Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Vidas de los españoles célebres

Manuel José Quintana




ArribaAbajoPrólogo

Las vidas de los hombres célebres son, de todos los géneros de historia, el más agradable de leerse. La curiosidad, excitada por el ruido que aquellos personajes han hecho, quiere ver más de cerca y contemplar más despacio a los que con sus talentos, virtudes o vicios extraordinarios han contribuido a la formación, progresos y atraso de las naciones. Las particularidades y pormenores en que a veces es preciso entrar para pintar fielmente los caracteres y las costumbres, llaman tanto más la atención, cuanto en ellas se mira a los héroes más desnudos del aparato teatral con que se presentan en la escena del mundo, y convertirse en hombres semejantes a los otros por sus flaquezas y sus errores, como para consolarlos de su superioridad.

Así es que nada iguala al placer que se experimenta leyendo cuando niño las vidas de Cornelio Nepote, y las de Plutarco cuando joven: lectura propia de los primeros años de la vida, en que el corazón más propenso a la virtud cree con facilidad en la virtud de los otros, y en que, apasionándose naturalmente por todo lo que es grande y heroico, se anima y exalta para imitarlo. Entonces es cuando elegimos por amigos o por testigos de nuestras acciones a Arístides, Cimón, Dión, Epaminondas; y estos amigos son tal vez, de los que se escogen en aquella edad, los únicos que al fin no hacen traición a los sentimientos que nos han inspirado. Modélase uno entonces a su ejemplo, y quisiera ansiosamente sembrar como ellos la carrera de la vida con las mismas flores de gloria y de virtud; y aunque después el curso de los años, el choque de los intereses, la experiencia fatal que se hace de los hombres, resfríen este ardor generoso, no se borran enteramente sus huellas, y siempre queda algo de su fuerza para recurso en las situaciones arduas, y para consuelo en las adversidades. Se puede ciertamente dar la preferencia a los otros modos de escribir historia en su parte económica y política; pero en la moral las vidas les llevan una ventaja conocida, y su efecto es infinitamente más seguro.

El mayor escollo que tal vez tiene este género es la perfección que Plutarco ha dado a las suyas. Este gran modelo está siempre presente para acusar de temeridad a todos los que se atrevan a seguir el mismo camino. En vano se le tacha de difuso e importuno en sus digresiones; de creer como una vieja en sueños, oráculos y prodigios; de dar a genealogías las más veces inciertas o fabulosas, un valor impropio en la pluma de un filósofo. ¿Qué importa todo esto, comparado con la animación que tienen sus pinturas y la importancia de los sucesos que refiere? Es preciso desengañarse: Plutarco no ha sido igualado hasta ahora, y es de creer que no lo será jamás.

Su libro manifiesta ser de un sabio acostumbrado al espectáculo de las cosas humanas, que no se admira de nada, y por lo mismo aplaude y condena sin exaltación; que cuenta y dice de buena fe todo lo que su memoria le sugiere, y va esparciendo en su camino máximas profundas y consejos excelentes. Se le compara a un caudaloso río, que se lleva sin ruido y sin esfuerzo por una dilatada campiña, y la riega y fertiliza toda con sus aguas. Pero esto no bastaría a dar a su obra el grande interés que presenta, sin la naturaleza de su argumento, único por ventura en su especie. Vense desde luego luchar en talentos, en virtudes y en gloria las dos naciones más célebres de la antigüedad, una por las artes y el ingenio, otra por su fuerza y grandeza. Se fija después la vista en los retratos que ofrece aquella vasta galería, y cada uno sorprende por el movimiento que imprime en su nación. Éste la da leyes, el otro costumbres; el uno la defiende de la invasión, el otro la arrebata a las conquistas; éste quiere salvarla de la corrupción que la contagia, y aquél enciende la antorcha que ha de ponerla en combustión: todos ostentando caracteres eminentemente dispuestos, ya a la virtud, ya a los talentos, ya a los vicios, ya a los crímenes; y casi todos en esta continua agitación pereciendo violentamente, porque el movimiento y la reacción de que son causa producen al fin el vértigo que los devora a ellos mismos. No, la historia moderna no puede presentar un espectáculo tan enérgico y tan sublime; ninguno de nuestros personajes, por grandes que se les suponga, se ha encontrado en la situación de Solón, terminando la anarquía de Atenas por unas leyes sabias y moderadas, pedidas por todo un pueblo y obedecidas por él; de Licurgo, arrancando de un golpe a la molicie los ciudadanos de Esparta, y sujetándolos a un régimen de hierro para que no fuesen sujetados de nadie; de Temístocles, burlando en el estrecho de Salamina la arrogante ambición de Jérjes; de Mario, en fin, vencedor de los cimbros, que iban a tragarse la Italia.

Pero aunque el talento no sea igual ni la materia tan rica, no por eso deben desmayar los escritores y abandonar un género tan agradable y tan útil. Es oprobio a cualquiera que pretende tener alguna ilustración ignorar la historia de su país; y si la pintura de los personajes más ilustres es una parte tan principal de ella, fuerza es intentarla para utilidad común, aunque se está muy lejos del talento de Plutarco, y aun cuando los sugetos que hay que retratar no presente» la fisonomía fiera y proporciones colosales que los antiguos.

Y ¿cuál es la nación que no tiene sus héroes propios a quienes admirar y seguir? Cuál la que no ha sufrido vicisitudes del bien al mal y del mal al bien, que es cuando se crían estos hombres extraordinarios? No lo será ciertamente aquel pueblo que alzó en las montañas septentrionales de España el estandarte de la independencia contra el ímpetu fanático de los árabes. Allí no sólo se mantiene libre de la opresión en que gime el resto de la Península, sino que, adquiriendo fuerzas y osadía, baja a derrocar a sus enemigos de la larga posesión en que estaban. Ningún auxilio, ningún apoyo en príncipe o gente alguna; dividido entre sí, ya por las particiones de los estados, imprudentemente establecidas por sus reyes, ya por las guerras que estos estados se hacían, verdaderamente civiles; al mismo tiempo nuevos diluvios de bárbaros que el África de cuando en cuando envía para reforzar a los antiguos; y todo esto junto mantiene la lucha por siete siglos enteros y forma una serie terrible de combates, de peligros y de victorias. Salen, en fin, los musulmanes de España, y entonces, a manera de fuego que comprimido violentamente rompe y se dilata a lo lejos en luz y en estallidos, se ve el español enseñorearse de la mitad de Europa, agitarla toda con su actividad ambiciosa, arrojarse a mares desconocidos e inmensos, y dar un nuevo inundo a los hombres Para hacer correr a una nación por un teatro tan vasto y desigual son necesarios sin duda caracteres enérgicos y osados, constancia a toda prueba, talentos extraordinarios, pechos capaces de la virtud y el vicio, pero en un grado heroico y sublime.

La pintura de estos caracteres sobresalientes es la materia y objeto del libro que ahora se publica, excluyéndose de él las vidas de los reyes, que, como parte principal de nuestras historias generales, son por lo mismo más conocidas. Se engañaría cualquiera que buscase aquí la solución de las cuestiones oscuras que a cada paso ofrece, nuestra historia por falta de documentos auténticos. en tal caso en vez de ser una obra de agradable lectura y de utilidad moral, que es lo que el autor se ha propuesto, se convertiría en un libro de indagaciones y controversias, propias solamente de un erudito o de un anticuario. Para sentar la probabilidad histórica de los hechos se han consultado los autores más acreditados; y estando indicados al frente de cada vida los que se han tenido presentes para su formación, los lectores que quieran asegurarse de la exactitud y elección de las noticias podrán buscarlas en las mismas fuentes donde se han bebido. Cuando salgan a luz las infinitas preciosidades que, o por nuestra incuria o por una mala estrella, se encierran todavía en los archivos públicos y particulares, se corregirán muchos errores, y se sabrán mil datos que ahora se ignoran, y son necesarios para escribir nuestra historia económica y política, que en concepto de muchos está aún por hacer. También entonces nuestros héroes, conocidos quizá mejor, podrán ser retratados por un pincel más diestro y más bien guiado; pero entre tanto la juventud, a quien se destina este ensayo, tendrá lo que hasta ahora nadie ha ejecutado bajo este mismo plan, a lo menos que yo sepa.

Los retratos de nuestros varones ilustres, publicados con tanta magnificencia por la imprenta Real, han sido dirigidos a diferente fin. En aquella obra la estampa es lo principal, y el breve sumario que la acompaña es lo accesorio; y si se indican por mayor allí los hechos principales en que está afianzada la fama de los sugetos, no están igualmente determinados la educación, los progresos, las dificultades y los medios de superarlas: circunstancias que son las que constituyen grande un personaje y le hacen sobresalir entre los demás. El celo mismo que emprendió la obra fue causa de dos inconvenientes que hay en ella. Uno es la multiplicación excesiva de hombres retratados, y que se dan por ilustres: efecto necesario de no haberse antes de todo fijado los verdaderos límites de la empresa. No se dan la inmortalidad y la gloria con tanta facilidad como se piensa, y hay hombre realmente grande que se avergonzaría de los compañeros que le han puesto en aquella colección. El otro inconveniente es el tono de elogio que reina generalmente en los sumarios. Nada más contrario a la dignidad y objeto de un historiador: cuando se exagera el bien y se disculpa o se omite el mal, o no se consigue crédito o se inspiran ideas equivocadas y falsas

El autor de la presente obra ha procurado evitar estos escollos. Los héroes en quienes ha empleado su trabajo son aquéllos cuya celebridad está atestiguada por la voz de la historia y de la tradición; y no cree que ninguna de las vidas que ofrece ahora al público pueda ser tachada de contradecir al título del libro. El Cid Campeador, nombre que entre nosotros es sinónimo del esfuerzo incansable del heroísmo y la fortuna; Guzmán el Bueno, igual a cualquiera de los personajes antiguos en magnanimidad y en patriotismo; Roger de Lauria, el marino más grande que ha tenido la Europa desde Cartago hasta Colón; El príncipe de Viana, tan interesante por su carácter, su instrucción y sus talentos, tan digno de compasión por sus desgracias, y que reúne en su destino, a la majestad y esperanzas de un nacimiento real, el ejemplo y la lástima de un particular injustamente perseguido y bárbaramente sacrificado; Gonzalo de Córdoba, en fin, el más ilustre general del siglo XV, aquél que con sus hazañas y disciplina dio a nuestra milicia la superioridad que tuvo en Europa por cerca de dos siglos, y que en su carácter y sus costumbres presenta un espejo donde deben mirarse los militares que no confundan la ferocidad con el heroísmo.

Tales son los hombres cuyas vidas comprende este tomo1

, escritas sin odio y sin favor, según que los historiadores más fidedignos las han presentado a mis ojos. Si por acaso se extrañase la severidad con que se condenan ciertas acciones y ciertas personas, se debe considerar primeramente que sin esta severidad no puede ser útil la historia, la cual quedaría en tal caso reducida a una mera y fría relación de gaceta. A las personas vivas se les deben en ausencia y presencia aquella contemplación y atenciones que el mundo y las relaciones sociales prescriben; pero a los muertos no se les debe otra cosa que verdad y justicia. Por otra parte, si se leen con atención nuestros buenos libros, se verán en ellos las mismas censuras, aunque ahogadas en el cúmulo de noticias que contienen. Cada siglo que se añade a un hecho aumenta la acción y la autoridad para juzgarle imparcialmente; y no sé yo por qué hemos de carecer en el siglo XIX de la facultad y derecho que Zurita, Mariana y Mendoza tuvieron ya en el XVI.

No creo que debo añadir nada sobre el sistema particular de composición que he seguido, formas de narración, estilo y lenguaje de que he usado. Toda recomendación o disculpa en esta parte sería absolutamente superflua. El público, como juez único y supremo, aprobará, condenará sin apelación, o tal vez disimulará los yerros y descuidos del autor, en gracia del deseo de ser útil, que es lo que le ha puesto la pluma en la mano para escribir estas Vidas.

Junio de 1807.






ArribaAbajoEl Cid

AUTORES CONSULTADOS. -Risco, Historia del Cid. Sandoval, Historia de los cinco Reyes. Mariana, Crónica general. Escolano, Historia de Valencia. Historia de la dominación de los árabes en España, por don José Antonio Conde.

Cuando se fijan los ojos en los tiempos antiguos de nuestra historia la vista no percibe más que sombras, donde están confundidos los personajes, los caracteres y las costumbres. La mayor sagacidad, la más diligente crítica, no pueden abrirse camino por medio de las memorias rudas y discordes, de los privilegios controvertidos y de las tradiciones vagas que nos han dejado nuestros abuelos por testimonios de sus acciones. Si después de una prolija indagación se cree haber descubierto la verdad en éste o aquél hecho, otras consideraciones y otras pruebas vienen al instante a hacer incierto el descubrimento; y el resultado de un trabajo tan fastidioso no es en los escritores sino una serie más o menos coordinada de conjeturas y probabilidades.

En medio de semejante oscuridad se divisa un campeón, cuya fisonomía, ofuscada con los cuentos populares y la contrariedad de los autores, no puede determinarse exactamente, pero cuyas proporciones colosales se distinguen por entre las nieblas que le rodean. Éste es Rodrigo Díaz, llamado comúnmente el Cid Campeador, objeto de inagotable admiración para él pueblo, y de eternas disputas entre los críticos; los cuales, desechando por fabulosas una parte de las hazañas que de él se cuentan, se ven precisados a reconocer por ciertas otras igualmente extraordinarias.

Muchas de las fábulas, sin embargo, se hallan tan asidas a la memoria del Cid, que sin ellas la relación de su vida parecerá a muchos desabrida y desnuda de interés. La imaginación hallaba allí un alimento apacible, y veía señalados todos los pasos de este personaje con circunstancias maravillosas y singulares. Aquel desafío con el conde de Gormaz, los amores y persecución de su hija, el dictado de Cid con que le saludan los reyes moros cautivos, su expedición bizarra a sostener la independencia de Castilla contra las pretensiones orgullosas del emperador de Alemania: todo preparaba el ánimo a la admiración de las hazañas siguientes. Más éstos y otros cuentos, adoptados imprudentemente por la historia, han sido confinados a las novelas, a los romances y al teatro, donde se ha hecho de ellos un uso tan feliz; y Rodrigo, por ser menos singular en su juventud, no se presenta menos admirable en el resto de su carrera.

Nació en Burgos, hacia la mitad del siglo XI, de don Diego Laínez, caballero de aquella ciudad, que contaba entre sus ascendientes a don Diego Porcelos, uno de sus pobladores, y a Laín Calvo, juez de Castilla. Reinaba entonces en esta provincia Fernando I, que, reuniendo en su mano el dominio de León, Castilla y Galicia, fundó la preponderancia que después gozó la nación castellana sobre las demás de la Península. Este monarca tuvo cinco hijos, y a todos quiso dejarlos heredados en su muerte. Ni las desgracias sucedidas por igual división que hizo su padre, el rey de Navarra don Sancho el Mayor, ni las representaciones de cuantos hombres cuerdos había en su corte, pudieron moverle de su intento. El amor de padre lo venció todo; y por hacer reyes a sus hijos labró la ruina de dos de ellos y sumió al Estado en los horrores de una guerra civil. Cupo en la partición Castilla a Sancho, León a Alfonso, y Galicia a García; las dos infantas Urraca y Elvira quedaron heredadas, ésta con la ciudad y contornos de Toro, aquélla con Zamora; y se dice que todos por mandado del padre juraron respetar esta división y ayudarse como hermanos. Vana diligencia, jamás respetada por la ambición, y nunca menos que entonces; porque don Sancho, superior en fuerzas, en valor y en pericia a sus hermanos, luego que murió su padre revolvió el pensamiento a despojarlos de su herencia y a ser el único sucesor en el imperio del rey difunto.

Era entonces muy joven Rodrigo Díaz (1065), huérfano de padre; y don Sancho, por gratitud a los servicios que Diego Laínez habla hecho al Estado, tenía a su hijo en su palacio y cuidaba de su educación. Esta educación sería toda militar; y los progresos que hizo fueron tales, que en la guerra de Aragón y en la batalla de Grados, donde el rey don Ramiro fue vencido y muerto, no hubo guerrero alguno que se aventajase a Rodrigo. Por esto el Rey, que para honrarle le había armado poco antes caballero, le hizo alférez de sus tropas, que en aquellos tiempos era el primer grado de la milicia, al modo que después lo fue la dignidad de condestable.

Desembarazado Sancho de las guerras extrañas, volvió su pensamiento a la civil, que tal puede llamarse la que hizo al instante a sus hermanos. Los historiadores están discordes sobre a quién de ellos embistió primero; más la probabilidad está por la opinión común, que designa a don Alfonso como la primera víctima. Sus estados lindaban con los de Sancho, y no es creíble que éste quisiese atacar antes al más lejano. La lucha no podía durar mucho tiempo entre dos concurrentes tan desiguales, El rey de Castilla, ardiente, esforzado, feroz, con un poder mucho más grande, con una destreza militar superior a la de todos los generales de su tiempo, debía arrollar fácilmente al de León, mucho más débil, muy joven todavía y falto de práctica en las cosas de la guerra. Mas no por eso este príncipe se dejó arruinar sin estrago y peligro de sus contrarios. Vencido en las primeras batallas, toma fuerzas de su situación desesperada, junta nuevo ejército, y vuelve a encontrar a su hermano a vista de Carrión. Su ímpetu fue tal, que los castellanos, rotos y vencidos, abandonaron el campo de batalla, y se encomendaron a la fuga. Rodrigo en este desastre, lejos de perder el ánimo, aconseja al Rey que, reuniendo sus tropas dispersas, acometa aquella misma noche a los vencedores: «Ellos, le dijo, se abandonarán al sueño con el regocijo de la victoria, y su confianza va a destruirlos.» Hecho así, los castellanos, puestos en orden por Rodrigo y el Rey, dan con el alba sobre sus contrarios, que descuidados y dormidos no aciertan a ofender ni a defenderse, y se dejan matar o aprisionar. Alfonso huyendo se refugia a la iglesia de Carrión, donde cae en manos del vencedor, que le obliga a renunciar el reino y a salir desterrado a Toledo, entonces poseída de los moros.

La guerra de Galicia fue más pronta y menos disputada (1071), aunque con más peligro de don Sancho. Su hermano García tenía enajenadas de sí las voluntades de sus vasallos. Cargados de contribuciones, atropellados por un favorito del Rey, a quien había abandonado toda la administración, su paciencia llegó al término, y convertida en desacato, a los ojos mismos del monarca hicieron pedazos al privado. Con esto, divididos en facciones y mal avenidos, no pudieron sostenerse contra los castellanos, que entraron pujantes en Galicia. Huyó don García a Portugal, y con los soldados que quisieron seguirle o vinieron a defenderle quiso probar ventura junto a Santaren, y dio batalla a su hermano. Pelearon él y su gente como desesperados, y la fortuna al principio los favoreció: Don Sancho se vio en poder de sus enemigos; y García, dejándole entregado a unos caballeros, voló a seguir a los fugitivos. Entre tanto el Cid con su hueste, aún entera, acometió a la parte donde estaba el rey de Castilla prisionero, y disipando la guardia que le custodiaba, se apoderó de él, y poniéndose a su frente, salió a buscar a don García. Volvía éste de su alcance cuando le anunciaron el vuelco que habían dado las cosas, y sin desmayar por ello acometió a los castellanos; pero, a pesar de su esfuerzo, viose arrancar la victoria que ya tenía, y precisado a entregarse prisionero al arbitrio de su rival, que le despojó del reino y libertad y le envió al castillo de Luna.

Sería mejor quizá para el honor de la especie humana pasar en silencio estos escandalosos debates, hijos de una ambición desenfrenada, que olvida enteramente los lazos más sagrados de la alianza, de la compasión y la sangre. Señor de Castilla, de Galicia Y de León, Sancho II no se consideraba rey si no poseía también la corta porción de sus débiles hermanas. Lanzó de Toro a Elvira y puso sitio sobre Zamora. Aquí la suerte le tenía guardado el término de su carrera; y el terror de tantos reyes se estrelló en una ciudad defendida por una flaca mujer. Cuando más apretado tenía el sitio, Vellido Dolfos, un soldado de Zamora, salió de la plaza a manera de desertor, ganó la confianza del Rey, y sacándole un día para enseñarle una parte del muro que por ser mal defendida podía facilitar la entrada en el pueblo, halló modo de atravesarle con su mismo venablo, y huyó a toda carrera de Zamora. Dícese que Rodrigo, viendo de lejos huir al asesino, y sospechando su alevosía, montó a caballo aceleradamente, y que por no llevar espuelas no pudo alcanzarle, de lo cual irritado, maldijo a todo caballero que cabalgase sin ellas.

Más, dejando aparte todas las fábulas que se cuentan de este sitio (1072), luego que fue muerto don Sancho los leoneses y gallegos se desbandaron, y los castellanos solos quedaron en el campo acompañando el cadáver, que fue llevado a sepultar en el monasterio de Oña. Entre tanto don Alonso, avisado de aquella gran novedad, partió a toda prisa de Toledo a ocupar los estados del difunto. En León no hubo dificultad ninguna; y en Galicia, aunque don García pudo escaparse de su prisión y trató de volver a reinar, fue arrestado otra vez; y don Alonso tan culpable con él como su hermano, le condenó a prisión perpetua y ocupó su trono. Castilla presentaba más obstáculos: irritados sus naturales de la muerte alevosa de su rey, no querían rendir vasallaje a Alfonso mientras él por su parte no jurase que aquella infamia se había cometido sin participación suya. Avínose el Rey a hacer la protestación solemne de su inocencia; más ninguno de los grandes de Castilla osaba tomarle el juramento por miedo de ofenderle. Sólo Rodrigo se aventuró a representar la lealtad y entereza de su nación en la ceremonia, y ésta se celebró en Santa Gadea de Burgos delante de toda la nobleza. Abierto un misal, y puestas el Rey sus manos en él, Rodrigo le preguntó: «¿Juráis, rey Alfonso, que no tuvisteis parte en la muerte de don Sancho por mandato ni por consejo? Si juráis en falso plega a Dios que muráis de la muerte que él murió, y que os mate un villano, y no caballero.» Otorgó Alfonso el juramento con otros vasallos suyos, y repitióse otra vez; mudándosele en ambas el color al Rey, ya abochornado de la sospecha, ya indignado del atrevimiento. No falta quien deseche también esta incidencia como una fábula; pero, además de no ser muy fuertes las razones que se alegan para ello, cuadra tan bien con las costumbres pundonorosas del tiempo, hace tanto honor a Rodrigo, y da una razón tan plausible del rencor que toda su vida le tuvo el Rey, que no he querido pasarla en silencio.

Al principio no estuvo descubierto este odio, ni la política lo aconsejaba. Rodrigo, enlazado con la familia real por su mujer doña Jimena Díaz, hija de un conde de Asturias, acompañó al Rey en sus primeros viajes, fue nombrado campeón en varios pleitos que, según la jurisprudencia de entonces, habían de decidirse por las armas, y fue enviado a Sevilla y a Córdoba a cobrar las parias que sus príncipes pagaban a Castilla.

Hacíanse entonces guerra el rey de Sevilla y el de Granada, a quien auxiliaban algunos caballeros cristianos. Éstos con los granadinos venían la vuelta de Sevilla para combatirla, y aunque el Cid les intimó que respetasen al aliado de su rey, ellos despreciaron su aviso y entraron por las tierras enemigas talando los campos y cautivando los hombres. Rodrigo entonces salió a su encuentro al frente de los sevillanos, los atacó junto al castillo de Cabra, los derrotó enteramente, y volvió a Sevilla, cuyo príncipe no sólo le entregó las parias que debía, sino que le colmó de presentes, con los cuales honrado y enriquecido se volvió a su patria.

En ella le aguardaba ya la envidia para hacerle pagar las ventajas de gloria y de fortuna que acababa de conseguir. Tuvo Alfonso que salir de Castilla a sosegar algunos árabes alborotados en la Andalucía, y Rodrigo, postrado por una dolencia, no pudo acompañarle. Los moros de Aragón, valiéndose de la ausencia del Rey, entraron por los estados castellanos y saquearon la fortaleza de Gormaz; lo cual sabido por Rodrigo, aún no bien cobrado de su enfermedad, salió al instante a ellos con su hueste, y no sólo les tomó cuanto habían robado, sino que, revolviendo hacia Toledo, hizo prisioneros hasta siete mil hombres con todas sus riquezas y haberes, y se los trajo a Castilla. Era el rey de Toledo aliado de Alfonso VI, y por lo mismo éste y toda su corte llevaron a mal la expedición del Cid. «Rodrigo, decían los envidiosos, ha embestido las tierras de Toledo y roto los pactos que nos unían con aquella gente, para que irritados con su correría nos cortasen la vuelta en venganza, y nos hiciesen perecer.» Alfonso entonces, dando rienda al encono que le tenía, le mandó salir de sus estados, y él abandonó su ingrata patria con los pocos amigos y deudos que quisieron seguir su fortuna (1076).

El poder de los moros en aquella época había degenerado mucho de su fuerza y extensión primitiva. Extinguido el linaje de los Abenhumeyas, que dominaron a todos los árabes de España, su imperio se desmoronó, y cada provincia, cada ciudad, cada castillo tuvo su reyezuelo independiente, casi todos tributarios de los cristianos. Debilitados, por otra parte, con el regalo del china, y entibiado su fanatismo, estaban muy distantes de aquel valor intrépido y sublime que en sus primeros tiempos había espantado y dominado la mitad del universo. Nuestros príncipes, al contrario, se extendían y aseguraban, y contemplando la diferente posición de las dos naciones. se extraña cada vez más que nuestros ascendientes no arrojasen más pronto de la Península a los moros. Pero los reyes y los pueblos que debieran emprenderlo estaban más divididos entre si que debilitados sus enemigos; y la partición impolítica de los estados, las guerras intestinas, las alianzas con los infieles, los socorros que se les daban en las guerras que ellos se hacían: todo contribuyó a alejar la época de una reunión en que estaba cifrada la restauración de España.

En tal situación de cosas no es difícil de presumir, a pesar de la oscuridad de los tiempos y la contrariedad de los escritores, cuál fue la suerte del Cid después de su destierro. Cuando una región se halla dividida en estados pequeños, enemigos unos de otros, es frecuente ver levantarse en ella caudillos que fundan su existencia en la guerra y su independencia en la fortuna. Si la victoria corona sus primeras empresas, al ruido de su nombre y de su gloria acuden guerreros de todas partes a sus banderas, y aumentando el número de sus soldados, consolidan su poderío. Especie de reyes vagabundos, cuyo dominio es su campo, y que mandan toda la tierra en donde son los más fuertes. Los régulos que los temen o los necesitan, compran su amistad y su asistencia a fuerza de humillaciones y de presentes; los que les resisten tienen que sufrir todo el estrago de su violencia, de sus correrías y de sus saqueos. Cuando ningún príncipe los paga, la máxima terrible de que la guerra ha de mantener la guerra es seguida en todo rigor, y los pueblos infelices, sin distinción de aliado y de enemigo, son vejados con sus extorsiones o inhumanamente robados y oprimidos. Héroes para los unos, foragidos para los otros, ya terminan miserablemente su carrera cuando, deshecho su ejército, se deshace su poder; ya, dándoles la mano la fortuna, se ven subir al trono y a la soberanía. Tales fueron algunos generales en Alemania cuando las guerras del siglo XVII, tales los capitanes llamados condottieri por los italianos, en los dos siglos anteriores; y tal probablemente fue el Cid en su tiempo, aunque con más gloria y quizá con más virtud.

La serie de aventuras que los noveleros le atribuyen en esta época daría materia a un cuento interesante y agradable, pero fabuloso; las memorias históricas, al contrario, no presentan más que una sucesión de guerrillas, cabalgadas y refriegas sin incidentes, sin variedad y sin interés. Su narración seca por necesidad, sumaria y monótona, fatigaría al historiador, sin instrucción alguna ni placer de los lectores. Por tanto, parece que bastará decir lo único que se puede saber. Rodrigo, saliendo de Castilla, se dirigió primero a Barcelona, y después a Zaragoza, cuyo rey moro Almoctader murió de allí a poco tiempo, dejando divididos sus dos estados de Zaragoza y Denia entre sus dos hijos Almuctamán y Alfagib. Rodrigo asistió siempre al primero; y Zaragoza, defendida por él de los ataques que contra ella intentaron Alfagib, el rey de Aragón don Sancho Ramírez, y el conde de Barcelona Berenguer, le debió la constante prosperidad que gozó mientras la vida de Almuctamán. Sus enemigos, o no osaban pelear con Rodrigo, o eran vencidos miserablemente si entraban en batalla; y el rey de Zaragoza, cediendo a su campeón toda la autoridad en el Estado colmándole de honores y de riquezas, aún no creía que acertaba a galardonar tantos servicios.

Así se mantuvo el Cid hasta la muerte de aquel príncipe; después se resolvió a volver a Castilla, y el rey Alfonso, contento con la conquista de Toledo que acababa de hacer (1088), le recibió con las muestras mayores de honor y de amistad. Hízole muchas y grandes mercedes; entre ellas la de que fuesen suyos y libres de toda contribución los castillos y villas que ganase de los moros. Rodrigo levantó un ejército de siete mil hombres, se entró por tierras de Valencia, libró a esta ciudad del sitio que tenía puesto sobre ella el conde Berenguer; y hecho tributario el régulo que la mandaba, marchó a Requena, donde se detuvo algún tiempo.

Inundaban entonces los almorávides las costas orientales y occidentales de España, y parecía que la buena fortuna de los árabes viéndolos tan humillados en la Península, había suscitado para vigorizarlos esta nueva gente, que a manera de raudal impetuoso se derramó por toda la Andalucía. Criados a la sombra del fanatismo y de la independencia, y sacudidos después por la ambición, los almorávides salieron del desierto de Zahara conducidos por Abubeker, su primer jefe: entraron en la Mauritania, donde ganaron a Segelmesa, y extendieron sus conquistas hasta el Estrecho, ocupando a Tánger y a Ceuta. Jucef, sobrino y sucesor de Abubeker, fundó a Marruecos, estableció en ella la silla de su imperio, y tomó el título de Miramamolin o comandante de los musulmanes. Quizá el mar hubiera contenido esta plaga, pero el rey de Sevilla Benavet la llamó sobre sí, creyendo que con su auxilio se haría señor de todas las provincias que en España poseían los moros. Era suegro de Alfonso VI por su hija Zaida, casada con el monarca castellano; y esta grande alianza exaltó de tal modo su ambición, que ya no cabía en los estados que pacíficamente le obedecían. Tuvo Alfonso la flaqueza de condescender con sus deseos, y apoyó la demanda del auxilio que se pidió a Jucef. Los almorávides vinieron mandados por Alí, capitán valiente, ejercitado en la guerra y locamente ambicioso; y su venida a nadie fue más fatal que a los imprudentes que los llamaron. Por una ocasión ligera los berberiscos se volvieron contra los sevillanos, cuyo rey fue muerto en la refriega; y Alí, apoderándose del estado que habla venido a auxiliar, hizo obedecer su imperio a todos los moros españoles, negó vasallaje a Jucef, y se hizo también llamar Miramamolin. Para acabarle de desvanecer la fortuna, en el poco tiempo que le favoreció dos veces se encontraron los castellanos con él, y dos veces fueron vencidos: la una en Roda y la otra en Badajoz, donde el rey Alfonso mandaba en persona. Pero este príncipe, más estimable aun en la adversidad que en la fortuna, rehízo sus gentes y acometió al usurpador a tiempo que desbandado su ejército no pudo hacer frente a los cristianos, y tuvo que encerrarse en Córdoba. Estrechado allí, no vio otro arbitrio para salvarse que comprar a gran precio la paz de sus enemigos y hacerse tributario suyo. Pero ni aun así pudo corregir su mala estrella; porque de allí a poco Jucef respirando venganza, pasó a España, hizo cortar la cabeza al rebelde, afirmó su dominación en la Andalucía toda, y se dispuso a seguir las conquistas de su gente en el2 país.

Con un ejército poderoso, compuesto de sus almorávides y de las fuerzas de los reyes tributarios suyos, se puso sobre la fortaleza de Halaet, llamada Alid por los árabes, que hacen mención de este sitio en sus historias, y hoy día conocida con el nombre de Aledo. Alfonso, que prevenía en Toledo tropas para marchar contra Jucef, avisó a Rodrigo que viniese a juntarse con él, y le dio orden de que le esperase en Beliana, hoy Villena, por donde habla de pasar el ejército castellano. Pero aunque Rodrigo se apostó en parte donde avisado pudiese efectuar su unión, sea descuido, sea error, ésta no se verificó, y el Rey con sólo su presencia ahuyentó a los sarracenos. Aquí fue donde sus enemigos, hallando ocasión favorable al rencor que le tenían, se desataron en quejas y acusaciones. Pudieron ellas tanto con Alfonso, que, no contento con desterrar otra vez al Cid de sus estados, ocupó todos sus bienes y puso en prisión a su mujer y sus hijos. Rodrigo envió al instante un soldado a la corte a retar ante el Rey a cualquiera que le hubiese calumniado de traidor. Más su satisfacción no fue admitida; bien que ya más apaciguado el ánimo del Príncipe permitió a doña Jimena y a sus hijos que fuesen libres a buscar a aquel caudillo, el cual tuvo segunda vez que labrarse su fortuna por sí mismo.

Ni Alfagid, rey de Denia, ni el conde Berenguer podían perdonarle sus antiguas afrentas (1089): el Conde principalmente hacía cuantos esfuerzos le eran posibles para vengarlas, y la suerte le presentó, al parecer, ocasión de ello en las tierras de Albarracín. Hechas paces con el rey de Zaragoza, auxiliado con dinero por el de Denia, y asistido de un número crecido de guerreros, Berenguer fue a encontrar a Rodrigo, que con su corto ejército se habla apostado en un valle defendido por unas alturas. El rey de Zaragoza, acordándose de los servicios hechos por el Cid a sus estados, le avisó del peligro que corría. Él contestó que agradecía el aviso, y que esperaría a sus enemigos, cualesquiera que fuesen. El Conde tomó su camino por las montañas, llegó cerca de donde estaba su adversario; y creyendo va tenerte destruido con la muchedumbre que le seguía, le envió una carta para escarnecerle y desafiarle.

Decíale en ella que si tanto era el desprecio que tenía hacia sus enemigos, y tanta la confianza en su valor, ¿por qué no se bajaba a lo llano y dejaba aquellos cerros donde estaba guarecido, más confiado en las cornejas y en las águilas que en el Dios verdadero? «Desciende de la sierra, añadía, ven al campo, y entonces creeremos que eres digno del nombre de Campeador, si no lo haces, eres un alevoso, a quien de todos modos vamos a castigar por tu insolencia, tus estragos y profanaciones. «A esto respondió Rodrigo que efectivamente despreciaba a él y a los suyos, y los había comparado siempre a mujeres, largas en palabras y cortas en obrar. «El lugar más llano de la comarca, le decía, es éste donde estoy; aún tengo en mi poder los despojos que te quité en otro tiempo; aquí te espero, cumple tus amenazas, ven si te atreves, y no tardarás en recibir la soldada que ya en otra ocasión llevaste.»

Con estas injurias enconados más los ánimos, todos se apercibieron a la pelea. Los del Conde ocuparon por la noche el monte que dominaba el campamento del Cid; y al rayar el día embisten atropelladamente dando gritos furiosos. Rodrigo, puestas sus tropas a punto de batalla, sale de sus tiendas, y se arroja a ellos con su ímpetu acostumbrado. Ya ciaban cuando el Cid, caído del caballo, quebrantado y herido, tuvo que ser llevado a su tienda por los suyos; y este accidente restableció el equilibrio. Más lo que en otras ocasiones hubiera sido causa de una derrota, lo fue entonces de la victoria. Los invictos castellanos siguieron el impulso dado por su general, y arrollaron por todas partes a los franceses y catalanes: gran número de ellos fueron muertos, cinco mil quedaron prisioneros, entre ellos el Conde y sus principales cabos; y todo el bagaje y tiendas cayeron en manos del vencedor.

Berenguer fue llevado a la tienda de Rodrigo, que sentado majestuosamente en su silla escuchó con semblante airado las disculpas, y humillaciones abatidas del prisionero, sin responderle benignamente y sin consentirle sentarse. Ordenó a sus soldados que le custodiasen fuera; pero también mandó que se le tratase espléndidamente, y a pocos días le concedió la libertad. Tratóse luego del rescate de los demás cautivos. En los principales no hubo dificultad; pero ¿qué habían de dar los infelices soldados? Ajustóse, sin embargo, su libertad por una suma alzada, y partieron después a recogerla a su patria. Parte de ella trajeron, presentando sus hijos y parientes en rehenes de lo que faltaba. Más Rodrigo, digno de su fortuna y de su gloria, no sólo los dejó ir libres, sino que les perdonó todo el rescate: acción excesivamente generosa, pues en la situación a que sus enemigos lo habían reducido, su subsistencia y la de su ejército dependía enteramente de los rescates, de los despojos y de las correrías.

La suerte al parecer mejoraba entonces sus cosas para volver a Castilla. Alfonso marchaba contra los almorávides, que habían ocupado a Granada y buena parte de Andalucía. La reina doña Constanza y los amigos del Cid le escribieron que sin detenerse viniese a unirse con el Rey, y le auxiliase en su expedición, pues de este modo volvería a su favor y a su gracia. Sitiaba el castillo de Liria cuando le llegó este aviso; y aunque tenía reducida aquella fortaleza a la mayor extremidad, levantó el sitio al instante, y marchó a toda prisa a juntarse con el Rey. Alcanzóle en el reino de Córdoba junto a Martos; y Alfonso, oyendo que venía, salió a recibirlo por hacerle honor. Uno y otro se encaminaron a Granada: el Rey colocó sus tiendas en las alturas, y el Cid acampó más adelante en lo llano, lo cual al instante fue tenido a mal por el rencoroso monarca, el cual decía a sus cortesanos: «Ved cómo nos afrenta Rodrigo: ayer, iba detrás de nosotros como si estuviese cansado, y ahora se pone delante como si se le debiese la preferencia.» La adulación respondía que sí; y era por cierta bien triste la situación de aquel noble guerrero, el cual no podía ni ir detrás ni ponerse delante sin que moviese un enojo o motivase una sospecha.

Los berberiscos no osaron venir a batalla con el ejército cristiano; y Jucef, que estaba en Granada, salió de ella, y partió al África, donde el estado de sus cosas le llamaba. Alfonso se volvió a Castilla, siguiéndolo Rodrigo: al llegar al castillo de Ubeda (1092), el Príncipe dio rienda a su enojo disimulado; ultrajó al Cid con las palabras más injuriosas, le imputó culpas que no tenían. realidad sino en su encono y en la envidia de sus enemigos; y las satisfacciones, en vez de aplacar su cólera, la avivaban más a cada momento. Rodrigo, que había sufrido con moderación las injurias, sabiendo que se trataba de prenderle, miró por sí, y se separó una noche con los suyos del real castellano.

No es posible comprender bien este odio tan enconado y constante en un príncipe de las prendas de Alfonso. Llamado liberal por sus mercedes y bravo por su valor; justo en su gobierno y atinado en sus empresas, comedido y moderado en la fortuna, firme y esforzado en la desgracia; el primero de los reyes de España, y uno de los más ilustres de su tiempo por su poder, su autoridad y su magnificencia, no sufría junto a sí a un héroe, el mejor escudo de su estado y el mayor azote de los moros. ¿Era envidia, era preocupación, era venganza? La oscuridad de los tiempos no lo deja traslucir; pero las circunstancias con que esta aversión ha llegado a nosotros la presentan como injusta, y es una mancha indeleble en la fama de aquel monarca.

Muchos de sus compañeros abandonaron entonces al Cid por seguir al Rey; y él, triste y desesperado ya de toda reconciliación con su patria, se entró en las tierras de Valencia, con ánimo probablemente de adquirir allí un establecimiento donde pasar respetado y temido el resto de sus días. Con este objeto reedificó el castillo de Pinnacatel, le fortificó con todo cuidado, y le proveyó de víveres y armas para una larga defensa. Desde allí el terror de su esfuerzo y de su fortuna le sometió a todos los régulos de la comarca. Zaragoza, invadida por el rey de Aragón, le debió como en otro tiempo su salud, pues en consideración a Rodrigo hizo la paz aquel príncipe con ella. Después, ensoberbecido con esta consideración y con la prosperidad que guiaba sus empresas, volvió su ánimo a la venganza, y quiso humillar a su mayor enemigo.

Era éste don García Ordóñez, conde de Nájera, comandante en la Rioja por el rey de Castilla; la segunda persona del Estado por el lustre de su casa, por su enlace con la familia real, por sus riquezas y por sus servicios; pero envidioso, enconado con el Cid, atizador del odio que el Rey le tenía, y causador de sus destierros. Rodrigo pues entró en la Rioja (1094) como en tierra enemiga, taló los campos, saqueó los pueblos, persiguió los hombres; ¿qué culpa tenían estos infelices de los malos procedimientos del Conde? Pero siempre los errores y pasiones de los grandes vienen a caer sobre los pequeños. El Cid, irritado, no escuchando más que la sed de venganza que le agitaba, siguió adelante en sus estragos, y Alberite, Logroño y la fortaleza de Alfaro tuvieron que rendirse a su obediencia. Don García, que vio venir sobre sí aquel azote, junto sus gentes, y envió a decir a su enemigo que le esperase siete días: él esperó; más las tropas del Conde, al acercarse, se dejaron vencer del miedo, y no osaron venir a batalla con el campeón burgalés.

Satisfecho su enojo y rico con el botín, dio la vuelta a Zaragoza, donde supo que los almorávides se habían apoderado de Valencia; y entonces fue cuando concibió el pensamiento de arrojarlos de allí y hacerse señor de aquella capital. Valencia, situada sobre el mar, en medio de unos campos fértiles y amenos, bajo el cielo más alegre y el clima más sano y templado de España, era llamada por los moros su paraíso. Pero este paraíso había sido en aquellos tiempos bárbaramente destrozado por el mal gobierno de los árabes y sus divisiones intestinas. Fue siempre considerada como una dependencia del reino de Toledo, y en tiempo de Almenón gobernada por Abubeker con tal madurez y prudencia, que los valencianos cuando murió este árabe dijeron «que se había apagado la antorcha y escurecido la luz de Valencia». Hiaya, hijo de Almenón, reinaba en Toledo cuando Alfonso la ocupó; y uno de los partidos que sacó al rendirse fue que los cristianos le pondrían en posesión de Valencia, donde se creía que Abubeker, acostumbrado al mando, no se le querría dejar. Pero Abubeker falleció entonces; y Hiaya, siendo admitido pacíficamente a la posesión del reino, con él entraron de tropel todas las calamidades. Manda mal ordinariamente y es peor obedecido aquél que, perdiendo un estado, se pone a gobernar otro. Hiaya, aunque bien acogido al principio por los valencianos, no tardó en manifestar la flojedad de su espíritu y la inconstancia de sus consejos. La autoridad y las armas del Cid, cuyo amigo y tributario se hizo, le habían salvado de los dos reyes de Denia y Zaragoza, que quisieron arrojarle de Valencia. Pero no pudieron librarte del odio de sus súbditos, ya mal dispuestos con él, y mucho más cuando vieron la cabida que daba a los cristianos y los tesoros que les repartía, acumulados a fuerza de tiranía y de vejaciones odiosas. Viendo pues ocupado al Cid en su expedición de la Rioja, entraron en consejo los principales ciudadanos, y siguiendo el dictamen de Abenjaf, alcaide que era de la ciudad, resolvieron llamar a los almorávides, que a la sazón habían tomado a Murcia. Vinieron ellos, y ocupada Denia, se pusieron delante de Valencia, que a pocos días les abrió las puertas. El miserable Hiaya, sin consejo y sin esfuerzo, quiso a favor del tumulto salvarse del peligro; y abandonando su alcázar, a cuyas puertas ya arrimaban el fuego sus enemigos, huyó disfrazado vilmente en traje de mujer, y se acogió a una alquería. Allí fue hallado por Abenjaf, que sin compasión alguna le cortó la cabeza, y mandó arrojar a un muladar su cadáver, haciendo tan triste fin el monarca de Toledo y de Valencia por no saber ser hombre ni ser rey.

Entre tanto la fama de esta revolución llegó al Cid, que irritado de la muerte de su amigo, y de que los cristianos hubiesen sido expelidos de Valencia, juró vengar una y otra ofensa y apoderarse de todo. Dirigióse allá, ocupó el castillo de Cebolla o Juballa, ya muy fuerte por su situación, pero mucho más con las obras que hizo construir en él; y en aquel punto estableció el centro de sus operaciones. Llegados los meses del estío, salió con sus gentes, sentó sus reales junto a la ciudad, destrozó todas las casas de campo y taló las mieses. Los moradores, afligidos de tantos estragos, le pedían que cesase en ellos: él les puso por condición que echasen de Valencia a los almorávides; pero ellos o no podían o no querían, y se volvieron a encerrar y a fortificarse.

Jucef, en cuyo nombre estos árabes desolaban las partes orientales de España, le había intimado insolentemente que no entrase en Valencia; pero Rodrigo, acostumbrado a despreciar la vana arrogancia de los reyes, después de volverle en su carta insulto por insulto, publicó en todas partes que Jucef no osaba salir de África de miedo, y sin intimidarse por los inmensos preparativos que disponía contra él, estrechó el sitio con el rigor más terrible. Rindiósele primeramente el arrabal llamado Villanueva, y después embistió el de Alcudia, mandando que al mismo tiempo una parte de sus soldados acometiese a la ciudad por la puerta de Alcántara. Defendíanse los valencianos como leones, y rebatidos los cristianos que asaltaron la puerta, se les redobló tanto el ánimo, que la abrieron y dieron sobre sus enemigos. Entonces el Cid, formando de los suyos un escuadrón solo, revolvió sobre el arrabal, y sin dejar descansar un momento ni a moros ni a cristianos, les dio tan rigoroso combate, fue tal la mortandad, y el pavor que les causó tan grande, que empezaron los de dentro a gritar: «Paz, paz.» Cesó el estrago, y quedó la Alcudia por el Cid, que, usando benignamente de la victoria, otorgó a los rendidos el goce de su libertad y de sus bienes.

Pero mientras los dos arrabales, por su reducción y el buen trato del vencedor con ellos, gozaban de la mayor abundancia, la ciudad, al contrario, se veía reducida al mayor estrecho por la falta de todas las cosas necesarias a la vida. Constreñidos al fin por la necesidad sus moradores, ofrecieron echar a los almorávides de allí y entregarse a Rodrigo si dentro de cierto tiempo no les venían socorros del África. Con estas condiciones consiguieron treguas por dos meses, en cuyo término partió el Cid a hacer algunas correrías en los contornos de Pinnacatel, donde encerró todo el botín que había cogido, y después pasó a las tierras del señor de Albarracín, y las estragó todas en castigo de habérsele rebelado aquel moro.

Pasado el tiempo de las treguas, y no habiendo venido el socorro de Jucef, intimó a los valencianos el cumplimiento de lo pactado; pero ellos se negaron a rendirse, fiando en el auxilio que todavía aguardaban. Vino con efecto un ejército de almorávides a sostenerlos; pero ya fuese por miedo, ya por mala inteligencia con los sitiados, ya por causas que se ignoran, estos árabes nada hicieron, y se desbandaron, dejando a Valencia en el mismo aprieto que antes.

Valor y constancia no faltaban a sus moradores. Desbarataron con sus máquinas las que el Cid asestaba contra ellos; rebatiéronle en los asaltos que les dio, y hubo día en que precisado a recogerse en un baño contiguo a la muralla para defenderse del diluvio de piedras y flechas que le tiraban, los sitiados salieron, le cercaron en aquel baño, y le hubieran muerto o preso de no haber tomado el partido de aportillar una de las paredes y romper por la abertura con los que le acompañaban. Más la hambre espantosa que los afligía era un enemigo más terrible que las armas del Campeador: seguro de domarlos por ella, había mandado que se diese muerte a todos los moros que se saliesen de Valencia, y obligado por fuerza a entrar en la plaza a los que con ocasión de la tregua estaban en el campo y en los arrabales. Agotados todos los mantenimientos, apurados los manjares más viles y asquerosos, caíanse muertos de flaqueza los habitantes por las calles; muchos se arrojaban desesperados desde los muros a ver si hallaban compasión en los enemigos, que cumpliendo el decreto del sitiador inflexible les daban muerte cruel a vista de las murallas para escarmentar a los otros. Ni la edad ni el sexo encontraban indulgencia: todos perecían, a excepción de algunos que a escondidas fueron vendidos para esclavos. Al ver el uso abominable que el hombre hace a veces de sus fuerzas; al contemplar estos ejemplos de ferocidad, de que por desgracia ni las naciones ni los siglos más cultos están exentos, las panteras y leones de los desiertos parecen mil veces menos aborrecibles y crueles. Al fin, perdida la esperanza de socorro, el tirano Abenjaf rindió la plaza a condiciones harto moderadas; pero él no consiguió libertarse del destino que le perseguía. La sangre de Hiaya gritaba por venganza, y su asesino pereció también trágicamente de allí a pocos días, ya por el odio de los suyos, ya por mandato del Cid, que quiso castigar de este modo la alevosía hecha a su antiguo amigo (1094)3.

Así acabó Rodrigo aquella empresa, igual a la conquista de Toledo en importancia, superior en dificultades, y mucho más gloriosa al vencedor. Toledo había sido sojuzgada por el rey más poderoso de España con cuyos estados confinaba, y auxiliado de las fuerzas de naturales y extranjeros. Valencia, rodeada por todas partes de morisma, socorrida por el África, llena de pertrechos y de riquezas, fue vencida por un caballero particular sin otras fuerzas que las tropas acostumbradas a seguirle. Más lo que parecía temeridad, y lo fuera sin duda en otro que en él, fue resolverse a mantener aquella conquista, a pesar de las enormes dificultades que lo contradecían. Para ello, lo primero a que atendió fue a establecer una buena policía en la ciudad, de modo que cristianos y moros se llevasen bien entre sí. La Crónica general contiene en esta parte particularidades preciosas, que es lástima desterrar entre el cúmulo de las fábulas que refiere del Cid. Él prescribió a los suyos el porte cortés y honroso que debían tener con los vencidos, de modo que éstos, prendados de aquel trato tan generoso, decían «que nunca tan buen hombre vieron, ni tan honrado, ni que tan mandada gente trajese». Gobernólos por sus leyes y costumbres, y no les impuso más contribuciones que las que anteriormente solían pagar. Dos veces a la semana oía y juzgaba sus pleitos. «Venid, les decía, cuando quisiereis, a mí, y yo os oiré; porque no me aparto con mujeres a cantar ni a beber, como hacen vuestros señores, a quienes jamás podéis acudir. Yo, al contrario, quiero ver vuestras cosas todas, y ser vuestro compañero, y guardaros bien, como amigo a amigo y pariente a pariente.» Volvió después la atención a los cristianos; y temiendo que, ricos con la presa que habían hecho, no se desmandasen, les prohibió salir de Valencia sin su permiso. La principal mezquita fue convertida en catedral, y nombró por obispo de ella a un eclesiástico llamado don Jerónimo, a quien los historiadores hacen compañero de aquel don Bernardo que fue colocado en la silla de Toledo después de ganarse esta ciudad a los moros.

En vano el injuriado Jucef intentó por dos veces arrancarle la conquista enviando ejércitos numerosos a destruirle. Los berberiscos, acaudillados por un sobrino del mismo Jucef, fueron ahuyentados primeramente de las murallas de Valencia con las fuerzas solas del Cid, y derrotados después completamente por él y don Pedro, rey de Aragón, en las cercanías de Játiva. Estas dos victorias y la rendición de Olocau, Sierra, Almenara, y sobre todo de Murviedro, plaza antigua y fortísima, acabaron de asegurar a Valencia, que permaneció en poder de Rodrigo todo el tiempo que vivió. Su muerte acaeció cinco años después de la conquista de aquella capital (1099), que aún se mantuvo todavía casi tres por los cristianos bajo la autoridad y gobierno de doña Jimena. Más los moros, libres ya del terror que les inspiraba el Campeador, vinieron sobre ella, y la estrecharon tanto, que a ruegos de la viuda de Rodrigo tuvo Alfonso VI que acudir a socorrerla. Los bárbaros no osaron esperarle; y él, considerada la situación de la ciudad y la imposibilidad de conservarla en su dominio, por la distancia, sacó de allí a los cristianos con todos sus haberes, entregó la población a las llamas, y se los llevó a Castilla.

Dejó el Cid, de su esposa doña Jimena, dos hijas, que casaron, una con el infante de Navarra, y la otra con un conde de Barcelona: algunas memorias le dan también un hijo que murió muy joven en un combate que su padre tuvo con los moros cerca de Consuegra. El cadáver de Rodrigo fue sacado de Valencia por su familia al retirarse de allí, y llevado solemnemente al monasterio de San Pedro de Cardeña, junto a Burgos, donde aún se ve su sepulcro, que es siempre visitado por los viajeros con admiración y reverencia.

Tal es la serie de acciones que la historia asigna a este caudillo, entre la muchedumbre de fábulas que la ignorancia añadió después. Todas son guerreras, y su exposición sencilla basta a sorprender la imaginación, que apenas puede concebir quién era este brazo de hierro que arrojado de su patria, con el corto número de soldados, parientes y amigos que quisieron seguirle, jamás se cansó de lidiar, y nunca lidió sino para vencer. Escudo y defensa de unos estados, azote terrible de otros, eclipsó la majestad de los reyes de su tiempo, pareciendo en aquel siglo de ferocidad y combates un numen tutelar que adonde quiera que acudiese llevaba consigo la gloria y la fortuna. Los dictados de Campeador, mio Cid, el que en buen hora nascó, han pasado de siglo en siglo hasta nosotros como una muestra del respeto que sus contemporáneos le tenían, del honor y ventura que en él se imaginaban. A primera vista se hacen increíbles tantas hazañas y una carrera de gloria tan seguida. Más sin que el Cid pierda nada de su reputación, la incredulidad cesará cuando se considere que casi todas sus batallas fueron contra ejércitos colecticios, compuestos de gentes diversas en religión, costumbres e intereses, la mayor parte árabes afeminados con los regalos del país, uno de los más deliciosos de España y del mundo. Desgracia fue de Castilla privarse de semejante guerrero: su esfuerzo y su fortuna, unidos al poder del rey Alfonso, hubieran quizá extendido los límites de la monarquía hasta el mar, y la edad siguiente viera la expulsión total de los bárbaros. La envidia la calumnia, un resentimiento rencoroso lo estorbaron; y las hazañas del Cid, dándole a él renombre eterno, no hicieron otro bien al Estado que manifestar la debilidad de sus enemigos.



IndiceSiguiente