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Vida de Carlos III

Tomo II

Conde de Fernán-Núñez



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Conde de Fernán Núñez

Carlos III






ArribaAbajoSegunda parte

Compendio de la vida del rey D. Carlos III de España, que comprende desde su llegada a España hasta su muerte


(Continuación)


  —[1]→  

ArribaAbajoCapítulo IV

(Continuación)


Que comprende desde la guerra, empezada en 79, hasta la Paz, concluida en 1783


Aunque se habían empezado negociaciones de paz, se continuaban, como si no existiesen, los preparativos vigorosos para la próxima campaña. El Conde d'Estaing fue nombrado para pasar a Cádiz a tomar el mando de la escuadra y tropas combinadas que debían transportarse a América para atacar la Jamaica. Salió a este fin con dirección a Cádiz un convoy, compuesto de 30 buques de transporte, en que iban 7.500 hombres, de tropas de desembarco, escoltados por nueve navíos de línea, y como Cuartel Maestre General de esta expedición, iba en ella el singular Marqués de la Fayeta. Aunque el Rey Carlos no gustaba   —2→   personalmente de él, le había destinado, con acuerdo del Conde d'Estaing (que me lo ha dicho últimamente en París), para mandar en la Jamaica, en caso de tomarse, porque (decía S. M.) no era bueno sino para tratar con gentes rebeldes. La experiencia ha continuado en justificar el tino y acierto de nuestro Soberano en el concepto que hacía de las gentes y el perfecto conocimiento que tenía de los hombres y del corazón humano.

Entretanto, se adelantaban en Londres las negociaciones de paz, y el Rey, el lord Selburn y el lord Grantham, Ministro de Estado, muy honrado y afecto a España, donde se hallaba de Embajador en 79, al tiempo de la declaración de esta guerra, llegaron a ponerse de acuerdo con las Cortes de París y de España sobre el arreglo de las proposiciones de paz, cediendo Gibraltar a la España, con la condición de añadir la restitución de todas las islas tomadas en América, menos la de la Guadalupe. El Conde de Aranda creyó que la posición ventajosa de esta isla abría la puerta de la América a los ingleses, y que de ningún modo compensaba esta ventaja la cesión que nos hacían de Gibraltar, y así tomó sobre sí el suspender la conclusión de estas condiciones, no obstante que tenía la orden de su Corte para adoptar este cambio, y me ha dicho el mismo Conde   —3→   creía era éste uno de los mayores servicios que había hecho en su vida a la nación, y aun a la Casa de Borbón, cuyos vasallos no hubieran podido navegar a sus islas sin pasar por el registro inglés. Así lo reconoció la Corte de Francia, y el Rey dijo en esta ocasión al Conde de Aranda: Mr. l'Ambassadeur, nous n'oublierons jamais les obligations que nous vous avons en cela.

Conociendo el nuevo Ministerio inglés que ya no era posible lisonjearse de poder reducir las colonias; que la Inglaterra se hallaba con 24 millones de libras esterlinas de deuda, cuyos réditos absorbían más de la mitad de sus rentas anuales, y que sólo la Casa de Borbón reunida, sin contar la Holanda, tenía sobre 40 navíos más que ella, resolvió al fin reconocer la independencia de la América, lo que hizo el Rey el 5 de Noviembre de 82 a la apertura del Parlamento, en los términos siguientes, que merecen no olvidarse:

«Para consentir la separación de las colonias americanas de la Corona de estos reinos, he sacrificado toda consideración particular a los deseos y a la opinión de mi pueblo. Dirijo a Dios Todopoderoso mis humildes y ardientes súplicas, rogando al Omnipotente que la Gran Bretaña no sienta algún día los males que deben resultar de un desmembramiento tan grande de su Imperio, y que la América pueda descansar   —4→   segura bajo un Gobierno que no es más que una anarquía. De cualquier modo, la misma religión, lengua, sangre e intereses formarán, como lo espero, una unión constante entre la madre y los desnaturalizados hijos.»

Dado este paso, vino a París, en calidad de Ministro plenipotenciario, D. Alejandro Fitzherbert (hoy Embajador en España con el título de Mylord Saint Elen), y pasó a Londres con el mismo carácter D. Ignacio Heredia, Secretario que era de Embajada en París. Firmáronse, pues, en Versailles el 20 y 21 de Enero de 83 los tres Tratados de paz: el uno entre la Inglaterra y los Estados Unidos de América, el otro entre la Inglaterra y la España, y el tercero entre la Inglaterra y la Francia, de cuyos Tratados se hallará el pormenor en la nota 24.

Hizo después la Inglaterra su Tratado particular con la Holanda, y quedó por este medio pacificada toda la Europa. En uno de los artículos de dicha Convención, hecha entre la Inglaterra y los Estados Unidos de la América, se dice que la navegación del gran río Mississipí será abierta y común a ambas naciones, siendo así que los ingleses ya no poseían nada sobre él ni sobre aquellas costas, y que los españoles eran dueños de su embocadura y de toda la última parte de su navegación. Este artículo será probablemente la manzana de la discordia entre   —5→   los españoles y americanos, y el primer motivo o pretexto para hacer la guerra en aquellas regiones e internarse lo posible en las posesiones españolas, y entonces volverán a hacer causa común los ingleses y los americanos, en perjuicio de la España. Esta potencia logró, a la verdad, más que la Francia en la paz de 83, que es la más ventajosa que ha hecho en el siglo para sus intereses verdaderos. Aunque gastó mucho en la guerra, tuvo también la ventaja de que la mayor parte del gasto no saliese de sus dominios, pues no la hizo sino por mar y en Gibraltar, lo que disminuye y hace menos sensible la pérdida en la masa total de la circulación, que fue dentro del reino. Había cedido España en la paz de Utrecht los Países Bajos, sus Estados de Italia, Mahón y Gibraltar, y se vio obligada a recibir el oneroso tratado exclusivo de la venta de negros en el de 1720, cuando la cuádruple alianza. En 48 confirmó los privilegios de los ingleses en la de Aquisgrán. En la de 63 ya hemos visto lo mucho que perdió en poquísimo tiempo. Pero al fin quiso Dios que el justo Carlos III hiciese su última paz en términos que su corazón pudiese consolarse en algún modo del dolor que le causaba siempre la necesidad de deber hacer la guerra. La Prusia y la Corte de Viena, y particularmente esta última, tuvieron gran deseo de ser mediadoras en esta   —6→   paz; pero sólo lograron en ella una intervención honorífica, pero inactiva, que les satisfizo bien poco.

Desembarazado el Rey Carlos de los cuidados desagradables de la guerra, continuó en dedicarse todo a los que eran más conformes a su genio, y a la felicidad interior de sus pueblos, que fue siempre su primer objeto.

Llegaron felizmente a Cádiz 32 millones y 700 mil pesos fuertes, detenidos en los puertos de América durante la guerra, y continuaron en ir entrando sucesivamente por medio del comercio libre los caudales que producía esta nueva circulación.

En medio de estas satisfacciones, tuvo el Rey la pena de ver morir en Aranjuez, en 83, un segundo nieto con que la Providencia había querido reemplazar la pérdida del primero, para probar su constancia; pero hallándola siempre la misma, quiso recompensarla en aquel mismo año con un doble fruto de bendición. Parió, pues, la Princesa en La Granja dos niños robustos y hermosos, que, colocados en una misma cuna, hacían las delicias y admiración de todo el público, que, sin distinción de personas, se permitió por mucho tiempo entrase a verlos. No es posible explicar el gozo de aquel respetable anciano al verse con dos nietos a un tiempo; pero sólo le duró un año tuvo este gran consuelo1.   —7→   Al cabo de él, le dio la Divina Providencia otro tercero, a quien se le puso el nombre de Fernando; pero éste, que era el tercero de su familia cuando nació, cuando su madre fue a misa de parida, era ya Príncipe de Asturias (de lo cual creo éste sea el primer ejemplo), y como tal se le ha jurado en 89. Los dos gemelos, que habían empezado a desmejorarse visiblemente, murieron en los cuarenta días del sobreparto de la madre. A más de este robusto nieto nació otro, llamado Carlos, en el mes de Marzo de 88, que, a Dios gracias, se conserva bueno, como su hermano Fernando. Es muy sensible que no se piense con más tesón y menos respetos humanos y precauciones en conocer y corregir desde luego la causa de la desgracia que han experimentado los hijos varones de este matrimonio. El asunto es de tanta importancia, que todo cuidado y diligencia es poco para lograr destruir ese humor picante que se ve traen consigo, sin culpa de sus padres, y cuyo origen no sería difícil hallar en su anterior generación materna, si no se olvida la verdadera causa de la muerte de su abuelo.

También sería de desear pensasen de otro modo nuestros Soberanos sobre la inoculación, cuando en menos de tres meses han visto perecer   —8→   de la viruela, en 88, cuatro Príncipes de su familia y la de Portugal, y que saben son tan nocivas en ambas.

Había el Rey establecido la paz entre la Puerta y los napolitanos cuando gobernaba felizmente aquellos reinos, y aunque en España había habido una interrupción total, y aun inconvenientes invencibles para renovar este comercio, no obstante de haberlo intentado el Cardenal Alberoni, estos mismos obstáculos eran para el Rey, que gustaba de vencer dificultades, otros tantos estímulos, si los hubiera necesitado su deseo de hacer el bien y su máxima constante de Homo sum, nihil mihi alienum puto.

Envió, pues, a Constantinopla a D. Juan Buligni, que dicen conocía aquel país, y, no obstante las dificultades que le movieron las demás potencias, que no querían nuevos rivales en aquel comercio, concluyó con el Gran Visir Hagit Seid Mahomet, en 14 de Septiembre de 83, un Tratado, que se ratificó después.

Establecióse por él la paz perpetua acostumbrada, Cónsules españoles en todas las escalas de Levante, comercio recíproco pagando los derechos que las demás potencias amigas y protección especial en las peregrinaciones que hiciesen los españoles a Jerusalén.

Acmet IV, que ocupaba el solio otomano, se vio precisado a ceder a la Czarina la importante   —9→   isla de la Crimea, de que sacaba su mejor caballería, y en que había al pie de dos millones de almas. Como esta conquista abrió a la Rusia los mares, y aun las puertas de Constantinopla, pensó le convenía hacerse otros amigos, que, interesados en que no extendiese tanto sobre ellos sus dominios por el Mediodía, se opusiesen a sus conquistas, y así entró con gusto en esta nueva alianza de la España, a pesar de las intrigas de las otras Cortes, que deseaban no tuviese efecto. Aunque el Gran Señor repugnó lo que pudo la cesión de la Crimea, falto de Generales, amenazado por el Emperador y persuadido por el Conde de Saint Priest, Embajador de Francia en la Puerta, le fue preciso conformarse a sus circunstancias. El Conde de Saint Priest, mi amigo, hombre hábil, activo y firme y honrado, se manejó en esta negociación con la mayor sagacidad y acierto, y para que se vea cuán necesaria es la precaución en todos los que manejan asuntos importantes, quiero poner aquí lo que él mismo me ha contado le sucedió en esta ocasión, añadiendo fue una de las cosas que le facilitaron más el desempeño del asunto.

El Ministro de Inglaterra, que estaba entonces en Constantinopla, tenía la costumbre, como todos los de su nación, de trabajarlo todo por la mañana, y comer tarde, como todos los ingleses, porque lo hacía de modo que no quedaba   —10→   para trabajar después hasta el día siguiente. Tenía dicho Ministro un criado francés, al cual daba la llave de su gabinete de trabajo para que limpiase el cuarto mientras que él comía. El criado vio un día un despacho en que se hablaba de la Francia, y le pareció que, como francés, debía comunicarlo al Embajador de su nación, y así lo hizo, prometiendo a Saint Priest, que no le conocía, continuarlo, sin otro interés que el de servir a su patria. Lo ejecutó, pues, tan constantemente, que Saint Priest tuvo desde entonces copias exactas de todos los despachos del Ministro inglés antes que saliesen de Constantinopla, dándole esto la superioridad que deja conocerse para seguir con acierto su negociación. Hace años he oído al Conde de Aranda que el criado que limpiaba su cuarto de trabajo era siempre uno que no supiese leer ni escribir; y ahora puede añadirse será bueno no sea nuevo, ni extranjero. El suyo no lo era nunca que podía evitarlo.

Quería el magnánimo corazón del Rey hacer una paz general con todas las potencias barbarescas, y lo manifestó así a la Puerta; pero ésta, no teniendo ya hace tiempo la misma influencia que antes sobre los argelinos, no pudo hacer lo que hubiera querido en esta parte. Pensó, pues, S. M. reducirlos por la fuerza, y, a imitación de Luis XIV, que un siglo antes había bombardeado   —11→   a Argel, quiso repetir aquella escena, no obstante el mal suceso de la de 75. El Rey de entonces hizo decir al Rey de Francia que para qué se había cansado en ir allá sólo para matarle 6.000 hombres; que con la mitad de lo que le había costado la expedición, que él le hubiera dado, le hubiera enviado doble número de cabezas. Si alguno hubiese referido este dicho al Rey, acaso hubiera empezado por donde acabó, y hubiera ahorrado mucho dinero, crédito y alguna gente. No hubiera, a más de esto, aguerrido a los moros y enseñádoles a tener, y hacer uso de las barcas cañoneras y bombarderas, que jamás hubieran conocido sin esto. En el año de 62 despertamos a los portugueses, que sólo desde entonces tienen ejército y marina, y en 83 y 84 hemos aguerrido y disciplinado a los moros; y éste es el único fruto que hemos sacado de las expediciones de Portugal y Argel. A la verdad, es difícil tener vecinos menos incómodos y más leales.

En fin se resolvió saliese a bombardear esta plaza D. Antonio Barceló, que, aunque excelente corsario, no tiene, ni puede tener, por su educación, las calidades de un General, y que, por consecuencia, no se manejó como tal en éste y en el siguiente bombardeo de Argel.

Llegó el 29 de julio de 83 a aquella bahía con seis navíos de línea, tres fragatas, dos galeotas, tres bergantines, nueve jabeques, tres balandras,   —12→   20 barcas cañoneras, 20 bombarderas, seis faluchos y ocho brulotes, fuerzas que, bien manejadas, hubieran podido tener otras resultas. Empezó sus operaciones el 1º de Agosto; tiró 380 bombas con poco efecto, y he oído decir a una persona de verdad que se ha hallado después en la plaza que muchas iban cargadas de tierra. A la verdad que esto, en vez de ser un cargo contra Barceló, sería una sospecha fundada de la mala intención de los que iban a sus órdenes, y de los efectos de la emulación que había entre los oficiales de marina y este oficial de fortuna, que de mero Capitán del jabeque Correo de Mallorca, hizo tan distinguidas presas sobre los moros, que el Rey, sin saber leer ni escribir sino su nombre, le elevó hasta el supremo grado de Teniente General, para el cual no tenía este valerosísimo marino las mismas calidades que para el corso. Duró ocho días esta fiesta de pólvora, demasiado costosa y larga para lo poco que divirtió a los moros y que utilizó al que la pagaba.

Repitióse, no obstante, con más fuerza y con anticipación el año siguiente de 84, pues se decía que el anterior se había salido demasiado tarde para aquellos mares. Se unió a nuestra escuadra una división de la marina portuguesa, mandada por el Brigadier Ramírez, y en que iba el Mello Brainer, que hemos visto tomó el navío   —13→   Vangarcia2 en 66 sobre la isla de Santa Catalina. Los malteses auxiliaron también la expedición, como lo habían hecho el año antecedente. El efecto fue el mismo, con más testigos y riesgo, pues los moros presentaron una línea numerosa de lanchas cañoneras y bombarderas, que estuvo en poco no cortasen a las nuestras. El 17 de julio se repitió la misma retirada que el año anterior, con aumento de gasto y vergüenza, pero no de fruto.

La Puerta otomana y el Rey de Marruecos insistieron en persuadir a los argelinos, que al fin entraron en negociación, y habiendo pasado a Argel, bajo bandera de tregua, cinco navíos de guerra españoles, a las órdenes del jefe de escuadra D. Josef de Mazarredo, logró éste se firmasen el 16 de julio de 85 los preliminares de la paz.

No se hizo en esta ocasión a Mazarredo toda la justicia que merecía el celo con que había desempeñado su comisión. Intervino antes en ella un francés intrigante, que se decía Conde de Expilly, y que había introducido y recomendado a nuestro Ministerio otro francés, no menos intrigante que él, que se hallaba condecorado a nuestro servicio, y que había tenido la fortuna de hacer uno importante en la última   —14→   guerra, como lo hemos dicho arriba. Deseoso este francés de ganar y tener él solo la gloria de esta obra, usó de mil ardides y embustes, hasta falsificar la traducción de algunos artículos del Tratado, y apropiarse parte de los regalos que llevaba para los Ministros de la Regencia, de modo que, reconocido así por los mismos moros, se ha visto precisado a no volver allá. Con todo, nuestra Corte, por no confesar ha sido engañada, ha sostenido y dado pensiones a este francés, a quien mejor que nadie conoce el mismo Ministerio. La manía de querer conservar en el público, sin conseguirlo, el concepto de infalibilidad, es aún más dañoso en los Gobiernos que en los particulares; pero como éstos son los que deciden de aquéllos, es muy difícil no se resientan de sus faltas. Más vale decir: Me han engañado, pero lo he conocido, corregido en tiempo y castigado al que me engañó, que soñar que me creen infalible y premiar al impostor, mientras los demás lo conocen, se ríen de mí, y critican con razón mi injusticia y mi vanidad, y se animan con mi impunidad a hacer otro tanto. Es un error el temer que, sin esto, no hallaré proyectistas, porque verán no los sostengo. Los malos huirán de mí; pero los buenos acudirán con doble confianza, y nada perderá en ello el Estado ni el Ministerio.

Me ha asegurado persona de toda verdad que   —15→   ha pasado últimamente muchos años en Argel y ha tenido conocimiento e intervención en todos estos asuntos, que a la hora de ésta, por la mala fe de este francés, llegaban ya a 50 millones de reales lo que costaba a la España la paz con la Regencia. Uno de los principales móviles de ella fue el actual Bey, hombre de talento, que se hallaba de Ministro del Interior, y que había estado en España, donde fue muy bien tratado. Deseaba el Rey fuesen comprendidos en este Tratado de paz su hijo el Rey de Nápoles y su sobrina la Reina de Portugal, a cuyo fin envió el primero a Argel a D. Thomaseo, oficial de marina, y fue por parte de Portugal Mr. de Landerset, Coronel del regimiento de Algarbe, de infantería; pero ambos se restituyeron a sus Cortes sin poder concluir nada. El día 14 de junio de 86 se finalizó sólo por parte de España el Tratado definitivo con Argel, habiendo precedido otro, convenido el día 10 de Septiembre del año anterior, con la Regencia de Trípoli, a que sucedió después de algún tiempo el Tratado con la Regencia de Túnez, que era el único que faltaba para estar en plena paz con las potencias barbarescas.

Es, a la verdad, una cosa vergonzosa la dependencia y feudalidad en que los bárbaros africanos tienen a las potencias marítimas de la Europa, ejerciendo sobre ellas una piratería infame,   —16→   o rescatándola por un tributo indecente, por más que se colore con el nombre. Una declaración conforme de parte de todas las potencias marítimas a todas las potencias barbarescas, en que se les intimase: 1.º, que no se daría cuartel a ningún corsario, y se le echaría a pique con la gente; 2.º, que no se rescataría ningún cautivo; 3.º, que se trataría y recibirían sus bastimentos en los puertos y mares como a los demás, siempre que comerciasen como ellos, sería un medio infalible de contener este abuso. Pero las potencias que hacían este comercio exclusivamente sostenían el corso para conservarlo, y esto sólo puede haber imposibilitado esta idea. Nosotros, como tan vecinos de la África, deberíamos reflexionar hasta qué punto podía convenirnos el que los moros saliesen de su barbaría y extendiesen su comercio y potencia marítima, que nos podía ser muy dañosa con el tiempo, si aquel vasto país llegaba a civilizarse y a figurar por Tratados como las potencias de Europa.

Al mismo tiempo que el Rey se empleaba en extender los límites del comercio o industria de sus puertos, se ocupaba con no menos cuidado en corregir todos los abusos de que tenía conocimiento, aun en materias eclesiásticas, conociendo, y con razón, que cuando esto se hace guiado por un espíritu de verdadera religión y   —17→   del deseo de mantener su pureza para no exponer su conservación, y no por un espíritu de irreligión y de ateísmo, disfrazado con la máscara de una aparente filosofía, entonces, lejos de perjudicar, contribuye a consolidar y mantener la misma religión en la pureza que exige la verdad de ella. Consiguiente, pues, a estos verdaderos principios, solicitó y obtuvo de la Corte de Roma un Breve, por el cual se dejaba a la libre disposición de S. M. una parte de los frutos, que no exceda de la tercera, de las prebendas y beneficios no anexos a Curas de almas, y que fuesen de la nominación real, siempre que queden 200 ducados de oro de Cámara en los Beneficios que exijan residencia, y 100 a los que no lo exijan, como puede verse en el Breve original del Papa y en la carta circular del Rey, de fecha de 8 de Diciembre de 83, que había enviado con él, de orden de S. M., a los Obispos del reino. El objeto de esta concesión (que sólo debía entenderse con los Beneficios que vacasen en lo sucesivo) era únicamente el socorro de los pobres verdaderamente necesitados, por medio de hospicios y de establecimientos igualmente económicos que útiles. Escogió S. M. para su dirección a D. Pedro Joaquín de Murcia, mi amigo, que hizo a este fin varios planos, que probablemente hubieran tenido más efecto si no hubiesen sido tan en grande, y si hubiese   —18→   puesto en ellos más inteligencia y economía.

A vista de las desgracias que había experimentado S. M. en la pérdida repetida de cuatro nietos varones, y teniendo presente lo que al principio del siglo había padecido la lealtad de la nación española para colocar en el trono de ella a su legítimo heredero, y reflexionando también sobre lo que acababa de suceder al desgraciado Infante D. Luis, creyó S. M. deber asegurar más y más la sucesión del Trono de España dando estado competente a su hijo tercero el señor Infante D. Gabriel. Consultando, pues, sólo la razón, la naturaleza y la justicia, puso aparte todas aquellas políticas mal entendidas que habían impedido hasta entonces el matrimonio a los Infantes de España. Resolvió casar al expresado Infante D. Gabriel con la Infanta Doña Mariana Victoria, hija de la Reina de Portugal, y dar en cambio a la Infanta Doña María Carlota de España, hija primogénita del Príncipe de Asturias, por esposa del Infante Don Juan de Portugal, hijo segundo de la Reina. Tenía este Príncipe el Mayorazgo del Infantado, propio de los hijos segundos de los Monarcas portugueses; pero al Infante D. Gabriel le faltaban rentas para poderlo establecer de modo que sus hijos tuviesen una decente subsistencia. A este fin, secularizó S. M, con dispensa del Papa, y de acuerdo con el Gran Maestre de la   —19→   Orden de San Juan, y estableció hereditario en la línea del Infante el gran Priorato de la Orden de Malta, que poseía dicho Príncipe. Con esto y otras cosas le aseguró una renta de unos cuatro millones de reales. A más de las ventajas que hemos visto arriba tenía el establecimiento del Infante para asegurar en todo evento la tranquilidad futura del reino, presentaba también la de reunir de nuevo las dos familias de España y Portugal, que, no siendo una, deben estar íntimamente unidas, y procurar juntar algún día los dos reinos, séase sobre la cabeza de un Borbón o sobre la de un Braganza. Sea el que se fuese el nombre del Rey de España y del de Portugal, deberán siempre, si son buenos, conocer la necesidad de la unión de ambos reinos. Verificada ésta en la Europa, pocos dominios, útiles y bien situados y entendidos en la América, será el modo más seguro de que la Península entera de España, que toda lo es, sea verdaderamente feliz, rica, comerciante y respetada en la Europa, sin pensar jamás en extender sus dominios más allá de los Pirineos, que los hace tan independientes del continente como a la Inglaterra, siempre acredita en moderación con su conducta.

Penetró inmediatamente toda la Europa, empezando por la Francia, la fina política de nuestra Corte, y así el Conde de Floridablanca trató   —20→   este asunto con el mayor secreto hasta que estuvo enteramente concluido. Todo el cuerpo diplomático estaba inquieto y curiosísimo de ver las repetidas y misteriosas conferencias del Conde con el Marqués de Lorizal, Embajador de Portugal, y llegó a tanto su impaciencia, que los Embajadores de Francia y Nápoles se explicaron con el Ministro y le manifestaron la inquietud en que estaban de aquel misterio. El Conde les respondió podían estar tranquilos y tranquilizar a sus Cortes, pues el asunto de que se trataba no tenía la menor conexión con los suyos. Como acababa de convenirse un arreglo de comercio y de tarifas entre ambas Cortes, los más atribuyeron a esto las conferencias a vista de las respuestas del Conde, que en general no es muy comunicativo en los asuntos, y que es probable hiciese correr esta voz para dormirlos. La Corte de Nápoles, luego que supo las resultas verdaderas de aquellos misterios, se manifestó muy ofendida, y quiso llamar, y aun mandó retirar a su Embajador el Príncipe de Raffadale, porque no había penetrado y avisado el misterio. Por otro lado, creía que en este Tratado había algún artículo secreto, contrario a sus derechos y a los de su rama; pero el Rey Carlos no permitió al Embajador entregase sus recredenciales, y así le conservó a su lado como Embajador, contra la voluntad del hijo, que le dejaba sin hacer   —21→   caso de él, ni atreverse a contradecir a su padre. Después de la muerte de S. M., el Príncipe se ha establecido en España, donde es actualmente Mayordomo mayor de la Reina.

La Francia, aunque callaba, no veía con gusto acercarse tanto las dos Casas de España y Portugal, y así, cuando yo estaba en Lisboa, vi constantemente que el sistema de los Embajadores franceses era hablar de la desproporción de la edad entre el Príncipe del Brasil y su tía la Princesa; de la imposibilidad de la sucesión; la necesidad de ella; la posibilidad de la disolución del matrimonio, alegando los ejemplares de Polonia, todo con la mira de que no cayese en nuestra Infanta y en su línea la sucesión del reino. También decían que el Infante D. Juan no podría tener sucesión de nuestra Infanta, porque era muy chica y delicada, lo cual me ha repetido a mí mismo en Versailles la Reina, a quien la había persuadido sin duda el Marqués de Bombelles, Embajador en Portugal. La divina Providencia deshizo el primer matrimonio del Príncipe del Brasil; pero de un modo inesperado y el más contrario a sus miras, pues asegura a la Infanta Carlota y su línea la posesión de la Corona de Portugal, habiendo muerto desgraciadamente de las viruelas el Príncipe del Brasil, D. Josef, sucediéndole su hermano único D. Juan.

  —22→  

Muchas veces se quejaba conmigo doña Emilia O'Demsi, camarista de España, que quedó en Portugal con la Infanta, de la suerte de ésta, reducida a ser una segundona en Portugal, y yo siempre le decía: Calle, señora, el Príncipe del Brasil no ha tenido viruelas, y es muy sanguíneo y expuesto a un garrotillo. Es verdad que ni le deseé uno ni otro, ni contaba con el suceso, pues sólo lo decía para consolarla, y que, a la verdad, el Príncipe difunto y su esposa eran dignos de otra suerte, y nadie se la desearía más feliz que yo, por lo que les quería.

Comisionados como Embajadores extraordinarios para efectuar estos reales desposorios los dos Embajadores que se hallaban entonces en ambas Cortes, el Marqués de Lorizal en la de Madrid, y yo en la de Lisboa, hicimos las funciones correspondientes a este fin, y efectuamos las bodas, en Madrid el 27 de Marzo de 85, y en Lisboa el 11 de Abril, retardándose esta última por haber caído con sarampión el señor Infante D. Juan, que poco antes había tenido sus viruelas.

A más de la relación manuscrita y detallada que yo he hecho en Lisboa de todo lo acaecido en estos desposorios, y que se hallará en mis papeles, hay otra, impresa en Madrid, por Eduardo Malo de Luque, nombre supuesto, y anagrama del Duque de Almodóvar, que es su   —23→   verdadero autor. Este señor, como queda dicho, vino como Mayordomo mayor a Badajoz para el cambio de las dos Infantas.

En esta ocasión tuvo el Rey el pesar de que muriese en Arenas, el 7 de Agosto, su hermano querido el Infante D. Luis, de quien queda hecha anteriormente particular mención.

Continuaba en prosperar el nuevo comercio libre de América, a pesar de los muchos enemigos que tenía este nuevo sistema, y en 85 se vio que se habían despachado en géneros 21.742.000 pesos fuertes y que habían entrado 6.317.600.

A vista de esto, deseando S. M. extender más el comercio, propuso la actividad de Cabarrús un plano para, una nueva compañía de Filipinas, agregando a ella la antigua de Caracas.

El Conde de Floridablanca y el Ministro de Hacienda, D. Miguel de Muzquiz, apoyaron este buen pensamiento, cuya utilidad conoció desde luego su penetración, y S. M. se sirvió expedir la Cédula de creación en el año de 85. Si la España hubiera tenido la fortuna de conservar por más tiempo el Ministro Muzquiz, que, con el señor Conde de Floridablanca, trabajaban de común acuerdo por el bien, esta Compañía y el Banco de San Carlos hubieran prosperado infinito y hubieran consolidado en el reino el espíritu de circulación y comercio, que le son absolutamente necesarios, y establecido   —24→   un crédito en toda Europa. Con él, siendo la potencia que tiene más recursos en sí en este continente y en América, hubiera tenido en todas ocasiones a sus órdenes, sólo con la buena fe, establecida y consolidada como se debe, todo el dinero de la Europa cuando lo hubiese necesitado, con preferencia a todas las demás potencias. Así ven las cosas los Ministros grandes, dignos de serlo; pero no los que no se han criado para esto, ni tienen las calidades necesarias para ello, y se limitan a pequeñeces y personalidades, en perjuicio del bien del Estado. Así lo ha hecho en estos dos establecimientos el actual Ministro de Hacienda, Conde de Lerena. Se halló elevado este hombre, de ningún talento ni nacimiento, en solos cinco años, al Ministerio desde la plaza de Comisario de guerra, sin más mérito que haberle protegido el Conde de Floridablanca, por haberle creído firme, desinteresado y dócil, y suponer sería reconocido, calidades buenas, pero que, solas, no forman un buen Ministro de Hacienda. Enemigo personal de Cabarrús, dio oído a cuantos chismes le contaron de él, y creía ciegamente todo lo que le decían los gremios, enemigos declarados suyos y de este nuevo establecimiento, que era su rival, y les quitaba la ventaja de ser dueños del comercio de España y la de ser el único cuerpo a que el Ministerio podía acudir en cualquier   —25→   apuro de la Corona. Olvidado de lo que debía al Conde, llegó hasta quererle desacreditar, y al fin tuvo que pedirle mil perdones y su apoyo. Dicen le respondió el Conde, riéndose: Vaya usted, vaya usted; ya le he dicho mil veces, y debe conocerlo ya, que no puede andar solo. No salgo garante del dicho, aunque tiene todo el carácter del sujeto a quien se atribuye. Se declaró abiertamente contra Cabarrús, y, sin decir el motivo, le tiene encerrado en un castillo hace más de catorce meses, sin haberle hecho proceso, con escándalo de toda la España, y aun de la Europa entera, que dice le juzgue y le ahorquen o le den libertad. Pero estos son hechos personales, que serían menos malos si no hubiesen tenido influencia en los asuntos públicos; pero no fue así. La enemistad contra Cabarrús procede, entre otras cosas, de la superioridad de luces que conoce en él y de la ambición y miras que él no oculta, y que ve el Ministro pudieran resultar en su perjuicio, y así, no es extraño se resintiese Cabarrús de sus efectos en todo lo que dependiese de su enemigo poderoso. El Banco y la Compañía de Filipinas eran los dos puntos de ataque, y contra ambos se encarnizó su adversario. Hizo perder en ocho días más de seis millones de reales al Banco en una operación mal entendida que mandó ejecutar en París, retirando los billetes que tenía en la Compañía   —26→   de Indias, sólo por desacreditar a Cabarrús, que los había impuesto con todas las aprobaciones necesarias, y los ganó la casa de comercio francesa que los compró, como lo avisé yo a la Corte. A la Compañía de Filipinas le dio otro golpe capaz de arruinarla. Siendo uno de sus principales ramos el comercio de las muselinas, de que tanto consumo se hace en España, y estando su entrada rigurosamente prohibida en el reino, luego que llegó el primer cargamento de ellas, de cuenta de la Compañía, mandó levantar la prohibición de los extranjeros. Véase si puede hacérsele la guerra con más descaro. El que quiera ver más en detall éste y otros errores cometidos con dicha Compañía, lea desde la página 377 a la página 384 del V tomo de la traducción de la Historia política de los establecimientos de América, impresa en Madrid en casa de Sancha, año de 1789, y escrita, como queda dicho, por el supuesto Malo de Luque. El Ministro se declaró fuertemente contra él, por lo que allí dice, y a no haberlo sostenido la justicia del Conde de Floridablanca, le hubieran acaso hecho salir de la Corte, por haber escrito unas verdades, cuya publicación hará siempre honor a los conocimientos, talento, firmeza y patriotismo de mi amigo el Duque de Almodóvar.

Una de las grandes adquisiciones que hizo el Rey Carlos en beneficio de las ciencias fue el   —27→   célebre gabinete de historia natural que había formado en París un indiano, llamado D. Pedro de Ávila, natural del Perú, que lo dio a condición que sería su director el resto de su vida, con un sueldo de 60.000 reales, que no le duró muchos años, y así no fue cara la adquisición; pero lo ha sido la magnificencia con que se ha colocado para instrucción del público en lo sucesivo, pues hasta ahora no se ha empezado el curso de Historia natural, y sólo está abierto para que lo vea el público dos días a la semana.

S. M. ha mandado orden a todos los Gobernadores de la América y de todas sus posesiones ultramarinas para que envíen cuanto haya en ellas de raro, y ha hecho partir naturalistas instruidos a hacer colecciones, de modo que con la continuación de este método podrá ser el mejor gabinete del mundo, y lograr también igual ventaja el Jardín Botánico que ha hecho establecer en Madrid, fabricando, para mayor utilidad de las ciencias, una casa para Academia de ellas, un Observatorio y todo lo necesario.

D. Agustín de Betancour, caballero canario, que, con su hermano, han estado empleados y pensionados en la Corte varios años para la hidráulica y maquinaria, han trabajado con el mayor esmero y distinguídose, muy particularmente el primero, por su habilidad y talento, mereciendo premios y la mayor aceptación en   —28→   la Academia y entre los hombres científicos. Ha enviado una de las más perfectas de cuantas máquinas pueden imaginarse en toda clase, y conociendo yo por experiencia que las más veces, después de hacer gastar mucho al Rey, estos envíos se almagacenan, propuse se estableciese un gabinete de mecánica, de que Betancour sería director; que en él hubiese catálogo de las máquinas para uso, que se vendiese al público, y en que se expresaría lo que costaría el dibujo o un modelo de cada máquina. De este modo, cualquiera pudiera hallar allí la que le conviniese, para los adelantamientos de sus posesiones, etc., y teniendo siempre en París y Londres un sujeto que continuase a ir dando cuenta de lo nuevo que saliese, podría con poco hacerse un establecimiento muy útil al reino. De lo contrario, entrará lo gastado en el número de lo inútil, que no es poco.

Concluida la paz con la Inglaterra, quedaban aún por la parte de la costa de los Mosquitos algunos puntos que, si no se aclaraban, darían motivo a mil disputas y desavenencias, y así, en 1786 se concluyó un Convenio particular con la Inglaterra, por el cual se decidió que los ingleses evacuarían dentro de seis meses la costa llamada de los Mosquitos, y en retorno, S. M. C. le cedía, para uso de los colonos y para que le sirviese de punto de unión en aquellos mares,   —29→   la isla de los Jerseyes, con la condición de que no se construyesen fortificaciones guarnecidas de artillería. Igualmente concedió el Rey a la Gran Bretaña, sobre la costa de Yucatán, más territorio que el que había fijado en 1783, debiendo comenzar la línea inglesa desde el mar, y continuar hasta el nacimiento del río Hebano, para poder cortar palo de campeche con toda libertad.

El gran Federico II había siempre tenido particular inclinación a la España, en la cual se mantenía su amigo Mylord Maréchal, que había vivido algunos años en Valencia y tenido en España comisiones del Rey de Prusia, en cuyo palacio de San Souci vivía siempre. En tiempo de Felipe V había ido a Prusia D. Josef de Carvajal, después Secretario de Estado, y el Conde de Montijo, para cumplimentarle después de la guerra de 42, como aliado de la Francia, de sus nuevas conquistas. Pero desde entonces hasta el año de 77 no había habido Enviado alguno entre ambas Cortes. Entonces envió S. M. a Madrid de asiento, como su Ministro, al Conde de Nostiz, y pasó a Berlín, con igual carácter, D. Simón de las Casas, habiendo seguido estrechándose cada día más entre ambas Cortes la buena armonía y relaciones de comercio, cuyo recíproco estimulo fue el principal objeto del establecimiento de esta misión.

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Había el Rey adoptado el proyecto de un canal desde Madrid a Aranjuez, que desde allí se pensaba llevar hasta los mares de Alicante; pero yo preferiría el unir este canal al río de Guadalquivir en el punto de Guadarramal, desde el cual están proyectados y hechos los planos por D. Carlos Lemaur, bajo la dirección de D. Pablo Olavide, para llevar la navegación hasta el mar. Por este medio y haciendo practicable la navegación del Tajo hasta Talavera, y aún más allá, se facilitaba el transporte de todos sus géneros a América, y era el modo de dar a Madrid, a la Andalucía alta, a parte de Extremadura, y a toda la Mancha, cuyos vinos tendrían una salida grandísima, la comunicación más útil que puede dárseles, por ser la más directa con la América, en que la salida sería cierta y ventajosa. La falta de salida de los vinos de la Mancha, y aun de Castilla, es tal, que hay años de abundancia que hay que vaciar el viejo para poner el nuevo, al mismo tiempo que muchos del pueblo mueren de hambre.

Las aguas sumergidas del río Guadiana pudieran acaso contribuir a este canal, sobre el cual dudo se haya trabajado y hecho todas las experiencias que requiere un objeto tan importante, pues no he oído hablar de la unión del Tajo al Guadalquivir. Dicho canal, empezado, se paró a poco más de dos leguas de Madrid,   —31→   porque siendo sus aguas únicamente las que filtraban por la arena del pobrísimo río Manzanares, inmediato al cual tienen su dirección, parece no eran suficientes aun a llegar hasta Aranjuez, que era el objeto que se deseaba. Posteriormente se ha emprendido, por dirección de Cabarrús, y a cuenta del Banco, otro canal, para el cual debían juntarse en un grande depósito, a siete leguas de Madrid, las aguas de las vertientes de Guadarrama, y teniendo este canal un retén tan considerable como éste, a imitación del gran estanque de San Ferreol, que abastece el famoso canal de Languedoc, podría más probablemente contarse con la estabilidad de este pensamiento.

Quiso Dios dar al Rey el consuelo de tener un nieto del Infante D. Gabriel y de su esposa la Infanta portuguesa. Su virtud y la dulzura de su carácter tenían encantado al Rey, y el Infante no respiraba sino por su mujer, que ciertamente no abusaba del justo cariño y confianza que en ella tenía. El Rey, cuyo carácter prefería a todo la tranquilidad, la cordialidad y la paz y felicidad interior y doméstica, se deleitaba de manera en ver en su familia un matrimonio como aquél, de que hay pocos ejemplos, como se verá más adelante; y el gusto que tenía en contemplarle le aliviaba y hacía olvidar las otras desazones de familia, que no le   —32→   faltaban, especialmente en Nápoles, y que más que otra cosa alguna afligían su sensible corazón, porque era tan pariente de sus parientes como amigo de sus amigos.

Pusieron al hijo del Infante el nombre de Pedro Antonio, concediéndole los honores de Infante como primogénito; pero se determinó que los demás hijos sólo tendrían el título de Duques, Condes o Marqueses, como los demás Grandes del reino. Este Infante D. Pedro, que, con gran previsión política de ambos Soberanos, se ha pasado a educar a Portugal, con pretexto de criarlo al lado de la abuela, reunirá, si faltase la línea del Infante D. Juan, Príncipe del Brasil, los justos derechos de la madre a la Corona de Portugal, y últimamente se ha publicado una ley, que favorecería su derecho si llegase este caso, que no es de desear. No faltaría quien se opusiese a ello, fundándose en las pretendidas leyes de Lamego; pero criado este Príncipe dentro del reino, y sostenido por la España, se vencerían probablemente las dificultades. En todo caso, para evitar las desavenencias, es de desear dé Dios una dilatada prole al actual Príncipe del Brasil y a su esposa la Infanta doña Carlota de España.

Mientras que el Rey Carlos se ocupaba de la felicidad de sus pueblos, y gozaba de la dulzura interior de su familia, se empleaba la Inglaterra   —33→   en excitar una guerra en la Puerta contra la Rusia. Había quedado muy picado, como hemos visto, el Ministerio inglés con el ruso desde la neutralidad armada, y el nuevo Tratado de comercio concluido entre la Francia y la Corte de San Petersburgo había acabado de llenar las medidas y de excitar la venganza que quisiera lograr con mano ajena.

La Francia suscitó en sus principios y sostuvo bajo mano los disturbios de la Holanda, fomentando a los patriotas adictos a la alianza de la Francia y enemigos del Estatuder que sostenía el partido inglés. Hicieron cuanto pudieron los holandeses patriotas para llevar adelante sus ideas, fiados en la asistencia pública y continua de la Francia. Pero cuando les era más precisa esta potencia, gobernada entonces por el débil e intrigante Arzobispo de Sens, Mr. de Brienne, no hubo forma de que los sostuviese, siendo él quien se opuso directa y fuertemente a ello en el Consejo, contra el dictamen del Conde de Montmorin, Ministro de Estado, en que manifestaba con fuerza las malas resultas que se seguirían de no hacerlo. Efectivamente, las tropas prusianas, que, por confesión de sus mismos Ministros y Generales, no hubieran entrado en Holanda si hubieran visto la menor oposición de la parte de los franceses, luego que se aseguraron de lo contrario, entraron   —34→   a mano armada, humillaron el partido patriótico, que, como toda la Europa, se desató, y con razón, contra la mala fe de la Francia, y, dispersos y fugitivos los que le formaban, venció el Estatuder, y resultó de esto la separación de la Holanda de la Francia y la unión de aquella con la Inglaterra y la Prusia. Manejado de otro modo este asunto, la Francia hubiera podido, de acuerdo con la Prusia, componer las diferencias de la Holanda y contemporizar con los dos partidos, resultando de ello la unión de la Prusia a la Holanda y la Francia, dejando sola a la Inglaterra. Así lo propuso el Conde de Montmorin, cuya Memoria original, leída en el Consejo, he tenido en mi mano. Si se hubiera hecho esto, es probable no se hubiese verificado la revolución de la Francia, y se le haría al Conde de Montmorin la justicia que merece en esta parte. Ved aquí un ejemplo bien claro, hijos míos, de lo que os tengo dicho en mi carta póstuma, relativamente al gran sacrificio que hacen los Ministros cuando se ven calumniar injustamente, y que, teniendo consigo pruebas auténticas para hacer callar la calumnia, su obligación les precisa a guardar el silencio y a ser la víctima de ella, por ser fieles al secreto del Estado. El público los haría justicia si les fuera lícito faltar a él, y, en vez de esto, les hace una injuria, sin creerlo,   —35→   cuando con su fidelidad aumentan su mérito.

Desacreditada esta potencia en la Europa, y más en la Puerta, donde los holandeses tienen tanta influencia, ganaron por ella partido sus nuevos aliados la Inglaterra y la Prusia, y pudieron inducir a los turcos más fácilmente a una guerra que les ha costado tanto, y que no ha costado poco a la Casa de Austria.

Estos sucesos no dejaron de ser desagradables al Rey, a cuyo noble carácter chocaban semejantes manejos e intrigas. Dio S. M. en esta ocasión una nueva prueba de su fidelidad y escrupulosidad en cumplir sus palabras, pues habiendo la Inglaterra amenazado a la Francia con motivo de la Holanda, el Rey de España sin ser requerido por su aliado, hizo inmediatamente un armamento considerable, y habló con tanta fuerza a la Inglaterra, que esta potencia cedió, y tuvo aquel augusto Monarca la satisfacción de impedir una guerra a la Francia, que probablemente hubiera vuelto a encender toda la Europa. Parece quiso el cielo coronar su reinado con una acción la más análoga a su genio, a su corazón y a sus virtudes, cual era la de conservar en paz al género humano.

Las ideas religiosas, mal entendidas, impiden que las Casas de España y Portugal adopten el sistema de la inoculación, tan general y útilmente establecido en la Europa. Acababa de   —36→   ser víctima en el mes de Septiembre el Príncipe del Brasil, D. Josef, y en el mes de Noviembre las tuvo con igual desgraciada suerte su hermana nuestra Infanta doña Mariana Victoria, a quien acometieron durante el parto de una niña, que murió poco después, como la madre, que aún no había cumplido los veinte años.

Asistióla hasta el último momento su amante esposo el señor Infante D. Gabriel, no obstante de que no las había tenido, sin querer ni siquiera prepararse por si le acometían. Efectivamente, así fue, y pereció de ellas el 13 de Noviembre, víctima de su amor conyugal. Ejemplo de aplicación y virtud, y lleno de las más distinguidas calidades, no necesitaba su muerte de tener las particulares circunstancias que la hacían tan lastimosa para ser llorada de todos, igualmente que su digna esposa, cuya dulzura y bondad, junto a su edad y hermosura, de que sólo ella no se apercibía, la hacían amar de todos. La misma moderación y superioridad de ánimo del Rey, su padre, flaqueó, si puede decirse así, en esta ocasión, y abatido ya de ver desde Septiembre cuatro víctimas de aquel horroroso mal en su familia y la de Portugal, que miraba ya como tal, siendo la Reina hija en segunda línea, prorrumpió, llevado de dolor del amor que profesaba a estos tiernos esposos, y del consuelo que le causaba el ver su tierna   —37→   y feliz unión: Murió Gabriel, poco puedo yo vivir.

Así fue. Empezó a decaer y a resfriarse, y a pocos días de llegar a Madrid cayó en cama. Dijeron ser resfriado; pero el pecho empezó a cargarse, y la calentura degeneró en inflamatoria. Recibió con toda solemnidad los Santos Sacramentos, con tal devoción y firmeza, que sólo él no lloraba, pero el Nuncio Vizconti, que le dio la bendición papal, igualmente que todos los demás, no podían contener las lágrimas. Vio S. M. las de su fiel Ministro el Conde de Floridablanca, cuando le llevó a firmar el testamento, que se halla en la nota 13, y mirándolo con una ternura y serenidad majestuosa y religiosa, le dijo: ¿Qué, creías que había yo de ser eterno? Es Preciso paguemos todos el debido tributo al Criador. ¡Oh, palabras dignas de imprimirse en letras de oro y de estamparse en el corazón de todo buen católico! Antes de morir se despidió y echó la bendición a toda su familia, y continuó en ejercer sus funciones hasta el último momento, de modo que dio el Santo y la orden el mismo día de su triste muerte, que fue la noche del 13 al 14 de Diciembre de 1788. Así espiró, lleno de amor de Dios y dando ejemplo a sus vasallos, aquel Monarca que no supo vivir sino para ellos.

La España y la Europa entera, que le respetaba y amaba, le lloraron, y llorarán siempre, como yo lloraré toda mi vida el no haber estado   —38→   a su lado para tributarle mis últimos obsequios. Su cadáver fue transportado al Real Monasterio de El Escorial, con la pompa acostumbrada, y el Príncipe de Maserano, Capitán de guardias de Corps, fue el que hizo su entrega. Su padre hizo la de Fernando el VI y su abuelo la de Felipe V.

Dichosa España si su hijo y sus nietos heredan, como lo deseo y espero, los aciertos y virtudes de este gran Rey.



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ArribaAbajoCapítulo V

De las calidades y vida interior del Rey Carlos


Hasta ahora hemos visto la vida exterior y los hechos de mi amado Monarca, mirado sólo como tal en el dilatado espacio de sus dos reinados de Nápoles y España, que parecieron bien cortos a todos sus vasallos. Réstanos sólo examinarlo como hombre en su vida interior y en sus calidades privadas, a lo cual dedico únicamente este último capítulo de su historia, que puede decirse fue el único que me propuse tratar para mi consuelo, cuando lo empecé en mi primer momento de dolor, luego que recibí la tristísima noticia de su muerte.

Era el Rey Carlos de una estatura de cinco pies y dos pulgadas, poco más; bien hecho, sumamente robusto, seco, curtido, nariz larga y aguileña, como lo demuestra su retrato, muy   —40→   semejante, que está al principio de esta obra, y que hice grabar de uno muy parecido, añadiéndole las inscripciones al pie. Había sido en su niñez muy rubio, hermoso y blanco; pero el ejercicio de la caza le había desfigurado enteramente, de modo que cuando estaba sin camisa, como le vi muchas veces cuando le servía como su gentil hombre de cámara, parecía que sobre un cuerpo de marfil se había colocado una cabeza y unas manos de pórfido, pues la mucha blancura de la parte del cuerpo que estaba cubierta, obscurecía aún más el color obscuro de la que estaba expuesta continuamente a la intemperie. Su fisonomía ofrecía casi en un momento dos efectos, y aun dos sorpresas opuestas. La magnitud de su nariz ofrecía a la primera vista un rostro muy feo; pero pasada esta impresión, sucedía a la primera sorpresa otra aún mayor, que era la de hallar en el mismo semblante que quiso espantarnos una bondad, un atractivo y una gracia que inspiraba amor y confianza.

Era naturalmente bueno, humano, virtuoso, familiar y sencillo en su trato, como en su vestido y en todo, y nada le era más contrario que la afectación, la ficción y la vanidad, llevando en algún modo al exceso su aborrecimiento a estos defectos, pues alguna vez no buscaba, ni se persuadía pudiese haber en los que tenían la   —41→   desgracia de dejarlos de conocer otras calidades que pudiesen compensarlos.

Nada ofendía más al Rey que la mentira y el engaño, y así como todo lo perdonaría al que con verdad y franqueza le confesase su delito, así también el más leve era para él grave cuando le hallaba inculcado con la falsedad, la ficción o la mentira. De aquí se seguía que hacía más vanidad de ser fiel a su palabra que pudiera el más honrado particular, sin limitar esta calidad a los asuntos políticos y a la fe de sus inalterables Tratados. Así es que toda la Europa dio siempre una fe ciega a lo que dijo, y que su palabra era creída y respetada por todos los Monarcas, que jamás dudaron de ella. La misma nación portuguesa, que aborrece en general a la española y su dominio, por la vecindad y por los justos motivos de desconfianza y enemistad que debe inspirar siempre a una potencia menor otra superior, bajo cuyo dominio ha estado, luego que se hablaba del Rey que decir3: ¡Ah! El Rey Carlos lo ha dicho; no hay que dudar. Si los tres Felipes reinaron por la fuerza sobre el reino de Portugal, el Rey Carlos III puede decirse ha sido el primer Rey español que ha podido reinar sobre sus corazones. Yo he tenido la gran satisfacción de haberle levantado   —42→   un arco de triunfo en medio de la plaza del Rocío de Lisboa, con las inscripciones que se hallan en la nota 14, y de ver que, lejos de excitar el enojo de los portugueses, leían y releían con gusto su nombre y alabanzas, aumentándolas con las propias.

Era naturalmente de genio alegre y gracioso, y si su dignidad se lo hubiera permitido, hubiera tenido particular talento para remedar, pues a veces lo hacía en su interior con gracia, aunque muy de paso, y se conocía trabajaba para no dejarse llevar en esta parte de su genio. Como había sido siempre muy popular, y vivido con la gente del campo, y en Nápoles había conocido a fondo a los lazaronis, que son unos truhanes muy originales y graciosos, tenía mucho de que echar mano para hacer valer su natural disposición, pues nada se le escapaba, y con su modo de mirar, que manifestaba su viveza y penetración, volviendo los ojos sin que se conociese, veía cuanto se hacía a, todos lados.

Su afabilidad con las gentes más humildes que le servían era tal, que en La Granja, viendo un día el Duque de Arcos, Capitán de guardias, que una mujer del campo se le arrimaba a hablarle con demasiada familiaridad, la quería hacer apartar, y el Rey le dijo: Déjala, Antonio; es mi conocida; es la mujer de Fulano, que era uno de los monteros. Cuando iba con el sombrero   —43→   puesto, fuese a pie o a caballo, o en birlocho, gobernándolo él mismo, como solía hacerlo en Aranjuez, se le quitaba a las personas que conocía, y generalmente a las de modo que encontraba, y siempre a todos los eclesiásticos o religiosos, y a las personas inferiores que conocía, aunque fuesen sus criados menores, los miraba con agrado o hacía alguna insinuación con la cabeza o con los ojos, que eran muy expresivos, de modo que los acreditase que los veía con gusto y no con indiferencia.

Su vestido era siempre el más sencillo y modesto. Pasaba en el Sitio de El Pardo desde el 7 de Enero hasta el sábado de Ramos, que volvía a Madrid. Allí estaba diez días, y el miércoles, después de Pascua, por la mañana, a las siete, salía para Aranjuez, donde permanecía hasta últimos de Junio, día más o menos. Pasaba en Madrid desde este día hasta el 17 o el 18 de julio, que marchaba a comer, cazar y dormir a El Escorial, y de allí, al día siguiente, al Sitio de San Ildefonso. Allí se detenía hasta el 7 o el 8 de Octubre, que bajaba a El Escorial, de donde se restituía a Madrid entre el 30 de Noviembre y el 2 de Diciembre, y permanecía allí hasta el 7 de Enero siguiente, de modo que pasaba en Madrid unos setenta días y el resto del año en el campo. La libertad que en él gozaba era más conforme a su genio, pues podía salir fácilmente   —44→   y sin séquito a caza por la mañana a los jardines, lo cual no le era posible en Madrid. A más de que en el campo estaba siempre con vestido de caza, que era, en invierno, casaca de paño liso de color de corteza de árbol claro, chupa de ante, con un galón de oro estrecho al borde, y calzón de ante negro, de la fábrica excelente que estableció en el lugar de Aravaca, inmediato a Madrid. En verano la casaca era de camelote ceniciento; la chupa, de seda azul con galón de plata, y el calzón el mismo.

Cuando tenía que vestirse de gala se ponía, de muy mala gana, sobre la chupa de campo, un vestido rico de tela, guarnecido a veces con una muy rica botonadura de diamantes, y, abotonándose la casaca hasta abajo, cubría la chupa de ante, de que no dejaba a veces de descubrirse alguna punta. De este modo se presentaba a la Corte, a la capilla y al besamanos, y luego que pasaban las dos o tres horas de la ceremonia, apenas había entrado en su cámara, que se quitaba la casaca, echando un gran suspiro, y diciendo: ¡Gracias a Dios!, como quien se había libertado de un gran peso; y si era verano, se quitaba el corbatín y la peluca para retirarse a dormir por una hora la siesta. Cuando tenía zapatos, vestido o sombrero nuevo, era para S. M. un martirio, y antes de que se determinase a tomar el sombrero nuevo, estaba éste   —45→   a veces ocho días sobre la mesa al lado del viejo, de que poco a poco se iba desprendiendo, y que, dejado un día, no se le volvía a poner allí porque no volviese a él. Con todo, era sumamente limpio en su interior y exterior, y no podía sufrir una mancha, ni que, al quitarle la camisa, le rompiesen los encajes, de que usaba siempre. Entonces solía decir, aunque sin un enfado formal: Poca maña, poca maña, amigo.

El Duque de Medinaceli, que sucedió a Montealegre en el empleo de Mayordomo mayor, creyendo hacer una gran cosa, le puso un día al Rey una comida que creyó mejor, porque no era la que acostumbraba. S. M. se quedó casi sin comer, y al levantarse sólo le dijo con gran paz: Medinaceli, ya lo has visto, no he comido nada. No era posible estar a su lado sin ver ejemplos continuos de la mayor moderación y virtud.

En su interior era el hombre más suave, humano y afable con todas las personas de su servidumbre, entrando en los intereses y asuntos familiares de cada uno, sobre todo con los que más lo necesitaban. Jamás se le vio proferir una mala palabra, y su enojo nunca pasó a ser cólera, porque como siempre era pacífico y dulce en su trato, su seriedad bastaba para hacer aún más impresión que la furia de otro cualquiera, a los que tenían la desgracia de merecer su indignación. Un día le servía la copa un criado anciano,   —46→   que no sé por qué acaso le tuvo esperando gran rato sin traerle de beber. El Marqués de Montealegre, enfadado de ver a S. M. esperarle tanto tiempo con las manos cruzadas, luego que le vio aparecer, aunque venía a su modo a carrera abierta, le hizo señas de enojo. El Rey, que lo presumía, y le vio, de reojo, como solía, le dijo: Montealegre, déjale al pobre. ¿Te parece no lo habrá sentido él más que yo? El interesado y todos los que lo oímos quedamos edificados y llenos de ternura y amor a un tan digno Soberano. Reflexiónese cuán diferente hubiera sido en nosotros el efecto de un enfado del Rey, con el cual no hubiera enmendado ciertamente lo pasado.

Gustaba de chancearse, y aun a veces entraba en chanzas que, no limitándose al matrimonio, parecerían singulares, y no se las permitiría su ejemplar modestia ciertamente; pero que, no saliendo nunca de estos límites, ni teniéndolas sino con las personas casadas, hablándoles de sus propias mujeres, y de si tenían o no sucesión de ellas, hallaba su naturalidad y pureza de alma no poder interpretarse de otro modo.

Conocía que la regularidad en la vida y la distribución inalterable de las horas de un Monarca es tan necesaria para la seguridad y tranquilidad de los que le rodean, como la invariabilidad del curso del sol y de los planetas para reglar sobre ella las estaciones y acciones de la   —47→   vida, y así, a más de tener una distribución tan reglada como lo veremos en adelante, nunca adelantaba ni atrasaba un minuto la hora que daba para cada cosa, y le he visto estar con la mano sobre el picaporte para no salir de su interior hasta dar la hora que había indicado a los que le esperaban fuera. La única ocasión en que solía permitirse el salir tres o cuatro minutos, y no más, antes de la hora, era por la mañana cuando salía a vestirse, porque sabía que los más de los gentiles hombres estaban allí antes. Pero si por casualidad venía alguno cuando estaba ya fuera, si no había dado aún la hora señalada de las siete, luego que entraba le decía: Amigo, yo he faltado y no usted, porque la hora indicada no ha dado aún. Si se venía después de ella por acaso, y el que faltaba era de los exactos, decía, riéndose: Amigo, habrá usted encontrado al Santísimo, a quien habrá acompañado, o las carretas le habrán detenido en el camino. Si el que faltaba era de los que tenían costumbre de descuidarse, no les hablaba una palabra, y su silencio e indiferencia era una muy sensible reprensión para cualquiera.

Servíale un día como Mayordomo de semana el Marqués de N..., mozo joven y alegre, y faltó a la hora precisa de la mesa. Otro imprudente y tonto de los que servían a ella dijo a S. M. para congratularse y hacerse el gracioso: Ha   —48→   estado bailando anoche hasta tarde. El Rey le respondió en términos de no dar crédito a lo que le decía. Llegó, pues, el Mayordomo, que, como muchacho, se había frotado un carrillo para hacer parecer tenía alguna cosa. S. M., sin dejar de conocer el ardid, le dijo: ¿Qué tienes? Y él respondió: Señor, las muelas. (Y no mintió.) Entonces replicó el Monarca, advertido: ¿Ves, N., como no era capaz de, faltar a su obligación sin un justo motivo? Así enseñó al Marqués para otra vez, y reprendió discretamente al imprudente y necio adulador que había querido divertirse a su costa. S. M. gustaba mucho de las travesuras y vivezas de los muchachos cuando eran inocentes.

Era susceptible de amistad y confianza, y reconocido a los que veía le servían con gusto y cariño. Nombraba para cada jornada cuatro gentiles hombres de cámara, entre los cuales había dos o tres que, el uno por su torpeza natural, el otro por su continua tos y gargajeo, y el otro por lo que le olía la boca, eran sumamente desagradables para tenerlos a su lado en una servidumbre íntima. Parece que la desgracia quería que estos hombres rabiaban por servir al Rey, que, por reconocimiento, los nombraba muy a menudo, no obstante las representaciones que le hacía el Sumiller, Duque de Losada, al cual respondía: ¡Dejalos, hombre, los pobres tienen tanto gusto en ello! Su amor a todo lo   —49→   que le servía llegaba a tal extremo, que se aficionaba, y le costaba separarse de las cosas de su uso, de modo que llevaba en su faltriquera varias cosas que le habían servido desde su infancia; y cuando, después de treinta años de uso, le rompieron en Madrid la taza de china en que tomaba el chocolate, y que le servía desde que salió de Sevilla, tuvo sentimiento de verse privado de ella.

Aunque comía bien, porque lo exigía el continuo ejercicio que hacía, era siempre cosas sanas y las mismas. Bebía dos vasos de agua templada, mezclada con vino de Borgoña, a cada comida, y su costumbre era tal en todo, que observé mil veces que bebía el vaso (que era grande) en dos veces, y la una llegaba siempre al fin de las armas que había grabadas en él. Al desert mojaba dos pedazos de pan tostado en vino de Canarias, y sólo a la cena, y no a la comida, bebía lo que quedaba en la copa. Después del chocolate bebía un gran vaso de agua; pero no el día que salía por la mañana, por no verse precisado a bajar del coche.

Amaba la agricultura, las artes, y, sobre todo, las fábricas, y con exceso el edificar, por lo cual el Marqués de Squilace le decía que el mal de piedra le arruinaba. Trajo de Nápoles una porción de artistas que trabajaban en mosaico de piedra dura, de la que se trabaja en Toscana, donde   —50→   la usan, con la mayor perfección, y una fábrica de porcelana, que estableció en el Retiro, y que sirvió más para su propia diversión que para utilidad pública, pues la pasta no era buena. Este mosaico de piedra dura, que son lo que se llaman chinarros pelados, es sumamente difícil y costosa, de modo que una media mesa de un tamaño regular, de las que se ponen en las entreventanas, debajo de los espejos, no baja de 20.000 pesos, y no se aturdirá el que sepa el modo cómo se hace este mosaico. Los chinarros se sierran en hojas del grueso de un medio duro, para que descubran las vetas. Después, según lo exige el dibujo, se van sacando de ellos los colores necesarios para formarle. A este fin, se hace un agujerito junto al pedazo que acomoda; por él se pasa un alambre delgado, de que, por medio de un arco, se forma una sierra, que, con agua y unos polvos, se corta, sólo aquel pedacito que se necesita, según el dibujo, y así se va formando poco a poco todo él. Véase cuánto trabajo y prolixidad se exige para completarlo, y se reconocerá que es una fábrica de lujo más que de otra cosa. Este género es mejor para frutas y paisajes que para la figura; no obstante que ésta se trabaja; y es mucho más hermoso, acabado y sólido que el de la composición de Roma.

Su alma era tan grande, que en todo quería   —51→   lo mayor, y así logró que en San Ildefonso se hiciesen espejos de 160 pulgadas, que son los primeros que se han hecho de ese tamaño. En su fábrica de porcelana hizo dos gabinetes enteros de ella: paredes, techo, suelo y mesas. El uno está en Madrid y el otro en Aranjuez. También se está trabajando un friso soberbio de mosaico para otro gabinete, que será igualmente único en Europa. Y así era en todo. Por consiguiente, lo que era destrucción se oponía diametralmente a su genio, y no podía sufrir se cortase ni un árbol sin gran necesidad. Esta fue la causa de que, habiendo mandado hacer el camino de El Pardo a Madrid atravesando el bosque de encinas, se hizo menos derecho de lo que pudiera haber sido, por evitar la corta de árboles, y, junto a El Pardo, se dejó uno en medio de una plaza, para acreditar a S. M. se habían libertado todos los posibles.

Su castidad era extrema, y, no obstante que su temperamento robusto y la costumbre contraída en su matrimonio exigía aún su continuación en la edad de cuarenta y cuatro años, en que perdió su mujer, jamás quiso volverse a casar, y para minorar y resistir las tentaciones de la carne, dormía siempre sobre una cama dura como una piedra, y si de noche se hallaba agitado, salía fuera de ella y se paseaba descalzo por el cuarto.

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Era prudente, religioso sin afectación ni superstición alguna, y el verle asistir a la misa, capilla y demás actos de religión, edificaba a todos y daba una idea de su fe y de la verdad de su religión. Si la fe pudiera verse con los ojos materiales en ninguna ocasión se hacía más visible, y aún palpable, que cuando este respetable anciano tenía a sus nietos en sus brazos para que los bautizasen, pues era una representación viva de la bondad y convicción de las verdades religiosas que vemos representadas en la cara de los antiguos Patriarcas.

Confesaba y comulgaba en todas las Pascuas y principales fiestas de los Misterios y de la Virgen, y el día de algún otro Santo de su particular devoción, como San Jenaro y pocos más.

Era muy mañoso, y se había ocupado cuando joven en trabajar al torno, y el puño de su bastón y otras cosas eran hechas por él.

Conociendo por experiencia que su familia era expuesta a caer en la melancolía, y temiendo sus malas resultas, de que había visto que sus padres y hermanos habían sido las víctimas, procuró siempre evitarla con gran cuidado, como lo consiguió. Sabía que el mejor medio, o, por mejor decir, el único para conseguirlo, era el huir la ociosidad y estar siempre empleado, y en acción violenta en lo posible. De aquí resultaba que jamás estaba un momento en inacción,   —53→   y acabada una cosa, pasaba luego a otra. Este principio de conservación era uno de los motivos principales de su ejercicio de la caza, que algunos le vituperaban amaba con exceso. Yo le he oído decir en El Pardo, estándole sirviendo a la mesa: Si muchos supieran lo poco que me divierto a veces en la caza, me compadecerían más de lo que podrían envidiarme esta inocente diversión. Me dirán muchos: podría ocuparse en otras cosas más que en la caza. A lo que responderé: lo uno, que ninguna otra ocupación reunía la ventaja del ejercicio; y lo otro, que no amando la música, y poco el juego, el demasiado estudio y lectura no era tan conveniente para el fin que se proponía como dicho ejercicio.

Su distribución diaria era ésta todo el año. A las seis entraba a despertarle su ayuda de cámara favorito, D. Almerico Pini, hombre honrado, que dormía en la pieza inmediata a la suya. Se vestía, rezaba un cuarto de hora, y estaba solo, ocupado en su cuarto interior, hasta las siete menos diez minutos, que entraba el Sumiller, Duque de Losada. A las siete en punto, que era la hora que daba para vestirse, salía a la cámara, donde le esperaban los dos gentiles hombres de cámara de guardia y los ayudas de cámara. Se vestía, lavaba y tomaba chocolate, y cuando había acabado la espuma, entraba en puntillas con la chocolatera un repostero   —54→   antiguo, llamado Silvestre, que había traído de Nápoles, y, como si viniera a hacer algún contrabando, le llenaba de nuevo la jícara, y siempre hablaba S. M. algo con este criado antiguo. Al tiempo de vestirse y del chocolate asistían los médicos, cirujanos y boticario, según costumbre, y con ellos tenía conversación. Oía la misa, pasaba a ver a sus hijos, y a las ocho estaba ya de vuelta, y se encerraba a trabajar solo hasta las once, el día que no había despacho. A esta hora venían a su cuarto sus hijos, pasaba con ellos un rato, y luego otro con su confesor y el presidente, Conde de Aranda, mientras lo fue, y a veces con algún Ministro.

Salía después a la cámara, donde estaban esperando los Embajadores de Francia y Nápoles, y, después de hablarles un rato, hacía una seña al gentilhombre de cámara para que mandase al ujier llamase a los Cardenales y Embaxadores; entraban donde estaban los de familia, y quedaba con todos un rato. Pasaba a comer en público, hablando a unos y otros durante la mesa. Concluida ésta, se hacían las presentaciones de los extranjeros, y besaban la mano los del país que tenían motivo de hacerlo por gracia, llegada o despedida. Volvía a entrar en la cámara, donde estaban los Embajadores y Cardenales que antes, y además de éstos los Ministros residentes y demás miembros del   —55→   Cuerpo diplomático, con quienes pasaba a veces media hora en cerco, y también tenían entrada a esta conversación de la cámara los Grandes, primogénitos y Generales, que, concluida, salían de ella, igualmente que el Cuerpo diplomático.

He oído decir a todos, y lo he confirmado yo mismo en mis viajes, que ningún Soberano de la Europa tenía mejor el cerco, con más amenidad, majestad y agrado, lo cual era tanto más difícil, que siendo diario, parece no tendría qué decirles. Otra cosa hay aún más particular, y es que no he oído ni sabido que ningún Ministro haya vuelto de España que no se haga lenguas del Rey, y no crea le quería y distinguía personalmente. Prueba bien positiva de su gran bondad, tino y conocimiento del corazón humano, sin el cual nadie puede gobernar bien los hombres.

Después de comer, dormía la siesta en verano, pero no en invierno, y salía luego a caza hasta la noche, primero con su hermano el Infante D. Luis, y después con el Príncipe de Asturias, su hijo. Cuando se le separó aquél, varias veces solía, a los principios, llamar hermano al Príncipe, que le reconvenía, y S. M. le decía con ternura, y echándole menos: Hijo no lo extrañes después de tanto tiempo; es mi hermano. Otro día que el Príncipe dijo había recibido una   —56→   carta suya, añadiendo: Aún no la he respondido, pareciéndole a S. M. que había habido en ello algo de desprecio, replicó: Yo sí; al instante; es mi hermano. No había palabra que holgase y que no fuese un ejemplo de virtud en este buen Monarca. Al volver del campo le esperaba la Princesa y toda la familia real. Se contaba y repartía la caza, hablaba de la que cada Infante había hecho por su lado, y, despedidos los hijos, daba el Santo y la orden para el otro día, y pasaba al cuarto de sus nietos. Después tenía el despacho, y si entre éste y la cena, que era a las nueve y media, quedaba algún rato, jugaba al revesino para ocuparle. Cenaba siempre la misma cosa: su sopa; un pedazo de asado, que regularmente era de ternera; un huevo fresco; ensalada con agua, azúcar y vinagre, y una copa de vino de Canarias dulce, en que mojaba dos pedazos de miga de pan tostado y bebía el resto. Se ponían siempre un gran plato de rosquillas cubiertas de azúcar, y un plato de fricasé, alrededor del cual había pan. A la mitad de la cena (que era en privado en la cámara), venían los perros de caza como tantas furias, y era preciso estar en guardia para que no se metiesen entre las piernas o hiciesen dar a uno la vuelta redonda, como le sucedió al Marqués de Torrecilla, padre, Mayordomo de semana, hombre flaco y débil, que quedó montado en uno de los perros   —57→   grandes, llamado Melampo que, si no le tienen, le vuelca. Se abalanzaban a la mesa, y el Rey les daba el pan que había alrededor del fricasé, y después entregaba el gran plato de rosquillas al Marqués de Villadarias, Capitán supernumerario de guardias de Corps, que, apoyado contra otra mesa, lo repartía a la turba, la cual contenía D. Francisco Chauro, jefe de la Guardarropa, antiguo criado del Rey, con un látigo que tenía a este fin. Este Chauro sucedió luego a Villadarias en este ejercicio. Al almuerzo venían también los perros, y el Rey y el Sumiller les daban del pan que quedaba. Otra cosa muy singular había en la cena, y era que después que el Rey comía el huevo, que ponía en una huevera alta de las antiguas, en forma de cáliz, le volvía, le daba un golpe con la cucharita, y tenía tomado de tal modo el tino, que quedaba derecha la cuchara, y el huevo sin más lesión que la precisa para introducirla. El sacar luego esta pirámide de una tercia, entre cuchara, huevo y huevera con su plato, era empresa en que el Gentil hombre de cámara que servía la cena tenía con que hacer brillar su pulso. Yo tuve la dicha de no dejarla caer nunca. Es difícil saber si esta constante costumbre, que no faltó ni un día, era un mero hábito, nacido de diversión en la juventud, o si provenía de alguna de las preocupaciones que no desarraigan como debieran   —58→   en ella; pero el Rey tenía demasiado talento para no haberla vencido por sí, aunque conservase el hábito de la acción.

Rezaba otro cuarto de hora o veinte minutos antes de recogerse, y después salía a la cámara, se desnudaba, daba la hora al Gentil hombre para las siete del día siguiente, se retiraba con el Sumiller y Pini, y se metía en la cama.

Esta era constantemente la vida de este santo Monarca. Algunos días alteraba la hora de su salida, según la estación o el paraje donde iba. Algunos salía a pie a los jardines por la mañana, a caza de becafigos en San Ildefonso, o de buitres en El Pardo, y a pescar en Aranjuez. Era cosa maravillosa el ver que se estaba desde las diez a las doce, en junio, pescando a manteniente, entre dos soles, el uno sobre la cabeza y el otro el de su reverbero que venía del agua, sin que le hiciese la menor impresión. Es verdad que podía mirar fijamente el sol sin resentirse de la vista.

En Carnaval hacía varios días de campo entero, yendo a comer al campo, y decía eran sus bailes, y en Diciembre tenía ocho días de caza en Aranjuez para las chochas. También tenía por Abril otros cuatro días de caza de gatos monteses en Cuerva y en los montes de Toledo, y de esta distribución no alteraba nada. Así es que, en cualquiera parte del mundo en que se   —59→   estuviese, podía decirse casi sin errar dónde estaba el Rey, y lo que hacía en aquel día y hora, según la estación del año.

Tal fue la constancia y la virtud de este amable Monarca, de quien el mayor elogio que puede hacerse es el que yo decía a menudo, y es que el que tuviese un amigo como él en quien depositar su corazón y a quien pedir consejo, se creería muy dichoso, y le iría a buscar continuamente para estar con él.

Yo me reprimí muchas veces durante su vida para no parecer adulador cuando decía de él lo que sentía mi corazón; pero ahora que la lisonja no puede confundirse con mi cariño, he creído deber dar a éste toda la extensión que exigen mi amor y reconocimiento, contenidos hasta ahora.

Siempre he pensado no debieran erigirse estatuas ni monumentos públicos a los Príncipes hasta después de sus días, y sobre esto se hallará entre mis papeles una carta escrita a mi amigo el Conde de Revillagigedo, en que extiendo mi pensamiento.

Consiguiente a él, deseé siempre ser bastante rico para poder erigir una estatua al Rey Carlos, que estaba cierto merecería inmortalizar su memoria. Aunque la Providencia no quiso darme suficientes haberes para verificar mis deseos, me proporcionó impensadamente la adquisición   —60→   de un busto suyo de bronce, parecidísimo, hecho en Roma, de que tuve noticia a las doce del día, y a, las tres estaba ya pagado y colocado en mi cuarto. Le he hecho hacer un pedestal de mármol blanco, con cuatro inscripciones doradas sobre mármol negro, y he formado de este modo un monumento, aunque muy débil, a la memoria de aquel gran Príncipe, el cual se representa en la estampa siguiente4. El genio de la inmortalidad le arrebata el manto y las demás insignias reales que le distinguieron durante su vida, y sólo le deja la corona de la inmortalidad, que supo adquirirse durante ella. (Nota 28.)

Quiera Dios, hijos míos, que os veáis algún día en el caso de pagar un tributo igual de reconocimiento a las virtudes del digno hijo de este santo padre, y de perpetuar en vuestra familia el respeto y amor a vuestros Soberanos, y el deseo de inmortalizar la memoria de sus virtudes, y de vuestro amor y reconocimiento a ella. A este fin os deja este ejemplo vuestro amante padre,

CARLOS.5



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