Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajo- VII -

La colaboración con Cantó


El éxito de Casa Editorial -9 de febrero de 1888- abrió ante sus autores una senda de esperanzas. Caminando por ella, optimistas y voluntariosos, escribieron sin descanso una serie de obritas -sainetes, juguetes y revistas musicales- que prestigió sus nombres. Esta feliz colaboración duró hasta diciembre de 1892. Su parte mayor y decisiva corrió a cargo de Arniches.

Después de Casa Editorial, escribieron La verdad desnuda, cuyo estreno se verificó el 7 de julio del citado año en el Maravillas, teatro de madera, emplazado en la glorieta de Bilbao. La verdad desnuda, con música de Apolinar Brull, es una sátira social con personajes simbólicos: el Café, la Leche, el Azúcar, la Actividad, el Honor, el Valor, la Verdad, la Buena Fe, etc. Un tribunal compuesto por Don Infundio, «juez de rectas intenciones», Don Chanchullo, «fiscal que condena», y Don Compadrazgo, «que es el que hace las defensas», proscribió de la Tierra a la Verdad. Lo que hoy lleva este nombre -tabernas, agencias de criadas, bazares, merenderos, etc.- no son sino remedos de la auténtica, fuera del mundo, al que vuelve, acompañada de la Buena Fe, a la que promete:


salir conmigo del mundo
así que sus males veas,
y venirte a mis dominios.



El 15 de noviembre del mismo año, los escritores alicantinos vuelven a estrenar en el Eslava. Se trata de un juguete cómico con música de Fernández Caballero, titulado Las Manías. Su enredo es el típico de la pensión barata, cuya patrona ha de sufrir la inopia de sus huéspedes, en este caso: un músico, un gimnasta y un pintor, coincidentes en padecer la misma manía: la de no pagar. Sin duda, la escena más jocosa es la undécima: don Inocente, el compositor, y Manolito, el pretendiente de Margarita, la hija de la patrona, doña Concha, se presentan ante ésta, fingiendo el segundo ser el profesor de música italiano que don Inocente ha buscado para Margarita:

MANOLITO.-   (A MARGARITAYo sé que vous cantate como un ángelo e que vous avec voy habete una voche divina.

INOCENTE.-  ¡Oh, es una notabilidad! (Pero este tío está hablando en seis idiomas, lo menos.)

MANOLITO.-  ¡Oh, divina voche!

MARGARITA.-  Es favore que me fache ese siñori de don Inocente.

CONCHA.-  La niña también parla el italiano, ¿sabe usted?, lo estudia en el observatorio de música y exclamación.

INOCENTE.-  Como las estrellas. ¡Será un italiano con rabo!

MANOLITO.-  ¡Ah, signorina! ¿Parlati vous la mía lengua?

MARGARITA.-  ¡Un po, un po!

CONCHA.-  No te quedes a la mitad, hija, di un poco, un poco.



Aquel primer año de vida teatral asociada finalizó con una obra de clamoroso éxito, estrenada en el Eslava el 31 de diciembre, y que «consagró a Arniches como figura preeminente del género»67. Nos referimos a Ortografía, sátira cómico-lírica, con música de Ruperto Chapí, compositor, ya entonces famoso, que, por vez primera, colaboró con sus paisanos y con el «género chico». Los jóvenes comediógrafos agradecieron la colaboración de Chapí con estas palabras que aparecen en el texto impreso de Ortografía: «Al maestro Chapí, cuya riquísima inspiración musical es el verdadero motivo del éxito de esta modestísima obra, le enviamos un abrazo cariñosísimo, expresión de agradecimiento y afecto.

Chapí nos ha honrado descendiendo hasta nosotros desde las alturas de su fama indiscutible y unánimemente proclamada. ¡Gracias! Y ya que ha sido tan bueno..., ¡hasta otra!»

Con esta sátira, Arniches y Cantó vuelven al simbolismo que tan buenos resultados les había dado en Casa Editorial y La verdad desnuda. En la nueva producción se personifican las letras, los signos ortográficos, la ortografía y el habla castellana. Los personajes desfilan, al igual que en Casa Editorial, ante un extranjero -aquí, el señor Canone Valente Bomba da Silva, Furore da Bestia, Terrore dos Seos-, que buscaba un profesor de ortografía castellana. Quien presenta al portugués los demás personajes es el Guión.

La crítica se dirige, en primer lugar, contra el señor Canone y sus rimbombantes títulos -«Miembro da Real sociedade portuguesa das Fintas de Abransa, general secretario de todas sosiedades da terra creadas e pandentes de creasao, sabio eminente da gran nasao portuguesa, individuo das cuatro patas de cabalo [...]»-; a continuación y después de los coros de acentos Agudos y Esdrújulos y de las escenas de los Puntos, el Paréntesis y las Interrogaciones, se satiriza con verdadera gracia un grupo de Letreros -«Bino vueno y varrato», «Qafé eco no mico», «Uevería», «Gaulas para págaros de al hambre», «Sombreros de paga», «Arina de Arajón», «Poyos, capones y otras habes», «Camas para matrimonios de yerro», etc., que, capitaneado por una Verdulera y un Guardia Urbano, se dirige hacia el Ayuntamiento, dando ocasión a que aparezca -ya se manifestó en La verdad desnuda- las características del lenguaje barriobajero, tan típico de Arniches:

GUARDIA.-  Silencio, y adelante.

CANONE.-  ¿Qué ocurre?

VERDULERA.-  Pero ¿ustés han visto en jamás de su vida un Ayuntamiento más pamplinero, insolvente, inorante y périto que éste?

GUIÓN.-  ¿Que cuál?

VERDULERA.-  Que este de Madriz.

CANONE.-  ¿Qué les pasa a ustedes?

VERDULERA.-  Pus no nos pasa na... por alto... y entre repeso y contrebución..., pus cierra y agua..., ni esto...; amos, que no se gana ná. Ahora sa empeñao...

GUIÓN.-  Hace tiempo que lo está.

VERDULERA.-  Güeno; pus sa vuelto a empeñar en que aprendamos matemáticas de esas de letra, pa poner bien los letreros, como si pa dar dos rábanos de más u de menos se nesecitara cencia de pluma, es un decir...



La censura recae también contra el abuso del galicismo -«Sport», «Menú»y «Cremme»- con palabras del Habla Castellana:


    Desde que a España han venido
galicismos, es lo cierto
que el idioma ha empobrecido,
y al ver lo que soy y he sido
lágrimas de sangre vierto.
España tuvo lumbreras
que eclipsaron a otros soles,
¡cómo expresar, aunque quieras,
con palabras extranjeras
pensamientos españoles!
Con terrible crueldad
me tratan en este suelo;
no comprendo esa maldad,
ya que Dios, por mi bondad,
me hizo el idioma del cielo.



El número de éxito popular, el que, durante largo tiempo, se alojó y vivió en la memoria de los espectadores, fue el coro de «Los Puntos Suspensivos», para el que los autores escribieron varios cantables del más vario matiz: político, erótico, de actualidad como el concerniente al submarino Peral, etc. He aquí uno de ellos:


    Tiene Gloria relaciones
con un chico sacristán,
y dicen que a todas horas
a Gloria tocando está.
Y como a tocar a fuego
ella le suele ayudar...
puntos suspensivos...
más vale callar.



En la afortunadísima interpretación de Ortografía intervinieron los «grandes» del género chico: Isabel Brú, Cándida Folgado, la Baeza, Emilio Carreras, José Riquelme, Emilio Mesejo, Larra...

Al día siguiente del estreno, decía el crítico de El Imparcial: «Lo de anoche fue éxito y merecido a juicio nuestro. Ortografía, sátira cómico-lírica en cuatro cuadros, letra de los Sres. Cantó y Arniches, música de Chapí, es una pieza escrita con gran frecuencia ingeniosamente, con intención a veces, siempre con respetos al castellano, rara avis, en Eslava.

Si los autores hubieran suprimido los desnudos, sobrado sinceros, de algunos cuadros, la obra hubiera ganado mucho, porque Ortografía tiene gracia bastante para provocar el éxito sin necesidad de acudir a estimulantes de verano.

La música de Chapí, como suya, delicada y fresca; fueron repetidos varios números, y más de tres veces el coro de puntos suspensivos, que es realmente precioso... Los autores fueron llamados, no sabemos cuántas veces al final, y aplaudidos con justicia».

Por entonces y a causa de una deformación del apellido del escritor alicantino, surge la palabra currinche -Carlos Currinche- con significación de novel y, poco más tarde, peyorativa. El origen de esta deformación fue así, según Serrano Anguita:

«Y en una tertulia de autores de primera línea, se le ocurrió preguntar a don Emilio Sánchez Pastor:

-Y ¿qué? ¿Hay o no hay "madera" en el "Currinche" ése?

-¿Qué "Currinche"? ¿El torero? -inquirió alguien, extrañado.

-¡No, hombre, no! El pollo que escribe con Gonzalo Cantó. ¿No se llama así?

-Se llama Arniches, don Emilio.

-¡Qué más da!... Arniches y "Currinche" vienen a ser lo mismo»68.



No tardó mucho esta palabreja en usarse en sentido peyorativo, tal como la vemos escrita, por ejemplo, en un libro de M. Martínez Espada: «[...] los currinches -escribe-, los malos autores, esos que, persiguiendo el trimestre, cual nuevo vellocino de oro, en nada reparan, nada les detiene y escriben zarzuelas, juguetes y revistas, como pudieran hacer otra cualquier cosa que les procurase el cuotidiano garbanzo»69.

No obstante esta intención maliciosa y, en su origen, falsa, la palabra «currinche» fue aceptada por la Academia Española con la significación «entre periodistas, principiante, gacetillero».

El primer sainete lírico, con música de Brull, hijo de la colaboración de los dos alicantinos, fue el titulado El fuego de San Telmo, escrito apremiadamente al objeto de ganar algún dinero para que Cantó diera «decorosa sepultura a uno de sus hermanos»70. La obrita fue estrenada en la Zarzuela el 26 de octubre de 1889 por Irene Alba, su padre Pascual y el que después sería su esposo, Manuel Caba. El segundo sainete -éste, sin música-, con el título Las guardillas, fue interpretado por Ramón Rosell en la Comedia el 10 de enero de 1890. La pieza posee un gran dinamismo escénico, aunque las situaciones aún adolecen de artificio y, el lenguaje, de retruécanos.

El 6 de diciembre de 1890 marca un hito fundamental en la obra arnichesca. En aquella fecha, nuestro escritor estrena por vez primera en el Apolo y lo hace con La leyenda del monje, «primer exitazo que dio don Carlos Arniches al teatro, en el que luego, y durante más de treinta años, habría de ser su autor favorito»71.

Haciendo memoria del acontecimiento, dice Marciano Zurita «Los astrónomos teatrales señalaron en Arniches la aparición de una estrella de primera magnitud, llamada a alumbrar espléndidamente el cielo del "género chico" y, desde entonces, todo fueron tortas y pan pintado. No se equivocaron los astrónomos»72.

La leyenda del monje también nos ofrece particular interés en cuanto a su objeto, ya que inicia, en el teatro arnichesco, el empleo del miedo como recurso cómico, fundamento ni nuevo ni original, pero sí, en nuestro caso, punto de partida de una constante temática. Según esto, la zarzuela que comentamos, favorecida por una afortunadísima partitura de Chapí, se teje en torno a la leyenda del monje que encontró la muerte al caer en el amor mundano, y cuya alma vaga por los alrededores del pueblecito marinero de la costa cantábrica:


    A una pescadora,
como dos no había,
un monje, en mala hora,
amó sin pudor,
y con gran misterio
a nado venía
desde el Monasterio
a calmar su amor.
De esta infamia poco a poco
enterose el pescador,
y juró, de celos loco,
castigar al seductor.



Un lugareño -Melecio- aprovecha la leyenda para aterrorizar a una familia forastera a costa de un joven -Valentín-, de quien está celoso porque ronda a su novia. Aprovechando que Valentín se está bañando, Melecio le quita la ropa, por lo que aquél ha de esperar a que anochezca para regresar al pueblo. Y como lo hace tocado de sábana, se le toma por el fantasma del monje, dando origen a una sucesión de motivos cómicos.

Todo se conjuntó para el triunfo de la obra: la más depurada técnica; la gracia de sus chistes; la música de Chapí -números que «produjeron (al decir de El Imparcial) una verdadera tempestad de entusiasmo» - y, en general, la extraordinaria interpretación a cargo de Leocadia Alba, Luisa Campos, Pilar Vidal, José Mesejo, Manolo Rodríguez, Soler, Castro y Caba.

Recuerda «Chispero» que el «público estrenista, como ya venía siendo inveterado en las fechas solemnes de Apolo, se presentó aquella noche dispuesto a mandar al foso la obra, fuese buena o mala, y, así, desde el preludio, se inició y a un pateo considerable; pero la pieza musical, aunque breve, había producido tal agrado a los no reventadores, que fuertes siseos ahogaron las protestas apenas se iniciaron.

Esta actitud se impuso, y ya en el dúo de tiples, Chapí, que dirigía la orquesta, fue muy aplaudido, así como don José Mesejo en los cuplés creados, que le valieron una enorme ovación. Pero con todo, y con ser buena la música de Chapí, aún alcanzó el libro de Arniches y Canto éxito mayor, acogiéndose las situaciones y los chistes con grandes carcajadas, que, por cuatro veces, terminaron en ovaciones tales que hubo de interrumpirse la representación para que los afortunados autores salieran a recibir los aplausos. Al final de la obra, Arniches, Cantó y Chapí se asomaron al proscenio siete veces»73. Prescindiendo por ahora de Candidato independiente, sainete estrenado en el Lara el 10 de noviembre de 1891 -preludio en cierto modo de Los caciques- y de la zarzuela Los Mostenses -en la Zarzuela, 6 de diciembre de 1892-, con intervención, junto a los alicantinos, de Celso Lucio, detengámonos en Las campanadas. Con esta zarzuela cómica, los tres amigos y comprovincianos -Arniches, Cantó y Chapí- vuelven a triunfar con una obra fundada en el sentimiento del miedo a lo sobrenatural.

El argumento, desarrollado en ambiente pueblerino, se basa en la conseja de una campana que suele tañer ante la fuga de novios o infidelidad de esposos. El tío Lucas nos explica el origen de esta leyenda: «[...] hace muchos siglos, el conde, dueño de este castillo, se enamoró de una pastora muy guapa y la hizo condesa y se querían mucho; pero el conde salió a luchar con los moros, y la condesa, que tenía un paje que había sido zagalillo, empezó a recordar con él los tiempos en que guardaban el rebaño y hablaban de un borrego que tenían, y dale con el borrego; en fin, que el conde volvió y les sorprendió enfraguante delito de borrego, y a la mañana siguiente estaban colgados de una almena la condesa y el paje, y el conde se metió monje y se murió de pesar.

ESPERANZA.-  ¡Qué miedo!

LUCAS.-  Y por eso el alma de la condesa toca como castigo la campana de este castillo, que suena lastimera cuando alguna mujer de estos contornos falta a sus deberes».



El castillo y sus aledaños presentan el típico y romántico aspecto de una estampa medieval: «A la derecha, ruinas de un castillo o mansión feudal. Arcos y columnas rotas y las ruinas».

El conflicto cómico nace del simultáneo proyecto de fuga de dos parejas de enamorados. En el preciso momento de la huida, suena la campana, se alza el terror y todo termina alegremente en bodas. Es, pues, clara la intención moral que persigue el fin de esta costumbre, ya que:


   Hoy más que nunca conviene
que no viváis descuidadas,
que, aunque de terror os llene,
sin que la campana suene
se pueden dar campanadas.



Especialísimo éxito logró «el coro de vendimiadores» hasta el punto de que, en la noche del estreno, hubo que repetirlo tres veces consecutivas, entre salvas de aplausos.


    ¡Qué rico albillo!
¡Qué rico zumo!
¡Qué borrachera
voy a pillar!
Ya de la noche el manto
del sol apaga los resplandores
Ya el sol no pica tanto como tus ojos abrasadores [...]



Tal como dijimos, con Los Mostenses, terminó la colaboración literaria entre Carlos Arniches y Gonzalo Cantó, que tan decisiva para ambos, fecunda y brillante llegó a ser. Desconocemos en verdad las causas que provocaron la separación. Sin embargo, y a título de aventurada posibilidad, suponemos que medió cuestión crematística. Añadamos como dato muy significativo que Ruperto Chapí siguió colaborando con Arniches, pero nunca más lo hizo con Cantó.




ArribaAbajo- VIII -

Naturaleza y evolución del sainete


Etimológicamente, la palabra «sainete» deriva de la voz «sain», con el sentido de «pedacito de gordura, de tuétano o sesos que los halconeros o cazadores de volatería daban al halcón o a otro pájaro de cetrería cuando lo cobraban»74. A su vez, «sain» proviene del latino «saginare»: cebar.

Esta interpretación de la Academia es la misma que figura en el Tesoro de la lengua castellana o española (Madrid, 1611), de Sebastián Covarrubias y Orozco. Abundando en tal primaria acepción, Corominas recoge el siguiente y significativo texto de Fernández Ferreira, de principios del siglo XVII: «Os caçadores famosos para terem as aves amigas, fazen seus doces, aos quaes os castelhanos chaman sainetes»75.

De aquí nació el sentido figurado en cuanto a la esencia se refiere, por lo que Barcia dijo que «el sainete es el manjar delicado del teatro, el gusto sabroso de la comedia, el sagina discendi de la latinidad, abundancia y chiste en el decir»76.

Antes que Barcia, nuestro Diccionario de Autoridades (1737) ya explica que sainete es una obra «o representación menos seria, en que se canta y baila, regularmente acabada la segunda jornada de la comedia», información que concuerda en un todo con las investigaciones realizadas por José Subirá, según las cuales, «al desaparecer los bailes, los sainetes ocuparon el puesto de ellos entre la segunda y tercera jornadas, sin que entonces se distinguieran en nada de los entremeses, salvo en lo eventual y accesorio, pues cuando esas piezas menores se colocaban entre el primer y segundo acto, recibían el nombre de "entremés", y cuando se las intercalaba entre los actos segundo y tercero, se las denominaba "sainetes". Esto es tan firme como constante»77.

En consecuencia de lo dicho, el sainete, como pieza teatral, tiene su glorioso origen en los «pasos» de Lope de Rueda y en los «entremeses» de Cervantes; es decir, en los cuadros de género o costumbristas, en los que se ridiculizan tanto vestidos como modas y usos sociales, siempre a la luz de una intención docente y ética. Lo cómico, ya en Rueda, se hermana con el realismo esencial de la auténtica literatura española.

En cuanto a la atribución teatral de la palabra sainete, parece ser que el primero en emplearla fue el notario apostólico Francisco de Navarrete y Ribera, sevillano, que publicó -Madrid, 1640- su colección de entremeses con el título Flor de Sainetes, lo que demuestra el acertado criterio de Subirá78 acerca de la identificación semántica de los vocablos «entremés»y «sainete».

Muy loco después, en 1656, se imprime el volumen Flor de entremeses y sainetes de diferentes autores79.

Atendiendo a la definición más actual -1956- de la Academia, el sainete, teatralmente considerado, es «pieza dramática jocosa, en un acto, y por lo común de carácter popular, que se representaba al final de las funciones teatrales». Aunque esta definición, que se atiene a la también académica de 1737, nos parece impropia, habida cuenta del carácter que el sainete ha tenido a partir de Ramón de la Cruz, empero la juzgamos válida en cuanto a las tres notas sustantivas que señala: a) ser pieza en un acto; b) jocosa, c) de carácter popular.

Más en consonancia con la realidad escénica e histórica nos parece la definición dada por José Deleyto y Piñuela: «observación de tipos y escenas, tomados de la vida real y presentados en su aspecto jocoso»80.

Aceptada la definición y antes de penetrar en la íntima naturaleza del sainete, digamos que su finalidad puede reducirse al horaciano ridendo corrigit mores, traducido libremente en estos versos de Modesto Lafuente:


   Casi siempre riendo,
pocas veces llorando,
corregir las costumbres deleitando81.



En efecto; genéricamente el sainete viene dado por su ligereza expresiva, por su aliento y ambiente popular, por su realismo. La pretensión moralizadora es más ostensible en Ricardo de la Vega y en Arniches que en Ramón de la Cruz, ya que, si en éste, el teatro se hace tipo, en sus ilustres seguidores será sustancialmente carácter, y, esto, como secuela de las especiales circunstancias que tipifican la segunda mitad del siglo XIX.

La objetividad stendhaliana del sainete, sin que presuponga reproducción exacta de lo que se describe, lo proclama el propio Ramón de la Cruz: «No hay -dice- ni hubo más invención en la dramática que copiar lo que se ve, esto es, retratar los hombres, sus palabras, sus acciones y sus costumbres [...] Los que han paseado el día de San Isidro su pradera, los que han visitado el Rastro por la mañana, la Plaza Mayor de Madrid la víspera de Navidad, el Prado por la noche, y han velado en las de San Juan y San Pedro..., en una palabra: cuantos han visto mis sainetes, reducidos al corto espacio de veinticinco minutos de representación [...], digan si son copias o no de lo que ven sus ojos y de lo que oyen sus oídos; si los planes están arreglados al terreno que pisan, y si los cuadros no representan la historia de nuestro siglo [...] Yo escribo, y la verdad me dicta». Glosando esta confesión y profesión de realismo literario en su horizonte costumbrista, Menéndez Pelayo escribe: «Sin jactancia podía decir esto don Ramón de la Cruz: sus obras tienen el hechizo imperecedero de la verdad perseguida infatigablemente con ojos de amor, y quien busque la España del siglo XVIII, en sus sainetes ha de encontrarla, y sólo en sus sainetes»82.

He aquí dos elementos constitutivos del sainete: su valor documental y su españolismo. El primero se entraña en la misma fidelidad al pueblo en un determinado momento histórico, y esto de tal manera que el mismo desarrollo del sainete muestra la evolución de la sociedad que en él se refleja. Su españolismo es tan intrínseco como esencial, por cuanto ha brotado del pueblo español, que, en él, se ve gozosa y hasta dolorosamente representado. El fervor patriótico que emana de lo popular se evidenció en los años del desastre colonial. Por aquel entonces, don Juan Valera declaraba que estas piezas teatrales «han hecho retoñar y reverdecer, en el corazón de nuestro high-life, algo inficionado antes de anglomanía y de galomanía, el amor de lo castizo y propio. Jamás, desde hace medio siglo, ha acudido con tanto fervor al teatro Español la sociedad elegante de Madrid, ha oído con mayor interés y ha dado más aplauso que en el día a las obras maestras del antiguo teatro. Los entremeses de Cervantes, los sainetes de don Ramón de la Cruz y los dramas de Tirso, Rojas, Calderón, Lope y Moreto, son escuchados ahora con mayor deleite y son más celebrados que cuando se escribieron»83.

De aquí se infiere el enorme vitalismo de este teatro realista. Decía José Nogales que el sainete «es un trozo de vida hábil y certeramente enfocado, sorprendido en su espontánea actividad y trasladado a la escena como se traslada un tiesto con flores»84.

Por lo vital llegamos a su honda y auténtica popularidad, sobre todo desde su logro definitivo en el ingenio de don Ramón de la Cruz, popularidad coincidente con su documentalidad. «La prueba -dice Cejador- de que el sainete moderno, que retrata, sobre todo, la chulapería madrileña, lo ha hecho divinamente, está en que las gentes, viéndose en él tan al vivo retratadas, llegaron a tomar no poco de su propio retrato y ha influido no menos el teatro en las costumbres que las costumbres en el teatro, de arte que con dificultad se podría a veces averiguar en qué y hasta dónde chulos y chulas de las tablas se amoldan a los de la calle y en qué y hasta dónde los de la calle remedan lo que ven en el teatro. No hay más clara señal de ser género popular el moderno sainete»85.

Y es que, glosamos, cuando la obra literaria responde con gracia y veracidad a un aspecto de la vida de los hombres, «toda esta vida se baña más o menos del colorido de aquel aspecto»86.

Destaquemos también como algo propio del sainete su simplicidad, quiero decir su carencia de artificio en cuanto a los medios escénicos utilizados. Sencillez que, a nuestro concepto, implica un alto valor teatral.

Y en cuanto a sus elementos integradores, los reducimos a tres tipos, ambiente y diálogo chispeante, que responden a factores psicológicos, sociales y teatrales en sentido estricto. Los elementos dichos han de conformarse con el sello del momento histórico, objeto de su observación, pues, como hemos afirmado, la base del sainete tal vez sea su aporte documental de una época y de una región o país.

«El ingenio que culmina en los arquetipos sainetescos de Ricardo de la Vega -el más conspicuo, exacto y literario cultivador del género durante el último tercio de la pasada centuria-, es el mismo ingenio que se alumbró en los manaderos primitivos de Lope de Rueda, recogiose luego en los arcaduces entremesistas de Cervantes y Quiñones de Benavente, y se expandió más tarde en el amplio remanso de don Ramón de la Cruz»87.



Efectivamente; estas exactas y bellas palabras de Enrique de Mesa sintetizan el camino recorrido por el sainete, desde que amaneció en forma de «paso», creció en la de «entremés» y llegó a la edad adulta con don Ramón de la Cruz. El camino, si glorioso, tuvo sus noches y sus detractores y asaltantes que, a pesar de todo, no pudieron detenerle, porque no es posible congelar la sangre vitalísima del pueblo, su ingenio y su expresión en el arte teatral como en cualquier otro.

Lope de Rueda, en los días del siglo XVI, instaura un verdadero naturalismo o, mejor, realismo escénico, al incorporar la vida al teatro, sin lirismos, con la cruda y sana autenticidad tanto de los personajes como del ambiente. Por esta senda siguió, en el XVII, Cervantes, en cuyos cuadros de género se recoge el mundo picaresco con su más genuino sello. También, Luis Quiñones de Benavente, «pontífice de los bailes y entremeses», supo retratar con prodigiosa elegancia y donosura las costumbres de su época. Después, se interrumpe el camino hasta el amanecer deslumbrante, a fines del XVIII, en la pluma de Ramón de la Cruz. Con razón ha sido comparado éste con Francisco de Goya. Ambos, ciertamente, responden a la historia interna de la España que vivieron y protagonizaron. De la obra del escritor dijo Schack: «Considerándolos, pues, como lo que son, y nada más, esto es, como cuadros verdaderos y naturales de la vida, es necesario confesar que merecen nuestra plena aprobación por su realidad extraordinaria, por la animación de su parte expositiva, por su ingenio y por su vis cómica». Y agrega más adelante: «Los mozos de cordel y de mulas, las verduleras y vendedoras de pescado, se presentan a nuestra vista con sus trajes y costumbres ordinarios, ya en el mercado, ya como espectadores de una corrida de toros, ya en un corral, en una romería o en la fiesta de algún santo, y todos estos cuadros, trazados con mano maestra y firme, rebosan de vida y movimiento, reinando singular claridad en la distribución de esas agrupaciones de personas, a pesar de su número considerable»88.

La finalidad implícita en la pieza sainetesca era tan teatral como ética, al poner de relieve lo pernicioso de ciertas conductas, con lo que el pueblo era excitado a practicar una existencia más en consonancia con la moral.

No obstante la gracia y frescura de su obra, por no ajustarse al canon oficial dieciochesco, fue severamente impugnada -N. F. de Moratín, Signorelli, Nipho, Iriarte, etc.- por quienes, críticos y escritores, estimaron la aparición de los sainetes «o como detalle insignificante para la literatura hueca y entonada que florecía, o bien como alarde menguado de groserías y llanezas indignas de la escena, que sólo pisaba el coturno de los héroes, y barría la fimbria del manto real»89.

A la muerte de don Ramón de la Cruz sucede una larga etapa de silencio hasta 1870, que resucita con el sainete Cuadros al fresco, de Tomás Luceño. Su estreno se verificó en el teatro Lope de Rueda el 31 de enero del citado año, a cargo de Emilio Mario. Con esta obra, el sainete, «padre y señor natural del género chico, de igual modo que la zarzuela fue su ilustre madre», remprendió el camino, y, con él, se mantuvo «una forma sencilla y clásica de nuestra ética popular, un aspecto, quizá el más justo y desde luego el más pintoresco de nuestras costumbres, de nuestra manera de ser, de nuestra innata y consustancial pinturería, de nuestra gracia natural, de nuestro dicharachero optimismo galanteador y donjuanesco, un poco pendenciero y un mucho romántico»90.

Advirtamos que el primer sainete de Luceño fue el titulado ¿Cuántas calentitas, cuántas?, continuación de Las castañeras picadas, de Cruz, y que la muerte de Julián Romea -10 de agosto de 1868-, que lo había de interpretar, impidió su estreno91.

No obstante, quien perfeccionó el sainete y lo elevó a la altura que merece fue Ricardo de la Vega, cuya aparición, en este sentido, se realizó en el teatro Variedades el 24 de abril de 1875 con Providencias judiciales, al que siguió, el 10 de octubre del mismo año, Los baños de Manzanares.

Y al igual que en los tiempos de don Ramón de la Cruz, ahora, hacia 1880, los críticos pecaron de idéntica miopía. «Nadie con menos derecho que vosotros -les increpaba Eduardo Benot-, críticos de la escuela realista, para no ensalzar una literatura donde nunca impera lo imaginario, histérico y neurótico». Por el contrario, «si la reproducción bella de lo real, de lo objetivo (como decís), es por su índole, su fin y su esencia, de orden superior a la exteriorización de lo puramente imaginario y subjetivo, ¿cómo han de ser obrillas de poco más o menos las únicas producciones españolas en que palpita la realidad de la vida?»92.

De Ricardo de la Vega, el sainete pasó a la gloria del otro pilar que lo sustenta: Carlos Arniches.




ArribaAbajo- IX -

Casado y famoso


El 8 de noviembre de 1889 y en el escenario de la Alhambra, se estrenaba con relevante éxito la revista Panorama nacional, de Carlos Arniches y Celso Lucio, con música de Brull. Este «boceto cómico-lírico» abre la colaboración del comediógrafo alicantino con el poeta burgalés Celso Lucio López, cuya primera obra propia, A vista de pájaro, la estrenó, al igual que Arniches, en 1888.

Este consorcio literario, nacido durante la etapa predominante del colaborador Gonzalo Cantó, se acrecentó en 1892, al separarse los autores de Casa Editorial, y se mantuvo hasta 1900. Posiblemente, este término vino impuesto por la enfermedad del burgalés -hemiplejía-, causa de su muerte, acaecida el 3 de octubre de 1915, cuando aún no había cumplido los cincuenta años de edad.

El triunfo de Panorama nacional se debió tanto a la presentación original del argumento como a la labor de sus intérpretes. En efecto, dividido en dos el escenario, se representa, en una parte, el Madrid viejo, y, en la otra, el de 1889. Una tras otra van apareciendo estampas del vivir madrileño de antaño y hogaño; ricas de gracia, buena música y sentido cómico. Tras los golillas y los guardias, se establece la diferencia entre el nuevo Tenorio y el galán de trazo antiguo, así como preciosas ridículas y lechuguinos frente a señoritas y gomosos. Y dice el «Director»:


    Pues aún hay más diferencia
entre las clases del pueblo.
Verán ustedes aquí
una maja y un chispero,
y después una pareja,
la misma, pero en moderno,
que van a los toros, fiesta
igual en todos los tiempos.



A continuación, se establece el cambio operado entre las clases altas de la sociedad; el conde medieval y el condesito moderno «aquél, el terror del moro, / y éste, sin valor se siente». Luego, los militares, los mendigos y los comediantes.

Incomparable fue la interpretación de todos y, en especial, de Emilio Carreras y de Joaquina Pino. (Los autores dedicaron la obra al primero.)

Nos parece digna de recordación la nota que leemos al final del texto impreso de esta obra: «[...] consideramos como deber nuestro -dicen Arniches y Lucio-, capitalísimo, hacer público el testimonio de agradecimiento que nos merece el Sr. Cuevas, empresario del teatro de la Alhambra, que, con una esplendidez verdaderamente heroica y digna de imitación, a costa de numerosos sacrificios y grandes esfuerzos, ha conseguido ver puesta en escena la obra, con riqueza y lujo admirables».

Consignemos también que, con Panorama nacional, se estrenaron dos magníficas decoraciones, de los señores Bussato y Bonardi.

Al año siguiente -10 de noviembre- estos mismos escritores ofrecen en Eslava el juguete cómico-lírico, con música de Nieto, Calderón, sobre el típico enredo de la supuesta infidelidad de las esposas. Los maridos «engañados» se apellidan Manso, uno, y Cordero, el otro. Al final, se aclara el equívoco y todos los personajes acaban bailando polcas.

La firma Arniches-Lucio no reaparece hasta el 3 de febrero de 1892 con el estreno, en Eslava, del sainete Los secuestradores, música de Nieto, pieza de las que vienen llamándose «pueblerinas», atendiendo al lugar y ambiente de la acción. Como en todas de esta especie, sus personajes son el hambriento maestro de escuela, el alcalde romo, el barbero sabelotodo, el boticario a lo don Hilarión, etc. Las figuras se mueven en torno al temor producido por un bandido secuestrador. Las imaginaciones aterrorizadas confunden al maestro de escuela con el delincuente, de donde nace el nudo cómico, resuelto satisfactoriamente.

El sentimiento del miedo -no nuevo, pero sí muy característico de Arniches- es la sustancia de la zarzuela Los aparecidos, dedicada «Al señor don Francisco Moltó y Campo-Redondo, en testimonio de cariño fraternal y estimación sentidísima». Esta obra se estrenó con verdadero y unánime aplauso en Apolo el 23 del citado mes de febrero. Colaboraron Lucio y el maestro Fernández Caballero.

Un cómico de mala muerte, que, con su compañía, representaba el papel del Comendador, de Don Juan Tenorio, tuvo que huir, vestido de tal, ante la furiosa avalancha de los espectadores indignados por la malísima interpretación. En la fuga «a lomos de un burro», va causando el terror de las gentes sencillas que lo creen ánima del Purgatorio. Las gentes del pueblo vecino se reúnen y Perico dice así:

  [...] Salía yo del molino de la tía Bruna de que me moliera una miaja de trigo, cuando después de cargar a la borrica con los sacos, la arreo y salimos camino alante, porque se echaba la noche encima. Como es día de Difuntos, al pasar por delante de la casa del tío Lechuza, el usurero, que hace ocho días murió, me da ganas de mirar, que pensaba que su alma estaría en el infierno, y... ¡ay!, ¡le vide!, ¡le vide!

SECRETARIO.-  ¿Pero qué vio usted?

PERICO.-  El ánima del tío Lechuza montada en un burro.



Una de las escenas más graciosas es la del coro de viejas beatas y Críspulo, el sacristán. Ante el susto de aquéllas, éste, después de recomendarles que recen «cinco salves, diez credos, catorce rosarios y un yo pecador», les aconseja:


Os coméis cuatro cabos de vela
   de cera bendita,
   después de ayunar,
y el cepillo de Santa Marcela
   de perras y perros
   debéis de llenar.
Y si a mano no halláis crucifijo,
   que en trance tan duro
   os pueda valer,
le enseñáis vuestra cara, y de fijo,
   al veros la cara,
   escapa a correr.
   Bailadle un pater noster
   a San Pascual Bailón,
   que es Santo muy alegre
   y podrá libraros
   de la aparición.



Los aparecidos -gran triunfo personal del actor Manolo Rodríguez- completa, con La leyenda del monje y Las campanadas, la primera trilogía arnichesca importante, fundada en el miedo al más allá.

A partir de 1892, como ya dijimos, el nombre de Celso Lucio pasa a ocupar el sitio que había abandonado Gonzalo Cantó. Y así, en 1893, Arniches y Lucio firman las obras Vía libre, que, con partitura de Chapí, se representó por vez primera en Apolo el 25 de abril; El brazo derecho, juguete, dado a conocer en el Lara, el 11 de noviembre; El reclamo, zarzuela, con Chapí, cantada en Apolo el 25 del mismo mes de noviembre. En 1894 -31 de marzo- y en el Eslava, presentan, con música de Valverde (hijo) y Torregrosa, el «pasillo» Los puritanos, cuyo enredo gira en torno a un «fresco» que se ingenia los modos para comer gratis, y lo consigue.

Acabamos de citar al maestro Torregrosa. Digamos que Tomás López Torregrosa -su nombre completo-, cuya primera colaboración con Arniches fue en ¡Victoria!, juguete que estrenó en Tívoli el 19 de agosto de 1891, nació en Alicante el 24 de septiembre de 1868 y falleció en la capital de España en 23 de junio de 1913. A los diecinueve años de edad, Torregrosa ocupó el cargo de director de orquesta del teatro Apolo.

Dos obras más estrenaron Arniches y Lucio durante 1894: el juguete El pie izquierdo, en Lara, el 12 de abril, y Las amapolas, zarzuela con música de Torregrosa, en Apolo, el 21 de junio.

En este punto hagamos memoria de lo que dijimos en el capítulo cuarto de este libro, referente a doña Juana Arniches, hermana de nuestro escritor, domiciliada en la calle de Fernando el Santo, número dos, en Madrid, y casada con el general don Francisco Moltó y Campo-Redondo, a quien, como hemos consignado, está dedicada la zarzuela Los aparecidos.

Con este matrimonio, convivía doña Pilar, hermana menor de don Francisco, estudiante de Pedagogía y Filosofía y Letras, luego catedrática de Geografía e Historia de la Escuela Normal de Maestras de Granada, donde ejerció sólo un curso. Fruto de estos estudios es la curiosa obrita titulada Situación política de África en 1892, editada por «La Escuela Moderna» en este año.

Don Francisco y doña Pilar eran hijos de don José Moltó Díaz Berrio, oriundo de Alcoy, miembro de una ilustre familia de militares, a cuyo ejercicio se dedicó también, perteneciendo al Real Cuerpo de Alabarderos de Palacio, cuando la Regencia de doña María Cristina y primeros años del reinado de don Alfonso XIII, y de doña Angustias Campo-Redondo y López-Egea, manchega, de alta alcurnia. Además de los citados, nacieron también de este matrimonio José, Amparo y María. Pilar era la menor.

Al fallecer prematuramente los padres, Pilar, nacida en Guadalajara en 1872, marchó a Madrid a casa de su mencionado hermano Francisco.

Por tanto, Carlos Arniches conoció y trató con asiduidad a Pilar en casa de su hermana.

Una vez que, a partir de 1888, su actividad se encauzó definitivamente por la senda del teatro y su nombre, entre los «grandes» del género chico -Ricardo de la Vega y Javier de Burgos, sobre los demás-, ya empezaba a ser respetado y cotizado, dejó su vida de pensión y alquiló un piso en la casa número doce de la calle de Bárbara de Braganza, que habitó con sus padres, llegados de Barcelona.

La amistad entre Carlos y Pilar acabó felizmente en boda, ceremonia que se celebró el 12 de julio de 1894 en la iglesia parroquial de Santa Bárbara, de Madrid, ante el sacerdote don Gregorio Benítez Peláez. Fueron padrinos don Carlos Arniches Baus y doña Juana Arniches Barrera. Firmaron en calidad de testigos don Celso Lucio y don Eduardo Sánchez.

Pilar Moltó Campo-Redondo contaba veintitrés años de edad; Carlos Arniches Barrera, veintiocho, aún no cumplidos.

Los nuevos esposos habitaron un piso en la casa número 27 de la calle de Génova, domicilio también de los padres del comediógrafo. En esta casa nacieron todos los hijos de este matrimonio: Carlos, José María, Fernando, Pilar y Rosario, de los que, actualmente, sólo vive Pilar93. Igualmente, aquí falleció -11 de octubre de 1897- don Carlos Arniches Baus.

Años más tarde, la familia Arniches ocupó un piso -el principal; luego, el segundo- de la casa número 21 de la calle de Jorge Juan, mientras su madre, doña María Antonia Barrera Mingot, se instaló en el número 3 de la calle de Carranza, donde murió el 12 de julio de 1918.

Después de 1920 y por poco tiempo, nuestro escritor residió en la calle de Serrano, número 25, duplicado, de donde se trasladó definitivamente al piso segundo de la casa número 14 de la calle de Montesquinza.

*  *  *

«Querido Ramón: A usted, a quien debo ser autor, debo también dedicarle la primera obra exclusivamente mía».



Con estas palabras dedicaba Carlos Arniches su obra Nuestra Señora a don Ramón de Arriaga, empresario del Eslava cuando el estreno de Casa Editorial. El juguete cómico Nuestra Señora fue por vez primera interpretado en el Lara, el 25 de noviembre de 1890, por Matilde Rodríguez, Balbina Valverde, Pepe Rubio, Tamayo, Capilla y Ramírez.

La urdimbre cómica se teje con indudable agilidad y gracia: doña Pura se dirige en trena Robledillo; pero se duerme y, al despertar, advierte que ha dejado atrás la estación de dicho pueblo. Entonces, un caballero -don Casto- le ofrece ayuda: apearse en la próxima estación, término de su viaje, y permanecer en el pueblo hasta la mañana siguiente, que podría tomar el tren de regreso. Mas, como en la fonda pueblerina sólo hay disponible una habitación, se ven obligados a decir que son matrimonio. Con el nuevo día y antes de volver a la estación, se despliega el hecho cómico con la presencia de los parientes de don Casto, deseando conocer a la «esposa» de éste, y el propio marido de doña Pura, don Pelayo. Aquí radican las escenas de más fuerte vis cómica. Al fin, el embrollo deja de serlo.

Atendiendo a su importancia cómica, Arniches cuidó el simbolismo de los nombres de sus personajes: don Casto Verduguillo, bonachón e inocente, abocado a un lance amoroso ficticio; don Pelayo Pinzón, marido infiel y aparentemente burlado; San Pedro, escribano que pierde sus llaves; doña Pura, con el papel de esposa de circunstancias, y Esperanza, cuya intervención resuelve el conflicto.

El crítico de El Imparcial dijo que la representación de Nuestra Señora «fue del agrado del público. El Sr. Arniches se propuso entretener agradablemente al público y lo consiguió; los chistes del nuevo juguete son en su mayoría discretos y limpios, con rara excepción. Al final fue pedido el nombre del autor, quien salió dos o tres veces a escena».

La segunda obra escrita por Arniches sin colaborador literario fue La banda de trompetas, zarzuela cómica, con música de Torregrosa, estrenada en Apolo el 24 de diciembre de 1896, horas después de haber dado a conocer, en la Zarzuela, Los bandidos, pieza lírica en colaboración con Lucio y Torregrosa.

Dentro de la modalidad «militar-pueblerina» que inicia El cabo primero, con Celso Lucio y Fernández Caballero, cuyo estreno -24 de mayo de 1895, en Apolo- supuso un rotundo y duradero éxito, La banda de trompetas es un tanto inferior a su modelo, una de cuyas canciones alcanzó enorme popularidad. Recordémosla:


    Yo quiero a un hombre
con toda el alma,
él es mi encanto y es mi ilusión;
por él tan sólo pierdo la calma,
por él palpita mi corazón.
Recordando su mirada
yo me siento transformada,
pues le creo junto a mí,
pero al ver que desvarío,
en el alma siento frío
porque está lejos de aquí.



El conflicto jocoso de La banda de trompetas -Apolo, 24 de diciembre de 1896- lo provoca el robo de una gallina. El ladrón, Carbonita, temeroso de ser delatado al capitán de su compañía, no ve más solución que fingir sonambulismo y someterse a la «experiencia» del médico del lugar, padre de Luisa, enamorada del capitán Tordesillas. La acción se complica al aparecer Rufino, novio «oficial» de Luisa, y doña Jesusa, ama de llaves, que denuncia el robo de la gallina. Entonces, todo se pone al descubierto, y la zarzuela termina con el perdón para Carbonita y la realización de los deseos amorosos de Luisa.

Escribe «Chispero» que «pocas veces se ha acogido una obra en la noche de su estreno con tan estrepitosas muestras de regocijo. Desde que se alzó el telón, el público empezó a reír con las ocurrencias y situaciones hilarantes de que está plagada la obra, que, con ser tan sencilla e ingenua como un cuento o chascarrillo militar, prendió el interés del auditorio y le hizo disfrutar de la más ininterrumpida euforia. Mesejo padre e hijo alcanzaron un éxito de los mayores de su vida». Destaquemos, con «Chispero», que «esta vez fue la primera en que acaeció un fenómeno teatral que después tuvo repetidas y memorables nuevas ediciones en el mismo teatro Apolo, cual fue el hecho de que habiendo sido escrita y montada la obra como a propósito para las fiestas de Navidad exclusivamente, alcanzó tan estruendoso éxito que al siguiente día mismo de su estreno pasó al cartel de noche, en el que figuró y nada menos que al lado de Las mujeres y Las bravías durante mucho tiempo»94.

El Imparcial elogió el donaire de esta zarzuela que «parece estar escrita -dijo- para Emilio Mesejo, el cual estuvo muy bien. Gracias a él se repitieron unas guajiras, que se acompañó a la guitarra con mucha gracia».

Durante 1897, el año de La viejecita, Agua, azucarillos y aguardiente y el de la primera Fiesta del Sainete -6 de marzo-, a beneficio de la Asociación de la Prensa, Carlos Arniches no estrenó ninguna obra de su exclusiva firma. Al siguiente, en cambio, ofreció dos de verdadera importancia: El santo de la Isidra y La fiesta de San Antón.

El afortunadísimo sainete, de perfecto sello arnichesco, El santo de la Isidra, con música de Torregrosa, fue estrenado en la escena del Apolo el 19 de febrero de 1898. Por su argumento, se entronca con las piezas nacidas al calor costumbrista de las fiestas madrileñas, en este caso, de la «isidrada» o romería de San Isidro, que se celebra el 15 de cada mayo.

En la obra puso Arniches su máxima ilusión y talento, pues, por aquel entonces, su gran anhelo era el de ser un buen sainetero. Por ello, fue mayor su amargura al ver la general indiferencia con que se acogió su sainete en la noche del estreno, incluso con la típica grita de los «reventadores». La hostilidad cesó a los pocos días, trocándose en la más absoluta aceptación. A mediados de marzo, El santo de la Isidra formaba diario cartel con La Revoltosa.

Refiriéndose a la segunda representación de este sainete, escribe Chicote que «estaba el teatro Apolo lleno hasta los topes. Arniches temblaba. Se mascaba la tragedia. Empezó la obra con la algazara y la impaciencia de un público que iba a gritar; pero hizo gracia un chiste y luego otro, y otro, y la fábula interesó y el fracaso de la noche anterior se convirtió en un éxito arrollador. Trémulo, temblón, con lágrimas en los ojos, salió a escena y escuchó la mayor ovación que había escuchado nunca en sus estrenos. Ya era feliz»95.

El sainete, dedicado a Sinesio Delgado, «su queridísimo amigo y maestro», de intenso ambiente popular y costumbrista, se funda en los amores de Isidra y Venancio, hostigados por Epifanio, chulapón y antiguo novio de aquélla. Venancio, timorato ante las mujeres, es muy valiente ante los de su sexo. Y, por el contrario, Epifanio, dispuesto bravuconamente a estropear el físico de su contrincante -«¿Con que Venancio se ha atrevido? ¡Pues na, que lo perniquiebro un brazo en cuanto le vea!»-, esconde sus chulaperías y abandona el campo al ver el arrojo del panadero. En cierto modo, Venancio es un claro precedente de las grandes figuras de las tragedias grotescas arnichescas. No sin fundamento, declaró el propio Arniches, en 1930, que Venancio gozaba de su singular aprecio: «Un hombre honrado, noble, casto. Es, en mi concepto, la expresión del alma popular. Resume todos los tipos humildes, nobles y trabajadores»96.

Admira, efectivamente, la escena cumbre que se desarrolla en la pradera, entre vendedores y tiovivos, mesas y banquetas, barracones de figuras de cera y músicos, etc. Frente a frente, Epifanio y Venancio. Este, seguro de sí y convencido de que «esta mañana era un párvulo; pero dende mi casa aquí he dao el gran estirón», le llama sinvergüenza, borracho y gallina, haciéndole abandonar el lugar de la fiesta.

La interpretación corrió a cargo de Emilio Mesejo («Venancio»), Clotilde Perales («Isidra»), Pilar Vidal («Señá Ignacia»), Emilio Carreras («Señor Eulogio») y Sanjuán («Epifanio»), por citar sólo a las principales partes.

No obstante la indiferencia en la noche del estreno, el crítico de El Imparcial dijo que, quitándole «uno que otro chiste un tanto peligroso, resultaría una zarzuela de costumbres madrileñas muy estimable y bien observada, con tipos tomados del natural y con su miaja de intención y todo.

Tiene la obra estrenada anoche, además de un diálogo siempre vivo y picaresco, escenas muy bonitas, situaciones muy cómicas y acción natural y bien conducida. Con estos elementos, no necesito decir a ustedes que se pasa muy bien el rato y que las representaciones han de contarse por docenas».

El indiscutible acierto de El santo de la Isidra no se repitió en La fiesta de San Antón, que podríamos calificar como segunda parte del sainete, también con música de Torregrosa, estrenado en Apolo el 24 de noviembre del mismo año. El numerosísimo público que asistió al estreno salió algo decepcionado al recordar el anterior y magistral sainete.

Tanto por su asunto como por su desarrollo, La fiesta de San Antón la consideramos más dentro de lo melodramático que de lo sainetesco en sentido estricto. Todo gira en torno al amor de Antonio, disputado por Regina y Felipa, con victoria final de aquélla. Lo cómico se reduce a los felices papeles encomendados al Señor Eusebio y al Mangas. Añadamos que muchos de los personajes de La fiesta de San Antón son traslaciones de los que ya vimos en El santo de la Isidra. También el ambiente es el mismo, aunque uno se despliegue en la pradera de San Isidro y otro en la calle de Hortaleza.

«A la una y media de la madrugada llego a la redacción, y creo que todavía siguen saliendo al escenario de Parish los autores y los intérpretes de Cara de Dios entre atronadores aplausos y aclamaciones.

La obra entró desde el primer acto y llegó al final con éxito creciente. Es La Cara de Dios un melodrama popular, dispuesto, trazado y desenvuelto con segura y experta mano de autor. Acción, interés, efectos y amenidad son las principales condiciones de este género, y la nueva producción de Carlos Arniches reúne todas superabundantemente.»



Con estas palabras empezó José de Laserna a escribir su extenso y acertado comentario que se publicó en El Imparcial el día siguiente a la noche del estreno -28 de noviembre de 1899- de La Cara de Dios, de Arniches, con música de Ruperto Chapí.

La obra, calificada «drama de costumbres populares» por su autor, es, rigurosamente hablando, un melodrama con apuntes de sainete, de honda raíz humanísima y popular, realista y sin extremismos. Melodrama «de chaqueta y navaja -como dice Laserna-, mucho más verosímil y humano que los melodramas de levita más celebrados».

Empero las semejanzas de situación y ambiente que puedan descubrirse sin grandes dificultades, esta obra de Carlos Arniches -la primera que escribió con tres actos- anuncia con auténtica solidez y lucimiento el genio teatral del gran alicantino, su dominio de la escena, su capacidad para «hacerse» con el público, su profundo conocimiento de las reacciones humanas, su visión realista de la existencia, su amor por lo humilde y, en fin, el gran sentido moral que, en todo momento, presidirá y sellará su fecunda y gloriosa producción.

El dramático conflicto sentimental-amoroso en torno a Soledad injustamente repudiada por su esposo; la tragedia íntima de esta mujer y madre, asediada por un hombre sin conciencia; la lucha a muerte entre Ramón y Eleuterio; la ternura, comprensión, gracia y coraje del tío Doroteo, todo lo que conforma el orbe patético del drama se conjuga sin violencia con la estampa jovial y costumbrista de la romería a la ermita de la Cara de Dios, en Madrid, en días de Semana Santa. El cuadro está lleno de vitalidad y pintoresquismo: vendedores de buñuelos y aguardientes, chocolaterías ambulantes, floreras, vendedores de «caritas de Dios», pregoneros de palmas, etc.:


   ¡A cuarto y a dos,
caritas de Dios!
¡A cuarto y a dos!



Con el drama triunfaron plenamente José Mesejo, en el papel de tío Doroteo; el alicantino Miguel Soler, en el de Eleuterio; el barítono Gil Rey, en el de Ramón, y la señorita Domingo, que encarnó maravillosamente la figura de Soledad.

José Mesejo se presentó aquella noche por vez primera con la compañía del Parish, y su actuación fue, como decimos, verdaderamente memorable. Así lo testimonió Carlos Arniches al frente de su libro: «[...] Y no dude que una de mis mayores alegrías es que el éxito personal más grande que ha logrado usted en su larga vida artística haya sido en una obra de su leal y cariñoso amigo [...]». De igual modo lo hizo con Miguel Soler, «que con reconocida maestría ha dirigido esta obra, debo antes que a nadie una pública manifestación de gratitud».

La Cara de Dios, tan significativa en la vida artística de Carlos Arniches, está dedicada a sus hijos: «Cuando podáis leer esta obra humilde que os ofrezco, leedla con cariño fraternal. Ella es también, como vosotros, un pedazo de mi alma».

El 26 de enero de 1900 y en el Apolo, Celso Lucio y Gabriel Merino estrenaron la obra ¡A cuarto y a dos!, con música de Calleja y Barreda, parodia del gran drama de Arniches.




ArribaAbajo- X -

Decadencia y polémica


Con los últimos años del siglo XIX, España fue despojada de su antiguo poderío militar y político. El tiempo aquél, llamado del desastre, cuyo amargo símbolo puede ser el Tratado de París de 1898, si nefasto para la historia patria, también lo fue para nuestra literatura dramática que se agostó a sí misma por falta de savia popular y su alejamiento de lo real. Empero la trascendencia de aquellos años para el vivir español, no hallaremos su reflejo sobre la escena. Los dramaturgos o enmudecieron o escribían de espaldas a la historia, cual el caso de aquel astro neorromántico, José de Echegaray, ante el que se alzó en protesta la juventud intelectual. Y es que su nombre representaba un triste, un deplorable «estado de cosas»97.

La postración de nuestro teatro, si, con mirada estrecha, sólo se entiende la obra en tres actos, era evidente, a pesar del saludable realismo social de Dicenta, Galdós o Guimerá, del naturalismo un tanto nórdico de Enrique Gaspar y del modernismo a lo galo que nutría los primeros frutos escénicos de Benavente.

Un viento de desolación barría la escena española. He aquí dos testimonios elocuentemente expresivos. Uno, aparecido en 1890, dice así: «Que la literatura dramática atraviesa uno de esos períodos de profunda decadencia, en que el arte parece como proscrito de sus naturales dominios, es una verdad tan palmaria y tan admitida por críticos y pensadores, que ni tiene novedad alguna en estos momentos ni merece ser discutida»98.

El otro data de 1900. Y dice: «El teatro español ha llegado al período álgido de su decadencia. Aquí no hay autores. Las temporadas teatrales se suceden unas a otras con soporífera monotonía sin que se estrene una obra que valga la pena. La juventud, de la que hay que esperarlo todo, anda reacia, no se decide a luchar, quizá por extraños e incomprensibles pesimismos»99.

La situación, ciertamente, era agónica para el teatro de la escuela echegarayana; mas, de ningún modo puede ser dicha de la corriente teatral genuinamente española y tradicional, que, por aquella década precisamente, alcanzaba su mayor auge: el «género chico».

Optimista, opuesto a toda idea de decadencia teatral, fue don Juan Valera. En 1897 y respondiendo al señor A. Andrade, de La Habana, que le preguntó acerca del estado de nuestra literatura dramática, dijo: «¡Ojalá que cuantas sentencias tuviese yo que dar en mi vida fuesen para mí tan fácil como me parece que ésta es y tan poco ocasionada a que después me remuerda la conciencia por haberla dado! [...] Yo contestaré, desde luego, al señor Andrade, sin el menor temor de errar, no por presumir de infalible, sino por lo claro que es el asunto, que la literatura dramática en España florece ahora en vez de estar decadente»100.

Y como quienes diagnosticaban la decadencia la hacían efecto del predominante «género chico», el insigne autor de Pepita Jiménez opinó que la pretendida causa le parecía «una razón muy poco razonable. Para mí no hay género chico ni género grande: no hay más que género discreto y género tonto; de suerte que un sainete divertido y chistoso enriquece más el tesoro de la literatura patria que dos o tres dramas y otras tantas tragedias que cansen y enojen, aunque tenga cada una de dichas producciones cinco actos, prólogo y epílogo, y propenda a demostrar una tesis y encierre un caudal de profundos y filosóficos pensamientos»101.

Coincidiendo con este criterio, Leopoldo Alas escribe, en 1898, con motivo del ingreso de Emilio Ferrari en la Academia: «Yo, que, según acabo de decir, me comprometo, si me los pagan, a escribir poemas como los de Ferrari (y sin disparates), estoy seguro de mi absoluta incapacidad para dar al teatro una comedia chistosa o una zarzuela como esas tan populares y tan españolas que hoy hacen nuestras delicias. ¿Qué vale un Ferrari, comparado, por ejemplo, con un Ramos Carrión, con un Ricardo de la Vega...? Si la Academia fuera en efecto lo que pretende ser, respecto del idioma, habrá que pedir en serio que en la Academia entrase esa frescura del género cómico popular, que ahora parece que desdeñan los inmortales»102.

Y no sólo los «inmortales», añadimos, sino también los «nuevos», los «modernistas», hablaban despectivamente del «género chico». Así, por ejemplo, leemos en la revista Vida Nueva (9 de octubre de 1898): «El público que tales cosas aplaude y con tales desatinos se recrea, está a la altura de semejantes saineturgos: son tal para cual». Y recordemos que uno de los «avanzados», Ramiro de Maeztu, nacido en 1876, pretendiendo molestar a Clarín, dijo de él que escribía «cosas dignas de Arniches», a lo que el ilustre crítico replicó: «¡Ya quisiera yo escribir con la sal y salero que hay en muchas obras teatrales de Arniches!». Pero el desprecio del «europeizado» Maeztu alcanzaba por igual a todos los que componían piezas del «género chico», a los que calificó colectivamente de «golfería literaria». He aquí la respuesta de Alas: «Si ésos son golfos, el Sr. Maeztu tiene que contentarse con ser una gota de agua»103.

Dentro de aquel campo polémico, acaso la posición neutralista sea la que adoptó la Revista Moderna104 y que también se manifiesta en el libro Teatro contemporáneo, de Martínez Espada, varias veces citado. En la página 258 de esta obra, su autor elogia sin reservas los grandes éxitos de Miguel Echegaray, Ricardo de la Vega, Emilio Sánchez Pastor, José López Silva, Carlos Arniches, etc., afirmando que todas estas piezas «y otras que pudiera nombrar son españolas, puramente españolas; nada deben al extranjero; es género nacional con vida propia, y demuestra que, en este punto, no reza con nosotros la decadencia del teatro».

Con ironía no exenta de causticidad, Carlos Arniches aludió a los enemigos del «género chico» con estas palabras: «¡Ah, no, no riamos, amables lectores; no riamos ni en el libro, ni en el teatro, ni en el periódico. No prostituyáis con la risa la psicología nacional, han dicho los citados piensadores, y es fuerza obedecer. Y tú, pueblo madrileño, tan alegre, tan dicharachero y tan generoso, no rías... Cubre de gasas negras los mantones de Manila de tus airosas mujeres, haz que toquen las castañuelas con sordina y que se coloquen los claveles a la funerala. Pongámosle a ese sol que alegra las tardes de nuestras fiestas una corbatita negra y bebamos el meloso pardillo en urnas cinerarias»105.

Aquella década del desastre fue la misma que señala la plenitud del «género chico» y, personalmente, la del triunfo de Carlos Arniches, que, como dice Deleyto, ejerció la hegemonía en el teatro Apolo. Durante aquellos años, once salas de Madrid estaban dedicadas exclusivamente al «teatro por horas». Fueron: Apolo, la Zarzuela, Eslava, Novedades, Moderno, Cómico, Recoletos, Felipe, Romea, Maravillas y Eldorado, sobre cuyos escenarios se estrenaron en aquel tiempo, según referencia de Zurita, más de mil quinientas obras. Entre las de mayor éxito, citemos Los aparecidos, de Carlos Arniches y Celso Lucio; Las campanadas, de Arniches y Cantó; El dúo de la Africana, de Miguel Echegaray y Fernández Caballero; La verbena de la Paloma, de Ricardo de la Vega y Bretón; El tambor de granaderos, de Sánchez Pastor y Chapí; La banda de trompetas, de Arniches y López Torregrosa; La boda de Luis Alonso, de Javier de Burgos y Jiménez; La Viejecita, de M. Echegaray y Fernández Caballero; Agua, azucarillos y aguardiente, de M. Ramos Carrión y Chueca; La Revoltosa, de López Silva, Fernández Shaw y Chapí; El Santo de la Isidra, de Arniches y López Torregrosa; Gigantes y cabezudos, de M. Echegaray y Fernández Caballero, etc.

Ya en la cumbre, el «género chico» inicia, con el nuevo siglo, el proceso de su descomposición, por lo que autores como Arniches y los hermanos Álvarez Quintero se esforzaron por abrir nuevos horizontes que siguieran alumbrando la gloriosa tradición escénica española. En este sentido, bien se puede afirmar, con Zurita, que nuestro Carlos Arniches es el padre del sainete moderno106.




ArribaAbajo- XI -

Doloretes y la sociedad de autores españoles


Cuando se alzó el telón del Apolo para representar por vez primera Doloretes, el 28 de junio de 1901, sonó la hora decisiva para el incierto porvenir de los escritores dramáticos españoles. Por ello, pudo escribir Sinesio Delgado con acento trascendental que «no se trata solamente de una zarzuela que obtuvo un éxito grande y merecido, sino de uno de los estrenos más importantes, el más importante quizá de cuantos se han verificado en España desde el paso Las aceitunas a la hora presente»107. Y «Chispero» agrega que el acontecimiento escénico de aquel 28 de junio de 1901 señaló «no ya el comienzo de un nuevo siglo, sino de toda una nueva era para el género lírico español y para el teatro en general, ya que de lo que los autores líricos lograran se beneficiaron todos cuantos a la escena dedicaban sus afanes y talentos»108.

Tan tremenda responsabilidad, resuelta con tan gloriosa victoria, recayó en un ingenio alicantino: Carlos Arniches.

Mas, resumamos los precedentes históricos de este momento crucial, al hilo de las memorias que nos legó Sinesio Delgado, uno de sus más destacados protagonistas.

Hasta 1843, los comediógrafos y compositores vendían sus obras a las compañías teatrales o a las entidades que las encargaban, cediendo todos los derechos de representación y edición. Pero en el citado año y por decreto del conde de San Luis, corregidor de Madrid, el privilegio de adquisición de los manuscritos se reservó a los llamados editores, que, en exclusiva, eran los únicos dueños para todo cuanto concerniera a los mismos. Como máximo, abonaban por obra en tres actos diez mil reales. La mayoría -entre ellas, Los amantes de Teruel, Marcela o El Trovador- fueron enajenadas por mil reales.

Contra este injusto estado de cosas se alzó Francisco Camprodón, quien, sobreponiéndose a riesgos y burlas, conservó la propiedad de su obra Flor de un día, encargando de su administración al editor Alonso Gullón. La gallarda actitud de Camprodón no tardó en ser imitada por Luis Eguilaz, Ventura de la Vega, Luis Mariano de Larra, Francisco Asenjo Barbieri, Joaquín Gaztambide, Luis de Olona y Antonio García Gutiérrez.

Al mismo tiempo, las casas editoriales aumentaban su potencia, cuales fueron, en Madrid, la de don Florencio Fiscowich y Díaz de Antoñana (sucesor de Gullón), la de Hijos de Hidalgo y la de don Luis Aruej, basada en los fondos que pertenecieron a Lalama. Estos editores rendían cuentas a los autores cada tres meses -de ahí procede lo del «trimestre» y lo del «rey del trimestre»- y, sin ningún escrúpulo, practicaban la usura, otorgando anticipos con un interés del 9 al 12 por 100. A precios irrisorios, fueron acaparando todos los derechos literarios y de representación de la dramática española.

Por el mismo proceso comercial, creció el parejo negocio de los archivos musicales, creados muy astutamente para resolver las dificultades reales existentes en orden a las copias que, por su naturaleza, eran caras y lentas en el envío. Descubierto el nuevo filón, Fiscowich adquirió de los compositores los derechos de copia y edición, mediante contratos, por lo que los autores se obligaban a cederle toda la futura producción. A cambio, el músico percibía de 500 a 2500 pesetas. En cuanto a las compañías, éstas tenían que pagar a Fiscowich 15 pesetas diarias por 30 actos, y 50 céntimos más por cada nuevo acto; 30 pesetas en concepto de prima si la zarzuela era de reciente estreno y otras tantas pesetas por rápido envío. Aparte de todo esto, la compañía tenía que depositar una fianza de 500 pesetas.

Frente al abusivo monopolio de Fiscowich se alzó Ruperto Chapí, el ilustre compositor villenense, organizando su propio archivo musical, al que fueron añadiéndose otras obras. Su valiente y arriesgada actitud no fue estéril. En 1898, otro alicantino, Tomás López Torregrosa, constituyó, frente a Fiscowich, la Asociación Lírico-Dramática, cuyo secretario, Sinesio Delgado, inicia la gran batalla que iba a acabar con Fiscowich y todos los demás usureros de obras teatrales. Delgado, que suprimió los intermediarios, puso en marcha un archivo musical, fundado en el que guardaba la Sociedad de Autores, Compositores y Editores de Música que se había creado en 1892. En 1899, se unió Chapí a la nueva Asociación y, tras él, lo hicieron Vital Aza, Miguel Ramos Carrión, José Francos Rodríguez, Carlos Arniches, Joaquín Valverde Sanjuán, José López Silva, Eugenio Sellés y Eusebio Sierra, quienes, compartiendo las ideas de Delgado y de Chapí, dieron forma jurídica, ante el notario don Antonio Turón, el 16 de junio de 1899, de la Sociedad de Autores Españoles, cesando la Asociación Lírico-Dramática. Al poco, se afiliaron Tomás Luceño, Tomás Bretón, Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, Federico Chueca, etcétera.

Compusieron la primera junta directiva de la Sociedad de Autores Españoles Vital Aza, Ruperto Chapí, Miguel Ramos Carrión, Carlos Arniches, Tomás López Torregrosa, José López Silva y Sinesio Delgado, sobre el que recayó el verdadero peso de la organización de la nueva entidad.

Fracasado el intento de comprar a Fiscowich su archivo musical, por el que pidió dos millones de pesetas, Sinesio Delgado concibió un plan tendente a desvalorizar el citado archivo por inmovilidad y envejecimiento: «si el capital de un hombre -escribe- consiste únicamente en el trabajo de otro, deja de serlo en cuanto este otro no trabaja». Y añade: «De modo que si conseguía que los que habían de producir se cruzaran de brazos, los dos millones serían irremediablemente agua de cerrajas». La idea era luminosa. Sin embargo, antes de llevarla a la práctica, Delgado, con la anuencia de Chapí, propuso a Fiscowich que los archivos de uno y otro quedaran bajo la administración de la Sociedad de Autores Españoles, proyecto que tampoco fue aceptado. Y, desde entonces, se recrudecieron las hostilidades. Ruperto Chapí, en un ejemplarísimo gesto, traspasó en perpetuidad su archivo a la Sociedad de Autores Españoles, con el derecho exclusivo de reproducción de sus obras, por 100000 pesetas, reintegrables en cuatro plazos anuales de 25000 pesetas y el 5 por 100 del ingreso que obtuviera la entidad en concepto de alquiler de materiales. (La generosidad y altruismo de Chapí se comprenderá más exactamente si pensamos que Fiscowich le ofreció por ese archivo la cantidad de 500000 pesetas o 30000 de renta anual vitalicia.)

La batalla empezó con el estreno, en Romea, de la zarzuela La señora capitana, letra de José Jackson Veyán y música de Tomás Barrera y Joaquín Valverde Sanjuán, cuyos materiales completos fueron copiados muchísimo antes que lo hiciera la oficina de Fiscowich. Y surgió el pleito, porque éste poseía, como hemos dicho, la exclusiva de cuantos compositores habían firmado contrato con él, y éste era el caso de Valverde. Pero el maquiavélico plan de Delgado se basaba en el acompañante. Es decir, si, efectivamente, Fiscowich gozaba de todos los derechos con respecto a Valverde, no tenía ninguno sobre Barrera. Con tal argumento aparecieron compositores a pares, en los que siempre figuraron Manuel Quislant y Tomás Barrera o Montesinos y Montero, sus seudónimos, respectivamente.

Fiscowich entabló pleito judicial; pero, ante su ineficacia, constituyó, con autores afamados, la llamada Asociación de Autores, el 12 de junio de 1900. El Consejo de Honor de esta entidad lo formaron Benito Pérez Galdós, Eusebio Blasco, Gaspar Núñez de Arce, José Echegaray, Luis Mariano de Larra, Manuel del Palacio y Manuel Fernández Caballero. Integraron su Comisión Ejecutiva Antonio Vives, Carlos Fernández Shaw, Jerónimo Jiménez, Julián Romea, Mauricio Gullón, Manuel Nieto, Miguel Echegaray y Miguel de Palacios.

Ante tan lucida Contrasociedad -así fue designada-, Arniches y López Silva ofrecen a Fiscowich 750000 pesetas por su archivo, pagaderas en diez años y al interés del 10 por 100. Fracasó esta nueva proposición, y la Sociedad de Autores Españoles, reunida en el teatro Moderno el 4 de junio de 1901, acuerda unánimemente comunicar «a cuantas empresas y compañías soliciten de la Sociedad el servicio de materiales de orquesta, la condición precisa de que no han de utilizar al mismo tiempo el archivo musical del señor Fiscowich».

Y comenta Delgado: «Fríamente, serenamente, aquellos hombres bien avenidos, aunque pocos, se jugaron a cara o cruz su porvenir y el pan de sus hijos. Si las empresas elegían el archivo de Fiscowich, como era de temer, por ser el más copioso, cuantos autores formaban la Sociedad tendrían que abandonar la profesión o rendirse incondicionalmente a los editores. Todo por defender una idea generosa de redención y de libertad... ¡Jamás colectividad alguna ha realizado un acto de solidaridad y de compañerismo tan hermoso y tan grande!»109.

Al ser difundido, el acuerdo conmocionó los teatros españoles. Por aquellos días, últimos del año cómico, en Madrid, sólo estaban abiertos dos coliseos: Eldorado y Apolo. Aquél permanecía adicto a Fiscowich. Y, como era urgente estrenar y hacerlo con éxito para que las puertas de Apolo siguieran abiertas durante el verano, los encargados de realizar tan decisiva y arriesgada misión fueron Carlos Arniches, los hermanos Álvarez Quintero y Antonio Paso, y Enrique García Álvarez, quienes, en tiempo inverosímil, escribieron respectivamente Doloretes, El género ínfimo y Los niños llorones.

La primera batalla se confió al genio del alicantino. «Compréndese ahora -dice Sinesio Delgado- la importancia excepcional, inmensa, del estreno de Doloretes. Si no se verificaba en los primeros días de julio o fracasaba la obra en la primera representación, la Sociedad de Autores moriría apenas nacida, por no tener palenque donde batirse; su archivo quedaría inútil, sus individuos condenados al hambre, las casas editoriales triunfadoras apretarían el dogal a los ingenios españoles, y volverían éstos a trabajar, por los siglos de los siglos, en condiciones onerosas, cobrando con mermas el producto de su labor y esperando horas y más horas, sombrero en mano, en las oscuras antesalas que sus administradores se dignaran recibirlos»110.

Consciente de su tremenda responsabilidad, Carlos Arniches la salva, victorioso, acudiendo al caudal de su sentimiento alicantino, al ser y al vivir de su querida tierra nativa, de cuya sustancia extrae la anécdota y el ambiente para su Doloretes. Aquella feliz indagación con su propio mundo generacional e íntimo responde a lo que, años después, explicó con la luz de estas palabras de tan acendrado amor alicantino. Dijo, en 1935, al tantas veces citado J. Pastor Williams: «Mi alicantinismo no es el hecho carnal de haber nacido en aquella tierra. Mi alicantinismo tiene la raíz honda de mis generaciones anteriores y la de mi formación espiritual en aquella atmósfera llena de luz, de vida y de naturaleza pródiga. Aquel sol, aquel clima, aquella exuberancia se me metieron alma adentro en los años de mi niñez y de ellos extraigo energías cuando las preciso».

De tan entrañable y vivo hontanar brotó Doloretes, cuyo tema no es tan sólo, como se ha escrito, una bella estampa costumbrista, sino que, en él, se expresa el vivir de un pueblo sencillo y elemental, de puros y nobles sentimientos, dotado de un indiscutible sentido helénico, comprensivo y liberal de la existencia, muchísimo más influyente que el pretendido arabismo que algunos le achacan. Visentico no tiene nada de árabe. La solución que da al problema dramático de su existencia presenta todas las características del espíritu mediterráneo y, más concretamente, helénico. Incurrió, pues, en un lamentable error José Juan Cadenas al escribir que el carácter de Visentico es «totalmente falso, porque es preciso reconocer que un hombre que así discurriera sería, por lo menos, el representante de su distrito en las Cortes. Aquel mozo habla y discurre no como un levantino de raza, sino como pudiera hacerlo un hijo del Norte, reflexivo y culto»111.

Verdaderamente, el señor Cadenas no conoció a los alicantinos ni pensó que alicantino era el autor de Doloretes. Sin embargo, a continuación, aplaude la tesis arnichesca, enemiga del puñal ensangrentado: «La obra arroja una semilla que, como todas, fructifica lentamente, y en el alma del pueblo que escucha la extraña venganza de Visentico quedan profundamente grabadas sus teorías».

El huérfano Visentico, criado por sus abuelos -la tía Tona y el tío Pere-, lucha como soldado en Filipinas. Durante su ausencia, Doloretes, su novia, se enamora de Nelo, hijo del señor Cristófol, el alcalde. Todos los días, al caer la tarde, el abuelo toca la dulzaina, cuyos sones le traen la queridísima imagen del nieto, acompañándole con el tamboril o tabalet. Pero, una tarde, el sueño se trocó en realidad, y Visentico, que había vuelto, aparece tocando el tamboril que le había proporcionado Chaume. Esta escena y la de la carta que los abuelos dictan a Carmeleta levantaron indescriptible y emocionado entusiasmo.

Con esta obra, riquísima en valores humanos, triunfó también el maestro Vives, especialmente en la escena del regreso de Visentico, y José Mesejo, encarnando el papel del tío Pere, alcanzó un grado insuperable de interpretación. También brillaron Emilio Mesejo (Visentico), Pilar Vidal (tía Tona), Joaquina Pino (Doloretes), Miguel Soler (Nelo), Isabel Brú (Carmeleta) y los señores Fernández, Ramiro, Ontiveros, etc. «El éxito fue total y nunca superado», afirma «Chispero»112.

Al siguiente día del memorable estreno, José de Laserna -a quien Arniches dedicó la obra- testimoniaba en El Imparcial el resonante y trascendental triunfo: «El estreno de anoche significa para el teatro de Apolo la prórroga indefinida de la temporada presente y acaso el empalme con la próxima. Todos los años ocurre lo mismo. Cuando amenaza el cerrojazo, viene el "dios éxito" a decir ¡Hay una continuación! Ya pueden exclamar Arregui y Aruej, imitando a uno de los personajes de Doloretes, que sabe latín: Finis coronat opus.

Carlos Arniches, que figura en primera línea entre los jóvenes de quienes puede esperar mucho la anhelada regeneración de nuestro teatro nacional, obtuvo anoche un gran triunfo, y confirmó la madurez que van adquiriendo de día en día sus relevantes condiciones de autor dramático.

Doloretes, más que un boceto; como modestamente lo califica su autor, es un acabado estudio de comedia dramática, en el que se diseñan con vigoroso trazo los caracteres.

Preparado el ambiente, quizá con excesiva lentitud, fácilmente remediable, en el cuadro primero, que termina con una situación dramática imaginada con arte de maestro y realizada con gran fuerza teatral; desde el cuadro segundo el interés de la acción, superior a la novedad del asunto, va en progresivo aumento, hábilmente graduado, hasta llegar en grado culminante al desenlace, muy original, muy artístico, de alta comedia, un verdadero hallazgo que rompe con la tradición de violencia y de sangre de nuestros dramas populares y que, a pesar de eso, o por eso mismo, produce mayor y más intensa emoción estética.

Muchas veces se ha llevado a la escena la traición de una mujer en ausencia de su amante. Nihil novum..., como diría el aludido profesor de lenguas muertas y locuciones vulgares que con tanta gracia cumple en esta obrita su misión de desengrasar... La venganza del ofendido amante y el castigo de la infiel es lo que ha ideado el autor, apartándose de los cánones consagrados por la rutina y acompañándole el acierto en la innovación. Esto es modernismo de buena ley [...]».

Recordemos también en torno a tan singular estreno que José Mesejo salió a escena después de haber sufrido, minutos antes, una fuerte hemorragia nasal, y que la presentación de Doloretes se realizó en la fecha señalada, gracias a la indomable voluntad de Sinesio Delgado. Ocurrió que habiendo enfermado Joaquina Pino y negándose Arniches a que fuera sustituida, el escritor marchó a El Escorial y la empresa anunció el cierre de temporada. Pero Delgado, que se encontraba en Bilbao, cuidando a un hijo suyo, enfermo, y que falleció pocos días más tarde, regresó precipitadamente a Madrid y convenció a los señores Arregui y Aruej a que desistieran de su propósito. Vencido también por tal entereza, Carlos Arniches le envió el siguiente telegrama: «Bajo la responsabilidad de usted, haga lo que quiera». Joaquina Pino pudo actuar, aunque, de no haber podido, ya estaba preparada Amparo Taberner. Felizmente, todo salió como lo soñó el gran Sinesio Delgado.

Antes de dar fin a este capítulo, consignemos dos estrenos de Arniches, anteriores al de Doloretes. Uno, el de Sandías y melones, en Eslava, el 17 de diciembre de 1900; otro, El tío de Alcalá, en, Romea, el 15 de abril de 1901.

A fuer de sinceros, no ocultaremos que Sandías y melones, pieza concebida y escrita dentro del patrón madrileñista de El santo de la Isidra y La fiesta de San Antón, dista mucho de estos sainetes, pues si vulgar es su temática, los personajes adolecen de una carencia casi total de originalidad. Se trata de una manida cuestión amorosa: Amparo, hija de una criada, enferma de melancolía y desamor. Su novio, Manolo, lo es ahora de Julia. Pero la señá Hilaria, madre de Amparo, consigue del timorato Manolo que reaccione como un hombre y vuelva a su hija. El romance se alegra con la estampa costumbrista del mercado de las Vistillas y las valentonadas del chulapón Sidonio, «sujeto que se ha pasao la flor y nata de su edad surtiendo de lesionados a las casas de socorro por lo más minio».

En cambio, justo es decirlo, el estreno de El tío de Alcala constituyó un buen éxito, empero la notoria endeblez del juguete cómico-lírico. Manolita, joven sastresa, vive sola, pero para defenderse de las efusiones de sus pretendientes ha colgado de una percha un sombrero de hombre y un garrote: es el tío de Alcalá. El joven Eduardo, que sabe la treta por confesión de la portera, sube sin reparos al cuarto de Manolita, a quien le declara su amor. Y, con sorpresa de ambos aparece el «tío», un don Diego que allí se escondió, huyendo de un marido burlado. Y, con las consiguientes escenas cómicas y un feliz resultado para todos, termina este juguete que interpretó a las mil maravillas la genial Loreto Prado -era ésta la primera obra de Arniches que escenificó-, y a quien está dedicado. También intervino en la interpretación Enrique Chicote.




ArribaAbajo- XII -

El tema de los «frescos» y la colaboración de García Álvarez


El 1 de mayo de 1903, la compañía titular del teatro Apolo benefició a su famoso actor cómico Emilio Carreras con el estreno de El terrible Pérez, humorada tragi-cómico-lírica, en un acto, original de Carlos Arniches y Enrique García Álvarez, música de los maestros J. Valverde (hijo) y T. López Torregrosa. La obra abrió un nuevo camino para remozar el decadente «género chico», aunque, en realidad, entrañaba -como se demostró más tarde- un elemento poderoso que aceleraría el proceso de su descomposición. El descubierto modo teatral, si designado por sus autores «humorada tragi-cómico-lírica», era, en verdad y como afirma Zurita, una zarzuela de enredo; es decir, una pieza lírica en un acto, cuyo único objeto es el de provocar la hilaridad del espectador, tanto por el gracejo saladísimo del lenguaje como por la absurda comicidad de las situaciones. Sus argumentos, ilógicos y picantes, giran en torno del «fresco», del sinvergüenza, cuyas patrañas son siempre descubiertas y ridiculizadas. Este tipo de «humorada» no es más que un vodevil a lo español, en un acto jocoso. No hay, pues, ostensible intención moral o social, aunque sí costumbrista, ya que, en cierta manera, participa de la naturaleza del sainete.

La nueva tendencia cómica se abre, como hemos dicho, con El terrible Pérez, obra de tanta aceptación popular que dio origen a la serie de sus émulos: Valbuena, Cañizares, Tejada, Greco... y contribuyó a que, al poco, naciera el «astracán» o «retorcimiento verbal», según la acertada definición de Torrente Ballester113.

El vodevil asainetado surgió fácilmente de la cooperación de dos singulares ingenios: Carlos Arniches y Enrique García Álvarez. La reflexión, la técnica y la observación psicológica del primero se armonizaron perfectamente con la gracia desbordante y enorme vis cómica del segundo114.

Enrique García Álvarez poseía en grado máximo el don natural de la comicidad. Su ingenio era rápido y chispeante. Como persona, era bueno, noblote, ingenuo y bastante abúlico. Refiere Diego San José que solía pasar muchos días en la cama sin hallarse enfermo, llegando a estar siete meses sin salir para nada de casa. Jamás había estudiado música y, sin embargo, «improvisaba al piano "couplets" y canciones graciosísimas, no pocas de las cuales han sido números de extraordinario éxito en muchas zarzuelas suyas que no tuvieron inconveniente en avalarlas con su firma famosos compositores»115.

Tal hombre bonachón, gracioso e indolente hizo popular y famosa pareja con Carlos Arniches hasta el año 1912, en que se rompió absolutamente aquella íntima amistad por causas muy personales, ajenas por completo a la vida literaria o teatral.

Algunos comentaristas han exagerado la contribución de García Álvarez. Más bien al contrario, creemos, de acuerdo con el citado San José, que el alicantino ejerció el dominio sobre el madrileño «hasta el punto de haberse adueñado de su desmayada voluntad»116, reconociendo, naturalmente, que, sin la sal del madrileño, la nueva tendencia vodevilesca no se hubiera producido. Añadamos que, a nuestro parecer, de haber predominado la personalidad de García Álvarez, ésta hubiera resultado no sólo nefasta para el escritor alicantino, sino también para el teatro español.

Si bien la primera obra en colaboración, Arco Iris -con la firma también de Lucio-, data del 14 de mayo de 1897, señalamos el año de 1903 como el del verdadero comienzo de la «razón social» Arniches-García Álvarez.

El «fresco» Pérez fue interpretado con insuperable acierto por Emilio Carreras. Pérez es un desfasado tenorio, cuya ganancia es más de bofetadas que de caricias. El enredo se teje en torno del asedio a la modista «doña Teresita», establecida frente a la sastrería de «don Braulio». Amigo de éste, el trasnochado «conquistador» busca de intermediarios a los dependientes «Concordio» y «Saturnino». El marido de doña Teresita, «don Fidel», no tarda en descubrir el complot contra su honor, y se dispone a castigar a Pérez. Se desarrolla entonces la escena más hilarante de la obra: para escapar al castigo, el Tenorio de vía estrecha ha de fingirse maniquí. La humorada termina con una soberbia paliza que «don Fidel» y los demás maridos, supuestos burlados, proporcionan a Pérez, cuando, en el salón de un baile de máscaras, el «terrible» tenorio cree haber conquistado ya a «doña Teresita» y estaba proclamando las delicias del «amor universal».

Con Carreras, el triunfo fue también para José Mesejo, Miguel Soler, Ontiveros y María López Martínez, bellísima intérprete del picaresco papel de la «Bella Cocotero».

En 1904 -1 de julio- y en el beneficio también de Carreras, se estrenó la historia del segundo «fresco», titulada El pobre Valbuena, cuyo éxito, sin duda, fue mucho mayor que el alcanzado por su precedente. Ya en su primera escena, muy arrevistada, la obra «entró» en el público que no cesó de reír, resultando algunos enfermos del mal de risa. Valbuena es «profesor de guitarra, compone tangos, compone loza, hace romances pa ciegos, pintando crímenes que espeluznan, es poeta, constructor de jaulas pa grillos, electricista, arregla relojes, cabezas de ministros con cartón viejo, elabora perfumes y educa mirlos en quince lecciones». Sobre todo, además de todas estas habilidades, Valbuena es un pícaro redomado, un sinvergüenza, que, para abrazar a las mujeres, practica el truco del «accidente», supuesto ataque epiléptico. Frente a él, el amante celoso es «Pepe el Tranquilo», tipo bravucón de sainete: «Meterse con Pepe el Tranquilo es tomar localidades pa una Sacramental», dice. Alrededor de estos dos personajes principalmente gira la obra, serie graciosísima de inverosimilitudes hilarantes. El decorado de la última escena, que, según el texto primitivo tenía lugar en el barrio de Cambroneras, hubo de ser modificado para construir un Tío Vivo, en el que Valbuena recibe la gran paliza que le prometió Pepe el Tranquilo.

Con el formidable Carreras, fueron aplaudidísimos el veterano Mesejo, la Pino, la Vidal, señoritas Mesa y Calvo, señores Soriano, Ramiro y Álvarez, que caracterizó perfectamente a Pepe el Tranquilo.

El tercero de la serie, El iluso Cañizares -Apolo, 22 de diciembre de 1905-, no gozó de la misma fortuna que sus hermanos mayores. El nuevo «fresco» no ejerce su picardía en lances de amor, sino de política. Inficionado de ideas redentoristas y socializantes, amigo del «reparto». Aquilino Cañizares, obrero, aspira a ser gobernador de Madrid. Y lo es en sueños. Sucede; entonces, que al sentirse autoridad, comprueba que realizar el «reparto» no es tan fácil como imaginó. Por otra parte, advierte que todo cambia: hasta su mujer e hijos no parecen los mismos: tan vanidosos se han vuelto. Además, su vida ha perdido tranquilidad ante el temor a los atentados, etc. La pieza tiene algunos números de revista muy celebrados -especialmente un cake-walk que interpretaron la Palóu y Carrión.

El cuarto «fresco» se llamó El pollo Tejada -Apolo, 29 de mayo de 1906-, tenorio de sesenta años que organiza una fiesta para presentar a sus amigos su nueva conquista: la bella Loe. En lo mejor del convite, aparece el marido de la Loe con visibles intenciones de matar a «Miguelito Tejada», que logra huir en un globo. Las nuevas escenas se desarrollan en un harén africano, pensadas para los números frívolos de este carácter -recurso ya usado por los mismos autores en El perro chico-, que tanto era del gusto público. Al margen de la peripecia, señalamos críticas al estilo modernista y el uso de nombres muy propios de esta tendencia: Mimí, Lulú, Fanny y, aplicado a hombre, Nenúfar. La «aventura cómico-lírica» fue escrita expresamente para el extraordinario caricato Carreras, que, sobreponiéndose a su gastada salud, triunfó plenamente.

Completa el jocoso retablo El fresco de Goya -Apolo, 22 de marzo de 1912-, en el que Paco Goya solía atraerse a las mujeres con señuelo de casamiento, ceremonia que, al fin, no puede realizar porque hace ver, en ese instante, que está casado. Este truco lo venía usando una y otra vez Paco Goya, «pasmo mujeriego», hasta que le llega el obligado castigo. Lo mismo que en las obras hermanas, en ésta predomina lo vodevilesco. En la interpretación brillaron el señor Moncayo y las señoritas Palóu y Amalia Isaura, muy afortunada en los números musicales.

Aunque no tan fecunda, ofrece interés la aportación de la sociedad Arniches-García Álvarez al campo del sainete, en cuyo género -más adecuado al escritor alicantino- el mayor éxito lo obtuvieron con Alma de Dios, sin olvidar el que logró La gente seria, muy humano y madrileñísimo, con un acertado tango de Pepe Serrano.

Alma de Dios, comedia lírica de costumbres populares, se estrenó en el Cómico el 17 de diciembre de 1907. Por Enrique Chicote sabemos que la idea matriz fue concebida por Enrique García Álvarez mientras le atendían en una peluquería. Con éste hallábanse Arniches y Chicote. «Al cuarto de hora -escribe el último- entramos en una peluquería de la Carrera de San Jerónimo. "Pero ¿dónde nos llevas?" "Escuchadme: en diversas ocasiones que he necesitado asunto para una obra, en cuanto me he cortado el pelo han acudido a mi imaginación ideas maravillosas. Veréis como ahora no falla; el corte de pelo es mi mascota". Sentose en el sillón peluqueril; empezó el peluquero a darle a la máquina. Enrique cogió una revista atrasada; no llevaba dos minutos hojeándola, cuando dio un grito, acompañado de un salto prodigioso, que si lo presencia Juanito Carcellé le contrata. "¡Venid! ¡Venid!". Otra vez a correr. Vamos a ganar el premio... Por fin, sofocados, jadeantes, llegamos a la calle de Villalar, domicilio de Enrique García Álvarez... Congestionado, nos gritó "Estamos salvados, mirad -enseñándonos la revista que se había llevado de la peluquería-, ¡mirad! Sí, ya se sabe: en cuanto me corto el pelo, comedia al canto. Fijarse en este grabado: una sacristía; el sacristán repasa un folio; a su lado, una mujer y un hombre del pueblo miran con avidez... En un banco, una muchacha con un niño en mantillas; a su lado, un joven con cara de pocos amigos. Esta es la base de un gran sainete...". Entonces Arniches, que estaba muy pensativo, dijo: "Es verdad; veo la obra, la veo clara en mi imaginación". No mentía; con su genio portentoso de gran autor, veía el magnífico sainete»117.

Efectivamente, el 25 de noviembre García Álvarez, disfrazado de vendedor de lotería, comunicó a Chicote que la obra estaba terminada. Al día siguiente, le envió el texto dentro de una caja de mazapán.

El estreno de Alma de Dios fue memorable: «El maestro Sagibarba, vestido de etiqueta y con la cara más colorada que de costumbre, ocupó el sillón de dirigir (entonces los maestros dirigían sentados). Sonaron los dos golpecitos de ritual, dados con la batuta en el atril. Al escuchar las primeras notas hubo un movimiento de satisfacción; aquello sonaba muy bien. Grandes aplausos. No se necesitaba "cla". Las localidades estaban ocupadas por el público pagano, que aplaudía con entusiasmo. Los chistes eran reídos con escándalo; la música se repitió con ovaciones clamorosas. Un éxito inmenso. Entonces todavía existían los revendedores, algunos de los cuales se hicieron ricos. Con Alma de Dios, cobraban las butacas a duro, a dos duros y a veces más caras»118.

Este sainete plantea y resuelve un problema moral: la honradez de una muchacha huérfana, ultrajada por la señorita a la que sirve. El novio de la huérfana, que creyó en la difamación, intenta abandonarla, proyecto que no llega a cumplir gracias a la actitud de su tía, la «señá Ezequiela», que, segura de la inocencia de Eloísa, se dispone a poner las cosas en claro. Para ello, convoca a unos y a otros a la sacristía para ver la partida de bautismo. Alterada ésta maliciosamente, consigna, como madre, a la huérfana. Pero Ezequiela no descansa hasta saber el paradero de la criatura, al que llega cuando la verdadera madre -Irene- la llevaba en brazos. Surge la disputa y todo queda claro. Ahora es el marido de Irene el que está al borde de la separación conyugal, pero todo acaba felizmente, porque, como dice la «señá Ezequiela», «el bien de los demás le debe importar a tóo el mundo».

El estreno de Alma de Dios supuso un triunfo arrollador no sólo para sus autores, sino también para sus geniales intérpretes: Loreto Prado (Ezequiela) y Enrique Chicote (Matías).

Con respecto a esta obra, discrepamos de Zurita119 al afirmar que ella «es una prueba concluyente de la influencia decisiva que García Álvarez ha ejercido sobre Arniches». Aun admitiendo que la famosa escena de la sacristía «pertenece en absoluto a la escuela vodevilesca», sostenemos que la personalidad de Arniches aparece muy ostensible en la estructura fundamentalmente ética del sainete, así como en el desarrollo del mismo.

Muchas otras comedias cómicas -que aquí no nos es posible analizar- brotaron de la intensa, fecunda y celebradísima colaboración de los dos escritores. Sin embargo, vamos a dejar constancia de los éxitos conseguidos por El método Górritz, obra que, en cierto modo, se halla dentro de la serie de los «frescos»120; El trust de los tenorios, continuación de la anterior; Mi papá, la humorada de mayor éxito durante el año 1910, y La primera conquista, estrenada en la Fiesta del Sainete del mismo año, «feliz caricatura del tipo provinciano que viene a la Corte decidido a realizar conquistas y pasa por todos los ridículos imaginables en su risible empeño»121.




ArribaAbajo- XIII -

«Las estrellas»


Entre los años 1901 y 1912, Carlos Arniches desarrolla una gran actividad teatral, que comparte principalmente con Enrique García Álvarez, aunque también colabora con José Jackson Veyán, Ramón Asensio Mas, Carlos Fernández Shaw, Sinesio Delgado, José López Silva, Félix Quintana y Joaquín Abati. Sin embargo, el escritor alicantino no olvida su obra propia y personal, que, por entonces, aún giraba en torno de la zarzuela cómica y del sainete, en cuyo género triunfó plenamente, logrando indiscutible e insuperable maestría.

Estimulado por el triunfal nacimiento de Doloretes, su autor sigue cultivando el costumbrismo de su tierra nativa en La Divisa, zarzuela cómica en un acto, música de su paisano Tomás López Torregrosa, que fue estrenada en Apolo el 15 de abril de 1902.

Pero esta segunda obra nació raquítica y ajada. Artificiosa, la nueva zarzuela pasó sin pena ni gloria. De argumento tópico y desvaído, el único interés reside en el trazo de algunos caracteres y, sobre todo, en el conseguido ambiente popular valenciano, luminoso y colorista. La interpretación corrió a cargo de José Mesejo, Anselmo Fernández, Simó-Raso, Carreras y señoritas Brú y Torres.

Aunque no constituyó un éxito, el estreno de La Divisa tampoco fue un «fracaso», como escribe «Chispero»122. Justo, en cambio, fue el juicio de Laserna: «la nueva zarzuela de Arniches ni acaba de ser buena ni acaba de ser mala»123.

Como queriendo borrar rápidamente este mal paso, el alicantino estrena -30 del mismo mes y año-, en el Cómico, el pasillo Gazpacho andaluz, que interpretó genialmente Loreto Prado, encarnando el papel de «María Virtudes», y en el que destacó de un modo especial cantando y bailando el tanguito de la «meseora»:


    A la sombra de un platanito,
tumbaíta en la meseora,
méseme tú, méseme tú,
¡ay!, como el viento
mese al bambú.
¡Ay, qué gusto, neguito mío!
Ay, qué a gusto pasan las horas,
méseme más, mira que así
da mucho gusto dormir!



El año 1902 finalizó con el resonante triunfo de la zarzuela de costumbres andaluzas El puñao de rosas, en colaboración con Ramón Asensio Mas, música de Chapí. Acerca de este memorable estreno, refiere «Chispero»: «El propio Chapí empuñó la batuta, y fueron para él las primeras muestras de la complacencia del público que llenaba la sala, que premió con larga ovación la escena coreada de la gitana "Rosariyo" y el coro femenil. La despedida de la gitana, escrita por Chapí en muy alta tesitura, la cantó Carmen Calvo con gusto y potencia de voz, causando, repetimos, excelente impresión en el auditorio. Chapí tuvo que saludar repetidamente, y, muy emocionado, se le cayeron los lentes al suelo. ¡Menos mal que llevaba otros de repuesto!

Foto_1

1.- Don Carlos Arniches Baus. (Óleo que se conserva en el palacio de la Excma. Diputación de Alicante)

Foto_2

2.- Doña María Antonia Barrera Mingot. (Óleo, en el palacio de la Excma. Diputación de Alicante)

Foto_3

3.- Carlos Arniches, caricatura de Vicente Bañuls

Anterior Indice Siguiente