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Capítulo IV

HISTORIA ABREVIADA DE LA CIUDAD DE NAZARETH. -INFANCIA DE MARÍA, SU PRESENTACIÓN EN EL TEMPLO. -VIDA DE MARÍA EN AQUÉL. -RETIRADA DE JOAQUÍN Y ANA A JERUSALEM.



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- I -

     Escondida en la ladera de una montaña y limitado su horizonte, extiéndese la población de Nazareth, que aún hoy permanece casi en el mismo estado que en los tiempos en que la habitó María en el de su infancia y más tarde durante su místico desposorio con José, vio transcurrir los treinta primeros años de la vida de Jesús escuchando sus primeras predicaciones. Rodeada de hermosas huertas en que los frutales confunden sus ramas con los retorcidos nopales y se abren en cenicienta estrella los agaves o piteras, perfumada por sus aromáticas flores y embellecida hoy, a más de la blancura de sus casas por las moles de sus modernos templos, la ciudad de Nazareth, la ciudad en que vivieron María, José y Jesús, continua tan bella por sus recuerdos de la Sagrada Familia, como por los encantos naturales de sus valles y montañas, como también por su cielo tan puro, azul y hermoso, cual la mirada de María que lo embelleció con su presencia, y enaltecieron sus campos con sus pies la Madre y su divino Hijo.

     He aquí cómo describe a Nazareth y su comarca un ilustre viajero, y cuyas palabras copiamos:

     �Nazareth fue la ciudad por el Salvador elegida para pasar los treinta primeros años de su existencia en la tierra, y de ahí la incomparable aureola que a los ojos del cristiano la rodea, y la atracción que ejerce en el gran número de peregrinos que anualmente se postran en el Santuario de la Anunciación.

     �Nazareth, dominando sosegado valle desde suave pendiente, álzase en sitio por todo extremo agradable. Nazareth en hebreo significa la ciudad de las flores y de las rosas. La ciudad de María en el centro de la feraz Galilea, ocupa un pedazo de tierra embellecido con todas las gracias de la naturaleza; de lejos muéstrase rodeada de una cerca de verdor, y en esto consisten sus murallas; las casas son blancas, limpias y de buena construcción. El santuario católico domina el paisaje, lo mismo que la iglesia de los armenios, construida sobre los cimientos de la antigua Sinagoga. No hay lugar en el mundo, y así debía ser, en que sea tan popular como en Nazareth el nombre de María. Los peregrinos hallan en la ciudad fraternal acogida, y a cada instante oyen resonar en sus oídos el dulcísimo nombre. Las mujeres todas de Nazareth dicen ser parientas de la Virgen Madre de Jesús, y al celebrar su hermosura, dicen ser deudoras de esta gracia a la sangre de su pura parienta que corre por sus venas; son tan modestas las mujeres católicas, tan devotas y virtuosas, que de no ser primas de María, hacen en verdad méritos para llegar a serlo�.

     Lamartine, el sentido poeta, en su viaje a Galilea, escribe inspirándose en aquellos sentimientos de piedad cristiana y de poesía, lo siguiente:

     �También a mí al subir las últimas cuestas que de Nazareth me separaban, parecíame que iba a ver y contemplar en su misterioso origen la religión vasta y fecunda que desde hace dos mil años, brotando en los montes de Galilea, ha tomado por lecho el universo y saciado con sus aguas puras y vivificadoras a tan gran número de generaciones. Aquí en la concavidad de esta roca que ahora piso, estuvo el manantial; la colina cuyas últimas pendientes subo, llevó en su seno la salvación, la vida, la luz y la esperanza del mundo; allí a pocos pasos del lugar en que ahora estoy, el hombre modelo quiso tomar carne y mostrarse entre los hijos de Adán para apartarlos con sus palabras y sus ejemplos del océano de corrupciones y de errores en que iba a sumergirse el humano linaje.

     �De considerar el hecho únicamente como filósofo, veíame en el punto de partida del acontecimiento de mayor trascendencia que ha transformado jamás al universo político y moral, acontecimiento cuya percusión imprime al mundo intelectual un resto de movimiento y vida. Aquí apareció entre obscuridad, ignorancia y miseria el más justo, el más sabio, el más virtuoso de los hombres todos...

     �A estos pensamientos me entregaba cuando distinguí a mis pies, en lo más hondo de una vega, las casitas blancas de Nazareth, con gracia agrupadas en el valle y sus laderas. Su iglesia griega, el elevado alminar de la mezquita de los turcos y los prolongados y anchos muros del convento de los Padres Latinos, se destacaban sobre todo lo demás; varias calles, formadas por casas más reducidas, pero de oriental y elegante forma, estaban diseminadas alrededor de aquellos más imponentes edificios y rebosaban de movimiento y vida. Por todo el valle, comunicando amenidad y belleza al paisaje, se alzaban aquí y allí, sin orden y como al azar, grupos de espinosos nopales, higueras despojadas de sus hojas otoñales y granados de sutil y amarillento follaje: eran como silvestres flores alrededor de un altar campesino. Dios sabe lo que en aquel momento pasó en mi corazón: únicamente puedo decir que por espontáneo y, si vale expresarse así, involuntario movimiento, me encontré de rodillas y con la frente inclinada al suelo�.

     Nazareth, en árabe Nasarah o Nasirah, recibió este nombre, según San Jerónimo, de la voz hebrea Neser, que dice significa retoño; pero de esta modesta ciudad tan pequeña, ni hace mención de ella el Antiguo Testamento, ni Flavio Josefo en sus obras. Silencio que da a entender su escasa importancia y que tan sólo conquista nombre y fama desde que adquiere el insigne honor y privilegiada suerte de ser la ciudad reservada por los decretos de Dios para servir de morada en el mundo a su Hijo, al Salvador, de María y de la Santa Familia, puesto que en aquel hermoso valle de Galilea se pasaron los treinta primeros años de su ignorada existencia. Perteneció en los tiempos antiguos a la división de Galilea y atribuida a la tribu de Zabulón, situada en los lindes con la de Isachar. La reputación de que gozaban los pobres habitantes de Nazareth no era la más envidiable, pues cuando el Apóstol San Felipe anunció a Nathanel haber hallado al Mesías anunciado por Moisés y los Profetas en la persona de Jesús de Nazareth, contestóle aquél: �En Nazareth puede haber cosa buena? Así es que el nombre de Nazareno, que por escarnio dieron los judíos a Jesús, pasó a los discípulos y aun hoy los árabes designan a los cristianos con el nombre de Nasara.

     La época del engrandecimiento de Nazareth comienza con Constantino, después del triunfo de la Iglesia. Eusebio y San Jerónimo hablan ya de la pequeña ciudad en que vivió y se educó el Salvador y de la feliz aldea en que fue anunciada su Encarnación. De esta época datan las primeras peregrinaciones, y en principios del siglo VII existen ya en ella dos iglesias. Pocos años después la conquista de los fanáticos musulmanes llegó hasta Nazareth y puso en peligro a los cristianos. Transcurrido un siglo, sabemos por San Willibrode, que los cristianos tenían que pagar a los mahometanos a peso de oro la conservación de sus templos, empeñados los conquistadores en demolerlos. Afortunadamente aquello no llegó a realizarse, pero la persecución y el temor a los conquistadores hizo perder mucha importancia a Nazareth, tanto que en el año 970, cuando el emperador griego Zimiscos la reconquista, era una pobre y mísera aldea. Fue reconstruida la ciudad, mejorados los templos, de los que luego hablaremos, y en poder de los cruzados continuó, volviendo nuevamente las peregrinaciones, y Tancredo, su príncipe, miró con singular cariño a la ciudad de la Sagrada Familia. Trasladóse a ella la Sede Metropolitana de Seythópolis en 1� de mayo de 1187, dos meses antes de la funesta y terrible jornada del lago de Tiberiades para las armas cristianas. Afdal, el hijo de Saladino, se presentó con siete mil caballos en las inmediaciones de Nazareth. Armáronse los cristianos y con ciento treinta caballeros del Temple y del Hospital, que de la llanura de Esdralón habían acudido en auxilio de la Santa Ciudad, salieron al encuentro del enemigo y la batalla se dio en un pueblecillo que la historia de aquellas guerras denomina El-Mahed. El combate fue terrible, muriendo en él Santiago de Maillé, mariscal del Temple, que fue sepultado en la iglesia de la Anunciación. No se atrevió el mahometano a avanzar después de aquel combate y emprendió la retirada, salvándose por breve tiempo Nazareth. Poco después del desastre del lago Tiberiades caía nuevamente la ciudad en poder de los sarracenos. Once años después, en 1263, el sultán Bibars invadió la Palestina, y a la embajada que le enviaron los latinos solicitando la paz, contestó asolando la comarca, y regresando a Nazareth arrojó y asesinó a los cristianos, dando fuego a los templos.

     Pero llega el año 1271, y apodéranse nuevamente los cristianos de Nazareth, pasando a cuchillo a sus dominadores y levantando nuevamente la cruz; pero su dominación no había de ser larga, pues rendida Tolemaida en 1291 y abandonada Palestina por los Cruzados, Nazareth quedó como olvidado por los peligros que se corrían para llegar hasta él.

     Un viajero alemán escribe en 1449 que había pasado la noche en la capilla subterránea, y sólo un sacerdote y dos cristianos había encontrado en la ciudad; la hermosa iglesia que sobre aquélla se levantaba, había sido arruinada.

     Pero llega el año 1620, y el emir Fakhur-Eddin abre las puertas a los cristianos, entregando la cripta de la Anunciación a los Padres de San Francisco, comenzando una nueva era de tranquilidad; y por último, en 1799, Napoleón I estuvo en ella la noche que precedió a la gloriosa batalla del Thabor. Después de la retirada del ejército francés, Djezar quiso pasar a cuchillo a la población cristiana, pero las amenazas del almirante inglés impidieron el bárbaro propósito, aunque los cristianos sufrieron agresiones continuas. Las matanzas de los cristianos en Damasco en el año 1860, hicieron temer a los de Nazareth por sus vidas, pero Akil-Agha, jefe de los beduinos, los defendió y amparó noblemente.

     Tales han sido las vicisitudes por que ha pasado la ciudad de María, la ciudad de las flores que sirvió de hogar a la Santa Familia de José el carpintero durante treinta años.

     El aspecto exterior contemplado desde la peña por la que los de Nazareth quisieron despeñar al Señor, o desde la iglesia latina, no puede ser más hermoso su conjunto, pero todo este encanto se desvanece al penetrar en sus calles en cuesta, el aspecto de mezquindad de sus blanqueadas casas desagrada, y el polvo que llena sus calles junto con las inmundicias, hacen repulsivo el interior de aquella tan poética ciudad contemplada desde las afueras. Lo cálido y ardiente del clima hace que las casas todas tengan sus habitaciones subterráneas, que son sumamente frescas en aquel clima y verano, como cálidas durante la estación del invierno. Tenga en cuenta el lector esta disposición común a todas las casas de Nazareth, para cuando nos ocupemos de la que habitaron José, María y su divino Hijo. Para cuando describamos aquélla, hablaremos del templo que sobre la gruta de la Anunciación se levanta hoy.

     De una manera breve y rápida hemos dado a conocer las dolorosas vicisitudes por que durante siglos ha pasado Nazareth para llegar hasta hoy en un periodo de calma y tranquilidad que permite al peregrino llegar a ella con seguridad y sin temores por su vida. Esbozado el cuadro que presenta la ciudad de las rosas, la que encerró a la rosa más pura y estimada del Eterno, a María, y en la que se verificó el más grande de los santos misterios de nuestra religión, en la que pasaron los primeros años de la vida de Jesús, escuchó sus primeras predicaciones y comenzó a conquistar la enemiga del infierno concitando contra Él las turbas ignorantes y rencorosas, pasemos a decir algo en cuanto la tradición y la historia nos enseñan de los primeros años de la vida de María, y de su vida en la casa de sus padres Joaquín y Ana.



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- II -

     Escasas son las noticias que sobre este punto nos proporcionan los monumentos históricos y poco podemos decir de la infancia de María.

     Cumplidores los padres de María de las leyes del pueblo israelita, presentaron al templo a la recién nacida. Pero antes de este acto solemne debió preceder, como las leyes mandaban, la purificación de la madre, y pagado este precepto, el santo matrimonio presentó a la que lo había de ser del Redentor y realizar la promesa hecha de ofrecer al Señor y a su culto al heredero anunciado por el ángel a Joaquín y Ana.

     Cumplidos los preceptos de la ley debieron retirarse a Nazareth, en donde tenían bienes, y allí permanecieron hasta llegar a la edad de tres años la tierna María. La Iglesia católica celebra dos festividades de la Presentación de María en el templo de Jerusalem; la una el día 2 de febrero y la segunda el 21 de noviembre. No cabe confundir ambas festividades, pues la de 21 de noviembre es la que debe titularse Presentación de la Virgen María al templo y la de 2 de febrero debe entenderse, más que la Presentación de María, la de Jesús por su Santa Madre; pues María se presentó para llevar, ya purificada, a su Hijo y así debe entenderse por fiesta de la Purificación.

     Como hemos dicho, ni los Evangelios ni otros textos sagrados nos dan más amplias noticias de la infancia de María y tenemos para ello que recurrir a la tradición y a lo que la Iglesia nos dice acerca de este extremo. �Pero antes, y sobre todo, como dice D. Vicente Lafuente, es la Iglesia, y los trozos selectos de los Santos Padres que ella nos presenta en el Oficio divino, son superiores a cuanto se pueda decir por los ascéticos antiguos y los modernos filósofos cristianos�.

     En la citada fiesta de la Presentación, San Juan Damasceno y San Ambrosio son los que la Iglesia nos presenta en dicho día. La constante tradición entre latinos y orientales y lo antiguo de esta festividad, unido al cumplimiento de la ley y promesa hecha por los padres de María, pone fuera de toda duda el hecho, de que siendo todavía muy niña, fue conducida por sus ancianos padres al templo de Jerusalem para que quedase consagrada al Señor y ocupaciones a que se dedicaban las doncellas piadosas, que vivían en el recinto exterior del templo, recibiendo una educación cuidadosa y esmerada en cuanto los tiempos alcanzaban.

     En las habitaciones del recinto exterior del templo, dice Lafuente, la tenían los Sacerdotes y Levitas cuando les tocaba venir de sus pueblos a servir por turno en el templo de Jerusalem, y allí vivían también las doncellas dedicadas a Dios, y entre ellas, en su tiempo, la purísima María. Así lo afirma Damasceno de una manera terminante cuando dice: �Nace en casa de Joaquín y es conducida al templo, y en seguida plantada allí en la Casa de Dios, y nutrida allí por el Espíritu Santo, quedó constituida en asiento de todas las virtudes cual fructuosa oliva; como que había apartado de su mente de toda sensualidad de esta vida y de su cuerpo, conservando así con virginal pureza, no solamente su cuerpo, sino también su alma, cual correspondía a la que había de llevar a Dios en su seno�.

     Y al llegar a este punto de la estancia de la Santísima Virgen en el templo, creemos hacer un favor a nuestros lectores desvaneciendo el error que hemos oído a algunas personas que se estiman por entendidas, acerca del templo de Jerusalem, que se lo figuran, creen y describen como una gran iglesia de los tiempos presentes. Imagínanselo como una gran Catedral, como un gran templo de San Pedro o del Escorial, con esas columnas. retorcidas que apellidan Salomónicas, sosteniendo una gran bóveda, y en esto estriba el error. El templo no tenía bóveda ni estaba cubierto: constaba de grandes patios circulares rodeados de pórticos, quedando sólo cubierto y cerrado el oráculo, donde no entraba el pueblo. El primero de los patios era el mayor, siendo la entrada pública hasta para los gentiles; en el segundo era donde oraba el pueblo, y en el tercero sólo entraban los sacerdotes, sin que pasaran al reservado del Oráculo, el Santuario, en el que sólo penetraba, una vez al año, el gran sacerdote, y para ello precediendo gran preparación.

     Fuera de su recinto estaban, como hemos dicho, las habitaciones de los sacerdotes, levitas y jóvenes doncellas dedicadas al culto.

     La tradición afirma, y no hay nadie que contradiga esta creencia general, que San Zacarías fue quien recibió en el Templo a María y a sus ancianos padres; como era pariente de la familia, nada de extraño tiene que esperaran los padres de María que aquél estuviese en funciones de su cargo para entonces llevarla, cumpliendo la promesa hecha antes del nacimiento de la niña; y esta tradición la dan como cosa probada los Padres Orientales.

     La Iglesia oriental ha fantaseado mucho sobre la estancia de la Virgen durante su niñez en el Templo, llevándola hasta el punto de poner en boca de San Zacarías estas palabras: �Entra, niña, con confianza en tu Santo Templo, pues éste puede llamarse domicilio tuyo mejor que de ningún otro: te entrego la casa de Dios, donde sólo puede entrar el Sacerdote una vez al año. Ve por tanto, hija, al lugar santísimo, pues tú recibirás en ti al Santo de los Santos, y nos darás a todos la santidad�.

     La Iglesia latina, menos fantaseadora que aquélla, se ha mostrado poco propicia, dice el mismo D. Vicente Lafuente, a esta idea de que la Santísima Virgen entrase a orar en el Santuario, y casi tuviera allí su morada, a pesar de haberlo consignado también la Venerable Madre de Ágreda en su Mística Ciudad de Dios.

     El Abate Orsini la combate abiertamente: �Antiguas leyendas se han complacido en rodear de una multitud de prodigios la primera infancia de la Virgen; pasaremos en silencio sus hechos maravillosos, que no están suficientemente probados, pero debemos combatir una aserción inexacta, o por mejor decir inadmisible, que ha sido admitida confiadamente y sin examen por santos personajes y escritores piadosos. De que la Virgen haya sido la misma Santidad, lo que nadie niega, se ha querido inferir que la Virgen debió ser colocada en la parte más santificada del templo, es decir, en el Santo de los Santos, lo cual es materialmente falso�. (La frase en boca del ilustre escritor resulta un poco dura).

     �El Santo de los Santos, ese impenetrable santuario del Dios de los ejércitos, estaba cerrado a todo Sacerdote hebreo, a excepción del gran Pontífice, que no penetraba en él más que una vez al año, después de un buen número de ayunos, vigilias y purificaciones. Al entrar allí iba envuelto en una nube de humo producido por los aromas quemados en su incensario, lo cual impedía ver los objetos, interponiéndose la nube entre la Divinidad y él, pues ningún inmortal podía verle y vivir según la Escritura: no estaba allí más que algunos minutos, durante los cuales, el pueblo prosternado y con el rostro pegado al suelo, prorrumpía en grandes sollozos, temiendo por la vida del Sumo Sacerdote, y tanto era así, que éste daba después un gran convite a sus amigos para congratularse con ellos de haber escapado por aquella vez de tan gran riesgo, Júzguese, pues, por estos datos, si es creíble que la Virgen María fuese criada en el interior del Santuario�.

     El mismo D. Vicente Lafuente, dice: �Dudo mucho que sea cierta la crianza de la Virgen Santísima en lo interior del Santuario, ni aun su entrada en el Santuario alguna vez, porque ni parece admisible esa Anunciación previa, ni está en el carácter de la Virgen, ni en las miras de la Providencia con respecto a Ella. Fue partidaria siempre la Santísima Virgen de vida escondida, como queda dicho, y también enemiga de singularizarse y de ostentar privilegios y exenciones. Si Dios le concedió ser concebida sin mancha de pecado original, esto fue en el orden espiritual e interno: ninguna señal exterior lo reveló: si fue Virgen y Madre a la vez, esto fue tan oculto que nadie lo supo: su mismo Santísimo Esposo lo ignoró algún tiempo: el vulgo la creyó una mujer cualquiera; Ella misma, purísima y castísima, se sujeta a la ignominiosa ceremonia de la Purificación, que suponía impureza, pues lo que se purifica no está puro. �A qué se turbó al darle el Ángel su embajada, si ya lo sabía por su padre San Joaquín y lo sabían los Sacerdotes y todos los que entraban en el templo? �Por qué concibió celos San José si toda la Familia sabía que había de ser Madre y Virgen? �Podía ignorar el marido lo que sabían todos?�

     Así se expresa el católico escritor, cuyas palabras hemos copiado de su Vida de la Virgen María.



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- III -

     Y dejando esta cuestión y admitiendo la opinión del citado historiador, que deja las cosas en el lugar que deben, fuera de las exageraciones de escritores de ambas Iglesias, veamos cómo dice el padre Ribadeneyra que pasó su infancia en el templo la Santísima señora:

     �Allí aprendió muy perfectamente a hilar lana y lino y seda y holanda; coser y labrar los ornamentos sacerdotales y todo lo que era menester para el culto del templo, y después para servir y vestir a su precioso Hijo, y para hacerle la túnica inconsútil, como dice Eutimio. Aprendió asimismo las letras hebreas y leía a menudo con mucho cuidado, y meditaba con grande dulzura las Divinas Escrituras, las cuales, con su alto y delicado ingenio, y con la luz soberana del cielo que el Señor le infundía, entendía perfectamente. Nunca estaba ociosa: guardaba silencio: sus palabras eran pocas y graves, y cuando era menester; su humildad profundísima, la modestia virginal, y todas las virtudes tan en su punto y perfección, que atraía a sí los ojos, y robaba los corazones de todos, porque más parecía niña venida del cielo, que criada acá en la tierra. Ayunaba mucho, y con el recogimiento, soledad, silencio y quietud se disponía a la contemplación y unión con Dios, en la cual fue eminentísima; y el Señor la visitaba y la regalaba con sus resplandores y ardores divinos...

     �Estando aquí en el templo, con encendido deseo y amor de la virginidad, que el Espíritu Santo le inspiraba, hizo voto de guardarla perpetuamente, y fue la primera que hizo esta manera de voto, y alzó la bandera de la virginidad, y con su ejemplo incitó a tantos y tan grandes escuadrones de purísimas doncellas para que la alcanzasen, y por no perderla perdieron su vida: y por esto se llama Virgen de las Vírgenes, como maestra y capitana de todas ellas�.

     Respecto de su educación en el templo, dice el abate Orsini en su citada obra: �Después de haber cumplido este primer deber, María y sus jóvenes compañeras volvían a sus ocupaciones habituales, unas hacían dar vueltas en sus ágiles dedos a un huso de cedro, otras matizaban la púrpura, el jacinto y el oro sobre los velos del templo, que sembraban con ramilletes de flores, mientras algunas otras, inclinadas sobre un telar sidonio, se aplicaban a ejecutar los variados dibujos de esos magníficos tapices que valieron los elogios de todo Israel a la mujer fuerte y que el mismo Homero ha celebrado. La Virgen se aventajaba a todas las muchachas de su pueblo en esas hermosas obras tan apreciadas de los antiguos. San Epifanio nos enseña que ella se distinguía en el bordado y en el arte de trabajar sobre lana, lino y oro: su habilidad sin igual en hilar el lino de Pelusa se conserva aún tradicional en Oriente, y los cristianos occidentales, para perpetuar su memoria, han dado el nombre de hilo de la Virgen a esas randas brillantes de blancura y de un tejido casi vaporoso, cual se observan en el hondo de los valles durante las húmedas mañanas del otoño. Por este motivo fue, que las graves y puras esposas de los primeros fieles, en el momento de doblar su cabeza al yugo del himeneo, vinieron por largo tiempo a deponer sobre el altar de la Reina de los Ángeles una rueca ceñida de cintillas de púrpura y cargada de una lana sin mancha�.

     La iglesia de Jerusalem consagró desde los antiguos tiempos este santo y hermoso recuerdo de la vida laboriosa de María, ejemplo de actividad y de purificación del espíritu, cual es el cumplimiento de la santa ley del trabajo, y colocó en el número de los tesoros los ligeros husos de la Virgen María.

     Así, en medio de estas operaciones, la pura niña iba educando su santo espíritu y ocupada en estas labores materiales unas horas y otras consagrándolas al estudio, distribuía el tiempo combatiendo el pernicioso influjo de la ociosidad, aun cuando ésta nunca pudo ni aun acercarse a la pura hija de Joaquín y Ana, pues no llegó a Ella ningún vicio. San Ambrosio le atribuye una perfecta inteligencia de los libros sagrados y San Anselmo añade que poseyó a fondo el hebreo de Moisés. Sea que María, estudiando el idioma de Ana y de Débora en sus vigilias, en las altas profecías de Israel, ya que hubiese, como es indudable, en el Espíritu santificador una inspiración correspondiente al prodigioso amparo del Dios creador, lo cierto es que la Iglesia es deudora a María del más hermoso de los cánticos, con una de las más elevadas concepciones del genio poético. Para nosotros los cristianos, amantes y entusiastas por la más pura de las vírgenes, la más sublime de las madres y el más grande consuelo y protectora de nosotros los pecadores, el cántico del Magnificat será en todos los pueblos del mundo, mientras impere la fe, la composición más delicada y encantadora en sublime, sencilla y hermosa e inspirada poesía, cual emanada de la más alta de las fuentes poéticas; en Dios, fuente de toda belleza.

     María juntaba en sí, a una santidad tan excelsa, cual correspondía a la que había de ser arca santa que encerrara en su seno al Hijo de Dios, un talento privilegiado, cual destello de la luz divina que la iluminaba y talento que nunca había de ser bastante para el Tabernáculo de Jesús.

     Los orientales, tan poéticos e inspirados en fantásticas imágenes, dicen, que cuando la luz quiere condensarse, toma un carbunclo por globo en donde irradiar; y así, tomando esta poética imagen con relación a María, podremos decir que fue el carbunclo en que Dios condensó la luz esplendente que había de alumbrar al mundo.

     María es la obra maestra de la Divinidad, es la luz de las generaciones antiguas y el faro deslumbrador de la fe de las modernas edades, la maravilla de los siglos y admiración de los venideros por a suma de perfecciones reunidas en una hija de los hombres. El recuerdo de esta humilde mujer, de la hija de los ancianos Joaquín y Ana, se conserva aún entre las naciones y pueblos que tienen cerrados los ojos a la luz del Evangelio: los persas la denominan la Santa, los turcos juntan su nombre de Miriam Sceldika, es decir, María la justa, y para nosotros los hijos de María, de la Madre del Salvador, de la Virgen clemente, ha sido siempre y será la Señora de todas las purezas y virtudes, el espejo de luz y caridad, y nuestro consuelo en las aflicciones. En ella, en sus virtudes, vemos la blancura de la inmaculada cual la del copo de la nieve, menos blanca que su pureza, y esas virtudes y celistías cayendo cual el copo de aquélla, silenciosamente en nuestras almas y cubriéndolas como cubre la tierra con su blanco manto, nos envuelve en su albura y su pureza, y su amor alcanzando el perdón de nuestras culpas cuando las lágrimas bañan nuestros ojos y con fe y amor la llamamos, nos eleva a humillar nuestra frente ante su gloria y pureza para adorarla y reverenciar sus virtudes.

     María entró en el Templo como una de aquellas víctimas sin mancha, que Malaquías había visto por inspiración del Señor. Pudo conseguir, como nacida de noble familia, llegar hasta el trono por su belleza y virtudes, como había sucedido con nobles mujeres del Antiguo Testamento; pero María se consagró a Dios desde sus primeros años, haciendo un voto de castidad cuando apenas sus labios podían pronunciar las primeras palabras del armonioso hebreo. Dejó las pompas que el mundo pudiera ofrecerle, y puesta su mirada en Dios, que tan perfecta la había criado, a Él consagró todas sus aspiraciones y propósitos.

     Para terminar este punto de la vida de María en el templo ya cerca de la que tanto han fantaseado los escritores orientales y también con poca crítica algunos occidentales, nada diremos por nuestra parte, sino que dejaremos la palabra a un tan reputado escritor como D. Vicente Lafuente, cuyo criterio católico y sana critica nos pone fuera de la que pudiera decir que hacíamos vulgar y humana la vida de la Santísima Señora. He aquí copiadas con sus palabras, lo que dice el citado historiador de la Vida de María:

     �Generalmente los escritores orientales propenden a considerar a la Virgen durante su estancia en el Templo, como una monjita metida en su celda, guardando las horas llamadas canónicas y teniendo su alacena para guardar su comida. Pero si en vez de considerar a la Virgen como una monja, durante su estancia en el Templo la consideramos una colegiala en una casa religiosa, de educación y ascetismo a la vez, la escena cambia por completo. La Virgen no arreglaría el método de su vida, sino que seguiría la regla y método de vida del Colegio; la Virgen no entraría en el Santuario, sino que oraría y dormiría donde oraban y dormían las otras halmas, o colegialas. La Virgen no comería de extraordinario, sino que comería lo que comían todas y a la hora que las otras, y de seguro mortificando su apetito y tomando lo estrictamente preciso, como quien toma medicina, según la práctica de todos los santos. Pudo ser que al morir Santa Ana, la Virgen saliese milagrosamente del Templo para asistir a su Santa Madre, sin ser notada, y quedando en tanto un Ángel en el Templo haciendo sus veces y llevando su figura; pero si se tiene en cuenta que las halmas no tenían rígida clausura, como se ve por el capítulo tercero del libro de los Macabeos, se echa de ver que no había necesidad de aquel milagro, y Dios no los prodiga sin necesidad, a nuestro modo de ver. Puede ser que Dios permitiera que la Santísima Virgen fuera acusada por sus compañeras de inquieta, alborotadora y bulliciosa, a fin de que ejercitara su gran humildad, paciencia y mansedumbre, pidiendo perdón a sus compañeras y a los sacerdotes por culpas que no había cometido. Mas �cómo avenir esto con su vida dentro del Sancta Sanctorum y con los otros favores extraordinarios y portentos admirados por los Sacerdotes mismos?�

     De esta suerte explica este doctísimo historiador el hecho, procurando restablecer la verdad ante la crítica y la historia en su verdadero terreno.



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- IV -

     Allí quedó la pura niña, y sus padres Joaquín y Ana se retiraron a sus tierras de Nazareth, en donde pasó algunos años el feliz matrimonio cultivando sus tierras y en esa feliz e ignorada tranquilidad que tan bien place a las almas justas y hermosas. El Señor no concedió muchos años de vida al santo matrimonio, después de la incomparable dicha de haber sido padres de aquella niña tan bella y que había de ser el portento de la pureza y de la gracia ante el Señor.

     He aquí cómo Orsini nos pinta al santo matrimonio después de la consagración y separación de su Hija:

     �Joaquín era un verdadero israelita, muy adicto a la ley de Moisés; él iba al Templo en todas las fiestas solemnes con su esposa y una parte de su parentela, según costumbre de los hebreos, y es de suponer que el deseo de ver a su hija, aumentaba aún su afición por las ceremonias del culto. �Con qué alegría su buena y piadosa compañera tomaba su velo de viaje para ir a la Ciudad santa! �Cuán largos le parecían los caminos que veía serpentear a lo lejos al través de las montañas y de las llanuras! Ella salvaba con la vista y saludaba veinte veces con el pensamiento antes de llegar a ellos en realidad, las breñas, los nopales, las copas de adelfas y los grupos de carrascas o de sicomoros que se divisaban de distancia en distancia en su camino, porque traspasado cada uno de esos puntos, ella estaba más cerca de su Hija, de su Hija, don del Señor, Hija del Milagro, aquella que un Ángel había proclamado la gloria de Israel. �Con qué dulce emoción debía ella saludar desde el fondo del valle la torre Antonia, que se elevaba esplendida y amenazadora sobre su base de pulido mármol para proteger la casa de la oración; y cuánto no debía conmover a aquella alma tierna y santa la vista del Templo que encerraba a su Dios y a su Hija!

     �Al caer de la tarde y cuando las trompetas de los Sacerdotes llamaban al pueblo a la ceremonia, Ana se apresuraba para adorar a Dios y echar una mirada sobre su Hija, que muchos meses no había visto. El atrio, que no tenía otra bóveda que el cielo, mezclaba las deslumbradoras luces de sus candelabros con el vacilante resplandor de las estrellas. Millones de luces se cruzaban bajo los pórticos adornados con frescas guirnaldas; y los Príncipes de los Sacerdotes atravesaban la muchedumbre con sus ricos ornamentos traídos desde las orillas de la India por las caravanas de Palmira. Entre tanto, las consonancias aisladas de las arpas parecían acompañar el murmullo semejante al ruido de las olas que hacían al tiempo de orar una multitud de hebreos venidos de las riberas del Nilo, del Eúfrates y del Tíber, para doblar la rodilla ante el altar único del Dios de sus padres. En medio de este concurso inmenso de creyentes nacionales y extranjeros, Ana, que rogaba con fervor, no levantaba la cabeza un instante, y era cuando María y sus jóvenes compañeras pasaban vestidas de blanco y cubiertas con sus velos con lámparas en las manos a manera de las vírgenes prudentes del Evangelio.

     �Terminada la fiesta, Ana, después de haber bendecido y abrazado a María, volvía a cruzar con Joaquín el camino a través de las montañas, alejábase de Jerusalem con paso lento, sin atreverse a volver la cabeza, y llevábase recuerdos de felicidad por todo el espacio de tiempo que iba a discurrir hasta la fiesta inmediata�.

     La edad avanzada de Joaquín y de Ana, les hicieron, dice el citado historiador, retirar a Jerusalem, y los dos esposos dejaron a Nazareth, viniendo a habitar su casa en la ciudad; la casa en que según las crónicas orientales y las antiguas tradiciones cristianas, había nacido la Virgen y en la que debía entregar su espíritu al Señor el justo Joaquín.



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Capítulo V

MUERTE DE JOAQUÍN. -MUERTE DE ANA. -ENTIERROS ENTRE LOS JUDÍOS. -ORFANDAD DE MARÍA. -EL CASAMIENTO ENTRE LOS JUDÍOS. -CASAMIENTO DE MARÍA Y EL PATRIARCA SAN JOSÉ. -EDAD DE AMBOS ESPOSOS.



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- I -

     Cerca de nueve años contaba María de su estancia en el Templo, cuando la primera nube vino a empanar el cielo purísimo de la existencia de la Hija de Joaquín y de Ana. Su padre, su amado y tierno padre, San Joaquín, cayó gravemente enfermo, y en su avanzada edad bien pronto se manifestaron los síntomas de muerte. Acudieron los parientes para consolar a los ancianos esposos y Joaquín recibió tranquilo aquellas muestras de afecto de sus deudos.

     El justo Patriarca sonrió ligeramente, como Jacob, pensó que había sido largo tiempo viajante por la tierra y comprendía que necesitaba despojarse de la vestidura mortal para ir a descansar en el seno de Abraham después de su peregrinación. Como justo, no le asustaba la idea de la muerte y esperóla tranquilo y elevado su espíritu al Señor, como espera tranquilo el marino, puesta su confianza en El que mueve los vientos y los mares, la tormenta que tras el peligro ha de hacer brillar con mayor intensidad y pureza la luz del sol. Las fuerzas fueron agotándose, y cuando el justo padre de María conoció llegada su última hora, hizo pública confesión de sus pecados como era costumbre entre los hebreos, y purificado de esta suerte su espíritu, ofreció su muerte al Supremo juez en expiación de sus culpas, de las inherentes a la naturaleza humana, de las que no se halla exento el más justo y puro de los hombres.

     Cumplido este deber de purificación de las culpas, libre su cuerpo de aquellas manchas que por la confesión había arrojado de sí, mandó llamar a María para darle su bendición paternal. Llegó dolorida la pura Niña ante la presencia de su padre, pero las súplicas de María no fueron oídas por Dios, en cuyos santos propósitos llevaba contadas las horas del padre de la pura y santa Niña, y Joaquín entregó su alma al Creador. Suponen algunos autores piadosos que en el momento en que Joaquín extendía las manos para bendecir a su Hija, Dios, en su suprema bondad, le hizo la revelación del glorioso destino que el cielo había señalado a su Hija, dicen que en aquellos angustiosos momentos la suprema revelación iluminó el rostro del anciano y bajando los brazos entregó su alma a Dios.

     Y aun cuando ajeno a la narración de la vida de María, aun cuando pudiera parecer impertinente, diremos cuatro palabras sobre el duelo y entierro entre los judíos, punto que para muchos puede ser desconocido, y al relatarlo daremos a conocer en éste y otros extremos la vida y costumbres de aquel pueblo, lo cual explicará mejor algunos episodios de la relación, hallándose de esta suerte la conexión y enlace necesario entre las costumbres y relatos de los hechos y vida particular de la Santa Señora.

     Entregada su alma por el padre de María, resonó la habitación con gritos y profundos gemidos de dolor, según práctica, las mujeres se golpeaban los senos arrancándose los cabellos, y los hombres, en medio de los sollozos, cubrían sus cabezas con ceniza, desgarrándose las vestiduras y llenándose de arañazos el rostro. Abriéronse inmediatamente todas las ventanas de la casa y encendióse junto al cadáver la lámpara funeraria de bronce, de manera que iluminase el rostro del difunto. Hecho esto, entregaron el cuerpo a los que debían lavarle y envolver en los sudarios. Para los judíos el cadáver se presentaba ante su consideración como un germen de futura vida en un nuevo cuerpo que vendrá con seguridad en el día de la resurrección de la carne.

     Una mortaja envolvía el cuerpo, y el sudario los cubría, la mirra y el incienso entraban por mucho en la purificación por los aromas del cadáver, y el áloe que servía para perfumarlos. Como deber de los hijos, la Virgen cerró los ojos a su padre y ató los pies con redobladas cintas: rocióle con los aromas y perfumes citados, prescritos por las leyes mosaicas, y cubierto con el sudario fue colocado el cuerpo en el ataúd. Pasadas las horas prescritas, los amigos llevaban en hombros el cadáver, y los parientes pronunciaban lamentaciones y gemidos atronadores con gritos de dolor, dejábanse caer en el suelo hasta producirse heridas, que cuanto más duradera fuese su cicatrización, mejor demostraban el dolor.

     El aparato litúrgico en los entierros era muy sencillo, cuando más el Gran Sacerdote pronunciaba alguna oración fúnebre. Los sepulcros estaban fuera de las poblaciones y eran propiedad del difunto: a la tumba servía de abrigo alguna cueva que permitiese la entrada a la familia, pues las gentes profanas a ella, es decir, fuera de parentesco, no podían acercarse, ni menos tocarlas con sus cuerpos, sin que estos, por este solo contacto, no quedasen impuros.

     Las leyes judías prescribían la indispensable asistencia de flautistas a los entierros, y al de Joaquín asistieron, como cumplidora exacta que era la familia de las leyes de su pueblo. En el acto tocaban sentidas composiciones, interrumpidas por las plañideras oficiales, que entonaban después de los llantos, tristes composiciones poéticas. El duelo duraba seis semanas, y durante ellas celebrábanse los banquetes con que los amigos de la familia demostraban su dolor obsequiando a los parientes del difunto. El pan de los enlutados, denomina Oseas a estos tristes banquetes, y Samuel, en el capítulo III, describe los funerales: �Romped vuestros vestidos y ceñíos de saco y doleos te Atenor�. Ezequiel, añade a su vez hablando en sus profecías cómo el Señor le consolaba en la muerte de su esposa: �Hijo del hombre, he aquí yo te quito de golpe el deseo de tus ojos. No endeches, no gimas, no llores. Reprime todo suspiro, desiste de todo luto mortuorio, ajusta el turbante a la cabeza, y el pie al zapato, no te cubras con rebozo ni comas pan de duelo�.

     Así, pues, las gentes de la familia cumplieron con lo que mandaba la costumbre y ley hebraica, se celebró la comida como la cena pascual: estaba prescrito el número de copas que debían beberse: dos antes de sentarse a la mesa, cinco durante la comida y tres en los postres. Al volver del entierro diose la visita de pésame a Ana y María, levantándose y sentándose hasta siete veces durante aquélla. Durante los tres primeros días, la familia ni los parientes cercanos del muerto no podían ser saludados ni devolver éste, y durante siete siguientes no debían lavarse, calzarse, ni cubrirse, ni leer la Biblia: el traje durante ellos, era un saco de groseras pieles, sin mangas, atado a la cintura con una soga y cubierta la cabeza con ceniza.

     Estas eran las costumbres judías en los entierros y los lutos, y así indudablemente se procedería en la familia de San Joaquín cuando su muerte, pues así lo exigía el cumplimiento de la ley mosaica, que tan exactamente era obedecida por aquella Santa Familia.

     La muerte del santo Patriarca Joaquín, hemos dicho que fue la primera nube de tristeza que enturbió el puro cielo de la inocente felicidad terrenal de la niña María, y las primeras lágrimas de dolor, de honda pena, por la separación de aquel padre tan amado de la inocente Niña, primeras lágrimas que anublaron aquellos puros ojos, que tantas habían de derramar durante su terrenal existencia, por causa de los crueles tormentos a que venía llamada la que había de ser Madre del consuelo. Mas los decretos del Señor habían de cumplirse, y al pasar Joaquín al seno de Abraham, la lámpara funeral que se encendía con aquella muerte, no había de apagarse al terminar el luto con la pérdida, en lo humano, del varón justo y santo.

     Solas la madre y la Hija quedaron, volvió María al Templo, y no pasaron muchos meses sin que la tierna Niña volviese a su casa, a la modesta vivienda que ya conocemos, y en donde había venido al mundo la inocente María, cuando volvió a ella para cerrar los ojos de la cariñosa madre, de Ana, tan enamorada de su Hija, y a quien iba a dejar en la más completa orfandad.

     Ana, después de bendecir a su María, abandonó el mundo y ésta tuvo que cumplir con ella los tristes deberes que poco antes había cumplido con su padre. Quedó en la orfandad, y no teniendo ya en la tierra más apoyo ni familia que el de Dios, se refugió de nuevo en el Templo, concentrando en su pecho el profundo dolor y pena de la separación de sus padres. A esta época de aislamiento y de solitarias meditaciones, a esta época de concentración de su espíritu, desligada de los lazos de amor y de cariño que la unían con los que le dieron el ser, se atribuye el voto de virginidad que hizo María.

     En verdad que en ninguna parte se encuentra vestigio de que ese voto fuera conocido de Joaquín ni de Ana, pues según la ley civil mosaica, no era válido sin el consentimiento de los padres. Antes de la muerte de aquéllos no podía prescindir de la obediencia que era debida a los padres por el cuarto Mandamiento, ley divina que le mandaba honrarlos con aquélla.

     Mas a este voto de consagración a Dios, hubo otro más transcendental y al hablar de él dejamos la palabra al tantas veces citado escritor: �Acompaña a este voto de perfección y de entera sumisión a Dios, otro voto singular, importantísimo transcendental e indudable, cual fue el voto de perpetua continencia y la dedicación de su virginidad a Dios, voto singular, por ser el primero de este género que se hizo, importantísimo y transcendental, porque habiendo de ser María el símbolo de las mujeres cristianas con su triple estado de doncella, casada y viuda, Ella fue la que dio el ejemplo de virginidad perpetua ofrecida a Dios con solemne voto, que luego imitaron millones y millones de doncellas cristianas, marchando por sus huellas, cual David la vio en el salmo epitalámico, donde describe las solemnes bodas del Rey de los siglos, inmortal e invisible. Después de describir al regio Esposo, más bello que todos los hombres de la tierra, con la sonrisa en sus labios, con la espada ceñida y empuñando el cetro, vara de dirección y gobierno, introduce a la virginal Esposa seguida de otras vírgenes y castas doncellas.

     �Oye, Hija mía, y mira todo esto: olvídate ya de tu pueblo y de la casa de tu padre, porque el Rey se va a prendar mucho de tu hermosura, y él es tu mismo Dios a quien adorarán los pueblos.....

     �En pos de Ella vendrán numerosas vírgenes, y sus allegadas te serán traídas, y traídas con regocijo y alegría para llevarlas al templo santo del Rey�.

     Como se ve por estos hermosos pasajes, David, en este salmo, canta el místico desposorio de Cristo con su Iglesia bajo la figura del matrimonio de su hijo Salomón con la hija de Faraón; pero los oradores sagrados lo han adoptado, y con razón, para significar en sentido análogo el místico desposorio de María con el Espíritu Santo al ofrecer a Dios su virginidad, pues la hermosísima frase adducentur Regi virgines post eam, se presenta en nuestra imaginación con la inmensa y bella cohorte de sagradas doncellas, que imitando a la Santísima Virgen, vienen consagrando a Dios su virginidad y su pureza como ofrenda de una vida de mortificación y privaciones para conservar el tesoro de la pureza.

     De aquí, con santa y hermosa inspiración, dice el beato Alberto Magno las siguientes palabras: �Con razón se llama a María Virgen de las Vírgenes, porque siendo Ella la primera, que sin consejo ni ejemplar previo, ofreció a Dios su virginidad, ha servido después modelo a todas las vírgenes que la han imitado�.

     San Ambrosio también se expresa, al hablar de la virginidad de María, con hermosa y poética frase y dice, al hablar de ella, que María fue la que enarboló el estandarte de la virginidad, y San Bernardo, dirigiéndose a la pura y santa Virgen en místico coloquio: ��Quién os enseñó, Santísima Virgen, a complacer a Dios con la virginidad y a vivir en la tierra con la vida de los Ángeles?�

     Presentan algunos autores dudas acerca de la época en que María Santísima hizo su voto de virginidad perpetua, y aun cuando lo más común es el creer que este voto debió hacerlo la pura Señora antes de su matrimonio con el santo Patriarca José, no faltan, por otra parte, autores respetabilísimos que suponen que el citado voto lo hizo después de sus desposorios y de conformidad entre ambos esposos. Posible es que el voto, por parte de la Virgen María, después de su matrimonio, no fuera sino una ratificación del primero, lo cual concilia ambas opiniones.

     Si nos fijamos en los hechos de la historia de la huérfana María, vienen en cierta manera a comprobar los hechos. A poco de quedar huérfana María, trataron los Sacerdotes de casarla con uno de sus próximos parientes de la misma tribu. Al efecto copiaremos lo que dice el abate Orsini, en su Vida de María, en la que brilla por su poético estilo, que hace tan agradable la lectura de dicha obra:

     �Sea que Joaquín en su lecho de muerte hubiese puesto a la Virgen bajo la protección especial del Sacerdocio, o sea que los magistrados que cuidaban de amparar a los huérfanos le hubiesen nombrado tutores de entre la poderosa familia de Arón, a la que Ella pertenecía por parte de madre, o bien sea que la tutela de los niños dedicados al servicio del Templo correspondiese de derecho a los Levitas, parece cierto que después de la muerte de los piadosos autores de sus días, María tuvo tutores del linaje sacerdotal. Si nos fuera permitido aventurar una conjetura, diríamos ser verosímil que los cuidados de esa tutela fueron confiados especialmente al piadoso marido de Santa Isabel, cuya alta reputación de virtud y su título de cercano pariente, parecía indicarle para este cargo protector�.

     Del parentesco de la Virgen con Santa Isabel, han querido deducir algunos escritores enemigos del cristianismo, como Celso, Porfirio, Fausto y en general los judíos y los racionalistas, que María era de la tribu de Leví y no descendiente de la de David, y por tanto que tampoco lo era Jesucristo, según la carne; pero los católicos combatimos este error, fundados en las palabras de San Mateo, quien afirma la descendencia de Jesús de la raíz de Jessé y David, según la carne. Pero esta duda de los anticatólicos no tiene fundamento, y se desvanece con poco esfuerzo. No es cierto que todas las jóvenes tuvieran obligación de casarse con personas de su familia y tribu, sino solamente las huérfanas herederas de los bienes paternos. Tenía, por tanto, obligación la Virgen María de casarse con persona de la tribu de Judá y de la familia de David, de la cual descendía por parte de San Joaquín; pero no teniendo éste obligación de casarse con mujer de su familia, se había desposado con Santa Ana, que era de familia levítica y sacerdotal.

     Esto en cuanto respecta a lo concerniente del voto de la Santísima Virgen. Todavía desde su orfandad pasó María algunos años en el Templo, pero cuando llegó a la edad de los quince años, según los más concienzudos historiadores, fue cuando los Sacerdotes pensaron en dar estado a aquella hermosa Niña, confiada a su cuidado en el Templo.

     Y aquí viene a confirmarse lo que hemos dicho anteriormente, es decir, que siendo María huérfana y heredera de bienes paternos, su matrimonio debía verificarse con individuo de su tribu propia cual era la de Judá.

     Así, pues, sus tutores determinaron el casamiento de María, teniendo en cuenta, como no podían menos, de acatar las prescripciones y costumbres del pueblo judío. Esta resolución de los tutores contrariaba, como se ve, a su voto de virginidad, voto que no podían los Sacerdotes reconocer ni eludir la Virgen María.

     El deseo de aquella pura Niña y el voto hecho por la que había de ser Madre de Dios, no podía ser respetado por los Sacerdotes ni los tutores, para quienes, según la ley judía, era un oprobio la esterilidad y la maternidad una señal divina de protección y bendición. Los israelitas denominaban Fruto de bendición a los hijos, y aún hoy, entre los católicos, como por recuerdo de la ley antigua y forma poética, así se denominan a los hijos, y aún hoy el israelita se considera más feliz y protegido por Jehová cuanto más hijos tiene, y así nos lo dice el Rey David, que interpretaba los sentimientos de su pueblo, fundados en la felicidad del trabajo, en laboriosidad y en el cumplimiento de aquella ley del trabajo que denominamos santa, pues que con ella, con el que es ofrecido al Señor, el espíritu se eleva y reconoce la gran misericordia de Aquel que nos ha creado, patrimonio de la verdadera felicidad doméstica en las familias honradas y laboriosas.

     David, en su poético estilo nos lo ha dicho, quien comenzó su vida siendo pastor y terminó siendo Rey, nos pinta esa felicidad fundada en el trabajo.

     1�. Bienaventurados todos los que temen al Señor y marchan por sus caminos.

     2�. Feliz serás porque comes del trabajo de tus manos; así te irá bien.

     3�. Tu esposa será como vid frondosa y fructífera apoyada en las paredes de tu casa. Y tus hijos, creciendo como los empeltres de los olivos, vendrán a sentarse alrededor de tu mesa.

     4�. Así será bendecido el hombre que teme a Dios con santo temor filial.

     5�. Que Dios te bendiga a ti desde Sión y veas los bienes de Jerusalem durante todos los días de tu vida.

     6�. Y que veas así también prosperar y aumentarse los hijos de tus hijos con la paz de Israel.

     Con las palabras antedichas se pinta por David el ideal de felicidad de los israelitas; bello ideal al que debíamos aspirarlos verdaderos católicos, a la santa paz de la familia, la paz doméstica con el amor de los hijos, separándonos de las ambiciones humanas, de las concupiscencias del lujo y de la corruptora atmósfera de una sociedad dominada por las ambiciones, el orgullo y el deseo de una vida material, de abundancia, separada del cumplimiento de la santa ley del trabajo, que si lleva la felicidad a los tranquilos hogares cristianos, no enriquece para cubrir las necesidades del lujo y del orgullo.

     La esterilidad en la mujer, hemos dicho, y dicen autores respetabilísimos, era una maldición del Eterno, como lo es la esterilidad en los campos, a los que se mira con repugnancia y horror. Así es que entonces, los Sacerdotes mismos y los Levitas, servidores del templo, y el Sumo Sacerdote, se casaban para cumplir la necesidad de perpetuar la raza. �Siendo tales las costumbres, tales las prácticas, cómo habían de consentir ellos, cumplidores y encargados de hacer cumplir la ley, que María se condenase (en su concepto) a la maldecida esterilidad como consecuencia de la virginidad prometida por aquélla?

     San Gregorio Niceno refiere que un autor, que no nombra, ni tampoco lo hace el abate Orsini, dice que la Virgen se resistió por mucho tiempo, aunque con gran modestia, al enlace que se le intimaba, y que suplicó humildemente a su familia que consintiera en que continuase en el Templo una vida inocente, oculta y libre de todos lazos, excepto los del Señor. Su petición sorprendió en gran manera a todos los que disponían de su suerte. Lo que Ella imploraba como una gracia, era la esterilidad, el oprobio, estado maldecido por la ley de Moisés; era el celibato, es decir, la extinción total del nombre de su padre, idea casi impía entre los judíos, que miraban como una insigne desgracia que su nombre no se perpetuase en Israel.

     No obstante, otros autores no menos atendibles y respetables, suponen que entregada María y confiada en la voluntad divina, no opuso resistencia alguna, y como modesta y virtuosa, antepuso la obediencia a la voluntad propia, y a su propósito el sacrificio.

     Ateniéndonos nosotros en este punto, a los textos que aceptan los escritores católicos como los más conformes con el espíritu de nuestra religión, y siendo lo que dice la venerable Sor María de Ágreda lo que han admitido los escritores tan conspicuos como D. José María Quadrado en su preciosísimo libro Flores de mayo y D. Vicente Lafuente, copiaremos lo que acerca de este punto dice la venerable escritora en el capítulo V de su Vida de la Virgen María:

     �Había celebrado el Altísimo con la divina princesa María solemne desposorio, cuando fue llevada al Templo, confirmándole con la aprobación del voto de castidad que hizo, y con la gloria y presencia de todos los espíritus angélicos. Habíase despedido la candidísima paloma de todo humano comercio, sin atención, sin cuidado, sin esperanza y sin amor a ninguna criatura, convertida toda y transformada en el amor casto y puro de aquel sumo bien que nunca desfallece, sabiendo que sería más casta con amarlo, más limpia con tocarle y más virtuosa con recibirle. Hallándola en esta confianza, el mandato del Señor que recibiese esposo terreno y varón, sin manifestarle luego otra cosa, �qué novedad y admiración haría en el pecho inocentísimo de esta divina doncella, que vivía segura de tener esposo a sólo el mismo Dios que se lo mandaba? mayor fue esta prueba que la de Abraham; pues no amaba él tanto a Isaac, cuanto María Santísima amaba la inviolable castidad�.

     �Turbóse algún poco la castísima doncella María, según la parte inferior, como sucedió después con la embajada del Arcángel San Gabriel; pero aunque sintió alguna tristeza, no le impidió la más heroica obediencia, que hasta entonces había tenido, aunque se resignó toda en manos del Señor�.

     Pasaremos ahora a relatar lo ocurrido respecto de la elección de esposo a María Santísima, por medio de intervención divina, y sobre este punto transcribiremos lo que dice la citada Venerable escritora:

     �En el ínterin que nuestra gran Princesa se ocupaba cuidadosa con esta operación, ansias y congojas rendidas y prudentes, habló Dios en sueños al Sumo Sacerdote, que era el santo Simeón, y le mandó que dispusiese cómo dar esposo de casada a María, hija de Joaquín y Ana, de Nazareth; porque Su Majestad la miraba con especial cuidado, y amor. El santo sacerdote respondió a Dios preguntándole su voluntad en la persona con quien la doncella María tomaría estado dándosela por esposa. Ordenóle el Señor que juntase a los otros sacerdotes y letrados, y les propusiese como aquella doncella era sola y huérfana, y no tenía voluntad en casarse; pero que según la costumbre de no salir del Templo las primogénitas sin tomar estado, era conveniente hacerlo con quien más a propósito les pareciese�.

     De esta suerte es como relata la Venerable Ágreda la determinación de dar estado de casada a María, según la práctica y costumbre del pueblo judío de casar a las primogénitas.

     Una tradición, ya narrada por San Jerónimo, supone que para la elección de esposo se acudió al medio usado para la elección de Arón, que se refiere en el libro de los Números, y que para este fin, se procedió por los parientes y aspirantes a la mano de María, a depositar en todos ellos, jóvenes, ricos y de noble estirpe, que deseaban el enlace, una señal.

     Sonó la trompeta por toda la Judea declarando la voluntad del Sumo Sacerdote, siguiendo la inspiración que el ángel del Señor había puesto en su mente. Convocó a los de la tribu de Judá, que estaban con disposición de casarse, y que cada uno traiga en su mano una vara de almendro y María será dada en desposorio a aquel en cuya vara se mostrase cierta señal.

     Convocados los jóvenes y parientes de la tribu de Judá, acudieron al templo numerosos jóvenes y aun algunos otros, ya en edad mayor, con su correspondiente vara de almendro, desnuda de hojas y de flores, pues aún no había llegado la estación primaveral. Llegaron en el día señalado los aspirantes a la mano de María y depositaron en el templo, en manos del Sumo Sacerdote, las consabidas varas: entre ellos, y en última fila, quedaba un hombre, de rostro simpático y bondadoso, un artesano, que a pesar de su edad viril, había vivido sin tomar esposa, y que ganaba el pan de su vida con el honrado trabajo de carpintero, y que era vecino de Nazareth, hijo de Jacob de la casa de David.

     En la festividad de los Desposorios de la Santísima Virgen, que celebra la Iglesia el día 23 de enero, sólo expresa en algunas lecciones, lo que dice San Bernardo en su segunda homilía sobre las palabras Missus est, explica los motivos que Dios tuvo para hacer que se casara su Madre María Santísima, siendo virgen y habiendo de serlo. �Convenía, dice, que el secreto de esta disposición divina quedase oculto por algún tiempo al príncipe del mundo (Satanás), no porque a Dios le importase nada el que lo supiera, puesto que no podía impedirlo si Él hubiese querido hacerlo a las claras, sino porque Dios, que hizo todas las cosas, no solamente con altísimo poderío, sino también con gran maestría, quiso también ostentar en esta su obra tan magnífica de nuestra reparación, no solamente su poderío, sino también su altísima sabiduría, al modo que acostumbró conservar en todas sus obras ciertas congruencias de cosas y tiempos en razón de la belleza del buen orden.

     �Era, pues, conveniente que dispusiera suavemente todas estas cosas, no sólo en lo celestial, sino también en lo terrenal, para que al lanzar de allí al revolvedor, dejase a los demás en paz, y al combatir aquí al envidioso, nos diese a nosotros un ejemplo de su humildad y mansedumbre.

     �Por eso fue preciso que María se desposase con Josef, puesto que de este modo quedó oculto el misterio santo a los canes infernales y comprobada su virginidad por su esposo, y se miró tanto por el pudor de la Virgen, cuanto por su decoro y buena fama. �Qué cosa más sabia y más digna de la Providencia Divina!� De ta manera es como San Bernardo nos da cuenta de este santo hecho y que la Iglesia acepta y hace como suyas, y para nosotros, los católicos, son las más seguras, eficaces y positivas.

     La Iglesia, en la fiesta de los Desposorios, nada dice sobre el milagro de la vara floreciente con las puras y nítidas del almendro, pero no ha puesto reparo en que la imagen de San José figure con la vara en flor, como se le representa, nada dice y lo consiente, pero seguros estamos que si fuera contraria a los textos sagrados no la hubiera permitido ni la consentiría si en algo se opusiera a las creencias y doctrina consignada en los libros.

     Al llegar a este punto de las bodas de San José y María Santísima, diremos la manera con que aquéllas se celebraban, para que nuestros lectores tengan conocimiento de cómo este trascendental acto para la familia, tenía lugar entre los hebreos. Y al hacer la descripción de cómo aquéllas se celebraban, no hemos de decir que todas se hicieran con la misma fastuosidad y lujo oriental en ellas empleado; no porque éstas se celebraran de este modo hemos de decir que de igual manera se celebraban las del potentado que las del pobre jornalero o menestral, así como hoy, las bodas de un príncipe o de un banquero no se realizan como las de un pobre artesano por más que las ceremonias del Sacramento sean las mismas, hemos de deducir que en el presente siglo se celebran los matrimonios con el lujo y detalles que se conmemoraban los de los primeros, para creer que el pobre artesano hacía los mismos lujosos dispendios que en los del potentado. Por eso al describir unas bodas del pueblo judío lo haremos tomando el cuadro de unas de lujo y ostentación y bien se comprenderá por ello que no hubieran de ser así las de María y José, sino como de un artesano y de una pura doncella enemiga de singularizarse y más amiga de la modestia, del recogimiento y deseo de pasar desapercibida, serían más modestas.

     Así, pues, cuanto digamos de las bodas judías, será como mera ilustración para el lector y no para pintar que las de José y María fueron, atendida su modesta posición, con aquel fausto y oropel con que por costumbre se celebraban entre las clases ricas y poderosas,

     Siempre los matrimonios se han celebrado en Oriente con grande fausto y aparatosa magnificencia: los hebreos circunscribían estas solemnidades de la familia a fiestas religiosas, conservando este carácter, como es sabido, hasta en los actos del derecho civil. Precedía al casamiento el acto de los esponsales, presentándose los futuros esposos, los prometidos, ante el Sacerdote, y poniendo en el dedo de la esposa un anillo, le decía el esposo: �Por este anillo eres mi esposa�. A lo que contestaba aquélla: �Por este anillo quedo esposa vuestra ante Israel para que la voluntad de Jehová se cumpla en nosotros�.

     Pasados algunos meses de la promesa de matrimonio, el día designado para la celebración de aquél, un día, después de salido el sol, dirigíanse una porción de mujeres, rica y ostentosamente engalanadas, a la casa de la esposa, llevando en sus manos ramas de abeto oloroso encendidas los esclavos o criados de las mismas. Como resto de costumbres persas, el uso de los afeites del tocador, llevaban pintadas las cejas y pestañas lo propio que las puntas de los dedos de rojo, simulando los botones del rosal silvestre. Penetraban en la cámara de la desposada, en la cual, rodeada de matronas de su familia, esperaba el momento de la ceremonia y bendecían todas a Jehová que le daba esposo y protector. La novia, engalanada con ricas preseas y la túnica roja de púrpura de Tiro constituía su traje; ricos medallones, pendientes, esclavas y collares de perlas, diamantes, embellecían a la esposa, según la posición del esposo, causa de aquellos aderezos hijos de sus obsequios. En la cabeza llevaban una corona de oro en forma de almenas en las clases ricas, y en las humildes una corona de mirto y rosas: un velo sencillo o rico, liso o bordado en oro y plata, cubría por completo la figura de la novia.

     Fuera de la casa, en la puerta, esperaba a la desposada un palio de rica tela, estofado o sencillo, sostenido por cuatro jóvenes. Cobijada por aquél, marchaban la novia y las matronas, sus compañeras, a las que seguían los arpistas, tamboriles y flautas y el resto del séquito nupcial agitando palmas y ramas de mirto. El esposo, que había acudido a la casa de la prometida, sin entrar en ella, llevaba la cabeza ceñida por una corona de una materia parecida al cristal, y peculiar del pueblo judío, abría la marcha acompañado de sus amigos, que cantaban y danzaban para significar su alegría lanzando exaños gritos prolongados parecidos al grito de alegría del caballo y que todavía hoy resuenan en los pueblos de las huertas de Valencia, entre los mozos, que los lanzan al pasar por delante de las casas de sus novias.

     Las mujeres que se agrupaban al paso de la comitiva derramaban esencia de la preciada rosa de Judea sobre la novia. Llegado el cortejo a la casa nupcial, gritaban los amigos y las amigas: �bendito que viene! y penetrando en ella, cubiertos por el palio se sentaban juntos los esposos, y nuevamente él ponía el anillo en el dedo de la posa, pronunciando estas palabras:

     -Tú eres mi mujer, según el rito de Moisés y de Israel.

     Levantábase el marido y quitándose el taled, especie de capa, cubría con él a su mujer, como recuerdo del acto del matrimonio de Ruth con Booz, diciendo ella las palabras de Ruth:

     -Extiende el lienzo de tu taled sobre tu sirvienta.

     Entonces un pariente cercano ponía vino en una copa, y gustándolo, pasaba la copa al matrimonio, le bebían bendiciendo a Jehová por haber criado al hombre y a la mujer y establecido el matrimonio. Hecho esto arrojaban un puñado de trigo, como símbolo de la abundancia, y un niño tomando la copa la rompía. La reunión que con antorchas encendidas rodeaba a los novios, bendecía igualmente a Dios, y pasaban a la sala del festín. Las fiestas duraban siete días como en tiempo de los Patriarcas, y pasada la semana de festines terminaban las bodas.

     �Creemos que José el pobre carpintero y la modestísima María, celebrarían sus bodas con tal aparato? No; creemos sí que los ritos de la ley se cumplirían, pero que ni el fausto ni esplendor de que tan enemigos eran los Santos Esposos tendría lugar, dado su modestísimo carácter y pobre posición material de José.

     Y al llegar a este punto, es tanto lo que se ha dicho respecto de la edad del Esposo de María, de tan diversas edades le hemos visto y le vemos representado, ya como un hombre rayano en la vejez, ya anciano de blanca barba y calva cabeza, tanto más viejo que el padre de María, se le ha representado, que creemos deber decir cuatro palabras apoyadas en el parecer de dignísimos y católicos escritores, para asentar sobre una base más fija esta diversa representación del Padre putativo de Jesús y Esposo de la Inmaculada María. Nada diremos por nuestra parte, y dejaremos la palabra a un sesudo historiador de la Vida de María, ya diferentes veces citado en esta obra. Dice Don Vicente Lafuente:

     �Créese que la Virgen María tenía catorce años cuando se casó. Si nació en el año 734 de la fundación de Roma, según la opinión de Tillemont, que es la más seguida y aceptada, el casamiento debió hacerse en el 748 de la fundación de aquella ciudad.

     �Por lo que hace a su Esposo, créese que tuviera alguna edad más, pero que también fuese joven todavía y en edad lozana. Su matrimonio había de ser el modelo de las familias y de los matrimonios cristianos, y no es probable, por tanto, ni que San José fuese viejo, dando idea de casarse viejos con jóvenes, ni mucho menos que fuese viudo, cuando la Iglesia consiente las segundas nupcias, pero está muy lejos de aplaudirlas.

     �Los editores de la Vida de la Virgen por Orsini, edición de la Librería Religiosa, Barcelona 1867, página 215, se sublevan contra la idea de que San José fuese viejo, y hacen bien. San Epifanio, que bebió algunas veces como otros varios escritores orientales en las malas fuentes de los Evangelios apócrifos, llega a dar a San José ochenta años. �Pero cómo habían de consentir los Sacerdotes un matrimonio tan disparatado, cuando la Ley vituperaba tales enlaces? El P. Perrone (citado por Orsini) le da cincuenta años. �De dónde consta? Aun esa edad sería de gran desigualdad para un matrimonio modelo de futuros matrimonios�.

     Vemos, pues, que nada consta acerca de este punto de la edad de San José al contraer el matrimonio, pero si consta que la Ley repugnaba esos matrimonios desiguales por cuanto que siendo el principio de la sucesión y de la familia, autorizarlos y no vituperarlos la Ley, era tanto como dejar incumplido el precepto de la ley Mosaica. Además, siendo el principio de la herencia y de la familia el que informaba las costumbres del pueblo judío, y considerada la esterilidad como un castigo, �cómo los sacerdotes habían de autorizar el matrimonio de María condenándola a la esterilidad con un viejo de cincuenta años, cuando la casaban contra su deseo y voto de virginidad?

     No creemos aventurar opinión contraria a la de la Iglesia al decir que en nuestro entender, y atendidas las costumbres mosaicas, si el matrimonio de la mujer era permitido a los catorce años, por una ley de relación debía tener San José de los veinte a veinticinco cuando su matrimonio con María Santísima. Además, aun cuando tuviese los cincuenta años que le da el P. Perrone, �pudo un anciano a esos años hacer con su esposa a pie al lado de la jumenta bíblica su huida a Egipto? Por esa y otras razones creemos que la edad de San José mediaría entre la que hemos citado. De aquí, de esta divergencia de opiniones, han nacido las diferentes representaciones de edad dadas los artistas en sus cuadros, y de que creemos como la más acertada que el inmortal Murillo le dio en su hermoso cuadro de la Sacra Familia, pues allí viene a representar unos treinta a treinta y cinco años, hermosa representación del amparo y protector seguro de María y Padre putativo del Verbo humanado.



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Capítulo VI

VIAJE A NAZARETH DEL SANTO MATRIMONIO. -VIDA DE MARÍA Y SU ESPOSO, COSTUMBRES Y VIDA ÍNTIMA DEL PUEBLO ISRAELITA. -LAS HABITACIONES. -CASA DE MARÍA.



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- I -

     Terminó la semana de las bodas, José preparó su marcha a Nazareth, debía volver a su escondida ciudad en el ameno valle desde el que se descubre el santo Carmelo penetrando en el azul Mediterráneo su hermosa mole, pedestal de la inmarcesible gloria, y a sus espaldas el redondeado Thabor con su verde cumbre, altar de la Transfiguración que se destaca sobre el incomparable cielo de Palestina, que azul, hermoso y brillante se confunde con el esmaltado zafiro del mar recamado de ondas de plata como la fimbria del puro manto de la Reina de los Cielos. A esa encantada región por su hermosura, que había de llegar a la más esplendida belleza, por ser la morada de María, santificada por la presencia del Hijo de Dios y albergue de la Santa Familia, debía encaminarse el Santo Matrimonio y establecer el hogar del venerado modelo de los cristianos, y que había de ser la cuna espiritual de Jesús.

     Acompañaron los parientes a José y María hasta la fuente de Anathat y allí se despidieron, emprendiendo el matrimonio el camino de Galilea. Lentamente siguieron su marcha atravesando las montas de Samaria, saliendo, después de pesada jornada, de las revueltas y cuestas en que las aves de rapiña ciernen su vuelo por las alturas acechando la presa en el confiado rebaño que apacenta en las laderas y sinuosidades de los valles.

     Llegaron a Sichem, con sus frescos vallados y corrientes de agua que hacen esmaltar de verdes prados sus riberas, la ciudad con sus robustos edificios y fantástico aspecto, medio ocultos en aquellas frondosas arboledas que susurraban con el perfumado ambiente de la tarde. La penosa y larga marcha seguía desenvolviendo por los pedregosos caminos que lentamente les permitía avanzar, aproximándose pesadamente a aquel deseado rincón de Nazareth.

     Bordearon el monte Garizim, de aspecto algo terrorífico, con su combinación de colores, tan extraños como raros para el viajero que contempla aquel monte de costados rojizos, con sus líneas que le hacen semejar a leonada piel, franquearon el puerto de aquel extraño monte, y después de ascender a las cumbres del alto Hebal, llegaron a Sebaste que había de ostentar los palacios construidos, por Augusto y que Herodes procuraba embellecer para adular al romano dominador de Judea.

     Tras descansos y paradas para no fatigar a la inocente niña salida de la vida tranquila del Templo, siguieron su marcha: a la mitad del segundo día de camino, divisaron a lo lejos la verde cima del monte Thabor, tan lleno de recuerdos y de sagrada memoria para el cristiano, que nunca puede dejar de oír pronunciar este dulce nombre sin estremecimientos de temor y respeto al monte en que se verificó el gran misterio de la Transfiguración del Salvador.

     Aquel hermoso monte dibujaba limpiamente su cima en el plateado fondo del cielo de Galilea con sus influencias de la humedad salina del Mediterráneo, que ocasiona aquellos hermosos cambiantes de luz y de colores. Más allá, más lejos, columbraban las altas cimas de la cordillera del Líbano envueltas en los velos de blancas gasas de las diáfanas nubes que las circundan por su media base, y destacandose con los fulgores de la plata sus picos cubiertos de blanca nieve, sobre los que se presentaban las obscuras manchas de los bosques de sus seculares cedros de perfumada madera.

     Desde las faldas cubiertas de arboledas del Hermón, en las que numerosos rebaños de cabras triscaban ramoneando, descendieron a la deliciosa llanura que se extiende como alfombra fresca de esmaltadas flores entre colinas cubiertas del obscuro follaje de las encinas, del brillante verde de los mirtos y el pomposo y aterciopelado de las vides que rodean cercas de cenicientos fructíferos olivos. Los campos de cebada interpolados con los del florido trébol, ondulaban a impulsos de la risa cual oleaje de un tranquilo mar; brisa saturada del perfume de las flores y ambiente tibio y perfumado de una prematura primavera. Aquella luz especial de Palestina pura y dorada, iluminaba aquella entonces rica vegetación, y el murmullo de los pequeños torrentes que bajaban murmurantes de las inmediatas montañas acompañando con su plácido rumor al de las altas y flexibles palmeras, formaba el hermoso cuadro y entonaban un plácido y tranquilo himno a la pura Virgen que en aquellos momentos, acompañada de su Esposo, atravesaba aquel hermoso rincón de la Galilea.

     Así continuaron su viaje, llegando al fin a la casa de los padres de María, y desde la cual había salido niña para ir al Templo, y volvía convertida en la Esposa del humilde carpintero José, el descendiente de regia estirpe.

     Arribaron por fin a Nazareth, recostado en la ladera del monte y encerrado en aquel tranquilo y sosegado valle, llegaron a sus calles, y por fin, María, después de penosas jornadas, volvió a poner los pies en la casa que moraron sus bienaventurados padres Joaquín y Ana. En la pequeña y fresca casa de SantaAna, enclavada por su parte baja en la roca, como casi todas las de Judea, con el fin de mitigar el calor en aquellas frescas criptas, descansaron y prepararon para la nueva vida que iba a comenzar para los santos y dichosos esposos. La vida santa que en aquella casa habían de llevar, la había de santificar y hacer más sagrada, por el misterio que en ella tenía de obrar el Señor, y hacer más sagrada que el templo de Jerusalem. Allí se habían de pasar muchos años de vida y en ella habitar el Redentor durante su infancia y juventud, y allí, en aquella hermosa naturaleza, se habían de escuchar las primeras palabras de su predicación y sufrir los primeros insultos del pueblo ignorante, sanguinario y fanático.

     De allí había de salir la más grande y pacífica revolución que tenía que cambiar la faz del mundo, y allí, en aquella hermosa región, habíase criado la simiente, que esparcida por la tierra y fecundada con la sangre de los apóstoles y millones de mártires, llenando el mundo con el imperio del amor y de la caridad.

     Aquella casa, de tan humilde apariencia, había de cobijar al Salvador del hombre por muchos años, y así como la humildad es la llave que abre las puertas del cielo, así aquella modesta casa, tendría que ser con el tiempo el más sagrado templo del mundo, pues entre sus paredes vivió aquella Santa Familia y animó con su mirada creadora el Hijo de Dios, el Mesías prometido.



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- II -

     Instalado el matrimonio en su pequeña casa, comenzó para ambos la vida de familia, admirando a las mujeres de Nazareth, la belleza, bondad y gracia inefable que resplandecía en la esposa de José. La paz de Dios reinaba en aquella casa compartiendo ambos esposos su vida entre el trabajo y la oración.

     Como los bienes de María no eran cuantiosos y José carecía patrimonio, no obstante su ilustre origen, vivían engrandeciendo noble estirpe con el trabajo, título de nobleza tan agradable a los ojos de Dios. El oficio de carpintero lo ejercitaba con noble emulación y con él atendía al sostenimiento de su casa y de la Virgen María, su esposa, mejor dicho, su hermana, por el aislamiento en que vivían a causa de sus votos de celibato. La pobreza casi reinaba en aquella casa, y María, aun cuando acostumbrada desde niña a los esplendores del Templo y del lujo de las ceremonias, aceptó sin murmurar y con alegre resignación aquel, no modesto, sino casi pobre estado a que veía cambiado su pasado por el presente. Aceptólo con gusto y así se nos ofrece como el más perfecto modelo de las puras sencillas costumbres de la mujer cristiana y que debe imitarse como inimitable modelo.

     Vivía retirada en su pobre hogar, sumisa a la voz de su señor, siendo después de sus ocupaciones domésticas, la preparación de las sencillas comidas de su esposo y labores de su sexo, hilando groseros linos, después de haber hilado, bordado y estofado antes tan ricas telas, la oración, la elevación de su espíritu al Señor, su Criador.

     Cuando sus ocupaciones se lo permitían, la visita y socorro a los pobres y enfermos constituían el más grato de los cuidados de aquella virgen esposa, pues con ellos cumplía los sentimientos e impulsos de caridad de su inmaculado corazón: antes de ser Madre era ya el consuelo de los afligidos, la salud de los enfermos.

     Así trascurrieron los días para el santo matrimonio, María, ocupada en las faenas de la mujer cuidadosa de su casa, vémosla en nuestra imaginación saliendo de las calles de Nazareth, con el ánfora a llenarla de agua en la cercana fuente, que aún se conserva y lleva el nombre de la Virgen, y vémosla ocupada en las labores propias de su sexo, junto al banco de trabajo de su esposo José, y junto al cual hemos de ver luego al mismo Jesús ayudando con la labor de sus manos a su padre, representando aquel hermoso y puro cuadro, idilio de la familia cristiana, tan bien representado como hermosamente concebido por Murillo en su bella pintura de la Sagrada Familia, en la que el trabajo es el movimiento que impulsa, mueve y anima aquellas hermosas figuras.

     El imperio de aquellas modestas viviendas estaba en manos de la mujer, y a ella le incumbían pesados quehaceres de la vida casera. La mujer barría toda la pequeña casa, cuidaba del fuego en que se cocían y aderezaban los manjares tan pobres como frugales. A la mujer tocaba moler el grano con que se había de amasar el pan, faena penosísima la primera, y que era incumbencia de aquélla en la casa en que no había esclavo que verificara aquella penosa carga, a la que también María tenía que subvenir en el molino casero, prenda indispensable de toda casa, como puede verse en el libro segundo de Samuel. Acto, que ejecutado por María en su pobreza, demuestra su humildad y conformidad con los decretos del Señor; operación, que llevada a cabo por la que había de ser la emperatriz de los mundos, demostraba la resignación y conformidad con los designios del Altísimo. Tales serían y fueron las ocupaciones domésticas propias de la mujer, que aun casi vienen a ser las mismas de toda mujer de clase menestral, como lo fue el matrimonio que había de ocupar los altares por sus virtudes y el alto tesoro de ser los padres del Hijo de Dios. Si salimos al campo, en los cortijos y masadas, en los pueblos y aldeas, veremos, excepción hecha en la molienda a mano del trigo que ha de constituir el pan de la familia, los demás actos de la vida doméstica tienen un gran parecido y semejanza, sin más distinción que la de lugar y tiempo.



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- III -

     Hemos indicado algo acerca de las ocupaciones caseras de la mujer en Nazareth, y al hablar de ellas, hemos dicho y suponemos que fueron las mismas a que vino sujeta la Virgen María. Es necesario comenzar este párrafo dando a conocer cómo eran las casas de Judea y especialmente en Nazareth, a donde se concreta nuestra relación, por ser la ciudad habitada por María y su Esposo. Aún hoy día las casas de los nazarenos se diferencian bien poco de las del tiempo de la Sagrada Familia, por esa manera de ser inamovible en costumbres y trajes, en un pueblo esencialmente apegado a su tradición y que nada le hace cambiar de costumbres, trajes ni prácticas, que son hoy los mismos que en tiempo de Abraham.

     Describiremos las moradas de aquellos habitantes tales como hoy las vemos y los mismos libros sagrados nos las representan. Estas casas adolecían de una sencillez primitiva, y en manera alguna podían compararse con las casas aristocráticas hasta cierto punto de la ciudad de Jerusalem. Especialmente las de aquella pequeña población eran de una sencillez casi primitiva, y bien podía verse en ellas el modelo de las primeras habitaciones humanas. Componíanse de una construcción cuadrada, es decir, un pesado cubo enjalbegado de cal, sin más abertura ni ventanas que la puerta que daba luz y ventilación al interior de aquella gran caja de mampostería. En la huerta de Alicante aún se ven construcciones de este género con su techo horizontal, sin tejas ni remate: las palmeras o el naranjo en la puerta, reproducen de una manera poética la casa de Siria. Y si nos atenemos a lo que dice el Antiguo Testamento, aún resulta más primitiva aquella casa. No había en ella, y aún hoy sucede, más que una sola habitación: cocina, alcoba, taller y una sala, todo estaba reunido bajo aquel techo. Las paredes no se componían de piedras labradas, sino de unos ladrillos muy groseramente fabricados y semejantes a los con que forman las paredes de las barracas de las huertas valencianas. Como no había más luminaria que la puerta, el interior resultaba obscuro, única manera de contrarrestar el calor en Palestina; así es que era necesario en el interior de estas casas cuando había que buscar algo en ella, y más si se entraba del exterior, en que la luz intensa del Mediodía, ciega y deslumbra con su esplendente y mareante claridad, había que recurrir a la luz artificial. En el interior, una escalera abierta en la tierra comunicaba con una especie de cripta abovedada, a la que se refugiaban en demanda de fresco en las pesadas horas del medio día canicular, y en invierno como más abrigada contra los fríos vientos del nevado Líbano.

     En cuanto al mobiliario de estas casas corría parejas con la sencillez de la construcción. Esterillas de junco para sentarse, o cuando era mayor el lujo, cojines de lino, cántaros y alcarrazas de fresco barro, armarios para guardar la ropa, toscas lámparas y almudes, la escoba y el molino, constituían el ajuar de la pobre casa del galileo bien acomodado. Para comprender la rareza y carencia de objetos en estas pobres mansiones, basta recordar aquel refrán evangélico que dice que no deben ponerse las lámparas debajo de los almudes, sino sobre ellos, para indicar que éstos, además de medidas, servían al mismo tiempo de mesas.

     La comida corría parejas con la modestia de sus casas y vestido, el que luego hablaremos. Los pobres comían torta de cebada, como aún sucede entre los pueblos de la costa de Valencia y Almería. Sólo el rico comía pan de harina candeal y blanca. El Éxodo nos dice que el de cada día se amasaba sobre grandes manteles puestos dentro de las artesas y después de cocido resultaba casi transparente por lo delgado de las tortas. Por esto se dice que nunca se partía o cortaba con cuchillo, sino a mano, en pedazos, para distribuirlo entre los comensales. Usaban mucho el pan ázimo, esto es, sin levadura, especie de torta con aceite muy tostada y hecha con la flor de la harina. El Levítico, en su capítulo segundo, lleva la receta de la fabricación de este pan, cuando dice: �Y al ofrecer ofrenda de presente, cocida en horno, torta será de flor de harina sin levadura, con aceite amasada�, y más abajo añade: �Y si tu presente fuera de sartén, será hojaldre amasado con aceite, todo él de harina flor, sin levadura�.

     Entre los utensilios de cocina usaban dos ollas; el cántaro y la alcarraza podían ser de barro cocido, pero no los platos, que lo serían de cobre, como puede verse en el Levítico, y la sartén de hierro para los fritos. De cobre, eran también el cáliz y la copa: no conocían ni empleaban otros utensilios de cocina.

     Comían como los pueblos meridionales, al cruzar el sol por el zenit y después de ella echaban la siesta, cosa que han heredado nuestros labriegos y la gente poco afecta al trabajo, haciendo de la tarde una segunda noche. Lavábanse las manos antes de comer como práctica litúrgica y sentábanse, o mejor dicho, acostábanse para comer: al echarse junto a la comida, el más anciano pronunciaba una oración, a la cual contestaban los acompañantes con un �amén�. Comían formando círculo y en el centro se colocaba el dueño de la casa. Traían los platos ya dispuestos y cortadas las viandas en la cocina: cada uno cogía con los dedos su tajada y la colocaba sobre su respectivo trozo de pan. Las salsas o caldos se servían aparte y en aquel plato mojaba cada uno su cacho de pan.

     Las comidas se componían de carne de vaca, gallina, cordero y caza, con sólo dos legumbres, la haba y la lenteja. La miel era su plato favorito; leche, queso, uvas, higos secos y tiernos y nueces, constituían lo que llamamos los postres. Los pescados del Mediterráneo y del lago de Tiberiades constituían su alimento de pescado, pero el plato favorito era el de langostas del campo, frescas unas veces y otras desecadas al sol, moliéndolas y amasándolas luego con pan. Las bebidas eran muchas y gustosas las que vemos usaban por los tiempos de la Santa Virgen. Una especie de cerveza hecha con cebada fermentada, y el Cantar de los Cantares nos habla de vino con zumo de granada: en el campo, para combatir el calor, bebían agua y vinagre, y para beber el vino, lo propio que las otras bebidas, colaban por las muchas moscas y mosquitos que caían en ellas, comían huevos duros, que era otro de los platos favoritos.

     Tal era el modo de vivir de aquellos pobres habitantes de Galilea y por estas costumbres generales del pueblo deducimos que el pobre matrimonio del carpintero venía sujeto a la ley general de su posición, su modo y manera de vivir acomodado al de Nazareth en que vivían. Por eso al fijarnos en estos detalles lo hemos hecho a que conociendo el modo de vivir de aquellos pueblos, en que nada varía, y aún en nuestros tiempos, costumbres y trajes, objetos prácticas son las mismas ahora que hace mil años, lo hemos consignado para que se conozca cuál y en qué suerte vivía aquel matrimonio tan pobre, que luego había de brillar en los altares cuajada sus imágenes con las ricas pedrerías y coronas de los reyes y potentados de la tierra, que se arrodillan ante su presencia y adoran en sus virtudes y gloria.



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- IV -

     Como hemos dicho, para evitar el fantasear de algunos que, llevados de su imaginación exaltada y llenos de fe y amor, han creído al Santo Matrimonio viviendo entre ricas maderas y espléndidos mármoles, hemos pintado las costumbres nazarenas. El genio de los pintores, ornamentando sus cuadros de la casa de María, detallando la Sagrada Familia con costosos muebles, ricos cortinajes y lujosos accidentes de una vida oriental, han extraviado el concepto acerca de la vida del Matrimonio de Nazareth, haciéndoles aparecer como unos potentados rodeados de un lujo de que María ni José conocieron en la pobre y modesta casa de Nazareth.

     Ya hemos dicho cómo y de cuántas piezas se componían las casas galileas y cuál era su construcción y arquitectura, y también hemos indicado algo acerca de aquella habitación subterránea que casi todas las casas de alguna relativa comodidad disfrutaban, para contrarrestar los pesados calores de aquellos veranos y los fríos del invierno. Por tanto, describir nuevamente una de las casas de que hemos hablado, sería pintar el pobre y humilde hogar y ajuar de la morada de María, del templo asaz modesto en que tuvo lugar el más grande misterio de nuestra fe, el cumplimiento de la palabra de Dios, realizado en la Santa Virgen y en el más pobre de los hogares, y convertido en templo por grandeza más grande que en la naturaleza pudiera el hombre elevar a su Criador, como muestra de su reconocimiento, amor y respeto a la sublime obra de la Encarnación del Hijo de Dios en las puras entrañas de la Virgen María.

     �La casa de María y José! qué palabra más dulce para los corazones cristianos que la aman y veneran como a nuestra Madre, como corredentora del mundo, nuestra abogada intercesora y salvadora en las penas de la tierra y a quien invocamos con el dulce nombre de Madre de los Afligidos.

     Pero aquella casa, no la busquemos hoy en Nazareth; aquella fue transportada milagrosamente a Loreto, y de ella hablaremos en capítulo especial, y no hemos de buscarla en Nazareth, de aquella sagrada mansión, sólo hoy se conserva la cripta, la cueva de la Anunciación, el retirado y silencioso lugar en que se verificó el mayor de los misterios de nuestra santa religión.

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