (Indignado.) ¡Me va a dejar sin una peseta!

MARTA.-  ¿Quiere callarse?

MANOLITO.-  Tome, tome. Otra carta.

MARTA.-  ¡Seis!

FERNANDO.-   (Alborozadísimo.) ¡¡Siete!!

MANOLITO.-   (Atónito.) ¿Está usted seguro?

FERNANDO.-  ¡Sí!

MANOLITO.-   (Incrédulo.) Pues no me lo explico. Vamos a ver, vamos a ver.  (Se echa carta, contentísimo.)  ¡Siete y media!

 

(FERNANDO se pone en pie excitadísimo.)

 

FERNANDO.-  ¡¡No!! No vale.

MANOLITO.-  ¿Cómo que no?

FERNANDO.-  Se ha sacado la sota del bolsillo. Lo he visto. Lo he visto con mis propios ojos…

MANOLITO.-  ¡Caramba! ¿Y por eso se enfada usted tanto?

FERNANDO.-  ¡Naturalmente!

MANOLITO.-  Pero si es que aquí, en Valladolid, jugamos así.  (Con toda razón.)  ¿O es que quiere usted que pierda el banquero?

FERNANDO.-   (Picadísimo.)  ¡Tramposo!

MARTA.-  ¡Ay, Fernando!

FERNANDO.-  ¡Es usted un tramposo!

MANOLITO.-  Oiga, oiga.

MARTA.-  ¡Manolito!

MANOLITO.-  ¡Achíss!

MARTA.-  ¡Jesús! Ea, ea… (MARTA, muy apurada palmea otra vez la espalda de MANOLITO.) 

MANOLITO.-  ¡Achíss! Usted perdone. Pero es que cuando me pongo nervioso, estornudo más…

MARTA.-  ¡Ay, Dios mío!

MANOLITO.-  ¡Achíss!

 

(Suenan unos golpecitos en la puerta del fondo y se oye la voz de DOROTEA.)

 

DOROTEA.-   (Dentro.) ¿Dan ustedes su permiso?

MARTA.-   (Vivamente.) ¡¡Sí!!

FERNANDO.-  ¡Oh!

 

(Se abre la puerta y aparece DOROTEA. Lleva una bandeja con dos magníficos vasos de leche.)

 

DOROTEA.-  ¿Se puede? Me figuré que a los señoritos les gustaría tomar un vaso de leche antes de acostarse…

MARTA.-  ¡Ay, sí! Con muchísimo gusto. Pero no se quede ahí, Dorotea. Pase, pase y juegue con nosotros.

DOROTEA.-   (Asombrada.) Pero, ¿es que están ustedes jugando?

MARTA.-  ¡Toma! Y usted también va a jugar…

 

(DOROTEA, mientras ha avanzado, descubre a MANOLITO y se indigna.)

 

DOROTEA.-  Pero, Chico, ¿qué haces tú aquí?

MANOLITO.-  ¡Je!

DOROTEA.-   (Escandalizada.)  ¡Virgen Santísima! ¡Qué fresco es este Chico! Mire usted que meterse en la alcoba de los señores a estas horas. ¡Con las ganas que tendrán ellos de quedarse solos!

MARTA.-  ¡Oh!

FERNANDO.-  ¡Y dale!

DOROTEA.-  ¿No te da vergüenza?

MANOLITO.-  Mujer…

DOROTEA.-  ¡Silencio! Y largo de aquí. Vaya con el atrevido.

 

(MANOLITO, muy enfurruñado, con sus pasitos cortos, marcha hacia el fondo gruñendo.)

 

MANOLITO.-  Esta Dorotea siempre lo estropea todo. Y precisamente esta noche, que tenía yo la suerte de cara. ¡Achíss!

 

(Sale. DOROTEA se vuelve a los demás.)

 

DOROTEA.-  Discúlpenle los señoritos. Es que como está tan viejo y no duerme, se pasa la noche metiéndose en todos los rincones…

 

(Muy risueña, inicia la salida. MARTA da un paso hacia ella.)

 

MARTA.-  ¿Usted también se va?

DOROTEA.-  ¡Claro! ¿Se le ocurre algo a la señora?

MARTA.-  No, nada.  (Casi sin voz.) ¡Dorotea! ¿Ese balcón está muy alto?

DOROTEA.-  Tres pisos.

MARTA.-  ¡Oh!

DOROTEA.-  ¿Por qué me lo pregunta la señora?

MARTA.-  No, no… Por nada.

DOROTEA.-  Pues que los señores descansen. ¡Ea! Muy buenas noches…

MARTA.-   (Bajísimo.)  Buenas noches.

 

(Sale DOROTEA. Ya están irremediablemente solos, cada uno a un lado del escenario. MARTA a la izquierda, FERNANDO a la derecha. Hay un brevísimo silencio lleno de angustia.)

 

FERNANDO.-  ¡Je!

 

(Se oye el chasquido metálico de la cerradura al girar la llave. Los dos se estremecen.)

 

LOS DOS.-  ¿Qué?

DOROTEA.-   (Dentro.) He cerrado la puerta y me llevo la llave, para que no les vuelva a molestar el Chico… Hasta mañana.

 

(Se oyen los pasos de DOROTEA, que se aleja. MARTA y FERNANDO, en silencio, se miran.)

 

MARTA.-   (Apenas un murmullo.) Nos ha encerrado.

FERNANDO.-  ¡Sí!

MARTA.-  Ya no hay remedio.

FERNANDO.-  No.

 

(Un silencio largo.)

 

MARTA.-  No me mire.

FERNANDO.-  No, no… De ningún modo.

MARTA.-  No se acerque.

FERNANDO.-  Pero si no me muevo…  (Otro silencio. Con mucha amabilidad.)  ¿Tiene usted sueño?

MARTA.-  ¡No!

FERNANDO.-  ¡Je! Yo tampoco. Una lástima.

 

(Se callan otra vez. No se miran. Están inmóviles.)

 

MARTA.-   (Tímidamente.) ¿A qué hora cree usted que nos traerán el desayuno?

FERNANDO.-  Supongo que a eso de las ocho…

MARTA.-  ¿Qué hora es?

FERNANDO.-  La una…

MARTA.-  ¡Dios mío!

FERNANDO.-  Pero, para su tranquilidad, le diré que voy muy atrasado. Deben ser lo menos la una y diez…

MARTA.-  ¡Oh!

 

(Se callan una vez más. Un silencio espesísimo.)

 

FERNANDO.-   (Un suspiro.)  Hay que ver cómo pasa el tiempo…

 

(De pronto, ella irrumpe con sofoco.)

 

MARTA.-  ¡No! ¡No lo resistiré! ¡No podré! ¡Voy a gritar de un momento a otro! ¡Tengo que gritar!

FERNANDO.-   (En pie.) ¡¡No!! Eso no, Marta. ¡Por piedad! Si grita usted, estoy perdido. Descubrirán que no estamos casados. Mi tío sufrirá un desengaño espantoso… Me maldecirá. Me echará de su casa para siempre. Y estoy seguro de que hasta me desheredará. ¡Marta! Ha sido usted buena y generosa acompañándome en esta aventura. Sea usted valiente hasta el final…

 

(Involuntariamente, da un paso hacia ella y MARTA escapa despavorida.)

 

MARTA.-  ¡No se acerque!

FERNANDO.-  ¡Marta! Por Dios… Escuche.

MARTA.-  ¡Le digo que no se acerque!  (MARTA ha huido hasta el balcón. Vuelta de espaldas y apoyada en la jamba, llora sin consuelo.) ¡Ay, Dios mío! ¿Por qué he hecho esta locura? ¿Por qué?

 

(Sale al balcón. Se apoya en el barandal de hierro y sigue llorando. FERNANDO la mira abrumado.)

 

FERNANDO.-  ¡Oh!

 

(Está solo, en primer término, y empieza a pasear de un lado para otro. De pronto, se detiene bruscamente como quien toma una decisión. En efecto, muy resuelto, entra en el cuarto de baño. Queda MARTA sola en el balcón. Se oye el rumor de sus sollozos sofocados. Extrañada del silencio que la rodea, vuelve despacito la cabeza. Se asoma al interior de la habitación. Entra. Se sienta en el mismo borde de la cama de la izquierda. Y comienza rezar muy de prisa.)

 

MARTA.-  Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita Tú eres entre todas las mujeres…

 

(Sigue así un tiempo. El rezo es un murmullo que no se acaba. Se interrumpe, al fin, con la entrada de FERNANDO, tan orondo: se ha despojado de la americana y la corbata y viene liándose el cinturón de una magnífica bata.)

 

FERNANDO.-  ¡Ea!

MARTA.-   (En pie. Alarmadísima.)  ¿Qué significa eso?

FERNANDO.-  ¡Je! Me he puesto un poco cómodo.

MARTA.-  ¿Ya?

FERNANDO.-  Oiga, ¿por qué no hace usted lo mismo?

MARTA.-   (Súbita.) ¡Sinvergüenza!

FERNANDO.-  ¿Cómo?

MARTA.-  Sinvergüenza, sinvergüenza, sinvergüenza…

FERNANDO.-  ¡Oh!  (Resignado.) Está bien, está bien.  (Cruza la escena y se sienta en un sillón, junto a la chimenea.)  ¡Marta! Se me ocurre una idea… Para romper el hielo, ¿quiere usted que nos tuteemos?

MARTA.-  ¡¡No!!

FERNANDO.-  ¡Oh!

MARTA.-  Y le advierto a usted que si trata de romper el hielo, gritaré. Conque esas son sus mañas, ¿eh? Primero se pone cómodo y luego quiere que nos tuteemos. ¡No niega usted quién es!

 

(Un silencio. FERNANDO, callado, vuelve la cabeza, la mira y sonríe.)

 

FERNANDO.-  ¡Je! ¿Sabe que me gusta usted mucho, Marta?

MARTA.-  ¿Yo?

FERNANDO.-  Sí, sí… Usted.

MARTA.-   (Con mucho apuro. Muy de prisa.) ¡Huy! Pues eso es que no se ha fijado usted bien. Yo no valgo nada. Pero lo que se dice nada, nada. ¿Quién soy yo? ¡Pobre de mí! Una pobre mujer vulgar, vulgarísima, feúcha, sin gracia. Una pena. Ya ve usted: éramos dos hermanas y mi madre se empeñó en casarnos a las dos antes de morir. Bueno. Pues ya ve usted: conmigo no pudo. Y eso que la pobre mamá era de abrigo. ¡Digo, ya se sabe lo que es una madre, pobrecita! Y es que yo nunca he tenido atractivo para los hombres. Nada, ni tanto así. Si usted dice que le gusto, es porque no se ha fijado bien. Pero fíjese, fíjese y verá…  (Transición, con súplica.) No, no se fije. Por si acaso. Ya no sé lo que digo…

FERNANDO.-  ¡Je!  (Después de un silencio.) ¡Marta!

MARTA.-  ¿Qué?

FERNANDO.-   (Sonriendo.)  ¿Por qué no se tranquiliza usted un poco?  (Muy paternal.)  Vamos, vamos, haga un esfuerzo. Después de todo, lo que nos ocurre no tiene tanta importancia. ¿Que vamos a pasar una noche juntos? Bueno. ¿Y qué? Piense, piense un poco y verá que no es la primera vez que le ocurre algo semejante…

MARTA.-   (Casi llorando.) ¿Qué dice usted?

FERNANDO.-  Escuche.  (Muy sensato.) ¿Es que no ha viajado usted nunca de noche, en el tren, en un vagón de primera? Estoy segurísimo de que sí. ¿Y qué ha ocurrido esa noche? Pues lo más natural del mundo: que el departamento estaba vacío, y frente a usted se ha sentado un señor desconocido. ¿Y qué ha pasado entre ese señor y usted? Nada, absolutamente nada. Que a la media hora de viaje, dormían ustedes como dos ángeles. Sin embargo, nadie podría negar que ese desconocido y usted pasaron una noche juntos en un vagón de ferrocarril. Pero la única verdad es que la pasaron durmiendo…  (Se pone en pie, muy resuelto.)  Que es lo usted y yo vamos a hacer ahora mismo…

MARTA.-   (Absorta.) ¿Cómo? ¿Pretende usted que durmamos?

FERNANDO.-  Desde luego. Ya es muy tarde. ¡Ea! Le cedo la cama del balcón, que está mejor ventilada… Buenas noches.

 

(Y, con toda decisión, marcha hacia la cama de la derecha, donde se sienta apaciblemente.)

 

MARTA.-  ¡Dios mío! ¿Será usted capaz de dormir?

FERNANDO.-  ¡Naturalmente! ¿Estamos o no estamos casados?

MARTA.-  Pero, ¿cree usted que yo, yo, voy a pegar los ojos en esta situación?

FERNANDO.-  ¿Por qué no? Acuérdese del tren.

MARTA.-  ¡Ah! No es lo mismo. Usted es distinto. Yo no puedo abandonarme. Yo tengo que vigilar toda la noche… No puedo confiar en usted.

FERNANDO.-  ¡Caramba! ¿Por qué?

MARTA.-  Porque es usted quien es. Pero, sobre todo, porque es usted un hombre, sencillamente un hombre. ¿Me oye? ¡Un hombre! ¡Y bien sabemos las mujeres lo que es un hombre! ¿Qué pasará si se despierta usted dentro de dos horas? ¿Podrá usted dominar ese salvaje que llevan dentro todos los hombres?

 

(FERNANDO, que ya estaba tumbado, se incorpora y se queda sentado en cuclillas en la cama. Está muy interesado.)

 

FERNANDO.-  ¿Cómo? ¿Dice usted que un salvaje?

MARTA.-  ¡Sí!

FERNANDO.-  Huy, huy, huy…

MARTA.-  ¿Qué tiene usted que decir?

FERNANDO.-  Que no, hija; que no. Que las cosas no son así…

MARTA.-   (Desconcertada.) ¡Ah! ¿No?

FERNANDO.-  Claro que no. Es mucho más difícil. Pero, Señor, qué cosas se dicen por ahí…  (Sin cambiar de postura, se la queda mirando y sonríe.)  ¡Je! ¡Marta! Tranquilícese. Aquí todo está a favor suyo. Mire usted alrededor y se convencerá… Estamos en Valladolid. Y estas viejas provincias españolas le infunden a uno un respeto. Todo eso que usted imagina puede ocurrir muy bien en Biarritz, en Estoril y hasta en El Escorial, que ya es muy internacional. Pero aquí, en un caserón que tiene más de cien años, que sé yo, que sé yo.  (Sonríe.) Y muchísimo menos junto a usted.

 

(MARTA se vuelve y le mira. Muy bajo y muy sorprendida.)

 

MARTA.-  ¡Ah! ¿Y puedo saber por qué?

FERNANDO.-  ¡Je!  (Tiernísimamente.) Es muy fácil ¡Marta! No hay más que dos clases de mujeres. La amante y la esposa. La amante es el demonio que incita, que le vuelve a uno loco. ¿Comprende? La otra, la esposa, es todo lo contrario. Es una mujer como usted…

MARTA.-  ¡Ah!

FERNANDO.-   (Con entusiasmo.) Al lado de usted no tiene uno más que buenos pensamientos. Cuando la miro, me invade una paz y un sosiego…  (Embalado.)  Vamos, en este momento, tengo la sensación de que llevamos diez años casados.

 

(MARTA, que le escucha atentísima, en pie, en primer término, de espaldas a FERNANDO, se vuelve hacia el espejo y se contempla unos segundos. Y muy bajo.)

 

MARTA.-  ¿Tanto?

FERNANDO.-  Tanto. Y ya puede usted imaginar que después de diez años de matrimonio… ¿Entiende?

MARTA.-  ¡Claro!  (Un silencio.)  Usted quiere decir que no soy peligrosa…

FERNANDO.-  Eso, eso es.

MARTA.-  Ya.

FERNANDO.-   (Muy fino.) Bueno. ¿Y ahora está usted contenta?

MARTA.-   (Muy seria.) Mucho.

FERNANDO.-  ¡Ea!

MARTA.-  ¡Je!  

(FERNANDO, tan campante, aporrea sus almohadas. MARTA, con la cabeza baja, cruza lentamente y se sienta en un sillón junto a la chimenea. Una pausa. Habla, muy pensativa, como para sí misma.)

  No, claro. Eso ya lo sabía yo. Nada de peligrosa. Pero nada, nada, nada. Las otras, sí. Ya se ve. No hay más que verlas por ahí. Más provocativas, y más descaradas, y más… Pero, yo, nada.  (Se pone en pie, con un suave sobresalto.)  ¡Diez años de matrimonio! ¿Tanto?  

(Avanza y se encuentra frente a frente con el espejo. Mientras, FERNANDO, distraído, hojea un libro que encontró sobre la mesilla. MARTA, en el centro del escenario, se mira al espejo. Primero de frente, luego de perfil. Largamente. Se arregla el peinado casi involuntariamente. Parece que, de pronto, el espejo le hace una pregunta. Y como respuesta, ella se encoge de hombros.)

  Pues no sé… Lo que pasa es que los hombres se creen que lo saben todo. Pero qué va.  (Sonríe. Muy ruborosa, avanza, poco a poco, hasta la cama. Se sienta a los pies, en el mismo borde. Habla sin mirarle, jugando con los flecos de la colcha.)  ¿Sabía usted esta mañana que desde hace mucho tiempo usted y yo estamos muy cerca el uno del otro? Pues no, no lo sabía. Y ya ve usted: solo teníamos entre los dos un tabique, que es lo más y lo menos que puede separar a un hombre y a una mujer. ¡Ah! Y conste que nos hemos visto más de una vez frente a frente. Lo que pasa es que usted es más distraído…  (Sonríe.)  Una vez subimos juntos en el ascensor. Fue el 2 de octubre. Pero usted ni siquiera me miró. Otro día nos cruzamos en el portal. Era el 10 de noviembre. Y tampoco, tampoco se fijó usted en mí. Y eso que yo estrenaba un sombrero. Pero me pareció que usted tenía prisa. Es natural… Los hombres. Después, una tarde de este invierno, coincidimos los dos en la parada del autobús de Rosales. Yo estaba la primera y usted muy cerquita de mí. Yo le miraba de reojo, a ver si se daba cuenta. Pero nada… Usted venga a leer el periódico. De pronto, llegó el autobús, y el cobrador dijo: ¡que suba uno! Entonces usted, claro, como es natural, subió y se marchó. Eso fue el 12 de enero.  (Con rubor.)  Bueno. Pero no crea usted que llevo apuntadas las fechas. Lo que pasa es que tengo buena memoria. (Sonríe.)  Como estoy tan sola… Claro, que no vaya a tomarme por una de esas solteronas que viven rodeadas de gatos y de pajaritos. ¡Ay, no! En mi casa solo tengo una jaula. Una jaula muy grande, llena de sol, con un balcón frente a la Moncloa. Es el cuarto de los juguetes. Y en esa jaula tengo tres pájaros encerrados. Tres pájaros que gritan, y cantan, y saltan, y corren. Y, si no tengo cuidado, un día se me escaparán volando por el balcón. A veces se ríen y me preguntan: «Tía Marta, ¿por qué te pasas la vida asomada al patio, mirando a la ventana de enfrente?». Porque los niños de ahora saben más…  (Se calla. Suavemente.)  ¿Ve usted, Fernando? ¿Ve usted cómo los hombres no saben nada, nada? (Se calla otra vez. Está ruborizadísima. No se atreve a volver la cabeza.)  ¿Me oye? ¿Me oye usted?  (Muy bajito.)  ¿Por qué no dice algo?  (Se vuelve hacia él.)  ¡Fernando! ¡Oh, Dios mío! Pero si se ha dormido…  (Irritadísima, le agita por un hombro. Pero el durmiente no reacciona.)  ¡Oh! Es el colmo. ¡El colmo!  (Se separa de la cama. Regresa furiosa hasta el sillón, junto a la chimenea.)  ¡Se ha dormido! ¡Grosero! ¡Egoísta! ¡Maleducado!  (No sabe qué hacer. Está nerviosísima. Maquinalmente, toma un vaso de leche de la mesita. Y entre sorbo y sorbo, con muchas lágrimas, sigue hablando.)  ¡Dormirse ahora! Precisamente en este momento. Y todo porque no soy peligrosa. Grosero, grosero, grosero…

 
 
TELÓN