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«Vidas de españoles célebres», por don José Quintana

Mariano José de Larra

[Nota preliminar: Reproducimos la edición digital del artículo ofreciendo la posibilidad de consultar la edición facsímil de La Revista Española, Periódico Dedicado a la Reina Ntra. Sra., n.º 184, 9 de abril de 1834, Madrid.]

Tomo III
«Don Álvaro de Luna, condestable de Castilla, y fray Bartolomé de las Casas, obispo de Chiapa y protector de los indios»

Triste es por cierto considerar que, donde son tan pocas las obras que pueden llamar fundadamente la atención de los literatos, se atraviesen aún los acontecimientos y las circunstancias a estorbar o retardar la publicación de tal cual libro científico, luminoso o bien escrito. La obra que anunciamos fue comenzada ha muchos años por el señor don Manuel José Quintana, poeta y literato bien conocido y apreciado entre nosotros, bajo un plan perfectamente concebido y que, llevado a cabo con la diligencia que el señor Quintana se prometía emplear en ella, hubiera dado gloria a su autor y lustre a su patria.

Desgraciadamente, los tristes acontecimientos y las revueltas políticas que vinieron poco después de la publicación de las cinco primeras vidas a conmover violentamente nuestra patria, y que envolvieron en su torbellino al autor, fueron causa de que se suspendiese este importante trabajo. Restituido a sus hogares, como él mismo dice en el prólogo de este su tercer tomo, lo primero a que atendió fue a revisar los estudios que en esta parte tenía hechos y poner en orden los más adelantados para su publicación. Fruto de estas tareas continuas fueron las dos vidas de Vasco Núñez de Balboa y de Francisco Pizarro, que se dieron a luz en el año de 30, y las dos que ahora publica de don Álvaro de Luna y fray Bartolomé de las Casas.

No es ésta ocasión de hablar ni del primer tomo ni del segundo de esta obra, que ya en distintas ocasiones han sido juzgados y apreciados justamente por los periódicos y por el público. La diversidad de épocas, empero, en que se han publicado los tomos de las vidas célebres han debido dar un carácter particular a cada uno, ora por la influencia que ejercen siempre en el escritor las circunstancias que le rodean, ora por el sello que las diversas edades del autor no han podido menos de imprimir a trabajos interrumpidos por muchos lustros. Nótase, consiguientemente, en las primeras vidas, para servirnos de una expresión del mismo poeta que analizamos, el «hervir vividor» de la juventud, el entusiasmo, el encanto, el color de heroísmo con que suele complacerse la primera edad del hombre en revestir todos los objetos que se presentan a su vista. La materia de ellas contribuía también, en verdad, a prestar una tinta más poética a aquellos hombres, cuya historia, perdiéndose en la oscuridad de los tiempos remotos, se clasifica naturalmente entre las tradiciones fabulosas que presiden a la formación de las sociedades. Por el contrario, conforme se acerca la historia a los tiempos modernos, la multiplicidad de datos que se acumulan en comprobación o contradicción de los hechos, y la mayor importancia que naturalmente damos a los que por más recientes se enlazan con los nuestros o han podido tener influencia en ellos, atan al historiador y tórnanle más circunspecto, dejando a la par menos libertad a su imaginación para campear libre y osadamente. Así que, en el primer tomo, leemos continuamente al poeta. En el segundo, y aún más en el tercero, leemos al historiador, si menos galano, más filósofo. Vemos al hombre que ha pasado por el tamiz de las revoluciones, que ha sufrido, que ha aprendido a conocer a los hombres. El primer tomo descubre en todas sus páginas la expresión noble y generosa de un alma joven y poética, que no ve más allá de la exterioridad aparente en las acciones. El tercero respira la amargura del desengaño, la triste verdad de la experiencia. Las dos vidas que encierra este tomo ofrecían a su cronista más que medianas dificultades, que ni ha desconocido, ni le han arredrado. Don Álvaro de Luna, juguete de los caprichos de la fortuna, víctima de su propia elevación, y escarmiento de favoritos, es uno de los hombres que más celebridad han obtenido en nuestra patria; de esa celebridad, empero, estéril, hija de una existencia tan improductiva como ruidosa. Triste es reflexionar que entre los muchos hombres que han inmortalizado su nombre en las páginas de nuestra historia es contado el número de los que han influido en su prosperidad. De aquí ha nacido sin duda que la nación ha permanecido estancada, cuando sus hijos adelantaban su fama particularmente. Harto débiles para sobreponerse a su siglo y a su país, en vez de prestarles su influencia la han recibido de ellos; han sucumbido a las circunstancias que los han rodeado, casi siempre, en vez de dominarlas. Considerados políticamente nuestros grandes hombres, han sido bien pequeños. En este número no puede menos de colocarse el condestable; su paso, semejante al de la tempestad, fue ruidoso, sí, pero nada fecundo. La reflexión política que parece deducirse de la narración de la vida del condestable es aquella que cita el mismo autor del cronista Pérez de Guzmán, y en que nos asegura abundar gustosísimo: «La mi gruesa e material opinión es ésta: que ni buenos temporales ni salud son tan provechosos e necesarios al reino como justo e discreto rey».

Fray Bartolomé de las Casas, este hombre tan extraordinario, por las opiniones que osó, casi temerariamente, adoptar en unos tiempos en que creían sus compatriotas que el Hacedor supremo había hecho a la raza india para uso particular de la europea, y que no dudó en ver hombres donde sólo veían siervos los demás, tan locamente encomiado por los extraños como injustamente vilipendiado por los propios, es el objeto de la segunda parte del tercer tomo. La vida de fray Bartolomé pertenece más bien a la humanidad entera que a la España sola. Las Casas no fue un hombre de un talento superior; fue, sí, un hombre extraordinario por su fanatismo filantrópico, digámoslo así. Este es el juicio que de la lectura de su vida resulta. Arrebatado en sus opiniones exclusivas, si bien justas, su exaltación inutilizó y malogró casi siempre la pureza de sus intenciones. No bastan éstas, empero, para constituir grande al hombre: es preciso saberlas llevar a cabo y hacerlas triunfar. Dirásenos que la fortuna pudo influir en el mal éxito de los afanes de Las Casas; ésta es una vulgaridad que nunca entenderemos; el hombre superior hace la fortuna; conocedor de las circunstancias que se oponen al logro de sus planes, las esquiva o las dirige, y las domina. El que sucumbe a ellas es el hombre vulgar; por más que haya vencimientos más gloriosos que la misma victoria, nunca será grande el guerrero constantemente vencido. Todo el mérito, pues, que a Las Casas podemos conceder es el de haberse adelantado a su siglo en la manera de considerar a los indios, el de un tesón a prueba de todo desaire, el de un celo ejemplar y el de haber tenido alguna influencia, si bien indirectísima e imperceptible casi, en mejorar la existencia de algunas tribus americanas.

El señor Quintana ha respondido victoriosamente en su prólogo a la acusación que se le podía hacer de poco afecto al honor de su país, cuando adopta tan francamente los sentimientos y principios del protector de los indios. «¿Se negará uno –dice en su prólogo–, a las impresiones que recibe, y repelerá el fallo que dictan la humanidad y la justicia por no comprometer lo que se llama el honor de su país? Pero el honor de un país consiste en las acciones verdaderamente grandes, nobles y virtuosas de sus habitantes: no en dorar con justificaciones o disculpas insuficientes las que ya por desgracia llevan en sí mismas el sello de inicuas e inhumanas.» Si la noble independencia del señor Quintana, con la cual nosotros simpatizamos, hubiera menester defensa, ¿qué podríamos añadir a tan enérgicos renglones? El escritor no es el hombre de una nación: el filósofo pertenece a todos los países a sus ojos no hay límites, no hay términos divisorios: la humanidad es y debe ser para él una gran familia.

El señor Quintana, al continuar las vidas de los españoles célebres, hace un servicio señalado a su patria, a la literatura. Su narración clara y elegante, su estilo conciso y fluido, su lenguaje castizo y correcto pueden presentarse en este género como modelos, y el criterio y la imparcialidad del historiador dan a su obra un lugar distinguido entre esta clase de libros. Es de desear que este Plutarco español continúe una obra que redunda tanto en honor de su pluma como en gloria de nuestra patria.

Revista Española, n.º 184, 9 de abril de 1834. Firmado: L.

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[Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 189-192; Artículos de crítica literaria y artística, ed. José R. Lomba y Pedraja, Madrid, Espasa-Calpe, 1975, pp. 127-132; Obras completas de D. Mariano José de Larra (Fígaro), ed. Montaner y Simon, Barcelona, 1886, pp. 328-330.]