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ArribaActo III

 

El mismo decorado del acto primero.

 
 

(Al día siguiente del acto anterior. Por la mañana, FELISA, asomada a la ventana, dialoga amigablemente con alguien que no se ve.)

 

FELISA.-  ¡Qué gloria de niños! ¡Qué ricos son! Da gusto verlos así, asomaditos a la ventana, como tres angelitos.  (Con alarma.)  ¡Cuidado, Tanito, que si te empinas un poquito más te vas a caer al patio! ¡Ay, madre, para mí que este Tanito es el peor! Oye, Pachín: ¿qué te ha pasado en ese ojo?  (Escucha.)  ¿Que te ha cogido el toro? ¡Válgame Dios! La dichosa fiesta nacional… Oye, Felipín, tú que eres el mayorcito, escucha. Cuando llegue la tía Marta, que va a llegar de un momento a otro, porque ya no pueden tardar, dile que Felisa quiere hablar con ella a escape. Oye, rico. Dile que estoy muerta de curiosidad. ¿Me has entendido? ¡Cuidado, Tanito! ¡Ay, Virgen, cuando yo digo que este niño es el peor…!  

(Alguien introduce una llave en la cerradura de la puerta de entrada. FELISA se vuelve vivamente.)

  ¡Ay, Dios mío! Ya están aquí…
 

(Se abre la puerta, y aparece FERNANDO con su maleta, su gabardina, su sombrero.)

 

FERNANDO.-  ¡Felisa!

FELISA.-  ¡Señorito!

FERNANDO.-   (Contentísimo.)  ¡Felisa de mi alma! Dame un abrazo…

FELISA.-  Sí, señorito. ¿Todo ha salido bien?

FERNANDO.-  ¡Todo!

FELISA.-  ¡Ay, qué alegría!

FERNANDO.-  Marta me ha salvado. ¡Qué bien ha hecho su papel de señora casada! ¡Y qué cariño le han tomado todos! Esta mañana, cuando desperté, entré en el cuarto de mi tío y me encontré a Marta y a mi tío hablando como si se conocieran de toda la vida… El pobre viejo estaba entusiasmado.

FELISA.-   (Orgullosísima.) ¡No me extraña! Si es que esa señorita es un ángel. Si se gana a todos los que la conocen. Si ha nacido para casada. Hay que oírla, hay que oírla hablar de los niños…

FERNANDO.-   (Un suspiro.) Eso es verdad.

FELISA.-  ¿Se ha dado cuenta el señorito?

FERNANDO.-  Naturalmente, mujer. Marta es una alhaja…  (Se sienta en un sillón. Con aire pensativo.)  Lo que no comprendo es por qué se ha enfadado conmigo…

FELISA.-  ¿Cómo? ¿Que la señorita Marta se ha enfadado con el señorito?

FERNANDO.-  Sí, sí…

FELISA.-   (Con inquietud.) A ver, a ver…

FERNANDO.-  ¡Toma! Con decirte que en el viaje de vuelta apenas me ha dirigido la palabra… Y me miraba de una manera.

FELISA.-   (Alarmadísima.)  ¡Señorito! Dígame la verdad…

FERNANDO.-  Pero, Felisa…

FELISA.-  ¡Dígamelo todo! Porque yo del señorito no me fío. ¿Qué ha pasado esta noche en Valladolid?

FERNANDO.-   (Dignamente.) ¡Alto! ¿Qué estás pensando? Yo soy un caballero…

FELISA.-  ¿De veras?

FERNANDO.-  Un verdadero caballero.  (Muy superior.) Y, además, un hombre de experiencia. Y créeme, Felisa. Los hombres como yo sabemos muy bien cómo hay que tratar a las mujeres como Marta…

FELISA.-  ¿No me engaña usted?

FERNANDO.-  Quita, mujer. ¿Qué habías creído?

FELISA.-  Usted perdone. Pero como el señorito es como es, me habían entrado unas sospechas… Y como le he tomado tanto cariño a esa señorita… Porque la verdad es que, desde ayer, la quiero como a una hija.

FERNANDO.-  Vamos, vamos. Puede estar tranquila, mujer. Ella misma te lo contará todo.  (Transición.) Mira, Felisa. Estoy muy fatigado después de tantas emociones. Necesito descansar. No estoy para nadie. ¿Comprendes?

FELISA.-  Sí, señorito.

FERNANDO.-  ¡Ah!  (Sonríe.) Y gracias. Tú me trajiste a Marta.

 

(Entra FERNANDO en la alcoba y cierra la puerta tras de sí. Queda sola FELISA en actitud muy pensativa. Suena el timbre de la puerta de entrada. A FELISA se le ilumina el rostro de alegría.)

 

FELISA.-  ¡Ay! Ya está. Ya está ahí…  

(Corre al fondo y abre la puerta. En el umbral aparece PEPITA, que asoma con mucha prudencia.)

  ¡Señorita! ¡Usted!

PEPITA.-  Buenos días. Comprendo que le extrañe mi visita después de lo que pasó ayer. Pero no lo puedo remediar. ¡Si usted supiera! Esta noche no he dormido…

FELISA.-  ¡Pobrecita! ¿Estudiando?

PEPITA.-  ¡Huy! ¡Qué va! Eso se acabó. Me parece que voy a dejar la carrera…

FELISA.-  ¡No me diga!

PEPITA.-  Como lo oye. Estoy más desesperada… Para mí que la moda de las intelectuales ha pasado. Ahora, los hombres se vuelven locos por las mujeres elementales y sencillas. ¡Si serán brutos!  (Después de pensarlo un poquito.) Me parece que me voy a dedicar al deporte…

FELISA.-  ¡Jesús! ¿Y a qué va usted a jugar?

PEPITA.-  A cualquier cosa. Pero en traje de baño…

FELISA.-  ¡Ah, vamos!

PEPITA.-  Es lo que me recomiendan todos mis amigos…

FELISA.-  ¡No me choca!

PEPITA.-  Es natural. Como soy tan femenina…  

(Timbre en la puerta del fondo. PEPITA se revuelve, indignadísima.)

  ¡Oh! ¡Qué oportunidad!

FELISA.-  Con permiso.  

(FELISA abre la puerta. En el umbral aparece AURORA.)

  ¡Señorita! ¡Usted también!

PEPITA.-  ¡Qué frescura!

 

(AURORA entra lentamente, casi majestuosamente.)

 

AURORA.-  Hola.

PEPITA.-  Hola.

 

(Una pausa. AURORA se sienta en un sillón y, tranquilamente, empieza a quitarse los guantes. PEPITA está al otro lado, a la izquierda. Las dos se miran de reojo.)

 

AURORA.-  Se madruga, ¿eh?

PEPITA.-  ¡Pche! Pasaba por ahí…

AURORA.-  Ya, ya.  (Un silencio.)  Anoche estuvo usted en «El Molino».

PEPITA.-  Por casualidad. Porque yo nunca salgo de noche. Pero un amigo de la familia se empeñó. ¿Comprende? Desde luego es un señor muy serio… Entrenador de fútbol.

FELISA.-  ¡Acabáramos! Ahora comprendo lo del deporte…

PEPITA.-  ¡Mujer!  (Con algún rubor.)  Está usted en todo.  (Volviéndose a AURORA.) ¿Y cómo sabe usted que estuve en «El Molino»?

AURORA.-  Porque se sentó usted en una mesa pegadita a la orquesta para que yo la viera…

PEPITA.-  ¡Qué mal pensada es usted! Pues para que se entere. Me rompí las manos aplaudiéndola. Porque es usted fantástica.  (Asqueadísima.) Parece usted una verdadera flamenca. Canta usted con un desgarro y una…

AURORA.-   (Sobre aviso.) ¡Cuidadito con lo que se dice!

PEPITA.-  ¡Ay! Por cierto. A mi amigo el entrenador no le gustó usted. Pero eso no tiene importancia. Ya se sabe que los hombres no entienden de mujeres.

 

(AURORA se pone en pie como movida por un resorte.)

 

AURORA.-  ¡Oiga! ¿Quiere usted decir que yo no les gusto a los hombres?

 

(PEPITA retrocede asustadísima y FELISA se interpone.)

 

PEPITA.-  Pero, Aurora…

FELISA.-  ¡Señorita!

AURORA.-  ¡Decirme eso a mí! ¡A Aurora Córdoba! ¡Huy!

FELISA.-  ¡Cuidado!

PEPITA.-  Pero ¿usted ve? ¡Esta mujer es una fiera!  

(Timbre en la puerta. En el acto se callan las tres.)

  ¡Y dale!

AURORA.-  ¡Maldita sea!

 

(FELISA abre la puerta. Y en el umbral aparece don PRIMITIVO.)

 

TODOS.-  ¡Oh!

PRIMITIVO.-  Buenos días…

FELISA.-   (Indignada.) Oiga, oiga. Pero ¿es que se han creído ustedes que esta casa es un casino?

PRIMITIVO.-  Buena mujer… Yo soy una víctima de la curiosidad. Es mi vicio. Por curiosidad me casé con Lola. Por curiosidad estuve aquí ayer para conocer a Fernando Carvajal. Y por curiosidad me encuentro aquí ahora. Esta mañana salí a dar un paseíto por el Retiro, como todas las mañanas. Bueno; pues como si no. Empecé a andar, y cuando me di cuenta entraba en el portal de esta casa, que está en Rosales…

FELISA.-  ¡Qué barbaridad!

PRIMITIVO.-  Y créame, buena mujer. Si no me lo cuenta usted todo, me voy a volver loco. Porque ya no puedo más. Vamos. ¿Quiere usted decirme de una vez con quién ha ido Fernando a Valladolid?

 

(AURORA y PEPITA, al oír las últimas palabras de don PRIMITIVO, se transforman. Acuden prestamente junto a FELISA. Y los tres la rodean con ansiedad.)

 

PEPITA.-  ¡Ay, sí! Dígalo ya…

FELISA.-  ¡Ah, vamos! De manera que era esto lo que les ha traído a ustedes tan tempranito… La curiosidad.

AURORA.-  Sí, señora. No lo niego. Cuando salí ayer de aquí, yo estaba segura de que Fernando encontraría una mujer que le acompañara a Valladolid, porque conozco a este granuja y sé la suerte que tiene. Pero, mire usted, dándole vueltas a la cabeza y pensando en quién puede ser ella, le aseguro que no he dormido…

PEPITA.-  ¡Ni yo!

PRIMITIVO.-  Lo creo… Lola tampoco ha pegado un ojo.

AURORA.-  Vamos. ¡Hable usted de una vez!

PEPITA.-  Diga, diga. ¿Quién es ella?

FELISA.-  Pues verán ustedes…

 

(Una mano tímida golpea con los nudillos en la puerta de entrada. Todos, en silencio, giran los ojos hacia allí.)

 

MARTA.-   (Dentro. Muy bajito.) ¡Felisa! ¿Está usted ahí?

 

(Una levísima pausa. Todos miran a FELISA.)

 

FELISA.-  ¡Je!

PEPITA.-   (Bajito.) ¿Es ella?

FELISA.-  Sí.

MARTA.-   (Dentro.) ¡Felisa! ¿Me oye?

PRIMITIVO.-   (Nerviosísimo.)  ¡Que pase!

FELISA.-   (Recelosa.)  ¿Ahora?

PRIMITIVO.-   (Muy enérgico.) ¡¡Que pase!! No aguanto más…

AURORA.-  ¡Abra!

FELISA.-  Pero…

PEPITA.-  ¡Por Dios! ¡¡O abre usted o abro yo!!

FELISA.-  ¡Ave María! ¡Dios nos coja confesados!

 

(FELISA va a la puerta de la escalera y abre. En el rellano aparece MARTA, que, al ver a PRIMITIVO, a AURORA y a PEPITA, tiene un instintivo movimiento de retroceso.)

 

MARTA.-  ¡Ay! Creí que estaba usted sola. Volveré.

TODOS.-  ¡No!

MARTA.-   (Un poco sobrecogida.)  ¡Ay!

PRIMITIVO.-  ¡Qué va usted a volver, criatura! Pero si la estábamos esperando…

MARTA.-   (Extrañadísima.) ¿A mí?

AURORA.-  Claro, mujer. Pase, pase…

PEPITA.-  Entre. No se quede ahí parada…

PRIMITIVO.-  Vamos, vamos. Siéntese aquí. ¡Ajajá!

 

(Entre AURORA, PRIMITIVO y PEPITA conducen a MARTA hasta el sofá y la sientan. Ella les mira con un enorme asombro.)

 

MARTA.-  Muchas gracias. Pero qué amables son ustedes…

PRIMITIVO.-  Nada, nada. Lo que usted se merece…

MARTA.-  ¡Felisa! ¿Quiénes son estos señores?

FELISA.-  Amigos de la casa. Ya se puede usted figurar…

MARTA.-  ¡Ah!

FELISA.-   (Muy satisfecha, muy maternal.)  Esta, esta es la señorita Marta. ¿Qué? ¿Les gusta a ustedes?

 

(AURORA, PEPITA y don PRIMITIVO examinan a MARTA concienzudamente.)

 

AURORA.-   (Con ojo crítico.) Sus labores… ¿No es eso?

FELISA.-  ¡Naturalmente! La señorita ni canta, ni baila, ni es una intelectual. ¿Qué se habían creído?  (Con ternura.)  La señorita es muy hacendosa. Sabe guisar, y coser, y planchar, y bordar…

AURORA.-  Ya, ya. Y, de vez en cuando, escribe a la radio pidiendo un disco…

MARTA.-  ¡Ay, sí! «El Danubio azul».

AURORA.-  ¡Digo!

MARTA.-  ¿Cómo lo sabe?

AURORA.-  Porque conozco a mi público. ¡Maldita sea! ¿O es que no sabe usted que soy la artista preferida de las señoras?

MARTA.-   (Con desconsuelo.) ¡Ay, Felisa! Me parece que no les he gustado…

 

(PEPITA se adelanta, muy afectuosa.)

 

PEPITA.-  ¿Quién dice eso? Lo que pasa es que esta Aurora tiene el genio muy vivo. Como es tan española la pobre… Pero todos nos alegramos mucho de conocerla.  (Sonríe.)  Porque ya se figurará usted. Hace tiempo yo también hice un viaje con Fernando.

MARTA.-   (Interesadísima.) ¿Tan jovencita?

PEPITA.-   (Muy satisfecha.) Sí, sí.

MARTA.-  ¡Ay! ¿Adónde fueron ustedes?

PEPITA.-  Muy cerca. Como soy hija de familia…  (Un suspiro.) Estuvimos una semana en El Escorial.

MARTA.-   (Con franca admiración.) ¡En El Escorial!

PEPITA.-  ¡Sí!

MARTA.-  ¡En El Escorial!…  (Irremediablemente.) ¿Y qué?…  (Asustada.) No, no. Por Dios. Cállese…  (Se calla. La mira fijamente. Luego baja los ojos y se ruboriza. Transición. A AURORA.) Oiga ¿Y usted también ha viajado con Fernando?

AURORA.-  Le diré. Fuimos a Biarritz.

MARTA.-  ¡¡A Biarritz!!

AURORA.-  Y para qué le voy a contar. Con decirle a usted que en Biarritz nos tomaban por franceses…

MARTA.-  ¡Jesús!

PRIMITIVO.-  A Lola se la llevó a Estoril…

MARTA.-  ¿Quién es Lola?

PRIMITIVO.-   (Muy natural.) Mi mujer.

MARTA.-  Pues por muchos años.  (Transición.) ¡Felisa! ¿He oído bien?

FELISA.-  Sí, señorita. Es que este señor está aquí por delegación…

MARTA.-  Ya… (Se calla. Los mira a todos de uno en uno. Con un infinito respeto.)  De manera que a Biarritz, a Estoril y a El Escorial. Es fantástico. Hay que ver. ¡Qué peligrosas deben ser ustedes!

PEPITA.-   (Muy halagada.) ¿Quiere usted callarse?

 

(PRIMITIVO, que ya no puede más, se sienta muy decidido al lado de MARTA. Esta queda entre PEPITA y PRIMITIVO. FELISA está detrás del sofá. Y AURORA sola, a la izquierda.)

 

PRIMITIVO.-  Bueno. Como usted habrá podido apreciar, señorita, estamos enterados de todo. Sabemos que ha pasado usted la noche en Valladolid en calidad de señora de Carvajal. Y, la verdad, tenemos una curiosidad por conocer sus impresiones personales…

MARTA.-   (Con bastante apuro.) ¿Es la costumbre?

PEPITA.-  ¡Claro! Entre nosotras…

MARTA.-  ¡Ay, Dios mío!

PEPITA.-  ¡Pobrecita! Es una infeliz. Ahora que la conozco me doy cuenta de que ha debido ser una noche divertidísima…

MARTA.-   (Amoscada.) ¡Ah! ¿Sí?

PEPITA.-  ¡Digo! Una mujer como usted, porque usted es de las que no engañan, en semejante enredo. ¡Pobrecita!

MARTA.-  ¡Je! Bueno, tanto como pobrecita…

PEPITA.-  Cuente, cuente…

MARTA.-  Pues figúrense ustedes.  (Con una irreprimible presunción.)  Como nos creían casados, nos habían preparado una habitación para los dos…

PEPITA.-   (Divertidísima.) ¡Ah! ¿Sí? ¡Es estupendo!

PRIMITIVO.-  ¡Je! Vaya, vaya…

AURORA.-  ¡No me diga!

PEPITA.-  ¿Y qué pasó?

AURORA.-  Como si lo viera. ¡Se pusieron a jugar a las cartas!

MARTA.-  ¡Ay!  (Muy picada.) ¿Por qué ha dicho eso?

PEPITA.-  Mujer… Porque a la vista está.

MARTA.-  ¿Qué quiere usted decir?

PEPITA.-  La verdad… Que no es usted peligrosa.

MARTA.-  ¡Ah! ¿No? Conque yo no soy peligrosa.  (Picadísima.)  Pero qué presumida y qué descarada es esta chica… Vamos, hombre. No parece sino que es ella la única peligrosa. Pues para que se entere. Está usted equivocadísima…

TODOS.-  ¿Cómo?

MARTA.-  ¡Ea! Ya está… Ya está dicho.

TODOS.-  ¡Oh!

FELISA.-  ¡¡Señorita!!  (Horrorizada.)  ¿Qué ha dicho usted?

 

(MARTA se queda cortadísima. Los mira a todos y se echa a llorar.)

 

MARTA.-  No sé. No sé lo que he dicho. No me mire usted así, Felisa, que me muero de vergüenza. ¡Ay, Dios mío! Yo me voy a volver loca.  (Rabiosísima.) Pero ¿por qué se empeñan todos en que yo no soy peligrosa?

 

(Y corriendo, llorando, con muchísimo coraje, abre la puerta de la escalera y desaparece. Un silencio. Todos se miran boquiabiertos.)

 

AURORA.-  ¡Mi madre!

PEPITA.-  ¡Qué chasco!

FELISA.-  Un momento.  (Angustiadísima.) ¿He oído o no he oído bien?

PRIMITIVO.-  ¡Señora! Yo creo que ha oído usted perfectamente…

FELISA.-  ¡Ayyy!… ¡Ay, Dios Todopoderoso! ¡Ay, María Santísima!  (Con horror.) ¿Qué he hecho yo?

AURORA.-  ¿Usted?

FELISA.-  ¡Claro! Porque la culpa de todo la tengo yo. Como ayer ninguna de ustedes quiso acompañar al señorito a Valladolid, a mí se me ocurrió llamar a esta señorita, que vive en el piso de al lado, para que le sacara del apuro. ¿Y saben ustedes por qué lo hice? Para que la pobre se diera a conocer. Porque la infeliz está loca por el señorito…

 

(AURORA y PEPITA reaccionan muy conmovidas.)

 

AURORA.-  ¿Es eso cierto?

PEPITA.-  ¿Está enamorada de Fernando?

FELISA.-  ¡¡Sí!! Lo está. Y por eso ha caído la pobre. Porque le quiere y no ha sabido resistir…

AURORA.-  Pero eso es el colmo.  (Indignadísima.) ¡Infame!

PEPITA.-  ¡Canalla! Jugar así con esta pobrecita…

PRIMITIVO.-   (Con las manos en la cabeza.) ¡Qué bárbaro! Este hombre no respeta nada…

FELISA.-  ¡Mal hombre! ¡¡Seductor!! Abusar de una criatura que no tiene más que tres sobrinitos para defenderla. ¡Ah!  (Soberanamente.) Pues si se ha creído que la señorita está sola en el mundo y no tiene a nadie que mire por su honra, se equivoca. Porque aquí estoy yo, Felisa Fernández, que, para el caso, soy como su madre. ¡Y su honra es la mía! Y de Felisa Fernández no se ha reído nadie. Conque va a ver lo que es bueno. ¡Como me llamo Felisa Fernández!

AURORA.-   (En un arranque.) ¡Cuente usted conmigo!

FELISA.-  ¡Señorita!

AURORA.-  Porque una será lo que sea… ¡Maldita sea! Pero cuando veo penas, y más si son de una mujer enamorada, el corazón me pega un brinco y se me alborota el genio, y soy capaz de todo. Y esta vez no. Esta vez ese granuja no se va a reír de esa infeliz como se ha reído de otras muchas, porque aquí estoy yo para defenderla y para velar por ella…

PEPITA.-  ¡Y yo!

PRIMITIVO.-  Y yo, y yo. Esto pasa de la raya. Debemos exigir a Fernando una reparación…

AURORA.-  De eso se trata. ¿Preparados?

TODOS.-  ¡Sí!

AURORA.-   (En jarras.) Pues ya puede usted llamarle…

FELISA.-  ¡Ahora mismo!  (Llena de coraje, va a la puerta de la alcoba y llama.)  ¡Salga usted ahora mismo! ¿O es que no le dice nada la conciencia?

AURORA.-  ¡Bien dicho!

PEPITA.-  ¡Sí!

 

(Se abre la puerta de la alcoba y aparece el rostro somnoliento de FERNANDO. Muy enfadado.)

 

FERNANDO.-  ¡Felisa! ¿Qué voces son esas? ¿Te has vuelto loca?

FELISA.-  Conque loca, ¿eh? ¡Sinvergüenza!

FERNANDO.-   (Un respingo.) ¡Felisa!  (Se vuelve a los demás, estupefacto.)  ¿Qué le pasa?

AURORA.-  ¡Farsante!

PEPITA.-  ¡Monstruo!

FERNANDO.-   (Helado.) ¿Cómo?

PEPITA.-   (Nerviosísima.)  Monstruo, más que monstruo…

FERNANDO.-  ¡Caray! Primitivo, ¿quiere usted explicarme?

PRIMITIVO.-  ¡No!  (Con mucha dignidad.) Hoy no cuente usted conmigo. ¿No le da a usted vergüenza su hazaña? ¿Qué dirá Lola cuando se entere?

FERNANDO.-  ¡Basta! ¿Qué significa esta actitud? ¿Qué hacen ustedes en mi casa? ¿De qué me están hablando?

FELISA.-  ¿Han oído? ¡Y todavía pide explicaciones!

AURORA.-  ¡Qué descaro!

PEPITA.-  Es un cínico… Un cínico.

FERNANDO.-   (Desesperado.)  ¡Cállate, Pepita!

FELISA.-  Conque se había usted portado como un caballero con la señorita Marta, ¿eh? ¿Por qué no me dijo la verdad? ¿Por qué no me dijo que se había usted aprovechado de las circunstancias?

 

(FERNANDO se vuelve con un escalofrío. Un grito.)

 

FERNANDO.-  ¡¡No!! Eso, no. Es falso…

TODOS.-   (Indignados.) ¡Oh!

FELISA.-  Pero ¿es que pretende usted que le creamos a usted más que a ella?

FERNANDO.-  ¿Cómo?  (Demudado.)  ¿Es que ella lo ha dicho?

TODOS.-  ¡¡Sí!!

FELISA.-  ¡Claro! ¿O es que, además, quiere usted que la pobre se calle su desgracia?

 

(FERNANDO está boquiabierto, a punto de enloquecer.)

 

FERNANDO.-  ¡No! ¡No! ¡No! No es posible. ¿Cómo puede decirlo? Si no es verdad. Si no pasó nada. ¡Si me quedé dormido!

TODOS.-  ¡Oh!

PRIMITIVO.-  ¡Hombre!  (Muy sagaz.) ¿Quién se va a creer eso?

FERNANDO.-  ¡Le digo a usted que me dormí!  (Nerviosísimo.)  Me dormí, me dormí, me dormí… Lo juro.

AURORA.-  Conque lo juras…

FERNANDO.-  ¡Sí!

AURORA.-  Y pretendes que yo, yo, Aurora Córdoba, crea en tus juramentos.  (Furiosa.) Pero ¿cuántas veces me has jurado que nos querríamos toda la vida?

PEPITA.-  Eso, eso. ¿Y a mí? ¿Cuántas veces me juraste que hablarías con papá para casarnos, a pesar de todo? Anda, anda. ¡Dilo!

PRIMITIVO.-  ¡Je! Pues si Lola hablara…

FERNANDO.-  Todo eso es cierto. Pero esta vez digo la verdad.  (Casi con angustia.)  Me quedé dormido, me quedé dormido, me quedé dormido…

FELISA.-   (Soberana.)  ¡¡A callar!!

FERNANDO.-  ¡Oh! Esto es increíble. Yo estoy soñando…

AURORA.-  ¡Sí! ¿Eh? Pues despierta. Porque esta vez no te escapas. Estoy decidida a que antes de un mes te cases con la vecina…

 

(Los demás, entusiasmados, casi aplauden.)

 

TODOS.-  ¡Sí!

FELISA.-  ¡Eso! ¡Eso!

PEPITA.-  ¡Bravo! ¡Bravísimo!

PRIMITIVO.-  ¡Qué corazón tiene esta mujer! Es emocionante…

 

(FERNANDO, ya sin fuerzas, se deja caer en un sillón.)

 

FERNANDO.-  ¡No! Eso, no. Casarme, no. Me quedé dormido, me quedé dormido, me quedé dormido…

AURORA.-  ¡Te casarás! Te lo digo yo, Aurora Córdoba. Y ya sabes lo que ocurre cuando yo digo algo…

PEPITA.-  Vaya si te casarás. Porque, si te niegas, iré a Valladolid y le diré a tu tío Federico que le has estado engañando…

FERNANDO.-   (En pie.) ¡¡No!! Eso, no. Por piedad.

TODOS.-  ¡Sí, sí!  

(AURORA, FELISA y PRIMITIVO, entusiasmados, rodean a PEPITA y la felicitan efusivamente.)

  ¡Bravo!

AURORA.-  ¡Ay, qué buena idea!

FELISA.-  ¡Diga usted que sí!

PRIMITIVO.-  ¡Qué lista es!

PEPITA.-   (Muy ufana.)  ¿Les gusta? Como soy tan intelectual, a veces se me ocurren cosas así…

AURORA.-  ¿Sabe usted que ahora sí que me ha sido simpática?

PEPITA.-  ¿De veras, Aurora? ¡Qué alegría! Pero si yo la quiero a usted mucho. ¿Me da usted un beso?

AURORA.-  ¡Huy! Todos los que usted quiera.  

(Se besan entrañablemente. FERNANDO, ya olvidado de todos, está hundido en el sillón de la izquierda en un atroz ensimismamiento.)

  Bueno. Esto se acabó. Ya no tenemos nada que hacer aquí.  (A FELISA.)  Puede usted decirle a la señorita que se ha salvado el honor…

FELISA.-  ¡Sí, señorita!  (Contentísima.) ¡Ahora mismo! (FELISA sale por la puerta de la escalera, que, en su apresuramiento, deja abierta.) 

AURORA.-  ¡Ay! Lo que descansa una cuando hace justicia.

PEPITA.-  ¡Y que lo diga, Aurora!

AURORA.-  ¿Va usted para el centro?

PEPITA.-  Voy a donde usted quiera. ¿Me permite usted que la acompañe?

AURORA.-  Pero, hija. Si lo estoy deseando…

PEPITA.-  ¡Ay, Aurora! ¡Qué simpática es usted! (Se cogen del brazo. Y marchan entrañablemente unidas hacia la escalera.)  Por cierto, voy a hacerle una confesión. No es cierto que a mi amigo el entrenador no le gustara usted anoche. Lo que pasa es que, como soy tan celosa…

AURORA.-  Ya, ya. ¿Qué va usted a decirme? Travesuras…

 

(Desaparecen las dos por la escalera. Quedan en escena FERNANDO y PRIMITIVO.)

 

FERNANDO.-  ¡Primitivo! Escúcheme, por Dios. Usted es un hombre y me comprenderá. Si me oye. ¡Le juro a usted que me quedé dormido!

PRIMITIVO.-   (Severísimo.) ¡Alto!

FERNANDO.-  ¡Oh!

PRIMITIVO.-  Si intenta usted tomarme el pelo, se equivoca.

FERNANDO.-   (Desesperado.)  ¡Qué horror!

PRIMITIVO.-  Pues no faltaría más. Vamos, hombre, vamos…  (Y, muy digno, empieza a pasear. Luego se detiene y se queda mirando fijamente a FERNANDO.)  ¡Fernando!

FERNANDO.-  ¿Qué?

PRIMITIVO.-  Lola tiene razón… Ante todo, la moral.

FERNANDO.-  ¡Oh!

PRIMITIVO.-  ¿Le extraña a usted que mis ideas hayan cambiado tanto en veinticuatro horas? Pues suya es la culpa, amigo mío. Porque una cosa es la aventura, la alegre aventura, y otra, muy distinta, es ese desenfreno que todo lo atropella. ¡Buenos días!

FERNANDO.-  ¿Se marcha usted?

PRIMITIVO.-  Sí. Pero volveré, volveré.  (Ya en la puerta, con la mano en el picaporte, lanza una mirada llena de nostalgia.)  Porque en esta casa se entera uno de tantas cosas…

 

(Sale. Queda solo FERNANDO. Está inmóvil, como inconsciente. De pronto se pone en pie. Algo le brilla en los ojos. Es una furia incontenible. Mira en derredor y grita.)

 

FERNANDO.-  ¿Dónde está?  (Cruza la escena rápidamente y abre la ventana de par en par, y grita furioso, dirigiéndose al patio.) ¿Dónde está? ¿Dónde…? ¡¡Marta!!

 

(Por la puerta abierta de la escalera asoma el rostro temeroso de MARTA.)

 

MARTA.-  ¿Me llamaba?

FERNANDO.-   (Conteniéndose.) ¡Oh! Estaba usted ahí…

MARTA.-   (Asustadísima.) ¡Ay, Señor!

FERNANDO.-  Entre, entre. Venga usted aquí.  

(MARTA cierra la puerta y avanza con muchísimas precauciones.)

  ¿Qué ha hecho usted?

MARTA.-  ¿Yo?

FERNANDO.-  ¡¡Sí!! ¡Usted! Y no ponga esa cara de inocente, porque me vuelvo loco…

MARTA.-  ¡Fernando!

FERNANDO.-  ¿Qué ha hecho usted conmigo? ¡Conteste!

MARTA.-  Pero si yo no he hecho nada…

FERNANDO.-  ¿Cómo que no ha hecho nada? ¡Me ha calumniado usted! Ha dado usted una versión falsa de nuestra noche de Valladolid. Porque usted sabe la verdad. ¿Quién mejor que usted? ¡Usted sabe perfectamente que me quedé dormido!

MARTA.-   (Furiosísima.)  ¡No me lo recuerde!

FERNANDO.-   (Sorprendido.)  ¡Marta!

MARTA.-   (Casi llorando de coraje.) ¡Grosero! Claro que se quedó dormido. (Un sollozo involuntario.)  Hasta las diez de la mañana de un tirón. ¿Y por qué se durmió? Porque yo no soy peligrosa. Porque parecía que llevábamos diez años de matrimonio. Porque yo no le inspiro más que buenos pensamientos… (Furiosa.)  Mal educado.

FERNANDO.-   (Estupefacto.)  ¡Marta!

MARTA.-  Vamos, hombre. ¿Y todavía me pregunta que qué he hecho? Pues defender mi amor propio. Y vengarme, para que se entere usted de una vez…

FERNANDO.-  ¡¡Marta!!

MARTA.-  ¿O es que cree usted que se puede tratar así a una mujer?

FERNANDO.-  ¿Qué dice? (Dignísimo.)  Me porté como un caballero…

MARTA.-  ¡Ay, qué gracioso!

FERNANDO.-  Yo sabía qué clase de mujer era usted. La traté con todo respeto…

MARTA.-  ¡Y dale! Pero ¿usted cree que las mujeres queremos que nos respeten? Lo que nosotras queremos es hacernos respetar, que no es lo mismo. ¿Y cómo puede una hacerse respetar si no le pierden el respeto?

FERNANDO.-   (Atónito.) ¿Qué quiere usted decir?

MARTA.-  Es muy sencillo.  (Se calla de pronto. Le mira y luego baja la cabeza.)  Cuando anoche nos quedamos solos en aquella habitación, cuando la criada cerró la puerta con llave…

FERNANDO.-  ¿Qué?

MARTA.-   (Muy bajo.)  Usted debió propasarse un poquito.

FERNANDO.-  ¿De verdad?

MARTA.-  Sí…

FERNANDO.-  ¿Y usted qué hubiera hecho?

MARTA.-  Hombre, no se haga usted ilusiones.  (Muy natural.)  Yo le hubiera dado una bofetada.

FERNANDO.-  ¡Oh! Es para volverse loco…

MARTA.-   (Encantada.) Muchas bofetadas. Muchísimas bofetadas. Le hubiera arañado. Le hubiera arrancado un poquito de pelo. Hubiera empezado a dar gritos. ¡Socorro! ¡Socorro! Hubieran acudido los criados. Un escándalo, un verdadero escándalo.  (Transición.)  ¿Se entera usted? Pero lo menos que puede hacer un hombre en homenaje a una mujer es provocar un escándalo… ¡Todo menos quedarse dormido!

 

(FERNANDO, estupefacto, se deja caer otra vez en el sillón.)

 

FERNANDO.-  ¿Era eso?

MARTA.-  Sí…

FERNANDO.-  ¡Qué horror! De manera que la única vez en mi vida que he respetado a una mujer resulta que me he equivocado…

MARTA.-  Es natural. El mayor error de los hombres consiste en creer que las mujeres decentes no son mujeres…

 

(FERNANDO alza los ojos y la mira sin salir de su asombro.)

 

FERNANDO.-  Pero ¿no cree usted que ha ido demasiado lejos con su venganza? A estas horas hay varias personas que suponen lo que no ha pasado…

MARTA.-  ¡Huy!  (Con innegable satisfacción.)  Muchísimas más de las que usted cree…

FERNANDO.-   (Horrorizado.) ¡Ah! ¿Sí?

MARTA.-  Le diré. En este momento, Felisa se lo está contando todo al portero…

FERNANDO.-   (Con un escalofrío.) ¡¡No!!

MARTA.-  Sí, sí. Me pidió permiso y yo no supe decirle que no. Como sé lo que disfruta el portero con estas cosas…

FERNANDO.-  Es horrible.

MARTA.-  Ahora, el portero se lo dirá a todas las cocineras. Y dentro de dos horas lo sabrá toda la vecindad. Esta vez se van a enterar hasta los ingleses del quinto, que son los más despistados. Y ya verá usted, ya verá. Como es usted tan conocido, en seguida se correrá por todo Madrid.  (Satisfechísima.) Estas noticias parece que vuelan.

FERNANDO.-  ¡Yo lo desmentiré! ¡Diré toda la verdad!

MARTA.-  Pobrecito, no le creerá nadie. Ha hecho usted muchas fechorías con las mujeres y está usted muy desacreditado. A mí, en cambio, me creerá todo el mundo. Como soy la víctima…

FERNANDO.-  ¿Será usted capaz de llevar adelante esta enorme mentira?

MARTA.-   (Con rabia.) ¡Sí!

FERNANDO.-  ¡Oh!

MARTA.-  ¡Todo antes de que sepan que se quedó usted dormido!

 

(Un silencio. FERNANDO le mira todavía incrédulo.)

 

FERNANDO.-  ¡Marta! ¿No le da a usted miedo este juego con su propio honor?

MARTA.-  ¿Mi honor? Pero, hombre, ¿no ha oído usted decir que el honor es cosa de Dios? Él sabe la verdad. Y la sabemos usted y yo. Lo demás no importa nada…

FERNANDO.-   (Irritado.) Pero ¿y yo?

MARTA.-  ¿Usted?

FERNANDO.-  ¡Sí! ¿En qué lugar me deja usted a mí? Todo el mundo creerá que me he conducido como un malvado con usted. Usted será la víctima, la heroína, la pobre mujer. Yo seré un miserable, un canalla.

MARTA.-  ¡Ah! Eso, sí.  (Un suspiro.)  ¡Pobrecito!

FERNANDO.-  ¡No lo puedo remediar! Tengo la sensación de que he caído en una trampa. ¿Sabe que quieren obligarme a casarme con usted?

MARTA.-  Era de esperar. En estos casos…

FERNANDO.-  Hasta me han amenazado con contárselo todo a mi tío Federico…

MARTA.-  ¡Huy! Pero si el tío Federico sabe toda la verdad…

FERNANDO.-   (Con terror.)  ¿Cómo? ¿Qué ha dicho usted?

MARTA.-  Lo que oye. Esta mañana entré en su cuarto y, cuando le vi tan viejo, tan viejo, no tuve valor para engañarle; me eché a llorar y se lo conté todo… Es un viejecito maravilloso. ¡Y más bueno! Me ha tomado un cariño…

FERNANDO.-  ¡Santo Dios! Entonces, a estas horas ya me habrá desheredado…

MARTA.-  No. Eso, no. Porque yo le di palabra de que nos casaríamos…

FERNANDO.-   (Estupefacto.)  ¿De veras?

MARTA.-  ¡Claro! De usted ya no se fía. Pero de mí, sí…

FERNANDO.-  Entonces, de todos modos, tengo que casarme con usted…

 

(Un silencio. Ella, desde lejos, le mira y sonríe.)

 

MARTA.-  Le parece a usted una idea descabellada. ¿No es verdad?

FERNANDO.-  ¿Qué voy a decirle? Piense por usted misma. ¿Podría casarse con un desconocido?

MARTA.-  ¡Un desconocido! ¡Dios mío! Si supiera usted lo que sabe una pobre mujer que se pasa la vida asomada a la ventana. ¡Pero qué tontos son los hombres! ¡Qué tontos! Anoche y ahora, y siempre, siempre… No saben nada. No entienden nada.

 

(Está casi llorando. FERNANDO vuelve la cabeza hacia ella como si despertara.)

 

FERNANDO.-  ¡Marta! ¿Será posible?

MARTA.-  Déjeme…

FERNANDO.-  ¿Cómo no me he dado cuenta? ¡Hable!

MARTA.-  ¡No quiero! Anoche se lo dije todo. Como una tonta, como un pobre tonta. Y cuando volví la cabeza, resultó que estaba usted dormido… (Comiéndose las lágrimas.)  ¡Porque yo no soy peligrosa!

 

(FERNANDO, risueño, divertido, transformado, con la sonrisa en los labios, avanza hacia ella.)

 

FERNANDO.-  ¡Marta! ¡Pobre Marta!

MARTA.-  ¡No se acerque!  (Huye. Llega hasta la ventana y queda apoyada de espaldas al patio, con los codos sobre el alféizar.)  Ahora no es necesario. No estamos solos. Mire.

 

(FERNANDO, que ha llegado junto a ella, mira hacia el patio.)

 

FERNANDO.-  ¡Los niños!

MARTA.-  Sí… Felipín, Tanito y Pachín. Los pobrecitos no se quieren perder un detalle.

FERNANDO.-  ¡Están aplaudiendo!

MARTA.-  Sí… Es a mí. Son muy listos. Y ya se han dado cuenta de que la tía Marta va a salirse con la suya…


 
 
TELÓN