Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
ArribaAbajo

Vida de la Santísima Virgen María Madre de Dios

Con la descripción de los lugares que habitó en Palestina y Egipto, y principales festividades de la Virgen

Joaquín Casañ y Alegre





ArribaAbajo

Introducción

     Tierra hermosa de Palestina, tierra bendecida y santificada con la presencia de Jesús, María, José, Joaquín y Ana; sagrada familia a quien el Señor concedió la gloria de ser copartícipes de la redención del mundo por el sacrificio de su Hijo, el Verbo humanado, yo te saludo desde las páginas de este libro que pongo bajo el amparo y protección de la más pura de las mujeres, María, Madre del Redentor y nuestro amparo y consuelo. Yo beso con veneración tu santo nombre y el hermoso de la tierra que fue cuna del Salvador del mundo y de su santa Madre, y tierra en la que se desenvolvió el más grande de los misterios de nuestra redención.

     Y al estampar el nombre de Palestina, tan lleno de encanto y de sagrados recuerdos para el católico, surge ante mi mente, bella, encantada con la sublime poesía del más grande de los poemas, el de la redención del hombre por la participación de una Virgen en la que se realizó el milagro anunciado por los profetas, voz del Señor Todopoderoso, y levantas en mi mente la imagen embelesadora de la poesía de tus valles, el conjunto de tus montañas, el perfume de tus flores, el aroma embriagador de tus azucenas, de tus rosas, cinamomos y limoneros. La belleza de tu cielo, de tu lago de Tiberiades, mar de Galilea, siempre azul y sereno; el plateado curso del Jordán rodeado de frondosas arboledas y de puras y sagradas aguas: el torrente del Cedrón, con sus olivos seculares, árbol fecundo de la paz que acompañó al Señor en su terrible agonía; el alto Líbano con sus majestuosos cedros, sus nevadas cumbres envueltas en blancas nubes; el Carmelo con su elevada mole hundiéndose en el azul Mediterráneo, el mar camino de toda civilización; sagrado monte en que vislumbró el profeta en su éxtasis la imagen bella y radiante en nítida nube de la esperada por los pueblos, como Madre pura y virginal del Salvador del mundo. Yo contemplo a Nazareth, la bella ciudad escondida en el seno de un hermoso valle en que el nogal, la higuera, el naranjo y el granado, esmaltan con sus diferentes verdes y rojos frutos, encanto de los ojos y placer del paladar, como ofrenda a la ciudad en que pasó la niñez la siempre Virgen María, la Estrella del Mar, la hermosa Miriam y la de su santo Hijo.

     Yo reconstituyo allá en lo recóndito de mi imaginación a Bethlén, en la dichosa noche del nacimiento del Hijo de María, del Hijo del Eterno Padre; veo el humilde portal convertido en clarísima puerta del templo de la verdad, e invadiendo aquel hasta entonces triste pórtico la luz que había de alumbrar al mundo en medio de aquella larga noche del error, perpetuado por tantos siglos de marcha divergente del centro de la tradición genesiaca, que fuiste tú, Palestina, quien conservaste y alimentaste con tu esperanza, y confiando en la promesa de Dios al lanzar a nuestros padres del Paraíso. Yo contemplo al Sinaí envuelto en los rayos de la Majestad Suprema, dando la ley al pueblo escogido, y a Moisés, hundida su frente en el polvo ante el Dios Creador. Yo veo el Calvario, ara santa del sacrificio del Hijo de Dios, y la Cruz que inmensa, estrecha y ciñe la redondez de la tierra con sus brazos, lazo de amor y de sacrificio regado con la sangre del Mártir, que tantos millones de mártires había de sembrar sobre la tierra, y veo, por último, el Thabor, altar sagrado de la Transfiguración de Dios Hijo en luz clarísima, representación de la verdad y claridad del Evangelio.

     En esa tierra sagrada para el cristiano; en ti, Palestina santificada por el sacrificio más grande que admira la humanidad; en ti, tierra enaltecida por Moisés, David, Salomón, Ezequiel, Isaías, Micheas y Juan, profetas y precursor de la luz que había de venir; en ti pienso, confieso y siento en dulces impresiones. En ti, que olvidada de los hombres viviste encerrada en el aislamiento y soledad del mundo, que resonaba en estruendosas guerras, hasta que el romano, señor del mundo, que había llegado a tus costas, te domina e impera, y cuando reina la paz universal, cuando las puertas del templo de Jano se cierran y el dominio y señorío de Roma parece eterno, entonces, entonces se cumple la palabra de Dios, y nace un Niño de una Virgen pura, que después, con su palabra y su doctrina, hunde al dominador universal, derroca su poderío con sólo la palabra y su doctrina, más fuerte y avasalladora que todas las armas del mundo, pues que éstas dominan el cuerpo y la palabra señorea el alma.

     Pero desgraciadamente aquella hermosura de la tierra prometida decayó con la invasión sarracena y agostados sus campos presenta hoy distinto aspecto, parece entristecida al verse dominada por la media luna e imperar en sus ciudades la doctrina de Mahoma. «Esta desolada región, dice Chateaubriand, produce a primera vista cierto desasosiego en el corazón: mas luego que pasando de soledad en soledad ve el viajero dilatarse sin fin aquel espacio, se va desvaneciendo poco a poco esta inquietud y experimentamos un terror secreto, que lejos de abatir el alma, la infunde nuevo valor y encumbra más el espíritu. Los extraordinarios objetos que por todas partes se descubren, indican que aquel país ha sido fértil en portentos: un sol ardiente, el águila impetuosa, el humilde hisopo, el cedro soberano, la estéril higuera, toda la poesía, todos los cuadros de la Escritura, todo se encuentra reunido en aquel sitio. Cada nombre encierra un misterio, cada gruta habla de lo porvenir y cada cima de aquellos montes retumba con los acentos de un profeta. Dios mismo ha hablado en aquellos sitios, y los torrentes secos y las rocas hendidas y los sepulcros entreabiertos atestiguan el prodigio: el desierto parece todavía enmudecer de terror y se diría que no se ha atrevido a romper el silencio desde que oyó la voz del Eterno».

     Y en verdad que el nombre de Palestina despierta en nuestra alma un mundo de poéticos y sagrados recuerdos: no hay nombre de montaña, valle, cumbre ni ciudad que junto con sus armónicos nombres no lleve envuelto en sí las bellas páginas de los sagrados libros y evoque las primeras impresiones de nuestra niñez al embelesarnos con los hechos de la Sagrada Historia. Emaús, Judea, Nazareth, Aín, Hebrón y Jerusalem, ciudades que en nuestra mente infantil se presentaban llenas de encantos y hermosura, como ataviados con la varonil belleza se nos representaban Moisés, Aarón, Josué, Gedeón y bellas como las flores de sus campos las heroínas Judith, Esther, Abigail y la más hermosa de todas estas figuras, María, la heroína y Virgen Madre de Jesús, que cual faro refulgente es y ha sido el objeto de nuestra admiración y entusiasmo.

     María, Jesús, José, Ana, Joaquín, el Bautista, nombres que tan dulce suenan en nuestros oídos y hacen vibrar nuestro corazón con los más tiernos acordes del sentimiento y amor a los copartícipes del gran poema de nuestra redención, es imposible pronunciarlos sin que el nombre de Palestina no resuene como nota armónica de la más dulce música y del más suave colorido que embelesa nuestros ojos con la contemplación de los paisajes de la tierra en que se desenvolvieron los misterios de la vida de María y pasión de su Hijo Jesús nuestro Redentor.

     Tierra bendita de Palestina, tierra consagrada, campo hermoso y fecundo de nuestra redención, tierra que guarda su fisonomía propia conservando sus costumbres, su manera de ser, sus trajes y aspecto, tierra en la que verdaderamente se atesora toda la tradición, con su color y encanto a través de los siglos. Vigoroux expresa del siguiente modo la manera de ser este pueblo, que guarda a través de los siglos su elemento histórico:

     «Una de las más dulces alegrías del peregrino de Tierra Santa es ver todavía con sus ojos las costumbres y hábitos patriarcales. Las escenas de los Libros Santos aparecen vivas, claras e inteligibles cuando casi podemos tocarlas, ser como sus testigos y actores. La inmovilidad de Oriente ha hecho de él una especie de Pompeya, pero no una Pompeya muerta en que lo pasado se, ha inmovilizado, no, es la antigüedad que vive aún, que obra y se mueve a nuestra vista. Sólo conocemos a los romanos y los griegos por sus escritos, por sus artes, por sus pergaminos, sus mármoles, sus frescos y algunas ruinas: Atenas no está habitada por sus antiguos atenienses y Roma no está poblada por sus antiguos romanos; pero en Palestina -como si Dios por una gracia singular, hubiese querido permitirnos juzgar hoy todavía de las descripciones que su Espíritu ha dictado a los escritores sagrados-, en Palestina, sus antiguos habitantes parecen vivir aún: llevan casi los mismos trajes, hablan un lenguaje poco diverso del antiguo, tienen los mismos modismos en su lengua, el mismo tono, los mismos hábitos, las mismas costumbres. Abraham habita aún allí bajo la misma tienda, Sara amasa el pan para sus huéspedes, Rebeca va a buscar el agua a la fuente. Los usos que reinaban en esas regiones hace cuatro mil años, se han conservado intactos o casi sin cambio... La costumbre de casarse en la propia familia subsiste siempre, y un padre no da a su hija a un esposo extranjero a no ser que haya sido rehusada por su primo. Ciertas tribus no permiten jamás que sus miembros tomen una mujer fuera de su seno. Las disensiones entre Sara y Agar se reproducen con frecuencia en las familias árabes, y una de las esposas es obligada a dejar la tienda conyugal por el bien de la paz... Las mujeres llevan las joyas que Alazor dio a Rebeca, con las que se adornaba Sara; el nizem, anillo de oro o de plata, sobrecargado de perlas y coral, es suspendido de la nariz; collares y brazaletes adornan su cuello y manos».

     Faltan a estos detalles otros muchos en el citado autor: todavía visten las nazarenas el mismo traje que Ana y María, la misma hechura y corte acopla las telas y todavía el camello y la caravana son el modo de viajar en Palestina, verdaderamente este pueblo y esta región es un documento vivo y fehaciente de la historia. A poco de poner los pies en Palestina nos creemos trasportados a los tiempos bíblicos, y al ver cruzar en lontananza al escueto camello que dibuja su silueta en un cielo teñido con los rojizos celajes del ocaso, creemos ver a los criados de Abraham retornando de los campos de su señor o los mercaderes que llevaban a José vendido por sus hermanos.

     Por eso decimos y repetimos que visitarte ¡oh Palestina!, sin trasladarse a las épocas de tu esplendor, cuando el templo se levantaba erguido y majestuoso sobre la cumbre de Jerusalem, es imposible dejar de impresionarse nuestra alma con tan hermosos recuerdos y sin que a ellos presidan en luminoso nimbo los nombres de Jesús, María y José.

     Sí, tierra de bendición; en tu seno y entre el perfume de tus naranjos y limoneros, los aromas de tus jardines y las azucenas y lirios de tus valles, había de nacer María, la hija de Joaquín y Ana, pura en su concepción como correspondía al arca santa que había de encerrar en sí al Verbo humanado, el Hijo de Dios. Allí naciste, y mecida por las brisas del Mediterráneo, pasó su infancia la Reina de los Cielos, y en tu seno se verificaron todos los misterios de la redención del humano linaje, santificándote para los siglos. Yo te saludo, tierra sagrada de promisión; tú fuiste la prometida de Dios al pueblo de Israel y la fuente de alegría para el mundo con el nacimiento de María y de Jesús, pues de ella nos vino la fe, la esperanza y el amor a nuestros hermanos.

     Tal es el encanto que en mi alma produce tu santo nombre, tierra bendita de nuestra redención, y suenas en mis oídos tan armónicamente, como dulce y embelesador el nombre de María se graba en el alma.

     Si queréis gozar de esos placeres del espíritu cristiano, si queréis sufrir con los dolores y agonías de esa santa Madre, si queréis conocer el lugar de las escenas de tan grandioso poema, de tan sagrados misterios, seguidme; vuestra compañía fortalecerá mi espíritu y yo con voluntad firme y fe decidida, os relataré la vida de María y os haré conocer los lugares en que vivió y gozó con la compañía de su Hijo, sufrió con su martirio y se levantó llena de luz radiante y pura a los cielos con majestad y gloria.

     Seguidme y penetraremos en Nazareth, entraremos en la casa del santo matrimonio, y llenos de devoción y de fe visitaremos la estancia que habitaba María, la pura mujer que había de ser Reina de los cielos; veremos el sagrado recinto en que pasó sus primeros años la que había de ser Madre de Aquél, cuya doctrina había de iluminar al mundo, la casa de la prometida por Dios al lanzar del Paraíso a nuestros pecadores padres; la de aquella prometida que había de quebrantar la cabeza de la serpiente, causa de la perdición del mundo, borrando con su pureza y sacrificio el delito de nuestros padres. Seguiremos paso tras paso la niñez de esa Virgen concebida sin pecado original, en el templo, y sus místicos desposorios con José.

     Conoceremos la vida de ese matrimonio espejo de los cristianos, su vida humilde, resignada y santa, visitaremos el santo lugar de la Salutación del Ángel, gozaremos con Ella en el portal de Bethlén, y nos alegraremos con esa dicha ante la adoración de reyes y pastores. Temblaremos con Ella ante la persecución de Herodes, y sufriremos hambre y sed en su penosa huida a través del desierto, falta la Santa Familia de los más necesarios alimentos, caminando con las caravanas, durmiendo bajo el estrellado cielo de brillantes constelaciones trémulas en su luz, cual espantadas ante los sufrimientos y penalidades del Hijo de Dios.

     Relataremos la vida de los desterrados en Egipto y su vuelta a Nazareth; veremos a la pura Señora extasiarse de placer ante las predicaciones de su Hijo, y sufriremos con su espanto ante el miedo de la muerte de Aquél cuando las turbas querían despeñarlo de lo alto del monte del Tremor.

     La veremos llena de asombro y alegría en las bodas de Caná ante el milagro de su Hijo, y con Ella sufriremos en la calle de la Amargura y en el Calvario ante la bárbara crucifixión de su Hijo, y nuestro corazón se despedazará con el cruel tormento; la acompañaremos al sepulcro y con Ella gozaremos al verle resucitado, y por último la acompañaremos en su soledad, hasta que la muerte la eleva al trono de su Hijo, siendo recibida llena de gloria por la Trinidad santa, que la corona por Reina de cielos y tierra.

     Tal es nuestro plan siguiendo las huellas luminosas que nos dejaron los santos Evangelistas, doctores y místicos historiadores de la vida de la Santísima Virgen; a ellas ajustaremos nuestros pasos en tan dulce misión, y nuestro trabajo será el de narradores fieles de los hechos de su santa vida, espejo de virtudes y consuelo de nuestras almas. Sólo la parte descriptiva entrará en ella como obra nuestra; la impresión artística y poética exaltada por la fe para enaltecer y localizar la narración con la de los lugares que la Virgen consagró con su planta y embelleció con su mirada. Puesta en María nuestra esperanza, acometemos esta obra que colocamos bajo su amparo y protección, para que en su honor y exaltación la terminemos tan llenos de fe, amor y esperanza en Ella, como la emprendemos.



ArribaAbajo

Capítulo primero

Tradiciones de pueblos antiguos sobre la venida de una Virgen Madre de un Redentor

ArribaAbajo

     Si abrimos los libros de las teogonías orientales, en ellos hallaremos consignada bajo diversos aspectos de la fábula, de la poesía y de la leyenda, la expresión de una virgen que había de venir para redimir a aquel pueblo. La idea de ser cada nación antigua, de un origen divino, haciendo remontar sus primeros padres a los dioses de quienes procedían, hicieron que cada pueblo, cada región se creyera la llamada por sus dioses a ser la señora de los demás vecinos, a quienes consideraban en su orgullo como inferiores. La India, el Egipto, la Persia y otros muchos, consignan en sus libros sagrados la esperanza de una virgen madre que había de dar a luz a un hombre, sabio, conquistador, llamado a sojuzgar a los demás pueblos, bajo una doctrina que le engrandecería y le haría señor del mundo. Y nada de extraño tiene que esta doctrina reinara entre ellos; es la tradición que conservó su verdad desde el origen, aun en medio de los cambios y transformaciones hijas de la naturaleza e imaginación de las razas que más o menos fantásticamente la adornaron, desde las heladas regiones del Norte a las abrasadas riberas de la India, la tradición presentó siempre el mismo principio, el de una virgen redentora.

     Y hemos dicho que es la única tradición que presenta unidad en su pensamiento, y esto se concibe con sólo recordar que el Señor, al arrojar del Paraíso a nuestros padres por su pecado, dijo, que la mujer había sido la causa de la perdición, del pecado, inducida por la serpiente, espíritu del mal rebelado contra su Creador; pero que una mujer, una Virgen nacería que quebrantaría la cabeza de la serpiente, redimiendo al mundo del delito por la concepción pura y sin mancilla del Redentor del mundo. Y esta promesa de Dios, no había de dejar de cumplirse, pues todo en el mundo pasará menos la palabra de Dios. Y esta promesa encarnó en el corazón de nuestros padres, pasó a las generaciones como una esperanza y esparcióse por la faz de la tierra cuando la dispersión del género humano al pie de la torre de Babel, y al separarse los pueblos, cambiaron de zona, de climas, cayeron en el error de la idolatría y otras falsas creencias, enturbióse la clara fuente del conocimiento de Dios Padre, Espíritu creador y factor del mundo, cayeron los pueblos en las más groseras y sensuales creencias religiosas, con ritos y prácticas las más absurdas, pero en medio de tal corrupción, de tan grosero materialismo, la idea madre de una virgen corredentora, la idea de lo prometido por Dios, subsistió y permaneció pura en medio de las negras gasas con que la envolvió la imaginación.

     Así es, que los druidas, ese pueblo de religión fantástica que celebraba sus misteriosos ritos rodeados de la solemne majestad de los bosques, y en que la luna era la antorcha que alumbraba sus altares, en medio de aquella noche moral en que se hallaban sus mentes, en medio de la separación del concepto puro de la divinidad, con la esperanza de una aurora, de un día lejano en que el sol de una verdadera religión había de llegar, ya levantaban altares en medio del severo ramaje de las encinas, a una virgen que había de parir(1).

     El pueblo chino, ese pueblo misterioso que encerrado en su muralla que limitaba tan vasto imperio, sin comunicación con los demás pueblos, viviendo y marchando dentro de sus límites con una civilización superior a la de las demás regiones de la antigüedad, también conservó la tradición de la promesa de Dios, y Confucio (Con-Fu-tse), su legislador civil y religioso, dice haber hallado entre las antiguas tradiciones de su pueblo, la que hace referencia a un Santo que había de aparecer en las comarcas occidentales del Asia, y con una solemne embajada enviaba el pueblo de Confucio a buscarle, cerca de medio siglo después de la muerte del Hijo de Dios en el Calvario.

     Época era ésta la más apropiada para la tradición, pues coincidía, dice Lafuente en su Vida de la Virgen, con la dispersión de los Apóstoles para la predicación de la santa doctrina.

     Los Magos por su parte, esperaban también en el milagro de una virgen, y afanosos y cuidadosos del estudio de los astros y constelaciones, objetos de sus creencias y religión, fundada en el culto del sol, la luna y las estrellas, esperaban apoyándose en las tradiciones del Zerduscht, la aparición en el brillante y hermoso cielo de Caldea, de la estrella de Jacob que había de guiarles en la busca y hallazgo de la cuna de Cristo.

     En la India, en la misteriosa tierra de encantadora naturaleza, de las palmeras y los anchos ríos, de las espumosas fuentes y embriagadoras flores; el país de la sensualidad y de las pasiones, esperaba también al glorioso Abatar, encarnación de una transformativa divinidad que había de nacer de una virgen, como última y más portentosa de sus transformaciones, y que según sus Brahamanes (sacerdotes) había de purgar al mundo del pecado. Esperanza, que pedían se realizase por medio de ofrendas de matas de albahaca, la planta favorita de los dioses, presentada en sus altares tan fastuosos como su civilización y trajes resplandecientes de oro y pedrerías.

     Los griegos, los escandinavos, los scitas y otros cien pueblos más, todos conservaban más o menos adulterada aquella idea, aquella tradición, nacida en las puertas del Paraíso, por la promesa de Dios.

     Por último, el pueblo romano, que con sus armas y con sus leyes había dominado al mundo antiguo, que en medio de su religión idiolátrica, había ido admitiendo como medio de su política dominadora, todas las divinidades de los pueblos sujetos a su yugo, y comenzando por creer en todas las religiones, aceptando las de todos los pueblos de sus conquistas y convirtiendo a Roma en templo de todas ellas, había concluido por no creer en ninguna, cayendo en el escepticismo, en la más fría de las muertes para el corazón, el indiferentismo. Tomaron los libros sagrados de todos los pueblos y religiones; pero los libros de la Sibila de Cumas, quizá contemporánea de Héctor y de Aquiles, fueron los que con más cuidado conservaban y respetaban, sin que sus predicciones hicieran asomar a los descreídos labios de los señores del mundo, la risa del desprecio, ni la sonrisa de la incredulidad en semejantes augurios. La promesa de la Sibila de una Virgen maravillosa, que siéndolo había de concebir y dar a luz a un hijo, que lo sería Hijo de Dios unigénito; la idea de que este Hijo de aquella pura Madre sería adorado por los pastores, la serpiente encarnación del mal vencida y humillada por aquella Virgen, portento de pureza y de lo maravilloso, y la vuelta de los hombres a la edad de oro y de la paz universal, llenaban y preocupaban la mente de los dominadores del mundo, haciéndoles exclamar como lo hace el gran poeta latino Virgilio en su Égloga 4ª: Ya viene la Virgen, y los romanos como todos los demás pueblos, y ellos especialmente que con su afán de abarcar en el recinto de Roma todas las religiones del mundo, llegaron a levantar altares al Deo ignoto, al Dios desconocido, aquel Dios desconocido que naciera en su mente por las profecías de la Sibila, les impresionaba.

     El mundo entero conocido de los antiguos coincidía en una esperanza, la de la redención del mundo por el nacimiento de un Santo, hijo de una Virgen que lo había de seguir siéndolo después de su concepción. Sujeta toda la tierra conocida entonces, de la India a España, de la Libia a la Escandinavia, todos estos pueblos sujetos o señoreados por el vencedor romano, unidos bajo un lazo político de ley y de idioma, cuando el templo de Jano se cerraba por no haber guerras ni pueblos que conquistar, cuando la paz se cimentaba después de tantos siglos de continua lucha, sólo brillaba una esperanza; todos los pueblos esperaban un gran acontecimiento, todos esperaban según sus creencias la venida de aquel Hijo de Dios, de aquel sabio legislador según unos, invencible guerrero según otros, pero todos convergentes en la creencia de su nacimiento como Hijo de Dios en una Virgen doncella.

     El vaticinio de la Sibila de Cumas, se había hecho hasta popular entre los romanos; no era ya sólo patrimonio de aquellos hombres estudiosos de la antigüedad, sino que rebasando aquellos límites, había llegado a manos de los poetas y del pueblo, y así hemos visto cómo Virgilio, el dulce poeta, el cantor de los placeres del campo, cuando Augusto cerraba las siempre abiertas puertas del templo de Jano, por reinar ya la paz material universal, preludia en sus sentidos versos la profecía de la Sibila; y no teme en intercalar en sus hermosos versos la llegada de Cristo, de la Virgen maravillosa, que dada la prosperidad del reinado de Augusto, debía venir en aquellos momentos de calma universal, y al efecto copiamos la traducción que de los hermosos versos virgilianos hace D. Vicente Lafuente en su citada obra:

                                 El orbe regirá, que con proezas
En grata paz dejó el paterno brazo:
La sierpe morirá: sin el veneno
La hierba crecerá; y en el regazo
De las fértiles comarcas de la Asiria
Aromas brotarán sin embarazo.

     Vese en estos conceptos de Virgilio claramente expresados, la idea de paz universal, la destrucción de la infernal serpiente, la aniquilación de las plantas venenosas y mortíferas como representación del pecado y que son rémora al desarrollo de las salutíferas plantas nacidas de una nueva era como lazo de paz al desarrollarse en Europa, como el cinamomo y la canela. Es decir, que de una manera poética consigna la prosaica tradición del pueblo romano, tan imbuido ya por la irreligiosidad a que le habían conducido tantas creencias, pero embozada y bastardeada de su primitiva sencillez y grandeza. Pero al remontarse el poeta y querer emular al profeta, se eleva, pero sus alas son como las de Ícaro, de cera, y cuando quiere alzarse al nivel de aquéllos cae, cae en el campo de la más triste idolatría.

     Ya viene la Virgen, ya vuelven los tiempos de oro en que reinó Saturno.

     Así en la obscuridad de la idolatría, Virgilio barajó la profecía con el antropomorfismo; no era él, no, el llamado a difundir la predicción de la promesa de Dios, y por tanto esa esperanza de una Virgen que venga a reinar con Saturno, vio el resplandor de la luz, pero no fue a ella. Mas si la tradición de una Virgen corredentora concurrió en los pueblos y de una manera más o menos perfecta pasó como vislumbre de una remota aurora, no sucedió así entre los descendientes de Abraham, el pueblo escogido por Dios para ser el conservador del fuego santo de la ley divina promulgada en el Sinaí. No: entre el pueblo de Jacob, esa esperanza, esa tradición, no fue la luz indecisa, pálida y que sin vislumbres se conservó en los pueblos idólatras, sin aclarar ni desvanecer las tinieblas en que el error de los hombres les habían envuelto, no: allí era una débil luz que no iluminó los espíritus; aquí, entre el pueblo de Moisés, de Abraham y de Jacob, fue una luz clara, un faro al que el pueblo todo encaminó sus pensamientos, elevó sus oraciones y espero en la sagrada promesa de la redención. Luz viva, esplendorosa y refulgente que imperó entre los hijos de Israel, confiados en las profecías de Isaías, de Micheas y demás profetas que con sus cánticos y promesas los alentaron por inspiración divina en la esperanza de la venida del Mesías que había de nacer de una Virgen pura, casta y sin mancilla, como hija de Dios y esposa del Santo Espíritu, que había de encarnar en su seno. Tradición pura que pasa de los hijos de Adán, a los de Noé, a los Noakidas, a los hijos de Abraham, a los israelitas, y de éstos a los cristianos y a los redimidos por el sacrificio del Hijo de Dios, del Hijo de la Virgen María, el anunciado por los santos patriarcas y profetas del pueblo de Israel, como hermosamente dice el ya citado escritor. Tradición que desde las palabras del divino Oráculo en las puertas del Paraíso, desde el establecimiento de los israelitas en Palestina, la Virgen corredentora, más bien había sido comprendida que revelada en las palabras de los patriarcas y profetas, pero desde los tiempos de David, la figura de María, no aparece como velada por una pura gasa que esfumina sus contornos; desde la época del rey poeta, se perfila, determina y agranda de una manera espléndida, llena de luz y de encanto, cual la pura que de sí había de irradiar en el mundo. Desde entonces, la que había de hacer correr en las venas del Hijo de Dios, la sangre de Abraham, Jacob y del justo Jessé, se hace más comprensible, y Salomón la pinta con la suave y tierna dulzura que conocemos: la ve elevarse en medio de los hijos de Judá, pinta los encantos de su rostro, sus gustos sencillos y llenos de poesía, que silenciosa y recogida se oculta a la vista de todos como la paloma que hace su nido en el hueco de las peñas, es la escogida para su místico himeneo con preferencia a las vírgenes y reinas de todos los pueblos, se le ha prometido una corona por aquel que es amado de su alma y el lazo feliz que la une con su real esposo es más duro que la muerte.

     Elías, cuando oraba en el monte Carmelo implorando de Dios el término de la sequía que abrasaba la tierra, la descubre; ve a la Virgen prometida bajo la forma de una transparente nube que se eleva del seno del azulado mar para anunciar la vuelta de la lluvia, que había de refrescar la tierra, y entonces el profeta eleva en el monte Carmelo un oratorio a la futura Reina de los cielos, a la que ha de traer la salvadora lluvia del Redentor, que ha de apagar la sed y el ansia de los que en ella y en su Hijo esperaban.

     Isaías ante los temores de Acab, al verse amenazado por los enemigos, le dice que no tiemble, pues de la casa de David nacerá una virgen, la Virgen concebirá y dará a luz un Hijo, por nombre EMANUEL, esto es, Dios con nosotros. Este Hijo, dado milagrosamente al mundo, será un renuevo del tronco de José, una flor nacida de su raíz. Será llamado el Dios fuerte, el padre del siglo venidero, el príncipe de paz. Será levantado como un estandarte a la vista de los pueblos, las naciones vendrán a ofrecerle sus homenajes y su sepulcro será glorioso. (Isaías, cap. VII, vers. 14.)

     Las figuras del Antiguo Testamento, según testifican los Padres de la Iglesia, son las señales que anuncian la salida del Sol de Justicia y de la Estrella del Mar: a Jesús pertenece la fuerza; a María la gracia y la misericordiosa bondad.

     Otro profeta, Micheas, anuncia y predica el lugar en donde ha de nacer el Redentor que el pueblo espera y dice: «Y tú, Bethlén Ephrata, no eres ciertamente la más pequeña entre las principales ciudades de Judá, porque de ti saldrá el que ha de ser dominador de Israel, y su salida será desde los días de la Eternidad». (Micheas, cap. V, vers, 2º.)

     Vese como decimos, y los profetas confirman con sus predicciones, cómo la promesa de Dios hecha ante la expulsión del Paraíso, había ido transmitiéndose de pueblo en pueblo hasta los confines de la tierra y conservada entre los pueblos, ya de una manera más perfecta, ya envuelta entre las obscuridades del paganismo, y que sólo se había conservado pura entre el pueblo de Israel, el pueblo escogido por Dios para bajar a la tierra y al seno de una Virgen, el Hijo de Dios, el Redentor prometido y por quien el pueblo suspiraba. Todo estaba preparado, la paz material reinaba en el mundo y se acercaba la plenitud de los tiempos.

     Todo cuanto en el mundo sucede tiene señales que le preceden; cuando el sol está inmediato a su nacimiento, el horizonte se tiñe de rosada luz; cuando la luna aparece en el cielo saliendo hermosa y clara del seno de las aguas, blanca luz, nacarada atmósfera tiñe el cielo; a la tempestad, la precede una calma aterradora, en que ni la hoja se mueve en el árbol, para después el huracán arrollar la arboleda y arrancar de cuajo troncos y peñascos.

     Así todas estas señales, estos anuncios de los profetas, precedieron cual ráfagas de luz, rápidas como la del relámpago, a la luz verdadera que había de venir a redimir al mundo, a cumplirse en la pura Virgen, al pronunciar aquellas palabras de sumisión y obediencia en el acto de la Encarnación, hágase en mí, Señor, vuestra voluntad, la conversión en arca santa en la que había de encarnarse el Hijo de Dios, el anunciado por el Padre al lanzar a los nuestros del Paraíso, en la que había de quebrantar la cabeza de la serpiente, el espíritu del mal, proclamándola pura en su Concepción y pura antes y después del nacimiento del Hijo de Dios; el verbo humanado estaba cerca, las siete semanas de Daniel cumpliéndose y el gran hecho próximo a su realización. La palabra de Dios como esperanza del mundo iba a ser un hecho, se acercaba la plenitud de los tiempos y con ellos la verdad de la voz de los profetas.



ArribaAbajo

Capítulo II

Padres de María

GENEALOGÍA DE SAN JOAQUÍN, SUS PADRES. -SU PATRIA, TEMPLO QUE SE CONSERVA SOBRE LA CASA DEL SANTO PATRIARCA. -SU VIDA, SU CASAMIENTO CON ANA. -ANA, SUS PADRES, SU PATRIA. -PENAS Y DOLOR DEL SANTO MATRIMONIO POR SU ESTERILIDAD.- ANUNCIA EL ÁNGEL A LOS ESPOSOS EL NACIMIENTO DE UNA HIJA.



ArribaAbajo

- I -

     Aún cuando San Joaquín, el dichoso padre de María, fue un noble varón, santísimo y de una muy esclarecida estirpe, aun cuando pertenezca a los padres la gloria adquirida por los hijos bajo cualesquier concepto, puesto que en ellos se refleja la educación y nobles sentimientos comunicados por aquéllos, con todas estas condiciones y cualidades, son muy pocas las noticias y antecedentes que bajo el punto de vista de la autenticidad se conservan. De sus virtudes y de su clarísima vida en medio de su relativa oscuridad por vivir en esa feliz medianía de que tanto nos habla y ensalza Fray Luis de León, son escasas las referencias que de aquélla se conservan.

     En las Santas Escrituras no se hace mención de él ni se le nombra, silencio que si fuéramos a examinar a la luz de la ciencia teológica, no dejaríamos de hallar grandes misterios y de una muy convincente razón, y esta es como dice Catesino en sus escritos, porque habiéndose celebrado en la Santísima Virgen el sagrado misterio de Madre de Dios, el nombre de sus padres no fue necesario consignarlo para que de esta suerte se entendiese, que la excelsitud y grandeza de María era por su Hijo, y no por la obra de los hombres, sino que lo fue por su concepción sin pecado original; pues aun cuando los padres de María fueron nobilísimos de estirpe y muy santos de condición, no por ello estuvieron exentos del pecado original como humanos, y aun cuando brillaron por sus condiciones de religiosidad y virtudes, quedaban incursos en la ley general del linaje humano; condición que no comunicaron a su purísima hija, nacida y concebida sin mancha como Madre que había de ser del Hijo de Dios.

     Mas a pesar de este silencio, son muchos los autores y especialmente antiguos, los que se han ocupado de San Joaquín, y nos expresan, aun cuando muy lacónicamente y gran sobriedad en estilo y detalles, las grandes virtudes y méritos relevantes que tuvo este gran Patriarca y Santo dichoso como padre de la Inmaculada, y acerca de lo que aquéllos dicen escogeremos las más interesantes noticias referentes a la vida del Patriarca esposo de Santa Ana.

     Así es que, aun cuando poco podamos extendernos en las vidas del padre y de la madre de María Santísima, todavía reduciremos estos apuntes a lo necesario para dar a conocer la familia de ambos esposos; costumbres y vida de aquel matrimonio de tan refulgente nombre y cuya memoria se había de perpetuar por la inefable dicha de ser los elegidos por el Señor para dar la humana existencia a la pura doncella que había de ser Madre de Jesús, y de la de ser visitados por la voluntad del Señor que escuchó sus oraciones, como escucha siempre al que con fe y esperanza pide su amparo y protección.



ArribaAbajo

- II -

     Joaquín era natural de Sephoris, hoy Seffurich, antigua ciudad situada a seis kilómetros de Nazareth, y en la cual tenía propiedades. Todavía hoy los pocos peregrinos en quienes no falta el valor para atreverse a llegar a esta miserable aldea, de la que nunca salen los viajeros sin ser insultados por los fanáticos musulmanes, visitan las ruinas de la iglesia que se levantó sobre la casa en que nació San Joaquín y vivió luego el matrimonio durante algunos años.

     Este antiguo templo estaba orientado de Oeste a Este, constando de tres naves y cerrado por otros tantos ábsides, de los que permanecen dos todavía en pie. Por su construcción puede formarse idea de lo que fue el templo en grandiosidad y belleza. Las columnas que separaban las naves son monolíticas, de granito ceniciento, con capiteles corintios, estas columnas debieron pertenecer a la primitiva basílica, que fue reconstruida en la época latina.

     El terreno es hoy propiedad de los padres de Tierra Santa y una vez al año celebran en él, el Santo Sacrificio. Del coro, del que aún hoy se conserva parte, hay necesidad para llegar a él de atravesar las ruinas y tabucos de paredones, de casucas árabes que han construido apoyadas entre columnas, convirtiendo en aduar inmundo el santo templo; éste es el único recuerdo que se conserva de la casa de los padres de María Santísima, del templo de Joaquín.

     Fue de linaje real y el más ilustre de toda Judea, porque era de la tribu de Judá y descendía por línea recta del rey David. Su padre se llamó Mathat y su madre llevaba el de Esthat, la cual descendía igualmente de la sangre real del ya dicho monarca, de suerte que por línea paterna y materna era nobilísimo y descendiente por tanto de los dos hijos del rey David, Natham y Salomón, y de gran número de reyes e ilustres capitanes.

     Dícese que desde niño se hizo notar por sus castísimas y santas costumbres, tanto que mucho antes de que naciese reveló Dios su nombre y nacimiento a los sabios de la ley, diciéndoles cómo se llamaría y cuándo nacería, y cuál sería el nombre de Joaquín padre de la que había de ser Madre del Mesías; así lo refiere el P. Canisio, de los antiguos rabinos.

     El nombre de Joaquín encierra en sí un muy grande significado, para el que había de ser padre de María, que había de concebir y parir al Redentor del mundo; significa tanto como «Preparación del Señor»; y como expresa San Epifanio, por él se preparó el templo al Señor del mundo, que fue la Santísima Virgen María su hija.

     Gozaba de una mediana posición, herencia de sus padres: ya hombre contrajo matrimonio con una doncella tan honesta como virtuosa joven, natural de Belén, de cuya noble ascendencia luego hablaremos. Sus caracteres eran muy bondadosos y semejantes en virtud y santidad, de suerte que esta igualdad de genio hacía de su vida tranquila y sosegada una verdadera morada de paz y bienandanza, en que sólo amargaba su existencia la falta de hijos, causa que era muy mal mirada entre los hebreos, que consideraban la esterilidad como un castigo o maldición del cielo. Esta carencia de hijos, era lo único que amargaba aquella existencia tranquila y sosegada, viviendo Joaquín entregado a las labores de sus heredades y cuidado de su hacienda, y Ana a los de la casa.

     De las rentas y productos de aquéllas, dicen los historiadores que hacía tres partes, destinando una al culto del Templo, otra para limosnas y la tercera para el mantenimiento de su casa, cuyas necesidades en medio de su vida modesta y sin alardes, bastaba para cubrir cuanto pudiera necesitar tan corta y sobria familia.

     Entregábase mucho a la oración el santo matrimonio y acompañábanse en las oraciones con ayunos, y actos de caridad que constituían las ocupaciones de la familia modelo de matrimonios santos y virtuosos.

     De esta suerte vivieron muchos años llegando a la vejez sin haber tenido hijos, por más que Ana implorase esa gracia del Señor para librarse del oprobio e insultos de las demás mujeres que la denostaban por estéril. Esto constituía para la pobre Ana una grande humillación y a pecados de los padres el no tener descendencia y de aquí el que considerábase como maldito al que no dejaba descendencia, como hemos dicho.

     Aquel santo matrimonio hizo muchas promesas y ofrecimientos al Señor a fin de que les concediera Dios fruto de bendición que les libertara de aquel oprobio. Entregáronse a actos de devoción y oraban derramando muchas lágrimas para que el Señor escuchase sus plegarias; aún más, ofrecieron al Señor en voto dedicar al Templo el fruto que les concediese si escuchaba y atendía sus plegarias y las recibía como justas en la demanda.

     Acerca de la esterilidad de Ana dice San Juan Damasceno, que convenía aquélla, pues que lo que había de ser nuevo bajo el sol y el principal de todos los milagros, se dispusiese así el camino por lo milagroso del nacimiento. Sucedió que una de las veces en las festividades del Templo fue más notada la presencia del estéril matrimonio en la solemnidad de las Encenias a la que concurría mayor número del pueblo israelita, los insultos fueron mayores que otras veces, sufriéndolos con santa resignación Ana y el prudente marido.

     Doloridos tornaron a suplicar al Señor con mayor fervor e instancia, y para conseguirlo, se separaron momentáneamente los esposos, retirándose. Joaquín a una montaña en que tenía su majada y Ana a un huerto de su propiedad.

     No pidieron en vano al Señor, como escucha siempre a todo aquel que con fe y arrepentimiento de sus culpas le invoca, y oyendo la súplica y plegarias de Joaquín y de Ana y después de cuarenta días de preparación del espíritu, recibieron el consuelo del Señor por medio de un ángel que les profetizó que Ana concebiría una doncella santísima que escogida por el Señor, había de ser Madre suya y parir al Mesías, tan deseado y esperado por el pueblo. Al mismo tiempo que Joaquín, tuvo la santa esposa, la bienaventurada Ana, igual revelación.

     Tornó Joaquín a su casa y confió a Ana su revelación, que confirmó aquélla por haber tenido por otro ángel igual promesa hecha por el Señor. Agradecidos ambos santos esposos, dieron gracias a Dios por la merced que les había prometido, lleno su ánimo de gozo y llenos de agradecimiento y consolados en su aflicción por las promesas del Señor que había escuchado sus ruegos, quedaron tranquilos y confiados.

     No es fácil ni posible explicar lo que pasarla en el corazón de Joaquín y Ana con la promesa de ser padres de la que había de dar el ser al Mesías prometido.

     Esto es cuanto a la vida del Santo Patriarca padre de María, sabemos; respecto de los demás actos de la vida del venerable Joaquín los iremos relatando juntamente con la vida de María por la unión íntima en que siguen los hechos de la vida de padres e hija.

     San Juan Damasceno dice hablando de los que habían de ser los padres de María: «¡Oh, bienaventurada junta, Joaquín y Ana, a los cuales está obligada toda criatura, porque por vosotros ofreció el Criador aquel don que se aventaja a todos los demás del mundo, esto es, a su castísima Madre, la cual sólo fue digna de su Criador!», y añade más adelante: «¡Oh, bienaventurado par, Joaquín y Ana! Bien os dais a conocer que sois inmaculados por el fruto de vuestro vientre, porque como dijo una vez el Señor: De sus frutos los conoceréis: hicisteis una vida agradable a Dios, y como era digno hiciesen los padres de tal hija, como nació de vosotros. Cumplisteis vuestro oficio casta y santamente y produjisteis el tesoro de la virginidad».

     Así el ilustre escritor expresa su sentir respecto de los padres de María Santísima y concluye más adelante con estas hermosas palabras:

     «Aquel varón divino, Joaquín, y su mujer Ana, alcanzaron el fruto de la oración, porque por oraciones alcanzaron tener por hija a la Madre de Dios».



ArribaAbajo

- III -

     Nos hemos ocupado de la vida del Santo Patriarca, de su nacimiento, padres y de sus hechos hasta su matrimonio con Ana y de los sufrimientos de estos ejemplares esposos por la carencia de familia que perpetuara su nombre, causa de los ultrajes que recibían por aquella infecundidad tan mal mirada entre los judíos, y réstanos decir algunas palabras acerca de Ana, su esposa, que tuvo la dicha de ser madre de la más pura de las mujeres.

     Belén fue la patria de Santa Ana, y tuvo por padres a Estolano y por otro nombre Gaziro, y su madre llamóse Emerencia. Descendía también de la casa real de David, contrajo matrimonio con Joaquín y la vida de esta santa señora corre unida con la de su esposo. De los hechos de su vida poco podríamos decir fuera de su gran virtud, de sus castísimas costumbres y espíritu de caridad que la animaba y cuyo deseo de bien y bondad para con los pobres tanto la secundaba su virtuoso esposo.

     De las aflicciones e insultos que sufría el matrimonio por causa de su infecundidad no hemos de repetir lo dicho al hablar de su santo esposo, y no repetiremos lo consignado respecto de sus oraciones, plegarias y súplicas al Señor para que les concediese un hijo, si así era su voluntad, y que el Señor colmó a manos llenas sus virtudes, oraciones y confianza en la voluntad de Dios dándoles la dicha inefable, la gran recompensa de ser padres de la que había de ser Madre de Dios, pura y sin mancilla, Reina de los Ángeles y Madre y amparo de los afligidos.

     Acerca de la santa abuela de Jesucristo, según la carne, escribieron San Epifanio, San Juan Damasceno y también había de ella San Jerónimo en su epístola 101, de la cual tomamos las notas del nacimiento de Nuestra Señora: también el Martirologio Romano hace mención de Santa Ana, y Gregorio XIII en 1584, doce de su pontificado, en 1.º de mayo dispuso que la Iglesia Católica celebrase la festividad de Santa Ana a los 26 de julio.

     Por la oración constante, por su devoción de espíritu y confianza en las bondades y justicia de Dios, consiguieron la inapreciable dicha a que como fruto de su fe y oraciones los hizo acreedores ante la bondad de Dios, de la gran merced de ser padres de la que había de quebrantar la cabeza de la serpiente y ser la corredentora del mundo. Hízoles Dios la mayor y más grande de las mercedes, y la fe y constancia en aquel santo matrimonio removió los montes, como dice el Evangelio, concediéndoles el premio de sus virtudes, llenándoles de gracia, con la gracia de ser los padres de la que había de ser Madre de todas las gracias y perfecciones.

     San Juan Damasceno, San Epifanio y San Gregorio Niseno, atribuyen y con razón, como fruto de las oraciones de Joaquín y Ana, el inapreciable tesoro con que Dios les colmó de dicha por el nacimiento de la pura e inmaculada María, libre del pecado original, perfección de todas las perfecciones y espejo de justicia.

     Fueron Joaquín y Ana los casados más santos, dice el Padre Ribadeneyra, que hasta allí hubo en el mundo, y su matrimonio fue en el que más se había agradado a Dios, y así dijo un ángel a Santa Brígida: «Como Dios hubiese visto todos cuantos matrimonios consumados, santos y honestos ha habido desde la creación del mundo hasta el último que se hiciere al fin de él: ninguno vio semejante al de San Joaquín y Santa Ana, en tanta caridad divina y honestidad; y así plugo que se engendrase el cuerpo de su castísima Madre de este santo matrimonio». Concedióles el Señor por sus virtudes esta inapreciable dicha y por ellas vemos a cuánto alcanza el poder de la oración y honestas costumbres ante la mirada de Dios, y cómo recompensa a quienes con la fe y el ejemplo proclaman su grandeza y consiguen de Él cuanto nuestros deseos apoyados en la fe desean su apoyo y protección en nuestros dolores y quebrantos terrenales con los que se purifica nuestra alma para hacernos dignos de su grande misericordia. Consoladoras palabras con las que el P. Ribadeneyra estimula y fomenta la fe y la confianza en la oración para conseguir nuestros deseos, cuando con el sufrimiento y la purificación se aquilatan nuestros ruegos y se eleva nuestro espíritu.



ArribaAbajo

Capítulo III

ESTADO Y ESPERANZAS DEL PUEBLO DE ISRAEL EN EL MESÍAS. -NACIMIENTO DE MARÍA. -¿DÓNDE NACIÓ, EN JERUSALEM O EN NAZARETH?. -OPINIONES ORIENTAL Y OCCIDENTAL. -CASA DE JOAQUÍN Y ANA EN JERUSALEM. -TEMPLO Y MONASTERIO DE SANTA ANA, SU HISTORIA. -CRIPTAS DE LA CASA DE SAN JOAQUÍN Y LUGAR DE AQUÉLLAS DONDE NACIÓ MARÍA. -AMOR A MARÍA EN TODAS LAS COMARCAS DE ESPAÑA.



ArribaAbajo

- I -

     Una calma triste y pesada, cual la que precede a la brisa refrescante después de un día caluroso, reinaba en Judea. Ya no hablaban los profetas, ya su voz no mantenía la esperanza en Israel, el cetro de David había caído en manos del extranjero y una nueva servidumbre era el presente del pueblo escogido por Dios. La esperanza, no obstante, no había abandonado el corazón de los fieles, pero aquélla iba perdiéndose cual se pierde el sonido cuanto más se aleja de su centro de partida. En su abatimiento el pueblo exclamaba: ¿El Señor nos ha abandonado, no queriendo cumplir sus promesas por nuestra maldad? ¡Tan grande es nuestra iniquidad, que su rostro se ha apartado de nosotros y nos deja en nuestra iniquidad!

     Y pasaban los años y las Semanas profetizadas por Daniel, el extranjero imperaba, el paganismo se iba apoderando de la tierra de la fe en Jehová, y el abatimiento se reflejaba cada día más y más en todos los ánimos; se miraban en silencio los ancianos y suspiraban elevando sus ojos al cielo; los jóvenes bajaban el rostro con vergüenza al paso de los legionarios, y las mujeres oprimían contra el pecho a sus hijos, murmurando: ¡esclavo, esclavo serás como tus padres!

     Pero todo podía faltar, todo podía desequilibrarse, pero nunca la palabra de Dios dejaría de cumplirse y la promesa se iba a realizar. En silencio, cual nace el claro río en ignorado rincón brotando límpidas sus aguas puras y cristalinas para convertirse luego en grande, poderoso y terrible, así, en el silencio y desapercibida del mundo, iba a nacer la que había de ser Madre de Jesús, la prometida del Eterno y corredentora de la humanidad, la anunciada por los profetas, la vislumbrada por Isaías en el Carmelo, desde el que se descubre no muy distante la ciudad de Nazareth, escondida en los pliegues de los montes de Galilea. Allí, en esa ciudad tan pequeña y modesta, vivía un hombre justo en quien ni los reveses y dolores que había sufrido su patria le hubieran hecho perder la fe de sus padres, la conformidad con los decretos del Señor y la esperanza en la promesa de la redención. Aquel hombre, justo y virtuoso, descendiente de David por Natham, vivía tranquilo con su esposa, descendiente de la tribu de Leví, según San Agustín. Era este matrimonio, que gozaba de una tranquila y sosegada posición en feliz medianía, Joaquín y Ana; Ana, cuyo nombre significa gracia. A pesar de ello, no eran felices en medio de su tranquila vida que encantaba a sus convecinos con el perfume de sus virtudes: no eran felices estos dos virtuosos israelitas, pues carecían de hijos, y la infecundidad era mal mirada entre los judíos, tomándola como un castigo del cielo que no quería perpetuar la descendencia.

     ¿Quiénes eran estos santos, modelos de mansedumbre y conformidad en el cumplimiento de las prácticas religiosas? La Iglesia nos lo dice en el rezo de San Joaquín y Santa Ana, de una manera tan sencilla como hermosa, tan poética como verdadera, y cuyas noticias están tomadas de las obras de San Epifanio y San Juan Damasceno. Y procediendo de estas fuentes, ¿puede el católico verdadero rechazarlas ni poner en duda esta santa tradición? Creemos que no, y he ahí cómo la Iglesia expresa lo que acerca de este virtuoso matrimonio nos enseña y relata:

     «De la raíz de Jessé brotó el Rey David y de la raza de David brota la Virgen Santa, sí, y por excelencia Santa, hija también de varones Santos. Fueron sus padres Joaquín y Ana, los cuales supieron durante su vida agradar a Dios, y lo que aún es más, dieron por fruto sazonado y fruto de bendición a la Santa Virgen María, templo y a la vez Madre de Dios».

     Bellísimas y conmovedoras frases de San Epifanio, que toma la Iglesia para sus rezos en el segundo nocturno de la fiesta del Santo padre de María. Pero si hermosas son estas frases, más enérgicas y terminantes en su belleza son las con que continúa el Santo al poner en mística relación esta santa familia con la Trinidad Santísima:

     «Pues bien, Joaquín, Ana y María ofrecían los tres a la Trinidad, paladinamente, sacrificios en alabanza, pues el nombre de Joaquín se interpreta como preparación del Señor, y en efecto, por medio de él se preparó el Templo de Dios, que es la Virgen. A la vez el nombre de Ana equivale asimismo al de gracia, puesto que Joaquín y Ana recibieron la gracia de que por medio de sus oraciones germinase en ellos tal fruto, logrando tener por hija a la Santa Virgen, pues mientras Joaquín oraba en la soledad del monte, la bendita Ana pedía a Dios recogida en su huertecito».

     Tales son los datos que el Santo escritor nos suministra como tradición cristiana viva y existente entre aquellos habitantes y siglos.

     Pero este matrimonio, encanto de sus convecinos por el ambiente y perfume de sus virtudes, no era feliz por completo, como hemos dicho, en medio de su conformidad y resignación con los decretos del Señor. Ana había sido estéril y la infecundidad era mal vista entre los hebreos y más de una vez había Ana sufrido con resignación los ultrajes de las demás mujeres, que la tachaban de infecunda, como castigo del Señor que no consentía en ella la perpetuación de la raza. Ana sufría triste y resignada aquellos insultos, y llorando, en medio de su conformidad, pedía al Señor que la libertase de aquel oprobio, si tal era su voluntad y creía justa la petición. ¡Que un rayo de juventud alegrara la vejez de ambos, concediéndoles un vástago que perpetuase su familia y trasmitiera su amor al Dios de Jehová que le comunicarían con sus oraciones! Tantas virtudes y conformidad con la voluntad de Dios debían tener el premio de su fe y amor a su Dios, y después de veinte años de esterilidad su recompensa en la plegaria.

     Y el Señor, oyendo las oraciones de la virtuosa Ana, en cuya casa reinaba la soledad de la familia sin más calor que el amor de ambos esposos, mandó sus angélicos emisarios a Joaquín y Ana anunciándoles separadamente que serían padres; he aquí cómo cuenta la Venerable María de Jesús de Ágreda esta profética visión:

     «Pero el Altísimo, que por medio de esta humillación (la esterilidad) los quiso afligir y disponer para la gracia que les prevenía, les dio tolerancia y conformidad para que sembrasen con lágrimas y oraciones el dichoso fruto que habían de coger. Hicieron grandes peticiones de lo profundo de su corazón, teniendo para esto especial mandato de lo alto; y ofrecieron al Señor con voto expreso, que si les daba hijos, consagrarían a su servicio en el templo el fruto que recibiesen de bendición. Y al hacer este ofrecimiento fue por especial impulso del Espíritu Santo, que ordenaba, como antes de tener ser la que había de ser morada de su Unigénito Hijo, fuese ofrecida y como entregada por sus padres al mismo Señor.

     »Ordenó el Altísimo que la embajada de la concepción de su Madre Santísima fuese en algo semejante a la que después se había de hacer de su inefable Encarnación. Porque Santa Ana estaba meditando con humilde fervor en la que había de ser madre de la Madre del Verbo encarnado; y la Virgen Santísima hacía los mismos actos y propósitos para la que había de ser Madre de Dios. Y fue uno mismo el Ángel de las dos embajadas, y en forma humana, aunque con más hermosura y misteriosa apariencia, se le mostró a la Virgen María».

     No menos elocuente y de hermosa manera nos relata la celeste embajada del Altísimo a los esposos, padres que habían de ser de María y cuya anunciación revistió caracteres semejantes a la visita del Arcángel a la Pura Virgen en el momento de la Encarnación del Verbo, y véase cómo nos la relata el Padre Rivadeneyra en la Vida de la gloriosa Virgen María:

     «Perseverando en esta oración, un Ángel apareció a Joaquín que estaba en la majada de sus pastores, y le dijo que Dios había oído sus ruegos, y que tendría una hija que se llamarla María, y sería madre del Salvador del mundo. La misma revelación tuvo Santa Ana en un huerto en donde vivía apartada. Comunicáronlo entre sí, y hallaron que convenía muy bien lo que el Ángel había dicho al uno con lo que había dicho al otro. Dieron muchas gracias al Señor por aquella tan señalada merced, y Ana concibió a la Virgen Sacratísima a los ocho días de diciembre, en que la Santa Iglesia celebra la fiesta de su Concepción. Fue concebida sin pecado original, previniéndola Dios con tanta abundancia de gracia cuanta era razón que tuviese la que era predestinada para madre suya y quebrantadora de la cabeza de la serpiente infernal».

     Doctrina y tradición que confirman San Juan Damasceno, San Eusebio y San Ildefonso con los Padres de la Iglesia en este hermoso relato de la pura Concepción de María, de la que había de ser la Madre inmaculada del Cordero, del Unigénito del Padre, del Jesús esperado, del Salvador del mundo.



ArribaAbajo

- II -

     Nueve meses eran cumplidos cuando en el día ocho de septiembre, el Tsiri de los judíos, o sea el primer mes de su año civil, en tanto que el humo de los sacrificios subía al cielo por la expiación de los pecados del pueblo, nace en Jerusalem una hermosa niña, la benditísima María en la casa de que luego hablaremos y describiremos, y que los padres de María tenían en la ciudad santa, cercana a la Piscina Probática y no lejos de una calle, en que el dolor y la horrible tortura del hijo de Dios había de hacer eterna con el nombre de la Vía dolorosa.

     Allí, según la tradición oriental, nació la que había sido concebida pura y sin mancha original, la escogida del Padre, el arca santa que había de encerrar por nueve meses al Verbo humanado, el Unigénito, al Redentor del mundo.

     Día feliz; día en que el sol vio una luz más esplendente que la suya resplandecer pura en aquella inmaculada criatura, cuyo trono había de ser el sol y la alfombra en que posaran sus pies el estrellado manto del firmamento.

     Como presagio del nacimiento del hijo de aquella pura criatura, los criados de Joaquín y Ana entonaron cánticos de alegría, ¡cánticos de alegría que no eran sólo los de la familia, sino los de la humanidad entera que se regocijaba con la venida de la que luego había de ser la del mundo: la fuente de amor y de bienandanza para los hijos de la predicación del Emmanuel prometido!

     Ana, enardecida por el agradecimiento al Señor con tal beneficio y haber escuchado sus plegarias, prorrumpió en un hermoso cántico de gratitud que la Iglesia nos conserva, pone San Juan Damasceno en boca de la madre de la Virgen y entona aquélla en la lección I del segundo nocturno de la fiesta de Santa Ana:

     «Congratulaos conmigo que he logrado por fin el germen prometido, a pesar de la esterilidad que me aquejaba, y ahora crío a mis pechos el fruto de bendición que tanto había anhelado. Fuera ya el luto de la esterilidad, pues que puedo vestir el traje rozagante que adorna a la mujer fecunda. Regocíjese conmigo la otra Ana que sufrió los insultos de Fenena, y a vista de este nuevo e inesperado milagro que ahora en mí se produce, alégrese de nuevo al recordar el suyo.

     »Regocíjese también Sara la de Abraham, con su alegría senil, que figuraba también mi esterilidad y tardío embarazo.

     »Aplaudan conmigo todas las estériles e infecundas este favor que el Señor me hace de un modo admirable y celestial. Digan también conmigo todas las que han recibido del Señor esta anhelada fecundidad. ¡Bendito sea el que ha concedido esto a las que oraban y ha dado prole a la estéril, y el germen felicísimo de esta Virgen que es Madre de Dios, según la carne, y cuyo cuerpo es un cielo, en el cual se estrechó para habitar el que no cabe en todo el mundo».

     Habrá llamado la atención del lector el que diga la madre de María, regocíjese conmigo la otra Ana que sufrió los insultos de Fenene, y para quienes no conozcan la alusión ni quién era esa otra Ana, daremos la explicación de las palabras de la madre de María.

     Elcana estaba casado con Ana y ésta era estéril, unióse Elcana con Fenena, pues sabido es que la bigamia estaba tolerada en Oriente entre los Patriarcas. Fenena tiene hijos e insulta por su esterilidad a Ana. Oyó Dios las plegarias de ésta y cesó su esterilidad, siendo madre y madre de un hijo profeta, el gran Samuel, destinado a libertar a su pueblo y ser el último juez.

     A esta Ana, mujer de Elcana, se refiere la esposa de Joaquín y a Fenena la otra mujer fecunda que amargaba la existencia de Ana la estéril, que pedía al Señor un hijo que consagraría al culto del templo y no pasaría tijera por su cabellera. Y Dios, oyendo su ruego y sufrimientos, le concedió al gran profeta Samuel.

     La alegría reinaba en la casa de los santos esposos con aquel puro don del cielo, de aquella pura estrella y señora del mundo, que había de ser la bendita entre los ángeles y la adorada Virgen salvadora entre los mortales. Transcurridos nueve días diósele, según costumbre del pueblo de Israel, el nombre que había de llevar, llamándola María (Míriam) que significa Señora en siriaco y Estrella del mar en hebreo; nombre bendito en ambas traducciones; fuente de luz, Señora del mundo, estrella que nos alumbra en la procelosa noche del pecado.

     «¡Oh bendición excelente, exclama San Juan Damasceno, oh beneficio inexplicable, oh munificencia incomparable de nuestro Dios! Toda la naturaleza se desahoga en transportes de júbilo por el nacimiento de María. Alégrense los hombres con la esperanza de ser libres de la corrupción en la feliz época del nacimiento de Aquélla que sin mancha alguna debe engendrar al Criador del mundo».

     La Iglesia católica ha considerado y considera el nacimiento de María como un hecho que emula en grandeza e importancia al de Jesús, y hace resonar en esta festividad los ecos de una pura y profunda alegría, como aurora de paz para el mundo con la venida inmaculada de la que había de ser la Madre del Verbo.

     «Vuestro nacimiento, añade el santo escritor citado, oh Virgen Madre de Dios, ha llenado de gozo al universo, porque de Vos nació el Sol de justicia, Jesucristo nuestro Dios, que, librando al género humano de la maldición a que estaba sujeto, le colmó de bendiciones, y venciendo la muerte nos ha dado la vida eterna».

     «Verdaderamente, dice San Bernardo, la Madre de Dios no podía tener un nombre más conveniente ni que mejor explicase su alta dignidad. María era en efecto aquella hermosa y brillante estrella que resplandece sobre el mar vasto y tempestuoso del mundo».

     María, nombre que encierra un encanto pudoroso, es de una tan maravillosa dulzura, que con sólo pronunciarlo se enternece el corazón, y con sólo escribirlo se anima y eleva el estilo. «El nombre de María, dice San Antonio de Padua, es más dulce a los labios que un panal de miel, más lisonjero al oído que un suave cántico, y más delicioso al corazón que la alegría más pura. Nomen Virginis Mariae mel in ore, melos in aure, jubilum in corde».

     Debemos añadir algunas interpretaciones al nombre de María para mayor extensión del significado de este dulce nombre, tan elevado y místico para San Antonio de Padua, como hemos dicho; y así San Pedro Crisólogo, manifiesta al citar el nombre de María con que el Ángel la saluda, dice, que expresa dignidad, pues en hebreo significa lo mismo que en latín, Domina, Señora. En hebreo se traduce Exaltata, esto es, Ensalzada o Excelsa, y también Mare amaritudinis, Mar de amargura. De esta suerte la hallamos en el catálogo de palabras hebreas que se encuentra al final de algunas ediciones católicas de la Biblia. San Pedro Crisólogo en el sermón de la Anunciación, de donde toma la Iglesia las lecciones séptima y octava del tercer nocturno en la festividad del Dulce Nombre de María, dice, Nann MARÍA hebraeo sermone latine DOMINA nuncupatur.

     San Bernardo encuentra propio el de Estrella, y dice: «En verdad que le cuadra este nombre al compararla con la estrella, pues así como el astro da rayos de luz sin alterarse, asimismo la Virgen dio a luz su Hijo, sin padecer por este motivo detrimento alguno. Ni el rayo que del sale disminuye su claridad, ni el Hijo la integridad de la Virgen».

     «Ella es la célebre Estrella que había de salir de Jacob, cuyo rayo ilumina todo el orbe, cuyo esplendor brilla en los cielos, penetra hasta en los infiernos, alumbra a las tierras y les da calor más aún en la mente que en el cuerpo, fomenta las virtudes y apaga los vicios.

     »Ella es, repite, aquella brillante y nítida estrella realzada sobre este grande y espacioso mar, la cual destella por sus méritos y alumbra con sus ejemplos». (San Bernardo, en la Homilía 2.ª sobre las palabras Missus est al fin.)

     «Nació pura, limpia, hermosa y llena de todas gracias, dice María de Jesús de Ágreda, publicando en ellas que venía libre de la ley y tributo del pecado. Y aunque nació como los demás hijos de Adán en la substancia, pero con tales condiciones y accidentes de gracias, que hicieron este nacimiento milagroso y admirable para toda la naturaleza y alabanza eterna del Autor. Salió, pues, este divino lucero al mundo a las doce horas de la noche, comenzando a dividir la de la antigua ley y tinieblas primeras del día nuevo de la gracia que ya quería amanecer. Envolviéronla en paños, y fue puesta y aliñada como los demás niños la que tenía su mente en la divinidad; y fue tratada como párvula la que en sabiduría excedía a los mortales y a los mismos ángeles. No consintió su madre que por otras manos fuese tratada entonces, antes ella por las suyas la envolvió en mantillas, sin embarazarla el sobreparto: porque fue libre de las pensiones onerosas que tienen de ordinario las otras madres».

     De esta suerte fue exaltado el nacimiento de María y recibida entre las alegrías de sus padres y de sus deudos y criados.

     Bien merece que después de narrar el nacimiento de la Señora, digamos algo acerca del punto en que nació la Santísima Virgen, la hija de los dichosos Joaquín y Ana.

     En vano será que recurramos a los Evangelistas, pues que en ninguno de ellos se habla del lugar en que vio la luz terrenal la que nacía inmaculada. Los Evangelios nada nos dicen acerca de esto, y véase cómo se expresa acerca de este extremo un escritor católico tan respetado como D. Vicente Lafuente:

     «Siguiendo el sistema de consignar lo que acerca de la Virgen nos dice la Iglesia y los Santos Padres, cuando calla el Evangelio, más bien que lo dicho por oradores sagrados y otros biógrafos, vamos a ver lo que nos dice el Oficio divino en las fiestas de la Natividad de la Santísima Virgen, que celebra el día 8 de septiembre y de su dulce nombre que se celebra en la octava pocos días después:

     »Del nacimiento de la Virgen ni dice nada el Evangelio ni había para qué decirlo. ¿Se escribió acaso el Evangelio como libro de erudición y para satisfacer la curiosidad humana o es un libro de enseñanza utilísima, teórica y práctica, de la vida de Jesús y su doctrina? Aun lo que la Iglesia nos propone en esta festividad respecto de María no termina en ésta, sino que más bien y en casi todo se refiere a su divino Hijo».

     De aquí que no tengamos un punto determinado y concreto que nos señale de una manera precisa e indefectible el lugar del nacimiento de la Virgen María y que acerca de este punto se sustenten dos opiniones que se defienden en Occidente y en Oriente. Los occidentales creen y han creído que María nació en Nazareth, y los orientales por tradición desde los tiempos de los Apóstoles han señalado y creído que María nació en Jerusalem. No vamos nosotros a resolver ni señalar quiénes de ambos pueblos cristianos están en lo cierto y cuál opinión sea la verdadera, pues aun cuando el asunto es de carácter histórico y no dogmático, y por tanto cabe para la determinación el criterio humano cuando los sagrados textos nada dicen, no obstante el respeto y sumisión a la Iglesia nos impiden emitir opinión que pudiera inclinar el ánimo del lector a una u otra. Sólo citaremos los hechos y textos, opiniones y trabajos sobre el asunto, que se han emitido y escrito acerca del lugar del nacimiento de María.

     La opinión occidental que coloca la cuna de la Virgen en Nazareth, no se sabe cuándo comenzó a extenderse por Occidente ni por quién. El apoyo de esta opinión es muy respetable por las altas dignidades que la han consignado en documentos tan importantes como las Bulas de los Pontífices julio II, Inocencio XI y Pío IX, quienes admiten a Nazareth como la ciudad en que fue concebida y nació la Santa Señora. Pero como las bulas no son documentos infalibles en materias históricas, pero sí lo son en absoluto en materia de dogma y costumbres, en el asunto histórico de que se trata no son sino una respetabilísima opinión, pero nunca una definición de dogma en las que resplandece la perpetua infalibilidad, y muchas veces en estos asuntos los Pontífices han aceptado razones por ayudar la opinión y esto dice el P. Livinio ha sucedido con respecto a las citadas bulas. Además hay que tener en cuenta también que de las tres citadas bulas, la del Pontífice julio II dice que la casa de Nazareth es el punto en que fue concebida María, añadiendo, como piadosamente se cree, espíritu que informa en esta piadosa creencia las bulas de Inocencio XI y Pío IX. Estos son los fundamentos más respetables de la opinión occidental al convertir a Nazareth en cuna de la Virgen María.

     Veamos ahora en qué funda su creencia la tradición oriental, que hace a Jerusalem punto del nacimiento de María Santísima. Esta opinión de que fue concebida y nacida en Jerusalem, arranca de los primeros siglos de la Iglesia, del tiempo de los Apóstoles. Los orientales todos, creen y sostienen la opinión citada, siguiéndola los católicos, los griegos, los armenios, los coptos, turcos y árabes, y los naturales de Bethlén y Jerusalem. Esta opinión, a más de la tradición constante y sostenida desde los primitivos tiempos del cristianismo, tiene en su apoyo textos y opiniones de católicos eminentes como historiadores. El Padre Livinio, Conventual en San Salvador, en su Guía de Tierra Santa dice: «En los veinte años que hace habito en Jerusalem, durante los cuales he recorrido la Tierra Santa en todas direcciones, entrando en relación con los diversos pueblos que en ella se hallan establecidos, jamás, lo confieso, he encontrado entre los orientales otra opinión que la que concede a Jerusalem la gloria de haber visto nacer a la bienaventurada Virgen María, Madre del Salvador». El padre Livinio conoce como nadie la Tierra Santa, y su notabilísima guía es uno de los libros mejor escritos sobre ella.

     Queresnius, que durante nueve años fue custodio de Tierra Santa y murió en 1660, en su conocida obra sobre aquel bendito país dice: «Que la tradición oriental, es la tradición común en Tierra Santa, confirmada por la existencia de la iglesia y del monasterio, en el lugar de la Natividad de María y sostenida por la autoridad de sabios antiguos».

     Durante el siglo XV, Santa Brígida visitó los Santos Lugares, y en su libro de Revelaciones, tan respetado por la Iglesia, dice: «Que el Señor le dijo con relación a Jerusalem: Cualquiera que visite dignamente este lugar en que María nació y fue elevada, purificará su alma, y aparecerá a mis ojos como un vaso de honor».

     En 1345, otro respetable testimonio de un fraile franciscano en Jerusalem, el P. Nicolás Poggibonzi, dice en una de sus obras: «Entrando por la puerta de San Esteban, se ve una gran puerta con un bello patio; allí se encuentra la iglesia de Santa Ana, donde la Virgen María nació, porque en aquel punto estaba la casa de San Joaquín».

     Guillermo Bandelsel en 1330, en sus viajes por Tierra Santa, escribía al hablar de Jerusalem: «Allí se encuentra la iglesia de la bienaventurada Ana, abuela de Cristo; esta iglesia es bastante bella, y contigua a la Piscina Probática; en ella se dice que la bienaventurada Virgen fue concebida y nació».

     Nicolás Pipino, que es tenido por el más sabio de los peregrinos de aquellos siglos, escribe en 1320 hablando de Jerusalem lo siguiente: «Yo visité desde luego el lugar donde estuvo la casa de San Joaquín, en la cual nació la bienaventurada Virgen María».

     Durante el siglo XIII, manifiesta el Cardenal Santiago de Vitry, Obispo de San Juan de Acre, lo siguiente: que «habiendo tomado posesión de Jerusalem los cruzados en el año 1099, encontraron junto a la casa de San Joaquín una iglesia demolida; mas habiendo sabido que allí nació la Santísima Virgen, la purificaron y la volvieron al culto».

     El Arzobispo de Tiro dice en otro pasaje: «Hay en Jerusalem un recinto situado en la parte oriental, cerca de la puerta llamada de Josaphat (hoy de San Esteban). Tocando al gran hoyo que se llamaba la Piscina Probática, allí se manifiesta una cripta, que las antiguas tradiciones sostienen ser la habitación de Joaquín y de Ana, y donde se tiene por cierto que la Virgen, siempre Virgen, fue nacida».

     En el 1185 el griego Juan Phocas, viajero por Antioquía y Jeusalem, escribe: «Cerca de la puerta que se alza hacia la parte de Gethsemaní (hoy puerta de San Esteban) se ve el templo de los Santos Joaquín y Ana, en el cual vino al mundo la Virgen Inmaculada».

     Y por último, para no aducir más pruebas, ya que hemos ido ajando hasta los tiempos más antiguos, diremos que San Juan Damasceno, que murió en 760, en su conocido sermón de la Natividad de María, dice: «Hoy nació la Madre de Dios en la Santa Probática», refiriéndose a la inmediata piscina de la casa de Joaquín y Ana, y por último el patriarca de Jerusalem en el siglo VII, dice en su hermoso y poético lenguaje: «Yo entraré en la Probática de los Santos, donde Ana la ilustre dio a luz a María».

     Tales son los textos históricos desde el siglo VII hasta nuestros días en defensa y como continuación de la no interrumpida tradición de ser Jerusalem la cuna de María Santísima, por los historiadores, sacerdotes viajeros y santos, y confirmada por el templo que se alza sobre las ruinas de la casa de Joaquín y Ana y en cuya cripta se enseñan y visitan hoy con devoción las habitaciones que restan de aquella casa templo del nacimiento de María, de la pura Señora y Madre de los doloridos.

     En nuestros días, gran número de escritores católicos y de concienzudos viajeros, sostienen esta opinión, y entre ellos podemos citar en nuestra patria al ilustrado y notable escritor Presbítero Don Ángel Barcia, quien en su obra Viaje a Tierra Santa en la Primavera de 1888, en la página 125, dice: «Frente de la Piscina está la iglesia de Santa Ana, edificada sobre la casa de la Santa, donde una tradición que data de los primeros siglos y es general en Oriente, pone el nacimiento de la Virgen».

     Don Manuel Ibo Alfaro, en su viaje ¡Jerusalem! Descripción exacta y detallada de los Santos lugares, al hacer la descripción de las habitaciones de que luego hablaremos y se hallan en la cripta de la ya citada iglesia de Santa Ana, dice: «y en aquella gruta vivieron San Joaquín y Santa Ana, y en aquella gruta se verificó la purísima Concepción y el nacimiento de la Santísima Virgen; porque la Virgen no nació en Nazareth como en Occidente se cree».

     Don Víctor Gebhard, en su obra La Tierra Santa, tomo I, página 357, escribe: «Dice una tradición constante, afirmada por el testimonio de infinitos autores, que los padres de la Santísima Virgen «poseían y habitaban en Jerusalem una casa inmediata a la Piscina Probática, y que si las calamidades públicas precedieron a la coronación de Herodes y la saña con que éste persiguió a todos los miembros de la dinastía de los Macabeos, los movió, como a otros muchos, a salir de Jerusalem escogiendo como refugio la ciudad de Nazareth, no por ello abandonaron del todo su modesta vivienda en Jerusalem En ella según tradición, cuyo encadenamiento puede seguirse hasta los primeros siglos de la era cristiana, nació la Reina de los Ángeles, la Madre del Mesías. Así lo cree por lo menos universal y unánimemente la Iglesia oriental, y la de Jerusalem en particular reivindica, como justificada por innumerables testimonios, la gloria de haber sido cuna de la Santísima Virgen. En aquella casa, a lo que la tradición asegura, transcurrieron para los augustos padres de María los últimos años de su vida; allí tuvieron la dicha de que viniera al mundo el fruto privilegiado que había de eclipsar todas las criaturas por su pureza angélica y su maternidad divina».

     Don Urbano Ferreiroa, en su reciente obra La Tierra Santa, en la página 214, escribe: «La iglesia de Santa Ana, construida sobre el lugar que ocupó la casa de San Joaquín y Santa Ana, que concibió aquí y dio a luz a la Inmaculada Virgen María, como afirma la tradición oriental!»...

     Tales son los fundamentos en que se apoya la tradición oriental, que después de todo tiene más elementos de comprobación, pues que es la que desde antiquísimos tiempos ha prevalecido entre los orientales y en la que se apoyan los occidentales que allí han vivido y la han podido comprobar.

     Réstanos tan sólo describir y hacer la pintura de la iglesia de Santa Ana que se levanta de antiguos tiempos sobre las ruinas de la casa de los Santos padres de María.



ArribaAbajo

- III -

     Como hemos dicho al copiar las palabras de los citados historiadores que dan a Jerusalem por cuna de María Santísima, hemos visto en qué lugar de la ciudad se hallaba asentada la modesta vivienda de Joaquín y Ana. En la serie de calles que casi en línea recta forman la Vía Dolorosa o calle de Amargura, como la conoce más el pueblo, enfrente de la Piscina Probática, se levanta hoy la iglesia de la Santa, edificada sobre las criptas que fueron de la casa de los padres de María, y las cuales visitaremos mentalmente. No lejos de la puerta de San Esteban, que los árabes llaman de Bab-Sitti- Mariam (puerta de la Señora María), pues que por ella se va al sepulcro de la Madre del Redentor, nos encontraremos con la fachada de la iglesia de Santa Ana.

     Su construcción es antiquísima, y ora fuese obra de la Emperatriz Santa Elena o la Emperatriz Eudoxia, se tiene por probable que este templo debe ser contado entre el número de los treinta, que además de las grandes basílicas que nominalmente se consignan como obra de Santa Elena, se cuentan como erigidos por la santa madre de Constantino, según afirma el historiador Nicéforo Calixto. Sea o no obra de Santa Elena o de Eudoxia, en el año 530 afirma Teodosio el peregrino, se hace mención de un templo consagrado a la Santísima Virgen cerca de la Piscina Probática. Y esto mismo relata en el año 570 Antonino de Plasencia, que debía ser tenida y estimada por muy antigua la citada iglesia, lo comprueba el hecho de que la erigida en 529 por Justiniano en el monte Moriah, en el lugar de la Presentación, se la denomina Santa María la Nueva para distinguirla de Santa María de la Natividad, lo cual indica que la otra era muy anterior.

     Con la invasión de Cosroes en el año 614, quedó destruida la basílica de Santa María la Antigua o de la Natividad, pero no tardó en ser reedificada, tal vez por Modesto, pues que San Sofronio la cita por existente en su tiempo, siendo Patriarca de Jerusalem. Dicen algunos historiadores, que en principios del siglo IX hubo contiguo a la iglesia un monasterio de mujeres, y que cuando en 1099 se apoderaron los Cruzados de Jerusalem, hallaron convertida en mezquita la iglesia dicha, causa sin duda por la que no había sido destruida. Purificada y devuelta al culto, estableciéronse en ella las monjas benedictinas, y en el año 1104 tomó en dicho monasterio el velo la reina Ana, esposa repudiada de Balduino I. En el año 1130 tomó también el velo en esta casa la princesa Judith, hija de Balduino II, en donde continuó hasta que terminó la obra del de Bethania que había fundado su hermana Melisenda, y es indudable que esta época fue la del mayor esplendor del monasterio de Santa Ana. Parece indudable que durante esta época es cuando se hizo la obra de la iglesia en su ensanche, contándose entre ellas las de ornato, cual las hermosas pinturas murales que representan pasajes de la vida de San Joaquín, Ana y la Santísima Virgen. La creencia general es la de que el monasterio lo reconstruyeron los latinos. La iglesia es bizantina en su arquitectura, con algo del románico-ojival; tiene treinta y seis metros de longitud por veintiuno de anchura, formando un cuadrilongo terminado por tres hermosos ábsides circulares en el interior y poligonales en la parte externa. Se halla dividido en tres naves, y al crucero le da luz una cúpula bizantina como el estilo del resto del templo, que descansa sobre cuatro arcos separados en fuertes columnas del mismo orden. La parte inferior del templo en la que se alza la fachada mira al oeste, y es una combinación del románico y del árabe, como pertenecen al primer estilo las estatuas y rosetón que la rematan. Pero no habían terminado las vicisitudes para esta iglesia, que aún tenía que atravesar fatales épocas y peligros. Sitiada Jerusalem por las tropas de Saladino, cuenta la tradición, que a imitación de lo que había sucedido en un monasterio de España cuando la invasión de los árabes, para sustraerse de los brutales atropellos de las tropas infieles, las monjas del monasterio de Santa Ana mutilaron sus rostros de una manera espantosa para inspirar horror a los sensuales mahometanos.

     Rindióse por fin la ciudad en 1192, según se lee en una inscripción árabe que se conserva grabada en el tímpano de la portada y entonces es cuando mandó el sultán convertir el edificio en madrisa, o escuela.

     En el siglo XV ya la escuela estaba cerrada, el monasterio en ruinas y sólo la iglesia se conservaba en pie. Los peregrinos seguían visitándola, y a los padres Franciscanos, mediante gruesas sumas, se les permitía celebrar en la cripta dos veces al año, esto es, en las festividades de Santa Ana y la Natividad de la Virgen.

     Así trascurrieron los siglos y los años hasta que el sultán Abdul-Medjid, correspondiendo agradecido a los auxilios de Napoleón III, hizo donación de dicho templo a nuestra paisana la española Emperatriz Eugenia en el año 1856, al terminar la guerra de Crimea, y en nombre de Francia tomó posesión el cónsul de aquella nación Mr. de la Barrere.

     El estado de deterioro, abandono y descuido del templo era grande y precisaba una restauración, que fue confiada al inteligente arquitecto Mr. Manss, quien, al mismo tiempo que tenía que ejecutar obras nuevas, quiso conservar con fidelidad el tipo arquitectónico y su ornamentación.

     El templo ha quedado restaurado y devuelta la belleza que el tiempo y los destrozos de los bárbaros le habían despojado.

     Tal es el estado del templo en la actualidad, en que libremente puede entrar y salir el cristiano sin ser molestado ni peligrar el templo por estar bajo el respetado pabellón francés, y más cuando desde el año 1878 está bajo la custodia de los Padres Misioneros de Argel.

     Tal es el templo que se levanta y cubre con sus sagradas bóvedas las criptas de la casa en que moraron los padres de María, y en cuya casa, según la tradición oriental, nació la santa y pura Señora. Visto el templo en su parte superior, descendamos a aquellas veneradas criptas, santuario del nacimiento de la Santísima Virgen; y a ellas se baja por una escalera de veintiún peldaños y se componen de tres estancias, siendo la primera un narthex o vestíbulo como el que existe en las basílicas cristianas. Al entrar en aquellas frescas y perfumadas habitaciones con el aroma desprendido de las flores y del incienso, menos puros y agradables que el que se desprende al recuerdo de la pura rosa nacida en aquellas estancias, del grato aroma que dilata el pecho del creyente al encontrarse en aquel puro santuario de la Inmaculada, el ánimo se sobrecoge ante el poder del Altísimo y las rodillas se doblan inclinándose ante las paredes que presenciaron el nacimiento de la que tiene por escabel al mundo y por tesoro el corazón de los católicos fervientes. El ánimo se empequeñece ante el gran misterio, los labios no aciertan a pronunciar más frases que las de AVE MARÍA, pura, madre del consuelo y santo refugio del afligido, y humillada la cabeza ante el altar de aquella simbólica capilla que encierra el dulce recuerdo de la niña que allí nació para encerrar en su seno al Hijo de Dios y contemplar aquellos dos ábsides en medio de la misteriosa obscuridad de aquel subterráneo, templo escondido en el seno de la tierra para librarse de las persecuciones de los hombres y sus ultrajes, el corazón tiembla emocionado y enmudece. En aquellas paredes se ven aún bastante bien conservadas las pinturas murales de que hemos hablado y contemplar en aquellas pinturas tan venerables los pasajes de la vida de Joaquín, Ana y su hija, y en el altar que está en el punto de las habitaciones en que nació la Señora se ve la Virgen de Lourdes. En medio de aquel hermoso silencio, en medio de aquel aislamiento del mundo exterior, el alma se eleva a los tiempos del nacimiento de María y reconstituye aquellas estancias con los muebles, cree oír la voz de Ana entonando el cántico que la Iglesia nos ha conservado en sus rezos en acción de gracias a Dios, y vemos la alegría de Joaquín, se nos reproduce aquella tierna escena que hemos contemplado trasladada al lienzo por famosos pintores: allí, en medio de aquella soledad, en aquel apartamiento del bullicio de las calles de Jerusalem, el alma se eleva y siente con toda la pura felicidad del creyente la hermosa y grandiosa escena del nacimiento de la que venía al mundo pura de toda mancha y exenta de pecado original.

     Por un estrecho corredor se pasa a la segunda estancia, más retirada y silenciosa, más fría y desnuda, que viene a quedar situada debajo del altar mayor del templo y en cuya escondida estancia se dice reposaron los cuerpos de los padres de María: y si la estancia exterior es templo de la vida en donde se abrieron a la luz terrenal los ojos de María, la segunda es la estancia en donde se cerraron los ojos a la luz terrenal para abrirse a la eterna y durmieron el sueño de los justos los padres dichosos de la más pura de las mujeres, de la Reina de los cielos, de la que había de ser la corredentora del mundo por su hijo el Verbo humanado.

     Con pena y con dolor se abandonan aquellas subterráneas estancias, y al salir de aquel sitio en que vino al mundo María, parece que al dejarle quedamos fuera de su protección, así como el corazón late con alegre y tranquila felicidad al hallarse tan en contacto con aquellos muros que oyeron los primeros vagidos de la más purísima y hermosa niña, de aquella dulce María que tanto nos consuela y llena de esperanza, y que al dejar aquellos muros nos separamos de Ella, que estamos más lejos de su protección y que no quisiéramos abandonar para tocar lo que Ella tocó, respirar el aire que circuló por su pecho y besar las piedras que holló con su planta. Con dolor como he dicho se abandonan aquellas estancias, y cuando de nuevo atravesamos el templo para salir a la calle, nuestra vista se fija en el pavimento de él, como si quisiera atravesarle para contemplar una vez más aquellas santas criptas.

     Tal es el estado en que hoy se halla el templo y las habitaciones subterráneas de la casa de Joaquín y Ana, salvadas y conservadas por los mismos escombros que sobre ellas cayeron, ocultadas por algún tiempo cuando la destrucción de Jerusalem por los romanos. Así se conservaron, y a Elena, la Santa Emperatriz, debe atribuirse el descubrir la casa y el remover aquel escorial para entregar a la veneración de los fieles estos santos y memorables lugares de dulce recordación para el cristiano, y así ha venido amándose y venerándose por todos los pueblos y comarcas de España el amor a María, la celebración de la fiesta de su nacimiento, de la aparición de la más hermosa aurora, de la luz, del sol refulgente de la verdad en su santísimo Hijo.

     ¡La fiesta de la Natividad de María! Día de alegría, de encanto en todos los pueblos de España. Recorramos este rincón de Europa encerrado entre dos mares, subamos de las playas a las montañas, lleguemos de las llanuras a los más escondidos valles en el día 8 de septiembre, y en todos ellos oiremos voltear alegremente las campanas, y veremos las flores llenando los altares; oiremos el eco de las músicas y de los cantos, las alegres alboradas de los mozos con sus guitarras, el eco del tamboril y de la gaita acompañando las letrillas y procesiones en que preside la imagen de María entre el humo del incienso y los vítores de un pueblo creyente que se postra de rodillas ante la pura Madre de Jesús. Subamos a las obscuras montañas por entre la espesa arboleda, y allí enriscada sobre las peñas hallaremos la ignota aldea con escasos habitantes, y verémosla en ese alegre día del Otoño en que el campo lleno de frutos celebra con sus gratos dones la venida de María, llena de banderolas y flores, enramadas sus pedregosas calles con el mirto y el mastranzo que las perfuman para servir de paseo a la morena imagen de la Madre inmaculada. Lleguemos a las arenosas playas que encierra el mar azul recamado de plata como el manto de la Concepción Purísima que recorre la ribera entre los alegres saludos de los pobres marineros que adornan sus barcas con banderas de todas las naciones cual tributo universal de amor a la que invocan en sus luchas contra los elementos; lleguemos al solitario promontorio contra el que en días de tormenta se estrellan furiosas las olas como queriendo arrancarle de su base, y allí en lo alto cual faro del corazón y de la fe, descubriréis la pequeña ermita en que mora la Reina de los cielos como velando por los que en lóbrega noche luchan contra los elementos e invocan el dulce nombre de María como única esperanza de su salvación.

     Lleguemos aún a las más populares ciudades, y en medio del mundano tráfago, entre el febril ruido de la lucha por la existencia, en el centro de ese campo de batalla de la humanidad, veréis alzarse la blanca y ojival fachada del templo de la Virgen madre y acudir las multitudes a impetrar el favor de la que se muestra esplendente con el nimbo de la luz celestial que rodea su cabeza, entre el brillo e irisado chispear de los conos de cristales de las arandelas, el perfume de las flores y las blancas nubes del incienso que la coronaban en nítida gasa azul, en esplendente nube cual entre la que se apareció al profeta en el Carmelo, y a sus pies implorando su auxilio y protección, a seres quienes si la indiferencia sostiene, la pierden ante la imagen de María, que llama a su corazón, y se doblegan ante su hermosura virginal vencidos por la ternura y las lágrimas de la que tanto padeció por nuestro arrepentimiento.

     Buscad en España una ciudad, un pueblo, una aldea, un caserío sin una imagen de María, no le hallaréis, no; es imposible que exista pueblo alguno en nuestra España, en que no se dé culto a una de las infinitas invocaciones de María, como es infinita su misericordia para con el pecador. Fiesta de la Natividad de María en pueblos y ciudades, aldeas y barriadas, que llena de alegría el corazón al festejar a la Señora con innarrables placeres, cual los que salen del fondo del alma para subir puros del contacto del hombre al solio de la Pura Inmaculada. Las historias no nos dicen cuándo comenzó a ser fiesta mayor la Natividad de la Virgen, pero su culto y su devoción, su amor y entusiasmo podemos decir que es tan antiguo en nuestra patria, como lo es el cristianismo. La idea y adoración al Verbo humanado, al Hijo de Dios, va tan unida al culto de María, que podemos decir que son devociones unidas, tan fuertemente unidas, como la Madre y el Hijo en su purísimo amor.

     La Iglesia en sus cánticos nos lo dice; María trajo el regocijo al mundo como su Hijo trajo la verdad, y su nacimiento fue el del sol de la justicia que llevó en su seno. Por eso el culto y amor a María, esperanza de la humanidad, es tan unánime en España: su culto, lleno de amor y de esperanza, es la alegría del humano corazón, y por eso España, tan amante y privilegiada por la Purísima María, es su protectora, su consuelo y esperanza y su culto y amor el de toda la tierra que en Ella espera, ama y confía desde antes de su declaración dogmática por nuestro Santo Padre Pío IX en nuestros días.

     Por eso su dulce nombre ha inspirado a nuestros más famosos poetas y pintores, por eso el arte la ha tenido como pura fuente de inspiración y veneración a su excelsitud, y por Ella, por su amor nos han colocado siempre nuestras madres bajo su amparo y protección en nuestra niñez, y a Ella han rezado en nuestra juventud para libertarnos de los peligros y extravíos, y por Ella, por su dulce nombre, conserva en nuestros corazones la fe y amor con que nuestras madres nos enseñaron a balbucear las primeras oraciones y a bendecir e invocar su puro y dulce nombre, cuando nos decían llama a María, Madre de todos nosotros los desterrados en este valle, ruega por nosotros, consuelo de los tristes, amparo del pecador.

Arriba