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Vagos sin tierra

Renée Ferrer



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Prólogo

Vagos sin tierra: el valor del sufrimiento


Uno de los ejemplos más obvios de la existencia de buenas narraciones de escritores y escritoras en el Paraguay es la obra de Renée Ferrer. Como poetisa ha demostrado con suficiencia el saber plasmar en verso su inspiración y su dominio de la lírica durante muchos años, y como cuentista fue alabada por una de las grandes figuras de la literatura paraguaya: la recientemente fallecida y admirable Josefina Pla. Mi adorable compatriota de nacimiento, en el prólogo a la obra cuentística La seca y otros cuentos (1986), alabó suficientemente la capacidad de Ferrer para fijar el detalle con palabras que superan cualquier captación «normal» de la realidad y con la ambigüedad de esencia mágica. Para doña Josefina, Renée Ferrer representaba la pluma femenina local que comenzaba a mostrar cierta tendencia hacia la temática universal; universalidad -añadimos- que luego supo desplegar en la novela Los nudos del silencio (1988) y en los cuentos de Por el ojo de la cerradura (1993). Al fin y al cabo, la universalidad es la expresión de lo local cuando carece de muros que la rodean.

En realidad, nos sobran comentarios acerca de la proteica presencia de Renée Ferrer en el mundo de la literatura. Solamente un detalle es suficiente para confirmar que es una de las escritoras paraguayas más conocidas en el extranjero. En el mes de julio de 1997, apareció seleccionada como representante de su país, junto a Rubén Bareiro Saguier y Augusto Roa Bastos -las dos figuras vivas más consagradas de esta literatura-, en   —4→   una de las últimas antologías del cuento hispanoamericano del siglo XX publicadas en España1. El simple motivo de figurar en esta antología editada por una de las editoriales académicas más prestigiosas de España, ha demostrado lo que yo pensaba desde que leí sus cuentos en una antología de Guido Rodríguez Alcalá y María Elena Villagra2. Es una escritora por la que Paraguay debe apostar. Sus poemas nos resultaban algo conocidos en Europa, aunque fuera solamente en el ámbito de los especialistas, pero sus narraciones no. Así, en la citada antología española figura uno de sus cuentos junto a los de los grandes nombres de la cuentística latinoamericana de este siglo que comienza el sueño eterno, y tenemos la seguridad de que no será la última vez que aparezca su nombre en los libros que se agolpan en las estanterías de las librerías europeas, por la calidad de su prosa.

Después de una primera gran novela, Los nudos del silencio, ahora nos llega la segunda: Vagos sin tierra. En aquella nos deleitó por la calidad y el lirismo de su prosa. Ésta nos confirma que Renée Ferrer puede también con el género de la novela, y que ha creado su propio estilo, que no es más que un lugar privilegiado entre los/las novelistas paraguayos/as.

La prosa de Renée Ferrer

El extenso currículum creador de esta autora nos impide una indagación exhaustiva de su obra completa en un espacio como es el propio de un prólogo, por lo que nos centraremos   —5→   en la obra prosística, compuesta por las obras cuentísticas La seca y otros cuentos (1986), La mariposa azul y otros cuentos (1987), Por el ojo de la cerradura (1993) y Desde el encendido corazón del monte (1994) y la novela Los nudos del silencio (1.ª edición de 1988, 2.ª edición de 1992, 3.ª edición de 1994), además de la que ahora les presentamos, Vagos sin tierra, terminada en 1998 después de varias revisiones.

Ferrer figura en las antologías narrativas colectivas Panorama del cuento paraguayo (1986), edición de Elvio Rodríguez Barilari; Anthologie de la nouvelle latino-americaine (1991), edición de Rubén Bareiro Saguier y Oliver Gilberto de León; Narrativa paraguaya (1980-1990), edición de Guido Rodríguez Alcalá y M.ª Elena Villagra de 1992; Cuentos de autores de la región guaraní (1993), realizada por el diario argentino El Territorio; la preparada por la excelente escritora argentina Angélica Godorischer titulada Esas malditas mujeres (1997); la editada en Suecia de narradores latinoamericanos donde figura con Augusto Roa Bastos en representación de Paraguay; la prestigiosa El cuento hispanoamericano del siglo XX (1997), edición de Fernando Burgos en tres tomos; 32 narradores del Sur, publicada por Editorial Don Bosco y el Grupo Vellox en 1998; y La imagen de la mujer en la narrativa paraguaya, edición de Guido Rodríguez Alcalá y José Vicente Peiró, actualmente a punto de aparecer. Además de ya bastantes artículos sobre su obra, Gloria da Cunha Giabbai ha preparado un libro sobre su cuentística donde analiza suficientemente la misma, motivo por el que vamos a obviar el estudio de los cuentos de Ferrer remitiendo a este texto fundamental para entenderlos debidamente3.

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Solamente podemos afirmar en global que su obra narrativa se relaciona con su poética. Su prosa transmite el aliento lírico de sus versos. Por esta razón, la musicalidad y el ritmo son características fundamentales de la prosa de Renée Ferrer. Las frases poseen en muchas ocasiones un cómputo métrico y un ritmo que envuelve al lector hasta dejarlo placenteramente deleitado. Sus temas predilectos son el sufrimiento y la marginación de la mujer, además de los de otros seres desvalidos, y naturalmente la reivindicación de su papel autónomo en la sociedad; la arbitrariedad del poder; la preocupación ecológica; y el mundo de la infancia. Desde el encendido corazón del monte es una obra de tema ecológico, y La mariposa azul y otros cuentos, va dirigida al mundo de la infancia, mientras que el resto de sus obras narrativas están plenamente destinadas a lectores adultos por su tema y en ocasiones por su dificultad de interpretación. Los nudos del silencio era la novela de la necesidad del grito de la conciencia de la mujer. Así, el espacio de la asfixia, el tiempo como un hilo que discurre discreta pero velozmente, y el sufrimiento del desvalido, son temas recurrentes de las narraciones de Renée Ferrer. El erotismo -tan presente en su poesía-, la sequía como símbolo de la vacuidad de la existencia y de la soledad, el indígena como prototipo del hombre que sufre -en paralelo de concomitancia a la mujer-, son temas adyacentes a los anteriores, y que a veces actúan como metáfora de una realidad cruel. Pero si podemos resumir en una frase la temática de la obra de Ferrer, diríamos que son narraciones de la imposibilidad del gozo, especialmente para la mujer, temática que se emparenta en la narrativa paraguaya con la de Josefina Pla, antecesora y madre de la narrativa escrita por mujeres en el país guaraní.

Los personajes de Renée Ferrer son seres humanos medios o bajos, nunca héroes, no sometidos a proceso alguno   —7→   de degradación, pero que ven cómo se frustran sus sueños, o al menos se incumplen. Cuando leemos sus narraciones recordamos la concepción de la literatura que expresó siempre Mario Vargas Llosa: «escribir como liberación de fantasmas interiores». Ferrer va un poco más allá de este lema porque su literatura concibe la narración como un mundo donde los personajes se anteponen a las situaciones. Es más importante para ella que se expresen, que se desahoguen de sus fantasmas interiores, que relatar lo que realmente ocurre. No se trata de que el autor se desahogue de un mundo que le oprime, sino de que los personajes se desfoguen de la asfixia y de la crueldad del universo donde moran. En realidad, en esa novela tan perfecta que es Los nudos del silencio y en la que ahora os presentamos, Vagos sin tierra, no discurren grandes acontecimientos que se retengan en la memoria a través de la retina del lector-receptor. Es el flujo del pensamiento lo que importa; el discurrir de la palabra sincera que describe la verdad tal como la sienten y la viven los personajes en su ambiente, flujo del pensamiento que nace del impacto de la realidad exterior en la realidad interior. Tampoco son estos personajes unos caracteres que respondan a esquematismos apriorísticos: recordemos esa mujer torturada psicológicamente de Los nudos del silencio que sólo logra escapar de su verdadera realidad por medio del pensamiento que le suscita el estímulo del espectáculo lésbico donde participa Mei-Li, para, por medio de él, concienciarse de su situación. Estos personajes anónimos, sin historia pero participantes de la intrahistoria -retornando el término unamuniano- del Paraguay son los que nos vamos a encontrar en Vagos sin tierra: personajes que vagan por la tierra sin mal, pero que dejan fluir libre su conciencia y ofrecen su dolor como si el mal proviniese de unas fuerzas telúricas inescrutables.

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Vagos sin tierra: ¿novela histórica?

El argumento de la novela es el relato de una familia paraguaya del siglo XVIII que emigra hacia el norte del país para colonizar unas tierras dominadas por los indígenas y fronterizas con las del imperio lusitano. Esta colonización fue promovida desde el gobierno virreinal para facilitar el que se instalara junto a esta frontera el mayor número posible de habitantes con el fin de fijarla y de no permitir que el Imperio de Portugal -el futuro Brasil- siguiera expandiéndose. Hacia Concepción parte una familia corriente; Chopeo con su mujer Paulina y con el perro Yacaré. Cuando comienzan la colonización nace su hija Bernarda, ser que escapa de lo común al estar dotada de poderes de videncia y por su carácter rebelde. Así se desarrolla la historia de la familia, más como análisis de sus corazones que como argumento histórico, hasta los últimos capítulos donde Chopeo pierde los títulos de propiedad usurpados por el Dictador -se entiende que Gaspar Rodríguez de Francia- y su negativa a salir de la tierra que cree ganada después del éxodo inicial. En el desenlace, sólo queda la huida de la familia protagonista para volver a ser unos «vagos sin tierra», cumpliendo el eterno retorno a la situación inicial de la novela.

Centrándonos en la ficcionalización de la historia, la autora nos ha querido dejar constancia de la dictadura de Francia de forma distinta a la de Roa Bastos en Yo el Supremo, con la escena de la queja de Chopeo por la persecución de su vaquilla, que muere a pesar de todos los intentos. No penetra en la psicología del dictador, sino que se limita a mostrar la crueldad de sus designios y su constante preocupación por el control de la propiedad y de los ciudadanos. Así, el mensaje que se desprende de la lectura de la narración es que el poder del Estado, como representación del poder unipersonal de un mandatario   —9→   dictatorial, prevalece por encima de la libertad individual. En ello ha consistido la historia paraguaya. En este mismo sentido, la nueva novela de Renée Ferrer continúa también con la temática de la opresión y de la asfixia de la sociedad machista hacia la mujer de Los nudos del silencio. Sin embargo, la óptica, la historia novelesca y el tratamiento de la misma son distintos. Estamos ante una novela histórica; es decir, enmarcada en un ámbito del pasado, del siglo XVIII. No entraremos a discutir las características del subgénero histórico, ni nos adentraremos en su hermenéutica: Vagos sin tierra es una novela histórica en cuanto se localiza en un tiempo y en un espacio de un pasado remoto que la autora no ha vivido y trata de revivir un pasado; pasado de sufrimiento que ejemplifica la familia de Chopeo4. Es la novela de la colonización del norte paraguayo, de la región de Concepción; de ese límite creado artificiosamente para que el Imperio español dispusiera de una barrera contra la expansión de los portugueses, y que estuvo en manos de los colonizadores hasta la llegada al poder de Francia, después de la independencia del Paraguay, momento en que las tierras se «socializaron» en sus manos únicas y se despojó de ellas a quienes poseían sus títulos de propiedad. Pero la historia contada, si bien hay disgresiones generales sobre la época y los sucesos, no versa sobre grandes acontecimientos, sino sobre la vida de una familia   —10→   «mediocre», la de Paulina. Su sufrimiento será el emblema representativo del de esas generaciones de paraguayos que anhelaron encontrar esa tierra sin mal vaticinada por los ancestrales guaraníes, y que vagaron errantes a la búsqueda de un mundo mejor para ellos y para su familia.

La raíz y la génesis de la localización de Vagos sin tierra y de su ubicación histórica parte de la propia tesis doctoral de Renée Ferrer. Recordemos que nuestra autora se doctoró en Historia por la Universidad Nacional de Asunción con la tesis titulada Desarrollo socio-económico del núcleo poblacional concepcionero, que fue publicada en 1985 con el título de Un siglo de expansión colonizadora. Los orígenes de Concepción. Aunque Renée Ferrer gestó el argumento de Vagos sin tierra a la vez que el de Los nudos del silencio, cabe señalar como punto de partida de la novela los asuntos que la autora conoció y estudió para la confección de este trabajo doctoral, sobre todo para ilustrar el ambiente y la localización histórica. El hecho de decidirse primero por desarrollar el argumento de Los nudos del silencio fue motivado por el contexto político del Paraguay de finales de los ochenta. La autora pretendía, así, cauterizar la situación de la mujer paraguaya sometida y, al mismo tiempo, denunciar la dictadura de Stroessner y su sistema de sometimiento de las voluntades de los seres comunes, porque la situación sociopolítica paraguaya era más susceptible de una novela que la combatiera que de otra de carácter histórico. El dato que más interesa subrayar es que el tema de los orígenes de Concepción proporcionó a la autora una inmensa cantidad de datos interesantes para su ficcionalización, como nos ha ratificado la autora.

En Vagos sin tierra nos situamos delante del pasado histórico de la colonización hacia el norte paraguayo; colonización que destacaba por la multiplicación de los peligros y del trabajo duro. La erudición que la autora posee del tema se   —11→   plasma en las explicaciones históricas que introduce en la novela. Estas digresiones históricas son una parte mínima del relato y Ferrer las utiliza como marco simplemente. A partir de este encuadre se forja una historia cargada de un ambiente tan siniestro como el de Los nudos del silencio: historia de hombres desamparados que son víctimas de las circunstancias y del abuso de poder.

A Renée Ferrer le interesa la Historia, la disciplina del conocimiento del pasado. La esboza para trazar su historia en minúsculas posteriormente. Así, pues, no hay un desprecio por la Historia, sino un gran respeto. Sin embargo, esta Historia con mayúsculas no es el centro de la acción, sino lo que le sucede a una familia de seres desheredados por la fortuna durante la colonización de la región de Concepción. La protagonista no será la Historia arqueológica sino la microhistoria de esta familia: de unos seres que no han pasado con letras grandes ni de oro a los anales, sino que con su sudor y con su sacrificio acumulado al de otros semejantes fundaron la intrahistoria del Paraguay. En realidad, la Historia está formada por la acumulación de las pequeñas historias de las personas. Ella negó la voz a la intrahistoria de los seres anónimos, por lo que la literatura se encargó de rescatarla. Lo que la autora nos narra ocurrió con toda seguridad, no como hecho histórico; Paulina, Chopeo y la pequeña Bernarda son un referente histórico para tantos paraguayos que discreta y anónimamente construyeron y forjaron la verdadera historia de un país cuya Historia real ha sido tantas veces tergiversada por los intereses políticos y económicos.

Ferrer, con su alma femenina perspicaz, se centra en el discurso interior y monologal de sus personajes, hasta el punto de llegar a convertir en voces de la novela al perro Yacaré en voz de la novela, que reflexiona como cualquier ser humano, y al ratón que se come el melón que Chopeo se niega a soltar, lo   —12→   que representa una superación prosopopeica de la fábula, en el sentido de la existencia de una suerte de confraternidad entre hombres, mujeres y animales, criaturas terrenales todas, cuando se siente el abandono, las miserables condiciones de subsistencia, las cuales, en cierta forma, nos hermanan a todos los seres vivos.

El capítulo octavo es ejemplar en este sentido, por la melancolía que se despliega ante la enfermedad de la pequeña Bernardita. El perro Yacaré es capaz de meditar sobre lo que observa; sobre la mezquindad de los héroes anónimos, creyentes en un futuro mejor que nunca llegará porque los imponderables naturales y humanos se suceden en progresión.

Pero no serán únicamente los animales quienes participen de la comunión por el sufrimiento. La intervención del cosmos, con los monólogos de la luna, o la mención del viento del este, son una manera de demostrar la idea de la autora de que no estamos aislados en el universo y que la tierra no es ni puede ser el único mundo habitado. La luna es un testigo de la humanidad, es un símbolo de la permanencia del universo, frente a los embates de la vida diaria. Este testigo es quien preside el comienzo de la novela y conforma su estructura: el comienzo con la presencia dominante de la luna y el final con el colofón del amanecer con el sol «lamiéndoles la nuca», determina el carácter circular del relato, lo que evidentemente nos sugiere una relación con el mito del eterno retorno y del tiempo de estructura circular propio de las civilizaciones ancestrales. Revisemos el comienzo de la novela: «La luna se ha levantado con su camisón de plata». Revisemos las últimas líneas: «con su saber de invierno desde el despertar del sol». Ello indica un movimiento circular, cerrado en sí mismo, como el mito del eterno retorno, que también se da en la acción porque Paulina y Chopeo parten de un lugar con las manos vacías buscando la utopía de un lugar idílico que les permita vivir con su trabajo   —13→   hasta el fin de su existencia, pero acaban volviendo al mismo lugar del que partieron y en el mismo estado de pobreza y desposesión del que iniciaron el camino narrado.

Hay, no obstante, quien escapa del círculo cerrado que le rodea; del tiempo circular. Es Bernardita, la hija, quien junto a Caminigo, escapa a la reiteración ineludible de ese tiempo-cárcel que se contrae y expande una y mil veces para acabar siempre situado en el punto de partida. Bernardita escapa hacia la eternidad, hacia el cosmos, para evadirse de su tiempo -tiempo de sufrimiento- y de su espacio real -espacio-cárcel recordando la definición de Teresa Méndez-Faith- porque anhela una felicidad que evidentemente puede encontrar en otro lugar que no sea el que tanto constriñe en ese instante, lo que no es más que una reedición actualizada al siglo XVIII del mito de la tierra sin mal de los guaraníes.

A partir de la Historia se conjetura la crítica social en la novela. Los impuestos, diezmos y encomiendas son una carga insoportable para el progreso de la nueva sociedad de colonos, representada por la familia protagonista. Los eclesiásticos, encomenderos y autoridades coloniales se nutrirán de unos beneficios ganados gratuitamente por imperativos legales. Resulta relevante la secuencia del capítulo once cuando Bernardita sostiene con firmeza que le ha salido un grano por la mañana que le ha desaparecido posteriormente. Ella posee un poder de premonición de las desgracias que sucederán en el futuro -se cumplen siempre sus vaticinios funestos, ya en forma de plaga de langostas, ya como muertes por plaga-, lo que nos recuerda literariamente al realismo mágico y a Gabriel García Márquez, en concreto. En este sentido, hay un detalle que muestra la influencia de Cien años de soledad en la obra: el paralelismo entre el niño con rabo de cerdo de la obra de García Márquez y la alusión de Renée Ferrer al nacimiento de un niño con rabo de gato montés que finalmente no se produce.   —14→   Sin embargo, el universo de Rincón de Luna que construye Ferrer no tiene que ver con esos lugares míticos como son el Macondo del maestro colombiano, el Comala de Rulfo, el Santa María de Onetti o el Manorá de Roa Bastos, porque es un espacio más real, más concordante con la historia del Paraguay. Sin embargo, es un espacio que podría ser simbólico, o al menos representativo de un lugar de superstición y de creencias imposibles, de la ilusión que se frustrará finalmente y se desvanecerá hasta desaparecer con el hombre que la había soñado.

Continuando en este sentido, ante la posibilidad de que las gentes crean más en el poder de Bernarda que en el de los preceptos de la Iglesia, para no perder su poder sobre las almas, el sacerdote la amenaza con condenarla incluso a la hoguera inquisitorial. Bernarda llega a pronunciar que «el Pa'i ya no ve la muerte, el Pa'i ya no va a espantarla con rezos». Esta destrucción de la cultura dominante es imposible en una sociedad tan cerrada dominada por la autoridad colonial, en la que se sostenía firmemente la Iglesia, de la misma forma que posteriormente, la sociedad civil atentará contra lo ganado por Chopeo con su esfuerzo al usurparle las tierras en nombre del estado.

Así, pues, la Historia parte hacia la crítica social. Pero también existe la crítica del universo familiar, reproducción fotográfica del orbe establecido. En el examen de este universo es donde mejor profundiza Renée Ferrer en Vagos sin tierra. Es la historia del hombre tullido por las inclemencias sociales: pero no cualquier hombre, sino todos aquellos que juntos han conformado la historia paraguaya, ejemplo de una historia de sufrimiento al límite como es la historia de la humanidad, llena de injusticias frente a las que cabe reivindicar la necesidad de igualdad entre los seres humanos. Simplemente, como colofón para entender las intenciones de la autora, valgan estas palabras   —15→   suyas de anhelos igualitaristas que nos ha ofrecido en entrevista personal a propósito de la obra:

Puse en un plan de igualdad a todos los seres humanos. Tanto los indios mbayaes, con su cosmovisión, como los mestizos con sus creencias, muchas de ellas originadas en la mitología guaraní. Al mezclar las distintas etnias y castas, blancos (criollos españoles y americanos), mestizos, indios, pardos libres, esclavos, dejé constancia de mi creencia en la igualdad básica de los seres humanos, a pesar de las diferencias sociales, económicas y culturales.



La crítica de la violencia. La mujer como víctima de la familiar y el hombre como víctima de la social

El sufrimiento es la característica que se presenta como denominador común de los personajes de Vagos sin tierra. Paulina ofrece numerosas concomitancias con Malena, la protagonista de Los nudos del silencio, lo que demuestra que Renée Ferrer prosigue con su temática de denuncia de la opresión que padece la mujer a causa de una sociedad patriarcal y machista que espera que tolere todo sin emitir sonido. Estamos frente a la mujer casada, postergada por su marido incluso para tomar decisiones que afectan al futuro de ambos y de la familia. Su voz es la de toda mujer oprimida, que sufre la violación del marido incluso, previamente a una larga ausencia que va a venir. Paulina es una mujer que resiste con pasividad porque en la sumisión aparente radica su fuerza. No claudica ante los requerimientos del Comandante, porque se siente poseída del orgullo de la gente humilde frente a la arbitrariedad de la autoridad. Ella se mantiene firme, a pesar de todas las circunstancias adversas, y acaba siendo más fuerte que el hombre,   —16→   porque es capaz de resistir mejor la adversidad. Sin embargo, el sufrimiento no es valor privativo de la mujer, porque el hombre acaba siendo la víctima de su propio embrutecimiento y de su machismo al existir siempre otro hombre más poderoso por encima en la escala social.

El hombre, representado por Chopeo, a pesar de la brutalidad de su educación y de su dominio exclusivo de las decisiones y de los deseos familiares, es víctima de la violencia del poder legalmente instituido, aunque legalidad y ética no tengan que ser compatibles por necesidad. La pasión por su tierra legal y lealmente conseguida padece en primer lugar por los impuestos y la fortaleza de las instituciones coloniales. Sin embargo, con la independencia, la situación personal empeorará, porque Chopeo pasará de pagar impuestos exagerados a perder la propiedad por orden y necesidad estatal, aunque el estado sea de una persona; persona que aprendió perfectamente el lema absolutista de «El estado soy yo», propio de su galicismo mental de adoración hacia el despotismo ilustrado.

El sufrimiento de Bernarda, la hija primogénita del matrimonio, no es menor. Ella padece la persecución de los dominadores de almas, como hemos señalado. Su vida acaba junto a los indios que en uno de sus malones la violan junto a su madre, en ausencia de Chopeo. Es una escena brutal, posiblemente la más brutal de la novela, donde la mujer sufre en sus propias carnes del machismo existente incluso entre los indígenas. El expresionismo llega al tremendismo poco a poco, porque a Renée Ferrer le interesa subrayar el sufrimiento, y para ello recurre al detalle de la descripción de los acontecimientos que provocan ese sufrimiento. Pero este sufrimiento es una espoleta que hará estallar los deseos de liberación en Bernarda y le provocará que huya en búsqueda de un nuevo paraíso más real que la tierra prometida por su padre. La rebelión se da en la obra a través de Bernardita y Caminigo, que finalmente se   —17→   fugan encontrando una comunión dentro de ese desapego que sufren ambos, cada cual según su propia historia.

Junto a personajes más o menos sin definición aunque con presencia en la novela, como el sacerdote o los indígenas, aparece Teodoro, fiel servidor de Chopeo. Descrito por la autora como «pensativo, a trechos melancólico, a veces iracundo, pero nunca jovial» (capítulo veinticinco), es el temor personificado. Su carácter subraya los ambientes, perfila las situaciones que se producirán, y además determina con su aparición el comienzo de una segunda parte de la novela. Junto a él, la joven Melchora, que «apenas se había caído de la infancia» (capítulo cuarenta y seis), buscada para el matrimonio finalmente por Toribio, otro de los jóvenes que aparece representando a las nuevas generaciones en la segunda parte de la novela, más cargada de número de personajes que la primera.

Estilística de Vagos sin tierra

Como Los nudos del silencio, Vagos sin tierra es una novela donde predomina el discurso lírico. Dos detalles estilísticos acentúan ese lirismo: la frecuencia de adjetivos como epítetos, y la musicalidad de buena parte de las frases. Predominan los adjetivos sensoriales, que adquirirán distintos matices dependiendo de la situación donde se presenten, aunque son frecuentes los de estado, para ofrecer los sentimientos de los personajes. La musicalidad es permanente en el discurso y no tenemos espacio para ofrecer un inventario exhaustivo de frases ilustrativas. Valgan como ejemplos los primeros párrafos de la obra o frases que podrían considerarse versos como «me sonrío al son del río que trajo los bichos fríos mientras celan los celadores recelando en la celada» (capítulo cincuenta y cinco).

El saxo que «arrancaba de sus entrañas metálicas las quejas largas de una melodía» y que «con dolorosa persistencia las iba   —18→   sacando» de Los nudos del silencio, expresión del sufrimiento de Malena y de Mei Li, se ha convertido en Vagos sin tierra en un conjunto de onomatopeyas cuya fuerza expresiva altera la narratividad del discurso positivamente por las sensaciones que producen. Esas onomatopeyas, muchas de ellas reproducción del lenguaje del hombre humilde paraguayo, son variadas, de distinto origen y reproducidas con sonidos de todo tipo. Intensifican la situación y además aportan una sonoridad al discurso que completa la que ya aporta la musicalidad y el ritmo lírico de las frases. Por otra parte, la voz del perro Yacaré es la del testigo que más padece por las difíciles situaciones que contempla entre sus amos; voz que también aporta la expresión de ese sufrimiento interno que solamente puede destaparse disimulado tras notas musicales o lenguajes de animales incomprensibles para el lenguaje dominante de semántica autoritaria inherente al hombre para ejercer su dominio.

También existe un predominio del aforismo como resultado de la búsqueda de la frase perfecta, trabajada, pulida de significados secundarios y dotada de literariedad. Frases como «nadie duda que la subsistencia es un combate entre el anverso y el reverso de las cosas» (capítulo trece) o «el éxodo es una fiera que gime y gime: una ola que se desarma y se rehace con la persistencia de un estigma» (capítulo diez y seis), son dos simples ejemplos de cómo Renée Ferrer se pregunta por las circunstancias internas y externas tal como las siente el ser humano. Y como escritora dotada de una extraordinaria sensibilidad, pule la frase para sentir mejor lo que dice; para recrearse con la palabra en la reflexión que sugerirá al lector. El aforismo es una pregunta ambigua a la que el lector no encontrará respuesta fácil; porque las preguntas sobre el destino incierto no tienen solución inmediata.

El lenguaje de la obra presenta distintos registros, como el discurso narrativo. La autora ha pretendido en todo   —19→   momento reflejar el respeto y el amor que posee hacia su tierra con la reproducción fiel del habla del paraguayo medio; del español paraguayo, así como del guaraní empleado por las capas populares de la población del país. Además de esta razón, el empleo del español paraguayo y de los vocablos del guaraní que aparecen con una fuerza propia de la expresión onomatopéyica del hablante en esta lengua indígena, otorga al relato su verosimilitud más consumada, teniendo en cuenta que los campesinos de esta época -y aún hoy- hablaban preferentemente en guaraní. Al registro de índole popular del habla común paraguaya, hay que añadir los ingredientes de la frase poética, de la narración culta, literaria, y, en algunos pasajes, el de los documentos y escritos oficiales del siglo XVIII. Con ello se consigue un cóctel de viva palabra latente que refleja bien las distintas formas de habla de la época en que se ambienta el relato, tamizadas por el siempre sobresaliente estilo literario. A la frase popular, o el empleo de términos en guaraní, se suma la frase culta, sosegada y lírica, pero también la dotada de la fuerza verbal necesaria para empujar la acción hacia su desenlace. Junto a estos registros, metáforas y símiles como «el tiempo es un buril que cincela los días, como si fuera un gigantesco corazón que gira» (capítulo diez y seis) hacen que la narración permita la fruición necesaria para el lector.

Por encima de la polivalencia de registros y de la oralidad del relato, predomina el estilo poético de Renée Ferrer, del que siempre ha hecho gala, incluso en sus cuentos infantiles de La mariposa azul. Ese estilo es el que mejor le permite expresar el padecimiento de hombres, mujeres y víctimas de la violencia y de las luchas por el poder en los ámbitos de la célula familiar y del conjunto social.

En conclusión, y como colofón a este breve estudio, Renée Ferrer se confirma con Vagos sin tierra como una de   —20→   las mejores voces de la novela paraguaya actual, y no sólo como cuentista. Si Paraguay presenta una tradición narrativa incipiente y en progresión desde principios de este siglo, como atestiguan sus mejores investigadores Raúl Amaral, Josefina Pla y Hugo Rodríguez Alcalá, entre otros a los que se pueden añadir algunos más jóvenes, no es menos cierto que también ofrece un elenco bastante sistemático de narradoras femeninas. Entre ellas Renée Ferrer se encuentra alcanzando su propio estilo novelístico, lleno de vigor. Su novela Vagos sin tierra, ejemplo de novela histórica en plena vigencia, demuestra hasta qué punto la novelística paraguaya está alcanzando su actualización y su universalidad partiendo de temas peculiares del país. Renée Ferrer, con toda seguridad, continuará dándonos obras de alto contenido literario y de gran calidad como Vagos sin tierra, y seguirá en los altos pedestales de la literatura paraguaya. ¡Que disfrute el lector con su prosa!

José Vicente Peiró Barco





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Guau, guauu, guau. La luna se ha levantado con su camisón de plata, mientras se atropellan los hombres en desbandada. Guau, guau. Otra vez los milicianos andan despellejando perros. Seguramente algún cachorro desatinado interpuso las ancas famélicas entre el apresuramiento de los urbanos y la resignación de la gente que partirá, al despuntar la amanecida, con destino a la frontera a poblar los campos de nadie; allá donde la tierra se resbala del horizonte sin saber a quien pertenece, y dicen que emite gritos extraños.

El Gobernador había dispuesto que los Oficiales y la tropa remontasen el río hasta encontrar un lugar aparente que, cubriendo las poblaciones norteñas, pudiera servir de antemural contra las usurpaciones portuguesas; en tanto los futuros pobladores enfilaran por el Camino Real con su largo o escaso familiaje, más los animales requisados a los vecinos pudientes. Gente forzada, maliciaban algunos. Voluntarios, aseveraba la superioridad. De cualquier manera se les vería partir de aquí a poco agobiados por el peso de sus bártulos y empobrecidos por la tristeza de las despedidas.

En la Provincia del Paraguay, todos sabían que ir al Norte era meterse en la boca misma de la muerte, con las penurias apretadas entre los dientes a lo largo de esos parajes desalentados por el abandono. A Chopeo, sin embargo, el enganche se le antojó el regalo que nunca le habían dado, y ya no se esperaba.

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Guau. Guau. El acoso, como un tigre al acecho, ojea, aguarda, se precipita. Hay una alternativa de ruidos y silencio al amparo de la oscuridad. Un hombre, a quien se le soltó la respiración, está tratando de ganar el monte; choca con los troncos que interrumpen su fuga, con el riesgo de caer en la celada, con el miedo que le envara los músculos. El negro noche del cielo, en el entretanto, se vuelve una lejía azul donde navegan los guiños indecisos de las estrellas.

La noticia de la leva había llegado varios meses atrás, precedida por el encono de los cabildantes y la diligencia de un gobernador visionario. Bajo la resolana que achicharraba los naranjos en el cuadro de la plaza, se oyó la sorpresa del gentío contrastando con el pregón del bando. Las cabezas meneando una aceptación aparente. La remolona dispersión del vecindario desconcertado ante los preparativos imprevistos.

Ahora, sólo se escuchan el sigilo, los aúllos lastimeros y, otra vez, el silencio. La dotación rebusca por las capueras; husmea en los ranchos, sacudiendo el descanso de unos y el insomnio de otros; extiende una nube de zozobra a lo anchoclaro del descampado.

Súbitamente, una musitación extraña baja desde lo alto como una garúa pertinaz, como una conseja de anciana sabedora, proveniente del reverso impenetrable de la luna. Los hombres callan. Las mujeres rezan.

Guau. Guau. ¿Por qué tendrá la milicia que destartalar a los perros con la culata irritada de sus fusiles? Como si ellos tuvieran la culpa de la deserción. Guau. Un estampido se prolonga sobre el sereno que argenta los pastos cuando casi es madrugada. Paulina, inquieta hasta hace un rato, duerme al lado de su marido dándole la espalda. Está lejos, perdida dentro del sueño, ajena al resuello de su hombre y a la angustia que trajina afuera. Su respiración remata, de tanto en tanto, en un suspiro que sumerge la estancia en una complacencia   —23→   ficticia y transitoria. Lejos, un fogonazo estalla y se diluye en las sombras. Cerca, el ala de cuervo de su pelo ondula sobre las lomas del pecho.

A Chopeo el vientre de su mujer le recuerda una sandía madura, que él se complace en golpear levemente, soltando el índice desde el pulgar para comprobar si está a punto. Ese presagio de rajadura le encabrita la sangre, donde empuja con más vigor que nunca la decisión de llevarla. La quiere. La quiso desde que la vio, inmóvil como un poste vestido de azul, y no era sino un par de ojos enormes contemplándolo con curiosidad frente a la iglesia. Cómo se reía entonces desde su distanciamiento precario, cuando él calzaba la bola en el balero, presumiendo de una habilidad infalible. Ahora se deleita con ese plin plin de la uña contra la piel tirante; sobre todo cuando ella se escurre fastidiada de su juego y de tanta espera. Insiste, sin embargo con placer en el redoble, seguro de que lleva adentro algo suyo que a nadie más pertenece, y que nadie le podrá arrebatar.

Distante, la luna parece el ojo de un oráculo escrutando el sentimiento de los hombres. Los tropezones del fugitivo, el forcejeo, el aullido de los perros, son tarea cumplida, noche vacía. Pero ella, tan inmersa en su aislamiento, tan ajena a su suerte, continúa perdida por las picadas del sueño.

El destino es el Norte, repetían los varones ansiosos de intentar nuevos destinos. Como si conservaran en los pies el resabio del vagabundeo de sus ancestros; aquellas ansias de perderse y encontrarse aligerados del ayer y enriquecidos por inciertas contingencias. El norte es el destino, se oía murmurar a las mujeres con azoramiento. Es hermoso confiar en la ignorancia de la propia estrella, aunque ya esté guardada en la bitácora de algún dios improbable. Paulina no sospechaba que la habían enrolado para ir a poblar; allá donde los campos se caen de las pupilas de tan largos.

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El entusiasmo zapateaba por doquier. Pero ella escuchaba la euforia que el reclutamiento había encendido en Chopeo sin concederle ni un poquito de atención, porque conocía la facilidad con que se alucinaba frente a las empresas más dispares, que al inicio se mostraban una maravilla imposible, y con el correr de los meses se iban quedando en el puro esqueleto de la ilusión.

-Hay tierra para todos, Paulina, y para mí también, para nosotros, para nuestro hijo. Extensiones realengas que buscan dueño. Algún día me llamarán Don, Paulina, y dejaremos de ser unos vagos sin tierra, malentretenidos desparramados por terrenos ajenos.

Ella lo miraba con la conformidad de los incrédulos, sin replicar. ¿Acaso no sabían que a los pobres se les llamaba la carcoma de la Provincia, y que se los usaba donde hiciera falta?

-Nos prometen la tierra, Paulina, ¿te das cuenta? Tierra para chácara y para puesto de estancia, y hasta un solar para vivienda-habitación en la villa. Ya no vamos a ser la sobra de nadie. Las argumentaciones de Chopeo se inflamaban como incendios espontáneos, sobrepasando el son del mazo y el aletear de las gallinas sobre los granos esparcidos.

La oposición de la mujer enrojecía. Zorro y previsor, él decidió no alertarla hasta que la marcha fuera inminente, porfiando que ella haría al final lo que él quisiera, porque él era su hombre, y para eso fue el trato. Ya se va ir anoticiando cuando casi estemos saliendo, cumplida la convocatoria de rigor y la última lectura del bando en el atrio. Entre tanto el pueblo fabulaba: que los destinados a la frontera desaparecen montados sobre jaguares voladores en las noches de luna llena; que se los roban los indios del Chaco para servirse de ellos como esclavos; que las víboras se tragan entero al semejante cuando hay amenazo. Y las cabelleras de los sacrificados quedan ondeando frente a las tiendas de los idólatras. Paulina le repetía estos casos con temor de que la boca se le diera vuelta.

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-Agüerías de vieja que no vale tener en cuenta -mascullaba él, más resuelto que nunca a beneficiarse con el repartimiento.

-Chopeo, haceme caso. Tenés que llevar en cuenta lo que se murmura.

-¿Cómo podés creer tales patrañas? Yo quiero algo mío, y no va ser la tembladera de mi mujer el candado de esa esperanza. Cuando me den mi lote, y me afinque en mi propiedad, ya no voy a ser un arriero de mala muerte, un arrendatario miserable de los pueblos de indios o un conchabado de los poderosos. Voy a cercar la parcela que me toque como hacen los principales, y plantaré muchos liños de mandioca y de maíz para que nuestra olla nunca esté vacía. No hay que creer lo que se inventa, Paulina.

Ella rezongaba, discutía, sollozaba, por último, enmudecía. Él, taimado, guardó el secreto hasta el fin, evitando de esa forma el llanterío prematuro de la separación, la alharaca de la mudanza, los plagueos de la parentela. Pero hay un punto en que las decisiones sólo pueden cuajar o dejan de ser. Este día, no bien se despertara, tenía que contarle que se apuntaron para ocupar las leguas dejadas por los mbayaes después de las últimas expediciones punitivas de los criollos. Esa tierra ávida de cerco y sementera, disputada palmo a palmo al infiel.



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- 2 -

Bernarda tenía unos ojos inmensos que hurgaban en el mismísimo fondo de cualquiera que lograra atajárselos; una manera desconcertante de dejar el cuerpo como al desgaire, mientras se perdía en los laberintos de la imaginación, abismándose en ese conocimiento inquietante, que todos ignoraban dónde comenzaba y hasta cuándo podía durar. Porque Bernarda percibía las cosas mucho antes que sucedieran; antes que fuesen siquiera un designio en las agujas del tiempo. Seria, sin cobardía, con una precisión infalible, anunciaba el futuro, no obstante el azoramiento o la repulsa de los demás. Así sucedió con las langostas que se comieron chirichirí chirichirí las matas del mandiocal hasta semidesenterrar los tubérculos; así con la epidemia de viruela, que empezó con una señal extraña y terminó con la mitad del vecindario; así con el hijo de Celsa, que vino al mundo con la cabeza desproporcionada y una sonrisa boba prendida a los ojos de la madre.

La noche en que nació, el viaje llevaba apenas unos días de estrenado. A poblar era la consigna. A poblar los territorios vírgenes y despoblar los maltrechos. Entre jubilosa y taciturna principió la partida, con el caserío indolente rematando las miradas al filo del amanecer, y el Real por delante. El aire, resquebrajado por el rechinar de las carretas, se llenó de expectativa como si estuviera por parir. Un loro de ojos fijos escupía una sentencia indescifrable prendido a un aro que oscilaba como un péndulo. Algunos niños reían sin entender   —28→   nada, otros lloraban soñolientos. No faltaron las voces plañideras y la bendición del Cura. Los picadores azuzando la pachorra de los bueyes, movieron finalmente la caravana. Adiós, adiós. A Dios, ¿le importarían los hombres que buscan tierra? Paulina, presa del resentimiento, se dejaba zarandear de un lado a otro, sin hacer el menor esfuerzo por mantenerse derecha sobre la tabla que le servía de asiento. Si alguna vez tuvo el adorno de la fe, ahora sólo le quedaba el despojo de la desesperanza.

Una vez atrás las últimas compañías desvencijadas por la miseria, se irguió el monte como una catedral de sombra. El carretaje, vacilando al borde de los zanjones abiertos por los raudales, se adentró lentamente en el sendero de la costumbre.

Al punto comienza el destronque, tum, tum, tum, arremetiendo contra el corazón de la selva.

-Hay que tirar una picada ancha lo suficiente como para que pasen los bueyes -ordena el Sargento Mayor, caracoleando sobre su alazán requemado. Desvirgar la espesura es tarea formal incluso para los hombres más forzudos. Se trabaja con morosidad: el machete contra la maraña y ningún comentario. Ojó, ojó, ojó, se golpea el lomo de las bestias evitando que las gane el sopor del anochecer. El yugo se tensa hasta arrancar las ruedas del lodazal, enderezando los ejes inclinados por el peso de la chicuelada, del mujerío y de los bártulos.

-Kachá kachá -los hombres picanean las mulas que siguen el tranco cansino de la expedición. Yacaré ladra al lado de Chopeo, se adelanta, olisquea, resiste el temporal, que se instala definitivamente en la noche. El avance es laborioso; el parto inminente.

Los gemidos de Paulina mueren contra el toldo de cuero, alertando al grupito que dormita sobre el plan del carro. Tan pronto como se percata de los dolores de su mujer, Chopeo corre en busca de Cayetana, que se acerca como si la lluvia no   —29→   pudiese tocarla, consciente de que no sirve dejar sola a una parturienta en ese trance.

Mientras las horas se demoran nada se puede hacer salvo esperar.

La voluntad empuja la multitud hasta el claro del bosque, donde finalmente se levanta el campamento: la animalada, contra el perfil de los árboles; en el centro, un fuego que se empecina en pervivir; en cada pecho, la incertidumbre.

Cuando el cielo dejó escurrir las últimas gotas, un alarido anunció el término del dolor. El follaje se emblanqueció de repente y un destello certero como un puñal penetró hasta donde jadeaba aún la madre primeriza, cortando el cordón umbilical antes que la comadrona atinara a liberar una vida de la otra.

-Kuñá -grazna la mujer, espantada ante el suceso, en tanto Paulina se deja resbalar hacia el entresueño.

-Kuñá, kuñá -repite el loro con un dejo de malagüero en su voz de lata. Con la mirada desalentada puesta en el sexo rosadito de la niña Chopeo patea al perro, que empieza a aullar largo como si buscara dueño. En la frente de la recién nacida se colorea en ese instante una mancha, que se ramifica igual que un manojo de lagartijas, ensombreciéndole el ceño. El miedo abre una brecha en el ánimo de los presentes. Una misteriosa admonición invade la intemperie:

-Un galope siniestro avanza desde el horizonte. Desde el confín tramonta la desgracia. La desgracia arrebata la simiente. La simiente vegeta en el territorio de la desgracia. Han nacido los ojos de la noche. La lechuza abre los ojos. La lechuza pernocta en el lecho de la noche.

Nunca se supo si aquel anuncio surgió de la frondosidad o bajó del firmamento, y mucho menos si fue una malavisión, que llegó rebotando desde los círculos del infierno. Pero congeló el ánimo de Cayetana, que limpiaba los vestigios del parto,   —30→   azorando la paternidad de Chopeo y los intentos de Paulina por acallar a la criatura.

Tres veces se repitió la letanía, hasta que la luna se cubrió la cara con un velo de nubes, como avergonzada del vaticinio.

-Te vas a llamar Bernardita -decidió la madre, con los labios pegados a la mejilla de su hija, que le buscaba ansiosamente el pezón.



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- 3 -

Sobre aquella pura piedra que le asignaron en el repartimiento, Chopeo levantó su tapera amparada por la soledad. Antes del ocaso, se podía ver el humo del fogón deshilachándose en el cielo como una rúbrica de vida que se resistía al desvanecimiento. En un catre de trama dormía la niña; sobre un cuero de vaca se echarían ellos dos.

Paulina rumiaba su encono mientras hervía el resto de la provista traída desde la Cordillera, donde antes tuvo vivienda y enramada, chacra linda, sus muchas primas, y quebrantos atenuados por la alegría de encontrarse juntas. La jarana, las idas al arroyo y el cotorreo sobre las intenciones de cada quien, eran la diversión habitual.

-¿Por qué nos tuvo que tocar esta tierra seca como charque, donde ni una mata de alivio va prender? -rezongaba pensando en la arenisca que resbalaba hacia el fondo de los surcos. Chopeo nunca había mostrado habilidad para conseguir las cosas. Se achicaba frente a los agentes del Gobernador ¡igual que un perro apaleado, tanto como se alucinaba con proyectos que le sorbían el cerebro, haciéndole creer que ya eran realidad tangible entre sus dedos. Imprevisor, maniabierta, novelero, así era Chopeo. Pero porfiado como ninguno, porque en lo referente al viaje no cejó un ápice en su propósito de partir. Hombre terco, mujer sumisa, debe desposar.

-¿Cómo vamos a tener algo si no nos arriesgamos a dejar lo que tenemos? No entendés. ¿Y qué es lo que tanto   —32→   vamos a perder, si ni siquiera nos alcanza para pagar el canon del arrendamiento?

-Ni nunca para dejar el valle donde nací -le retrucaba ella, desafiando sus ojos arrebolados por el espejismo. Ahora, los plagueos eran lataparará en sus labios, porque cuando las cosas ya están resueltas es mejor no gastarse la lengua.

Aceptaron la tierra creyendo que estaba cerca, sin que se les ocurriese contradecir a la autoridad. Bastó mirarle la cara para confirmar que era un erial. Cuando se quejaron, el Comandante, tragando leguas con los ojos, les cortó de plano:

-Conque no les gusta, eh. Sepan que los solares que trazan la plaza son para la Iglesia, la Casa Parroquial y la Comandancia, y los otros ya están reservados para quien tenga la capacidad de levantar una vivienda de alguna proporción. Las peonías aledañas son para personas de mucho merecimiento.

¿Tengo yo algún merecimiento? se preguntó Chopeo, minimizándose en tanto se encrespaba el vozarrón.

-Así que por esos lados nomás sobra la tierra. Y agradezcan que les toca una porción avaluada en reales por la mucha distancia y la flaca calidad del suelo, que si fuera en pesos plata ni el impuesto iban a poder pagar.

El Comandante soltó la arenga sin una pizca de sangre en la cara, golpeándose las botas con el rebenque de mango enchapado, como si no supiera que a todos debía tocarles, por igual, parte de lo más bueno y de lo peor, según mandaban las Leyes de Indias.

Entonces se enteraron de que debían abonar la media annata antes del otorgamiento de la Merced Real, la cual requería, para más trámites, la confirmación de la Corona. Chopeo no podía con el abatimiento. En resumidas cuentas la propiedad no pasaba de ser una simple asignación verbal, precariamente amojonada después de unas mensuras inciertas.   —33→   Amilanado por el tono del Jefe Político, agachó la cabeza. Estaba cantado que este hombre anotaría en el agua las peticiones del pobrerío. Paulina, en cambio, le acertó la mirada con el dardo de sus ojos, iniciando un duelo que, mucho tiempo después, no tendría trazas de amenguar.

Le daba rabia. ¿A quién iba a engañar con su discurso? ¿Acaso los militares y los hacendados de caudal no se quedaron con las mejores tierras? ¿Y tanta como se les antojó? Ellos sí consiguieron leguas largas para puesto de estancia, lotes para chácara en varios sitios, y solares de muchas varas en el cuadro de la plazoleta, sin requisitos ni restricciones. Para ellos no faltó tierra linda, grandegrande, cercana a la aldea, con aguadas, monte al fondo. Paulina no podía conformarse de haber dejado sus cositas por aquella cantera desamparada de Dios y de toda civilidad; protegida nada más por el olvido.

La noche en que llegaron con sus pocos utensilios y sus múltiples afanes, los lloros de Paulina regaron la ciega inmensidad, la campiña, el recuadro mínimo donde amontonaron sus pertenencias. Entre que ella improvisaba el lecho, Chopeo contemplaba la luna a punto de caer en las fauces de unas nubes tronadoras, sununú por el norte, sununú por el sur. A lo lejos, las sombras. A la vista, ningún candil. A unos pasos, la llama evasiva, que mantuvieron para defenderse de las fieras, evitando de esa forma quedarse enteramente dentro de la incertidumbre.

De pronto, Yacaré se precipitó al centro de la noche. Un aullido gris se elevó lentísimamente hacia la luna aureolada de lluvia. Desde la floresta les llegó un eco ininteligible parecido a un coro de sombras, que se fue aclarando hasta adquirir una precisión escalofriante.

-La soledad avanza desde el horizonte; se desparrama y cae sobre los hombres. La soledad circunda el fuego. En el fuego arde la mata. La mata muere en la piedra. La piedra vive en el   —34→   alma. La desgracia seca la simiente. La simiente vegeta en el territorio de la desgracia. Los ojos de la lechuza se abren en la noche. La lechuza pernocta en el lecho de las tinieblas.

De improviso a Paulina se le agrandó la voz. El grito desbordó el terror, abarcando el terreno pelado, la fogata, el malezal; por último el cielo, que se había cargado de borrasca sin que se dieran cuenta. Bajo la furtiva claridad de los relámpagos Chopeo llegó a trompicones hasta el resguardo: un horcón y dos tapias todavía sin techar. Sununú por el norte, sununú por el sur. En una esquina vio a su hija durmiendo sobre un lienzo blanco, y, encorvada sobre el cuerpito, la desesperación de su mujer.

-Agua, Paulina. Hay que tirarle agua, no sea que le suceda lo que al angelito de Cañada Aldana.

-Agua, Chopeo, agua -coreó ella en el colmo del desatino-. Un reguero de hormigas negras cubría las piernas y los brazos de la inocente, dejando al aire escasos lamparones rosados. Por algún sitio debe haber agua, pensó, gritó, imploró, acordándose finalmente del manantial, que rumoreaba a varias cuerdas.

Los agoreros proclaman que nada es fortuito o singular; que los hechos por unívocos que parezcan se reiteran cada cierto tiempo para que los hombres, ignorantes de su suerte o de su desdicha, los corrijan o los disfruten como si fuesen nuevos. Aquella atardecida se repitió un hecho que más de un escribiente contaría al compás de los siglos en un país con nostalgia de mar.

Hacia una Compañía tributaria de los Altos o tal vez sobre la ribera del Tebicuary, en un lustro que ya nadie se atrevía a precisar, las hormigas negras terminaron con un párvulo en menos de media hora, mientras los padres mascaban el tasajo de la cena. En puro hueso le dejaron, excepto la cara que le quedó enterita, con las mejillas sonriendo como dos mangos   —35→   rosa debajo de las órbitas. Le vistieron de celeste, igual que la Virgen, con una cruz de palma y un lirio entre las manos. Tendido en la caja blanca, y rodeado de ilusión, parecía como si el mismo Niño Dios se hubiera muerto contradiciendo el Catecismo de San Alberto. Al poco tiempo le crecieron alas a la fe y comenzaron a verse hileras de peregrinantes trayendo ofrendas al Kuruzú Infante, a todas las cruces que empezaron a surgir en distintos parajes.

Aquella noche, mientras se desplomaba el cielo, Chopeo y Paulina velaron la historia de aquel niño muerto, abanicando agradecidos el sueño de su hija.



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- 4 -

Era tal vez la primera quincena de diciembre, porque los melones ya aromaban sonando como tambores antes que los rajara el verano. Entonces Paulina cayó en la cuenta de que no faltaba nada para Navidad. Con razón le empezaban a picar las ansias del regreso.

Allá en Celador quedaron su madre, soberana en la pobreza, la tumba del hombre al que llamó Paíno, quien había dejado el pellejo en la defensa de Arekutakuá cuando los indios chaqueños asolaron el valle entero. Y sus primas, sus muchas primas. La menora matrimoniada en cuanto la sacaron de los yuyales después de la desaparición del rancho lindolindo, donde los malvones colorados reventaban entre las hojas gordas. La abuela se lamentó a los cielos cuando la nieta se perdió, poniendo a Paulina como ejemplo, porque había salido bien de su casa y conservaba su capuera aprolijada.

-Para qué me dio Dios lo que tengo si no es para mi deleite -se atrevió a protestar la muchacha cuando la vieja arremetió a guachazos contra ella, enrostrándole su atrevimiento-. Zafada imposible, mientras yo viva no vas a andar por tu cabeza -le gritó zarandeándola del pelo. Pero la chica hacía tiempo que andaba a su gusto y paladar según le trinaran las ganas.

Fue entonces que a Chopeo le empezaron las alucinaciones. A veces de madrugada, otras a pleno sol. Principió a soñar que llevaba unas botas de caño largo y que lo llamaban Don, y cuando se despertaba del susto le salía del   —38→   pecho un ronquido que terminaba por ramificarse en un hipo atropellado y sin consuelo; porque ciertamente aquellas cosas sólo podían sucederle en el sueño; en el sueño que los demonios le ayudaban a soñar.

La regularidad con que el administrador se presentaba a cobrarles el canon; la manera que tenía de desensillar el montado, como si hasta el cántaro del corredor le perteneciera, le ponía los dientes como un puerco del monte. Cuando eso sucedía; tan pronto como reconocía la cabalgadura manchando el horizonte, agarraba la limeta de aguardiente y, dejando que ella lidiara con el recaudador, se largaba hacia los fondos: no fuese a escucharle rezongar, y arrease nuevamente con él, doblándole el servicio militar en obras públicas, sin importarle que hiciera unos meses de su licenciamiento.

Aplacada la polvareda, recrudecían las quejas.

-No echas de ver cómo abusan de nosotros. Nos juegan sucio, Paulina. La autoridad siempre le juega sucio a quienes están jodidos por la miseria. Todo les tenemos que dar: para la Iglesia el diezmo, el grueso para la Administración, los frutos en su punto para el patrón. No importa cómo se llame: cura, oficial o encomendero. Y a nosotros sólo nos quedan las sobras. Demasiado pesada se está volviendo esta vida, Paulina.

Ella oía su protesta superpuesta al pom, pom, pi, pom del mortero, entendiendo que era inútil contradecirle.

-Escúchame, Paulina. Tenemos que dejar este valle. Nos van a repartir la tierra. Nos van a ubicar en una extensión el doble de grande de la que alquilamos acá. Voy a ser mi propio dueño, Paulina, ya vas a ver. -Aunque se le vidriaban los ojos, ella no estaba tan segura como para seguirle el tranco a su ilusión. Pom, pom, pi, pom.

-Vamos a ser dueños de un solar para vivienda y otro para chácara, y tal vez un puestito de estancia, si nos va bien.   —39→   No importa dónde, Paulina. Un lance de techo pajizo te voy hacer, mi reina. Creeme, por favor.

Cuando la dádiva se presenta demasiado buena es cuando hay que desconfiar. Paulina tenía demasiado pruebas de la versatilidad con que proliferaban las fantasías en la cabeza de su marido. Sabía también que estaba harto de ser un desheredado, y eso lo podía entender. Harto de ver cómo el sustento se les escurría por el embudo del arrendador; harto de hincar la horqueta en el surco para que otros se aprovecharan del producto de sus sementeras. Y de correr en defensa de los pasos a su costa y minción cada vez que se desataba la voz de alarma, para después volver a cosechar la tierra otros. Y de sacudirse la indigencia con esa naturalidad sabida, como si fuera una zoncera sin importancia pasarse la vida trabajando para los demás. Pero la vida no es tan verosímil como los sueños. Eso Paulina lo comprobó también. Y cuando uno ya tiene su comodidad, aunque sea en predio ajeno, pensaba, el desprendimiento es difícil.

Chopeo comenzó a desvariar desde que se leyó la convocatoria frente a la iglesia. Se le dio por remedar el silbo del chogüí, levantando una pierna y agitando los brazos como si fuera a emprender vuelo. Cuando Paulina escuchó aquel anuncio se le enfriaron los huesos y trató de no pensar. Pero no pudo dejar de reír ante la gracia de su marido, porque realmente la semejanza era impagable. Chogüí, chogüí. Aunque la mayoría de los vecinos se resistía al traslado, considerando que la empresa era una locura, Chopeo intentó vencer la repugnancia de su mujer con sus remedos y sus arremetidas de varón. Lástima que les dieron aquel pedregal, después de tanto empeño parodiando a los pájaros.

Como ahora, el viento norte golpeteaba los postigos sin atrancar. Paulina rememoró el entusiasmo de su marido saltiteando, pororó pororó, a su alrededor, y tuvo rabia. La cercanía de la Nochebuena le soliviantaba los recuerdos. Desde   —40→   el matorral llegaban los silbidos solitarios del chogüí, reavivando los días previos a la partida, las siestas pleiteando sobre los inconvenientes del cambio, las vigilias con el rosario en la mano, intentando que el Santísimo se pusiera de su lado.

Chopeo hizo cuanto pudo para convencerla de que tenía razón. Trató inicialmente por la vía de la ternura. Qué gusto da escuchar que le rueguen a una: Por favor, Paulina, aceptá lo que te pido; no vale desperdiciar esta oportunidad. Yo no quiero morir en tierra extraña. Pom, pom, pi, pom respondía el mortero. Al rato volvía a la carga con insistencia. No voy a terminar sin un papel que diga que el suelo donde vivo es mío. Sé buena, Paulina, por favor; no sirve que me trates así. Pom, pom, pi, pom. Su intransigencia le enfurecía, pero qué se cree esta mujer para contrariarme, maldecía, sobre todo cuando se quedaba impávida como si sus palabras no la tocaran. Entonces se enfureció, amenazándola que si él quería iban a ir, porque era su mujer y ella no le iba a decir lo que tenían que hacer.

-Vos sos la que me sirve y tenés que llevar en cuenta lo que yo digo. Necesito urgente mi tierra, y nadie me va atajar. -Cuando recurrió al desamor, Paulina transigió.

Ahora, con las fiestas próximas y los frutos perfumando la resolana, aquel conflicto escasamente apaciguado se había convertido en una iguana vengativa que amenazaba con deglutirla salpicando la tarde de ponzoña.

Le daba inquina pensar en su pueblo, donde sus amigas muy pronto iban a poner el pesebre. Aprovechando el calor de la siesta y la modorra de las viejas, se internarían en los matorrales aledaños para tronzar los gajos de hojas brillantes. Por delante, las muy pícaras. Los mancebos, con los machetes cantando y las manos atrevidas, por detrás. Volverían al atardecer, con la luna grandegrande suplantando al sol: las risas desgranándose en las bocas como mazorcas maduras; los cachetes enrojecidos frente a la ansiedad que su tardanza había provocado. ¡Cómo   —41→   si no se supiera de dónde venían! Al rato estaría lista la gruta para albergar al cándido San José, a la Virgen amantísima ante los Reyes Magos, y a las manitas del Niño, extendidas entre los dos. Una estrella de latón sobre el follaje, y en la arena los pastores con su rebaño distraído. No faltarían las constelaciones de papel y los huevos pintados, además de un ángel con su trompeta de barro en las alturas. Mangos, uvas negras y piñas en los canastos cargarían el patio de fragancias contradictorias. Un burro, una vaca y un espejo simulando un lago completarían el nacimiento. Y ella aquí, afuera de esa algarabía.

Paulina miró hacia atrás, centrando el pensamiento en aquel trozo de vidrio, como si el iris de sus ojos fuese el reflejo de un agua negra, de un presentimiento tardío. Escudriñó el pasado ingresando por esa puerta de plata a un después lleno de inquisiciones y de vagas esperanzas, sin calcular cuánto aguante le demandarían las circunstancias. Su antiguo mundo estaba allí, como si pudiera tocarlo. Se le achicó el corazón al recordar el aroma de la sopa Paraguay, impregnando la tarde con el anticipo de su sabor dichoso. Las gallinas, adobadas con ajo, comino y limón, esperando turno para dorarse en el horno de barro, y aquel está muy lindo tu pesebre, que repetían las vecinas en su recorrida por las casas adornadas de flor de coco, eran escupitajos de un ayer entrampado. Ahora, el tatakuá, con su bóveda de adobe, ya no era el refugio de sus zafarranchos infantiles, ni el nido gigante de hornero presto a cocer los manjares de las fiestas. No. Ahora aquella soledad sin cercos, donde hasta los pájaros cantaban sollozando, le amargaban el paladar con un gusto a tabaco demasiado mascado.

¡Qué importaba que la tierra fuera de ellos si andaba reseca como una lechera sin cría! ¿Qué sentido tenía haberse mudado tan lejos para triturar cal entre las muelas? Cuando la resignación se vuelve una segunda piel es inútil pleitear contra el destino, de modo que Paulina, con la repetición de las estaciones, se fue   —42→   acomodando a la idea de que así nomás tenían que ser las cosas, y volvió a sonreír.

El desencanto no pudo con la porfía de Chopeo, quien se empecinó en conseguir un folio con su nombre y el sello del Gobernador, que atestiguara su legítima propiedad sobre aquella tierra desprometida.

En fin, cada hombre tiene su manojito de virtud. Imprevisible, versátil y negligente ante los esfuerzos largos; novelero frente a los emprendimientos insólitos, había sido siempre, aunque avezado en la cama y galante, como son habitualmente aquellos que aligeran en unos minutos el peso de cualquier defecto. Nunca se negó a hacerle el amor por la siesta, o a marchar a la misa del gallo sin mucha unción pero con el ánimo jocundo, así tuvieran que caminar varias leguas hasta el Oratorio, y mucho menos a frecuentar las tómbolas que se instalaban en las compañías cercanas durante las festividades religiosas: el sombrero pirí dando vuelta en las manos y la tentación de meterse en las corridas saltando las vallas de los torines. En cambio, en lo referente al enrolamiento, se agenció para salirse con la suya, repitiendo que él quería sin falta su papel; un documento oficial que me ate a los cercados, y ya no me los puedan quitar. Ella no logró convencerle de que los papeles, aunque llevasen firma y rúbrica, sólo servían para prender fuego si contradecían el capricho de la autoridad.

Mientras aguardaba su regreso, Paulina revolvió en el karameguá de los recuerdos. Rebuscó con detenimiento en el fondo del viejo baúl; desapilonó los trapos que olían a pacholí; desdobló las ropitas de Bernarda, un escapulario de su madre, el jazmín mango de su ramo de novia, encontrando finalmente el atado minúsculo. Lo sostuvo cuidadosamente y lo contempló con fervor. La bayeta desteñida emanaba un perfume triste, un dulzor parecido a la parralera que se quedó sin frutecer en el patio de atrás de su memoria. Desenrollando el género   —43→   impregnado de humedad, contempló la figura de greda, los deditos quebrados en las manos sueltas, la sonrisa de los dioses que se encarnan para amar. Lenta, acompasadamente, la congoja comenzó a fluir de aquellas curuvicas mientras ella iba recomponiendo sobre una tabla que oficiaba de repisa el cuerpo de aquel niño que había salvado al mundo.



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Al poco tiempo de levantados los primeros lances, las relaciones entre los indios mbayaes y los nuevos colonos comenzaron a enturbiarse. A los ataques sorpresivos seguían las persecuciones implacables. Al latrocinio y al acoso, la defensa y el escarmiento. Las bandas avestruceras, que se fueron retirando de a poco pero inexorablemente de sus asientos primitivos hacia los presidios portugueses, pendulaban entre los desalojos sorpresivos y las visitas rapiñeras, desde la depredación a la masacre. Las ansias de dominio de la Corona trastornaron la prudencia de los súbditos. Incitados por ocultos propósitos, los lusitanos pactaron con el peligro y durmieron con el beneficio. Con hierro y espejos, plata y abalorios, seducían el ánimo de los idólatras, hostigándolos contra los españoles, que, ladinos, también sacaban su provecho. Si al inicio buscaron el trueque de hachas y telas, más tarde exigieron armas de fuego y parte de su hacienda como garantía de una pacificación que portaba en sí misma el germen de una arrogancia visceral.

El interés suele embozarse en una piel de asno. De tanto en tanto arribaba a la Villa algún macatero de Albuquerque, obsequioso y sagaz, quien con el pretexto de comerciar pólvora olfateaba el movimiento de la tropa. Ojos en las espaldas y orejas en los pies. Entre rondas de caña blanca y partidas de naipes se apropiaba de los secretos de la población desguarnecida. No pasaba una semana del cazurro merodeo   —46→   sin que aparecieran los salvajes imponiendo el cautiverio y la desolación.

Nadie tuvo sosiego en los años iniciales y mucho menos después. Las treguas y las contiendas se produjeron con la regularidad de los sucesos corrientes. El ataque o la defensa era casi un juego al que se iba alegremente para perder la vida o ganar un potro.

Luego del último contraataque, todos temían en Rincón de Luna que la venganza no se haría de rogar. La estrella caduvea fosforeció al poco tiempo con su fulgor de muerte.

Aún flotaba en el aire la humareda de la devastación cuando un lenguaraz esparció la noticia: no más paces con los blancos ni tratos con los militares doble cara. No más pactos con el Comandante traicionero, como cuando se levantaron las chozas iniciales, ni permutas de chacareo para asegurar la angustiosa tranquilidad. Tampoco la exigencia de un tributo en vez de la depredación, ni la complacencia en las dádivas, y mucho menos el rescate de bagatelas. Nada. Ni acuerdos con los criollos, ni misericordia. Sólo muerte y más muerte sobre muerte, pregonaban los oradores enarbolando las mazas emplumadas.

La luna se levantó azulada con su camisón de plata como acudiendo al llamado largo de los perros. Desde los poblamientos colindantes con el infiel se escuchaba el trajinar de las mujeres en torno a los fogones. Y en la casa de las plegarias, las voces viriles entonaban himnos sangrientos. Guerra al salvaje blanco. Guerra al extranjero robador, guerra al que descuartizó nuestros cuerpos, los cuerpos de nuestros muertos, el hálito manando de nuestros cuerpos. Guerra y esclavitud a sus mujeres; contentamiento en la íntima humedad de sus mujeres.

Los chamanes en estado de trance profetizaban el encarnizamiento y el rapto, la embriaguez para olvidar. Guerra y suplicio al extranjero que dejó a la deriva las almas externadas   —47→   de nuestros muertos. Vagando por los cementerios comunales el hálito de los muertos. No pudiendo llevarse la tierra que los criollos les quitaron con engaño, dejarían sus despojos oreándose al sol para banquete de los cuervos. Sus hijos serían esclavos de los caprichos de sus hijos, con el bastón de la obediencia insertado en el cuerpo, vivirían aborrecidos por la tribu.

A dos meses del desalojo de sus campos de Agaguigó ya estaban los mbayaes sacudiendo el aire con sus gritos de guerra. No era un malón, ni un puñado de lanzas, ni una parcialidad aislada, sino la nación entera arrasando la campiña desde la otra orilla del río Paraguay. El entrevero de voces y de cascos galopando no dejó un potrero sin saquear, un solar libre del fuego, una familia sin duelo. Los parajes de Netaqueja, Naranjaty y el Saladillo, y hasta el propio distrito de la villa, temblaron a merced del invasor.

Como lo habían vaticinado los hechiceros, los mbayaes dejaron los campos desmochados, desbaratando la colonización a lo largo del Aquidabán. Ningún mugido en las dehesas, ninguna fogonera encendida en las estancias enhebradas a los caminos, ningún torín colorido ceñido de risotadas; sólo el canto de un pájaro resucitando el susto cada vez que se aproximaba la cerrazón.



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¿Cómo podría borrarla de su recordación, pensarla del revés, o no pensarla, con aquel gesto entre asombrado y absorto, ya del todo irrevocable, el día en que olfateó la inminencia de la invasión de langostas? ¿Cómo salirse del pavor que lo encapsuló al verla caer en la clarividencia? Chopeo conocía demasiado los indicios temibles en el rostro de su hija. Cuando Bernarda tenía una premonición, cuando empezaba a echar raíces en el ojo de la frente, sus mejillas adquirían una palidez lunar y las pupilas un resplandor de orate.

Poco antes del despertar de las cigarras, pero bastante más acá del atardecer, lo recordaba claramente, Bernardita, prisionera de una compulsión inexplicable, empezó a caminar de un extremo a otro de la capuera que ya enseñaba unas hileras novicias. Anduvo entre las plantas de maíz. Indagó con los ojos ciegos de tanto ver; husmeó en las nervaduras de las hojas y en la intimidad de las chalas, internándose entre las melgas como quien entra al enigma. Cierto sonido empezó a crecer hasta abarcar la totalidad de la tarde, corroborando la ambigua certeza de algo que les caería encima; algo que palpitaba en la cara del sol y la entresombra, saturando el aire de un olor genésico y destructivo al mismo tiempo. Chopeo lo sentía en el pecho, y en el quejido de las cortezas que el calor resquebrajaba, sin acertar la dirección. Antes que Bernarda pronunciara una palabra, percibió en las aletas de su nariz un temblor que adelantaba la gravidez de la naturaleza; un amenazo que no provenía de lo   —50→   alto, ni presagiaba tormenta, pero se advertía en la hinchazón enrojecida del poniente, en los tumbos que la angustia le daba en el corazón. Cuando la niña se desbarrancó hacia el porvenir, su padre se encaró con el miedo. Era evidente que los hechos se oreaban antes de suceder.

-Una nube verde lino tramonta la distancia llegando hasta nosotros. Una nube zumbadora se acerca con la avidez de una fiera. Se estaciona sobre las plantaciones vacilantes. La virazón se cierne sobre las siembras. Un hambre se avecina precedido de cachetadas verdes. Chas Chas. El hambre, sobre unas patas quebradas, salta el monte y se queda entre nosotros.

Monocorde y obsesa, Bernardita repetía la misma sinrazón sin que nadie le rastreara el sentido, salvo Chopeo que escudriñaba el firmamento sospechando que el peligro estaba cerca. Chas. Chas. Chas. Terminado de pensar, ya estaba sucediendo.

-Langosta, langosta -comenzó a gritar la chicuelada. Golpeteando la perezosa floración de las capueras se amplificó el ruido de las alas contra el viento, el incansable chirichirí de las mandíbulas devorando los brotos hasta dejar los troncos esqueléticos. Liño a liño, las verdesperanza arrasaron con el maizal, tirando a ras del suelo los ojos desahuciados de la gente. El aroma a savia y la prolija masticación de la plaga se entremezcló con la letanía que Bernardita no paraba de barbotar.

-Algo me tritura los párpados. No puedo ver, pero veo. No puedo oír, pero escucho. Oigo el mordisqueo que aniquila las mazorcas. Chas. Chas. Chas. Vuelan. Vuelan.

-Langosta, langosta, que viene la langosta -chillaban los párvulos, entre divertidos y asustados, haciendo saltar la advertencia de chacra en chacra, mientras seguían el curso de sus vuelos desparejos.

Durante horas, los labradores salieron en bandadas a defender sus sementeras a golpes de palas y trapos mojados. Los   —51→   insectos caían a millares, y a millares volvían a aparecer, hasta que voltearon de rumbo con sus cuerpos repletos, y el desbande se quedó preso en los ojos desquiciados del pobrerío.

Nadie durmió en Rincón de Luna aquella noche. Algunos maldecían su suerte perra, otros sollozaban en silencio; la mayoría, labio contra labio, apretaba la impotencia frente a los cultivos mutilados.

Cuentan que Bernarda, como regresando de una pesadilla, quedó postrada en los brazos de la madre por el impacto de su sabiduría. Y al amanecer, el lucero del alba -pupila inmensa de la noche- encontró a las familias velando la tierra baldía.



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El tiempo cuando se lo está mirando simula que no transcurre. Como un sabueso que pretende estar muerto se queda quieto. Nos engaña.

Hacía días que Paulina lo aguardaba. Un poco frente al mortero, machacando junto con la cecina ese resto de esperanza que la vida le concede a quien ha perdido hasta el hábito de quejarse; otro, rumbeando hacia la isleta para avistar con mayor precisión el horizonte, sabiendo que cuanto más se alejara del rancho más cerca estaría de verlo llegar con la noticia. La confianza les renació después del pago parcial de la media annata en la última prórroga concedida por la autoridad.

Paulina amaneció sin dormir. Ahora, entrada la mañana, con los quehaceres espantando de a ratos la preocupación de la tardanza, escuchó los cascos de Centrella costeando el potrerito. Al paso, al paso, al trote, al trote, al galope, al galope, al galope. Corrió a su encuentro; buscó dentro de la ceguera que imponía el sol la figura compañera, y retornó cabizbaja. Me equivoqué, con las ganas que tengo de que vuelva. Yacaré la oyó parando las orejas. Era obvio que la impaciencia la había traicionado materializando por un instante su deseo. Al galope, al galope, al trote, al paso. Ningún hombre a la vista. Nadie. Sólo el silencio cabalgaba hacia el silencio.

En aquel instante y en otra latitud, emergiendo de la resaca del festejo, Chopeo se aprontaba a volver. Chogüí, Chogüí, silbó como el pájaro levantando una pierna y agitando   —54→   los brazos con tal donaire que hasta plumas le hubieran podido crecer en los codos. No quería creer que aquella mañana oliera como cualquier otra, con el mismo viento chicoteándole los ojos desde el norte, porque ése era el día en que llevaba dobladito sobre el pecho su título de propiedad. Una letra atestiguando que un analfabeto como él era el legítimo dueño de sus sembradíos.

El perro olisqueó en los pasos de Paulina el resabio de antiguas esperas. Quiso arrimarse, pero se contuvo. Desapareció después prudentemente, para volver al cabo a lengüetearle las piernas en señal de compañía, justo en el momento en que ella se quedaba inmóvil frente a un rosal siete hermanas, con la sonrisa enmarcada entre las palmas, porque un picaflor batía el aire introduciendo la aguja de su pico en los pimpollos. Alabado sea Dios, bendito sea, exclamó celebrando la presencia del sagrado emisario, mientras sus ojos se ponían a bailar.

Disipadas las dudas sobre su suerte, supo lo que debía hacer. Pronto, Paulina, pronto, que el mensajero de la bienaventuranza se detuvo en tu jardín. Hay que preparar la sopa. Festejo grande tiene que haber. El maíz en el mortero, la leña en el tatakuá, en el cedazo la harina, los huevos en la batea. El queso desmenuzado, la cebolla transparente. Las brasas fuera del horno, la asadera en su interior. Ahora aún faltaba esperar el resultado de la diligencia, que sólo podía ser propicio, pues un colibrí había bendecido su rancho con el molinete de sus alas.

Chogüí, chogüí, chogüí, trinaba la alegría. Demasiado esperó Chopeo esta ocasión pleiteando detrás del formulario, que ahora por fin tenía en sus manos. Inicialmente lo postergó la pobreza, las depredaciones de los infieles, después. Cuántas veces le aseguró a su mujer que con la plata de esa cosecha iba a pagar el gravamen, para que la tierra sea mía, sólo mía, Paulina. Cuando me veas aparecer con el oficio me vas a creer, descreída.   —55→   Pero las monedas, como si le quemaran en las manos, se resistían a entrar en sus faltriqueras o se apresuraban a salir. Paulina ya no se fiaba de las rachas promisorias ni de las palabras tontas. Algún acontecimiento entrometido le desvalijaba siempre las esperanzas. No te preocupes, ahora nomás va cambiar el viento, le aseguraba él. En espera de ese viraje se sucedieron los espejismos: el mineral de yerba con sus fiados robadores, las marcaciones por las estancias seguidas de carreras cuadreras y aguardiente, y aquellos vagabundeos que le contagiaban la sensación de libertad que le oprimía el pecho hasta obligarlo a partir. Más las cargas públicas. Y la guarda de los pasos cuando la seca agotaba los pantanos dejando la cancha libre a los malones. Y los trabajos forzados por períodos más largos de los que mandaba la ley.

La Ley. ¿Para qué sirve la ley? Ya se sabe que donde manda el Gobernador, los oficiales reales, o el Comandante -más aún si se encapricha en levantarle las polleras a tu mujer- poco importa la ley.

Paulina comenzó a preguntarse si alguna vez llegaría una tardecita en que pudiera sentarse a matear oliendo a resedá y a descanso.

Los años se fueron llenando de agujeros por donde se escurrió más de una vez la tinta del documento. Y ahora, ahora que Chopeo había conseguido el folio firmado; ahora que su nombre figuraba en el papel, y era el propietario indiscutido de sus labranzas, despierto ya de la curda soberana que lo tumbó, sólo quería volver a su rancho para entregarle a Paulina aquella hoja con el sello de la Gobernación, por la cual la había arrancado de su querencia siete años atrás.

Los hurras de los favorecidos le sonaban todavía en la cabeza, entreverados con los residuos que dejan las esperas demasiado largas. Entonces se levantó, haciendo lo imposible para que no se le notara la borrachera. Ensilló su mulita; montó   —56→   serio, y se despidió sonriendo, enfilando hacia los poblados de Costa Arriba, con un gesto de Don en el ala del sombrero, y un chiflido entonadizo, que se deformaba y se volvía a unir en sus labios según el sesgo que tomara el viento.

Las acciones simultáneas que ocurren en localidades distantes generalmente no convergen, pero se anuncian por el tamborileo del sentimiento. Mientras Chopeo espolea su montado, Paulina canta. En tanto él canturrea, ella sancocha. No se ven, pero ambos presienten que están trayendo y esperando una misma alegría. Yacaré sabe también que si el horno aroma es porque habrá contentamiento y sobras abundantes para él. La cola le bailotea en el arranque de las ancas queriendo hablar. De pronto todo el rancho se destaca como recién salido de una luz más clara. Y es Paulina. Paulina con su risa dadivosa y los jazmines en el pelo y su vestido limpio, quien le pone semejante galanura a la mañana.

-Ya vengo, ya estoy llegando. El anuncio repica entre las piedras.

-Ya viene, ya está volviendo. Paulina le sale al paso con la guampa en la mano.

Chopeo desmonta con lentitud, palmotea las ancas de Centrella, se enjuga la frente tirándose el sombrero para atrás, y con una dignidad reciente le extiende el pliego.

-Paulina, aquí está mi papel.

La Merced Real había sido concedida.



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Las mañanas que siempre fueron alegres para mí, durante la enfermedad de Bernardita, se volvieron una llovizna de melancolía. Me quedaba como apaleado entre las patas de la mesa sin prestarle atención a las guineas, o me iba a buscarle el lado a los guayabos con aburrimiento para volver después más liviano pero igual de triste. La escucho llorar desde mi cucha, y no sé dónde esconder las orejas. Los ojos se me cierran para no verla, y me entran chuchos cuando me acerco a oler el alcanfor que Paulina le colgó al cuello. Quiero saltar a su alrededor, pero me alejo notando que difícilmente se sostiene cuando la paran en la latona para los baños. Su cuerpo se está volviendo cada vez más ligero, más poquita cosa, como si fuera a desbaratarse al menor soplo. Penosamente tantalea y tengo miedo de que al despertarme se vuelva transparente, desapareciendo como las moscas cuando meneo la cola. Desde que le salieron aquellas manchas blancas, ya no come; sólo llora y se sacude como yo cuando no puedo salirme de un mal sueño. Casi no duerme, sólo tiembla. Delira, dice Paulina, con preocupación, pero yo no entiendo de alucinaciones, y me quedo dormido. Súbitamente sus gritos me hacen saltar. Abre los ojos desmesuradamente tapándose los oídos, y yo me asusto.

-Alguien me lleva. Alguien estironea mi cuerpo. Alguien me espía desde atrás. Yo no le entiendo, pero sospecho que ve sombras entre las tacuaras, donde pasamos las siestas jugando a desaparecer. Se queja tanto que empiezo a creer   —58→   que desaparecí también, como en el juego, porque no me ve.

-Ayudame, mamita. Un silbido me persigue. Un silbido me apuñala. Se para detrás de mí. Me atraviesa la nuca. No me puedo mover. Me lastima cuando la oigo gritar y desfallece, apavorada. El silbido está cada vez más cerca, más cerca, más cerca. Se desgañita mientras yo me escapo con el miedo entre las patas, porque no quiero ver su cara deformada, como si estuviera loca.

-¿Quién me mira desde el tacuaral? No me puedo dar vuelta. Ni mis ojos puedo mover. Alguien silba y me persigue. Alguien me persigue y silba. El terror la atenaza como si realmente alguien le estuviera apretando la garganta.

Paulina, pálida como una muerta, se pone la mano en una oreja para recoger los rumores de la siesta. El enano rubio está por aquí, susurra con temor. Chopeo sale al patio, escupe lejos una maldición, y vuelve a entrar. Le pide que se tranquilice porque ni rastros del Yacy Yateré hay por afuera. Pero yo sé que el astuto se esconde donde menos se piensa, apoyado en ese bastón que me ciega cuando le ladro.

Guau, guau. Mis aullidos se confunden con los gritos de la enferma. Se me rompen los tímpanos y me entra un temblequeo, porque temo que el señor de la siesta se la lleve si Paulina se descuida. Bernardita enronquece no bien la arropan con un poncho para hacerla transpirar, entonces se apacigua cerrando los ojos. Yo dormito también, hasta que un ruido cualquiera me sacude, y ya estoy nuevamente persiguiéndome el rabo.

Cuando la rutina comienza a fastidiar es porque algo inesperado está por suceder. Es como si la calma se volviera más densa anunciando la desgracia, para que una vez desbaratada se deplore haberla perdido. El día en que le comenzó la dolencia, yo tenía unas ganas locas de largarme a perseguir hembras en celo. Guauu, guauu. El tiempo empieza para mí   —59→   cuando me despierto, pero entiendo la diferencia entre la dicha y la infelicidad; porque unas veces se me mueve la cola irguiéndose oronda, y otras se me desalienta entre las piernas. No sé cuándo fue, pero Bernarda se puso colorada a más no poder, y yo creí que aquel sonrojo no era sino una secuela de nuestra escapada hacia el campichuelo de los Mareco, por el lado donde comienza a abuenarse la tierra. Solíamos escaparnos los dos detrás de una partida de lagartijas, volviendo después del mediodía con la lengua afuera. Ella, muerta de risa, y yo con la idea de seguir corriendo. Esa vez llegó rendida, como si todo el aire no le alcanzara. Paulina la acomodó en la silleta, porque el mareo amenazaba con tirarla al suelo. Fue entonces que le vio aquellos redondeles sobre la barriga. La acostó enseguida para que no le soplara el viento sobre aquella su enfermedad; le alcanzó un tazón humeante, plantificándole de inmediato una cataplasma sobre el pecho, para que no te pasmes, le dijo. Siempre quise saber qué se siente con esa cosa caliente sobre la piel, pero nadie me cura cuando me enfermo, o tal vez ni se dan cuenta.

-Tenés que sudar para que te pase la alteración -le explicó Paulina, porque la fiebre se le había subido a la cabeza. Sólo cuando empezó a vociferar que se la llevaban los indios, socorro, mamá, no dejes que me arreen, Paulina se dio cuenta de que no podía con semejante desvarío. Entonces Chopeo fue a llamar a la curandera de Tranquera de Loreto, para que sobre la horchata de semilla de sandía que le habían dado le rezara una oración a ver si se curaba con palabras. Pero las imágenes seguían aterrándola como si las plegarias de la médica no sirvieran de nada. Yo la oía, impotente, desde afuera, sin saber qué hacer con las orejas.

Paulina y Chopeo tuvieron que vender el maíz maduro para comprar el lienzo del tratamiento. Cada mañana la liaban con la tela empapada en agua puesta a enserenar, hasta   —60→   arrancarle del cuerpo unas emanaciones pestilentes. De pie en la batea, Bernardita se dejaba ceñir el torso, las nalgas, las rodillas, mientras se desaforaba al contacto helado del tejido. En la pared, las sombras proyectadas por el fuego semejaban una contienda de encapuchados. El cuarto se llenaba entonces de vapores, de un olor a sucio, en tanto ella luchaba con las fuerzas menguadas, resistiendo, gimiendo, entregándose al fin. A las pocas horas el delirio recomenzaba ensañándose con ella hasta la madrugada, cuando Chopeo la envolvía otra vez con esa especie de mortaja salvadora.

Yo no sé si prefería los rezongos de su duermevela o los chillidos que le arrancaban aquellos fríos implacables; lo cierto es que no me hallaba en ninguna parte, y a mis deseos de saltar se le fueron yendo las energías. Escuché su vigilia. Día tras día la sentí suplicar que no le hicieran más eso porque me quema, por favor, mamá, me muero. ¿Cuánto tiempo me mantuve alejado del plato donde Paulina se olvidaba de ponerme las sobras? No sé. Aunque eso no me importaba porque no tenía hambre. Me sentí huérfano. La luna en mengua me desataba las ganas de llorar. Finalmente, ovillado en mi saco de huesos, me acostumbré a la soledad.

Cuando la fiebre fue recuerdo, Bernardita se levantó tanteando el aire: el pellejo tirante sobre el esqueleto, la cabeza brillando como un melón después de la pérdida del pelo. Me miró con sus ojos recién salidos de la muerte, como si no me conociera; como si no hubiéramos compartido tanta madriguera secreta, tantos huevos de perdiz, tanto vaivén de risa y ladridos bajo el solazo.



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Si alguna vez dejé de ser la hija que mi madre merecía y olvidé socorrerla en su desgracia; si fui maliciosa y en mis sueños me contentaba con mis malos pensamientos; si le falté a mi marido porque me tentó el demonio haciéndome desear cosas prohibidas; si me quejé de mi suerte negra como la boca de la cueva donde se esconden los malos espíritus: que me perdones te pido, Señor, y que sanes a mi hija.

Si tiene que aplastarme el peso de la tribulación; si la lluvia se burla de nosotros cuando principian las siembras; si los salvajes se llevan nuestro último bocado y la aguada debe volverse hedionda y se mueren todos los peces: que se cumpla tu voluntad, Señor, pero te pido que sanes a mi hija.

Si la ausencia se tiene que volver mi compañía y tengo que acostarme en la misma cama con el abandono; si no cuento con más brazos que los míos para laborar la tierra y mi pareja se retira de mi casa durante incontables meses; si la estación del frío me toma sin abrigo: todo te acepto, Señor, con tal de que sanes a mi hija.

Si me veo obligada a hacer tratos contigo y a darte mi bienestar por verle alegre, si se me tienen que romper las piernas y se me agusana la lengua: todo lo acato, Señor, por la salud de mi hija. Así conversaba Paulina con el Santísimo, implorando clemencia para Bernardita, cada vez más enredada en sus propias incoherencias.

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¿Cómo iban a entenderle cuando se arrancaba la ropa y gritaba que vendría un hombre rubio, de labios desbordados y botas altas, a gobernar el país y a cruzarles la cara con un alambre trenzado? ¿Qué quería decir cuando se desgañitaba pidiendo que no la metieran más en la pileta?, mientras encorvaba la columna vertebral igual que un gato al cual un rayo le hubiera partido el lomo. Nadie podía comprender por qué se miraba las puntas de los dedos repitiendo ¿dónde están las uñas de mis manos, dónde están, dónde están? Los delirios de la fiebre se confunden fácilmente con las monstruosidades del futuro, pero ¿quién hubiera pensado entonces en Rincón de Luna que Bernardita estaba anticipando la treintenaria noche que envolvería al país mucho después de que sus huesos fueran polvo?

Con el retorno de las chicharras, volvió la bonanza. Temblequeando entre Paulina y su padre, la niña se levantó como una sombra que hubiera perdido esa consistencia inasible de las sombras. Cuarenta días se había debatido entre el fuego y la escarcha. Yacaré la miraba vacilar, enceguecida por el resplandor de la mañana, la cabeza reluciente como un sol de mediodía, los ojos abiertos hacia la salud recobrada. Sentado sobre sus patas traseras seguía los movimientos de los tres. Paulina arrastrando el cuerpo basculante de la convaleciente; Chopeo sosteniendo aquellas manos, temeroso de que se desintegraran al tocarlas, como esas ramas de ceniza que se forman después de los incendios y se disipan en el aire al menor roce; Bernardita alargando los labios para sorber el agua del jarro que la madre le tendía.

La escena estática en las pupilas del perro repentinamente se echa a andar. Chopeo acaricia el cráneo de su hija, saca un cortaplumas del bolsillo y bordeando cuidadosamente las yemas de los dedos le corta las uñas, que durante la enfermedad le habían crecido como garfios. Ya está. Las uñas brincan, se desparraman, caen, salpicando la arena de lunitas negras. Yacaré   —63→   se asusta, salta, y se larga aullando hacia el tajamar, porque cree que una partida de escorpiones le clavará en el rabo su aguijón certero.



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¿Qué es lo que Chopeo carga sobre los hombros? Lo vio venir bamboleándose con aquel bulto que brillaba detrás de la espalda. Algo grande y cilíndrico que sus ojos no conseguían discernir. ¿Qué será aquello que trae como si no le pesara? Paulina lo miraba avanzar mientras la curiosidad se le salía de madre y el sol rebotaba en aquella cosa, poniéndose a bailar sobre el follaje, más abajo y más arriba, de acuerdo al entusiasmo del portador. ¿Qué va a decir Paulina cuando me vea?, conjeturaba él, riéndose por anticipado de su asombro, porque ella notaba a la legua cuando regresaba contento, y, aunque no le distinguiera la cara desde tan lejos, le adivinaría el talante por la manera de inclinar la cabeza como si conversara con su propia satisfacción.

Chopeo se había marchado al alba sin disipar el enfado de su mujer ni darse vuelta a mirarla. Se distanció troteando por el callejón con el pálpito de un disgusto que traería cola. Ceñida por el vestido gastado, la figura de Paulina se quedó cada vez más atrás, más triste, más remota. Como la permanencia a su lado, postergada nuevamente para una estación más propicia. El desamparo se había vuelto una costumbre, acaso un requisito indispensable de la supervivencia.

Que los yerbales eran la tumba del hombraje de la Provincia y que nadie volvía con un real en el bolsillo porque las acreencias prohijaban otras, cebándose sobre las ilusiones harapientas de los peones, era la murmuración corriente.   —66→  

-Para qué luego te vas a ir, si los mensús entran al mineral endeudados por más de un año, y sin esperanza de progresar nunca. La voz de su mujer zumbaba como un moscardón empecinado en molestarlo. Pero el oído es una lápida que clausura el entendimiento si el capricho decide salirse con la suya.

-No creas todo lo que se dice por ahí. No seas tonta. ¿Cómo va a ser cierto que el peonaje vive enhambreado si todo el mundo quiere irse para allá? A según le va a cada cual nomás se cuentan las cosas.

Chopeo le prometió volver al cumplirse el plazo de seis meses, recalcando que los yerbales eran la única chance que tenían de adelantar en esta vida. Paulina, enfurecida, le dio la espalda.

-Vení conmigo, no seas así -trató de amansarla, llevándola al catre. Pero las caricias no son un argumento eficaz si preludian el distanciamiento.

-Mentira, no vas a volver. Te estás burlando de mí como siempre. Me dijiste que íbamos a estar mejor por estos lados, y ahora te vas. Paulina se resistió cuanto pudo, hasta que él terminó gritándole que acabara de una vez con sus anuncios de mal agüero y abriera las piernas.

La escuchó sollozar, la dejó gritar sobre las lágrimas inservibles, la sintió maldecir. No le importó. La fiebre de las minas se le había metido bajo las uñas, entre las cejas, debajo de la piel, y ya no existía un razonamiento capaz de disuadirle. A esta altura de su determinación, los enfurruñamientos eran las virutas de una resistencia inane. Chopeo había bajado a la Villa a firmar la contrata, y ahora estaba ahí, con aquel aire de mercachifle inusitado.

-Paulina, Paulina, che ama, vení para acá. Mirá lo que te traigo.

Ella puso los ojos sobre la repisa del santo y, persistiendo en su enojo, trató de no hacerle caso. La artimaña de la   —67→   indiferencia no progresó. ¿Cómo aguantarse el impulso de saltar sobre aquella novedad? ¿En que horcón atarse los pies para no salir corriendo a su encuentro? Apenas reiteró el llamado, se abalanzó alborozada sin dar crédito a su felicidad. Su marido estaba ahí con aquella cosa que no sabía... Lo contempló con admiración. La cara se le llenó de sonrisa, y la vista de agua clara, porque acababa de topetarse con un ángel resplandeciente.

De pronto, aquella compra le confirió un prestigio inusual. Entre su mujer que abría una boca tan grande como el mismo campo, Bernardita haciendo girar el índice sobre el utensilio sin despegar los labios y Yacaré empeñado en ladrar, Chopeo se sintió el más hermoso de los hombres.

Solícita, Paulina le ayudó a desatar la trinca que sujetaba las asas, y una vez que la olla estuvo en tierra, la examinó embelesada. Dio tres vueltas en derredor, tanteó el diámetro y el grosor, y le pareció de buen porte; tan insólita frente al cobertizo donde humeaba el fogón, que no atinó a balbucir una bienvenida.

-¿No te gusta? -le increpó él más ofendido que desconcertado por la callada.

-Pero cómo no me va a gustar, por Dios. Demasiado me gusta si que.

Paulina tomó la olla; la abrazó con ternura, volviéndola a colocar en el suelo para apreciarla mejor, y antes de llevársela para dentro le preguntó, incrédula:

-¿Es para mí? ¿Para mí sola? -Después, con la cara seria, agregó- ¿Y cómo vamos a hacer para llenarla?

Sin fijar la vista en ningún punto, Chopeo rogó que alguna contestación se le soltara de la garganta, mientras la miraba remover en silencio los rescoldos menguados. Del atadito donde tenía las provisiones recientemente adquiridas sacó un puñado de habillas secas y, buscando las palmas de su mujer, se lo entregó como si fuera un tesoro.

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A la atardecida, con Bernardita apoltronada entre los dos y la impaciencia de Yacaré frente a la llama, aguardaron frente al caldero hirviente a que se espesara el caldo. Más tarde, arrebolados por el placer del estómago lleno, revolcaron en el lecho la desesperación de la despedida.



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¿Cuándo empezó Bernarda a manifestar aquellos signos incomprensibles? ¿Cuándo se le abrieron por primera vez tamaños ojos? Eso es lo que Paulina no se acordaba. Pero habría tenido alrededor de seis años la tarde en que espantó a los habitantes del paraje de Rincón de Luna durante las festividades de la Asunción. Todo era jolgorio en el torín. Una muchedumbre multicolor se había acercado a la Iglesia, al costado de la cual se jugaba a las cartas y se tiraban los dados bajo una carpa de lona. Ni que decir de los olores a fritanga de los pasteles de mandioca y el payaguá mascada. Los jóvenes jugaban a la sortija mientras se esperaban las carreras de embolsados, comiendo mbeyú mestizo y chipá asador. De pronto sucedió: a Bernardita se le escapó la voz, abriéndose a los vientos como una flor sonora. Gritó largo durante un buen rato, en un tono que recordaba a los loros centenarios.

-Un caballo viene volando. Un caballo atraviesa el cielo. Que se aparten los presentes, que corran y se protejan. Galopa sobre las nubes un jinete sanguinario. Un jinete sanguinario masacrará a las mujeres. Las lanzas de sus esbirros les quebrarán las costillas. Entre la gente decente clavan la carne inocente. Anillos siete ramales les arrancan de los dedos, zarcillos de las orejas y rosarios de las manos. Un toro de sangre negra alanceará a las traidoras. ¿Quién dijo que son traidoras? Arreadas por el abyecto que las embiste van caminando a la muerte.

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Nadie le entendió una palabra y Paulina intentó hacerla callar. Súbitamente, el crujido de la madera provocó los alaridos de la muchedumbre. Corrida y susto. Un potrillo se desprendió de la calesita, dando vueltas por los aires hasta derribar a un borracho que de todas formas no tenía visos de mantenerse en pie. El incidente se festejó con risotadas y rondas de aguardiente, la alharaca de las mujeres y el descontrol de los niños.

Con el correr de los años aquellas predicciones fueron variando. Tres días antes que aparecieran las primeras pústulas Bernardita lo supo. Vaticinó la mortandad con la misma firmeza que antes la invasión de langostas.

No bien lo constató se largó por la Tranquera de Loreto hasta la capilleja, buscando al Teniente Cura, que como de costumbre no estaba. Indagó sin éxito en las casas que cerraban el perímetro de la plaza; en la Comandancia, primero, en la Iglesia y en los solares desmamantados del casco de la villa, después; llegando hasta el retiro de la Estancia del Rey y los ranchos solitarios que se alzaban como vigías de las capueras. Reculando de nuevo hacia el poblado, lo encontró finalmente en el tendejón de Leocadio, jugando a la escoba de quince, frente a una botija de vino tinto, recién llegado de unas pendencias inciertas.

Allí, con una hilacha de voz le dijo que se había despertado con un forúnculo en el brazo, y que cuando quiso mostrárselo a su madre ni la aureola encontró.

-Desaparecido entero. Ni rastro quedó por ningún lado, Pa'i -afirmaba la niña, mostrando la piel sin la menor marca que atestiguara a su favor.

Las palabrotas se volvieron culebras en la boca del párroco. Con los ojos refulgentes y las manazas peludas, zamarreó a Bernarda como si fuera un sobornal vacío, amenazándola con las llamas del infierno, el cepo y la excomunión, si no se desdecía de tamaña mentira.

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-No vayas que a inventar cuentos, chiquilina embustera. No me vengas con historias de desgracia, bruja blanca. Hasta le mentó la hoguera, el puño en alto y la paciencia destemplada. Pero Bernarda se entercó en su verdad.

-Pecado contra la bondad del Todopoderoso es hablar de esta manera. Sacrilegio contra el Santísimo. ¿No te da vergüenza? -vociferaba el sacerdote, pero a ella no le daba ninguna vergüenza, y seguía porfiando en su versión.

-Yo no soy una mentirosa, Pa'i. De balde me pegás porque voy a seguir diciendo que amenecí con un grano en el brazo y que desapareció después.

-Payé, seguramente -conjeturó la mujer del cura con un aire feroz. Viva Jesús, muera el pecado. Bernarda repitió una y otra vez el sucedido, con una seguridad que encrespaba la carne de todo aquel que se acercó a escucharla.

-Aquí supuraba, aquí me dolía. Demasiado segura estoy de eso. Era un susu'a así de grande, amarillo y maduro -insistía con voz pequeña y una enorme voluntad, enseñando el antebrazo. Ni un tinte rosáceo perduraba como huella de aquel dolor que poco antes le tiraba la mano hacia el suelo. Los coscorrones del párroco se estrellaron contra el coraje de la niña.

-Callar la verdad, ni nunca. Aquí estaba por reventar -afirmaba Bernarda que se iba resbalando lentamente hacia la inconsciencia, mientras el hombre la abofeteaba y el presagio le empujaba la voz. La muchedumbre espantada retrocedía y avanzaba, incapaz de desprenderse del prodigio.

-La enfermedad avanza. La enfermedad no perdona. No tiene misericordia. Cubre los pueblos de mortajas. Los ojos se llenan de agua, queresa maloliente y pegajosa. La enfermedad es una sombra que se cierne sobre los ranchos, se adelgaza y entra por las rendijas, avanza y se introduce por los orificios del cuerpo. La sangre se calienta en el brasero de   —72→   la fiebre. La enfermedad se acerca, la enfermedad no perdona. Ay, ay, ay.

Nadie entendía el soliloquio, pero Bernarda seguía insistiendo en lo mismo con esa voz monocorde que algunos ya le conocían. Los ojos en blanco, las mejillas ardiendo y los brazos extendidos como si estuviera palpando el futuro. Temerosa del Maligno, la turba se arracimaba con azoramiento a oírla desvariar. Cruz, diablo, repetían los hombres salivando lejos al besar la uña del pulgar. En el nombre del Padre, se santiguaban las viejas.

-El Pa'i no ve la muerte, el Pa'i no va a espantarla con rezos. La misericordia divina no se deja sobornar. Ay, ay, ay. La muerte no se asusta de los padrenuestros de las concubinas con escapulario. Ningún ruego nos salvará. La enfermedad avanza. Un ovillo de pus crece en la noche. Desde el huevo de la noche se agranda la desgracia. Grandegrande se extiende la desgracia, liberando la maldición que lleva adentro. Ay, ay, ay. La muerte reaparece por doquier. Como un ladrón se mimetiza entre los vivos. Muerde la existencia y huye.

Su voz no era su voz y sus palabras tampoco.

Al comienzo el vecindario creyó que la chica había enloquecido. Incluso Cayetana, que conocía las misteriosas circunstancias de su nacimiento, pregonó a los cielos que andaba mal del sentido. Perdió el juicio, decían. Se le enturbió la razón, maldecían.

Cuando la melopea se tornó insoportable, Bernarda fue corrida a golpes de la sacristía. Entre las ramas de los árboles una luna de sangre la siguió hasta el rancho.



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Cuando Paulina la vio la acogió entre sus brazos, le limpió los rasguños y la metió en la cama, junto a la muñeca de trapo con dos botones retintos en el lugar de los ojos y una barriga de paja aflorando por debajo del sayal. Bernardita solía acostarla debajo de la almohada hasta que su madre apagara el candil. Entonces la sacaba con cuidado y, poniéndosela sobre el pecho, le narraba sus andanzas por el pirizal, con Yacaré detrás ladrándole a las tortolitas. La oscuridad era una hamaquera sin respaldo, donde le gustaba mecerse. Entonces tenía las piernas fuertes y una habilidad sin igual para trepar a los guayabos, con la muñeca a horcajadas.

El pensamiento de Paulina trastrabilló.

-Por favor, mamá, no te miento. El Pa'i no ve la muerte, pero está aquí.

Al oírla debatirse entre tales incongruencias, Paulina rememoró la víspera de Reyes en que se levantó, buscando a tientas el vano de la puerta. Sin despertar a Chopeo, sacó del arcón la muñeca que había cosido a escondidas, y la puso sobre el catre para que su hija se topetase con ella al abrir los ojos. Ya vas a ver, mi hija, que existen los Reyes Magos. Más tarde, bajo el tamiz de la luna, llegó hasta la latona y los mazos de paja que esa nochecita había preparado en espera de los camellos -esos animales de gibas enormes que conocía por las estampas de la Sacristía-; volcó el agua de la palangana, se deshizo de los pastos secos y marcó con el talón las huellas de las bestias.   —74→   Oficiado el rito mágico de la infancia, se acostó de nuevo con esa sensación de plenitud que se siente cuando se fabrica la felicidad de los que se ama.

-Miramina, mamá, lo que me trajeron los Reyes -fue lo primero que dijo Bernardita al levantarse.

Los desvaríos de su hija no le impidieron sonreír ante ese retazo de alegría

A estas alturas de la premonición, aquel episodio fue para Paulina una bocanada de frescura que se metió en su cuarto para alivíarle las incertidumbres de la certeza.



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Cuando empezaron a morir los primeros apestados, Bernardita fue llevada a rastras a la Iglesia. Vanas fueron las súplicas de Paulina y la precaria defensa de Chopeo: el pobrerío entero estaba en su contra, y los vecinos principales también. Todo el mundo opinaba que semejantes veleidades merecían un correctivo ejemplar. Dicho y hecho. Le aplicaron el castigo de azotes, como prueba de la magnanimidad del prelado, porque si hubieran sido rigurosos le hubieran ajustado las prisiones. La arrastraron de los pelos sin ponderar su corta edad ni el gesto obediente, que ocultaba una voluntad de quebracho. Le hicieron besar los pies del cura y lamer los bordes de la sotana. Y hasta comer piedras delante de la Virgen, ordenándole que los librara del mal. El cepo fue lo último.

Las acusaciones se volvieron agujas incapaces de coserle la boca. Que desató las fuerzas ocultas convocando al demonio con aquella su predicción, que las historias inventadas se vuelven realidad en boca de las mentirosas, que la videncia es el sello de las brujas, eran los cargos más leves. Hasta se llegó a decir que tuvo pactos carnales con los espíritus externados que vagaban por los cementerios comunitarios de las tribus trashumantes. Mala mujer con cuerpo de infante. Hechicera maldita, empayenadora formal, por tu culpa nos estamos muriendo, chillaba el mujerío. Ni la amenaza de la Inquisición, que nunca se había aplicado en la Provincia, pudo con su temple.

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Bernardita, sin embargo, sollozaba. Hincada frente al Padre-cura, reiteró que no podía librarles del mal. No es posible torcer el rumbo de la fatalidad ni hacer tratos con el Altísimo. Simplemente la revelación me atravesó la frente, poniéndome ante los ojos la defunción de toda la comarca. Pero no podía entrever cuánto duraría la epidemia, o si terminaría alguna vez, o si alguien sobreviviría.

A pesar de las golpizas que por turno le propinaron el párroco y el Jefe Político, Bernarda ratificó que carecía de poderes para espantar la gran peste. Sólo advirtió la señal poco antes que aparecieran las primeras úlceras en la pierna de Rigoberta. Ante la repulsa y la incredulidad general, se le soltaban los ojos como arroyos desmadrados.

Durante los estragos iniciales, la mantuvieron aislada en una celda junto a la Comandancia, sin agua, ni mandioca, ni el consuelo de los arrimados a la Casa Parroquial. Desde el cuartucho enrejado, Bernarda podía seguir los altibajos de los dolientes, superpuestos al murmullo sentencioso de la luna y el morado aullar de los perros.

Al Juez no le valieron en la ocasión sus mentadas prerrogativas. Encerrado en un puesto de estancia, burló mal que mal el manoseo de la muerte, que le dejó la cara poceada y las piernas tembleques. Los párvulos, rasguñando la vida con sus pocos años, iban falleciendo uno tras otro. De los primeros pobladores sobrevivieron veinte, y a las hermanas Arévalo se les pegó el hábito de los ensalmos y la ocurrencia de deambular por las noches sin que nadie pudiera detenerlas. Trajinaban como almas en pena hasta el amanecer, rociando los campos comunales con pócimas inciertas. Proliferaron los lobos y escasearon las ofrendas.

Cuando la villa no fue más que una campana de silencio, cuando los techos en vez de humo despedían plegarias, el Comandante y el Cura, previo intercambio de impotencias,   —77→   pusieron a Bernarda al cuidado de los enfermos con la rencorosa esperanza de que se contagiara, acabando de esa forma con ella y con la maldita fetidez. ¡Qué se creía esta infeliz para alterar el ritmo placentero de la existencia! Mucho se lloró por aquel entonces con las persianas atrancadas y las velas encendidas. Cuando vieron que era inútil retenerla, la soltaron para que se fuera lejos, llevándose consigo la magiacabra de su palabra. Corrida como un perro al cual todos hubieran preferido colgar de un árbol, Bernarda escapó hacia su rancho con el presagio entre las piernas.

Nadie duda de que la subsistencia es un combate entre el anverso y el reverso de las cosas; esos contrarios que alternan irrevocablemente para que los hombres no terminen suicidándose antes de morir. No fue raro, por lo tanto, que a la desdicha sucediese la bonanza, y a las defunciones, un rabioso afán de vivir. Concluidos los novenarios, los hombres reiniciaron las partidas de truco con la soberbia propia de los elegidos y unas carcajadas que parecían repetir: no me morí, no me morí. El aguardiente convocaba, por su parte, a una piadosa amnesia. Algunos reabrían los postigos tímidamente, otros sonreían sin ton ni son. Y los comerciantes y foráneos, que habían preferido las asechanzas de los ka'inguá y la mordedura de las víboras al aliento pestilente de la muerte, retornaron poco a poco con más angurria que nunca. Por esa época se inauguró el cementerio con la solemnidad innecesaria de la autoridad y la tristeza irremediable de los deudos.

Nada más que sencillo que echar cenizas sobre lo que se quiere olvidar. El día en que las costras se ennegrecieron sin convertirse en ataúdes, se palpó en el ambiente un hálito jocundo, que nadie se animaba a consentir por miedo a las trampas de la ilusión.

Los ojos pararon de llorar espeso, volviéndose hacia el cielo agradecidos. El comercio recobró su fuerza, y en las chacras   —78→   los brotos rompían el surco como riéndose de la desidia en que la enfermedad los había sumido. En el mercado las burreras y el terneraje en los ejidos cargaron el aire de una cotidianeidad, que de tan lejana parecía un sueño. El retorno de los soles largos se festejó por doquier. No faltaron la talla y la promiscuidad del arrieraje que, aprovechando el aflojamiento de las costumbres, metía las manos entre las carnes apretadas con gran contento de las elegidas e indignación de las otras. Aroma a mosto y a chacolí sazonaron la algazara general, y en los bailongos las parejas danzaban en cadena al son de una vihuela solitaria.

La gente se había instalado nuevamente en la vida.



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Con la salud llegó la garandumba y la concentración del pueblo en el muelle, y el descenso de una partida de mujeres de mala vida que habían sido destinadas extemporáneamente a la Villa de Curuguaty. Establecidas en las afueras mantuvieron una bujía velada con un lienzo carmesí que le daba a la estancia esa atmósfera de los lugares prohibidos. Se tomaba con largueza y se reía con satisfacción. No tardaron las mujeres en llegar en procesión enarbolando las protestas de la afrenta para volverse a sus casas corridas por la burla de las rameras. Coincidió con el jolgorio la aparición de un ser misterioso que, mientras los maridos se derramaban en el quilombo, se colaba por las ventanas dejando unas huellas que nadie se atrevía a precisar, pero ellas reconocían con insistencia como de gato montés. Al cuchicheo diario seguían los exacerbados temores y la curiosa desatención de las trancas.

No bien enfilaba el hombraje hacia la apartada esquina del placer, se aderezaban los ventanucos con platos de mazamorra, se escuchaban tonaditas invitantes y ajetreos maliciosos. Aunque los rastros proliferaron como babas de araña, el felino no se dejaba ver; sólo las sobras aparecían desperdigadas por el suelo entre el festejo del mujerío y la extrañeza varonil. Entre la excitación del misterio y el poco miedo que causaba el intruso, nadie se preocupó en entramparlo.

Se volvió una costumbre el ritual de la espera. Al poco tiempo una epidemia de embarazos mantuvo ocupada a la mitad   —80→   de la población y abochornada a la otra. Se habló de concepciones milagrosas, de bizarros personajes mitológicos, pero ningún niño nació con rabo de gato montés para justificar las conjeturas.



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Cuando se estaban acostumbrando a la felicidad, una nueva avanzada de mbayaes obligó a las mujeres del Partido de Rincón de Luna, sitio de mortalidad formal durante la viruela, a desparramarse por las campañas dejando desamparada su población. Disminuidas por el desaliento transitaban en hileras por la playada, arrastrando hacia el valle de La Horqueta sus pocas pertenencias. El éxodo se movía a tranco lento, seguido por las ovejas que despreciaban los indios y el apremio del terror. No faltó un loro azul, y sobraban los perros.

Una niebla de apatía se acostó sobre la paja de los techos para elevarse a la media mañana como un pañuelo agitando un adiós. El escape del hembraje, precipitado al inicio, se fue volviendo cansino, más silencioso, más triste, a medida que la fatiga agachaba los hombros.

Tal vez nunca se llegase a dilucidar cómo surgió la idea, y mucho menos quién dio la orden, pero la agresividad imposible de los salvajes requería una drástica solución. Algunos no se atrevieron jamás a hablar del caso; otros, sin levantar la voz por recelo a las represalias del diablo, afirmaban que el asunto se precipitó cuando empezaron a rezagarse los párvulos, y las madres tuvieron que dejarlos a resguardo del monte porque no podían con ellos. Pero todos aseguraban que fue Bernarda quien especuló con una mezcla de astucia y de paciencia sobre las conveniencias del plan. Lo propuso despacio, para no asustar con su crudeza el sentimiento de los vecinos, que manifestaron   —82→   su acuerdo con una celeridad sorprendente. El sufrimiento es el antídoto más eficaz contra la conmiseración.

Ahíto de tanta muerte, el vecindario acordó devolver muerte por muerte. Esa madrugada, con el sigilo propio del pombero, sin lloros ni despedida, fue transportado en angarillas hasta los toldos más próximos un viejo infectado de viruela que no acababa de morir. Bernarda, que conocía de distancias tanto como de aves canoras, amenazó al verlo partir:

-Para que se les mude la enfermedad y tengan que retirarse de una vez por todas al país de los portugueses. Prontopronto van a conocer lo que es la peste. ¿No es acaso el candor el camino más directo hacia la perversidad? Tanto como la crueldad es el último recurso de la defensa.

El efecto fue fulminante. El dolor, la fiebre y los enterramientos se sucedieron con la celeridad de los cometas maléficos. Tal como estaba previsto, la epidemia desalentó la bravura de los indios que, atareados en el cuidado de los enfermos, pospusieron las represalias. En torno a las fogatas esperaban el hurto de las almas para que descansaran los cuerpos. Y en la casa de oraciones se entonaban cánticos suplicando protección contra aquellos escarabajos negros que les caminaban sobre la piel sin mostrar las patas. La astucia de los criollos cercó las tolderías de cementerios, donde los espíritus de los moribundos vagaban ensuciando de venganza la sangre de los sobrevivientes. La mortandad se convirtió en un cataclismo comparable al desplome total de las estrellas. El éxodo en una calamidad tan nefasta como el incendio de las isletas de palmas. A las dos semanas en los campos baldíos sólo habitaba el silencio.

Inermes al flagelo, los mbayaes aguardaban la destrucción del mundo sin comprender la ineficacia de sus rituales, la inutilidad de los brebajes y la insólita impotencia de los chamanes.

La peste se extendió desde los bohíos más remotos a las tiendas de los caciques. Al desvarío de los desahuciados se   —83→   mezclaron los ceremoniales de los hombres y el monótono lamento de las viejas. No quedaron mujeres para recoger los cocos desperdigados bajo los palmerales desiertos, ni guerreros proveedores de carne, ni pupilas para llorar.

La hambruna cavó un agujero sin fondo que la sequía ayudó a dilatar. Los que sobrevivían a la pestilencia fallecían de inanición. Los que conseguían comer algo, alimentaban a la muerte. Aniquilados por una desgracia que se burlaba de sus danzas sagradas, los mbayaes se replegaron hacia el otro lado de la frontera, llevando sobre la espalda su bravura empequeñecida.

Era un alivio verlos partir bajo la luz cómplice de la luna con sus enfermos casi muertos, arrastrándolos antes que la rigidez acabara con el último gesto de sus labios. Grises como sentencias irrevocables, las tolvaneras de diciembre aneblinaron las fogatas esparcidas, el repliegue total, la marcha hacia la nada.

La protección de los lusos no se hizo de rogar, abonando la inquina con promesas falaces. El resentimiento clavó las uñas en aquel ánimo maltrecho, caldo propicio donde borbotaba el desquite. Al duelo devastador siguió el asalto. A la declinación el levantamiento. Cincuenta estancias asoladas al norte del Aquidabán atestiguaban la permanencia de su nación indómita. Y aunque los pastos quedaron realengos para nuevos repartimientos y nadie se atrevió a ingresar a esos desiertos plagados de espectros errabundos, el desalojo les dio un respiro.

Desde entonces las anunciaciones de Bernarda fueron consideradas santa palabra. Se le hablaba con respeto, se le consultaba con veneración. Y comenzaron a verle en torno a la cabeza una aureola que competía con la luna en las fases del plenilunio.



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Desde mi órbita miro hacia el mundo que da vueltas en un punto indistinto del universo. El transcurso de los siglos sobre los rostros es una carta donde pueden descifrarse las biografías inconclusas. Una mancha perfuma las cuestas, tapizando de rosa la sombra de los árboles. Lloviznan flores. Me sorprende una niña gritando frases inconexas bajo la luz que disemino. El tiempo es un buril que cincela los días, como si fuera un gigantesco corazón que gira. Pero ella, indefensa y ausente no lo intuye. Sólo desde la altura se percibe el tiempo que late sin haber empezado a transcurrir.

Abortada la fuga, las pobladoras de Rincón de Luna son obligadas a reinstalarse en sus taperas. La niña lee con el ojo de la frente las páginas de un libro que aún no se ha escrito.

-Una bestia nos arrea a través del estero. Nos apura con un látigo de puntas ponzoñosas como serpientes. El jefe en derrota avanza hacia la muerte. En un carromato la extranjera y sus hijos y los seguidores y los abyectos. Donde falta el coraje sobran los abyectos. Un toro bravo llega hasta la Villa cortando la garganta de las mujeres. Los lanceros buscan venganza en la sangre inocente. Las rameras, baja ralea, les adornan la cabeza con flores frescas.

La mujer, a lo lejos, trata de sosegar el delirio de la niña, sin entender que describe unas imágenes que no han entrado en la historia.

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-El éxodo es una fiera que gime y gime; una ola que se desarma y rehace con la persistencia de un estigma. ¿De dónde nos viene el estigma, mamita linda? La muchedumbre avanza hacia su final. ¿Hacia dónde van las mujeres impedidas por las prisiones? ¿Son fantasmas cercados por hombres de armas, o cuerpos despojados de su ser por las armas? Jirones palpitantes caminan y caen, se levantan y siguen deshabitando el mundo. El éxodo es una llaga que pesa sobre nuestro pueblo. Un oleaje de espaldas vencidas. Una danza de cuervos en lo alto. Mamita, tengo miedo, me quieren comer los ojos.

Desde esta soledad donde alumbro le pongo una sonrisa triste a la noche. Una muchedumbre, allá abajo, se resiste a morir. El avance es jadeante, el retroceso, impensable. Los tiranos son dioses sanguinarios que la sumisión alienta. Desde estas coordenadas todo se ve diferente. Lo que fue, lo que será, lo que no ha sido.



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Paulina teme que Bernarda no se restablezca nunca, y hasta empieza a creer que esas alucinaciones le vienen desde una lejanía que rebasa su existencia. ¡Es tanto el fuego de sus ojos cuando describe la tropilla de sombras! No entiende que cuanto más indague en el desquicio de su hija menos comprenderá. El monólogo se intensifica con la declinación de la tarde. En el aire resuenan las flautas de los pájaros.

De pronto Bernarda siente que irrumpe una jauría de mujeres. Las arrastran al norte desde las ciudades asoladas por los kambá, esos negros libertos que ensartan con sus lanzas la patria deshabitada. El tirano vacía las compañías hasta el último rancho, se lleva toda la gente para que los brasileños no la encuentren. Bernardita continúa gritando cómo la persiguen las sombras que deambulan y sobreviven al miedo. Las destinadas orillan sus cambiantes destinos. El destino final burla los mapas. Las mujeres tratan de mimetizarse en el malezal. El terror se orea a la intemperie. ¿Esa fiera de ojos relucientes es hombre o animal? Causa pavor mirarle. Las mujeres se retrasan para evitar ser lanceadas, se dispersan con sigilo en busca del enemigo. El Todopoderoso todo lo puede. Los poderosos siempre lo pueden todo.

Paulina procura atajar los brazos de su hija que se ha puesto a girar como si estuviera en el interior de un corro de rostros crispados.

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-Me desgarran la carne, mamá. El todopoderoso ya firmó la condena. Bernarda calla y recomienza a decir que se cobijen bajo el toldo de cuero mientras las viejas hacen el rebusque por las maciegas. Que se escondan. Paulina acaricia la frente de su hija suplicándole que no se deje vencer.

En los ojos de la enferma el éxodo a contracorriente de la disparada se vuelca sobre el paisaje de Rincón de Luna. La hambruna ha convertido a las mujeres en ratas de albañal. Por un garrón se sacan los ojos. Una alhaja enterrada compra la última raíz.

-Dejame ir, mamá. Paulina sacude los hombros de Bernarda tratando de que se desprenda de tamaños desvaríos, pero la niña, zafándose sale corriendo y chilla.

-Que venga el enemigo, que nos alcance y nos salve. Nada puede libertarnos de los soldados cuando nos insertan sus bayonetas hasta el hueso.

Paulina intenta desenmarañar aquel soliloquio incongruente. Llora o reza, le alcanza un tazón, le seca el sudor, comprendiendo al fin que su hija camina en una latitud a la cual nadie tiene acceso, salvo los no nacidos.

Desde su mirador planetario, la luna abarca el tiempo donde se minimizan las figuras para volver a nacer, como si fueran una copia de sí mismas.

El éxodo se ha derramado entre dos ríos internándose por las cañadas solitarias. A la espalda, el aniquilamiento de una nación que no protesta. Adelante, la marcha de un jefe en derrota que busca un corral de cerros para justificar su historia; las cuatro fauces de una mujer que engulle la tierra arada con los omóplatos de las bestias desde el tiempo de las asignaciones, la tierra por la cual se destrozan las naciones.

Bajo el imperio del látigo continúa la peregrinación. Un fogonazo de alegría ilumina un naranjal imprevisto. Se comen viandas insólitas, dudosas pastas. El desvelo y la   —89→   oscuridad se encuentran cara a cara. La delación es una telaraña que las atrapa, y las enfrenta con los lanceamientos y los entierros. Una fogata indecisa se destaca bajo un cielo taciturno.

Temerosa ante los vaticinios infalibles de su hija, con cariño, lentamente, la madre envuelve a Bernardita en un rebozo, como si la trajera de vuelta de futuros exilios.

-Necesita, Señor, de redención el Paraguay -fue lo último que vocifera la desjuiciada antes de caer al suelo sin sentido.

La luna entre tanto entorna los párpados para cancelar las sombras.



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Cerca de aquel momento, o tal vez demasiado lejos de él -el tiempo había perdido para Paulina su carácter sucesivo-, la polvareda comenzó a tiznar el cielo con una potencia atronadora. Los gritos avanzaron tan de repente que Paulina casi no acertó a correr hacia la culata del rancho, advirtiéndole a Bernarda que hiciera lo mismo. La horda estaba ahí sustentada en su clamor guerrero. ¿Cómo zafarse de la fatalidad cuando ésta se afinca sin aviso en el predio intransferible de la existencia? ¿Cómo perderse de un recuerdo cuando la realidad nos encuentra sin remedio? Ahora que Chopeo había vuelto, Paulina no encontraba dónde acomodar las consecuencias de aquel hecho que no dejaría de pertenecerle.

Todo ocurrió en el mismo instante, como acontecen las tragedias, las cuales si bien se gestan paso a paso llegan de golpe, como montañas que se desploman dentro del tiempo para aplastarnos. Paulina nunca pudo deslindar el antes y el después: ¿Fue la turba de indios rodeando el rancho o ella atrancando la puerta? ¿Fue el sonido de los cascos, tororó tororó, o su hija escabulléndose hacia un rincón del cuarto? ¿Las tolvaneras desmelenadas o el miedo clariviendo? Todo quedó fijo en un presente sin retorno como en la mente de los testigos irracionales.

Yacaré se esconde en la maciega. Bernarda escucha el tropel. Un cántaro se quiebra. Las mazorcas se esparcen. Una gallina se atolondra cacareando de susto. La grita sofrena los   —92→   caballos que piafan y olisquean el techo pajizo. El peligro tensa el aire con un filo de inminencia. Las dos mujeres seminimizan como si el terror fuera un látigo que no restalla. Confinadas a la penumbra atisban el ajetreo de los hombres relucientes de sudor. Un mazazo desprende de cuajo las alcayatas del marco. El picaporte bailotea en el aire dando contra una banqueta. Adentro de la pieza se desparrama el sol.

Mientras la indiada circunda el corral esparciéndose y reatándose junto a la tapera, el guerrero avanza desde un antes ensombrecido por el rencor, vociferando en una lengua que no es la Castilla en la cual se leen los bandos de la autoridad, ni el idioma del amor y las disputas con que se entiende el pueblo. Su boca escupe blasfemias, sangra inquina, reclama la muerte sembrada en las tolderías por los hombres de rostro barbado y corazón codicioso.

Sin que Paulina pueda defenderse, la zarandea; la echa hacia atrás de un empujón; le aferra una muñeca; la tira contra el catre. Las piernas juntas apretan la desesperación. Una lucha horizontal trenza los cuerpos que basculan en el pánico, en el forcejeo untuoso, en el odio que se transforma en un duelo desparejo y brutal. La mujer se debate, arremete el varón; la mujer muerde, el hombre estruja; la mujer araña, aplasta el macho, sometiendo el culebreo de los muslos, finalmente inmóviles frente a la furiosa embestida del deseo. Una candente avidez de mujer blanca pugna por derramarse en ella. Las manos ciegas palpan la carne, buscan el borde de la falda, separan las rodillas claudicantes, crucifican los brazos entre los cuales se estremecen los pechos bajo el torso pintado de urucú, los dedos hurgan la hendidura humedecida hasta conseguir un resquicio por donde irrumpe el miembro soberano.

Sólo entonces Paulina lo vio ingresar al círculo desorbitado de su mirada. Era duro y altanero como los de su raza. Cuando terminó con ella, sin derroche de fuerza tomó el bracito de   —93→   Bernarda que los miraba desde un afuera empavorecido, la tumbó sobre el suelo apisonado y la penetró sin esfuerzo.

Al final de aquella jornada, la niña cumplió con los rituales reservados a las mujeres arreadas como botín hasta la tribu. Desde lejos llegaba hasta los caseríos asolados una monótona melopea, el resplandor mortecino de los fogones, un golpeteo de sonajas eufóricas que se fue disolviendo en el silencio como la negrura en el amanecer.

Los mbayaes volvieron varias veces con el orgullo alzado al ver tantas mujeres imposibilitadas de oponer resistencia. Antes que el viento norte anunciara el arribo de la primavera, tororó, tororó, ju, tororó ju, les caían aprovechando la ausencia de los hombres que cautivos de la codicia o de la esperanza se habían marchado a los yerbales, dejándoles la cancha libre para enseñorearse a su antojo sin que se los pudiera atajar.

Una nube se estacionó sobre la aldea y sus alrededores con la puntualidad de los cataclismos recurrentes. Envalentonados por tanto familiaje sin amparo, con la animosidad acrecentada después del descuartizamiento de los prisioneros en los campos de Agaguigó, se ensañaban con las indefensas, exigiendo una especie de tributo sobre los chacareos y las reses, como si ellos fueran los señores de la zona, y no el Jefe Político.

Paulina nunca pudo limpiarse de los ojos aquella devastación, ni el pataleo de Bernardita sobre la grupa del caballo teñido de rojo, ni la hebra de su voz, que ahora se soltaba desde más allá del riachuelo para zurcirle la boca.



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Luego de su retorno del yerbal Chopeo se quedaba mirando las nubes que se perseguían unas o otras cambiando de forma; aunque no podía moverse sin dolores y prefería mantener el cuerpo tendido, dejaba trotar los ojos deteniéndolos en los balanceos del viento, en el vuelo inmóvil de los abejorros, o en el jazmín mango que en esa época tachonaba el follaje de ramos blancos.

La silueta de Paulina le salía al encuentro detrás de esas flores de olor lánguido, que ella aferraba dulcemente con ambas manos sobre la cintura dilatada, camino de la iglesia. El día de la boda, frente al cura, con aquella sonrisa que ocultaba sabiamente lo que nadie sospechaba todavía, ella le pareció la misma Virgen apeada del altar, ofreciéndole el niño que llevaba adentro. De aquellas corolas indolentes, que el viento sacudía a veces, se desprendían los augurios dichosos de aquel entonces; el vozarrón de sus amigos palmoteándole la espalda, porque se había casado con una mujer de primera; el cuchicheo de las primas. Y la caminata que iniciaron bajo el sol, y se fue oscureciendo de borrasca a medida que avanzaban por el sendero hacia la compañía donde levantaron rancho aparte.

En un santiamén se arrebató el cielo, obligándolos a guarecerse debajo de un bananal enano; y en la intimidad cómplice de aquellas galerías penumbrosas dieron rienda suelta al deseo, mientras las gotas piquipitiplí resbalaban hasta la tierra.

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Ahora aquellos manojos de flores, que adornaban la sequía del verano, eran sombrillas perfumadas donde Chopeo se guarecía de sus recientes miserias.



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En el instante en que Paulina se dio cuenta de que sus atrasos sólo conducían a una salida, decidió buscar otra. Ella no iba a cargar con la cría de un salvaje. Traspuesta la valla de la conciencia, se aprontó con la aurora. Tal vez si tenía suerte por el camino nomás se desobligaba, considerando que hasta la compañía de Cayetana mediaban varias leguas de terreno fragoroso. No fue así. Paulina era demasiado fuerte para que una simple caminata le solucionara el problema, y demasiado incauta como para imaginarse que la comadrona se rehusaría a practicarle el aborto.

-Ni nunca para hacer eso por vos. Acordate, Paulina, cuando pariste tu hija; la lengua de la luna llegó hasta tu cuerpo para cortar el cordón umbilical. Demasiado miedo tengo del Maligno.

La mujer guardaba aún frescas las extrañas circunstancias del nacimiento de la niña, manteniendo oculta en su corazón la certeza de que aquella noche había cometido un sacrilegio.

-Ni soñando para volver a hacer.

Paulina le lloró, le rogó, maldijo la complicidad de la vieja con la fatalidad. La acusó de condenarla a parir un hijo del rencor.

-Tu estrella te condenó, no yo -fue la última palabra.

En vista de la negativa, sólo le quedaba el recurso de actuar por su cuenta sin la garantía del vaciamiento. Se negaba a aceptar al intruso que actualizaba permanentemente en su memoria el   —98→   momento de la penetración. Ella no quería el hijo de un indio, ni le prestaría sus entrañas al vástago del idólatra que la violentó. Tenía que encontrar el modo de desembarazarse de él, sin esperar a que naciese para matarlo.

Esa misma tarde se preparó la infusión: una doble cantidad de verbena y una linda dosis de ajenjo, para que las hierbas estrangularan al infeliz. No resultó. Tampoco la corteza del quebracho blanco, a pesar de que la pócima le curtió la garganta, ni las plegarias con los puños apretados, ni las malas palabras, le sirvieron.

La angustia siguió engordando a la par de su cintura. Finalmente comprendió que no había manera de doblegar al retoño del infiel. Entonces le dio por internarse en los esteros apartados, alimentando la esperanza de topetarse con una estampida de hacienda cimarrona, de la mucha que quedaba por ahí como acicate de los encomenderos angurrientos. Lo único que consiguió fue la risita del Comandante, que no dejaba de rondarla; porque cuando empezó a echar vientre fue cuando más linda se puso.

-Te deseo mucho -le dijo un día rozándole los labios-. Ahora estás servida, pero me debés para después del parto -terminaba amenazándola con una sonrisa sobradora.

Desde que el niño nació, Paulina lo dejó chillar con el propósito de que se muriera de hambre. Sólo cuando los pechos se le cuartearon y la leche sanguinolenta le empapó la ropa, le acercó el pezón. Entre el desafecto y los lloros, el niño fue creciendo con la mala estrella de los innominados.

Porque Paulina no lo bautizó, ni le ató a la muñeca la cinta roja que espantaba al diablo, ni le colgó al cuello el relicario para la buena suerte, y mucho menos se tomó el trabajo de coronar el dintel con una cruz de palma. Nada. Si la muerte lo quería, que se lo llevase sin lucha. Si no, que viviese como un bruto; que lo raptara el demonio; que el tigre le sorbiera el ánima   —99→   al quedarse dormido. Cualquier cosa. Pero que falleciera antes del regreso de Chopeo. Eso era lo único que ella le suplicaba al santísimo.

Entre tanto el Comandante dejaba correr los días como si ambos fueran inmortales.



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Desconsolado al principio, asustadizo después, el niño contemplaba a la madre desde su corral de ausencia. Cuando empezó a moverse, Paulina lo dejó gatear a su antojo, a ver si el llamado de la selva lo estiraba tanto como para borrarlo de su vista. Pero la criatura creció sana y agreste, sin desprenderse de ella. Mucho antes, como comienzan los hábitos que no se enmiendan, se había iniciado para la cría del mbayá la costumbre de manejarse con los ojos. De la inquina materna le brotó el arte de la obstinación. De su connubio con la soledad, la habilidad de tocar los pensamientos. Más tarde se amañó en descifrar el reverso de los gestos, la elocuencia de los labios comprimidos. Había más astucia que maldad en sus destrozos; más impotencia que odio en los puñetazos que le propinaba a Yacaré cuando la opresión del silencio se tornaba insoportable.

Desde que lo tuvo en el vientre Paulina decidió no quererlo. No obstante, ni la borra del tanino, ni su rabia negra, ni la calaguala ingerida con regularidad solar consiguieron amedrentar aquella cosa germinada a punta de lanza. La criatura se prendió a sus vísceras, fuerte como un algarrobo. Cuando por fin se desobligó de la carga, Paulina expulsó la humillación del ultraje. En lugar de gemidos profirió maldiciones. Yacaré aulló también como si temiera que alguien la estuviera matando. Nadie se acercó a socorrerla, ni ella pidió ayuda. Una fuerza independiente de su voluntad la obligó a parir sentada y sola, como las mujeres de los bárbaros.

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Paulina supo vengarse. ¿Acaso no decían los agoreros que los hijos de la tribu venían cargados de una cólera gestada mucho antes de nacer? ¿Que la imposición del nombre les concedía el dominio de las pasiones empozadas en los orígenes de la especie, logrando en consecuencia el desalojo del mal? El hombre es una porción de las palabras-almas. La palabra custodia el origen divino de las almas. Los niños sin un apelativo que los distinga son como alimañas donde persevera el infortunio. Clavando su ira en tales creencias, Paulina decidió condenarlo. Sin nombre ni marcante, para ella y el resto de la colonia, el bastardo sería siempre la cría del mbayá.



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Lo vio emerger como una mota negra en lontananza, costeando los restos moribundos de la capuera. Lo vio crecer desde los potreros del Comandante, flacos también después de la seca. Lo miró acercarse desbaratándose delante de su sombra, como si el cansancio le hubiera descuajado junto con la esperanza las piernas y los brazos. El mentón enterrado en el pecho, el contorno sin rostro aún, resaltando contra el pleno sol, la línea de los ojos abatidos, las mejillas entecas, finalmente la boca. Al llegar al portalón se desplegó la imagen total, conocida y compañera. Compañera de ausencias, pues eso eran los hombres por este lado de la frontera: pura ausencia.

A qué pensar en aquello ahora que estaba volviendo. ¿Acaso no era voz corriente que en la Provincia del Paraguay al resonar la alarma general ya estaban los hombres con el fusil cargado para defender los valles por donde se derramaba la indiada? ¿Se salvaba por azar la juventud de encanecer trabajando en obras públicas, cerrando accesos y abriendo sendas por estos páramos olvidados de Dios? Tururú turú de mañana. Tururú al atardecer. Cuando no estaban marchando hacia los beneficios de yerba a recibir la mordedura de la codicia entre los vahos esquivos del ensueño.

Chopeo se despidió con la algazara que prestan las cosas nuevas cuando se compran en masa: el cuchillo de mango grueso a la cintura, un machete fuertelindo terciado sobre la espalda, el sombrero cubriéndole el primer surco de la frente, el pantalón   —104→   de bramante azul y la camisa de lienzo, quemándole la piel. Como si aquellas prendas flamantes fueran un horno de barro la costra donde se le dorase el cuerpo igual que a las chipás la costra olorosa. Se quema la chipá, pensó Paulina al verlo, acordándose de cómo se tentaban las primas entre sí cuando estrenaban un vestido: se quema la chipá, se quema la chipá -gritaban, escapándose entre risas unas de otras, como si las quemara el apresto del percal celeste.

Ahora, la proximidad de su hombre, tan chusco, con su ropa nueva y la olla al hombro, la abrasaba como entonces. Parecía un mercader de pies descalzos. La bolsa de bastimentos golpeando contra la cadera izquierda, un atado desteñido por detrás, las herramientas colgando, y sujeta a un cordel aquella pavita de latón, que estallaba en reflejos cada vez que daba un paso, y a ella le hubiera gustado conservar para sí.

-Mirá, Paulina, para matear mientras levantamos los ranchos en la limpiada -le dijo con orgullo calculando el chorro.

Varios puños de sal, un sobornal de yerba para el comienzo del laboreo y una porción de porotos, completaban la adquisición. Además de algunas naderías para su mujer -no fuese a faltarle qué comer durante su ausencia.

No bien firmaron la contrata, los hombres se retiraron de la tienda del administrador con las herramientas y utensilios varios al fiado; cada cosa registrada meticulosamente en una cuenta que desde entonces se le abría a cada cual, y empezaba a crecer desde ese instante como una pústula en el porvenir de la peonada. ¿Pero quién barruntaría las secuelas de aquellos adelantos? Cuando terminó de desplegar tantos trastos como nunca habían visto juntos, Chopeo desató lentamente un envoltorio menudo, donde traía un género estampado con flores amarillas que le mostró extendiendo los brazos.

-Son tres varas, para que te hagas un vestido y te pongas   —105→   para cuando yo vuelva -musitó abochornado mientras se lo alcanzaba con esa ternura incierta que tienen los hombres torpes cuando quieren agradar.

La licencia del beneficiador era por seis meses, mas habían pasado tres años desde aquella mañana. Ahora, Paulina no podía creer que se acercara con las manos vencidas, como si la alegría de la partida se le hubiera vuelto de tabla en la cara.

Lento y cabizbajo, se plantó frente a ella con una grieta partiéndole la frente, los pómulos angulosos en las mejillas menguadas y en la boca una mueca donde se destacaba el hueco de los dientes perdidos. La mujer se quedó en el espacio vacío de esa semisonrisa, con los ojos fijos en aquella caverna, sin encontrar las palabras que hicieran frente a su saludo desdentado. Por aquel boquete se le humedecieron los recuerdos. Ni un músculo se le movió al desmoronarse en la contemplación de esos labios que languidecían para rehacerse con esfuerzo.

Paulina fue repasando el inventario de los inviernos sin él, las sementeras agonizantes, los malones. Y ese ir y venir todas las noches de la cocina a la cama, de la vigilia al cántaro, como un ánima errante que no consigue mitigar la culpa de haber nacido. Ahora mientras observaba a su marido dentro de esa precaria estabilidad, trató de salirse de aquellas reminiscencias, aguardando la frase que zanjara el silencio provocado por la recíproca compasión; si es que se puede balbucir algo cuando la fatalidad ya dictó su sentencia.

El sol coronaba entre tanto un tayí solitario.



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Como una anciana cuya cabellera le cubre el rostro mientras observa el planeta, dejando que la tristeza pula sus mejillas, y siente la desesperación de un hombre ante la muerte de otro, así la luna lo miraba desde la negrura perforada por las estrellas.

En un claro del monte, ni tan lejos de los galpones, ni tan próximo a los piquetes que resguardaban el establecimiento de las argucias de los indómitos nativos, permanecía junto al cadáver, la cabeza enterrada entre los hombros, el pelo pegoteado y las manos vencidas. Habían trabajado en pareja desde el principio del laboreo, compartiendo las jornadas de veinte horas, el escuálido caldo del día y el miedo; ese miedo que se les montaba con el alba y no se apeaba ni siquiera al anochecer. Solía despertarlo con un puntapié mucho antes que la amanecida empezara a gorjear. Se frotaban los ojos y se iban juntos sin decir nada hasta el lugar de trabajo, luego de sorber la infusión de cada día.

Ahora, miraba a su compañero como si se hubiera llevado a la muerte lo poco que quedaba del mundo, y a él ya no le fuera posible desmalezar el monte sin su ayuda. Abatir los troncales tiernos, quemar los gajos, desbandara los indios si aparecían por el campamento, formaba parte de una rutina que se cerraba al sentarse a silenciar las penas; las penas de los otros, que eran las propias y las de todos los hombres.

Sin decidirse a volver, Chopeo contemplaba el cuerpo de Eulalio: la espalda acribillada, las piernas sueltas para siempre   —108→   en el territorio del sueño definitivo; las palmas hacia arriba como mendigando la vida, aunque fuese un poquito de vida, para no morirse por detrás con el gualí de loneta entre los brazos y la yerba derramada por el ojal, a tan pocas varas de la libertad que daba pena pensarlo. Se estremeció. En el yerbal todos sabían que tratar de evadirse del campamento era adelantar el encuentro con la muerte. Aunque cualquier hombre asume que nace condenado a morir, Chopeo no podía conformarse. La libertad es ser capaz de decirle a los otros que uno puede irse, aflojando las amarras cuando al ánimo se le ocurre; es vagar al antojo de la suerte reinventando la propia biografía.

No era la primera vez que Eulalio intentaba la fuga, pero sí la última.

-No te preocupes, hermano, no te voy a delatar -lo tranquilizó al despedirse. Faltaría más que le descubriese con lo mucho que le socorrió cuando estuvo enfermo. Siempre se piensa que alguien que no es uno, pero que es como si fuera uno, va a lograr lo que nadie alcanzó, redimiendo con un acto solitario a la totalidad de los escarnecidos. Chopeo creyó ingenuamente que Eulalio se saldría con la suya.

Recordó la primera vez que se vieron el día del enrolamiento en la fonda de Leocadio. Una multitud se había acercado desde las compañías comarcanas atestando la puerta de la administración, donde los mensús recibían el adelanto de sus sueldos en especies, anotado prolijamente en un debe y un haber, que a partir de entonces los perseguiría hasta la muerte. Eulalio salía de signar el acuerdo sonriendo con un talego en la mano.

Al cruzarse se miraron con estupor como si se reconocieran.

Era largo de cuerpo, enjuto, con el torso bailándole dentro de la ballesta, los ojos puntiagudos de tanto brillo y uñas de guitarrero. Llevaba el pantalón atado a la cintura con una cuerda   —109→   e iba descalzo como buen hijo de la tierra. Chopeo lo midió con los ojos. Tenía colgada de la comisura de los labios una expresión calculadora, como de regreso. Con el tiempo se percató de que Eulalio conservaba la sangre fría en las situaciones riesgosas o se echaba sobre cualquiera que intentase embromarlo, con la misma facilidad con que cubría a la mujer que le gustara, sin que ésta opusiese resistencia. Una pequeña navaja le acompañaba siempre. Sabía mandar. Y también mirar a las estrellas hasta que se dormía acurrucado como un nonato.

Era firme pero no duro, astuto pero no agresivo, salvo los días de entrega. Entonces volvía puteando, como si la yerba en vez de asegurarle el sustento apeligrase su futuro, y el trabajo de un mes no fuera más que un simulacro del verdadero trabajo; ese que le alcanzaría para saldar finalmente las acreencias, posibilitando alguna vez su escape de aquella pesadilla insoportable.

Como al resto de la peonada, a Eulalio no le sobraba nada por cobrar. Entre el tasajo, la churas, si las había, y cualquier trapo para cubrirse las partes, se le iba el jornal completo. Era entonces cuando el cobertizo se llenaba de palabrotas contra la sombra negra que le impulsó a conchabarse con esta manga de explotadores. La furia le crecía como una burbuja de sangre hinchándole el glóbulo de los ojos, hasta que lentamente se sosegaba, porque igual lo hubieran arreado a los presidios fronterizos, o cuando menos a cumplir el servicio en las milicias de urbanos, sin importarles cuantas veces lo hubiera repetido. ¿Cuántos años tendría? Nadie le supo calcular la edad, pero cuando estaba serio, parecía que el tiempo se le hubiera entrado en la cara. Le gustaba silbar, y algunos decían que antes de convertirse en un minero asalariado bailaba, toreando el ñandutí de las polleras con un cuchillo de hoja corta que le sacaba chispas al suelo y presagiaba unas montas apasionadas con las mejores mujeres.

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Las pocas veces que terminaban la quema antes de lo habitual, y el deseo derrotaba al cansancio, Eulalio solía acercarse a la choza de las putas, con una sonrisa sesgada que prometía mucho sin alardes innecesarios. Volvía riéndose como si fuera otra persona, con una felicidad que le duraba lo que un fuego fatuo, como si el orgasmo hubiera sido un túnel por donde mirar más de cerca la realidad. No se quejaba nunca, pero de cuando en cuando lloraba en sueños, no faltando las noches en que se le escuchaba llamar por lo bajo: Mamá, mamita, no seas mala, no vayas a dejarme solo otra vez. Entonces Chopeo le sacudía un hombro para que no siguiera extrañándola.

¿Por qué se tiene que morir un tipo como Eulalio en vez de esos infelices que aplastan con las botas la cabeza del prójimo? Guapo siempre fue, como derecho en los tratos. Cuando había que cargar los haces, Eulalio era el primero en tomar el suyo. No hacía de menos a nadie, ni ponderaba para decir lo que pensaba. Tampoco tenía fama de creído o hablador. Por el contrario, le interesaba aprender, de modo que si alguien se ponía a contar un caso, aguzaba la curiosidad por si tuviera alguna relación con sus correrías anteriores.

En ese entonces, el muerto ignoraba aún que el antes y el después son meras distracciones de la fatalidad. Sólo cuando se internaba en el arroyo, desnudo como los indios y elástico como un felino, se le oía canturrear hasta que, de repente, se quedaba callado como si algún mal presagio le cercenara la voz. Padre no tenía, ni le hacía falta. Pero de la madre se acordaba a menudo, sobre todo cuando se cumplía el mes, y acudía a la barraca del caporal a liquidar sus cuentas junto con los demás mensualeros, de quienes se separaba esperanzado, porque creía que ya estaba libre y pronto dejaría el yerbal para decirle: Aquí tenés para tu vestido, mamita linda. Pero aquellas palabras se quedaron sin el remate de la realidad, porque Eulalio ya se había bebido el último trago de vida.

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-¿Por qué tiene que acobardarnos algo que estamos seguros de que nos va a suceder? -solía repetir si el capataz les daba a limpiar las carabinas cuando olía la proximidad de una fuga.



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La risa comenzó de a poquito entre el peonaje, porque si bien en el campamento la pasaban mal, siempre se colaba entre las horas alguna pizca de esparcimiento. Lo primero que distrajo las caras agachadas sobre los platos de locro fue la tosecilla de Chopeo tratando de aclararse la garganta, que se le congestionó aumentándole paulatinamente las ganas de echar flema, como si se hubiera acatarrado de repente. Las miradas del machaje se estancaron en la boca, irreconocible por el esfuerzo; iban de un rostro a otro para volver al plato semivacío, donde nadaban entre los granos blancos las fibras solitarias de carne seca. Aunque Eulalio se levantó solícito a palmotearle la espalda, repitiendo San Blas, San Blas, el pobre seguía con el atoramiento, las mejillas progresivamente arreboladas y los ojos en blanco.

-Más fuerte, más fuerte -gritaban los demás, redoblando los golpes en el lomo de Chopeo, para que expeliera aquello que amenazaba con asfixiarlo. La tos martillaba el aire imponiéndose a la gritería de los hombres, que lo rodeaban tratando de ayudarlo a respirar.

En el cuello de Chopeo, la yugular se contoneaba como una víbora aprisionada bajo la piel, mientras las manos crispadas le sudaban un frío pegajoso, y los glóbulos de los ojos, invadidos por una redecilla de sangre, se le salían de las órbitas.

-Más fuerte, más fuerte -coreaban los compañeros golpeando por turno la espalda del convulso, hasta que con una arcada escupió un hueso enorme.

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Eulalio se separó entonces de su amigo, reculando con la rapidez traviesa de un felino, y mirándolo con sorna le mostró sobre el suelo el objeto que le había obstruido el esófago. Poco faltó para que Chopeo se cayera del asombro, porque frente a él el pícaro había tirado, sin que nadie se diera cuenta, un garrón pelado, haciéndole creer que lo había arrojado por la boca.

Ahora, ya de vuelta a su rancho, si no podía dormir, si la duda fragmentaba las horas con sus dardos, si lo acuciaba el deseo de matar, Chopeo cerraba los ojos para no ver las muecas del insomnio, rebuscando en la negrura aquellas carcajadas que festejaron su desconcierto. Trasponía entonces los linderos vengativos de su imaginación, dejándose llevar como una pluma, alejándose de su cuerpo con su maltrecha identidad a cuestas, para saborear a gusto aquel precario regocijo.



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Lo primero que Paulina advirtió después de reponerse del pasmo que le produjo la aparición de Chopeo fue la figura minúscula, un poco rezagada, apenas sostenida por las piernas entecas.

Aunque en un principio no reparó en él, el chico había franqueado el portalón a la saga de su marido, costeando las tapias ennegrecidas por los incendios, mientras ellos se escrutaban mutuamente, dejando que el silencio se deslizara como un felino cauteloso entre los dos.

-Su nombre es Teodoro, y viene conmigo -fue todo lo que se le ocurrió decir a modo de saludo después de tres años de ausencia.

El guaino se había encariñado con Chopeo desde que lo encontró junto al peón con quien trabajaba en pareja, muerto en el intento de tramontar el yerbal. Casi saliendo de la Serranía de las Quince Puntas, burlada ya la guardia, los escolteros lo balearon por detrás, obligándole a soltar la libertad. La caza del fugitivo desmoronó la moral de la peonada, como si la liberación no fuese otra cosa que un ídolo de paja consumido en las llamas de un imposible. La libertad no tiene dueño, por eso cuando se la arrebatan a otro es como si se la cercenaran a uno mismo.

Chopeo veló a su amigo sollozando, hasta ser descubierto por Teodoro, antes del canto de la amanecida. El muchachito le tendió una mano sin hablar, alzándolo del suelo como si fuese un niño, para conducirlo hasta la fogonera de las barracas donde   —116→   podría desahogarse al calor de la lumbre. Así comenzó la complicidad. Así aquella sensación de amparo que sentía el huérfano cuando Chopeo se internaba entre los arbustos llevándolo consigo: el machete orondo y un dejo de alegría en el andar, porque aunque comían pobremente, y ambos comprendían que las deudas no se terminaban de pagar nunca, cada cual miraba al otro como si fuera el reverso de su propia cara.

En un comienzo acaso se sentían contentos. Chopeo, por haber evadido aunque fuese una vez el oneroso servicio militar, y Teo, joven aún para milicias y malicias, por esa intimidad que nace con un hombre grande después de haberlo visto llorar. ¿No es cierto que el infortunio regala a veces los hijos que no se engendran en las mujeres propias? La ley de las compensaciones es misericordiosa. Chopeo trataba a Teo como al vástago que no tuvo, y éste desde su adolescencia esquiva se moría por ser como él. Juntos tragaban la mezcolanza de arroz y carne vieja que les servían una vez al día. Juntos doblaban el lomo bajo el sol de hierro, para luego echarse a dormir hasta el alba, hora en que proseguían con el beneficio. Juntos contaban las estrellas. Trabajando en yunta lograban cubrir diariamente una barbacoa: el menor aplicado al acarreo de la leña para chamuscar los gajos que el otro desmenuzaba meticulosamente antes de tostar, formando posteriormente el haz, rellenando el armazón de ramas plantadas en el suelo y sostenidas por guascas ajustables. Los gritos de los peones reventaban como petardos, festejando la labor cumplida, pipu, pipu, para luego reanudar la faena, apoyándose mutuamente hasta vencer la carga gigantesca del cansancio, sin detenerse un minuto por temor al látigo implacable. Teodoro ayudaba a Chopeo colocándole en la cabeza el frontón que, pasado por arriba de los hombros, sujetaba el cargamento sobre el dorso. Con el transporte de la yerba a dos viajes se ensanchó la amistad, haciéndose habitual que mientras él esperaba agachado a que el muchachito le calzara el pepú en   —117→   la mitad de la frente, éste le alisaba los cabellos con ternura, prestándole el brazo para que se irguiera con aquella mole que a veces llegaba a sumar más de diez arrobas, sobrepasando su propio peso.

Teodoro era pensativo, a trechos melancólico, a veces iracundo, pero nunca jovial. El pavor a los ataques de los indios monteses, la crueldad de los encargados, la falta absoluta de guardias para la defensa y las fieras merodeando los galpones, le dejaron en la cara una expresión troquelada y vacía, muy distinta a la de sus primeros años.

Cuando bajaron a la Villa de la Consolación no hubo quien pudiera sonsacarle ni un gruñido ni un ademán amistoso. Pegado a su protector se confundía con su sombra: donde iba uno iba el otro, amarrados por un lazo invisible. Pero cuando se separaban, cuando el chico tenía que enfrentar la oscuridad, se debatía dentro del sueño, hasta que Paulina interrumpía con golpecitos maternales aquellos sobresaltos que lo despatarraban sobre el lecho. Aunque ella lo alimentó pacientemente cuando las fuerzas no le daban ni para acertar la boca, no consiguió vencer su reticencia a sonreír, ni aquel terror a los fantasmas que le nublaban el cerebro, ni la mirada hosca, ni las escasas palabras. Al comienzo del beneficio Chopeo hacía planes todo el tiempo, buscándole la vuelta a la ilusión.

-Cuando estemos limpios de deudas, Teo, vamos a entregar tanta yerba como para que nos sobre algún real, entonces estaremos libres para reírnos de la moratoria y del capataz. Vamos a volver a beneficiar yerba por nuestra cuenta sin contrata ni azotes, y nos vamos a hacer ricos, solos los dos.

Teodoro ya lo veía al frente de una changada, solamente suya, en un montecito de troncales tiernos próximo a su propiedad, donde nadie los golpeara.

-La espalda sin marcas vas a tener, Teo, y se va a poner conmigo quien quiera atajarte por la fuerza.

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El huérfano, casi hombre, medio niño, lo miraba embelesado, enjugándose el llanto de la ilusión sobreviviente.

-No te preocupes, Teo, yo te voy a llevar a mi rancho, y nada te va a faltar. Como a mi hijo te voy a tener hasta que te hagas grande, o yo me muera.

Chopeo no cejaba de repetir que con el producido de la próxima carga juntaría la plata para terminar de pagar ese saldito de la Merced Real que le faltaba, de modo que mi lote sea mío verdadero, y de nadie más.

-Ni peligro de que me saquen mi tierra no va haber porque voy a conseguir un papel de ley, para que el repartimiento no sea sólo de palabra, como al principio.

Chopeo no se cansaba de contarle que antes eran más pobres que ahora, porque eran inquilinos de la autoridad.

-Lo mismo nomás nos contentábamos, Teo, porque la vida es así, y es mejor ponerle buena cara para que nos quiera de verdad.

Pronto el aporreo y la molienda, el ataquio en tercios y la conducción por etapas desde el yerbal a los centros de comercialización, les fueron descascarando aquellos ensueños, porque ya se sabe que nadie es tan pobre como aquel que se resiste a serlo.

Pero los días de entrega, cuando el caporal seleccionaba la yerba, apartando como mala la que reservaba para sí, pesando el resto en una romana embustera; esos días en que se enteraban de que todavía debían cientos de reales, más los gastos de la venida y el adicional de la manutención, ésos eran los peores. Chopeo terminaba borracho completo, con la cuenta tan gorda como disminuidas sus esperanzas. Entonces el muchacho lo arropaba con el poncho raído, canturreándole algún tororé, como si fuera el niño que él era, mientras se empapaba la yema de los dedos con aquel llanto de hombre que se le derramaba de los ojos.



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Desde chico Teo había sido propenso a creer en los augurios, de tal modo que los presentimientos lo trastornaban. Las manos le ardían como si de las palmas le brotaran llamas; se le llenaban los ojos de bastones rojos, negros o dorados, según el cariz del vaticinio, haciéndole correr lagartijas sobre la piel. Cuando los escalofríos amenazaban con disolverle los huesos, constataba la proximidad de algo infalible y se quedaba esperando lo que tenía que suceder. A Chopeo el peoncito le recordaba a Bernarda, porque era ciertamente un ser especial.

Mamasabel le habló de sus atributos cuando distaba tres cuartas del suelo. Desde entonces pudo caminar impávido entre las lianas, seguro de que hasta las fieras se alejarían de él en cuanto lo avistaran, acaso porque su cuerpo despedía unos efluvios que atraían como la miel a las lechiguanas. Le precedía el olor evocador de los velorios, no faltando la aseveración de que era visible en la oscuridad. A los seis años, Teo se prendía aún a los pezones de Mamasabel para exprimirle, junto con la leche de sus pechos lacios, su sentimiento de mujer huera. Se dan a veces necesidades mutuas que se acoplan para lograr cierta felicidad compensatoria. Agregada como estaba a la estancia de un Capitán General, Mamasabel lo recogió a sabiendas de que donde hay carne hay chura, panza llena y corazón contento. Con él anduvo trajinando de toldo en toldo, de comandancia en prostíbulo; por donde hiciera falta su oficio de comadrona, madre grande de todos los huérfanos y   —120→   malentretenidos, fuesen blancos o negros, indios o mulatos, olvidados de Dios. De ella aprendió Teo que todos los hombres son iguales, sin importar sus pecados o el color de los cuerpos.

-Todos olvidados de la Santa Providencia, Teo, todos la misma carne de rebenque relumbrando al sol.

Llevaba sobre el pecho una tortuga de madera, con los hexágonos del caparazón pulcramente requemados, para espantar la desgracia. Un talismán que ella le había colgado al cuello, después de inaugurarlo en los secretos del sexo. Porque ¿quién mejor que una madre para enseñarle con ternura su postura de hombre ante la vida? Aquel animal diminuto brincaba sobre el torso del muchacho cuando se internaba a mariscar por las vaguadas, protegiéndolo de las asechanzas que pudieran surgir de las isletas de fronda que salpicaban los campos. Madera milagrosa. Tortuguita viajera. Escudo de sus andanzas desde la desaparición de su progenitora, gozada por los infieles ante los ojos del niño.

Sí. Mamasabel conocía demasiado bien las historias de secuestros y niños escondidos en las carboneras de la administración, porque ella misma había visto el arreo de los párvulos, que de ahí en más se convertían en perritos obsequiosos de los indios mbayaes.

-Nadie te va hacer daño, mi hijo. No vayas que a tener miedo porque este tu amuleto espanta cualquier mal.

Teo inspeccionaba la tortuga del derecho y del revés mientras escuchaba que nadie lo atacaría, ni el tigre, dueño del bosque, ni el trabuco de la autoridad, ni siquiera el Maligno. El muchacho creció con el convencimiento de que ningún hombre puede contra el poder del Padre último, último Primero; ni los payaguaes, dueños del río, ni los guaicurúes, robadores de mujeres; ni toda la milicia de la Provincia, por más postergados que los tuvieran, no obstante las afirmaciones en contrario del Padre-cura.

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-Piedras con pelo le van a crecer en la lengua a quienes te quieran perjudicar -terminaba diciendo Mamasabel en un susurro, por si anduvieran cerca los ojos y los oídos del Gobernador.

Sin temor a las flechas, con entera despreocupación frente a las bravuconadas de los Urbanos, ignorando con desdén la omnipotencia ficticia del Jefe de Frontera, y de cuantos quisieran someterlo, Teo se volvió un mozalbete temerario, que aprendió a evadirse de la adversidad, o a quien la adversidad evitaba misteriosamente. El poder no perdona a los que se distinguen del común, por eso él no se jactaba nunca mientras vagaba a su antojo.

Cuando le dispararon en la Rinconada del Arrecife sin herirlo, no se extrañó. Tampoco le sorprendió que la bala se incrustara en un cedro que comenzó a murmurar, soltando un agua espesa con la cual se embadurnó la cara y los testículos, el pecho y las pantorrillas, tal como hacían los indios de las selvas del Mbaracayú, mientras se tendía en la gramilla, donde se quedó dormido, curándose una vigilia que ya le duraba tanto como la ausencia de su madre. No bien emergió del sueño, decidió evitar el Camino Real, tomando un pasaje infranqueable por donde se adentró en la espesura, conviviendo desde entonces con el aullido del tigre comedor de luna, los besos mortíferos de las serpientes y el canto de las perdices. Nada volvió a amedrentarlo, ni siquiera los seres misteriosos que hurtaban las almas de los vivos, y se ocultaban bajo la corteza de los árboles cuando el pájaro gigante extendía sus alas imponiendo la noche sobre la tierra.

De ahí en más Teo anduvo por el mundo, seguro de que nadie le arrebataría ese andrajo de vida que llevaba puesto. Se aficionó a prácticas curiosas, frecuentó a los hechiceros de los cacicazgos inaccesibles, hizo amistad con los seres lampiños que se apiñaban en la Vía Láctea después de muertos,   —122→   aprendiendo por añadidura a castigarse la verga contra las espinas de los cocoteros con el propósito de reafirmar sus atributos notables. A medida que penetró en la sabiduría de los himnos sagrados, se volvió impenetrable. Por desfiladeros y cañadas, algunas veces triste, contentadizo otras, llegó al yerbal de Tacurupucú, donde se amistó con Chopeo para retornar con él hasta la aldea, una vez terminado el beneficio.

Después que la estación del frío suplantó a las cigarras, Teo desapareció. Se decía que andaba por los asentamientos indígenas desenterrando urnas funerarias a fin de transformar en flautas los huesos de sus amigos. Que bajó a la ciudad de Santa Fe conchabado como remero de una garandumba transportadora de yerba, y que habiendo perdido la carga en una mesa de tute, se desgració matando al capitán. Nadie supo si cruzó de nuevo la frontera a despecho de la guarda del Paraná, cuando la Provincia era ya República, o la forma en que burlaba la amenaza del naranjo funesto, donde caían los condenados a muerte por el Dictador. Pero quien lo conoció estaba seguro de que las carabinas del Supremo necesitarían ojos de lechuza para no errar el tiro que acabara con su vida.

Mientras el país permanecía clausurado por los cerrojos que el Doctor Francia había impuesto al comercio y a la navegación, las fábulas sobre el paradero de Teo crecieron como larvas lozanas prendidas a las nervaduras de la fantasía. Se perdió el rastro de sus pendencias en el principio del tiempo. El mujerío afirmaba que el arribeño, cuyo nombre ya nadie recordaba, aparecía en los recodos más oscuros de los caminos, convertido en un duende montaraz. Los Delegados de gobierno perseguían su cabeza con ferocidad temiendo perder la propia, en caso de que las dilaciones reiteradas impacientaran al Dictador. Era obvio que el hombre transitaba por el país sin pases ni regresos, atribuyéndose más muertes que contiendas y el don de la ubicuidad.

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Cuando Chopeo le contaba a su mujer las versiones que circulaban por las pulperías ella lo defendía con fervor.

-Habladurías que ponen por él -rezongaba sin importarle que sus hazañas se ensuciaran en la boca de las comadres, porque desde luego tenían que ser mentira.

Con los años los varones de la Villa lo mentaron con admiración, el mujerío suspiraba al evocarlo, y el Cura dejó de maldecirlo desde el púlpito para evitar el ridículo, mientras Paulina comenzó a suplicarle al Santísimo que no volviera, para que fuese cierto que ese muchachito, al cual había alimentado como a un ternero guacho, recorría el firmamento montado en un jaguar resplandeciente en las noches de luna llena.



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Ausente la lechera mugidora, con aquel párvulo que Chopeo no conocía aferrado a sus pantorrillas, Paulina no encontraba qué palabras decirle. ¿Cómo enfrentar su mirada inquisitiva cuando la respuesta se resolvía en esa cría que no era ni bestia ni cristiano? ¿Para qué contarle que la escarcha había quemado los sembrados los dos primeros años, y la seca se los comió después? Acaso serviría confesarle que ella se ponía contenta aunque él no estuviese, cuando los chivatos comenzaban a murmurar en diciembre, y que rezaba para que lo acaecido desaconteciera: el rapto, la violación, el niño que le creció en el vientre, y la poca comida, y las muchas siestas interrumpidas por el trotecito del alazán requemado del Comandante que con la vuelta de las cigarras rumbeaba por la costa de Naranjaty hasta su rancho, para que no se le olvidara quién era él, y que ella era un pendiente que no le daba la gana de conseguir por la fuerza.

A Chopeo los celos le alimentaban el insomnio desde la época del repartimiento. Tan pronto como le dieron aquel pedregal de irrisoria proporción con la excusa de que no se otorgaban mercedes reales sobre extensiones mayores a la capacidad de cercar de cada poblador, Chopeo desconfió que el mandamás se había encaprichado con su mujer, sin saber que la obstinación suele ser una de las caras de la fatalidad. En esta ocasión era obvio que el destino se había confabulado con el poder. El mismo que él descargaba sobre la espalda   —126→   de Paulina al retornar de unas juergas que le servían de antídoto.

-No vale que me trates así. Nunca me pillaste con nadie, ni me retiraste de abajo de ningún hombre -sollozaba ella, sin escabullirse de la guacha que le marcaba la piel, hasta que él se quedaba exhausto de furor, y de arrepentimiento, aunque no se lo dijera.

Ahora aquellos golpes ya no le dolían; ahora sólo quedaban las sobras de una desmantelada ternura; la sombra de su desesperación en el instante de la partida con el valle de los Altos desdibujándose en las estribaciones de la Cordillera, la lamentación de las primas, como si ella ya estuviera muerta, las maldiciones reforzando la valla que los separaba desde entonces. Paulina nunca le perdonó que la hubiera sacado de su comodidad sin su consentimiento, igual que a un señuelo al cual no se pregunta si quiere guiar a la manada. La aceptación sobrevino después del alumbramiento, cuando la recién nacida empezó a sorber la leche, aminorándole junto con la inflamación de las mamas la tristeza de la marcha forzada, como si con el flujo blanco le trasvasara también la sumisión que se espera de toda mujer.

Pero aquellas eran quejas de otro tiempo. Ahora nada más se le presentaba la ansiedad de su marido mientras aguardaba el lugar de las peonías otorgadas: el pulgar escarbando la arena de aquella población con pretensiones de villa, que habían venido a levantar para defender la colonización española contra el avance portugués y la rapiña de los indios del Chaco, en las zonas ambiguas de la fronteras. Chopeo no pudo disimular su desaliento al comprobar la mala calidad de la tierra que les tocó en aquel descampado que por poco se salía del horizonte.

-Imposible venir hasta acá para recibir pura piedra. Pero mirá un poco lo que nos dieron -se quejaba ella recordando el   —127→   limonero encorvado por el peso de los frutos en el fondo del patio abandonado.

-Pero voy a pagar menos impuesto, Paulina, porque mi lote está avaluado en reales en lugar de pesos plata, por la lejanía de la Villa, según dice la ley.

-¿Pero no te das cuenta que la palabra del Comandante pesa más que la ley?

Chopeo trataba de convencerla de las ventajas de la concesión para no echarse a llorar frente a ella. Sólo entonces se enteraron de que una Merced Real se hacía efectiva luego del pago de la media annata, y no antes, y mucho menos después del plazo establecido por las normas que regían la que un día fuera Provincia Gigante de las Indias.

-¿Cómo nos van a cobrar por tierra muerta, casi casi pegada a los salvajes?

-De todos modos va a ser nuestra, Paulina, eso es lo que importa. Cuando pague el total me van a dar mi papel -insistía, tan conciliador como vacilante, sin recular un ápice en la decisión de plantarse en su propiedad, pensando no obstante en su adentro que aquel destino no era el canasto de la abundancia que les habían prometido al enrolarlo.

-Imposible de injusto es lo que nos pasa.

Sí. Realmente fue injusto que no bien se estaban acomodando a la desilusión, comenzaron los reclutamientos para ir al río Apa a levantar fortines, a costa y minción de los colonos -como era corriente en las colonias españolas-, y más tarde las redadas a fin de contener a los indios que, apañados por los portugueses asolaban las chácaras penosamente sembradas; además de poner el hombro para la defensa de las estancias en ambas márgenes del Aquidabán, por muy distantes que estuvieran de la Comandancia. Esas extensiones de pasto colmadas de vacas ajenas que debían proteger con su sangre aunque pertenecieran a la oficialidad, y sobre todo por eso. ¿O   —128→   creyeron que se les iba a dar tierra porque sí?, bramaba el Comandante.

Las temporadas no siempre fueron nefandas, a tal punto que Paulina más de una vez llegó a pensar que su marido era un visionario. Sobre todo aquella siesta en que partió hacia el yerbal, luego de convencerla de que se iba a volver con las faltriqueras llenas.

-Me voy hacer rico, Paulina, ya vas a ver. No te asustes si me ves llegar con mucha plata -le dijo antes de sumarse a la caravana: el brazo en alto agitando el sombrero alegre, la promesa de un montón de cosas que se iban a comprar a su regreso.

La tarde se llenó entonces de agudos pipus, reventando en las gargantas entusiastas de los viajeros, de adioses guturales, de una efervescente ilusión. Más vale que se le cumplan sus sueños, pensó Paulina mientras desandaba el camino hacia su rancho; porque le daba lástima verlo tan contento si aquello no fuera a ser verdad.

Ahora, la evocación de aquel tropel de carretas, mensualeros conchabados y reses mugidoras se abría como un ojal en la entretela de su cerebro para prenderse a la desesperanza, y a los remiendos de alegría que ella supo coserle a la existencia. Porque Paulina, sin achicarse ante la adversidad, tenía el hábito de la risa fresca y el acomodo a lo irremediable; una aceptación valerosa que le impulsaba a empuñar la horqueta para arar tantas veces como Chopeo se ausentara.

¿Cómo se va a reconocer el sabor de la bonanza si no se traga primero el caldo de la desdicha? Ya se sabe que durante los días afortunados se presentan siempre horas amargas, y en las estaciones aciagas nunca falta algún motivo de contento. Demasiada verdad para no llevarla en cuenta, pensaba Paulina, mientras inventaba una y otra vez las causas de esa pretendida felicidad.



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El agua protesta en el brasero empañando la cara de Chopeo. Con un tronquito de yerba encendido, Paulina se afana sobre el cuerpo del marido, que se deja semiquemar las pústulas, encogiéndose cada vez que el gajo le roza la epidermis. Ella insiste sobre las aberturas por donde fluye la supuración sanguinolenta hasta extraer las uras. Esos pequeños gusanos se contonean desesperados debajo de la piel enrojecida, sin más escapatoria que buscar el orificio por donde habían entrado. Luego de una laboriosa insistencia emerge del minúsculo cráter una protuberancia blanca, gordezuela y flexible, escurriéndose con dificultad hacia la luz. El escozor cede, pero Chopeo se siente un sobornal vacío puesto bruscamente del revés, como si el pellejo agujereado no fuera otra cosa que su mismo corazón dado vuelta.

Sobre los músculos adoloridos sólo quedan las picaduras de los insectos que no logró espantar el humo del estiércol de la torada del mantenimiento. Chopeo recuerda la avalancha de polvorines levantándose de la cara plana de los charcos como una neblina zumbadora previa al ocaso, y se rasca con desesperación. Alimañas y penurias le habían dejado cicatrices de toda laya. Cicatrices que lo atormentan de tal modo que desearía echarse arena en las orejas para no escuchar los recuerdos. Cuando no puede más, llora quedito, con vergüenza, porque le habían enseñado que los hombres no lloran, y sin embargo la vida le había mostrado lo contrario.

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Todo es presente ahora, porque se niega a retornar al ayer y no atina a imaginar el mañana. Prendidas como garrapatas las imágenes se ensañan con él, se instalan en su presente sin poder desvanecerse nunca, nunca. Entonces ya no está junto a esa mujer que lo cuida, luchando contra la sospecha de que el Comandante se la montó en su ausencia, sino pegado al barbacuá durante una quema que no termina jamás; jadeando, como si Teo estuviera todavía ajustándole el haz a la espalda, para ayudándolo enseguida a ponerse de pie con aquel cargamento que pesaba más que su propia vida.

Los recuerdos se asilan en una caritativa nebulosa, donde es fácil recrear la jarana con las putas desdentadas de las barracas los días en que se arreglaban los pagos; los tiros de los escolteros, mbokapú, mbokapú, alertando a la peonada cuando había gresca. Ni que decir el silbido del rebenque si alguien escondía un puñado de yerba entre la ropa. Y los gritos de Eulalio luego del escape, advirtiéndole que lo estaban estaqueando con unas correas que le penetraban hasta el hueso cuando se encogían al rajasol. Recordar es sencillo, lo difícil es abolir esa añorada amnesia que se resiste a doblegarse. Entonces Chopeo no entiende si piensa o duerme o vela o sueña.

En medio de la convalecencia, de cara al erial que comienza a recobrar su apariencia de capuera, se engrosa el silencio entre los dos. Bernardita, sentada frente a un plato inexistente es un comensal más en la mesa; los persigue con la insistencia de las ánimas que no terminan de irse del lugar donde dejaron la vida.

Chopeo pronto comprendió que no era tan simple desandar el itinerario de la desdicha. Además, ¿de qué serviría contarle a Paulina lo sucedido, una vez finiquitado el beneficio que en cierta ocasión creyó apetecible? A esta altura de la desilusión, con el espejismo de un retorno opulento hecho trizas, ¿a santo de qué regodearse en los detalles? Nadie puede   —131→   arrancharle al ayer su carozo sombrío, como tampoco trampear a la memoria. Desde la hamaca, mirando los declives del campichuelo, el obstinado pedregal, Chopeo redescubre su pulso de varón y se encariña con aquel niño agreste, que se lleva a la boca, con la yema humedecida, los gorgojos del maíz que su mujer conserva aunque esté podrido.

Las remembranzas forman un basural que no se empoza con los años. A las disputas provocadas por la expedición fundadora se sumó la algarabía de la aventura yerbatera. A los arrebatos de furia de Paulina, la tozuda esperanza de que se avecindarían en el casco de la nueva colonia, y de que lo llamarían señor como a un hombre de verdad.

Ahora, aquellas elucubraciones se habían vuelto pura lejía en el caldero de la obsesión. La realidad es una amante demasiado celosa para dejar que alguien se fugue de ella; y aunque él trató muchas veces de escabullirse la muy perra siempre lo encontró, haciéndole acordar de que ella era su verdad, y que no se la podía cambiar como a una camisa. Finalmente terminó aceptando que lo que existe no se puede negar, ni los liños boqueando entre las rocas como peces sentenciados, ni su hija sometida por los indios, con aquellos ojos enormes donde él ya no volvería a entrar; como tampoco esa criatura a quien la madre le negó el nombre.

-Hasta la gracia de un hijo varón me negaste, para jactarme delante del Comandante, o aunque sea para dejarle este campito por el cual tanto estoy penado -le recriminaba al Todopoderoso cuando nadie lo escuchaba.

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